miércoles, 30 de noviembre de 2016

UNO, por William Burroughs

Siento que la pasma se me echa encima, los siento tomar sus posiciones ahí fuera, organizar a sus soplones del demonio, canturreando en torno a la cuchara y el cuentagotas que tiré en la estación de Washington Square, al saltar el torniquete, un par de tramos escaleras de hierro abajo, cazo un directo ascendente… Un marica joven, guapo, de pelo muy corto, bien vestido y con pinta de ejecutivo sujeta la puerta para que pase. Está claro que personifico su idea de un personaje. Ya sabes, un tipo que anda con camareros y taxistas, que habla de ganchos de derecha y de béisbol y llama al barman de Nedick’s por su nombre. Un tonto del culo. Y justo en ese momento aparece en el andén un estupa con trinchera blanca (imagínate, seguir a alguien llevando una trinchera blanca; supongo que para hacerse pasar por maricón). Ya lo estoy oyendo, con mis herramientas en la izquierda, la derecha en la sobaquera: «Me parece que se te cayó algo, amiguito. » Pero el metro ya está en marcha. —¡Adiós, pies planos! —le grito, para que el mariquita vea su película de malos. Miro al mariquita a los ojos, me fijo en sus dientes blancos, la piel bronceada, el traje de alpaca de doscientos dólares, la camisa de Brooks Brothers bien abotonada, el News que lleva como un apoyo: «Sólo leo las historietas de Little Abner. » Un estrecho que quiere parecer enterado… Habla de «yerbas» y fuma de vez en cuando, y siempre tiene un poco para ofrecer a los golfos de Hollywood. —Gracias, chaval —le digo—, ya veo que eres de los nuestros. —La cara se le ilumina como un billar eléctrico, con estúpidos efectos en rosa—. Me vendió el muy… —continué ásperamente. Me acerqué más a él y puse mis dedos sucios de drogado sobre la manga de alpaca—. Tú y yo somos hermanos de sangre de la misma aguja. En confianza, ése se merece un chute caliente. (Nota: se trata de una cápsula de droga envenenada que se vende al adicto para liquidarlo. Se da mucho a los confidentes. Suele ser estricnina, de sabor y aspecto semejantes a la droga.) —¿Nunca has visto cómo pega un chute caliente, chaval? Yo vi al Cojo meterse uno en Filadelfia. Pusimos en su cuarto uno de esos espejos transparentes por un lado que hay en las casas de putas y cobramos diez machacantes por mirar. No pudo sacarse la aguja del brazo. Si la dosis es buena, ninguno puede. Se los encuentra así, con el brazo azul y el cuentagotas lleno de sangre coagulada colgando. Y los ojos que puso cuando le pegó, chico… ¡eso sí que fue sabroso!. Me acuerdo de cuando anduve embarcado con el Somatén, era el mejor sacacuartos de la vida. En Chicago… Nos trabajábamos a los maricones del parque Lincoln. Y una noche el Somatén se me presenta a trabajar con botas de vaquero y chaqueta negra, con una estrella de chapa y un lazo al hombro.Y yo le digo: “¿Qué pasa contigo? ¿Ya estás ciego?”. Me mira sin más y dice: “Desenfunda, forastero”, y va y saca un viejo seis tiros oxidado y yo echo a correr por el parque con las balas silbándome alrededor. Se cargó tres maricones antes de que le trincase la bofia. El Somatén se había ganado su mal nombre…¿Te has fijado alguna vez en la cantidad de expresiones que pasan de los maricas a los timadores? Como “levantar”, haciendo creer al otro que estás en la misma historia."¡Cógela!", "¡Coge al Chico Paregórico que se está trabajando a aquel primo!". "El Ansioso se lo camela demasiado deprisa." El Zapaterías (le pusieron el nombre porque les sacaba la tela a los fetichistas en las zapaterías) dice: “Métesela a un primo con vaselina y volverá por más llorando. ” Y cuando el Zapaterías descubre un primo empieza a respirar fuerte. Se le hincha la cara y se le ponen los labios morados como a un esquimal en celo. Luego, despacio, despacio, llega hasta el primo, sintiéndolo, palpándolo con dedos de ectoplasma podrido. —El Paleto tiene una mirada de jovencito sincero, arde en él como neón azul. Parece sacado de una portada del Saturday Evening Post, de pescador con una ristra de pescados, está conservado en droga. Sus clientes no se enteran ni de media y los de la industria le tienen la aguja bien montada. Un día el Jovencito Azul empieza a patinar, y lo que le sale haría echar la pastilla a un auxiliar de ambulancia. El Paleto acaba por flipar, echa a correr por autoservicios vacíos y estaciones de metro gritando: «¡Vuelve, niño!, ¡vuelve!», y persigue al chaval hasta East River, se hunde entre condones y cáscaras de naranja, un mosaico de periódicos flotantes, se hunde en el cieno silencioso, negro, con gángsters hormigonados y pistolas aplastadas para evitar el dedo acusador de los expertos en balística curiosos. Y el marica piensa: «¡Qué personaje! ¡Espera a que se lo cuente a los chicos en el Clark!» Es el típico coleccionista de personajes, sería capaz de aguantar sin moverse el número de la zapatilla en la jaula. Así que le saco diez bolos y quedo con él para venderle algunas «yerbas» como él dice, pensando: «Al panoli éste le coloco una de orégano» (Nota: el orégano tiene un aspecto vagamente parecido a la marihuana y se vende como si lo fuera a los incautos o ignorantes.) —Bueno —le dije dándome golpecitos en el brazo—, el deber me llama. Como dijo un juez a otro: «Sé justo, y si no puedes ser justo, sé arbitrario». Me meto en el autoservicio y allí está Bill Gains acurrucado en el abrigo de alguien con aspecto de banquero de 1910 con paresia y el viejo Bart, raído y gris, mojando bizcocho con los dedos sucios, que brillan por encima de la suciedad. En la parte alta tenía algunos clientes que atendía Bill, y Bart conocía a unas cuantas reliquias viejas de los tiempos en que se fumaba opio, porteros fantasma que barrían cansinamente con manos de viejo sus portales polvorientos, tosiendo y escupiendo a la hora sin droga del amanecer, peristas asmáticos retirados en hoteles de tres al cuarto, Rosa Pantopón, la antigua madama de Peoria, estoicos camareros chinos que nunca dan señales de enfermedad. Bart los buscaba con su andar de viejo yonqui paciente y cauteloso y lento y depositaba en sus manos sin sangre unas pocas horas de calor. Una vez hice la ronda con él, por divertirme. ¿Sabes cómo son los viejos cuando comen, que pierden completamente la vergüenza y sólo verlos te hace vomitar? Los yonquis viejos son iguales con la droga. Babean y chillan al verla. Mientras la cuecen les cuelga la saliva por el mentón, les gruñe el estómago y se les retuercen todas las tripas en movimientos peristálticos y se les disuelve la poca piel decente que les queda, esperas que en cualquier momento se les salga una gran burbuja de protoplasma que rodee la droga. Algo realmente repugnante de ver. «Bueno, mis chicos serán también así algún día —pienso con filosofía—. ¡Qué extraña es la vida!» Así que vuelvo al centro por la estación de Sheridan Square por si el secreta acecha en un armario de escobas. Ya dije que no podía durar. Sabía que andaban por allí fuera en aquelarre, preparando su magia negra pasmosa, pinchando muñecos con mi cara en Leavenworth. «A ése no sirve de nada clavarle agujas, Mike». He oído que a Chapin lo cazó un poli viejo con un muñeco. El eunuco aquel se sentaba en el sótano de la comisaría y se pasaba día y noche colgando un muñeco con su cara, año tras año. Y cuando ahorcaron a Chapin en Connecticut, se encontraron al viejo con el cuello partido. —Se cayó por la escalera —dijeron. El camelo de siempre de la pasma. La droga está rodeada de magia, tabúes, maldiciones y amuletos. En México encontraba a mi contacto por radar. «Esta calle no, la siguiente, a la derecha… ahora a la izquierda. Ahora, otra vez a la derecha», y ahí está su cara desdentada de vieja, sus ojos anulados. Conozco un trafiqueta que se pasea tarareando una canción y todo el que pasa por su lado se queda con ella. Es tan gris y espectral y anónimo que no le ven y creen que son ellos mismos los que tararean. Y los clientes se acercan al compás de Sonrisas o Tengo ganas de enamorarme o Dicen que somos demasiado jóvenes para amarnos, o la canción que toque ese día. Hay veces que se ven hasta cincuenta yonquis desastrados que sueltan chillidos enfermos, trotando detrás de un chico que toca la armónica, y allí está su Hombre, sentado en un bastón-asiento echando pan a los cisnes, un travestí gordo paseando su afgano por la calle Cincuenta Este, un borracho viejo meando contra una columna del Elevado, un estudiante judío extremista repartiendo panfletos en Washington Square, un ingeniero de montes, un exterminador, un publicitario marica en Nedick’s que trata de tú al barman. La red mundial de los yonquis, tendida sobre un cable de lefa rancia, anudada en habitaciones amuebladas, estremecida en las mañanas enfermas sin droga. (Los hombres del viejo Pete aspiran el humo negro en la trastienda de la lavandería china y el Melancólico muere de una sobredosis de tiempo o de un corte de respiración en el pavo frío.) En Yemen, París, Nueva Orleans, México y Estambul; tiemblan bajo los martillos neumáticos y las excavadoras, se lanzan unos a otros maldiciones drogadas que los demás no oímos, y el Hombre pasa asomado a una apisonadora y yo recojo lo mío en un cubo de alquitrán. (Nota: Estambul, especialmente los barrios miserables de la droga, está siendo derribado y reconstruido. En Estambul hay más yonquis de heroína que en Nueva York.) Los vivos y los muertos, los enfermos de mono o los pasados, colgados o descolgados o vueltos a colgar, todos acuden al rayo luminoso de la droga y el Contacto se toma un chop-suey en la calle Dolores de México D.F., o moja bizcochos en el autoservicio, es perseguido en Exchange Place de Nueva Orleans por la gente del Grupo Especial. El viejo Chino echa agua del río en una lata oxidada y lava un trozo de yen pox duro y negro como un tizón. (Nota: yen es opio, en chino; yen pox es la ceniza del opio ya fumado.) Total, la pasma tiene mi cuchara y mi cuentagotas, y sé que están a punto de sintonizar mi frecuencia guiados por un soplón ciego al que llaman Willy el Disco. Willy tiene la boca redonda como un disco, perfilada por unos pelos negros, eréctiles y muy sensibles. Está ciego de pincharse en el globo del ojo, tiene la nariz y el paladar comidos de esnifar caballo, su cuerpo es una masa de cicatrices, de tejido duro y seco como madera. Ahora ya sólo puede tomar la mierda por la boca, a veces emite un largo tubo de ectoplasma que detecta la frecuencia silenciosa de la droga. Sigue mi rastro por toda la ciudad hasta las habitaciones que ya he dejado, y la pasma se topa con unos recién casados de Sioux Falls. —¡Muy bien, Lee! ¡Sal de detrás de ese suspensorio! ¡Te conocemos! —Y arrancan el pene del novio de un solo golpe. Willy se va acercando más y más y se le oye gemir en la oscuridad (sólo funciona de noche), siento el ansia terrible de esa boca ciega rastreadora. Cuando entran para realizar el arresto, Willy pierde completamente el control y su boca se dispara y abre un agujero en la puerta. Si no estuvieran los polis para sujetarlo a porrazos, le chuparía la sangre a cada uno de los yonquis que atrapa. Yo sabía, y lo sabía todo el mundo, que habían echado al Disco sobre mi