martes, 27 de junio de 2017

VIDA, Poema 246

Azul
Blanco
Una larga noche que concluye
Un Amor que se revela
Una batalla que finaliza
Y encuentro a Dios
Que está más allá de todo azul, de todo blanco,
De toda metáfora incompleta.

David Alberto Campos Vargas (Colombia, 1982) 

VIDA, poema 247

Algunos corren, ingenuos,
Hacia su propia perdición: 
Son enemigos de Dios, y de sí mismos,
Maldicen y blasfeman como tarados
A quienes el Maligno mueve como títeres,
Ignoran el Camino, y viven en la fantasía
De hacer las cosas "bien" mientras se condenan. 

David Alberto Campos Vargas (Colombia, 1982)

VIDA, Poema 248

En los brazos del Señor
Encuentro felicidad de océano
Y oleaje y éxtasis y arcoiris infinito,
Mientras el mundo tiembla,
Mientras la caverna
Sigue engullendo incautos.

En los brazos del Señor
No hay fracaso ni duda,
Ni andar errático,
Sino la dicha plena
De sentirse uno con el cosmos.

David Alberto Campos Vargas (Colombia, 1982) 

martes, 20 de junio de 2017

VIDA, Poema 249

Triste oficio
El de quien sólo "hace plata".
Innoble labor
La del que escala a costa de intrigas.

Bella profesión
La de aquel que ayuda, que enseña y que aprende
Más allá de las mezquindades 
Del barro llamado "Hombre". 

Dame, Señor,
Fortaleza para resistir la necedad humana
Y conocimiento de Ti, Única Sabiduría.  

David Alberto Campos Vargas (Colombia, 1982)

VIDA, Poema 250

El amanecer se anuncia.
Llega también la calma.
Todo se siente ligero, total, definitivo.

Se alejan para siempre las máscaras
Y los afanes sin sentido
Y las tonterías del mundo
Y las intrigas de los malhechores.

Entregarse a Dios
Es el más dulce de los finales.

David Alberto Campos Vargas (Colombia, 1982)

miércoles, 14 de junio de 2017

PSICOTERAPIA FORMATIVA EN EL ADOLESCENTE, por David Alberto Campos Vargas

PSICOTERAPIA FORMATIVA EN EL ADOLESCENTE


David Alberto Campos Vargas




Introducción


El adolescente lucha por abrirse campo en medio de un mundo que con frecuencia le es hostil o lo considera menos importante de lo que en realidad es. A menudo recibe todo tipo de calumnias y valoraciones negativas, que muchas veces expresan prejuicios profundamente arraigados en el inconsciente colectivo.

A lo largo de los siglos, al adolescente se le ha tratado de encasillar  en un rol de minusvalía, inseguridad, irresponsabilidad y/o haraganería. Se le ha visto como un ser en estado de moratoria, incompleto, vago, pusilánime e indeciso. Nada más injusto. 

Desconociendo sus aspectos más luminosos (solidaridad, sentido de equipo, capacidad de sacrificio, compromiso social, espíritu emprendedor, idealismo) y, en cambio, magnificando sus facetas más oscuras (inconstancia, dispersión, inconsistencia, fragilidad yoica, inestabilidad afectiva), en casi todas las sociedades contemporáneas el desdén hacia los adolescentes se presenta en diversos escenarios. A nivel institucional (empresas, colegios, universidades) los viejos intentan someterlos, y, si se encuentran en posición de subalternos, se niegan a reconocer sus capacidades y con frecuencia tratan de boicotear sus directrices. En el cine y la literatura de mala calidad (epítomes de la cultura light que tiene idiotizada a buena parte de la población en el siglo XXI), es reiterativo el cliché de los adolescentes bobalicones e insensatos que viven en medio de juergas, orgías y conductas temerarias.  En todo el orbe, aún predomina la idea de que el líder debe ser una persona vetusta, y efectivamente el joven, así sepa dirigir y esté lleno de buenas ideas ideas, tiende a ser descartado (pues se tiene el prejuicio de que es incapaz e incompetente para puestos de liderazgo). Para rematar, numerosas figuras de la farándula (los grandes influenciadores de esta época)  divulgan una imagen muy retorcida de los adolescentes, presentándolos como poco más que bestias instintivas, peligrosas e insaciables. 

De otro lado, las psicoterapias tradicionales se suelen quedar cortas en el abordaje del adolescente, e incurren en el error de verlos como “niños que están aprendiendo a ser grandes”, o peor aún, “adultos incompletos”.

A muchos prejuiciosos les sorprendería saber que grandes obras de la literatura, la música y el arte  han sido creadas entre los 12 y los 20 años de edad. O que la Historia ofrece numerosos casos de adolescentes y adultos jóvenes que han sido formidables gobernantes. 

La verdad es que el adolescente merece mucho más respeto. No es, en modo alguno, ese sujeto atolondrado, flojo y lleno de falencias que algunos creen que es. Tampoco es un niño atormentado por los cambios corporales que vivencia, como a menudo se le caricaturiza. 

El adolescente no es un niño crecido ni un adulto pequeño. Constituye un ontos especial, con unas características que exigen al psicoterapeuta formativo consideraciones técnicas especiales.


¿Qué desea un adolescente?


El adolescente desea especialmente tres cosas en su vida: ser valorado en su justa medida, ser respetado en su identidad y sus orientaciones, y sentirse amado. Veamos cómo:

a. El adolescente quiere ser valorado, quiere ser tenido en cuenta. Quiere que lo escuchen, que no menosprecien sus ideas ni sus iniciativas. Quiere superar la incómoda experiencia (que por desgracia vive a menudo) de ser tenido en menos por sus mayores.

Tengamos en cuenta que a nivel jurídico el adolescente ni siquiera es reconocido como ciudadano en muchos países del mundo (en los que la mayoría de edad se adquiere a los 21 años o después), o es tenido por ciudadano de segunda categoría, con derecho a voto pero con impedimentos para ser candidato a cargos públicos.

Recordemos, además, que al adolescente se le discrimina con frecuencia (sobretodo si es varón, pues el sexismo totalitarista del siglo XXI pretende achacarle al sexo masculino toda la culpa de lo malo que sucede en el mundo), se le ridiculiza (especialmente cuando se muestra crítico frente a las estructuras de poder establecidas y ejercidas por adultos), y se le excluye de reuniones de carácter religioso, cultural o comunitario, precisamente por el difundido prejuicio de que “no sabe comportarse”.

El adolescente necesita recibir, especialmente de sus padres y de sus otras figuras de autoridad, las debidas felicitaciones cuando hace las cosas bien. A veces los adultos tienden a olvidarse de esto. Están muy prestos a impulsar y felicitar al niño, aplaudiéndole sus logros… pero con el adolescente se restringen afectivamente, se vuelven demasiado parcos, mezquinos en encomios y/o palabras de ánimo. Tanto a nivel familiar como en el ámbito académico, dejan de elogiarlo y estimularlo. La triste contrapartida es que sí están listos a criticarlo, señalarle sus defectos y regañarlo. Como si de alguna manera asumieran que no pueden validar y acompañar al adolescente, sino fungir como objetos perseguidores.

b. Ser respetado en su identidad y sus orientaciones. Como día a día va cohesionando su self, va avanzando en su proceso de individuación y va definiendo su forma de ser en el mundo, el adolescente es ante todo alguien que está aclarando (aclarándose a sí mismo, y aclarándole al mundo) quién es. En este orden de ideas, poco ayudan los que se mofan de sus intentos de independencia, o los que miran con sorna o desprecio la forma en la que escoge ciertos referentes, ciertas figuras de identificación y ciertas creencias que le están dando justamente el terreno para definirse.

El adolescente es un buscador. Y para edificar su psiquismo, toma aquellas herramientas que el mundo le ofrece. Muchas veces cae en el juego de la cultura hegemónica de la época en la que vive, e incurre en la paradoja de volverse una persona muy poco original pretendiendo alcanzar la originalidad (por ejemplo, cuando se deja atrapar y queda inmerso en la superficialidad y la banalidad propias de la cultura light de la neoposmodernidad que estamos viviendo). Pero, también en muchas ocasiones, el adolescente consigue una identidad y una autonomía propias, y llega a ser único y diferente. Y lo triste es que es ahí cuando con más virulencia sus mayores lo atacan sin misericordia.

c. Sentirse amado. El adolescente, tanto como el niño, el adulto o el anciano, necesita amar y sentir el amor del prójimo. En la adolescencia todas las pulsiones, y de manera especial las que están al servicio de la vida, se hacen sentir poderosamente. El Eros busca expresión y gratificación, y dirige la conducta de forma notable.

