"Los que obran bien son los únicos que pueden aspirar en la vida a la felicidad."
Aristóteles de Estágira (Grecia, 384 a.C. - 322 a.C.)
lunes, 24 de abril de 2017
PARA UN FINAL PRESTO, por José Lezama Lima
Una muchedumbre gnoseológica se precipitaba desembocando con un silencio lleno de agudezas, ocupa después el centro de la plaza pública. Su actitud, de lejos, presupone gritería, y de cerca, un paso y unos ojos de encapuchados. Eran transparentes jóvenes estoicos, discípulos de Galópanes de Numidia, que aportaban el más decidido contingente al suicidio colectivo, preconizado por la secta. Ese fervor lo había conseguido Galópanes abriendo las puertas de sus jardines a jóvenes de quince a veinte años; así logró aportar trescientos treinta y tres decididos jóvenes que se iban a precipitar en el suicidio colectivo al final de sus lecciones. La secta denominada El secuestro del tamboril por la luna menguante, tenía visibles influencias orientales, y por eso, muchos padres atenienses, que amaban más al eidos que al ideal de vida refinada, si mandaban a sus hijos a esos jardines era para permitirse el áureo dispendio, de que sus hijos, sin viajar, pudiesen hablar de exotismos.
La primera idea de fundar El secuestro del tamboril, había surgido en Galópanes de Numidia, al observar cómo el rey Kuk Lak, al verse en el trance de ejecutar a un grupo de conspiradores, había tenido que arrancarlos de la vida amenazadora que llevaban y lanzarlos con fuerza gomosa en la Moira o en Tártaro, según estuviesen más apegados a la religión que nacía o a la que moría. Al ver Galópanes los crispamientos y gestos desiguales e incorrectos de los jóvenes ajusticiados decidió idear nuevos planes de enseñanza. Un jardín de amistosas conversaciones, donde los jóvenes fuesen conspiradores o amigos, pero donde pudiesen irse preparando para entrar en la muerte, cuando se cumpliesen los deseos del Rey. Así una de las frases que había de seguir en la academia: un joven desmelenado, o que pasea perros o tortugas, es tan incorrecto o alucinante como el león que en la selva no ruge dos o tres veces al día. Con esos recursos los jóvenes iban conversando y preparándose para morir, mientras el Rey afinaba mejor sus ocios y buscaba con detenimiento las mejores cabezas.
Habían acudido los trescientos treinta y tres jóvenes estoicos para cerrar el curso con el suicidio colectivo. Existía en el centro de la plaza pública un cuadrado de rigurosas llamas, donde los jóvenes se iban lanzando como si se zambullesen en una piscina. El fuego actuaba con silencio y el cuerpo se adelantaba silenciosamente. Esa decisión e imposibilidad de traición, ninguno de los jóvenes transparentes habían faltado, únicamente podía haber sido alcanzada por las pandillas diseminadas de estoicos contemporáneos. Aun en el San Mauricio el Greco, lo que se muestra es patente: se espera la muerte, no se va hacia la muerte, no se prolonga el paseo hasta la muerte. Solamente los estoicos contemporáneos podían mostrar esa calidad; ningún traidor, ningún joven vividor y apresurado había corrido para indicarle al Rey que los jóvenes que él utilizaba para la guerra iban con pasos cautelosos a hacer sus propios ofrecimientos con su propio cuerpo ante el fuego.
Las lecciones de los últimos estoicos transcurrían visiblemente en el jardín. Sus cautelas, sus frases lentas, los mantenía para los curiosos alejados de cualquier decisión turbulenta. Muy cerca, en sótanos acerados, una banda de conservadores chinos, en combinación con unos falsificadores de diamantes de Glasgow, había fundado la sociedad secreta El arcoiris ametrallado. En el fondo, ni eran conservadores chinos ni falsificadores de diamantes. Era esa la disculpa para reunirse en el sótano, ya que por la noche iban a los sitios más concurridos del violín, la droga y el préstamo. Querían apoderarse del Rey, para que el hijo del Jefe, que tenía unas narices leoninas de leproso, utilizadas, desde luego, como un atributo más de su temeridad, fuese instalado en el Trono, mientras el Jefe disfrutaría con su querida un estío en las arenas de Long Beach.
La policía vigilaba copiosamente a la banda de chinos y falsificadores. Pero sufrirían un error esencial que a la postre volaría en innumerables errores de detalles. De esos errores derivarían un grupo escultórico, una muerte fuera de toda causalidad y la suplantación de un Rey. Era el día escogido por los estoicos de Galópanes para iniciar los suicidios colectivos. El frenesí con que habían surgido los gendarmes de la estación, les impedía entrar en sospechas al ver los pasos lentos, casi pitagorizados de los estoicos. A las primeras descargas de la gendarmería, los estoicos que iban hacia la hoguera silenciosamente, prorrumpían en rasgados gritos de alborozo, de tal manera que se mezclaban para los pocos espectadores indiferentes, los agujeros sanguinolentos que se iban abriendo en los cuadros de los estoicos suicidas y las risas con que éstos respondían. Al continuar las detonaciones, las carcajadas se frenetizaron.
El capitán que dirigía el pelotón tuvo una intuición desmedida. La situación siguiente a la muerte de su tío, poseedor de un inquieto comercio de cerámica de Delft, y ya antes de morir serenamente arruinado, con quien había vivido desde los cinco años; al ocurrir la muerte de su tío, se obligaba a aceptar esa plaza de capitán de gendarmes, brindada por un cuarentón comandante de húsares a quien había conocido en un baile conmemorativo del 14 de Julio. Nuestro futuro capitán de gendarmes había asistido al baile disfrazado de comandante de húsares, mientras el comandante de húsares asistía disfrazado de cordelero franciscano. Éste fue el motivo de su amistad iniciada por unas sonrisas mefistofélicas, continuada por la espera de la plaza demandada, y terminada, como siempre, por una apoplejía fulminante.
El comandante cuando se embriagaba abría su Bagdad de lugares comunes. Uno de los que recordaba el actual capitán de gendarmes era: que una carga de húsares era la antítesis del suicidio colectivo de los estoicos. Más tarde, al recibir una beca en Yale para estudiar el taladro en la cultura eritrea en relación con el culto al sol en la cultura totoneca, había aclarado esa frase que él creía sibilina al brotar mezclada con los eructos de una copa de borgoña seguida por la ringlera inalcanzable de tragos de cerveza. Un insignificante estudiante de filosofía de Yale, que presumía que había frustrado su vocación, pues él quería ser pastor protestante y poseer una cría de pericos cojos del Japón, le reveló en una sola lección el secreto, lo que él había creído en su oportunidad un dictado del comandante en éxtasis.
La plaza pública ofrecía diagonalmente la presencia del museo y de una bodega de vinos siracusanos. El capitán decidió utilizar los servicios de ambos. Así, mientras lentamente iban cesando las detonaciones mandaba contingentes bifurcados. Unos traían del museo ánforas y lekytosaribalisco, y otros traían borgoña espumoso de la bodega. Los estoicos se iban trocando en cejijuntos, aunque no en malhumorados. El jefe, Galópanes de Numidia, había trazado el plan donde estaban ya de antemano copadas todas las salidas. Días antes del vuelco definitivo de los estoicos suicidas en la plaza pública, había hecho traer de la bodega sus colecciones de vinos, con la disculpa de consultar etiquetas y precios para la festividad trascendental. Los había devuelto, alegando otras preferencias y la excesiva lejanía aun del festival, pero regresaban los frascos portando los venenos más instantáneos. Los gendarmes que creían transportar en esas ánforas líquidos sanguinosos cordiales reconciliaciones con el germen y el transcurso, se quedaban absortos al observar cómo abrevando los estoicos entraban en la Moira. Los estoicos, con dosificado misterio causal provocado, morían al reconciliarse con la vida y el vino les abría la puerta de la perfecta ataraxia.
El Rey vigilaba a los conspiradores que no eran conspiradores, pero desconocía a los estoicos de Galópanes. Creía, como al principio creyó el capitán, que la salida era la de los conspiradores falsarios. Desde una ventana conveniente contempló el primer choque de los gendarmes con los estoicos pero al observar posteriormente cómo conducían hasta los labios de los que él presuponía conspiradores, las ánforas vinosas, creyó en la traición de ese pelotón, y desesperado, irregular, ocultadizo, corrió a hacer la llamada a otro cuartel donde él creía encontrar fidelidad.
Ante esa llamada y su noticia, la tropa salió como el cohete sucesivo que permitiría a Endimión besar la Luna. Pero entre la llamada y la salida a escape habían sucedido cosas que son de recordación. En ese cuartel, en la manipulación de los nítricos, trabajaba un pacifista desesperado. Fundador de la sociedad La blancura comunicada, cuya finalidad era hacer por injertos sucesivos, precioso trabajo de laboratorismo suizo, del tigre, una jirafa, y del águila, un sinsonte; asistía furtivamente a las reuniones de los estoicos; en sus paseos digestivos sorprendía a ratos aquellos diálogos la preparación de la muerte, y sabía la noche en que los estoicos caerían sobre la plaza pública. El día anterior se introdujo valerosamente en el almacén del cuartel y le quitó a cada rifle tornillos de precisión, debilitando en tal forma el fulminante que el plomo caía a pocos pies del tirador, formándose tan sólo el halo detonante de una descarga temeraria.
