viernes, 19 de mayo de 2017

MIRRINGA, MIRRONGA, por Rafael Pombo

Mirringa Mirronga, la gata candonga
va a dar un convite jugando escondite,
y quiere que todos los gatos y gatas
no almuercen ratones ni cenen con ratas.
"A ver mis anteojos, y pluma y tintero,
y vamos poniendo las cartas primero.
Que vengan las Fuñas y las Fanfarriñas,
y Ñoño y Marroño y Tompo y sus niñas.
"Ahora veamos qué tal la alacena.
Hay pollo y pescado, ¡la cosa está buena!
Y hay tortas y pollos y carnes sin grasa.
¡Qué amable señora la dueña de casa!
"Venid mis michitos Mirrín y Mirrón.
Id volando al cuarto de mamá Fogón
por ocho escudillas y cuatro bandejas
que no estén rajadas, ni rotas ni viejas.
"Venid mis michitos Mirrón y Mirrín,
traed la canasta y el dindirindín,
¡y zape, al mercado! que faltan lechugas
y nabos y coles y arroz y tortuga.
"Decid a mi amita que tengo visita,
que no venga a verme, no sea que se enferme
que mañana mismo devuelvo sus platos,
que agradezco mucho y están muy baratos.
"¡Cuidado, patitas, si el suelo me embarran
¡Que quiten el polvo, que frieguen, que barran
¡Las flores, la mesa, la sopa!... ¡Tilín!
Ya llega la gente. ¡Jesús, qué trajín!".
Llegaron en coche ya entrada la noche
señores y damas, con muchas zalemas,
en grande uniforme, de cola y de guante,
con cuellos muy tiesos y frac elegante.
Al cerrar la puerta Mirriña la tuerta
en una cabriola se mordió la cola,
mas olió el tocino y dijo "¡Miaao!
¡Este es un banquete de pipiripao!"
Con muy buenos modos sentáronse todos,
tomaron la sopa y alzaron la copa;
el pescado frito estaba exquisito
y el pavo sin hueso era un embeleso.
De todo les brinda Mirringa Mirronga:
– "¿Le sirvo pechuga?" – "Como usted disponga,
y yo a usted pescado, que está delicado".
– "Pues tanto le peta, no gaste etiqueta:
"Repita sin miedo". Y él dice: – "Concedo".
Mas ¡ay! que una espina se le atasca indina,
y Ñoña la hermosa que es habilidosa
metiéndole el fuelle le dice: "¡Resuelle!"
Mirriña a Cuca le golpeó en la nuca
y pasó al instante la espina del diantre,
sirvieron los postres y luego el café,
y empezó la danza bailando un minué.
Hubo vals, lanceros y polka y mazurca,
y Tompo que estaba con máxima turca,
enreda en las uñas el traje de Ñoña
y ambos van al suelo y ella se desmoña.
Maullaron de risa todos los danzantes
y siguió el jaleo más alegre que antes,
y gritó Mirringa: "¡Ya cerré la puerta!
¡Mientras no amanezca, ninguno deserta!"
Pero ¡qué desgracia! entró doña Engracia
y armó un gatuperio un poquito serio
dándoles chorizo de tío Pegadizo
para que hagan cenas con tortas ajenas.

José Rafael de Pombo Rebolledo (Colombia, 1833-1912)

Chesterton, sobre el ateísmo

"Lo malo de que los hombres hayan dejado de creer en Dios no es que ya no crean en nada, sino que están dispuestos a creer en todo". 

Gilbert Keith Chesterton (Inglaterra, 1874-1936)

viernes, 12 de mayo de 2017

SEGÚN TU PALABRA, por Robert Kennedy

Dios mío, 
yo me abandono 
en tus manos.

Modela 
y remodela 
este barro, 
como arcilla 
en manos del alfarero.

Dale una forma, 
y después, 
si quieres, 
deshazla.

Pide, 
ordena. 
¿Qué quieres 
que haga? 
¿Qué quieres 
que no haga?

Ensalzado 
o humillado, 
perseguido, 
incomprendido, 
calumniado,

Alegre, 
triste o inútil 
para todo, 
solo diré 
a ejemplo de tu Madre:
"Hágase en mí 
según tu palabra".