Lo curioso es que muchos adultos, influenciados por concepciones erróneas acerca de la adolescencia, la crianza y la educación, hacen todo lo contrario: se distancian afectivamente del adolescente, dejan de lado la ternura y el cariño, se hacen fríos o tiránicos. Por la difundida (y claramente falsa) idea de que la dulzura y las manifestaciones de amor “ablandan” o “tuercen” al adolescente, muchos padres se niegan a sí mismos el placer de manifestar el cariño a ese hijo o a ese familiar que tanto aman. Y, de paso, le producen un daño inmenso.

También, por pura ignorancia, muchos adultos insensatos le dan al adolescente el mensaje (erróneo a todas luces) de que sólo se es en la medida en que se le niegue el ser al prójimo, y que la identidad se hace de forma egoísta y en solitario, compitiendo como una fiera agresiva e ignorando las necesidades del resto de los seres humanos. Con ello, sólo crean trastornados muy poco aptos para la vida en sociedad, egoístas y caóticos, muy proclives a las patologías de la personalidad. 


¿Qué es un adolescente?


El adolescente es una persona que se organiza progresivamente. No desde la carencia, ni desde la ineptitud, sino desde la potencialidad.

Me explico: el adolescente no es un aprendiz de persona humana, es una persona con todas las partes listas para ser ensambladas. Los recursos ya están ahí. Deben ser puestos en marcha.

Usando un concepto aristotélico, puede afirmarse que el adolescente es un ser en potencia. En consecuencia, la psicoterapia debe ser catalizadora, movilizadora, para que dicho ser en potencia se estructure.

El adolescente tiene el sustrato. Requiere, tanto en la psicoterapia como en la vida cotidiana (especialmente en la relación con los individuos que son para él unas figuras significativas, como son los profesores, los padres, los amigos y los héroes personales), encontrar verdaderos catalizadores de esa obra que está forjando: su personalidad, su identidad, su vocación, su sentido de vida.

El adolescente merece una buena psicoterapia, no sólo como un camino creativo y expresivo para quitarse de encima temores y vivencias desagradables, sino también como oportunidad para aclarar dudas relacionadas consigo mismo y el mundo en el que vive, y, sobretodo, para encontrar una sólida cimentación de su existencia. 


Objetivos terapéuticos


Las metas de la psicoterapia formativa (sentido de vida, plenitud existencial, reflexión filosófica, redefinición de sí mismo y del entorno, potenciación de aspectos espirituales y trascendentes, formación, integración armónica, cohesión del self, praxis, aprendizaje, adquisición de nuevos significados y nuevas estrategias de afrontamiento) deben aterrizarse a la especialísima condición del adolescente, situación que requiere de parte del terapeuta prudencia, paciencia y respeto infinitos.

La psicoterapia con el adolescente no puede convertirse en una lucha estéril. Por eso hay que evitar los enfoques demasiado dados a la confrontación y al debate. Tampoco puede ser una mera catarsis, o un simple ejercicio de asociación libre: se trata de una persona que requiere un direccionamiento y unos parámetros claros de qué es lo bueno, lo bello y lo deseable, y qué no. La consejería, la clarificación y el señalamiento, maniobrados con tacto y prudencia, son tan importantes como la interpretación. 

Ahora bien, el terapeuta debe evitar la tentación de hacer de la consejería un ejercicio de adoctrinamiento del adolescente. Respetando la libertad y el criterio del paciente, sólo tiene que mostrarle con sutileza qué es lo adecuado y qué es lo inadecuado, qué es lo sensato y qué es lo insensato a la hora de vivir. 

El adolescente está buscando un sentido a su existencia. Es una realidad en estructuración, un ser que se afirma y consolida en la medida en que se descubre. Por eso la psicoterapia debe darle las herramientas para hacer de su vida una vida interesante, fecunda y genuina, con total claridad con respecto a lo que es bueno y es ético hacer y asumir.

La familia nuclear puede estar presente durante la primera sesión. Esto por un lado disminuye la ansiedad derivada de muchos temores (del paciente y de los propios familiares) relacionados con el desconocimiento de la terapia, y por el otro posibilita tener una variedad de miradas con respecto a la situación del paciente y del sistema familiar. Varios autores de corrientes psicoanalíticas creen que esto es incorrecto porque supuestamente “contamina” o “sesga” al tratante. Lo que yo he visto es todo lo contrario: al entablar también un buen vínculo con la familia, el terapeuta tiene ya otros campos para actuar (y es evidente que la mejoría del sistema familiar se traduce en una mejoría del paciente, y que la mejoría del paciente se traduce en una mejoría del sistema familiar); otro aspecto positivo es que se involucra a los allegados y se les convierte en una verdadera red de apoyo para el adolescente. El sesgo, en vez de aumentar, disminuye, pues no se limita el proceso a una sola versión de los hechos, sino que engloba múltiples aspectos a tratar.

En la medida que transcurre la psicoterapia formativa, el terapeuta puede volver a citar a los familiares cuando las circunstancias le indiquen que es conveniente hacerlo: situaciones de matoneo escolar, conflictos con algún profesor, dificultades en el rendimiento académico o acoso en el ámbito educativo, entre otros. También cuando la familia requiera de una intervención (que deberá ser breve, pero eficaz), o cuando los padres soliciten un encuentro. 

Con respecto a la última situación, el adolescente y su familia deberán tener en cuenta, siempre, que él es el paciente y el protagonista de la psicoterapia. Su confianza en su doctor no puede verse boicoteada por la vivencia de que hay “canales alternos de comunicación”. Por eso es clave que los padres entiendan su rol (de apoyadores y acompañantes) y no traten de reunirse en privado o contactar de forma secreta al tratante. Lo que deseen saber, o lo que deseen decir, debe ser trabajado en compañía del adolescente, que es la piedra angular del proceso. 

Aún cuando existan “secretos familiares” (que las propias familias consideran más feos de lo que realmente son), es necesario recordar que dichos “secretos” enferman, perturban al sistema, y entorpecen el desarrollo de una personalidad sana en el paciente. Todo debe ser sacado a la luz, para ser minuciosamente trabajado, introyectado, asimilado, metabolizado, elaborado y aprendido apropiadamente. Eso sí, el terapeuta tiene que proceder con cautela y profesionalismo. Si eventualmente fueran necesarios varios encuentros para lograrlo, deberá concertarse con la familia que asista con el paciente cada tres o cuatro sesiones. De este modo, no se interrumpe la continuidad de lo trabajado con el paciente, y se evita darle la idea de que el “secreto familiar” o la ansiedad de sus padres priman sobre su proceso.   

Como siempre, son muy importantes la empatía, la transparencia, la franqueza y el respeto por el paciente. Nada de mentiras, ni de actitudes fingidas, ni de acartonamientos, ni de impostaciones. También debe evitarse exagerar con el “buen humor”: el adolescente no necesita un bufón que lo haga reír, sino un experto que lo estimule en su camino de crecimiento personal.

Es tremendamente útil el empoderamiento del paciente, que debe ir de la mano con la diferenciación, la individuación y la concreción de una identidad bien forjada, armónica y ecualizada. 

Cuanto mejor sepa el adolescente quién es, qué talentos tiene y qué desea en la vida, mayores serán sus posibilidades de plenitud existencial. Asimismo, tendrá mayores oportunidades para escapar de los peligros que el entorno le presente (conductas de riesgo, acoso, abuso y otras formas de maltrato, explotación laboral, vanidad, superficialidad, competitividad malsana, consumo de estupefacientes, discriminación, exclusión, frialdad afectiva, etcétera).

También he visto que la cimentación de la autoestima y el entrenamiento en habilidades sociales ayudan a prevenir muchas situaciones desfavorables para el adolescente. Para ello, el psicoterapeuta no debe quedarse con un solo modelo conceptual (ni siquiera basta con el de la psicoterapia formativa), sino que debe integrar con lucidez distintas perspectivas: por ejemplo, a la par que se busca una redefinición y una transformación de la personalidad pueden buscarse el ensanchamiento del Yo, el reprocesamiento a través de EMDR de algunas situaciones vivenciadas como traumáticas por el paciente, y la desensibilización progresiva en los escenarios que detonen su angustia. 

La psicoterapia con el adolescente también incluye la promoción de conductas y hábitos de vida saludables, así como la detección temprana de factores de riesgo. Bien hace el psiquiatra que recuerda lo que aprendió en el pregrado de Medicina. Gracias a eso puede brindar al adolescente una atención completa, dentro de esa integralidad a la que está llamado todo especialista. 