pista. Y si mis jóvenes clientes llegaban a subir al estrado: «Me obligó a realizar toda clase de horribles actos sexuales a cambio de la droga», ya podía despedirme de la calle. De modo que hicimos provisión de caballo, compramos un Studebaker de segunda mano y nos fuimos hacia el Oeste. El Somatén se salió con una historia de crisis esquizofrénica. —Estaba delante de mí mismo tratando de evitar que los ahorcase con mis dedos fantasmales… Soy un fantasma que desea lo que todos los fantasmas —un cuerpo— después del Largo Tiempo que estuve cruzando avenidas inodoras del espacio sin vida al no olor incoloro de la muerte… Es imposible respirarlo, olerlo a través de las rosadas circunvoluciones del cartílago, adornadas con lazos de mocos cristalizados, mierda temporal y filtros de sangre y de carne negra. Permanecía allí de pie en la sombra alargada de la sala del juicio, la cara como una película rota, retorcida por los deseos y el hambre de los órganos larvales que se agitan en la carne indecisa, ectoplásmica, de la carencia (diez días en frío cuando hizo la primera declaración), carne que se desvanece al primer toque silencioso de la droga. Vi cómo sucedía. Casi cinco kilos perdidos en diez minutos de pie con la jeringuilla en una mano sujetándose los pantalones con la otra, la carne abandonada ardiendo con un frío halo amarillo… aquella habitación del hotel de Nueva York… la mesilla de noche llena de cajas de caramelos, colillas que rebosan de tres ceniceros, un mosaico de noches sin dormir y hambres repentinas de adicto que se descuelga y alimenta su carne de bebé… El Somatén es juzgado por un Tribunal Federal, acusado de linchamiento, y va a parar a un manicomio federal especialmente concebido para custodiar fantasmas: preciso, prosaico impacto de objetos… lavabo… puerta… retrete… barrotes… ahí están… esto es… todas las líneas cortadas… nada más allá… No Hay Salida… y el No Hay Salida en cada rostro… Al principio los cambios físicos fueron lentos, pero luego se precipitaron en golpes negros, cayendo a través de sus tejidos flojos, borrando toda la forma humana… En su mundo de oscuridad total los ojos y la boca son un órgano que salta hacia delante para morder con dientes transparentes… pero los órganos no mantienen posiciones ni funciones constantes… brotan órganos sexuales por todas partes… se abren rectos, defecan y se cierran… el organismo entero cambia de color y consistencia en ajustes de una fracción de segundo… El Paleto es una carga para la sociedad con sus ataques como él los llama. El Primo Interior se le estaba despertando y ése es un chivato que no hay quien despiste; a la entrada de Filadelfia se baja para enrollarse un coche patrulla y en cuanto el poli le echa el ojo encima nos agarra a todos. Setenta y dos horas y otros cinco yonquis enfermos más en nuestra celda. Como no quiero sacar mi provisión delante de esos parias hambrientos, hay que andar maniobrando y soltar pasta al de las llaves hasta conseguir una celda aparte. Los yonquis precavidos —les llaman ardillas— llevan siempre un pellizquito por si los encierran. Cada vez que me pego un pinchazo dejo caer unas gotas en el bolsillo del chaleco, tengo la tela almidonada de material. Llevaba un cuentagotas de plástico en el zapato y un imperdible prendido en el cinturón. Ya sabes cómo te cuentan la batalla del imperdible y el cuentagotas: «La tía cogió un imperdible todo oxidado y manchado de sangre, y se hizo un buen agujero en la pierna, parecía una boca abierta, llena de llagas, abierta, esperando la inefable unión con el cuentagotas que se hunde ahora en la herida babeante. Pero su terrible necesidad exagera la energía (el hambre de los insectos en los sitios secos) y le hace romper el cuentagotas que se hunde profundamente en la carne del muslo devastado (parece más bien un cartel sobre la erosión del suelo). ¿Acaso le importa? Ni siquiera se molesta en quitar los cristales rotos, se mira el anca llena de sangre con los ojos fríos e impasibles de un carnicero, qué le importa la bomba atómica, las chinches, la amenaza del cáncer, el Ocaso que espera para recuperar su carne delincuente… Dulces sueños, Rosa Pantopón». La escena real: pellizcas un poco de carne de la pierna y das un golpe seco con el imperdible para hacer un agujero. Luego colocas el cuentagotas encima, no dentro del agujero y vas soltando el líquido despacio, con cuidado para que no se salga por los lados… Al apretar el muslo del Paleto la carne me pareció cera, se quedaba para arriba, rezumando una gota de pus por el pinchazo. Nunca en mi vida toqué un cuerpo vivo tan frío como el del Paleto de Filadelfia… Decidí librarme de él aunque tuviera que recurrir a una «fiesta de sofocación». (Costumbre rural usada en Inglaterra para eliminar parientes ancianos e inválidos. La familia afligida por tal desgracia da una «fiesta de sofocación», durante la cual los invitados apilan colchones sobre la «carga para la familia», y se suben a emborracharse sobre los colchones.) El Paleto es un rémora para el negocio y habría que trasladarlo a las cloacas del mundo. (Esta es una costumbre africana. Un funcionario llamado «Expulsor» tiene la misión de llevar a los ancianos a la selva y abandonarlos allí.) Los ataques del Paleto son ya algo crónico. Guardias, porteros, perros, secretarias, gruñen en cuanto se acerca. El dios rubio ha caído en la abyección de un intocable. Los tramposos no cambian, se rompen, se hacen pedazos —explosiones de materia en el frío espacio interestelar—, se desvanecen en polvo cósmico, dejan atrás su cuerpo vacío. Chorizos de todo el mundo, hay un primo al que no podéis camelar: el Primo Interior. Dejé al Paleto plantado en una esquina, ladrillos rojos de casa barata hasta el cielo, bajo incesante lluvia de hollín. —Voy a pegarle un toque a un matasanos que conozco aquí al lado. Vuelvo en seguida con morfa de farmacia, de la buena… No, tú espérame aquí… no quiero que te guipe. Espérame en la esquina todo el tiempo que haga falta, Paleto, espérame. Adiós, Paleto, adiós, muchacho… ¿Adonde van cuando se marchan dejando el cuerpo atrás? Chicago: jerarquía invisible de italianinis descerebrados, olor a gángsteres atrofiados, un fantasma familiar se te aparece en la esquina de las calles Norte y Halstead, en Cicero, en el parque Lincoln, mendigando sueños, el pasado invade el presente, magia rancia de tragaperras y fondas de carretera. En el Interior: una vasta urbanización, antenas de televisión contra el cielo sin sentido. En casas a prueba de vida se ciernen sobre los jóvenes para absorber algo de lo que ellos excluyen. Sólo los jóvenes aportan algo. Y la juventud no les dura mucho. (Por los bares de St. Louis yace muerta la frontera, los días de los barcos fluviales.) Illinois y Missouri, miasmas de los pueblos constructores de túmulos, el culto envilecido al Manantial del Alimento, festivales crueles y espantosos, el horror sin esperanza del Dios Ciempiés se extiende desde Moundville a los desiertos lunares de las costas peruanas. América no es una tierra joven: ya era vieja y sucia y perversa antes de los indios. El mal está en ella, esperando. Y policías, siempre: policías del Estado bien entrenados en la universidad, experimentados, corteses, ojos electrónicos que sopesan tu coche, tu equipaje, tu ropa, tu cara; detectives gruñones de las grandes ciudades, sheriffs rurales de voz pausada con algo negro y amenazador en sus ojos viejos del color de una camisa gastada de franela gris… Y problemas con el coche, siempre: en Saint Louis cambié el Studebaker del 42 (tenía un defecto de fábrica, como el Paleto) por un viejo Packard seis plazas trucado que apenas pudo llegar a Kansas City, donde compré un Ford que resultó ser un quemador de aceite y lo di a cambio de un jeep al que le pisamos demasiado (no son buenos para andar por autopista) y le quemamos algo de dentro y reventó y volvimos al viejo Ford V-8, que nunca te deja tirado por mucho aceite que queme. Y el tedio norteamericano nos va encerrando como ningún otro tedio del mundo, peor que el de los Andes, pueblos de alta montaña, viento frío que baja de los montes de tarjeta postal, aire fino como la muerte en la garganta, ciudades fluviales de Ecuador, malaria gris como la droga bajo un sombrero negro de vaquero, escopetas que se cargan por la boca, buitres que picotean las calles enfangadas… el que te ataca al bajar del ferry de Malmoe, en Suecia, te quita la trompa sin impuestos (en el ferry la priva no paga aduana) en un santiamén y te deja con la moral por los suelos: miradas huidizas y el cementerio en medio de la ciudad (todas las ciudades suecas parecen construidas en torno a un cementerio), y nada que hacer en toda la tarde, ni un bar, ni una película, quemé el último petardo que traía de Tánger y dije: «K.E., vamos otra vez al ferry ahora mismo». Pero no hay tedio como el tedio norteamericano. No lo ves ni sabes de dónde sale. Coge uno de esos bares elegantes, al final de una calle de un barrio nuevo (cada manzana tiene su bar y una botica y un supermercado y una tienda de bebidas). Entras y te topas con él. Pero ¿de dónde sale? No es del camarero, ni de los clientes, ni de la tapicería de plástico color crema de los taburetes, ni de la luz confusa del neón. Ni siquiera de la televisión. Y nuestras costumbres se reafirman en el tedio, como la cocaína te reafirma y te mantiene ante la depresión de la bajada de la coca misma. Y la droga se está acabando. Así que aquí estamos en esta ciudad sin caballo aguantando a base de jarabe para la tos. Y vomitar el jarabe y viajar y viajar, el frío viento de primavera silba por las rendijas del fotingo, hace temblar nuestros cuerpos enfermos, sudorosos, ese frío que siempre se te mete dentro cuando se va la droga… Seguimos a través del paisaje pelado, armadillos muertos en la carretera, buitres sobre los pantanos, cipreses talados. Moteles con paredes de viruta prensada, estufa de gas, mantas color rosa demasiado finas. Los pinchetas itinerantes y los que bajan de Carnaval han quemado todos los matasanos de Texas… Y nadie que esté en su sano juicio acudirá a uno de Louisiana. Legislación estatal de drogas. Por fin llegamos a Houston, donde conocía un boticario. Hacía cinco años que no me veía pero en cuanto levantó la vista y me echó una mirada de refilón, hizo una señal con la cabeza y me dijo: «Espéreme en la barra». Me senté y tomé un café y al poco rato viene y se sienta a mi lado y me dice: —¿Qué quiere? —Un litro de paregórico y cien nembutales. Asiente: —Vuelva dentro de media hora. Cuando vuelvo me da un paquete y dice: —Son quince dólares… y tenga cuidado. Pincharse jarabe paregórico es un follón tremendo; primero hay que evaporar el alcohol, luego enfriarlo para quitar el alcanfor y recoger el líquido marrón con un cuentagotas; hay que ponérselo en vena para que no se forme un absceso, aunque se inyecte donde se inyecte siempre se acaba teniendo el absceso. Lo mejor es bebérselo con barbitúricos… Así que lo metemos en una botella de Pernod y salimos para Nueva Orleans, y pasamos junto a lagos iridiscentes y llamaradas rojizas de los mecheros de gas, y montones de desperdicios, caimanes que