Al llegar a la plaza la tropa del cuartel y contemplar a los gendarmes y a los supuestos conspiradores, alzando el ánfora de la amistad, lanzaron de inmediato disparos tras disparos. Los estoicos ya iban cayendo por el veneno deslizado en las ánforas, pero la tropa del cuartel admiraba su puntería, la cegadora furia les impedía contemplar que el plomo caía, pobre de impulso, en una parábola miserable. Cuando creían que la muerte lanzada con exquisita geometría daba en el pecho de los conspiradores, el azar le comunicaba a sus certezas una vacilación disfrazada tras lo alcanzado, tan distante siempre de los errores preparados por los maestros de ajedrez que saben distribuir un fracaso parcial, o el detalle imperfecto de algunos retratos de Goya, el perrillo Watteau que tiene una cabeza de tagalo combatiente, hecho maliciosamente para que el conjunto adquiera una deslizada exquisitez.
El Rey formaba un grupo escultórico. Detrás de la ventana contemplaba la muerte refinada activísima y las detonaciones bárbaras eternamente inútiles. Cuando llegó a la plaza pública la tropa del cuartel, y vio sus detonaciones, corrió a llamar a los otros cuarteles, anunciándole paz tendida y muy blanca.
El grueso de sus tropas vigilaba las fronteras. El Jefe de la pandilla acariciaba sus parabrisas y vigilaba todo posible gagueo de sus ametralladoras. Al pasar el Jefe por la estación del capitán de gendarmes notó una ausencia terrible: más tarde al no encontrar resistencia por parte de la tropa del cuartel, pensaron que todos esos guerreros equívocos estaban rodeando al Rey para preparar una defensa real.
Al pasar por la plaza pensaron en el regreso de las tropas fronterizas en abierta pugna con aspirantes consanguíneos. Ya aquí pensaron que les sería fácil apoderarse del Rey, pero extremadamente peligroso abrir las ventanas del Rey puesto, frente a esa plaza, donde no se sabía cuándo sería el último muerto, y con quién en definitiva se abrazaría.
La jornada de los conspiradores falsarios era como un largo brazo que va adentrándose en un oleaje. Pudieron resbalar en Palacio hasta llegar frente a la antecámara. Aquí el Jefe y su hijo, el de las narices leoninas de leproso, se adelantaron, finos, capciosos, con sus dedos como un instrumental probándose en la yugular regicida.
Un año después, el Jefe, con su querida, se estira y despereza en las arenas de Long Beach. Contempla la cáscara de toronja que las aguas se llevan, y el peine desdentado, con un mechón pelirrojo, que las aguas quieren traer hasta la arena.
José Lezama Lima (Cuba, 1910-1976)
EL DIARIO DE UN LOCO, por Lu Xun
Dos hermanos, cuyos nombres me callaré, fueron mis amigos íntimos en el liceo, pero después de una larga separación, perdí sus huellas. No hace mucho supe que uno de ellos estaba gravemente enfermo y, como iba en viaje hacia mi aldea natal, decidí hacer un rodeo para ir a verlo. Sólo encontré en casa al primogénito, quien me dijo que era su hermano menor el que había estado mal.
-Le estoy muy agradecido de que haya venido a visitarlo -dijo-. Pero ya está sano desde hace algún tiempo y se marchó a otra provincia, donde ocupa un puesto oficial.
Buscó dos cuadernos que contenían el diario de su hermano y me lo mostró riendo. Me dijo que a través de ellos era posible darse cuenta de los síntomas que había presentado su enfermedad, y que él creía que no había ningún mal en que los viera un amigo. Me llevé el diario y al leerlo comprendí que mi amigo había estado atacado de “delirio de persecución”. El escrito, incoherente y confuso, contenía relatos extravagantes. Además, no aparecía en él fecha alguna y sólo por el color de la tinta y las diferencias de la letra se podía comprender que había sido redactado en diferentes sesiones. Copié parte de algunos pasajes no demasiado incoherentes, pensando que podrían servir como elementos para trabajos de investigación médica. No he cambiado una palabra a este diario, salvo el nombre de los personajes, aunque se trate de campesinos completamente ignorados del mundo. En cuanto al título, conservo intacto el que su autor le dio después de su curación.
2 de abril de 1918
I
Esta noche hay luna muy hermosa.
Hacía más de treinta años que no la veía, de modo que me siento extraordinariamente feliz. Ahora comprendo que he pasado estos treinta últimos años en medio de la niebla. Sin embargo, debo tener cuidado: de otra manera, ¿por qué el perro de la familia Chao me iba a mirar dos veces?
Tengo mis razones para temer.
II
Esta noche no hay luna. Yo sé que esto va mal.
Esta mañana, cuando me arriesgué a salir con precauciones, Chao Güi-weng me miró con un fulgor extraño en los ojos: se habría dicho que me temía o que tenía deseos de matarme. Había además siete u ocho personas que hablaban de mí en voz baja, con las cabezas muy juntas: tenían miedo de que las viera. La más feroz de todas mostró los dientes al reírse mientras me miraba, lo que me hizo estremecerme de pies a cabeza, porque ahora sé que sus maquinaciones están a punto.
No obstante, continué mi camino sin miedo. Ante mí había un grupo de niños que discutían también sobre mi persona; sus miradas tenían el mismo fulgor que la de Chao Güi-weng y en sus rostros había la misma palidez de acero. Me pregunté qué clase de odio podían tener los niños contra mí para obrar también de esta manera. No pudiendo contenerme, grité: “¡Díganmelo!”, pero ellos huyeron.
He reflexionado. ¿Qué razones tienen Chao Güi-weng y los hombres de la calle para detestarme? Hace veinte años di un pisotón por error en un viejo libro de cuentas del señor Gu Chiu (1), lo que le produjo gran contrariedad. Aunque Chao Güi-weng no conoce al señor Gu, ha debido oír hablar de este asunto y quiere sacar la cara por él; por ello se ha puesto de acuerdo contra mí con los hombres de la calle. Pero ¿por qué los niños? Cuando ocurrió este incidente ni siquiera habían nacido; entonces, ¿por qué me han mirado con ese aire extraño que revelaba miedo o deseos de matar? Todo esto me espanta, me intriga y me desconsuela.
¡Ahora comprendo! Han sabido el asunto por sus padres.
III
En la noche no consigo dormir. Para comprender las cosas, es preciso reflexionar sobre ellas.
Estos hombres han sido engrillados por el magistrado, abofeteados por el señor del lugar, han visto a sus mujeres apresadas por los alguaciles de la Corte de Justicia y a sus padres y madres suicidarse para escapar a los acreedores…, pero nunca mostraron rostros tan espantosos, tan feroces como los que les vi ayer.
Lo más extraño de todo fue esa mujer que le pegaba a su hijo en plena calle, gritándole: “¡Muchacho cochino! ¡Debería comerte unos cuantos pedazos para que se me pasara la rabia!” Al decir esto me miraba a mí. Me sobresalté, incapaz de dominar mi emoción, mientras la banda de rostros lívidos y colmillos aguzados estallaba en risas. El viejo Chen llegó de prisa y me condujo por la fuerza a la casa.
En casa, los miembros de la familia fingieron no reconocerme; sus miradas eran semejantes a las de la gente de la calle. Entré en el escritorio y ellos echaron el cerrojo, igual que cuando se encierra en el gallinero a una gallina o un pato. Este incidente es aun más inexplicable; verdaderamente no sé lo que pretenden.
Hace algunos días, uno de nuestros arrendatarios de la aldea de los Lobos, al venir a informar sobre la sequía que reina en el campo, contó a mi hermano mayor que los campesinos habían dado muerte a un conocido malhechor del lugar. Luego algunos hombres le arrancaron el corazón y el hígado, los frieron y se los comieron, para criar valor. Los interrumpí con una palabra y mi hermano y el labrador me lanzaron muchas miradas raras. Hoy comprendo que sus miradas eran absolutamente iguales a las de los hombres de la calle.
Sólo de pensar en ello me estremezco de la cabeza a los pies.
Si comen hombres, ¿por qué no habrían de comerme a mí?
Evidentemente esa mujer que “quería comerse unos cuantos pedazos”, la risa del grupo de hombres lívidos con colmillos aguzados, y la historia del arrendatario, son índices secretos. Sus palabras están envenenadas, sus risas cortan como espadas y sus dientes son hileras de resplandeciente blancura; sí, son dientes de comedores de hombres.
Yo no creo ser un mal sujeto, pero desde que me metí con el libro de cuentas de la familia Gu, no estoy seguro de nada. Se diría que guardan algún secreto que yo no acierto a adivinar. Por otra parte, cuando están contra alguien, no tienen dificultad en declararlo malo. Recuerdo que cuando mi hermano me enseñaba a disertar, por más perfecto que fuera el hombre sobre el cual tenía yo que hablar, bastaba que expusiera algún argumento contra él para ganar un “bien”; y cuando era capaz de encontrar excusas para un hombre malo, mi hermano decía: “Además de originalidad, tienes un verdadero talento de litigante”. Entonces, ¿cómo puedo saber lo que piensan, sobre todo en el momento en que se proponen devorar al hombre?