El adolescente debe adquirir dos cualidades básicas de las personas mentalmente sanas: tolerancia a la frustración y capacidad de espera. Con ellas, soportará las distintas dificultades de la vida con pericia, eficiencia y optimismo: las afrontará con madurez, sin caer en terrenos escabrosos como la adicción o la ideación suicida.


Encuadre con el paciente adolescente


El adolescente necesita de un encuadre firme, más no asfixiante. Precisamente porque el adolescente añora límites, ideales y normas claros, la psicoterapia debe ofrecerle la belleza de algo bien estructurado. 

No puede haber lugar para el desorden, ni para la pérdida de límites, porque el sí mismo del paciente exige justamente un equilibrio tranquilizador, un orden reconfortante. En medio de su vivencia de cambio, el adolescente agradece mucho que algo sea estable, predecible y duradero.

Sé que en esta época tan desordenada la firmeza en el encuadre es mal vista por muchos, y hasta criticada. Pero insisto en que es sumamente benéfica en la psicoterapia con el adolescente: tal como el juego en el niño, puede erigirse en una situación organizadora del self, y en un espacio transicional valioso, en el que el adolescente entra para encontrar un equilibrio que no suele ofrecerle su entorno.

El tiempo de cada sesión no puede ser tan prolongado. A lo largo de mi carrera me he ido percatando que una sesión de una hora puede ser a veces insuficiente, pero una sesión de dos horas también llega a agotar al adolescente. Un tiempo prudencial de hora y media permite alcanzar los objetivos de cada sesión, y al mismo tiempo conservar el dinamismo y la frescura que el adolescente exige.

El diván puede ser bastante útil, así el adolescente por lo general se resista a usarlo al inicio. Tal resistencia debe ser respetuosamente comprendida. El terapeuta debe entender ciertas fantasías inconscientes (de dominación, de sometimiento, de acceso sexual, de agresión) que son verdaderos temores en muchos adolescentes. Tampoco puede asumir un rol que los familiares del adolescente por lo general escenifican, y caer en el error de enfadarse y obligarlo. Eso sería una torpeza. He visto que el paciente termina por aceptar la sugerencia de acostarse en el diván al cabo de dos o tres sesiones, cuando ya ha podido vislumbrar en el psicoterapeuta una figura adulta digna de confianza.

Mientras se llega al punto anterior, el diálogo cara a cara o con las sillas dispuestas en forma de L es el primer paso. Como el adolescente a veces puede sentirse intimidado o escrutado por la mirada del terapeuta, darle momentos de “descanso” (mirando a otra parte, durante unos segundos) es usualmente útil.

Algunos adolescentes (especialmente los que han tenido experiencias de abuso o maltrato) pueden sentirse francamente intimidados con la situación terapéutica: a ellos les viene bien permitirles, cada cierto tiempo, expresarse en el silencio, en el dibujo, en el juego, en la música, en la creación literaria. Eso sí, no debe cometerse el error de dejar prolongar el silencio más allá de uno o dos minutos, porque este tipo de adolescentes también tiende a vivirlo como agresivo u opresivo. 

Con respecto al secreto profesional, hay que advertirle al adolescente, desde la primera sesión, que se romperá en el caso en que su integridad personal (o la de un tercero) se encuentre en peligro: ideas de muerte o suicidio estructuradas, consumo de psicotóxicos o fantasías de homicidio estructuradas. El adolescente también debe saber que en los dos primeros escenarios sólo se enterarán sus padres o acudientes, y en el tercero, además, la persona que corre peligro y las autoridades pertinentes (para que se pueda prevenir a tiempo un desenlace funesto).  


Recomendaciones finales


El buen psicoterapeuta debe desempeñar con prudencia su trabajo, siendo discreto y respetuoso, a toda hora, con la información que el adolescente tiene la gentileza de compartirle. El apoyo y el direccionamiento deben ser tan sutiles que el adolescente sienta que su espontaneidad y su libertad son preservadas. Y debe tener una vida espiritual lo suficientemente fuerte como para poder lidiar con los sujetos que tratan de violar la confidencialidad de la historia del paciente (sobretodo cuando ese adolescente se ha convertido en una persona de cierta notoriedad), con la las mezquindades de algunos colegas (que creen que sólo ellos saben tratar este tipo de pacientes), y con las dinámicas patológicas de algunas familias e instituciones educativas.


David Alberto Campos Vargas (Colombia, 1982) 


Jorge Loring, sobre la confesión y el psicoanálisis

"El psicoanálisis tendrá su campo. Pero no queramos sustituir una cosa por otra. La confesión es insustituible. Por eso Dios ha hecho la confesión."

Jorge Loring Miró (España, 1921-2013)

sábado, 10 de junio de 2017

TE INSOMNIO, por Juan David Lobo Hernández


Dormido… despierto… tantas cosas que pasan entre esos estados que a veces se difuminan los límites, se puede sentir que se sueña despierto. Una oveja, dos ovejas, tres ovejas… 74 ovejas y mis ojos cerrados pero en una vigilia de dos de la mañana en la que pensamientos circulares recorren mis sinapsis y me electrifican, siento su recorrido, oigo su zumbido eléctrico y no puedo evitar que en mi rostro se dibuje una sonrisa cómplice. Sin estarlo estas acá, moviéndote por toda mi habitación, por toda mi casa, por toda la ciudad, narradora omnisciente de una novela que se escribe en  los impulsos eléctricos que escucho, aquellos que recorren mi biografía escenificando cada letra en mis imaginarios, producto de mi sinapsis, esa inquieta candela que se me enciende en el cerebro y me vigilia a las 2 y media de la mañana y me invita a recorrer el mundo nocturno contigo, pero tú y yo somos telepatía, un logro de ese gran esfuerzo por aprender a comunicarnos, que nos evoca en la intuición el sitio exacto para encontrarnos. He llegado, hecha con tablones de madera en un esqueleto ferroso se yergue una banca añeja en la que me siento a esperar, en este sitio todo es raro aunque se me haga familiar el sol occiduo de 3 de la mañana, el olor es dulce, este sitio siempre es dulce, sobre millares de tallitos con actitud de columnas helenas, acompañados de antenas verde oscuro hechas para purificar el aire, descansan pétalos amarillos que rodean un mándala puntillista de un color amaderadamente oscuro, flores con actitud de cosmos que danzan con el sol resplandeciente de 3 y media de la mañana. Te veo, caminas entre amarillo desde lo lejos hacia el guayacán que indica el sitio donde te espero, telepatía que nunca falla, el aire dulce y fuerte hace que tu cabello se una a la danza cósmica entre las flores y el sol, veo la sinapsis, lo íntimamente conectado que esta toda esta estética… caminando te acercas lo suficiente para que transmitan impulsos a través de nuestros ojos, oigo su zumbido eléctrico y decido participar del baile, alzo mi mirada al sol resplandeciente de 4 de la mañana, inspiro profundo, regreso a tus ojos, me paro de la banca, comienzo a caminar hacia ti, acelero un poco, tres zancadas de rana y un clavado olímpico, telepatía que nunca falla, no estaba clavando solo, el sol fue testigo de cómo saltamos de cabezas a nadar entre amarillo al mismo tiempo. Entre ese olor dulce, nos encontramos frente a frente, nuestras narices se juntan, las pestañas se nos tocan, los labios apenas y se encuentran en un roce tierno que indica el inicio de un movimiento brusco, comenzamos a nadar en sentido vertical hacia lo más alto de amarillo, tenemos la fortaleza para ascender nadando a través de la densidad del tronco y llegamos a la superficie, estamos en lo más alto del guayacán, llegamos a la cima de amarillo para sentarnos frente a frente en el eudaimónico encuentro onírico en donde hacemos un picnic en la cima de un árbol, la música del viento dulce continua su tonada y no se ve interrumpida por nuestra conversación silenciosa, telepatía que nunca falla para encontrarnos en las noches cuando el sol nos invita a un amarillo de sueños, a una danza de imaginarios, a un mundo de insomnios, a una estética cósmica de dos seres que se unen por sus sinapsis y que reconfortados por una noche de sueño despierto comienzan la mañana siguiente como si hubieran amanecido juntos.

Juan David Lobo Hernández (Colombia, 1993)

Giovanni Papini, sobre la fantasía

"En todos los grandes hombres de ciencia, existe el soplo de la fantasía, madre de las intuiciones geniales."

Giovanni Papini Cardini (Italia, 1881-1956)

EL SUEÑO, por Lu Xun

Muchos son los sueños que se reúnen con la puesta del sol.
Antes de que el primer sueño empuje al último sueño, el último sueño ya ha atrapado
Al sueño que lo precedía.
El primer sueño, que ya ha desaparecido, era negro como la tinta; en el último sueño, la tinta
Es igual de negra que en el primer sueño.
El que los imita ya ha desaparecido, y me dijo: «Mira mi buen color».
El color era bueno, pero vete a saber qué esconde,
Y vete a saber a dónde va. Y el que nos habla, ¿quién es, en realidad?
Vete a saber qué nos esconde: quizá la fiebre y el dolor de cabeza.
Tú vienes y vienes y ahora comprendes los sueños.