se arrastran entre botellas rotas y latas vacías, arabescos de neón de los moteles, chulos solitarios que gritan obscenidades a los coches que pasan desde sus islas de basura. Nueva Orleans es un museo muerto. Damos una vuelta por Exchange Place apestando a jarabe y encontramos al Hombre sobre la marcha. Es un sitio pequeño y la pasma conoce a todos los que trafican de modo que piensa qué coño importa y le vendo a cualquiera. Hacemos provisión de caballo y damos marcha atrás, camino de México. Otra vez el lago Charles y la tierra muerta de las tragaperras, el extremo sur de Texas, sheriffs asesinos de negros que nos vigilan y comprueban los papeles del coche. Se te quita algo de encima cuando cruzas la frontera de México y de repente el paisaje se te aparece desnudo, sin nada entre tú y él, desierto y montañas y buitres: puntos lejanos que dan vueltas, o tan cerca que puedes oír cómo cortan el aire con sus alas (un sonido seco, un chasquido), y cuando descubren algo surgen del cielo azul, ese maldito cielo azul, aplastante de México, y convergen en un torbellino negro… Conduje toda la noche y al amanecer llegamos a un pueblo cálido y brumoso, perros que ladran y murmullo de agua que corre. —Tomás y Charli —dije. —¿Qué? —Es el nombre del pueblo. Nivel del mar. Desde aquí subiremos sin parar hasta más de tres mil metros. Me metí un fije y me eché a dormir en el asiento de atrás. Ella conducía muy bien. Eso se le nota a cualquiera en cuanto toca el volante. Ciudad de México, donde Lupita reparte sus papelinas de mierda adulterada, sentada como la diosa azteca de la Tierra. —Vender es un vicio más fuerte que picarse —dice Lupita. Los vendedores no adictos están colgados del contacto, un hábito del que no te puedes descolgar. Y lo mismo les pasa a los policías. Ahí está Bradley el Comprador. El mejor sabueso de la brigadilla. Cualquiera que le vea lo tomaría por un pasado. O sea, que puede ir a ver a un traficante y comprarle directamente. Es tan anónimo, gris y espectral que después el vendedor no podrá recordar su aspecto. Y así va ligándose a uno detrás de otro… Bueno, pues el Comprador parece cada vez más un yonqui. No puede beber. No se le levanta. Se le caen los dientes. (Los yonquis pierden sus colmillos amarillentos dando de comer al mono, del mismo modo que a las embarazadas se les estropean los dientes por alimentar al feto.) Se pasa el tiempo chupando una barra de caramelo (le gustan, sobre todo, unos que se llaman Baby Ruth). «Da verdadero asco verle chupar siempre esos horribles caramelos», dice otro poli. Al Comprador se le ha puesto un siniestro color gris verdoso. El hecho es que su cuerpo elabora su propia droga, o algún equivalente. El Comprador tiene un proveedor fijo. Un Hombre dentro de sí, podría decirse. O eso cree él. «Me limito a quedarme en mi habitación», dice. «Y me los jodo a todos. Unos estrechos todos, unos y otros. Soy el único hombre completo del negocio». Pero le asalta un deseo feroz como un vendaval negro, que le atraviesa los huesos. Entonces atrapa un yonqui jovencito y le da una pápela para comprarlo. —¡Oh! Estupendo —dice el muchacho—. ¿Y qué tengo que hacer? —Lo único que quiero es frotarme contra ti y ponerme bien. —Ejem… Bueno, vale… Pero ¿por qué no puede ir a lo físico como un ser humano? Más tarde el jovencito está sentado con dos colegas en una cafetería, mojando bizcocho en la taza. Dice: —La cosa más desagradable que me ha pasado en la vida. No sé cómo se volvió totalmente blando, y me envolvió como en una burbuja de gelatina, horrible. Luego se fue mojando de arriba abajo con una especie de baba verde. Supongo que es alguna forma asquerosa de correrse… Casi me desmayo con toda aquella cosa verde por encima y aquella peste a melón podrido. —Bueno, de todas formas es un fije barato. El muchacho suspiró con resignación: —Sí, supongo que uno puede acostumbrarse a todo. He quedado otra vez con él para mañana. Pero el vicio del Comprador sigue creciendo. Necesita recargarse cada media hora. A veces hace la ronda de las comisarías y soborna a los guardias para que le dejen entrar en una celda de yonquis. Hasta que llega el momento en que no se pone bien por muchos contactos que haga. Entonces es convocado por el Supervisor del Distrito: —Bradley, su conducta ha levantado ciertos rumores (y espero por su bien que no sean nada más que rumores), tan increíblemente desagradables que… Es decir, la mujer del César… Ejem… desde luego la Brigada ha de estar por encima de cualquier sospecha… y sin la menor duda por encima de sospechas como las que, al parecer, ha provocado usted. Está usted haciendo descender el tono de esta casa. Estamos dispuestos a aceptar su dimisión inmediatamente. El Comprador se arroja al suelo y se arrastra hasta el Supervisor: —No, jefe, no… El departamento es toda mi vida. Besa la mano del Supervisor y le mete los dedos en la boca (para que el Supervisor pueda sentir sus encías sin dientes) lamentándose de que ha perdido los dientes «en el chervichio». —Por favor, jefe, le limpiaré el culo, lavaré sus condones usados, sacaré brillo a sus zapatos untándolos con la nariz… —¡Esto sí que es realmente desagradable! ¿No tiene usted orgullo? He de decirle que estoy sintiendo verdadera repugnancia por usted. No sé, hay algo, no sé, podrido en usted, huele usted como un montón de estiércol —se pone un pañuelo perfumado ante la cara—. Tengo que pedirle que salga de este despacho inmediatamente. —Haré lo que sea, lo que sea —el rostro verdoso y estragado se abre con una horrible sonrisa—. Soy joven todavía, jefe, y cuando se me calienta la sangre pego bastante fuerte. El Supervisor vomita en su pañuelo y apunta hacia la puerta con mano trémula. El Comprador se levanta clavando una mirada perdida en el Supervisor. Su cuerpo comienza a inclinarse como la varita de un zahorí. Fluye hacia adelante… —¡No! ¡No! —grita el Supervisor. —Schlurp… schlurp, schlurp… Una hora más tarde encuentran al Comprador dando cabezadas en el sillón del Supervisor. El Supervisor ha desaparecido sin dejar rastro. JUEZ: —Todo indica que usted, de alguna forma inexplicable, ha… hum… asimilado al Supervisor del distrito. Por desgracia, no hay prueba alguna. Sería partidario de recomendar que se le recluyera, o más exactamente, se le contuviera, en alguna institución, pero no conozco un sitio adecuado para un individuo de su especie. Por tanto debo ordenar, de bien mala gana, que le pongan en libertad. —A éste habría que tenerlo en un acuario —dijo el agente que lo detuvo. El Comprador siembra el terror en el ambiente. Yonquis y policías desaparecen. Como si fuera un vampiro, suelta un efluvio narcótico, un vaho verde y húmedo que anestesia a sus víctimas y las deja indefensas ante su presencia envolvente. Y una vez recargado se queda varios días inactivo como una boa ahíta. Finalmente es sorprendido en el momento de engullirse al Delegado de Estupefacientes, y lo destruyen con un lanza-llamas. El Tribunal Constitucional dictaminó que tales métodos estaban justificados dado que el Comprador había perdido su ciudadanía humana y, consiguientemente, era una criatura sin especie y una amenaza para el negocio de estupefacientes a todos los niveles. En México el truco está en encontrar un yonqui del lugar que tenga receta oficial, receta que le autoriza a comprar una cantidad mensual fija. Nuestro Hombre era el viejo Ike, que había pasado casi toda la vida en Estados Unidos. —Estaba de viaje con Irene Kelly, una buena jugadora. En Butte, estado de Montana, le pegó un mal rollo de perico y salió corriendo por todo el hotel chillando que unos pasmarotes chinos la perseguían con machetes de carnicero. Conocí a un poli en Chicago, esnifaba un perico especial en cristalitos, cristales azules. Una vez se pasó y empezó a gritar que le buscaban los federales, echó a correr por el callejón y se metió de cabeza en un cubo de basura. Y yo le dije: «Pero ¿qué hace?», y él me dijo: «Largo de aquí o te pego un tiro. Estoy bien escondido». Esta vez compramos coca con receta. Métetela en la vena, hijito. Se huele cómo entra, limpia y fría, en la nariz y la garganta, luego una oleada de placer puro atraviesa el cerebro y enciende los interruptores de la coca. La cabeza se te estremece de explosiones blancas. A los diez minutos ya quieres otro pinchazo… serías capaz de cruzar la ciudad por otro pinchazo. Pero si no puedes conseguirlo, comes, duermes y te olvidas del asunto. La coca es un deseo puramente cerebral, una necesidad sin sensación, sin cuerpo, una necesidad de fantasma terrenal, ectoplasma rancio barrido por un viejo yonqui que tose y escupe en las mañanas enfermas. Una mañana te despiertas y te pegas un cóctel de perico y caballo y sientes chinches debajo de la piel. Policías de 1890 de negros bigotes bloquean las puertas y se asoman a las ventanas apretando los labios desde sus placas azules desnudas. Unos yonquis desfilan por la habitación cantando la marcha fúnebre musulmana, llevan el cuerpo de Bill Gains, estigmas de aguja resplandecen suavemente con una llama azul. Detectives esquizofrénicos olfatean con aplicación el orinal. Es el miedo de la coca… Siéntate y tómatelo con calma y pégate un buen chute de esa morfa militar. Día de los Muertos: me entró un hambre ciega y me comí la calavera de azúcar del pequeño Willy. Se echó a llorar y tuve que ir a comprarle otra. Pasé junto al bar donde liquidaron al de las apuestas de frontón. En Cuernavaca —¿o era Taxco?—, Jane conoce a un trombonista macarra y desaparece en una nube de humo de tila. El macarra es uno de esos que van de artistas, vibraciones y dietética y ese rollo, o sea que degrada al sexo femenino obligando a sus ligues a tragarse todas esas chorradas. Estaba siempre ampliando sus teorías… examinaba a las tías y las amenazaba con dejarlas si no se sabían de memoria hasta el último detalle de su último asalto a la lógica y a la imagen del hombre. —Mira, nena, estoy aquí para dar. Pero si tú no quieres recibir no puedo hacer nada más. Usaba todo un ritual para fumar yerba y era muy puritano respecto de la droga, como la mayoría de los grifotas. Aseguraba que la yerba le ponía en contacto con campos gravitatorios supracelestes. Tenía opiniones formadas sobre todo: la ropa interior más sana, cuándo beber agua y cómo limpiarse el culo. Tenía una cara roja y brillante con una gran nariz alargada y blanda, unos ojillos enrojecidos que se le encendían al mirar a las tías, y se apagaban al mirar cualquier otra cosa. Sus hombros eran tan anchos que hacían pensar en alguna deformidad. Actuaba como si los otros hombres no existieran, por ejemplo, en tiendas y restaurantes transmitía sus deseos al personal masculino a través de una intermediaria. Y ningún Hombre penetró jamás en su refugio, su casa secreta. Así que habla mal de la droga y se enrolla con la grifa. Doy tres chupadas, Jane le miró y se le cristalizó la carne. Pegué un salto gritando: «¡Me dio el muermo!», y salí corriendo de la casa. Tomé una cerveza en una tasca —barra de mosaicos, resultados de fútbol y carteles de toros— mientras esperaba el autobús para la ciudad. Un año después, en Tánger, me enteré de que Jane había muerto.