Robert Francis Kennedy (Estados Unidos, 1925-1968)

ODA XII, por Fray Luis de León


A Felipe Ruiz


¿Qué vale cuanto ve, 
do nace y do se pone, el sol luciente, 
lo que el Indio posee, 
lo que da el claro Oriente 
con todo lo que afana la vil gente? 

El uno, mientras cura 
dejar rico descanso a su heredero, 
vive en pobreza dura 
y perdona al dinero 
y contra sí se muestra crudo y fiero; 

el otro, que sediento 
anhela al señorío, sirve ciego 
y, por subir su asiento, 
abájase a vil ruego 
y de la libertad va haciendo entrego. 

Quien de dos claros ojos 
y de un cabello de oro se enamora, 
compra con mil enojos 
una menguada hora, 
un gozo breve que sin fin se llora. 

Dichoso el que se mide, 
Felipe, y de la vida el gozo bueno 
a sí solo lo pide, 
y mira como ajeno 
aquello que no está dentro en su seno. 

Si resplandece el día, 
si Éolo su reino turba, ensaña, 
el rostro no varía 
y, si la alta montaña 
encima le viniere, no le daña. 

Bien como la nudosa 
carrasca, en alto risco desmochada 
con hacha poderosa, 
del ser despedazada 
del hierro torna rica y esforzada; 

querrás hundirle y crece 
mayor que de primero y, si porfía 
la lucha, más florece 
y firme al suelo envía 
al que por vencedor ya se tenía. 

Exento de todo cuanto 
presume la fortuna, sosegado 
está y libre de espanto 
ante el tirano airado, 
de hierro, de crueza y fuego armado; 

"El fuego —dice— enciende; 
aguza el hierro crudo, rompe y llega 
y, si me hallares, prende 
y da a tu hambre ciega 
su cebo deseado, y la sosiega; 

¿qué estás? ¿no ves el pecho 
desnudo, flaco, abierto? ¿Oh, no te cabe 
en puño tan estrecho 
el corazón, que sabe 
cerrar cielos y tierra con su llave?; 

ahonda más adentro; 
desvuelva las entrañas el insano 
puñal; penetra al centro; 
mas es trabajo vano, 
jamás me alcanzará tu corta mano. 

Rompiste mi cadena, 
ardiendo por prenderme: al gran consuelo 
subido he por tu pena; 
ya suelto encumbro el vuelo, 
traspaso sobre el aire, huello el cielo."

Fray Luis de León (España, 1527-1591)

San Juan XXIII, sobre la paz mundial

"La paz sólida y verdadera entre naciones no consiste en la igualdad de armamento, sino en la confianza mutua."

Angelo Giuseppe Roncalli Mazzola, San Juan XXIII (Italia, 1881-1963)

EL TIGRE ESTÁ EN LA BIBLIOTECA, por Susan Sontag

12 de junio de 1996

Querido Borges:

Dado que siempre colocaron su literatura bajo el signo de la eternidad, no parece demasiado extraño dirigirle una carta. (Borges, son diez años.) Si alguna vez un contemporáneo parecía destinado a la inmortalidad literaria, ese era usted. 

Usted era en gran medida el producto de su tiempo, de su cultura y, sin embargo, sabía cómo trascender su tiempo, su cultura, de un modo que resulta bastante mágico. Esto tenía algo que ver con la apertura y la generosidad de su atención. Era el menos egocéntrico, el más transparente de los escritores… así como el más artístico. También tenía algo que ver con una pureza natural de espíritu. Aunque vivió entre nosotros durante un tiempo bastante prolongado, perfeccionó las prácticas de fastidio e indiferencia que también lo convirtieron en un experto viajero mental hacia otras eras. Tenía un sentido del tiempo diferente al de los demás. Las ideas comunes de pasado, presente y futuro parecían banales bajo su mirada. A usted le gustaba decir que cada momento del tiempo contiene el pasado y el futuro, citando (según recuerdo) al poeta Browning, que escribió algo así como “el presente es el instante en el cual el futuro se derrumba en el pasado”. Eso, por supuesto, formaba parte de su modestia: su gusto por encontrar sus ideas en las ideas de otros escritores.