Lu Xun (China, 1881-1936)

QUIRÓFANO, por Juan David Lobo Hernández

Se quema por dentro un pedazo de mí, un pasado de mí...
El fuego abraza crepitante memorias de mi hedonía
y se me cansan los músculos y me duele la cabeza.
Siento en carne viva como se volvió tan doloroso este absceso mental que yo mismo me conferí, y que ahora, decidido, tomo el bisturí para drenarlo.
Entre los detritos del material purulento drenare risas del pasado
momentos en los que me sentí pleno
falsas ilusiones de crecer en el intelecto
personas que mire a los ojos y a quienes entregue todos mis afectos, pero que por vicisitud alimentaron ese monstruo que crecía dentro de mi cuerpo y...
Es doloroso, vergonzante y casi infinito, encontrarme en un quirófano solitario
con un sabor ansioso en mi boca seca
mientras el mango del bisturí se vuelve uno con el sudor y el tremor de mi mano
a punto de practicar una incisión en la que empeño mi metamorfosis.
Pronostico: Luz por todos lados.

Juan David Lobo Hernández (Colombia, 1993)


viernes, 9 de junio de 2017

San Alberto Hurtado, sobre las profesiones

"Cada profesión ha de ser concebida no sólo como un medio para ganarse la vida, de mejorar su situación económica, de labrar un porvenir a sus hijos, sino también como el ejercicio de una misión social y una colaboración al bien común de la sociedad."

Luis Alberto Miguel Hurtado Cruchaga, San Alberto Hurtado (Chile, 1901-1952)

EL PASEO, por Luis Vidales

El cielo espejea entre los árboles.
Los árboles se imaginan
que están a orillas de un lago color violeta.
Nosotros advertimos el engaño
y a grandes voces espantamos a los árboles
como si se tratara
de unos altos pájaros verdes
que hubieran escondido
en el plumaje
la otra pierna.

Cuando volvemos a casa
empieza a holgar en mi cabeza
el sombrero de copa de la noche.


Luis Vidales (Colombia, 1904-1990)

UNA AVENTURA, por Sherwood Anderson

Alice Hindman que tenía ya veintisiete años cuando George Willard era todavía un muchacho, había pasado toda su vida en Winesburg. Estaba empleada en la tienda de ultramarinos de Winney, y vivía en casa de su madre, que estaba casada en segundas nupcias.

El padrastro de Alice, pintor de coches, era dado a la bebida. Tenía una historia muy extraña; valdrá la pena de que la cuente algún día.

Cuando Alice tenía veintisiete años era una muchacha alta y más bien delgada. Su cabeza, muy voluminosa, era lo que más destacaba de su cuerpo; tenía las espaldas un poco inclinadas; los ojos y los cabellos castaños. Alice era una mujer muy tranquila que ocultaba, bajo apariencias de placidez, un fermento interior en continua actividad.

Alice había tenido una aventura amorosa con cierto joven, siendo ella una chiquilla de dieciséis años. En aquel entonces no había empezado todavía a trabajar en el almacén. El joven, que se llamaba Ned Currie, era mayor que Alice. Estaba empleado, como George Willard, en el Winesburg Eagle; durante mucho tiempo se veía casi todas las noches con Alice. Paseaban juntos bajo los árboles, por las calles del pueblo, y hablaban del destino que darían a sus vidas. Alice era entonces una chiquilla muy linda, y Ned Currie la estrechó entre sus brazos y la besó. El joven se exaltó y dijo cosas que no pensaba decir; también Alice se llenó de exaltación, porque la traicionó su deseo de que entrase en su vida monótona un rayo de belleza. También ella habló, quebróse la corteza exterior de su vida, toda su reserva y desconfianza características, y se entregó por completo a las emociones del amor. A finales del otoño, Ned Currie se marchó a Cleveland, esperando colocarse en un periódico de aquella ciudad y abrirse camino en el mundo; y ella, con sus dieciséis años, quería irse con él. Manifestóle con voz temblorosa su oculto pensamiento. «Yo trabajaré y tú podrás también trabajar —díjole—. No quiero echarte encima una carga inútil que te impida progresar. No te cases ahora conmigo. Prescindiremos por ahora de ello, aunque vivamos juntos. Nadie murmurará aunque vivamos en la misma casa, porque nadie nos conocerá en aquella ciudad y la gente no se fijará en nosotros.»

Ned Currie se quedó confuso ante aquella resolución y entrega que de sí misma le hacía su novia, pero se sintió también conmovido. Su primer deseo había sido hacer de la muchacha su amante, pero cambió de resolución. Pensó en protegerla y cuidar de ella. «No sabes lo que te dices —le contestó con aspereza—. Ten la seguridad de que no te consentiré que hagas semejante cosa. En cuanto consiga un buen empleo regresaré. Por el momento tendrás que quedarte aquí. Es lo único que podemos hacer.»
La víspera del día en que había de marchar de Winesburg para empezar su nueva vida en la ciudad, fue Ned Currie a buscar a Alice. Empezaba a anochecer. Pasearon por las calles durante una hora, luego alquilaron un cochecillo en las caballerizas de Wesley Moyer y salieron a dar un paseo por el campo. Salió la luna y los muchachos no supieron qué decirse. La tristeza le hizo olvidar al joven los propósitos que había hecho respecto a su manera de conducirse con la joven.

Saltaron del coche junto a un extenso prado que descendía hasta el lecho del Wine Creek, y allí, en la pálida claridad, se hicieron amantes. Cuando regresaron a la población, hacia la media noche, los dos estaban alegres. Parecíales que ningún acontecimiento futuro podía borrar la maravilla y la belleza de lo que acababa de ocurrir. Ned Currie dijo al despedirse de la joven a la puerta de la casa de su padre: «De aquí en adelante tendremos que seguir unidos, suceda lo que suceda.»

El joven periodista no consiguió colocarse en Cleveland y marchó hacia el Oeste, a Chicago. Durante algún tiempo sentía su soledad y escribía todos los días a Alice. Pero la vida de la ciudad lo envolvió en su torbellino; fue haciendo amigos y descubrió en la vida nuevos motivos de atracción. Se hospedaba en Chicago en una pensión en la que había varias mujeres. Una de ellas despertó su interés y se olvidó de Alice, que había quedado en Winesburg. Antes de finalizar el año dejó de escribirla y sólo se acordaba de la muchacha muy de tarde en tarde, cuando se sentía solitario o cuando paseaba por algunos de los parques de la ciudad y veía brillar la luz de la luna sobre la hierba, como brillaba aquella noche en el prado cercano al Wine Creek.

La muchacha de Winesburg, iniciada ya en el amor, fue creciendo hasta hacerse mujer. Cuando tenía veintidós años falleció de repente su padre, que tenía una guarnicionería. Como el guarnicionero era un antiguo soldado, su viuda empezó a cobrar al cabo de algunos meses una pensión de viudedad. Invirtió el primer dinero que cobró en comprar un telar, para dedicarse a tejer alfombras. Alice consiguió un empleo en la tienda de Winney. Durante varios años no hubo nada capaz de hacerle creer que Ned Currie no acabaría por volver a buscarla.

Se alegró de estar empleada, porque la diaria rutina del trabajo en la tienda hacía menos largo y aburrido el tiempo de la espera. Empezó a ahorrar dinero, con la idea de ir a la ciudad en busca de su amante en cuanto tuviese ahorrados dos o trescientos dólares, a fin de intentar reconquistar su cariño con su presencia.

Alice no censuraba a Ned Currie por lo que había ocurrido en el campo, a la luz de la luna, pero experimentaba la sensación de que no sería capaz ya de casarse con otro hombre. Parecíale una monstruosidad la idea de entregar a otro lo que ella tenía conciencia de que sólo podía pertenecer a Ned. No hizo caso alguno de otros jóvenes que procuraron atraer su interés. «Soy su mujer y continuaré siéndolo, vuelva o no vuelva», se decía a sí misma; y por muy dispuesta que estuviese a mirar por su propio interés, no habría sido capaz de comprender el ideal, cada vez más difundido hoy, de una mujer dueña de sus propios destinos y persiguiendo, en un toma y daca, su propia finalidad en la vida.