Para comprender las cosas es preciso reflexionar sobre ellas. Creo que en la antigüedad era frecuente que el hombre se comiera al hombre, pero no estoy muy seguro de esta cuestión. He cogido un manual de historia para estudiar este punto, pero el libro no contenía fecha alguna; en cambio, en todas las páginas, escritas en todos sentidos, estaban las palabras “Humanitarismo”, “Justicia” y “Virtud”. Como de todas maneras me era imposible dormir, me puse a leer atentamente y en medio de la noche noté que había algo escrito entre líneas: dos palabras llenaban todo el libro: ¡”devorar hombres”!
Los tipos del libro, las palabras de nuestros arrendatarios, todos, sonreían fríamente, mirándome de un modo extraño. ¡Yo también soy un hombre y quieren devorarme!
IV
Esta mañana pasé un buen rato sentado tranquilamente. El viejo Chen me trajo mi comida: un plato de legumbres y otro de pescado cocido al vapor. Los ojos del pescado eran blancos y duros; tenía la boca entreabierta, igual que esa banda de comedores de hombres. Después de probar algunos bocados de esa carne viscosa, no sabía ya si estaba comiendo pescado o carne humana, de suerte que vomité con asco.
Dije:
-Mi viejo Chen, anda a decirle a mi hermano que me ahogo aquí y que quisiera salir a pasear por el jardín.
El viejo Chen se alejó sin responder, pero un poco después volvió a abrirme la puerta.
No me moví, preguntándome qué iban a hacer, porque sabía muy bien que no iban a dejarme libre. Efectivamente, mi hermano se acercaba con un viejo que caminaba a pasos lentos. Ese hombre tenía una mirada terrible, pero como temía que yo me diera cuenta, bajaba la cabeza hacia el suelo y me miraba a hurtadillas, por encima de sus anteojos.
-Tienes un aspecto magnífico -me dijo mi hermano.
-Sí -respondí.
-Le he pedido al señor Jo que viniera a examinarte -siguió diciendo.
Respondí:
-¡Que lo haga! -¡pero yo sabía muy bien que ese viejo no era otro que el verdugo disfrazado!
So pretexto de tomarme el pulso quería calcular mi grado de corpulencia y seguramente iban a darle un pedazo de mi carne en pago de sus servicios. Yo no tenía miedo; aunque no como carne humana, me creo más valiente que esos caníbales. Tendí ambos puños y esperé lo que iba a seguir. El viejo se sentó, cerró los ojos, me tomó largamente el pulso, permaneció un instante silencioso y luego, abriendo los ojos diabólicos, dijo:
-No se deje llevar por su imaginación. Algunos días de tranquilidad y reposo y se repondrá.
¡No dejarse llevar por la imaginación! ¡Tranquilidad y reposo! Evidentemente, cuando yo estuviera bien cebado, tendrían más que comer. Pero ¿qué ganaría yo? ¿Era eso lo que iba a “reponerme”? A esos caníbales les gusta comer hombres, pero obran en secreto, tratando de salvar las apariencias, y no se atreven a actuar directamente. ¡Es para morirse de la risa! No pudiendo aguantarme, me eché a reír a carcajadas, porque eso me divertía una enormidad. Yo sé que en mi risa vibraban el valor y la justicia. El viejo y mi hermano palidecieron, aplastados por el valor y la justicia de que yo hacía gala.
Pero justamente porque soy valiente, tendrán aun más ganas de devorarme, para adquirir parte de mi coraje. El viejo dejó mi habitación y apenas se habían alejado un poco, dijo a mi hermano en voz baja: “Engullirlo en seguida”. Mi hermano bajó la cabeza en señal de asentimiento. ¡Tú estás también en esto! Este extraordinario descubrimiento, aunque imprevisto, no me asombró, sin embargo, excesivamente: ¡mi hermano formaba parte de la banda de caníbales que quería devorarme!
¡Mi hermano es un comedor de hombres!
¡Soy hermano de un comedor de hombres!
¡Podré ser devorado por los hombres, pero no por eso dejo de ser hermano de un comedor de hombres!
V
Estos días he vuelto a mis reflexiones. Aunque ese viejo no fuera el verdugo disfrazado, aun fuera verdaderamente un médico, no es por eso menos un comedor de hombres. En el libro sobre las virtudes de las hierbas, escrito por uno de sus predecesores, Li Shi-cheng, ¿no dice acaso con todas sus letras que la carne humana puede comerse frita? Entonces, ¿cómo podría rechazar el título de caníbal?
En cuanto a mi hermano, también tengo mis razones para acusarlo. Cuando me enseñaba los clásicos, yo lo oí decir con sus propios labios: “Cambiaban sus hijos para comérselos”. Otra vez que se trataba de un hombre muy malo, dijo que merecía no sólo ser muerto, sino aun que “se comieran su carne y se acostaran sobre su piel”. Yo era pequeño en esa época y al oír tal cosa mi corazón se puso a saltar muy fuerte durante largo rato. Cuando anteayer el arrendatario de la aldea de los lobos le contó que el corazón y el hígado de un hombre habían sido comidos, mi hermano no manifestó ningún asombro, limitándose a aprobar con la cabeza. Está claro que sus sentimientos no han cambiado. Si se admite que es posible “cambiar sus hijos para comérselos”, ¿qué es lo que no se podría cambiar entonces? ¿Y qué es lo que no se podría comer? Antes me había limitado a escuchar esas explicaciones sin tratar de profundizarlas, pero ahora sé que cuando me daba sus lecciones, en el borde de sus labios brillaba grasa humana y que su corazón estaba lleno de sueños caníbales.
VI
Todo está negro, no sé si es de día o de noche. De nuevo el perro de la familia Chao se ha puesto a ladrar.
Tiene la ferocidad del león, la cobardía de la liebre, la astucia del zorro…
VII
Conozco sus maniobras: no quieren ni se atreven a matarme directamente por temor a las consecuencias; por ello se las arreglan para tenderme lazos y llevarme al suicidio. A juzgar por la actitud de los hombres y mujeres de la calle el otro día, y la de mi hermano estos últimos días, la cosa es poco más o menos segura: quieren que me saque el cinturón, lo amarre a un poste y me cuelgue. Nadie los llamará asesinos y, sin embargo, verán colmados sus deseos secretos; esto los llenará de contento y les provocará una especie de risa plañidera. O bien, me dejarán morir de miedo y tristeza, y aunque este sistema hace enflaquecer, de todos modos mi muerte los dejará satisfechos.
¡Sólo comen carne muerta! He leído en algún sitio que existe una fiera de mirada horrible y aspecto espantoso llamada “hiena”. Esta bestia come carne muerta y es capaz de triturar los huesos más grandes, que se engulle después de molerlos minuciosamente. ¡De sólo pensar en esto da terror! La hiena está emparentada con el lobo, el lobo es de la familia de los perros. El hecho de que el perro de la familia Chao me haya mirado muchas veces anteayer, demuestra que han conseguido ponerlo de acuerdo con ellos y que forma parte del complot. En vano ese viejo baja su mirada hacia el suelo, yo no me dejo embaucar.
Lo más lastimoso es mi hermano. El también es un hombre; ¿no tiene miedo tal vez? ¿Por qué se ha unido a los que intentan devorarme? ¿Acaso porque esto se ha hecho siempre, encuentra que no hay ningún mal en ello? ¿O pone oídos sordos a su conciencia y hace deliberadamente algo que sabe que es malo?
Será el primero de los comedores de hombres a quienes maldeciré; será también el primero de los hombres a quienes trataré de curar del canibalismo.
VIII
En el fondo, deberían saber esto desde hace tiempo…
De pronto entró un hombre. Tenía unos veinte años y una cara muy sonriente, cuyos rasgos no distinguí bien. Me saludó con la cabeza y vi que su sonrisa tenía un aire falso. Le pregunté:
-¿Es justo comer hombres?
Siempre sonriendo, respondió:
-¿Por qué comer hombres, cuando no se tiene hambre?
Comprendí de inmediato que formaba parte del clan de los que aman la carne humana. Esto azuzó mi coraje e insistí neto:
-¿Es justo?
-¡Para qué hacer tales preguntas! Verdaderamente… a usted le gusta bromear… ¡Está muy hermosa la noche!
Estaba muy hermosa la noche, la luna estaba muy brillante, pero yo le pregunté:
-¿Es justo?
Tomó un aire de desaprobación y, sin embargo, respondió con voz no muy clara:
-No…
-¿No? Entonces, ¿por qué los comen?
-Eso no puede ser…
-¿No puede ser? Bueno, ¿acaso no los comen en la aldea de los Lobos? Además, está escrito en todas partes en los libros, ¡es claro como el día!
Su faz cambió de color, poniéndose pálido como un muerto. Con los ojos fuera de las órbitas, dijo:
-Tal vez tenga usted razón, esto se ha hecho siempre…
-¿Es por ello justo?
-No quiero discutir ese tema con usted. ¡Usted no debería hablar de esto, no tiene razón para hacerlo!
Di un salto, con ambos ojos muy abiertos, pero el hombre había desaparecido y yo estaba completamente mojado con el sudor. Este hombre es mucho más joven que mi hermano y ya forma parte de su clan. Seguramente se debe a la educación de sus padres. Quizás ha enseñado ya esto a su hijo. Por lo cual hasta los niños pequeños me miran con odio.