Esa modestia era parte de la seguridad de su presencia. Usted era un descubridor de nuevas alegrías. Un pesimismo tan profundo, tan sereno como el suyo no necesitaba ser indignante. Más bien, tenía que ser creativo… y usted era, por sobre todo, creativo. La serenidad y la trascendencia del ser que usted encontró son, para mí, ejemplares. Usted demostró de qué manera no es necesario ser infeliz, aunque uno pueda ser completamente perspicaz y esclarecido sobre lo terrible que es todo. En alguna parte usted dijo que un escritor –delicadamente agregó: todas las personas– debe pensar que cualquier cosa que le suceda es un recurso. (Estaba hablando de su ceguera.)

Usted fue un gran recurso para otros escritores. En 1982 –es decir, cuatro años antes de su muerte (Borges, son diez años)– dije en una entrevista: “Hoy no existe ningún otro escritor viviente que importe más a otros escritores que Borges. Muchos dirían que es el más grande escritor viviente… Muy pocos escritores de hoy no aprendieron de él o lo imitaron”. Eso sigue siendo así. Todavía seguimos aprendiendo de usted. Todavía lo seguimos imitando. Usted le ofreció a la gente nuevas maneras de imaginar, al mismo tiempo que proclamaba, una y otra vez, nuestra deuda con el pasado, por sobre todo con la literatura. Usted dijo que le debemos a la literatura prácticamente todo lo que somos y lo que fuimos. Si los libros desaparecen, desaparecerá la historia y también los seres humanos. Estoy segura de que tiene razón. Los libros no son sólo la suma arbitraria de nuestros sueños y de nuestra memoria. También nos dan el modelo de la autotrascendencia. Algunos piensan que la lectura es sólo una manera de escapar: un escape del mundo diario “real” a uno imaginario, el mundo de los libros. Los libros son mucho más.

Lamento tener que decirle que la suerte del libro nunca estuvo en igual decadencia. Son cada vez más los que se zambullen en el gran proyecto contemporáneo de destruir las condiciones que hacen la lectura posible, de repudiar el libro y sus efectos. Ya no está uno tirado en la cama o sentado en un rincón tranquilo de una biblioteca, dando vuelta lentamente las páginas bajo la luz de una lámpara. Pronto, nos dicen, llamaremos en “pantallas-libros” cualquier “texto” a pedido, y se podrá cambiar su apariencia, formular preguntas, “interactuar” con ese texto. Cuando los libros se conviertan en “textos” con los que “interactuaremos” según los criterios de utilidad, la palabra escrita se habrá convertido simplemente en otro aspecto de nuestra realidad televisiva regida por la publicidad. Este es el glorioso futuro que se está creando –y que nos prometen– como algo más “democrático”. Por supuesto, usted y yo sabemos, eso no significa nada menos que la muerte de la introspección… y del libro.

Por esos tiempos no habrá necesidad de una gran conflagración. Los bárbaros no tienen que quemar los libros. El tigre está en la biblioteca. Querido Borges, por favor entienda que no me da placer quejarme. Pero, ¿a quién podrían estar mejor dirigidas estas quejas sobre el destino de los libros –de la lectura en sí– que a usted? (Borges, son diez años.) Todo lo que quiero decir es que lo extrañamos. Yo lo extraño. Usted sigue marcando una diferencia. Estamos entrando en una era extraña, el siglo XXI. Pondrá a prueba el alma de maneras inéditas. Pero, le prometo, algunos de nosotros no vamos a abandonar la Gran Biblioteca. Y usted seguirá siendo nuestro modelo y nuestro héroe.

Susan Sontag (Estados Unidos, 1933-2004)

NOCHE, por Boris Pasternak

Sin descanso la noche
Avanza y se difunde
Sobre el mundo que duerme,
Mientras un aviador asciende entre las nubes;
Se adentra en el oleaje
Fluctuante de la niebla,
Se vuelve una inicial sobre una sábana,
Una pequeña cruz bordada en tela.