Alice trabajaba en la tienda desde las ocho de la mañana hasta las seis de la noche, y tres tardes por semana volvía a la tienda a trabajar de siete a nueve. Conforme fue pasando el tiempo y ella sintió cada vez más su soledad, empezó a poner en práctica los recursos comunes a todas las personas solitarias. Por la noche, cuando subía a su cuarto, se arrodillaba en el suelo para rezar, y en medio de sus rezos murmuraba las cosas que hubiera querido decir a su amante. Se aficionó a objetos inanimados, y no consintió que nadie pusiese la mano en los muebles de su habitación, porque ésta era suya exclusivamente. Continuó ahorrando dinero, aun después de que abandonó su propósito de marchar a la ciudad en busca de Ned Currie.

El ahorro se convirtió para ella en un hábito adquirido, y cuando necesitaba comprar ropa nueva se privaba de hacerlo. A veces, en tardes lluviosas, sacaba en el almacén su libreta del Banco y, abriéndola delante de ella, se pasaba las horas soñando cosas imposibles para economizar una cantidad de dinero suficiente para que ella y su futuro marido pudiesen vivir de las rentas.

«A Ned le ha gustado siempre viajar por el mundo —pensó—. Yo le daré la oportunidad de hacerlo. Cuando estemos ya casados y pueda yo ahorrar su dinero y el mío, nos haremos ricos. Entonces podremos viajar juntos por todo el mundo.»
Y fueron pasando las semanas, que se convirtieron en meses, y los meses en años, y Alice continuó esperando en la tienda de ultramarinos, soñando siempre con la vuelta de su amante. Su patrón, un anciano de pelo entrecano, dentadura postiza y un bigotito ralo que le caía sobre la boca, era poco aficionado a la charla; a veces, en los días lluviosos o en los días de invierno en que el temporal se desencadenaba sobre Main Street, pasaban horas y horas sin que entrase un solo cliente. Entonces Alice arreglaba y volvía a arreglar los géneros de la tienda. Permanecía de pie junto al escaparate, desde donde podía observar la calle desierta, y pensaba en las noches en que paseaba con Ned Currie y en las cosas que éste le había dicho. «De aquí en adelante tendremos que ser el uno del otro.» Aquellas palabras resonaban una y otra vez en el cerebro de aquella mujer que iba entrando en años. Asomaban las lágrimas a sus ojos. A veces, cuando había salido su patrón y ella se encontraba sola en la tienda, apoyaba su cabeza en el mostrador y lloraba. «Ned, te estoy esperando», murmuraba una y otra vez; y su temor, que se iba deslizando en su interior, de que no volviese nunca más adquirió cada vez mayor fuerza.

La región que rodea a Winesburg es deliciosa durante la época de primavera, después de las lluvias del invierno y antes de que lleguen los calurosos días del estío. El pueblo se levanta en medio de una llanura, pero más allá de los sembrados surgen encantadoras extensiones de bosques. Hay en esas arboledas muchos pequeños rincones escondidos, lugares sosegados a donde suelen ir a sentarse los enamorados en las tardes de los domingos. Por entre los árboles se descubre la llanura y se ve desde allí a la gente de las granjas atareada en los corrales y a las personas que van y vienen en carruaje por las carreteras. Repican las campanas en el pueblo y de vez en cuando pasa un tren que, visto a lo lejos, parece de juguete.

Pasaron muchos años después de la marcha de Ned Currie sin que Alice fuese al bosque los domingos con otros jóvenes; pero cierto día, a los dos o tres años de la marcha de aquél, haciéndosele insoportable su soledad, se vistió con sus mejores ropas y salió del pueblo. Encontró un pequeño espacio abrigado desde el cual podía distinguir el pueblo y una ancha faja de campo v se sentó. Asaltóle el temor de su edad y de la inutilidad de todo lo que hiciese. No pudo permanecer sentada y se levantó. Puesta en pie, y al ir recorriendo con la mirada el paisaje, hubo algo, tal vez el pensamiento de aquella vida que no se interrumpía jamás a través de la cadena de las estaciones del año; hubo algo que la hizo fijar su atención en los años que pasaban. Se dio cuenta de que había perdido la belleza y la frescura de la juventud, y se estremeció de temor. En aquel momento tuvo por primera vez la sensación de que la habían estafado. No le echaba la culpa a Ned Currie y no sabía tampoco a quien echársela. Se sintió invadida de tristeza; cayó de rodillas y se esforzó por rezar, pero en lugar de oraciones salieron de sus labios palabras de protesta. «No volverá ya a mí. No volveré a encontrar ya la felicidad. ¿Por qué trato de engañarme a mí misma?», exclamó; y se sintió poseída de una extraña sensación de alivio, nacida de aquel primer esfuerzo para enfrentarse con el miedo, que había llegado a ser una parte de su vida diaria.

El año en que Alice cumplió los veinticinco ocurrieron dos cosas que rompieron la triste monotonía de sus días.

Su madre se casó con Bush Milton, el pintor de coches de Winesburg, y ella, por su parte, ingresó en la congregación de la Iglesia Metodista. Alice se había hecho de la iglesia porque había llegado a tener miedo de la soledad de su vida. El segundo matrimonio de su madre había puesto más aún de relieve su aislamiento. «Me estoy haciendo vieja y rara. Si Ned vuelve, ya no me querrá. Los hombres de la ciudad donde él está viven en una perpetua juventud. Son tantas las cosas que allí ocurren que no tienen tiempo de hacerse viejos», se decía a sí misma con una sonrisa de amargura; y empezó a relacionarse resueltamente con otras personas. Todos los martes por la noche, después de cerrar la tienda, iba a una reunión religiosa que se celebraba en el sótano de la iglesia, y los domingos por la noche, acudía a las reuniones de una sociedad que se llamaba la Liga de Epworth.

Alice no dijo que no cuando Will Hurley, un hombre de mediana edad, empleado en una droguería y que pertenecía también a la iglesia, se ofreció a acompañarla hasta su casa. «Claro está que no consentiré que se acostumbre a estar conmigo, pero no veo peligro alguno en que venga de cuando en cuando», pensó, resuelta siempre a continuar siendo fiel a Ned Currie.

Alice, sin que ella misma se diese cuenta, intentaba asirse de nuevo a la vida, débilmente al principio, pero luego con mayor resolución cada vez. Caminaba en silencio al lado del empleado de la droguería; pero más de una vez, en la oscuridad, mientras caminaban como dos estúpidos, alargó la mano para tocar suavemente los pliegues de su americana. Cuando se despedía de ella, frente a la puerta de la casa de su madre, Alice, en lugar de entrar en casa, se quedaba un momento junto a la puerta. Sentía impulsos de llamar al empleado aquel, de rogarle que se sentase con ella en la oscuridad del porche de la casa, pero temía que no la comprendiese. «No es a él a quien yo quiero —se decía a sí misma—. Lo que yo busco es huir de mi gran soledad. Si no tomo precauciones acabaré por desacostumbrarme del trato de la gente.»


*

A principios de otoño del año en que cumplía los veintisiete, se apoderó de Alice un desasosiego apasionado. No podía sufrir la compañía del empleado de la droguería y cuando llegaba, al atardecer, para sacarla de paseo, ella lo despachaba. Su cerebro trabajaba con una intensa actividad; volvía a casa fatigada de permanecer largas horas detrás del mostrador y se metía en la cama, pero no podía conciliar el sueño. Permanecía con los ojos muy abiertos, queriendo penetrar en la oscuridad. Su imaginación jugaba dentro del cuarto como un niño que se despierta después de muchas horas de sueño. En lo más profundo de su ser había algo que no se dejaba engañar con fantasías y que exigía a la vida una respuesta bien definida.

Alice cogió una almohada entre sus brazos y la apretó fuertemente contra sus senos. Se echó fuera de la cama y arregló la manta de manera que, en la oscuridad, abultaba como si hubiese alguien entre las sábanas; se arrodilló junto al lecho y acarició aquel bulto, susurrando una y otra vez como una cantinela: «¿ Por qué no ocurre algo de improviso? ¿Por qué me dejan sola?» Aunque algunas veces se acordaba de Ned Currie, lo cierto es que no contaba ya con él. Sus deseos se habían hecho imprecisos. No suspiraba por Ned Currie ni por ningún otro hombre determinado. Quería ser amada, que hubiese algo que hiciese; eco a la llamada que surgía de su interior cada vez con mayor fuerza.