IX
Quieren devorar a los otros y temen ser devorados a su vez; por esto se estudian recíprocamente con miradas cargadas de sospechas…
Si abandonaran estos pensamientos se sentirían a sus anchas en el trabajo, en el paseo, en la comida, en el sueño. Para franquear este obstáculo sólo hay que dar un paso: pero el padre y el hijo, el hermano y el hermano, el marido y la mujer, el amigo y el amigo, el profesor y el estudiante, el enemigo y el enemigo, y hasta los desconocidos, forman un clan, se aconsejan y se retienen mutuamente para que a ningún precio alguien dé este paso.
X
Temprano en la mañana fui en busca de mi hermano, que miraba el cielo desde la puerta del salón. Llegué por detrás, me situé en el alféizar de la puerta y le dije con mucha calma y cortesía:
-Hermano, tengo algo que decirte.
Se volvió rápidamente y asintió con un movimiento de cabeza.
-Habla.
-Se trata sólo de algunas palabras, pero no sé cómo expresarlas. Hermano, es probable que en los tiempos primitivos los salvajes hayan sido en general algo caníbales. Al evolucionar sus sentimientos, algunos dejaron de devorar hombres, pugnaban por progresar y se convirtieron en hombres, en verdaderos hombres. Sin embargo, aún quedan devoradores de hombres… Es como entre los insectos; algunos han evolucionado, se han transformado en peces, pájaros, monos y finalmente en hombres. Ciertos insectos no han querido progresar y hasta hoy continúan en estado de insectos. ¡Qué vergüenza para un caníbal si se compara con el hombre que no come a sus semejantes! Su vergüenza debe ser muchísimo peor que la del insecto frente al mono.
“Yi Ya (2) cocinó a su hijo para dar de comer a los tiranos Chie y Chou; este hecho pertenece a la historia antigua. ¿Quién habría dicho que después de la separación del cielo y la tierra por Pan Gu (3), los hombres se iban a devorar entre ellos hasta el hijo de Yi Ya, y que desde el hijo de Yi Ya hasta Sü Si-ling (4) y desde Sü Si-ling hasta el malhechor arrestado en la aldea de los Lobos el hombre se comería al hombre? El año pasado, cuando se ejecutaba a los criminales en la ciudad, había un tuberculoso que iba a mojar el pan en su sangre, para lamerla (5).
“Quieren comerme, y por cierto que solo no puedes nada contra ellos. Pero ¿por qué unirte a ellos? Los devoradores de hombres son capaces de todo. Si son capaces de comerme, también serán capaces de comerte. Hasta los miembros de un mismo clan se devoran entre sí. Pero basta con dar un paso, basta con querer dejar esta costumbre y todo el mundo quedará en paz. Aunque este estado de cosas dura desde siempre, tú y yo podríamos empezar desde hoy a ser buenos y decir: ‘Esto no es posible’. Yo creo que tú dirás que no es posible, hermano, puesto que anteayer cuando nuestro arrendatario te pidió que le rebajaras el alquiler, tú le respondiste que no era posible.”
Al comienzo sonreía con frialdad, luego pasó por sus ojos un resplandor feroz y cuando puse al desnudo sus pensamientos secretos, su rostro se tornó lívido. En el exterior de la puerta que daba a la calle había un verdadero grupo; Chao Güi-weng se hallaba allí con su perro y todos estiraban el cuello para ver mejor. Yo no alcanzaba a distinguir los semblantes de algunos, pues se hubiera dicho que estaban velados; los otros tenían siempre el mismo tinte lívido y esos colmillos agudos y esos labios con una sonrisa afectada. Comprendí que pertenecían todos al mismo clan, que todos eran devoradores de hombres. Sin embargo, yo sabía también que existían sentimientos muy diferentes. Algunos pensaban que el hombre debe devorar al hombre porque así se ha hecho siempre. Otros sabían que el hombre no debe devorar al hombre, pero de todos modos lo hacían, temerosos de que sus crímenes fueran denunciados; por eso al oírme se llenaron de cólera, pero se limitaron a apretar los labios esbozando una sonrisa cínica.
En ese instante mi hermano adoptó un aspecto terrible y gritó con voz fuerte:
-¡Salgan todos! ¡Para qué mirar a un loco!
Muy pronto comprendí su nuevo juego. No solamente se negaban a convertirse, sino que estaban preparados de antemano para abrumarme con el epíteto de loco. De este modo, cuando me comieran, no sólo no tendrían disgustos, sino que aun les quedarían agradecidos. El arrendatario nos dijo que el hombre devorado por los campesinos era un mal hombre; es exactamente el mismo sistema. ¡Siempre el mismo estribillo!
El viejo Chen entró también, muy encolerizado; pero ¿quién podría cerrarme la boca? Tengo absoluta necesidad de hablar a esos hombres.
-¡Conviértanse, conviértanse desde el fondo del corazón! ¡Sepan que en el futuro no se permitirá vivir sobre la tierra a los devoradores de nombres! Si no se convierten, todos ustedes serán devorados también. ¡Por más numerosos que sean sus hijos, serán exterminados por los verdaderos hombres, como los lobos son exterminados por los cazadores, como se extermina a los insectos!
El viejo Chen hizo salir a todo el mundo y luego me rogó que volviera a mi habitación. Mi hermano había desaparecido no sé dónde. El interior del cuarto estaba completamente negro. Las vigas y maderas se pusieron a temblar sobre mi cabeza; luego al cabo de un instante crecieron y se amontonaron sobre mí.
Pesaban mucho, yo no podía moverme. Querían matarme, pero yo sabía que ese peso era ficticio. Me debatí, pues, y me liberé, el cuerpo cubierto de sudor. Sin embargo, deliberadamente repetí:
-¡Conviértanse en seguida! ¡Conviértanse desde el fondo del corazón! ¡Sepan que en el futuro no se permitirá que sobrevivan los devoradores de hombres!…
XI
El sol no aparece más, la puerta sólo se abre dos veces al día, cuando me traen mis comidas.
Mientras tomaba los palillos, volví a pensar en mi hermano mayor; ahora yo sé que fue él el causante de la muerte de mi hermana pequeña. Tenía cinco años y era tan linda que enternecía. Veo de nuevo a nuestra madre sollozando sin cesar y a mi hermano consolándola. Tal vez sentía arrepentimiento porque era él quien se la había comido. Si es todavía capaz de experimentar ese sentimiento.
Nuestra hermana ha sido devorada por mi hermano; no sé si mi madre llegó a darse cuenta de ello.
Pienso que mi madre lo sabía; si en medio de sus lágrimas no dijo nada, probablemente fue porque lo encontraba muy natural. Recuerdo que un día que me hallaba tomando el fresco ante la puerta del salón -en esa época tendría unos cuatro o cinco años- mi hermano me dijo que un hijo debe estar dispuesto a cortar un trozo de carne de su cuerpo, echarlo a cocer y ofrecerlo a sus padres si éstos caen enfermos, pues es así como obra un hombre honesto. Mi madre no protestó. Si es posible comer un trozo de carne humana, evidentemente es posible comerse a un hombre entero. No obstante, cuando vuelvo a pensar en sus sollozos de entonces, no puedo evitar que el corazón se me apriete. Qué extraña cosa…
XII
Ya no puedo pensar más en ello.
Solamente hoy me doy cuenta de que he vivido años en medio de un pueblo que desde hace cuatro milenios se devora a sí mismo. Nuestra hermanita murió justamente en el momento en que mi hermano se hacía cargo de la familia. ¿No habrá mezclado su carne con nuestros alimentos para que la comiéramos sin saber que lo hacíamos?
¿Acaso sin quererlo he comido carne de mi hermana? Y ahora me llega el turno…
Si tengo una historia que cuenta cuatro mil años de canibalismo -al principio no me daba cuenta de ello pero ahora lo sé-, ¡cómo podría esperar encontrar a un hombre verdadero!
XIII
Tal vez existan niños que aún no han comido carne de hombre.
¡Salven a los niños!…
Chou Shue-Jen, Lu Xun (China, 1881-1936)
NOTAS
1. Gu Chiu significa antigüedad. Aquí el autor alude a la larga historia de la opresión feudal en China. (N. de los T.)
2. Cocinero célebre en la Antigüedad por haber matado a su hijo para servirlo como manjar a un tirano. (N. de los T.)
3. El primer hombre, de quien se dice separó el cielo de la tierra. (N. de los T.)
4. Revolucionario que, hacia fines de la dinastía Ching, asesinó al gobernador de Anjui. Fue cortado en pedazos y su corazón y su hígado ofrecidos en holocausto al hombre que lo mató. (N. de los T.)
5. Se trata de una superstición antigua existente en el pueblo: dice que la sangre humana es capaz de curar la tisis; por esa razón se solían comprar a los verdugos panes mojados en sangre cuando éstos ejecutaban a un condenado. (N. de los T.)
-Le estoy muy agradecido de que haya venido a visitarlo -dijo-. Pero ya está sano desde hace algún tiempo y se marchó a otra provincia, donde ocupa un puesto oficial.