William Seward Burroughs (Estados Unidos, 1914-1997)

BURLA DE LOS ERUDITOS DE EMBELECO, QUE ENAMORAN A FEAS CULTAS, por Francisco de Quevedo

Muy discretas y muy feas,
mala cara y buen lenguaje,
pidan cátedra y no coche,
tengan oyente y no amante.
No las den sino atención,
por más que pidan y parlen,
y las joyas y el dinero,
para las tontas se guarde.
Al que sabia y fea busca,
el Señor se la depare:
a malos conceptos muera,
malos equívocos pase.
Aunque a su lado la tenga,
y aunque más favor alcance,
un catedrático goza,
y a Pitágoras en carnes.
Muy docta lujuria tiene,
muy sabios pecados hace,
gran cosa será de ver
cuando a Platón requebrare.
En vez de una cara hermosa,
una noche, y una tarde,
¿qué gustos darán a un hombre
dos cláusulas elegantes?
¿Qué gracia puede tener
mujer con fondos de fraile,
que de sermones y chismes,
sus razonamientos hace?
Quien deja lindas por necias,
y busca feas que hablen,
por sabias, como las zorras,
por simples deje las aves.
Filósofos amarillos
con barbas de colegiales,
o duende dama pretenda,
que se escuche, no ose halle.
Échese luego a dormir
entre bártulos y abades,
y amanecerá abrazado
de Zenón y de Cleantes.
Que yo para mi traer,
en tanto que argumentaren
los cultos con sus arpías,
algo buscaré que palpe.