Así las cosas, tuvo Alice una aventura; fue en una noche de lluvia, y aquella aventura la llenó de terror y confusión. Había regresado de la tienda a las nueve y no estaba nadie en casa. Bush Milton andaba por el pueblo y su madre había ido a casa de una vecina. Alice subió a su cuarto y se desvistió a oscuras. Permaneció un momento junto a la ventana, escuchando el ruido de las gotas que golpeaban los cristales, y de pronto se apoderó de ella un extraño deseo. Sin detenerse a pensar en lo que iba a hacer, echó a correr escaleras abajo por la casa en tinieblas y se zambulló en la lluvia que caía. Mientras permanecía de pie en el pequeño espacio sembrado de hierba que había frente a su casa, sintiendo correr por su cuerpo la fría lluvia, se adueñó por completo de ella un deseo loco de echar a correr desnuda por las calles.

Se imaginó que la lluvia ejercía sobre su cuerpo un influjo creador y maravilloso. Hacía muchos años que no se había sentido tan llena de juventud y de energía. Sentía impulsos de saltar y de correr, de gritar, de topar con algún ser humano solitario y abrazarse a él. Por la acera enladrillada se oyeron las torpes pisadas de un hombre que iba camino de su casa. Alice echó a correr. Poseíala un capricho salvaje y desesperado. « ¡Qué me importa quién sea! Está solo, y yo me llegaré a él —pensó—; y sin detenerse a reflexionar en las posibles consecuencias de su locura, lo llamó cariñosamente de este modo: ¡Espera! No marches. Seas quien seas, tienes que esperar.»

El hombre que pasaba por la acera se detuvo y se quedó escuchando. Era viejo y algo sordo. Se llevó la mano a la boca para dar más resonancia a sus palabras y gritó con toda su fuerza: « ¿Cómo? ¿Qué dice?»

Alice se dejó caer al suelo toda temblorosa. Tan asustada quedó, pensando en lo que había hecho, que cuando el hombre siguió su camino ella no tuvo valor para ponerse en pie, sino que se dirigió hasta su casa gateando sobre la hierba. Cuando llegó a su cuarto, se cerró por dentro y arrimó la mesa de tocador a la puerta. Su cuerpo tiritaba como si hubiese cogido frío; y era tal el temblor de sus manos que no podía ponerse el camisón. Se metió en la cama, hundió su rostro en la almohada y sollozó desconsoladamente. « ¿Qué es lo que me pasa? Si no tomo precauciones, un día haré algún disparate horrible», pensaba. Se volvió de cara a la pared y procuró armarse de valor para hacerse a la idea de que son muchas las personas que se ven obligadas a vivir y morir solitarias, aun en Winesburg.

Sherwood Anderson (Estados Unidos, 1876-1941)

miércoles, 7 de junio de 2017

HIPÓCRATES CANSADO DE LOS JUECES, por Juan David Lobo Hernández

Cuatro características corresponden al juez:
Escuchar cortésmente, responder sabiamente,
ponderar prudentemente y decidir imparcialmente. 
(Sócrates)

A lo largo de mi carrera como médico espero encontrarme con el espectro de casos más diverso que se pueda, en especial porque los docentes cuentan que así es la realidad, pacientes cuyo diagnóstico se insinúa desde que cruzan la puerta hasta algunos cuyo diagnóstico es un reto para el medico más erudito de todos, tal como lo he visto en mis rotaciones por el área clínica en el hospital. 

Además, claro está que aunque en un día lleguen 2 personas con una infección por el mismo germen en el mismo sitio anatómico, son casos distintos con diversas formas de expresar los síntomas, con diferentes preocupaciones y miedos derivados de su estado de salud y con medidas terapéuticas que si bien muchas son consensuadas por los comités más prolíficos de expertos y contienen  lo más sofisticado en farmacopea, se componen también de medidas específicas para esa persona que sufre y que en su caso particular apela a al concejo del médico para tomar sus palabras como guía en su proceso de salud (esto apunta a esa aseveración de que la medicina es arte y ciencia). Pues bien, esto lo tomo como introducción a esta narrativa porque aunque abordaré 2 casos que me ocurrieron en un plazo de 15 días en el hospital con diferentes patologías, diferentes edades y diferentes médicos a cargo, identifico en ellos el mismo problema, el cual, con este texto, espero por lo menos “señalar”. 

Eran más o menos las 8:30 de la noche y en la tranquilidad de la consulta de urgencias del área de pediatría a la espera de pacientes que atender puedo ver en el computador como el sistema, en la ventana de triage, describe que llego un paciente a consulta. Me paro de la silla y le comunico a la hospitalaria la noticia, el rostro que dibuja la doctora al enterarse fue de lo más ilustrativo, usted puede pensar que dibujo un rostro de alegría y motivación por la llegada de la razón de ser de su actividad profesional o puede pensar también que no fue precisamente el más efusivo teniendo en cuenta los problemas estructurales del sistema de salud en donde se atiende por cantidad y no por calidad y donde claramente no se respeta la salud ocupacional del médico haciéndole trabajar más de lo saludable, pues bien, en cualquiera de las anteriores tiene razón porque esa fue la ambivalencia que me comunico el rostro de la doctora. Abrimos el triage y nos encontramos con la descripción de un joven de 13 años, a punto de cumplir los 14, quien llega por múltiples traumatismos en el cráneo y el cuerpo debido a un encuentro violento con dos policías que le metieron una paliza la cual la hospitalaria denominó “presuntamente correctiva” y que nos deja con la expectativa de: ¿quién va a cruzar la puerta? En ese momento comenzaron a llegar a mis oídos frases que me pusieron a pensar mucho: ahora mínimo es el propio Bryan (1), eso fue seguro que lo encontraron fumando o vendiendo marihuana, si le metieron la tunda fue por algo, de pronto estaba robando o alguna maldad estaba haciendo. Estos comentarios se presentaron ante mí y me llenaron la cabeza de dudas, tal vez estaba juzgando mal los comentarios y realmente esta sea la realidad que mi falta de experiencia no me deja comprender, finalmente todos estos pensamientos se manifestaban en mi como una “tormenta de arena” que buscaban hacer alguna interpretación de las palabras enunciadas por la doctora o por lo menos aclarar un poco quien cruzaría esa puerta. 

Pasaron unos minutos hasta que llego una señora llorando, la doctora enuncia: -señora bien pueda siga- le recibe la hoja de ingreso y la hace sentar en la sala de espera mientras termina una nota de salida de otro paciente. –si ve, ahora llego esa señora llorando, mínimo llegara diciendo que vea como me volvieron a mi Bryan, me lo dejaron vuelto nada, sabiendo que mi hijo es santo, no falta sino que lo canonicen, mi hijo no consume drogas, no le hace daño a nadie… y hace un show completo acá no más para sacarle plata a los policías por haberle pegado al menor- para después complementar su verbosa intervención con un -Ahora todo el mundo anda detrás de la plata fácil-.

-Señora bien pueda siga- enuncio expectante, veo desde la puerta la señora levantarse de la silla y con ella el paciente quien se acerca describiendo una marcha antálgica (-mínimo una patada en las pelotas- pensé en ese momento), se dilucidan sus rostros entre la luz que esta previa a la puerta del consultorio y cruzan el umbral, llega un joven de una altura más bien baja para tener 13 años, se sienta en la camilla, baja su cabeza y no musita sonido mientras su madre se sienta frente a la doctora y se seca las lágrimas. Comienza el interrogatorio, la doctora comienza a preguntar de manera perspicaz sobre los datos de la paliza y me pide que examine las lesiones del paciente, comienzo a hacerlo ya como fastidiado con él, me había contagiado del  prejuicio de que era un tipo malo. Evalúo su rostro, y me detengo un momento –pero este joven no se ve como un Bryan y… si esta como mal vestido pero parece más bien que estaba jugando futbol- pensé.  Con el transcurrir del interrogatorio el paciente, auxiliado emocionalmente por su madre, nos contó lo sucedido; efectivamente estaba jugando futbol y nos describió la escena, nos contó de manera educada como dos policías habían llegado al sitio a requisar a todos en la cancha, quien sabe si de rutina o en alguna búsqueda específica, requisaron uno por uno a quienes estaban allí y al hacerle un comentario lleno de morbo a una de las jóvenes sentadas en la gradería viendo el juego, ella le contesto con un madrazo a lo que el policía contesto con un estrujón y el paciente, en aras de defenderla, contesto a su vez con un empujón al policía lo que le causo la paliza. -

¿Que encontró en el examen físico?- pregunta la hospitalaria, le respondo -9 hematomas repartidos por toda la cara y el rostro del paciente, el más pequeño es de 1.5 cm de diámetro y el más grande está en la región supraciliar derecha y mide 3.5 cm diámetro , hay 4 más localizados en el área del tórax y varias lesiones superficiales en sus extremidades- el examen genitourinario se encontraba bien aunque con leve edematizacion y eritema testicular derecho concomitante con un dolor testicular bilateral intenso (efectivamente el policía había querido participar del partido de futbol, pateando la pelota a manera de prevaricato). En el momento de la revisión de las lesiones, la madre rompió en llanto y, sin tratar de apelar a lo volitivo, quiero expresar que uno siente en que momento un llanto es falaz o no, sea verbigracia la sonrisa de un saludo en el que se sobre entiende la incomodidad o cuando brillan los ojos de un familiar al reencuentro con un ser muy querido, la intuición ayuda a discernir si una emoción es o no fingida debido a que las conoce muy bien y para mi sentir, la señora lloraba muy en serio. El paciente comenzó a llorar y se acercó a su madre mientras se limpiaba las lágrimas para tratar de consolarla, la doctora y yo nos miramos perplejos ante la particularidad del caso y la culpa por haber prejuzgado al paciente, por habernos dejado llevar por la ley de lo más frecuente, por haber caído en la errata del juicio a priori, nos impidió siquiera darle primeros auxilios psicológicos a una madre desconsolada que encuentra a su hijo, que hasta buen estudiante es, lleno de heridas en lo profundo del alma porque la ley le metió más de 13 golpes con el casco de la motocicleta por seguir su impulso de defender a una amiga. 