Allá abajo los bares
Nocturnos, los cuarteles,
Ciudades extranjeras y estaciones,
Maquinistas y trenes.
Una sombra de ala se recorta
En toda su extensión contra una nube.
Los astros por lo negro, silenciosos,
Vagan en muchedumbre.
Y quién sabe hacia cuáles
Desconocidos universos,
Con terrible, terrible inclinación,
La Vía Láctea extiende su sendero.
En espacios sin fin los continentes
Incesantes llamean.

En las calderas, en los sótanos,
Los fogoneros velan.
En París, bajo el filo de los techos
Venus o Marte
Se asoman para ver qué nueva farsa
Proclama el manifiesto.

Y allá, en un resplandor de lejanías,
Hay quien no puede conciliar el sueño
En la antigua buhardilla
Recubierta de tejas.
Él contempla el planeta
Como si el firmamento
Fuese el único objeto
Del afán de sus noches.

No te adormezcas, no duermas, trabaja,
No hagas un alto en tu tarea,
No duermas, lucha contra el sueño,
Lo mismo que el piloto, o que la estrella.
No duermas, artista, no duermas,
No te entregues al sueño.
Que de lo eterno tú eres el rehén
En la prisión del tiempo.

Boris Leonidovich Pasternak (Rusia, 1890-1960)

DAN-AUTA, por José Ortega y Gasset

Una vez, hace mucho tiempo, en un tiempo que está en la espalda del tiempo, se casó un hombre con una mujer. Solos se fueron al bosque, cultivaron la tierra y se hicieron cuanto necesitaban. Tuvieron una hija que llamaron Sarra. Pasaron soles y soles, y cuando Sarra era ya moza, tuvieron otro hijo, tan pequeño, que le llamaron Dan-Auta. Poco después el padre enfermó. “Me muero” -se dijo el padre, y llamó a Sarra-; “Me muero” -le dijo el padre-. “Dan-Auta queda junto a ti. No le abandones y, sobre todo, cuida de que Dan-Auta no llore nunca”.

El padre dijo esto y se murió. Poco después la madre enfermó. “Me muero” -se dijo la madre, y llamó a Sarra-: “Me muero” –dijo a Sarra la madre-. “Dan-Auta queda junto a ti. No le abandones y, sobre todo, cuida de que Dan-Auta no llore jamás”. La madre dijo esto y se murió.

Permancieron solos en el bosque Sarra y Dan-Auta. Pero les quedaba un hórreo lleno de harina del árbol del pan, y un hórreo lleno de habichuelas, y un hórreo lleno de sargo. Sarra dijo: “Con esto tendremos bastante para alimentarnos hasta que Dan-Auta sea hombre y pueda cultivar la tierra”.

Sarra se puso a moler maíz para hacer comida. Cuando tuvo la harina delgada, la puso en una calabaza y la llevó a la choza para cocerla. Luego salió a buscar leña, dejando solo a Dan-Auta que, menudillo, se arrastraba por el suelo y apenas podía tenerse sobre los pies. Dan-Auta se aburría, y acercándose a la calabaza, la volcó; luego tomó ceniza del hogar y la mezcló con el maíz. Cuando Sarra volvió, al ver lo que Dan-Auta había hecho, exclamó: “¡Ay, Dan-Auta mío! ¿Qué has hecho? ¿Has tirado la harina que íbamos a comer? Dan-Auta comenzó a sollozar. Pero Sarra dijo en seguida: “¡No llores, no llores, Dan-Auta! Tu Baba (padre) y tu Inna (madre) dijeron que no llorases nunca”.

Sarra volvió a salir y Dan-Auta a aburrirse. En el hogar llameaba un tizón. Dan-Auta lo tomó, y, arrastrándose fuera de la choza, puso fuego al hórreo de maíz, y al hórreo de harina del árbol del pan, y al hórreo de habichuelas, y al hórreo de sargo. En esto llegó Sarra, y, viendo todas las despensas consumidas por el fuego, gritó: “¡Ay, Dan-Auta mío! ¿Qué has hecho? ¿Has quemado todo lo que teníamos para comer? ¿Cómo viviremos ahora?”