Francisco de Quevedo y Villegas (España, 1580-1645)

Logros, por Haruki Murakami

"Cuando una persona quiere alcanzar algo piensa de manera espontánea en tres cosas: ¿qué he conseguido hasta el momento? ¿En qué posición me encuentro ahora?¿Qué debo hacer de aquí en adelante? Si uno no puede contestar a esas tres cosas, sólo le queda el miedo, la falta de confianza en sí mismo y el cansancio."

Haruki Murakami (Japón, 1949)

domingo, 27 de noviembre de 2016

SOBRE LA PAZ EN COLOMBIA, por David Alberto Campos Vargas


La Paz es de lo más bello y sublime que hay. Por eso a ella tiende la gente buena. Por eso la defienden quienes creen que el hombre puede dar un paso más allá de su limitada biología.

Es necio e insensato el que no la valore. O es un psicópata. La verdad es que la Humanidad, en general, tiende a la Paz. La busca. La anhela. ¿Por qué? Porque Paz es sinónimo de vida, y a largo plazo, de supervivencia como especie. Hoy por hoy, además del desastre ecológico a escala planetaria, la otra gran amenaza para nuestra especie es la guerra (que, además, puede magnificar y empeorar los daños del desastre ecológico).

La pregunta no es (no debería ser) si la Paz vale la pena, y mucho menos si es preferible la guerra. Insisto, esa pregunta sólo se la hacen los severamente perturbados. La Paz siempre es ventajosa, siempre es bendita. La guerra, por el contrario, sólo trae desgracia y sufrimiento. La pregunta es: ¿cómo conseguir la Paz?

Se pierde en laberintos innecesarios el que pretenda homologar Paz con negociación. La negociación es un juego de poder. Un encuentro con buena dosis de hipocresía, en el que las partes (los negociantes) tratan de “halar cada uno para su lado”, y en el que se ejecuta una especie de partido de ajedrez.

También se confunde el que crea que la Paz es un armisticio. Eso es simplemente un trato al que se llega en el terreno militar, por agotamiento o sensación subjetiva de debilidad de una de las partes. No es que se quiera dejar la guerra como tal; lo que se quiere es que el considerado “enemigo” haga menos daño.

Y es bastante cándido el que mezcla el concepto de Paz con el de acuerdo. La Paz es generosa. La Paz es total. La Paz es un don, no algo a lo que se llegue a punta de regateos y vericuetos jurídicos.

De negociaciones, armisticios y acuerdos está llena la Historia; pero si algo brilla por su ausencia a lo largo de la Historia, es justamente la ausencia de Paz.

Vuelvo a la pregunta: ¿cómo conseguirla? Entendiendo su origen. La paz es una situación perfecta. Y las situaciones perfectas sólo pueden derivar de entidades perfectas. Y como sólo existe un ser perfecto (Dios), podemos afirmar con plena certeza que la Paz sólo puede venir de Dios.

Dios, Amor Infinito, es también Paz Infinita, porque es perfección. Así que, si queremos la Paz, tenemos que rastrear a Dios. 

No sirve una “paz” sin Dios, porque se trataría de una paz falsa: una guerra encubierta. Como el supuesto “pacifismo” soviético, que no era sino opresión total y asfixiante, con anulación completa del ser humano: un pacifismo consistente en tener a todos callados, sin derecho a protestar (de hecho, sin derecho a reunirse), recitando idioteces marxistas, repitiendo lo que el Partido Comunista exigía repetir con abnegada fidelidad. O como la “pacificación” (término de connotaciones horribles, en realidad mal empleado: se usa para describir campañas militares de corte imperialista) de los antiguos romanos, que iban imponiéndose a lo bestia y aniquilando naciones, o la del brutal Morillo en Suramérica, cuando quiso exterminar todos los gritos de independencia que se habían dado a inicios del siglo XX en los territorios que corresponden hoy a Colombia, Ecuador, Panamá y Venezuela. O como los supuestos “llamados de paz” que proponían el diabólico Hitler y sus secuaces: maniobras hipócritas, destinadas a ganar por la vía de la política lo que les quedaba difícil por su vía favorita, la de las armas. En resumen, dondequiera que se pretenda hacer Paz dejando a Dios de lado, no se logra sino un acuerdo mediocre y chapucero, con su concomitante paz falsa e inestable.

La Paz no es la jugarreta de los políticos. Ellos sólo quieren llenarse los bolsillos. Ellos sólo quieren aparecer en los medios de comunicación como los “salvadores” que no son, ni pueden ser, para conseguir votantes que les sigan permitiendo llevar sus vidas de sibaritas. Ellos sólo tienen capacidad para hacer unas treguas flojas, imperfectas y frágiles, que no duran a largo plazo.

El potencial transformador de la Paz no puede restringirse a las mezquindades humanas. Es necesario que la búsqueda de la Paz se haga de la mano con el Ser Supremo del cual emanan la Paz y todas las cosas buenas, bellas y perfectas.

No me cansaré de clamar la Paz. Sí, la verdadera. La que pongo en mayúscula. La que deriva de Dios (es decir, del Amor Infinito), y no de contingencias políticas, ni de deseos de figurar, ni de bajezas humanas.

A lo largo de este 2016, en Colombia, las redes sociales han ardido con frases agresivísimas de supuestos “defensores de la paz”. Creo que esa violencia desplegada (con insultos personales de por medio) por los supuestos “pacifistas” dejan una pésima impresión en muchos observadores del extranjero. Pero a mí me permiten ver algo más: no puede lograr una Paz verdadera un pueblo que ni siquiera ha aprendido a ser tolerante.

La Paz es una necesidad sentidísima en mi nación. Pero, efectivamente, sólo es posible si se superan primero los partidismos, la costumbre tan triste de saltarse el argumento y pasar al madrazo, la ignorancia, la impulsividad, y otros males criollos que sólo perpetúan las dinámicas de violencia. 

Creo, además, que superado ese primer escollo (cosa que requiere un trabajo intensivo con nuestros niños y jóvenes, que serán “los ciudadanos del mañana”), viene otra tarea: ¿cómo podemos hacer que el colombiano promedio aprenda algo de tolerancia, algo de respeto a la diferencia? Creo que la Psiquiatría, la Pedagogía, la Religión, la Filosofía, y ante todo la Ética, podrán darnos algunas luces…pero los principales gestores de paz deben ser los padres de familia. La tolerancia se aprende en casa. Sólo se refuerza (o, en el caso de Colombia, se termina de perder) en otros contextos.

Dados esos dos primeros pasos, creo que es fundamental que los colombianos aprendan a razonar, a discutir con argumentos. A filosofar. Por lo que pude leer en Facebook y twitter esos días, lo que abunda es el pensamiento concreto, la inmadurez psíquica, el maniqueísmo, la ausencia de ideas, el insulto. Creo, de hecho, que muy pocos compatriotas saben construir un silogismo. Pero sí atacar al prójimo con virulencia.

El cuarto escalón tiene que ver con lo psicoterapéutico. Los colombianos deben sanar sus heridas y corregir sus taras. Están necesitando un diván a gritos. Deben ir a psicoterapia, reeducarse, aprender a perdonar y a inhibir las respuestas violentas. Puede sonar algo severo, pero lo diré: deben dejar de ser tan bestias, y empezar a amar de verdad, porque al parecer la cultura traqueta se ha instalado en su inconsciente colectivo.

Ya logrado lo anterior, Colombia debe volver a Dios. Ahí, insisto, se encuentra la Paz verdadera. Ello no implica una “evangelización” barbárica, como la que hicieron los españoles durante la Conquista. Justamente el ser tolerantes y pluralistas implica el respetar las diferencias. Y un país en realidad pacífico se construye aceptando a los divergentes (aunque estoy viendo que el mundo se está volviendo  tan ateo, que ya “los divergentes” tal vez seremos los creyentes, en menos de seis décadas). Pero sí implica que incluso los agnósticos y ateos, a los que les molesta hablar de Dios, entiendan al menos que hay un algo trascendente que nos puede ayudar a comportarnos de forma más madura y equilibrada.

Aprendiendo a superar los odios, perdonar y pedir perdón, y sobretodo a construir puentes y trabajar en equipo, los colombianos de cada facción política (que son, y parece que no se han dado cuenta, la misma cosa: colombianos, y ante todo personas humanas) deben salir de sus trincheras y cambiar la situación.