Con esto no quiero tomar postura frente a lo que hizo el policía o justificar el empujón del paciente,  este relato gira en torno a lo nocivo que puede ser un prejuicio esperando a los pacientes en el consultorio detrás de la puerta.

El segundo caso corresponde a una joven de 12 años que llego acompañada de su hermano mayor con múltiples lesiones en la región distal anterior de ambos antebrazos compatibles con un cuadro de cutting, el encargado de hacer la anamnesis mientras era atendida por un psiquiatra para su evaluación especializada fue un médico de internado y arranca preguntando: 

-¿Qué le pasó? 
-¿Cómo así?- respondió la paciente. 
- Sí, ¿porque esta acá? -enunció el “semiólogo”.

La paciente hace un gesto de desconsuelo y responde melancólicamente:
- Porque me corté (Paciente)

- ¿Y porque lo hizo si se puede saber? (Interno) 
- Por recuerdos (Paciente)
-¿Qué recuerdos?(Interno)
–Tristes (Paciente)

Y luego se presentó el gran problema, justo cuando la paciente responde “tristes” el examinador hace una pregunta que tal vez no se encuentre recomendada en ninguna de las guías de atención psicológica para ningún caso: ¿y se cortó solo porque estaba triste? (quiero complementar la descripción comentando el tono particular con el que se realizó la pregunta porque fue un tono peyorativo). Al ver ese gesto mi pecho se arrugo y salí huyendo del consultorio por lo que no puedo dar más datos del caso, sin embargo, considero lo anterior suficientemente ilustrativo. 

Hay muchos aspectos que se pueden tratar en estos relatos clínicos desde un punto de vista bioético: se vulnero el principio perentorio del respeto en la relación médico paciente, el principio de beneficencia y el principio de justicia. Sería un muy académico analizar en un despliegue argumentativo la manera detallada de cómo se vulneraron estos principios en ambos casos, pero (admitiendo que no soy el indicado para esa tarea) la discusión quiero centrarla desde otra óptica, la que puedo aportar como estudiante de medicina:

Uno de los grandes temores de los médicos es la impericia, es terrible pensar en encontrarse con un caso clínico y no saber cómo abordarlo al punto de caer en hacer daño por impericia médica, por eso tantas horas de estudio, la demanda de tiempo en el proceso formativo, tantos recursos destinados a la educación médica continuada, lo diverso de las editoriales sacando literatura actualizada cada año, las bases de datos a reventar con información recién salida de los hornos crepitantes del modelo biomédico y por eso se dice que el médico nunca deja de estudiar. Así pues, en medio de la erudición a la que invita la medicina, debe comprenderse el paciente en su totalidad y no escindir, a manera de corte de cirugía, un componente tan importante de los pacientes como es su mente, esto caería en el terreno escabroso de la reducción o cosificación de una persona que es todo lo contrario a lo que se supone en la relación médico-paciente, y a lo que nuestro padre, Hipócrates, nos enseñó. No se trata entonces de solo sonreír, saludar y tratar amablemente a las personas, actos imprescindibles para el acto médico, sino también de esforzarse por abordar el sufrimiento del alma en la consulta, padecimientos que, si bien no son evidentes desde la piel, los órganos y los paraclínicos; tienen una semiología compleja que requiere preparación del clínico para no cometer impericias en el abordaje de estos pacientes desde la medicina general. Con un buen enfoque a partir de la comprensión de lo básico en psicología y los abordajes de pacientes psiquiátricos en sala de urgencias, conocimiento que debe estar presente en un médico general, se  evitaría el error de enjuiciar a estos pacientes desde una perspectiva moral, desde juicios de valor que nada tiene que ver con la ciencia de la mente que se esfuerza todos los días en encontrar mejores formas de abordar el duelo, la depresión, los trastornos de la conducta, las adicciones, las parafilias, las sociopatías, las fobias y demás trastornos del alma; en prostitutas, niños, abuelos, madres, médicos y presidentes. Trastornos estudiados a lo largo de la historia de esta hermosa disciplina que parecen convertirse en el ladrillo de la medicina y que el médico, en ocasiones, no por dolo sino por impericia, enjuicia desde la moral dejando a un lado su deber como sanador: “ante todo no hagas daño”. 

En este sentido, mi intención con este texto es recordar que el sufrimiento del alma, aunque no sea un motivo de consulta muy frecuente, es muy prevalente y hay que saber abordarlo en sus múltiples patrones de presentación. Y en telos de este asunto, insistir en que siempre que llega un caso a un consultorio, al cruzar la puerta, es alguien que viene donde un guía y no donde un juez. Apelo entonces a la misión de la medicina de sembrar vida y mitigar el sufrimiento humano para que los doctores descuelguen los prejuicios de la puerta del consultorio y los cambien por técnicas de abordaje psicológico, con esta medida los jóvenes que menciono en este texto,  por quienes alzo una oración al cielo, hubieran recibido apoyo, canalización a psiquiatría para psicoterapia, en vez de un rótulo. 

Notas: 
(1) Bryan: Nombre usado frecuentemente en redes sociales para referirse a un joven cuyo aspecto es el de un pillo, ladronzuelo de barrio, que se comporta como todo un indeseable. (sinónimos: gamín, ñero, nea, etc.)

Juan David Lobo Hernández (Colombia, 1993) 

Platón, sobre la justicia en las leyes

"El legislador no debe proponerse la felicidad de cierto orden de cuidadanos con exclusión de los demás, sino la felicidad de todos."

Aristocles de Atenas, Platón (Grecia, 427 a.C. - 347 a.C.)

RIMA XC (ES UN SUEÑO LA VIDA), por Gustavo Adolfo Bécquer

Es un sueño la vida,
pero un sueño febril que dura un punto;
Cuando de él se despierta,
se ve que todo es vanidad y humo…
¡Ojalá fuera un sueño
muy largo y muy profundo,
un sueño que durara hasta la muerte!…
Yo soñaría con mi amor y el tuyo.

Gustavo Adolfo Claudio Domínguez Bastida, Gustavo Adolfo Bécquer (España, 1836-1870)

SI PUDIÉRAMOS IR, por Víctor Hugo


Él decía a su amada: Si pudiéramos ir 
los dos juntos, el alma rebosante de fe, 
con fulgores extraños en el fiel corazón, 
ebrios de éxtasis dulces y de melancolía,

hasta hacer que se rompan los mil nudos con que ata 
la ciudad nuestra vida; si nos fuera posible 
salir de este París triste y loco, huiríamos;
no se adónde, a cualquier ignorado lugar,

lejos de vanos ruidos, de los odios y envidias,
a buscar un rincón donde crece la hierba, 
donde hay árboles y hay una casa chiquita 
con sus flores y un poco de silencio, y también

soledad, y en la altura cielo azul y la música 
de algún pájaro que se ha posado en las tejas, 
y un alivio de sombra… ¿Crees que acaso podemos 
tener necesidad de otra cosa en el mundo?

Víctor María Hugo (Francia, 1802-1885)

viernes, 2 de junio de 2017

LA BATALLA, por Jessika Diaz Herrera

Hay una pared de cristal. Su irreverente presencia pretende dividir mis pensamientos y mi tacto del dulce rocío que acaricia las hojas del jardín. Brillantes, delicadas y pequeñas se posan como perfectas esferas de tamaños siempre distintos sobre las vellosidades de cada planta, jugando a ser muy dignas y no ceder ante la necedad de desparramarse asimétricamente sobre el verde. Emiten incesantes ese olor particular, eso que el común describe con el goteo esparcido sobre las hojas, pero que místicamente se confunde entre espíritus que salen de la tierra recién húmeda o químicos que juegan con los sentidos de quienes los reciben bien acogidos en sus fosas. No puedo definir tan insignificante pregunta, pero me extiendo en ella y en otras tantas, mientras el reloj parece caer en trucos de la relatividad y violar las leyes comunes de la física para comportarse atemporalmente en un cuadro inmóvil, donde todo sigue un curso frenético... menos yo. 