Dan-Auta, al oírla, comenzó a sollozar; pero Sarra se apresuró a decirle: “¡Dan Auta mío, no llores! Tu padre y tu madre me dijeron que no llorases nunca. Has quemado cuanto teníamos; pro ven, ya buscaremos qué comer”.

Sarra colocó a Dan-Auta en su espalda y, sujetándolo con su vestido, echó a andar por el bosque. Sarra encontró un camino y por él caminó hasta llegar a una ciudad. Acertó a pasar por el barrio del rey. La mujer del rey los recibió y se quedaron a vivir con ella. Cada día les daba de comer.

Sarra llevaba siempre a Dan-Auta atado a su espalda. Las otras mujeres le decían: “Sarra, ¿por qué llevas siempre a Dan-Auta sobre tu espalda? ¿Por qué no le pones en el suelo y le dejas jugar como los otros chicos?” Y Sarra respondía: “Dejadme hacer mi hacer. El padre y la madre de Dan-Auta han dicho que no llorase nunca. Mientras lleve a Dan-Auta sobre mí, no llorará. Tengo que cuidar de que Dan-Auta no llore”.

Un día dijo Dan-Auta: “Sarra, yo quiero jugar con el hijo del rey”. Sarra entonces lo puso en tierra, y Dan-Auta jugó con el hijo del rey. Sarra tomó un cántaro y salió por agua. En tanto, el hijo del rey cogió un palo y Dan-Auta cogió otro palo. Ambos jugaron con los palos. El hijo del rey y Dan-Auta se pudieron a darse de palos. Dan-Auta, de un palo, le sacó un ojo al hijo del rey, y el hijo del rey quedó tendido. En esto Sarra llegó. Vio que Dan-Auta había sacado un ojo al hijo del rey. Nadie estaba presente. El hijo del rey comenzó a gritar. Sarra dejó el cántaro y tomando a Dan-Auta, salió de la casa, salió del barrio del rey, salió de la ciudad todo lo de prisa que pudo. Nadie estaba presente cuando Dan-Auta sacó el ojo al hijo del rey: pero el niño gritó. El rey, al oírlo, preguntó: “¿Por qué llora mi hijo?” Sus mujeres fueron a ver lo que ocurría, y al notar la desgracia, comenzaron a gritar. Oyó el rey los gritos de sus cuarenta mujeres y acudió presuroso. “¿Qué es esto? ¿Quién ha hecho esto?” -preguntó el rey-. Y el hijo del rey repuso: “Dan-Auta”. “¡Salid! -dijo entonces a sus guardianes-. ¡Id por toda la ciudad! ¡Buscad por toda la ciudad a Sarra y Dan-Auta!” Los guardias salieron y miraron casa por casa, pero en ninguna hallaron lo que buscaban. En vista de ello, el rey llamó a sus gentes; llamó a todos sus soldados, llamó a los de a pie y a los de a caballo, y les dijo: “Sarra y Dan-Auta han huido de la ciudad. Busquémoslos en el bosque. Yo mismo iré con los de a caballo para buscar a Sarra y Dan-Auta.