¿Qué va a impedir a la nación colombiana el superar los antagonismos? Nada, si aprende a pensar de forma reflexiva, y a depender menos de los políticos. Nada, si aprende a amar a Dios y a reconocer Su presencia en el prójimo (no sólo en el amigo, en el familiar o en el copartidario). Nada, si le apuesta a una transformación verdadera y deja de comportarse de forma tan atolondrada. Nada, si aprende algo de Elie Wiesel, de Nelson Mandela, de Santa Teresa de Calcuta, de Mahatma Gandhi, de Erasmo de Rotterdam, de San Antonio de Padua, de San Francisco de Asís, y de todos los que han buscado la Paz a pesar de haber sufrido persecución, incomprensión y otras difíciles vivencias. Nada, si sigue el ejemplo y las enseñanzas de Jesucristo, máximo exponente de Paz en la Historia.  

David Alberto Campos Vargas (Colombia, 1982)

viernes, 25 de noviembre de 2016

EL FARDO, por Rubén Darío

Allá lejos, en la línea como trazada con un lápiz azul, que separa las aguas y los cielos, se iba hundiendo el sol, con sus polvos de oro y sus torbellinos de chispas purpuradas, como un gran disco de hierro candente. Ya el muelle fiscal iba quedando en quietud; los guardas pasaban de un punto a otro, las gorras metidas hasta las cejas dando aquí y allá sus vistazos. Inmóvil el enorme brazo de los pescantes, los jornaleros se encaminaban a las casas. El agua murmuraba debajo del muelle, y el húmedo viento salado que sopla de mar afuera a la hora en que la noche sube, mantenía las lanchas cercanas en un continuo cabeceo.

* * *

Todos los lancheros se habían ido ya; solamente el viejo tío Lucas, que por la mañana se estropeara un pie al subir una barrica a un carretón, y que, aunque cojín cojeando, había trabajado todo el día, estaba sentado en una piedra, y, con la pipa en la boca, veía triste el mar.

-Eh, tío Lucas, ¿se descansa?

-Sí, pues, patroncito.

Y empezó la charla, esa charla agradable y suelta que me place entabler con los bravos hombres toscos que viven la vida del trabajo fortificante, la que da la buena salud y la fuerza del músculo, y se nutre con el grano del poroto y la sangre hirviente de la viña.

Yo veía con cariño a aquel rudo viejo, y le oía con interés sus relaciones, así, todas cortadas, todas como de hombre basto, pero de pecho ingenuo. ¡Ah, conque fue militar! ¡Conque de mozo fue soldado de Bulnes! ¡Conque todavía tuvo resistencias para ir con su rifle hasta Miraflores! Y es casad, y tuvo un hijo, y...

Y aquí el tío Lucas:

-Sí, patrón; !hace dos años que se me murió!

Aquellos ojos, chicos y relumbrantes bajo las cejas grises peludas, se humedecieron entonces:

-¿Que cómo se me murió? En el oficio, por darnos de comer a todos; a mi mujer, a los chiquitos y a mí, patrón, que entonces me hallaba enfermo.

Y todo me lo refirió, al comenzar aquella noche, mientras las olas se cubrían de brumas y la ciudad encendía sus luces; él en la piedra que le servía de asiento, después de apagar su negra pipa y de colocársela en la oreja y de estirar y cruzar sus piernas flacas y musculosas, cubiertas por los sucios pantalones arremangados hasta el tobillo.

* * *

El muchacho era muy honrado y muy de trabajo. Se quiso ponerlo a la escuela desde grandecito; pero los miserables no deben aprender a leer cuando se llora de hambre en el cuartucho.

El tío Lucas era casado, tenía muchos hijos.

Su mujer llevaba la maldición del vientre de las pobres: la fecundidad. Había, pues, mucha boca abierta que pedía pan, mucho chico sucio que se revolcaba en la basura, mucho cuerpo magro que temblaba de frío; era preciso ir a llevar que comer, a buscar harapos, y, para eso, quedar sin alientos y trabajar como un buey. Cuando el hijo creció, ayudó al padre. Un vecino, el herrero, quiso enseñarle su industria; pero como entonces era tan débil, casi un armazón de huesos, y en el fuelle tenía que echar el bofe, se puso enfermo, y volvió al conventillo. ¡Ah, estuvo muy enfermo! Pero no murió. ¡No murió! Y eso que vivían en uno de esos hacinamientos humanos, entre cuatro paredes destartaladas, viejas, feas, en la callejuela inmunda de las mujeres perdidas, hedionda a todas horas, alumbrada de noche por escasos faroles, y donde resuenan en perpetua llamada a las zambras de echacorvería, las arpas y los acordeones, y el ruido de los marineros que llegan al burdel, desesperados con la castidad de las largas travesías, a emborracharse como cubas y a gritar y patalear como condenados. ¡Sí!, entre la podredumbre, al estrépito de las fiestas tunantescas, el chico vivió y pronto estuvo sano y en pie.

Luego, llegaron después sus quince años.

* * *

El tío Lucas había logrado, tras mil privaciones, comprar una canoa. Se hizo pescador.

Al venir el alba, iba con su mocetón al agua, llevando los enseres de la pesca. El uno remaba, el otro ponía en los anzuelos la carnada. Volvían a la costa con buena esperanza de vender lo hallado, entre la brisa fría y las opacidades de la neblina, cantando en baja voz alguna triste canción, y enhiesto el remo triunfante que chorreaba espuma.

Si había buena venta, otra salida por la tarde.

Una de invierno había temporal. Padre e hijo, en la pequeña embarcación, sufrían en el mar la locura de la ola y del viento. Difícil era llegar a tierra. Pesca y todo se fue al agua, y pensó en librar el pellejo. Luchaban como desesperados por ganar la playa. Cerca de ella estaban; pero una racha maldita les empujó contra una roca, y la canoa se hizo astillas. Ellos salieron sólo magullados, ¡gracias a Dios!, como decia el tío Lucas al narrarlo. Después, ya son ambos lancheros.
* * *

¡Sí!, lancheros; sobre las grandes embarcaciones chatas y negras; colgándose de la cadena que rechina pendiente como una sierpe de hierro del macizo pescante que semeja una horea; remando de pie y a compás; yendo con la lancha del muelle al vapor y del vapor al muelle; gritando: ¡hiiooeep!, cuando se empujaban los pesados bultos para engancharlos en la uña potente que los levanta balanceándolos como un péndulo; ¡sí, lancheros!, el viejo y el muchacho, el padre y el hijo; ambos a horcajadas sobre un cajón, ambos forcejeando, ambos ganando su jornal, para ellos y para sus queridas sanguijuelas del conventillo.

Íbanse todos los días al trabajo, vestidos de viejo, fajadas las cinturas con sendas bandas coloradas, y haciendo sonar a una sus zapatos groseros y pesados que se quitaban, al comenzar la tarea, tirándolos en un rincón de la lancha. Empezaba el trajín, el cargar y el descargar. El padre era cuidadoso: -¡Muchacho, que te rompes la cabeza! ¡Que te coge la mano el chicote! ¡Que vas a perder una canilla! Y enseñaba, adiestraba, dirigía al hijo, con su modo, con sus bruscas palabras de roto viejo y de padre encariñado.

* * *

Hasta que un día el tío Lucas no pudo moverse de la cama, porque el reumatismo le hinchaba las coyunturas y le taladraba los huesos.

¡Oh! Y había que comprar medicinas y alimentos; eso sí.

-Hijo, al trabajo, a buscar plata; hoy es sábado.

Y se fue el hijo, solo, casi corriendo, sin desayunarse, a la faena diaria.

Era un bello día de luz clara, de sol de oro. En el muelle rodaban los carros sobre sus rieles, crujían las poleas, chocaban las cadenas. Era la gran confusión del trabajo que da vértigo, el son del hierro; tranqueteos por doquiera; y el viento pasando por el bosque de árboles y jarcias de los navíos en grupo.

Debajo de uno de los pescantes del muelle estaba el hijo del tío Lucas con otros lancheros, descargando a toda prisa. Había que vaciar la lancha repleta de fardos. De tiempo en tiempo bajaba la larga cadena que remata en un garfío, sonando como una matraca al correr con la roldana; los mozos amarraban los bultos con una cuerda doblada en dos, los enganchaban en el garfio, y entonces éstos subían a la manera de un pez en un anzuelo, o del plomo de una sonda, ya quietos, ya agitándose de un lado a otro, como un badajo, en el vacío.

La carga estaba amontonada. La ola movía pausadamente de cuando en cuando la embarcación colmada de fardos. Estos formaban una a modo de pirámide en el centro. Había uno muy pesado, muy pesado. Era el más grande de todos, ancho, gordo y oloroso a brea. Venía en el fondo de la lancha. Un hombre de pie sobre él era pequeña figura para el grueso zócalo.

Era algo como todos los prosaísmos de la importación envueltos en lona y fajados con correas de hierro. Sobre sus costados, en medio de líneas y de triángulos negros, había letras que miraban como ojos. Letras "en diamante", decía el tío Lucas. Sus cintas de hierro estaban apretadas con clavos cabezudos y ásperos; y en las entrañas tendría el monstruo, cuando menos, limones y percalas.

* * *

Sólo él faltaba.

-¡Se va el bruto!- dijo uno de los lancheros.