La dinámica del rededor se hace cada vez más caótica. Dentro de mí empieza a suscitarse un conflicto. ¿Hay acaso forma de escapar de una prisión que nadie ve? Mi necesidad de sentir el prado es insaciable, la luz cabalgando hasta cada poro. Mi cuerpo inmóvil no deja de luchar, sigue atónito y observante, pero preparando la emboscada. ¿Será acaso la última batalla?  No, por supuesto que no, sigo engañándome ingenuamente con que esto acabará pronto. Ja! pero aún no comienza la guerra. Los soldados aún están armándose, la primera batalla aún no tiene lugar. 

Sigo dentro de esta habitación, es linda y cómoda, al menos en apariencia. Las paredes opacas le imprimen ese carácter de pulcritud que todos aplauden. ¿Y yo? el opaco nunca fue de mi desagrado, pero ese tono contrasta con todo. Mi espíritu desea color. La monotonía monocromática suscita un creciente enojo que parecería avivar el fuego de la destrucción. 

Mi sensibilidad me prohibe escuchar su voz, que susurra detrás de mí. Su pretensión de dulzura y complacencia complementan perfectamente su vestimenta elegante y siempre impecable. ¿Cómo puedo verlo sin despegar la mirada del prado a través del cristal? Es casi como si su presencia física delante mío ya fuese innecesaria para mostrarme el horror de su ser, el horror de un ser que solo yo puedo ver. La transformación es una constante, la entropía todo lo arruina, eso ya lo sabía hace un buen tiempo. Pero los estragos del tiempo no solo recaen como culpabilidades sobre esa vieja conocida. 

Mis manos se encuentran tomadas una de la otra, abrazando mi espalda. Cada instante que pasa se hace imaginario; el reloj sigue detenido y el tic tac permanece omnipresente en la habitación. Mi relativa tranquilidad ayuda a que el cuerpo siga en la misma posición meditabunda y dubitativa. Mis sentidos bien afinados me indican que en la habitación hay un nuevo elemento. Su capacidad de crear siempre me impresionó. Sin embargo su nueva invención emitía un sonido fuerte y estruendoso que no deseaba escuchar; comenzaba a generar cierta tensión dentro de mi. El metal siempre causa una peculiar aberración, sobre todo, cuando se es moldeado para la tortura. 

Antes de que pudiese retroceder y detener lo indetenible, sobre mis manos se posaron unas argollas frías, entrelazadas unas con las otras; su peso obligaba a mis brazos a caer con fuerza sobre el suelo, arrastrando con ellos mi dorso  y doblegando mis piernas … y hasta mi voluntad. Las batallas solo se propician cuando el armamento esté perfectamente listo, perfectamente calibrado, soldados enfilados y el comandante bien seguro de su estrategia de guerra. Al menos eso dicta la lógica, una lógica que había adquirido después de motivar una revuelta que me dejó prisionera en el cristal. 

¡No podía pelear aún! Quería hacerlo, sentía como mi cuerpo comenzaba a emanar lo que ya sabía que sería el principio del fin. Pero debía contenerlo, envenenarme más tal vez. 

Me veo debilitada sobre el suelo, ya no me reconozco. 

Con un ligero aliento que aún guardaba alcanzo a palpar, nuevamente con mis pupilas, su rostro, su traje azul oscuro y esa camisa blanca que le lucía tan bien. Luego detallo nuevamente la habitación que ahora luce distinta. Las paredes desdeñadas, la alfombra de terciopelo rota y vieja. La cama descuidada, las sábanas sucias, la madera corroída, la pintura desprendida. La mesita de noche chueca, la lámpara sobre ella rota y algunos pedazos de vidrio esparcidos entre la madera y los trozos de alfombra. Moverme se hace cada vez más difícil. Las energías se van agotando con cada esfuerzo por soltar mis manos; ya sangrantes en el punto de contacto con las cadenas. 

No me queda más que sucumbir ante mi debilidad. La sensación de desconsuelo e impotencia dominan mi mente y mi cuerpo…  débil ya,  prefiero descansar sobre el polvo. Pierdo el conocimiento. Puedo verme desde afuera como un cadavérico cuerpo arrojado a la suerte del porvenir. 

Abro nuevamente los ojos, pero debo parpadear para clarificar lo que mi mente se niega a aceptar proveniente de los sentidos. ¿Destrucción total? No puede ser, él no estaba dispuesto a eso, ¿Pero yo? Jah! yo si que deseaba el caos, por mis venas corría sed de fuego, de destrucción. ¿Acaso habían batallado sin darme cuenta? Tantos ensayos, tanta preparación. Tantas veces que pensé en esto y ahora estaba ante mi tan repentinamente. 

Dicen en la calle, o bueno eso oí cuando solía pasearme con desdén por el asfalto, que en ocasiones los impactos son tan fuertes que la misma mente desconecta su memoria antes de que haya un colapso dentro de ella. Sospecho que eso empezaba a ocurrirme. ¿Cómo era posible que a mi alrededor hubiese habido una batalla campal en la que no fui ni siquiera una espectadora activa?; pero era posible saber qué había ocurrido. Siempre tuve esa capacidad de reconocer breves periodos de abstracción mental y desbloquear lo que deseaba recordar. 

El acto retrospectivo me condujo a lo inesperado. De repente vi lo que no pensé que ocurriría dentro de esa habitación y que fue el preámbulo al acabose. Viendo mi cuerpo tendido sobre el terciopelo limpio y pulcro aún, estando ya debilitada me vi perder la consciencia. La habitación convirtiéndose en una jaula de oro, en un mortífero claustro. Súbitamente percibo como una clase de onda expansiva se emite desde mi cuerpo, casi como la de una bomba. Como si fuese ficción esa onda se propagó en toda la habitación y al tocar fuertemente las paredes se reflejó, se re-emitió una onda desde cada lugar y volvió a golpear todo lo que allí se encontraba. Cada cosa que dentro había se empezó a resquebrajar, a romperse en pedazos cada vez más pequeños con cada golpe de una nueva onda, que parecían estar siendo emitidas periódicamente desde mi cuerpo. La fuerza se hacía cada vez mayor, hasta que todo lo que allí dentro había fue polvo. Por último estaba él, visiblemente lastimado, placenteramente herido a mi juicio. Su piel lucía pálida, su cuerpo casi inerte y yo allí sin despertar. Pronto toda la humareda que seguía suspendida empezó a caer y yo empecé a recobrar mi conocimiento. Me veo reconociendo de nuevo el lugar. Ahora comprendo. Fue toda una emboscada, los soldados y el capitán salieron a defender todo cuanto creían que debían proteger. Volviéndose una horda de destrucción masiva, pulverizando todo lo que a su paso encontraron. Por su parte, sabían que no debían asesinar. Algo condujo  a que dejasen de herirlo a él, tal vez escuchar sus clamores de piedad, que doblegaron fácilmente su voluntad. 

Al abrir los ojos y recomponerme de tanta destrucción, me levanto con dificultad. Lentamente dejo apoyar mis piernas en el suelo inmundo que invadía cuanto espacio pudiese ver. Empiezo a palpar con mis manos cada pared; se sienten delicadas y frágiles. Se perfectamente que esta batalla puede seguir, él en cualquier momento se va a levantar y podrá reconstruir todo a su gusto, pero solo lo que hay dentro de este cubículo. Ambos conocemos el límite de nuestros dones y los de él no sobrepasan este espacio. Me acerco al cristal, poso de nuevo mis manos sobre él, que al tacto suave se rompe. Sobre mi caen millones de cristalitos pequeños, mi piel sangra aún y el polvo hace que cada herida sea dolorosa. Ya sabía yo que en ese jardín la recuperación sería más rápida y mi capacidad de crear se haría potencialmente más grande. Dejo aquel sitio y piso con mis pies descalzos el prado. Pronto me alejo de aquel lugar sin siquiera querer ver de cerca la destrucción. A lo lejos, sentada desde una banca bajo un Guayacán amarillo logro vislumbrar los escombros. Fácilmente limpio todo aquello que podía ensuciar mi jardín. 

Jessika Diaz Herrera (Colombia, 1994)