Buscó dos cuadernos que contenían el diario de su hermano y me lo mostró riendo. Me dijo que a través de ellos era posible darse cuenta de los síntomas que había presentado su enfermedad, y que él creía que no había ningún mal en que los viera un amigo. Me llevé el diario y al leerlo comprendí que mi amigo había estado atacado de “delirio de persecución”. El escrito, incoherente y confuso, contenía relatos extravagantes. Además, no aparecía en él fecha alguna y sólo por el color de la tinta y las diferencias de la letra se podía comprender que había sido redactado en diferentes sesiones. Copié parte de algunos pasajes no demasiado incoherentes, pensando que podrían servir como elementos para trabajos de investigación médica. No he cambiado una palabra a este diario, salvo el nombre de los personajes, aunque se trate de campesinos completamente ignorados del mundo. En cuanto al título, conservo intacto el que su autor le dio después de su curación.
2 de abril de 1918
I
Esta noche hay luna muy hermosa.
Hacía más de treinta años que no la veía, de modo que me siento extraordinariamente feliz. Ahora comprendo que he pasado estos treinta últimos años en medio de la niebla. Sin embargo, debo tener cuidado: de otra manera, ¿por qué el perro de la familia Chao me iba a mirar dos veces?
Tengo mis razones para temer.
II
Esta noche no hay luna. Yo sé que esto va mal.
Esta mañana, cuando me arriesgué a salir con precauciones, Chao Güi-weng me miró con un fulgor extraño en los ojos: se habría dicho que me temía o que tenía deseos de matarme. Había además siete u ocho personas que hablaban de mí en voz baja, con las cabezas muy juntas: tenían miedo de que las viera. La más feroz de todas mostró los dientes al reírse mientras me miraba, lo que me hizo estremecerme de pies a cabeza, porque ahora sé que sus maquinaciones están a punto.
No obstante, continué mi camino sin miedo. Ante mí había un grupo de niños que discutían también sobre mi persona; sus miradas tenían el mismo fulgor que la de Chao Güi-weng y en sus rostros había la misma palidez de acero. Me pregunté qué clase de odio podían tener los niños contra mí para obrar también de esta manera. No pudiendo contenerme, grité: “¡Díganmelo!”, pero ellos huyeron.
He reflexionado. ¿Qué razones tienen Chao Güi-weng y los hombres de la calle para detestarme? Hace veinte años di un pisotón por error en un viejo libro de cuentas del señor Gu Chiu (1), lo que le produjo gran contrariedad. Aunque Chao Güi-weng no conoce al señor Gu, ha debido oír hablar de este asunto y quiere sacar la cara por él; por ello se ha puesto de acuerdo contra mí con los hombres de la calle. Pero ¿por qué los niños? Cuando ocurrió este incidente ni siquiera habían nacido; entonces, ¿por qué me han mirado con ese aire extraño que revelaba miedo o deseos de matar? Todo esto me espanta, me intriga y me desconsuela.
¡Ahora comprendo! Han sabido el asunto por sus padres.
III
En la noche no consigo dormir. Para comprender las cosas, es preciso reflexionar sobre ellas.
Estos hombres han sido engrillados por el magistrado, abofeteados por el señor del lugar, han visto a sus mujeres apresadas por los alguaciles de la Corte de Justicia y a sus padres y madres suicidarse para escapar a los acreedores…, pero nunca mostraron rostros tan espantosos, tan feroces como los que les vi ayer.
Lo más extraño de todo fue esa mujer que le pegaba a su hijo en plena calle, gritándole: “¡Muchacho cochino! ¡Debería comerte unos cuantos pedazos para que se me pasara la rabia!” Al decir esto me miraba a mí. Me sobresalté, incapaz de dominar mi emoción, mientras la banda de rostros lívidos y colmillos aguzados estallaba en risas. El viejo Chen llegó de prisa y me condujo por la fuerza a la casa.
En casa, los miembros de la familia fingieron no reconocerme; sus miradas eran semejantes a las de la gente de la calle. Entré en el escritorio y ellos echaron el cerrojo, igual que cuando se encierra en el gallinero a una gallina o un pato. Este incidente es aun más inexplicable; verdaderamente no sé lo que pretenden.
Hace algunos días, uno de nuestros arrendatarios de la aldea de los Lobos, al venir a informar sobre la sequía que reina en el campo, contó a mi hermano mayor que los campesinos habían dado muerte a un conocido malhechor del lugar. Luego algunos hombres le arrancaron el corazón y el hígado, los frieron y se los comieron, para criar valor. Los interrumpí con una palabra y mi hermano y el labrador me lanzaron muchas miradas raras. Hoy comprendo que sus miradas eran absolutamente iguales a las de los hombres de la calle.
Sólo de pensar en ello me estremezco de la cabeza a los pies.
Si comen hombres, ¿por qué no habrían de comerme a mí?
Evidentemente esa mujer que “quería comerse unos cuantos pedazos”, la risa del grupo de hombres lívidos con colmillos aguzados, y la historia del arrendatario, son índices secretos. Sus palabras están envenenadas, sus risas cortan como espadas y sus dientes son hileras de resplandeciente blancura; sí, son dientes de comedores de hombres.
Yo no creo ser un mal sujeto, pero desde que me metí con el libro de cuentas de la familia Gu, no estoy seguro de nada. Se diría que guardan algún secreto que yo no acierto a adivinar. Por otra parte, cuando están contra alguien, no tienen dificultad en declararlo malo. Recuerdo que cuando mi hermano me enseñaba a disertar, por más perfecto que fuera el hombre sobre el cual tenía yo que hablar, bastaba que expusiera algún argumento contra él para ganar un “bien”; y cuando era capaz de encontrar excusas para un hombre malo, mi hermano decía: “Además de originalidad, tienes un verdadero talento de litigante”. Entonces, ¿cómo puedo saber lo que piensan, sobre todo en el momento en que se proponen devorar al hombre?
Para comprender las cosas es preciso reflexionar sobre ellas. Creo que en la antigüedad era frecuente que el hombre se comiera al hombre, pero no estoy muy seguro de esta cuestión. He cogido un manual de historia para estudiar este punto, pero el libro no contenía fecha alguna; en cambio, en todas las páginas, escritas en todos sentidos, estaban las palabras “Humanitarismo”, “Justicia” y “Virtud”. Como de todas maneras me era imposible dormir, me puse a leer atentamente y en medio de la noche noté que había algo escrito entre líneas: dos palabras llenaban todo el libro: ¡”devorar hombres”!
Los tipos del libro, las palabras de nuestros arrendatarios, todos, sonreían fríamente, mirándome de un modo extraño. ¡Yo también soy un hombre y quieren devorarme!
IV
Esta mañana pasé un buen rato sentado tranquilamente. El viejo Chen me trajo mi comida: un plato de legumbres y otro de pescado cocido al vapor. Los ojos del pescado eran blancos y duros; tenía la boca entreabierta, igual que esa banda de comedores de hombres. Después de probar algunos bocados de esa carne viscosa, no sabía ya si estaba comiendo pescado o carne humana, de suerte que vomité con asco.
Dije:
-Mi viejo Chen, anda a decirle a mi hermano que me ahogo aquí y que quisiera salir a pasear por el jardín.
El viejo Chen se alejó sin responder, pero un poco después volvió a abrirme la puerta.
No me moví, preguntándome qué iban a hacer, porque sabía muy bien que no iban a dejarme libre. Efectivamente, mi hermano se acercaba con un viejo que caminaba a pasos lentos. Ese hombre tenía una mirada terrible, pero como temía que yo me diera cuenta, bajaba la cabeza hacia el suelo y me miraba a hurtadillas, por encima de sus anteojos.
-Tienes un aspecto magnífico -me dijo mi hermano.
-Sí -respondí.
-Le he pedido al señor Jo que viniera a examinarte -siguió diciendo.
Respondí:
-¡Que lo haga! -¡pero yo sabía muy bien que ese viejo no era otro que el verdugo disfrazado!
So pretexto de tomarme el pulso quería calcular mi grado de corpulencia y seguramente iban a darle un pedazo de mi carne en pago de sus servicios. Yo no tenía miedo; aunque no como carne humana, me creo más valiente que esos caníbales. Tendí ambos puños y esperé lo que iba a seguir. El viejo se sentó, cerró los ojos, me tomó largamente el pulso, permaneció un instante silencioso y luego, abriendo los ojos diabólicos, dijo:
-No se deje llevar por su imaginación. Algunos días de tranquilidad y reposo y se repondrá.
¡No dejarse llevar por la imaginación! ¡Tranquilidad y reposo! Evidentemente, cuando yo estuviera bien cebado, tendrían más que comer. Pero ¿qué ganaría yo? ¿Era eso lo que iba a “reponerme”? A esos caníbales les gusta comer hombres, pero obran en secreto, tratando de salvar las apariencias, y no se atreven a actuar directamente. ¡Es para morirse de la risa! No pudiendo aguantarme, me eché a reír a carcajadas, porque eso me divertía una enormidad. Yo sé que en mi risa vibraban el valor y la justicia. El viejo y mi hermano palidecieron, aplastados por el valor y la justicia de que yo hacía gala.
Pero justamente porque soy valiente, tendrán aun más ganas de devorarme, para adquirir parte de mi coraje. El viejo dejó mi habitación y apenas se habían alejado un poco, dijo a mi hermano en voz baja: “Engullirlo en seguida”. Mi hermano bajó la cabeza en señal de asentimiento. ¡Tú estás también en esto! Este extraordinario descubrimiento, aunque imprevisto, no me asombró, sin embargo, excesivamente: ¡mi hermano formaba parte de la banda de caníbales que quería devorarme!
¡Mi hermano es un comedor de hombres!