Dos días seguidos había corrido Sarra con Dan-Auta al lomo. Al cabo de ellos no podía más y justamente entonces oyó que el rey y sus caballeros llegaban en su busca. Había allí un árbol muy grande, y Sarra dijo: “Subiré al árbol y así podré ocultarme entre las hojas con Dan-Auta”. Subio, en efecto, al árbol, con Dan-Auta a su espalda, y se ocultó en la tupida fronda. Poco después llegaba junto al árbol el rey con los caballeros. “He cabalgado dos días -dijo- y estoy cansado; poned mi silla de cañas bajo el árbol, que quiero descansar”. Así lo hicieron sus hombres, y el rey se tendió en su silla, bajo la rama donde Sarra y Dan-Auta reposaban. Dan-Auta se aburría, pero vio al rey allá abajo, y dijo a Sarra: “¡Sarra!”. Sarra dijo: “¡Calla, Dan-Auta, calla!” Dan-Auta comenzó a sollozar. Sarra se apresuró a decirle: “¡No llores, Dan-Auta, no llores! Tu padre y tu madre me dijeron que no llorases nunca. Di lo que quieras”. Dan-Auta dijo “Sarra, quiero hacer pis. Quiero hacer pis encima de la cabeza del rey”. Sarra exclamó: “¡Ay, Dan-Auta, nos matarán si haces eso; pero no llores y haz lo que quieras!”. El rey miró entonces a la pompa del árbol. Vio a Sarra, vio a Dan-Auta, y gritó: “Traed hachas y echemos abajo el árbol”. Sus gentes corrieron y trajeron hachas. Comenzaron a batir el árbol. El árbol tembló. Luego dieron golpes más profundos en el tronco. El árbol vaciló. Luego llegaron a la mitad del tronco y el árbol empezó a inclinarse. Sarra dijo: “Ahora nos prenderán y nos matarán”. Un gran churua (un gavilán gigante) voló entonces sobre el bosque, y vino a pasar cerca del árbol donde Sarra y Dan-Auta reposaban. Sarra vio al churua. El árbol se inclinaba, se inclinaba. Sarra dijo al churua: “!Churua mío! Las gentes del rey van a matarnos, a Dan-Auta y a mí, si tú no nos salvas”. Oyó el churua a Sarra y acercándose puso a Sarra y a Dan-Auta sobre su espalda. El árbol cayó y el pájaro voló con Sarra y Dan-Auta. Voló muy alto sobre el bosque, siguió volando hacia arriba, siempre hacia arriba. Dan-Auta miraba al pájaro; vio que movía la cola como un timón, y se entretuvo observándola bien. Pero luego Dan-Auta se aburría, y dijo: “!Sarra!” Sarra repuso: “¿Qué más quieres, Dan-Auta?” Y como Dan-Auta sollozase, añadió: “No llores, no llores, que padre y madre dijeron que no lloraras. Di lo que quieres”. Dan-Auta dijo: “Quiero meter el dedo en el agujero que el pájaro lleva bajo la cola”. Dijo Sarra: “Si haces eso, el pájaro nos dejará caer y moriremos; pero no llores, no llores, y haz lo que quieras”. Dan-Auta introdujo su dedo donde había dicho. El pájaro cerró las alas. Sarra y Dan-Auta cayeron, cayeron de lo alto. Cuando Sarra y Dan-Auta estaban ya cerca de la tierra, comenzó a soplar un gran gugua, un torbellino. Sarra lo vio y dijo: “¡Gugua mío! Vamos a caer en seguida contra la tierra, y moriremos si tú no nos salvas”. El gugua llegó, arrebató a Sarra y Dan-Auta, y transportándolos a larga distancia, los puso suavemente en el suelo. Era aquel sitio un bosque de una comarca lejana.

Sarra avanzó por el bosque con Dan-Auta y encontró un camino. Caminando el camino llegaron a una gran ciudad, a una ciudad más grande que todas las ciudades. Un fuerte y alto muro la rodeaba. En el muro había una gran puerta de hierro que era cerrada todas las noches, porque todas las noches, apenas moría la ciudad, aparecía un terrible monstruo. Un Dodo. Este Dodo era alto como un asno, pero no era un asno. Este Dodo era largo como una serpiente gigante, pero no era una serpiente gigante. Este Dodo era fuerte como un elefante, pero no era un elefante. Este Dodo tenía unos ojos que dominaban en la noche como el sol en el día. Este Dodo tenía una cola. Todas las noches el Dodo se arrastraba hasta la ciudad. Por esta razón se había construido el muro contra la gran puerta de hierro. Por ella entraron Sarra y Dan-Auta. Tras el muro, junto a la puerta, vivía una vieja. Sarra les pidió que los amparase. La vieja dijo: “Yo os ampararé. Pero todas las noches viene un terrible Dodo ante la ciudad y canta con una voz muy fuerte. Si alguien le responde, el Dodo entrará en la ciudad y nos matará a todos. Cuida, pues, de que Dan-Auta no grite. Con esta condición, yo os ampararé. Dan-Auta oía todo esto. Al día siguiente fue Sarra al interior de la ciudad para traer comida. Entre tanto, Dan-Auta buscó ramas secas y pequeños trozos de madera, que encontró junto al muro. Luego corrió por la ciudad y donde veía un makodi, piedra redonda con que se machacaba el grano sobre una losa, lo cogía. Así reunió cien makodis. Luego se dijo: “Sólo necesito unas tenazas”. Y andando por la ciudad vio unas abandonadas. Junto al muro donde había amontonado la leña, colocó los makodis y ocultas bajo ellos, las tenazas. Nadie advirtió la faena del pequeño Dan-Auta.