-¡El barrigón!- agregó otro.

Y el hijo del tío Lucas, que estaba ansioso de acabar pronto, se alistaba para ir a cobrar y a desayunarse, anudándose un pañuelo de cuadros al pescuezo.

Bajó la cadena danzando en el aire. Se amarró un gran lazo al fardo, se probó si estaba bien seguro, y se gritó ¡Iza!, mientras la cadena tiraba de la masa chirriando y levantándola en vilo.

Los lancheros, de pie, miraban subir el enorme peso, y se preparaban para ir a tierra, cuando se vio una cosa horrible. El fardo, el grueso fardo, se zafó del lazo como de un collar holgado saca un perro la cabeza; y cayó sobre el hijo del tío Lucas, que entre el filo de la lancha y el gran bulto, quedó con los riñones rotos, el espinazo desencajado y echando sangre negra por la boca.

Aquel día, no hubo pan ni medicinas en casa del tío Lucas, sino el muchacho destrozado al que se abrazaba llorando el reumático, entre la gritería de la mujer y de los chicos, cuando llevaban el cadáver a Playa Ancha.

* * *

Me despedí del viejo lanchero, y a pasos elásticos dejé el muelle, tomando el camino de la casa, y haciendo filosofía con toda la cachaza de un poeta, en tanto que una brisa glacial que venía de mar afuera pellizcaba tenazmente las narices y las orejas.

Félix Rubén García Sarmiento, Rubén Darío (Nicaragua, 1867-1916)

LA TIERRA NATAL, por Alphonse de Lamartine

¿Por qué, pues, pronunciar ese nombre de patria?
En su exilio brillante se estremece mi pecho
y resuena de lejos en el alma afligida
como lo hacen los pasos o la voz de un amigo.

¡Oh montañas veladas por la niebla de otoño,
valles que entapizaban las escarchas del alba,
sauces cuya corona deshojaba la poda,
viejas torres doradas por el sol de la tarde,

muros negros del tiempo, lomas, cuestas abruptas,
manantial donde van a beber los pastores,
gota a gota esperando aguas raras y límpidas,
con sus urnas dispuestas mientras hablan del día!

Choza que hace brillar el fulgor de la lumbre
y que amaba el viajero por humear a lo lejos,
sólo objetos, ¿o acaso tenéis alma también
que se pega a nuestra alma y a la fuerza de amar?

Yo vi cielos azules cuya noche es sin brumas,
toda de oro hasta el alba bajo un brillo de estrellas
que en su curva infinita redondeaban la cúpula
de cristal que jamás ha empañado algún viento.

Y vi montes cargados de limones y olivas
reflejar en las aguas sus inquietos perfiles;
y en sus valles profundos al impulso del céfiro
balancearse la espiga y la cepa madura;

en los mares que apenas son un leve murmullo
vi del agua luciente la ondulante cintura
apretando y soltando en sus pliegues azules
de sus riscos mellados los contornos inciertos

extenderse en el golfo como mantos de luz,
y blanqueando el escollo con sus flores de espuma
llevar hasta lo lejos de un poniente rojizo
islas» que eran el lecho como de oro del sol;

allí abriéndose a mí me mostraban sin límite
todo un mar infinito donde habita el misterio;
vi las cumbres altivas, cual del aire pirámides,
donde estío fundía el abrigo invernal,

descendiendo en peldaños hasta el fondo de valles
con laderas pobladas por aldeas y frondas,
con picachos y rocas que se yerguen, bajando
en pendientes de hierba para huir deslizándose,

mientras curvas humeantes, con un ruido de trueno
sus torrentes de espuma y sus ríos en polvo,
en sus flancos que son ya de luz ya de sombra,
con oleadas oscuras y con islas radiantes,

se ven valles profundos caros al soñador,
ascendiendo, bajando y ascendiendo otra vez,
y allí desde la raíz de sus amplias murallas,
entre abetos y robles por la tierra esparcidos,

en los lagos o espejos que a su sombra dormitan
dar sus verdes reflejos o su imagen oscura,
y en el tibio azul claro de estas límpidas aguas
ser la nieve un temblor y algo fluido los cerros.

Visité esas orillas y ese albergue divino
que la sombra del vate eligió como tumba,
esos campos que pudo la Sibila-" mostrarle,
y el Elíseo y Cumas; y a pesar de todo eso
no está allí el corazón...

Pero existe también una estéril montaña
que no tiene ni bosques ni hontanares, con una
cumbre humilde minada por la acción de los años,
que por su propio peso día a día se inclina

y que pierde su tierra derramada en barrancos
conservando un boj seco de raíz descarnada,
con roquedos a punto de caer si los pisa
con su pata ligera algún chivo nervioso.

Con el tiempo esos restos al caer han formado
como un cerro que mengua y que va escalonándose
hasta muros que sirven de pared protectora
a unos campos avaros que ha regado el sudor;

unas cepas con brazos que no encuentran sus arces
por la tierra serpean o en la arena se arrastran,
y hay zarzales en donde el zagal de la aldea
coge un fruto olvidado que disputa a los pájaros;

allí ovejas escuálidas de las chozas vecinas
ramonean dejando entre espinos su lana.
Lugar donde la música de las aguas de estío
o el temblor del follaje que sacuden las brisas

o los himnos que entrega el ruiseñor a los aires,
no conmueven el pecho ni el oído seducen,
sino que bajo un cielo que es de bronce perpetuo
la cigarra ensordece con su grito escondido.

Hay en estos desiertos una rústica casa
que recibe tan sólo de este monte la sombra,
con paredes golpeadas por la lluvia y los vientos,
con los musgos antiguos ocultando su edad.

En su umbral pueden verse tres peldaños de piedra
y allí puso el azar de una yedra las raíces
que mezclando cien veces sus enredos de nudos
con sus brazos esconde las injurias del tiempo,

y curvando en un arco sus volutas agrestes
es el único adorno de aquel rústico porche.
Un jardín que desciende por el flanco de un cerro
muestra cara al poniente un sediento arenal.

No sujeta, la piedra que el invierno ha tiznado
es el triste jalón del recinto minúsculo.
Esa tierra que hieren las azadas exhibe
sus entrañas desnudas de la hierba y la sombra;

ni esmaltadas alfombras ni el verdor hecho bóveda,
ni un arroyo en los bosques, ni frescor ni murmullo;
solamente seis tilos que el arado olvidó,
con un poco de hierba extendida a sus pies

dan en tiempo de otoño sombra tibia y escasa,
que es más grata a la frente bajo un cielo tan duro;
árboles que en sus frondas, en mi infancia feliz,
albergaron los sueños más hermosos que tuve.

En aquellos lugares que suspiran por agua
hay un pozo en la roca que el frescor nos esconde,
y allí el viejo, después, de muy largos esfuerzos,
mientras gime descansa su urna sobre el brocal;

la era donde el mayal sobre tierra pisada
bate rítmicamente las dispersas gavillas,
y la blanca paloma y el humilde gorrión
se disputan la espiga que el rastrillo olvidó;

y esparcidas por tierra, herramientas del campo,
yugos rotos y carros que duermen bajo porches,
ejes ya sin los rayos que quebró la rodada,
y la reja inservible que embotaron los surcos.

Nada alivia la vista de su estéril prisión,
ni las cúpulas áureas de soberbias ciudades,
ni la senda de polvo, ni a lo lejos un no,
ni los blancos tejados a la luz de la aurora.

Solamente esparcidos de distancia en distancia
los refugios agrestes que los pobres habitan,
junto a sendas estrechas que dispuso el desorden,
con tejados de bálago y paredes ahumadas,

se ven donde el anciano que se sienta a la puerta,
en su cuna de juncos duerme al niño que llora.
¡Una tierra sin sombra, sin colores los cielos,
unos valles sin agua! ¡Y allí está el corazón!

Éstos son los lugares, los sagrados parajes
de los cuales el alma rememora la imagen,
y que forjan de noche mis ensueños más bellos
hechizando los ojos con antiguas visiones.

Allí cada momento, cada aspecto del monte,
cada ruido que se alza por la noche en los campos,
cada mes que retorna como un paso del tiempo,
y hace verdes o mustia esos bosques y prados,

y la luna que mengua o que crece en la sombra,
y la estrella que asciende por la oscura colina,
los rebaños del monte que la escarcha ha expulsado
y que vuelven al valle con su andar vacilante,

viento, espino florido, hierba verde o marchita,
y la reja en el surco y en los prados el agua,
todo me habla una lengua que resuena aquí dentro,
con palabras que entienden los sentidos y el alma:

resonancias, perfumes, tempestades y rayos,
y peñascos, torrentes, y esas dulces imágenes
y esos viejos recuerdos que en nosotros dormitan,
que un lugar nos conservan y devuelven más dulce.