¡Soy hermano de un comedor de hombres!
¡Podré ser devorado por los hombres, pero no por eso dejo de ser hermano de un comedor de hombres!
V
Estos días he vuelto a mis reflexiones. Aunque ese viejo no fuera el verdugo disfrazado, aun fuera verdaderamente un médico, no es por eso menos un comedor de hombres. En el libro sobre las virtudes de las hierbas, escrito por uno de sus predecesores, Li Shi-cheng, ¿no dice acaso con todas sus letras que la carne humana puede comerse frita? Entonces, ¿cómo podría rechazar el título de caníbal?
En cuanto a mi hermano, también tengo mis razones para acusarlo. Cuando me enseñaba los clásicos, yo lo oí decir con sus propios labios: “Cambiaban sus hijos para comérselos”. Otra vez que se trataba de un hombre muy malo, dijo que merecía no sólo ser muerto, sino aun que “se comieran su carne y se acostaran sobre su piel”. Yo era pequeño en esa época y al oír tal cosa mi corazón se puso a saltar muy fuerte durante largo rato. Cuando anteayer el arrendatario de la aldea de los lobos le contó que el corazón y el hígado de un hombre habían sido comidos, mi hermano no manifestó ningún asombro, limitándose a aprobar con la cabeza. Está claro que sus sentimientos no han cambiado. Si se admite que es posible “cambiar sus hijos para comérselos”, ¿qué es lo que no se podría cambiar entonces? ¿Y qué es lo que no se podría comer? Antes me había limitado a escuchar esas explicaciones sin tratar de profundizarlas, pero ahora sé que cuando me daba sus lecciones, en el borde de sus labios brillaba grasa humana y que su corazón estaba lleno de sueños caníbales.
VI
Todo está negro, no sé si es de día o de noche. De nuevo el perro de la familia Chao se ha puesto a ladrar.
Tiene la ferocidad del león, la cobardía de la liebre, la astucia del zorro…
VII
Conozco sus maniobras: no quieren ni se atreven a matarme directamente por temor a las consecuencias; por ello se las arreglan para tenderme lazos y llevarme al suicidio. A juzgar por la actitud de los hombres y mujeres de la calle el otro día, y la de mi hermano estos últimos días, la cosa es poco más o menos segura: quieren que me saque el cinturón, lo amarre a un poste y me cuelgue. Nadie los llamará asesinos y, sin embargo, verán colmados sus deseos secretos; esto los llenará de contento y les provocará una especie de risa plañidera. O bien, me dejarán morir de miedo y tristeza, y aunque este sistema hace enflaquecer, de todos modos mi muerte los dejará satisfechos.
¡Sólo comen carne muerta! He leído en algún sitio que existe una fiera de mirada horrible y aspecto espantoso llamada “hiena”. Esta bestia come carne muerta y es capaz de triturar los huesos más grandes, que se engulle después de molerlos minuciosamente. ¡De sólo pensar en esto da terror! La hiena está emparentada con el lobo, el lobo es de la familia de los perros. El hecho de que el perro de la familia Chao me haya mirado muchas veces anteayer, demuestra que han conseguido ponerlo de acuerdo con ellos y que forma parte del complot. En vano ese viejo baja su mirada hacia el suelo, yo no me dejo embaucar.
Lo más lastimoso es mi hermano. El también es un hombre; ¿no tiene miedo tal vez? ¿Por qué se ha unido a los que intentan devorarme? ¿Acaso porque esto se ha hecho siempre, encuentra que no hay ningún mal en ello? ¿O pone oídos sordos a su conciencia y hace deliberadamente algo que sabe que es malo?
Será el primero de los comedores de hombres a quienes maldeciré; será también el primero de los hombres a quienes trataré de curar del canibalismo.
VIII
En el fondo, deberían saber esto desde hace tiempo…
De pronto entró un hombre. Tenía unos veinte años y una cara muy sonriente, cuyos rasgos no distinguí bien. Me saludó con la cabeza y vi que su sonrisa tenía un aire falso. Le pregunté:
-¿Es justo comer hombres?
Siempre sonriendo, respondió:
-¿Por qué comer hombres, cuando no se tiene hambre?
Comprendí de inmediato que formaba parte del clan de los que aman la carne humana. Esto azuzó mi coraje e insistí neto:
-¿Es justo?
-¡Para qué hacer tales preguntas! Verdaderamente… a usted le gusta bromear… ¡Está muy hermosa la noche!
Estaba muy hermosa la noche, la luna estaba muy brillante, pero yo le pregunté:
-¿Es justo?
Tomó un aire de desaprobación y, sin embargo, respondió con voz no muy clara:
-No…
-¿No? Entonces, ¿por qué los comen?
-Eso no puede ser…
-¿No puede ser? Bueno, ¿acaso no los comen en la aldea de los Lobos? Además, está escrito en todas partes en los libros, ¡es claro como el día!
Su faz cambió de color, poniéndose pálido como un muerto. Con los ojos fuera de las órbitas, dijo:
-Tal vez tenga usted razón, esto se ha hecho siempre…
-¿Es por ello justo?
-No quiero discutir ese tema con usted. ¡Usted no debería hablar de esto, no tiene razón para hacerlo!
Di un salto, con ambos ojos muy abiertos, pero el hombre había desaparecido y yo estaba completamente mojado con el sudor. Este hombre es mucho más joven que mi hermano y ya forma parte de su clan. Seguramente se debe a la educación de sus padres. Quizás ha enseñado ya esto a su hijo. Por lo cual hasta los niños pequeños me miran con odio.
IX
Quieren devorar a los otros y temen ser devorados a su vez; por esto se estudian recíprocamente con miradas cargadas de sospechas…
Si abandonaran estos pensamientos se sentirían a sus anchas en el trabajo, en el paseo, en la comida, en el sueño. Para franquear este obstáculo sólo hay que dar un paso: pero el padre y el hijo, el hermano y el hermano, el marido y la mujer, el amigo y el amigo, el profesor y el estudiante, el enemigo y el enemigo, y hasta los desconocidos, forman un clan, se aconsejan y se retienen mutuamente para que a ningún precio alguien dé este paso.
X
Temprano en la mañana fui en busca de mi hermano, que miraba el cielo desde la puerta del salón. Llegué por detrás, me situé en el alféizar de la puerta y le dije con mucha calma y cortesía:
-Hermano, tengo algo que decirte.
Se volvió rápidamente y asintió con un movimiento de cabeza.
-Habla.
-Se trata sólo de algunas palabras, pero no sé cómo expresarlas. Hermano, es probable que en los tiempos primitivos los salvajes hayan sido en general algo caníbales. Al evolucionar sus sentimientos, algunos dejaron de devorar hombres, pugnaban por progresar y se convirtieron en hombres, en verdaderos hombres. Sin embargo, aún quedan devoradores de hombres… Es como entre los insectos; algunos han evolucionado, se han transformado en peces, pájaros, monos y finalmente en hombres. Ciertos insectos no han querido progresar y hasta hoy continúan en estado de insectos. ¡Qué vergüenza para un caníbal si se compara con el hombre que no come a sus semejantes! Su vergüenza debe ser muchísimo peor que la del insecto frente al mono.
“Yi Ya (2) cocinó a su hijo para dar de comer a los tiranos Chie y Chou; este hecho pertenece a la historia antigua. ¿Quién habría dicho que después de la separación del cielo y la tierra por Pan Gu (3), los hombres se iban a devorar entre ellos hasta el hijo de Yi Ya, y que desde el hijo de Yi Ya hasta Sü Si-ling (4) y desde Sü Si-ling hasta el malhechor arrestado en la aldea de los Lobos el hombre se comería al hombre? El año pasado, cuando se ejecutaba a los criminales en la ciudad, había un tuberculoso que iba a mojar el pan en su sangre, para lamerla (5).
“Quieren comerme, y por cierto que solo no puedes nada contra ellos. Pero ¿por qué unirte a ellos? Los devoradores de hombres son capaces de todo. Si son capaces de comerme, también serán capaces de comerte. Hasta los miembros de un mismo clan se devoran entre sí. Pero basta con dar un paso, basta con querer dejar esta costumbre y todo el mundo quedará en paz. Aunque este estado de cosas dura desde siempre, tú y yo podríamos empezar desde hoy a ser buenos y decir: ‘Esto no es posible’. Yo creo que tú dirás que no es posible, hermano, puesto que anteayer cuando nuestro arrendatario te pidió que le rebajaras el alquiler, tú le respondiste que no era posible.”
Al comienzo sonreía con frialdad, luego pasó por sus ojos un resplandor feroz y cuando puse al desnudo sus pensamientos secretos, su rostro se tornó lívido. En el exterior de la puerta que daba a la calle había un verdadero grupo; Chao Güi-weng se hallaba allí con su perro y todos estiraban el cuello para ver mejor. Yo no alcanzaba a distinguir los semblantes de algunos, pues se hubiera dicho que estaban velados; los otros tenían siempre el mismo tinte lívido y esos colmillos agudos y esos labios con una sonrisa afectada. Comprendí que pertenecían todos al mismo clan, que todos eran devoradores de hombres. Sin embargo, yo sabía también que existían sentimientos muy diferentes. Algunos pensaban que el hombre debe devorar al hombre porque así se ha hecho siempre. Otros sabían que el hombre no debe devorar al hombre, pero de todos modos lo hacían, temerosos de que sus crímenes fueran denunciados; por eso al oírme se llenaron de cólera, pero se limitaron a apretar los labios esbozando una sonrisa cínica.