A la vuelta, Sarra le dijo: “Entra en seguida en la casa, Dan-Auta, porque pronto vendrá el terrible Dodo y puede matarnos”. Dan-Auta repuso: “Yo quiero quedarme hoy fuera”. Sarra dijo: “Entra en casa”. Dan-Auta comenzó a sollozar: pero Sarra le dijo inmediatamente: “Dan-Auta mío, no llores. Tu padre y tu madre dijeron que no llorases nunca. Si quieres quedarte fuera, quédate fuera”. Sarrá entró en la casa donde estaba la vieja. Dan-Auta permaneció fuera, sentado ante la casa de la vieja. Todas las gentes de la ciudad estaban en sus casas y habían cerrado tras de sí las puertas. Sólo Dan-Auta quedaba a la intemperie. Corrió al lugar donde había puesto la leña y le prendió fuego. Los makodis en el fuego se pusieron ardientes como ascuas. En esto se sintió que llegaba el Dodo. Subió al muro Dan-Auta, y vio al monstruo que venía a lo lejos. Sus pupilas brillaban como el sol y como incendios. Dan-Auta oyó al Dodo que con una voz terrible, cantaba: -“¡Vuayanni agarinana ni Dodo!” “¡Quién es en esta ciudad como yo, Dodo?” Cuando Dan-Auta oyó esto, cantó a su vez desde el muro con todas sus fuerzas hacia el Dodo: “¡Naiyakay agarinana naiyakay ni Auta!” “Yo soy como tú en esta ciudad; yo soy como tú; yo, Auta”. Cuando oyó esto el Dodo, se acercó a la ciudad. Llegó muy cerca, muy cerca, y cantó: “¡Vuayanni agarinana ni Dodo!” Al cantar esto el Dodo, los árboles se estremecían en el aire, y la hierba seca empezó a arder. Pero Dan-Auta contestó: “¡Naiyakay agarinana naiyakay ni Auta!” Al oír esto el Dodo, se alzó sobre el muro. Dan-Auta bajó corriendo y se fue junto al fuego, donde relumbraban como ascuas los makodis ardientes. El Dodo entonces cantó de nuevo con voz más terrible que nunca, y Dan-Auta una vez más le contestó. Todos los hombres en la ciudad temblaron dentro de sus casas al oír tan cerca la horrible voz del monstruo. Más fiero que nunca, el Dodo comenzó a repetir su canto: “¡Vuayanni…” Pero al abrir sus fauces para este grito, Dan-Auta le lanzó con las tenazas diez makodis ardientes, que le abrasaron la garganta. Enronquecido grito el Dodo: “¡Agarinana!… Pero Dan-Auta le hizo tragar otros diez makodis incendiados, que le hicieron prorrumpir un gran quejido. Entonces, con voz débil, siguió: “Ni Dodo” y Dan-Auta, aprovechando la abertura de las fauces, le envió el resto de los makodis. El Dodo se retorció y murió, mientras Dan-Auta, subiendo al muro, cantó: “Naiyakay agarinana naiyakay ni Auta”. Luego con un cuchillo que había dejado fuera de la casa, cortó al Dodo la cola y, ocultándola en un morralillo, entró con ella en la habitación de la vieja; se deslizó junto a Sarra y se durmió. A la mañana siguiente salían de sus casas cautelosamente los habitantes de la ciudad. Los más decididos fueron a ver al rey. Él preguntó: “¿Qué ha sido lo que esta noche ha pasado?” Ellos respondieron: “No lo sabemos. Por poco no nos morimos de miedo. La cosa ha debido ocurrir junto a la puerta de hierro”. Entonces el rey dijo a su Ministro de Cazas: “Ve allá y mira lo que hay”. El Ministro de Cazas fue allá, y, subiendo, medroso, al muro, vio al Dodo muerto. Corriendo volvió al rey y dijo: “Un hombre poderoso ha matado al Dodo”. Entonces el rey quiso verlo, y cabalgó hasta el muro. Vio al monstruo tendido y sin vida. El rey exclamó: “En efecto, el Dodo ha sido muerto y le han cortado la cola. ¡Busquemos al valiente que lo ha matado!”