Allí está el corazón que se vuelve a encontrar;
todo allí me recuerda, me conoce y me ama.
Allí abundan amigos en todo este horizonte,
en cada árbol releo una historia pasada

y también cada piedra tiene un nombre que es suyo;
«¿qué más da que este nombre, como Palmira o Tebas,»
no recuerde los fastos de un imperio grandioso
ni la sangre vertida a la voz de un tirano

o esos grandes que el hombre llama azotes de Dios?
El lugar cuya trama nos cautiva la mente,
que aún rebosa de fastos que no olvida nuestra alma,
me parece tan grande como el campo glorioso

que fue cuna o sepulcro de un imperio inseguro.
¡Nada es vil! ¡Nada es grande! Todo el alma lo mide.
Al nombrar una choza puede un pecho agitarse,
y sobre monumentos de los héroes y dioses
el pastor pasa y silba y desvía los ojos.

He aquí el banco rústico que servía a mi padre,
y la sala que oyó su voz fuerte y severa,
cuando aquí los pastores, en sus rejas sentados,
le contaban los surcos hechos en cada hora;

o tal vez palpitante de sus días de gloria
nos contaba la historia de los regios cadalsos;
y aún viviendo el combate en que había luchado,
al contarnos su vida la virtud enseñaba.

Y el vacío lugar en que siempre mi madre,
al suspiro más leve de su casa salía
para hacernos llevar o la lana o el pan,
y vestir la indigencia o dar vida al hambriento;

y aquí están las cabañas donde su mano amante
las heridas curaba con aceite y con miel,
y muy cerca del lecho del anciano expirante
no dejaba de abrir ese libro que da

todavía esperanza al que deja la vida,
recogiendo suspiros que eran casi estertores
y llevando hacia Dios su postrera ansiedad,
y cogiendo la mano del menor de nosotros,

a la viuda y al niño, de rodillas ante ella,
les decía enjugando de sus ojos las lágrimas:
«Os doy un poco de oro, devolvedlo en plegarias.»
Y el umbral a la sombra donde nos acunaba,

y la rama de higuera que curvaba su mano,
y el estrecho sendero que cuando las campanas
en el templo lejano atronaban el alba,
tras sus pasos subíamos al altar del Señor

con el fin de ofrecerle dos inciensos muy puros
que eran nuestra inocencia junto con nuestra dicha.
Y su voz aquí mismo, muy piadosa y solemne,
nos hablaba de un Dios que en la madre sentíamos,

señalando la espiga encerrada en su germen,
el racimo que daba su brebaje aromático,
la ternera" trocando plantas verdes en leche,
y la peña agrietada por manar de las fuentes,

y la lana de oveja que a las zarzas se roba
para así tapizar dulces nidos de pájaros,
y aquel sol siempre exacto en sus doce mansiones
repartiendo en su entorno estaciones y horas,

y esos astros nocturnos salvo a Dios incontables,
mundos que el pensamiento casi no osa escalar,
enseñaba la fe hija de agradecidos,
y hacía admirar a nuestra simple infancia

que el insecto invisible a los ojos y el astro
en los cielos tenían padre igual que nosotros.
Esos brezos y campos, esos prados y viñas
tienen muchos recuerdos y sus sombras amadas.

Aquí mismo jugaban mis hermanas, y el viento
las seguía jugando con sus rubios cabellos;
allí con los pastores en la cumbre del cerro
encendía fogatas con ramaje y espinos,

y mis ojos, pendientes de las llamas del fuego
las veían ondear horas y horas enteras.
Allí contra el furor del temible aquilón
este sauce vacío nos prestaba su tronco,

y yo oía silbar en su fronda ya muerta
brisas que aún rememora como música el alma.
Y aquí el álamo está, inclinado al abismo,
que en el tiempo de nidos nos mecía en su copa,

y el arroyo en los prados cuyas aguas dormidas
lentamente inundaban nuestras barcas de caña,
y la encina, la peña, el molino monótono,
y aquel muro que al sol, en los días de otoño,

me veía sentado, cerca de los ancianos,
contemplando el crepúsculo con atenta mirada.
Todo aún sigue en pie y en su sitio renace;
aún seguimos las huellas de mi andar por la arena;

sólo un corazón falta que lo pueda gozar.
¡Ay de mí! Que la luz disminuye y se pierde.
Como espigas en la era, dispersó la existencia
lejos de la paterna heredad a los hijos,

y a la madre también, y ese hogar tan amado
se parece a los nidos de los cuales ha huido
la veloz golondrina en los largos inviernos.
Ya la hierba que crece en las losas antiguas

borra en torno a los muros los senderos domésticos,
y la hiedra, flotando como un manto de luto,
cubre a medias la puerta y hasta invade el umbral.
Tal vez pronto... ¡Oh Dios mío, oh presagio funesto!,

tal vez pronto un extraño al que nadie conoce,
con el oro en la mano del lugar se hará dueño,
oh lugares que habitan, según nuestra memoria,
tantas sombras queridas, familiares, y entonces

todos nuestros recuerdos de las cunas y tumbas,
huirán a su voz igual que las palomas
echarán a volar de su nido en el árbol
de los bosques que el hacha abatió para siempre,

y que ya no sabrán donde van a posarse.
¡No permitas, Señor, tanto llanto y ofensa!
No toleres, Dios mío, que nuestra humilde herencia
pase de mano en mano a vil precio comprada,

como el techo de gentes que vivieron del vicio,
arruinados, o el campo que fue de unos proscritos.
Que un extraño avariento venga con paso altivo
y que pise el humilde surco que años atrás

fue también nuestra cuna sobre un campo de hierba,
a expoliar a los huérfanos, a contar sus monedas
donde sólo tenía la pobreza un tesoro,
blasfemando tu nombre aquí bajo estos pórticos

donde antaño mi madre enseñaba a la voz
de sus hijos los cánticos que exaltaban tu gloria.
Ah, prefiero cien veces que entregada a los vientos
penda roto el tejado sobre el muro decrépito;

que las flores mortuorias, los espinos, las malvas,
broten entre las ruinas de los atrios deshechos.
Que el lagarto dormido allí al sol se caliente,
que en las horas del sueño Filomela allí cante,

que el humilde gorrión y las fieles palomas
allí junten en paz bajo el ala a sus crías,
y que el ave del cielo tenga allí su nidada
donde antaño durmió la inocencia en su lecho.

Ah, si el número escrito por los altos destinos
alcanzara la edad de los blancos cabellos,
ojalá, feliz viejo, allí mengüen mis días
entre tales recuerdos de mis simples amores.

Y ojalá cuando sean los benditos tejados
y estos tristes escombros para mí solamente
todo un pueblo de sombras, ojalá pueda entonces
reencontrar en los nombres, en los mismos lugares,

tantos seres amados que los ojos no ven.
Y vosotros que acaso viviréis cuando yo
sea helada ceniza, si queréis dedicarme
algo grato al recuerdo, elevadme algún día...

Pero no, no elevéis nada que me recuerde;
sólo cerca del sitio donde duerme la humilde
esperanza de aquellos que llamamos cristianos,
en los campos cavadme ese lecho que quiero,

como el último surco donde va a germinar
otra vida. Extended sobre mí un lecho herboso
que el cordero del pueblo ramonee en primavera,
donde todos los pájaros que años ha mis hermanas

consiguieron que fueran del lugar habitantes,
aquí acudan a amar y también a cantar
en mis noches tranquilas. Y para señalar
mi lugar de reposo, que despeñen rodando

de las altas montañas un fragmento de roca;
sobre todo que no haya un cincel que lo talle
ni que borre ese musgo de los días antiguos
que oscurece su cara, y que al paso de inviernos,

incrustado en la piedra, dé en sus letras vivientes
una fecha a sus años; y que no haya ni cifras
ni mi nombre grabado en tal página agreste.
Ante la eternidad toda edad se confunde,

y Aquel que con su voz a los muertos despierta,
aunque falte mi nombre sé que no va a olvidarme.
Allí bajo mis cielos, al pie de las colinas
que cubrieron antaño con sus sombras mi cuna,

junto al suelo natal, junto al aire y al sol,
con un sueño muy leve esperaré el despertar.
Mi ceniza mezclada con la tierra que me ama
volverá a tener vida incluso antes que el alma,

será verde en los prados y color en las flores,
en las noches de estío beberá los perfumes
y los llantos del aire; y al llegar de aquel día
que no tiene crepúsculo la primera centella

que podrá despertarme a la aurora sin fin,
cuando se abran los ojos volveré a ver lugares
que en mi vida adoré y que vi tantas veces,
nuestra aldea y sus piedras con el fiel campanario,

la montaña y el cauce seco de este torrente,
y los campos resecos; y juntando ante mí
con la nueva mirada tantos seres queridos,
cuya sombra dormía aquí cerca entre escombros,

mis hermanas, un padre y una madre que es alma,
no dejando cenizas que conserve la tierra,
igual que el viajero desembarca y dirige
al navío miradas en las que hay gratitud,

nuestras voces dirán al unísono entonces
a todo este lugar que rebosa delicias
nuestro único adiós ya sin mezcla de lágrimas.


Alphonse de Lamartine (Francia, 1790-1869)