En ese instante mi hermano adoptó un aspecto terrible y gritó con voz fuerte:
-¡Salgan todos! ¡Para qué mirar a un loco!
Muy pronto comprendí su nuevo juego. No solamente se negaban a convertirse, sino que estaban preparados de antemano para abrumarme con el epíteto de loco. De este modo, cuando me comieran, no sólo no tendrían disgustos, sino que aun les quedarían agradecidos. El arrendatario nos dijo que el hombre devorado por los campesinos era un mal hombre; es exactamente el mismo sistema. ¡Siempre el mismo estribillo!
El viejo Chen entró también, muy encolerizado; pero ¿quién podría cerrarme la boca? Tengo absoluta necesidad de hablar a esos hombres.
-¡Conviértanse, conviértanse desde el fondo del corazón! ¡Sepan que en el futuro no se permitirá vivir sobre la tierra a los devoradores de nombres! Si no se convierten, todos ustedes serán devorados también. ¡Por más numerosos que sean sus hijos, serán exterminados por los verdaderos hombres, como los lobos son exterminados por los cazadores, como se extermina a los insectos!
El viejo Chen hizo salir a todo el mundo y luego me rogó que volviera a mi habitación. Mi hermano había desaparecido no sé dónde. El interior del cuarto estaba completamente negro. Las vigas y maderas se pusieron a temblar sobre mi cabeza; luego al cabo de un instante crecieron y se amontonaron sobre mí.
Pesaban mucho, yo no podía moverme. Querían matarme, pero yo sabía que ese peso era ficticio. Me debatí, pues, y me liberé, el cuerpo cubierto de sudor. Sin embargo, deliberadamente repetí:
-¡Conviértanse en seguida! ¡Conviértanse desde el fondo del corazón! ¡Sepan que en el futuro no se permitirá que sobrevivan los devoradores de hombres!…
XI
El sol no aparece más, la puerta sólo se abre dos veces al día, cuando me traen mis comidas.
Mientras tomaba los palillos, volví a pensar en mi hermano mayor; ahora yo sé que fue él el causante de la muerte de mi hermana pequeña. Tenía cinco años y era tan linda que enternecía. Veo de nuevo a nuestra madre sollozando sin cesar y a mi hermano consolándola. Tal vez sentía arrepentimiento porque era él quien se la había comido. Si es todavía capaz de experimentar ese sentimiento.
Nuestra hermana ha sido devorada por mi hermano; no sé si mi madre llegó a darse cuenta de ello.
Pienso que mi madre lo sabía; si en medio de sus lágrimas no dijo nada, probablemente fue porque lo encontraba muy natural. Recuerdo que un día que me hallaba tomando el fresco ante la puerta del salón -en esa época tendría unos cuatro o cinco años- mi hermano me dijo que un hijo debe estar dispuesto a cortar un trozo de carne de su cuerpo, echarlo a cocer y ofrecerlo a sus padres si éstos caen enfermos, pues es así como obra un hombre honesto. Mi madre no protestó. Si es posible comer un trozo de carne humana, evidentemente es posible comerse a un hombre entero. No obstante, cuando vuelvo a pensar en sus sollozos de entonces, no puedo evitar que el corazón se me apriete. Qué extraña cosa…
XII
Ya no puedo pensar más en ello.
Solamente hoy me doy cuenta de que he vivido años en medio de un pueblo que desde hace cuatro milenios se devora a sí mismo. Nuestra hermanita murió justamente en el momento en que mi hermano se hacía cargo de la familia. ¿No habrá mezclado su carne con nuestros alimentos para que la comiéramos sin saber que lo hacíamos?
¿Acaso sin quererlo he comido carne de mi hermana? Y ahora me llega el turno…
Si tengo una historia que cuenta cuatro mil años de canibalismo -al principio no me daba cuenta de ello pero ahora lo sé-, ¡cómo podría esperar encontrar a un hombre verdadero!
XIII
Tal vez existan niños que aún no han comido carne de hombre.
¡Salven a los niños!…
Chou Shue-Jen, Lu Xun (China, 1881-1936)
NOTAS
1. Gu Chiu significa antigüedad. Aquí el autor alude a la larga historia de la opresión feudal en China. (N. de los T.)
2. Cocinero célebre en la Antigüedad por haber matado a su hijo para servirlo como manjar a un tirano. (N. de los T.)
3. El primer hombre, de quien se dice separó el cielo de la tierra. (N. de los T.)
4. Revolucionario que, hacia fines de la dinastía Ching, asesinó al gobernador de Anjui. Fue cortado en pedazos y su corazón y su hígado ofrecidos en holocausto al hombre que lo mató. (N. de los T.)
5. Se trata de una superstición antigua existente en el pueblo: dice que la sangre humana es capaz de curar la tisis; por esa razón se solían comprar a los verdugos panes mojados en sangre cuando éstos ejecutaban a un condenado. (N. de los T.)
viernes, 21 de abril de 2017
¿QUÉ MANDÁIS HACER DE MÍ?, por Santa Teresa de Ávila
Vuestra soy, para vos nací:
¿qué mandáis hacer de mi?
Soberana Majestad,
eterna sabiduría,
Bondad buena al alma mía;
Dios, Alteza, un Ser, Bondad:
la gran vileza mirad,
que hoy os canta amor así:
¿qué mandáis hacer de mi?
Vuestra soy, pues me criaste,
vuestra pues me redimiste,
vuestra, pues que me sufriste,
vuestra, pues que me llamaste.
vuestra, porque me esperaste,
vuestra pues no me perdí,
¿qué mandáis hacer de mi?
¿Qué mandáis, pues, buen Señor,
que haga tan vil criado?
¿Cuál oficio le habéis dado
a este esclavo pecador?
Veisme aquí, mi dulce amor,
amor dulce veisme aquí:
¿qué mandáis hacer de mi?
Veis aquí mi corazón,
yo le pongo en vuestra palma;
mi cuerpo, mi vida y alma,
mis entrañas y afición.
Dulce esposo y redención,
pues por vuestra me ofrecí,
¿qué mandáis hacer de mi?
Dadme muerte, dadme vida;
dad salud o enfermedad,
honra o deshonra me dad,
dadme guerra o paz crecida,
flaqueza o fuerza cumplida,
que a todo digo que sí:
¿qué mandáis hacer de mi?
Dadme riqueza o pobreza,
dad consuelo o desconsuelo,
dadme alegría o tristeza,
dadme inferno o dadme cielo,
vida dulce, sol sin velo,
pues del todo me rendí:
¿qué mandáis hacer de mi?
Si queréis dadme oración;
si no, dadme sequedad,
si abundancia y devoción,
y si no esterilidad.
Soberana Majestad:
sólo hallo paz aquí,
¿qué mandáis hacer de mi?
Dadme pues sabiduría,
o, por amor, ignorancia;
dadme años de abundancia,
o de hambre y carestía.
Dad tiniebla o claro día,
revolvedme aquí y allí,
¿qué mandáis hacer de mi?
Si queréis que esté holgando,
quiero por amor holgar,
si me mandáis trabajar,
morir quiero trabajando;
decid dónde, cómo y cuándo,
decid dulce amor decid:
¿qué mandáis hacer de mi?
Dadme Calvario o Tabor,
desierto o tierra abundosa;
sea Job en el dolor,
o Juan que al pecho reposa;
sea viña fructuosa,
o estéril, si cumple así:
¿qué mandáis hacer de mi?
Sea José puesto en cadena,
o de Egipto adelantado,
o David sufriendo pena,
o ya David encumbrado.
Sea Jonás anegado,
O libertado de allí:
¿qué mandáis hacer de mi?
Haga fruto o no lo haga,
esté callando o hablando,
muéstreme la ley mi llaga,
goce de Evangelio blando;
esté penando o gozando,
sólo vos en mí vivid.
¿qué mandáis hacer de mi?
Vuestra soy, para vos nací:
¿qué mandáis hacer de mi?
Teresa de Cepeda y Ahumada, Santa Teresa de Ávila, Santa Teresa de Jesús (España, 1515-1582)
INFORME SOBRE CARICIAS, por Mario Benedetti
1
La caricia es un lenguaje
si tus caricias me hablan
no quisiera que se callen
2
La caricia no es la copia
de otra caricia lejana
es una nueva versión
casi siempre mejorada
3
Es la fiesta de la piel
la caricia mientras dura
y cuando se aleja deja
sin amparo a la lujuria
4
Las caricias de los sueños
que son prodigio y encanto
adolecen de un defecto
no tienen tacto
5
Como aventura y enigma
la caricia empieza antes
de convertirse en caricia
6
Es claro que lo mejor
no es la caricia en sí misma
sino su continuación
Mario Orlando Benedetti Farrugia (Uruguay, 1920-2009)
La caricia es un lenguaje
si tus caricias me hablan
no quisiera que se callen
2
La caricia no es la copia
de otra caricia lejana
es una nueva versión
casi siempre mejorada
3
Es la fiesta de la piel
la caricia mientras dura
y cuando se aleja deja
sin amparo a la lujuria
4
Las caricias de los sueños
que son prodigio y encanto
adolecen de un defecto
no tienen tacto
5
Como aventura y enigma
la caricia empieza antes
de convertirse en caricia
6
Es claro que lo mejor
no es la caricia en sí misma
sino su continuación
Mario Orlando Benedetti Farrugia (Uruguay, 1920-2009)
Gustave Flaubert, sobre el arte
"Amad el arte, entre todas las mentiras es la menos mentirosa."