Un hombre que tenía una yegua, la mató y le cortó la cola. Otro hombre que tenía una vaca, la mató y le cortó la cola. Otro que tenía un camello, lo mató y le cortó la cola. Cada uno de ellos fue al rey y mostró la cola de su animal como si fuese la del Dodo. Pero el rey conoció el engaño, y dijo: “Todos sois unos embusteros. Vosotros no habéis muerto al Dodo. Yo y todos hemos oído en la noche la voz de un niño. ¿Vive por aquí cerca, junto a la puerta de hierro, algún niño extranjero?” Los soldados fueron a casa de la vieja y preguntaron: “¿Vive aquí algún niño forastero?” La vieja respondió: “Conmigo viven Sarra y Dan-Auta”. Los soldados fueron a Sarra y preguntaron: “Sarra, ¿ha matado al Dodo el pequeño Auta?” Sarra respondió: “Yo no sé nada; pregúntenselo a él”. Entonces fueron los soldados a Dan-Auta y le preguntaron: “Dan-Auta, ¿has matado tú al Dodo? El rey quiere verte”. Dan-Auta no respondió. Tomó su morralillo y fue con los soldados ante el rey. Abrió el morralillo y, sacando la cola del Dodo, la mostró al rey. Entonces el rey dijo: “Sí, Dan-Auta ha matado al terrible Dodo”. El rey dio a Dan-Auta cien mujeres, cien camellos, cien caballos, cien esclavos, cien casas, cien vestidos, cien ovejas y la mitad de la ciudad.

José Ortega y Gasset (España, 1883-1955)

martes, 9 de mayo de 2017

LAS HOJAS, por Luis Vidales

El viento vira en los aires
sobre la hélice de la hoja.
Nadie ha visto el viento
pero las hojas van señalando su rumbo.
Da tristeza.
Para que el vuelo de las hojas
fuera a su gusto
todas deberían ir provistas
de motorcitos de mariposa.

Luis Vidales (Colombia, 1904-1990)

Don Bosco, sobre la verdadera felicidad

"Sé feliz, pero deja que tu felicidad sea real, que emane de una conciencia sin pecado."

Giovanni Melchiorre Bosco Occhiena, San Juan Bosco (Italia, 1815-1888)

lunes, 8 de mayo de 2017

NO ES EL MUERTO QUIEN PROVOCA EL ESTUPOR, por Reinaldo Arenas

No es el muerto quien provoca el estupor
es la sorpresa de ver cómo olvidamos
su propia muerte, nuestro gran dolor.
Queda el muerto, nosotros nos marchamos.

No es el muerto, no, quien se retira.
Somos nosotros que vamos discutiendo,
sobre el cadáver que mudo nos mira,
la posibilidad de seguir sobreviviendo.

Cuando en la memoria al muerto divisamos
(juegos del tiempo, macabro escandiador)
no es pues al muerto a quien estamos viendo:

Somos nosotros que tétricos quedamos
al ver cómo miramos sin horror
al que en el gran horror se va pudriendo.

Reinaldo Arenas Fuentes (Cuba, 1943-1990)

UN SONETO A CERVANTES, por Rubén Darío

Horas de pesadumbre y de tristeza 
paso en mi soledad. Pero Cervantes 
es buen amigo. Endulza mis instantes 
ásperos, y reposa mi cabeza. 

Él es la vida y la naturaleza, 
regala un yelmo de oros y diamantes 
a mis sueños errantes. 
Es para mí: suspira, ríe y reza. 

Cristiano y amoroso y caballero 
parla como un arroyo cristalino. 
¡Así le admiro y quiero, 

viendo cómo el destino 
hace que regocije al mundo entero 
la tristeza inmortal de ser divino!

Félix Rubén García Sarmiento, Rubén Darío (Nicaragua, 1867-1916)