Gustave Flaubert (Francia, 1821-1880)
Gustave Flaubert (Francia, 1821-1880)
NADA DORADO PERMANECE, por Robert Frost
El primer tinte de la naturaleza es dorado,
Para mantener su verde más intenso.
Su hoja temprana va floreciendo
Y vive apenas una instante.
La hoja muere al caer, danzante,
Como se hundió el Edén muy a su pesar.
Así el alba día a día desciende,
Pues nada dorado permanece.
Robert Lee Frost (Estados Unidos, 1874-1963)
Para mantener su verde más intenso.
Su hoja temprana va floreciendo
Y vive apenas una instante.
La hoja muere al caer, danzante,
Como se hundió el Edén muy a su pesar.
Así el alba día a día desciende,
Pues nada dorado permanece.
Robert Lee Frost (Estados Unidos, 1874-1963)
lunes, 17 de abril de 2017
MENSAJE DE PASCUA 2017, por Papa Francisco
Queridos hermanos y hermanas,
Feliz Pascua.
Hoy, en todo el mundo, la Iglesia renueva el anuncio lleno de asombro de los primeros discípulos: Jesús ha resucitado. Era verdad, ha resucitado el Señor, como había dicho (cf. Lc 24,34; Mt 28,5-6).
La antigua fiesta de Pascua, memorial de la liberación de la esclavitud del pueblo hebreo, alcanza aquí su cumplimiento: con la resurrección, Jesucristo nos ha liberado de la esclavitud del pecado y de la muerte y nos ha abierto el camino a la vida eterna.
Todos nosotros, cuando nos dejamos dominar por el pecado, perdemos el buen camino y vamos errantes como ovejas perdidas. Pero Dios mismo, nuestro Pastor, ha venido a buscarnos, y para salvarnos se ha abajado hasta la humillación de la cruz. Y hoy podemos proclamar: ‘Ha resucitado el Buen Pastor que dio la vida por sus ovejas y se dignó morir por su grey. Aleluya’ (Misal Romano, IV Dom. de Pascua, Ant. de la Comunión).
En toda época de la historia, el Pastor Resucitado no se cansa de buscarnos a nosotros, sus hermanos perdidos en los desiertos del mundo. Y con los signos de la Pasión –las heridas de su amor misericordioso– nos atrae hacia su camino, el camino de la vida. También hoy, él toma sobre sus hombros a tantos hermanos nuestros oprimidos por tantas clases de mal.
El Pastor Resucitado va a buscar a quien está perdido en los laberintos de la soledad y de la marginación; va a su encuentro mediante hermanos y hermanas que saben acercarse a esas personas con respeto y ternura y les hacer sentir su voz, una voz que no se olvida, que los convoca de nuevo a la amistad con Dios.
Se hace cargo de cuantos son víctimas de antiguas y nuevas esclavitudes: trabajos inhumanos, tráficos ilícitos, explotación y discriminación, graves dependencias. Se hace cargo de los niños y de los adolescentes que son privados de su serenidad para ser explotados, y de quien tiene el corazón herido por las violencias que padece dentro de los muros de su propia casa.
El Pastor Resucitado se hace compañero de camino de quienes se ven obligados a dejar la propia tierra a causa de los conflictos armados, de los ataques terroristas, de las carestías, de los regímenes opresivos. A estos emigrantes forzosos, les ayuda a que encuentren en todas partes hermanos, que compartan con ellos el pan y la esperanza en el camino común.
Que en los momentos más complejos y dramáticos de los pueblos, el Señor Resucitado guíe los pasos de quien busca la justicia y la paz; y done a los representantes de las Naciones el valor de evitar que se propaguen los conflictos y de acabar con el tráfico de las armas.
Que en estos tiempos el Señor sostenga en modo particular los esfuerzos de cuantos trabajan activamente para llevar alivio y consuelo a la población civil de Siria, víctima de una guerra que no cesa de sembrar horror y muerte. El vil ataque de ayer a los prófugos que huían ha provocado numerosos muertos y heridos. Que conceda la paz a todo el Oriente Medio, especialmente a Tierra Santa, como también a Irak y a Yemen.
Que los pueblos de Sudán del Sur, de Somalia y de la República Democrática del Congo, que padecen conflictos sin fin, agravados por la terrible carestía que está castigando algunas regiones de África, sientan siempre la cercanía del Buen Pastor.
Que Jesús Resucitado sostenga los esfuerzos de quienes, especialmente en América Latina, se comprometen en favor del bien común de las sociedades, tantas veces marcadas por tensiones políticas y sociales, que en algunos casos son sofocadas con la violencia. Que se construyan puentes de diálogo, perseverando en la lucha contra la plaga de la corrupción y en la búsqueda de válidas soluciones pacíficas ante las controversias, para el progreso y la consolidación de las instituciones democráticas, en el pleno respeto del estado de derecho.
Que el Buen Pastor ayude a Ucrania, todavía afligida por un sangriento conflicto, para que vuelva a encontrar la concordia y acompañe las iniciativas promovidas para aliviar los dramas de quienes sufren las consecuencias.
Que el Señor Resucitado, que no cesa de bendecir al continente europeo, dé esperanza a cuantos atraviesan momentos de dificultad, especialmente a causa de la gran falta de trabajo sobre todo para los jóvenes.
Queridos hermanos y hermanas, este año los cristianos de todas las confesiones celebramos juntos la Pascua. Resuena así a una sola voz en toda la tierra el anuncio más hermoso: «Era verdad, ha resucitado el Señor». Él, que ha vencido las tinieblas del pecado y de la muerte, dé paz a nuestros días. Feliz Pascua.
Jorge Mario Bergoglio Sívori, Papa Francisco (Argentina, 1936)
martes, 11 de abril de 2017
A LA MUERTE DE CRISTO NUESTRO SEÑOR, por Lope de Vega
La tarde se oscurecía
entre la una y las dos,
que viendo que el Sol se muere,
se vistió de luto el sol.
Tinieblas cubren los aires,
las piedras de dos en dos
se rompen unas con otras,
y el pecho del hombre no.
Los ángeles de paz lloran
con tan amargo dolor,
que los cielos y la tierra
conocen que muere Dios.
Cuando está Cristo en la cruz
diciendo al Padre, Señor,
¿por qué me has desamparado?
¡ay Dios, qué tierna razón!,
¿qué sentiría su Madre,
cuando tal palabra oyó,
viendo que su Hijo dice
que Dios le desamparó?
No lloréis Virgen piadosa,
que aunque se va vuestro Amor,
antes que pasen tres días
volverá a verse con vos.
¿Pero cómo las entrañas,
que nueve meses vivió,
verán que corta la muerte
fruto de tal bendición?
¡Ay Hijo!, la Virgen dice,
¿qué madre vio como yo
tantas espadas sangrientas
traspasar su corazón?
¿Dónde está vuestra hermosura?
¿quién los ojos eclipsó,
donde se miraba el Cielo
como de su mismo Autor?
Partamos, dulce Jesús,
el cáliz desta pasión,
que Vos le bebéis de sangre,
y yo de pena y dolor.
¿De qué me sirvió guardaros
de aquel Rey que os persiguió,
si al fin os quitan la vida
vuestros enemigos hoy?
Esto diciendo la Virgen
Cristo el espíritu dio;
alma, si no eres de piedra
llora, pues la culpa soy.
Lope Félix de Vega y Carpio (España, 1562-1635)
entre la una y las dos,
que viendo que el Sol se muere,
se vistió de luto el sol.
Tinieblas cubren los aires,
las piedras de dos en dos
se rompen unas con otras,
y el pecho del hombre no.
Los ángeles de paz lloran
con tan amargo dolor,
que los cielos y la tierra
conocen que muere Dios.
Cuando está Cristo en la cruz
diciendo al Padre, Señor,
¿por qué me has desamparado?
¡ay Dios, qué tierna razón!,
¿qué sentiría su Madre,
cuando tal palabra oyó,
viendo que su Hijo dice
que Dios le desamparó?
No lloréis Virgen piadosa,
que aunque se va vuestro Amor,
antes que pasen tres días
volverá a verse con vos.
¿Pero cómo las entrañas,
que nueve meses vivió,
verán que corta la muerte
fruto de tal bendición?
¡Ay Hijo!, la Virgen dice,
¿qué madre vio como yo
tantas espadas sangrientas
traspasar su corazón?
¿Dónde está vuestra hermosura?
¿quién los ojos eclipsó,
donde se miraba el Cielo
como de su mismo Autor?
Partamos, dulce Jesús,
el cáliz desta pasión,
que Vos le bebéis de sangre,
y yo de pena y dolor.
¿De qué me sirvió guardaros
de aquel Rey que os persiguió,
si al fin os quitan la vida
vuestros enemigos hoy?
Esto diciendo la Virgen
Cristo el espíritu dio;
alma, si no eres de piedra
llora, pues la culpa soy.
Lope Félix de Vega y Carpio (España, 1562-1635)
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