"El amor tiene más de una cosa en común con la convicción religiosa. Mal caballero de la dama de su corazón es quien se echa atrás ante la dificultad del amor. El amor se comporta como lo hace Dios: ambos se entregan sólo a su servidor más valiente"
Carl Gustav Jung (Suiza, 1875-1961)
miércoles, 26 de octubre de 2016
LA SOLEDAD, por Juan Zorrilla de San Martín
La soledad se sienta al lado mío
De noche, a medio día, en la alborada.
Yo la miro, y me mira... y le pregunto:
¿ De donde vienes? . Habla.
De noche, a medio día, en la alborada.
Yo la miro, y me mira... y le pregunto:
¿ De donde vienes? . Habla.
De un desierto, me dice, de un desierto
Tendido en sus arenas abrasadas;
De un bosque cuyos pájaros murieron
En una noche demasiado larga.
Tendido en sus arenas abrasadas;
De un bosque cuyos pájaros murieron
En una noche demasiado larga.
De las ruinas de un templo abandonado
Entre las cuales los recuerdos andan
Como alondras heridas y sin nido,
Que buscan sitio en que morir calladas.
Entre las cuales los recuerdos andan
Como alondras heridas y sin nido,
Que buscan sitio en que morir calladas.
De una llanura que crucé de prisa
En la noche después de una batalla;
Vengo hasta aquí desde muy lejos... Vengo
Del fondo de tu alma.
En la noche después de una batalla;
Vengo hasta aquí desde muy lejos... Vengo
Del fondo de tu alma.
Juan Zorrilla de San Martín (Uruguay, 1855-1931)
AYER POR PRIMERA VEZ, por Jairo Aníbal Niño
Ayer por primera vez
supe lo que era la aritmética
cuando, sin que nadie se diera cuenta,
me besaste en los labios.
Ayer por primera vez
supe que 1 más 1 son 1.
Jairo Aníbal Niño (Colombia, 1941-2010)
supe lo que era la aritmética
cuando, sin que nadie se diera cuenta,
me besaste en los labios.
Ayer por primera vez
supe que 1 más 1 son 1.
Jairo Aníbal Niño (Colombia, 1941-2010)
lunes, 17 de octubre de 2016
FRENTE A LA INTOLERANCIA RELIGIOSA, por David Alberto Campos Vargas
La neoposmodernidad, pese a sus esperanzadoras
posibilidades, nos presenta un gran desafío: el de la intolerancia religiosa.
Una triste realidad, que amenaza con empeñar justamente los logros de la
neoposmodernidad misma (como el de conseguir que el hombre se asuma, por primera
vez en la Historia, que es posible y deseable el respeto a la diferencia y a la
divergencia, y que se puede vivir felizmente en medio de la diversidad, más
allá de cualquier nacionalidad o cualquier otro intento de categorización).
La intolerancia religiosa del Nuevo Milenio recoge todos
los elementos del pasado (fanatismo, desvalorización o franca negación del otro,
irrespeto por la verdad del otro, uso de mercenarios, contaminación con
nacionalismos y militarismos nocivos) y los une, en una peligrosísima aleación,
con elementos del siglo XXI (terrorismo a gran escala, reclutamiento en redes
sociales, divulgación y propaganda a través de internet, ataque deliberado a
población indefensa).
Y la disyuntiva es clara. O frenamos a tiempo dicha
intolerancia devenida en terrorismo religioso, o nos abocamos de lleno a un periodo
de inseguridad e incertidumbre.
Es importante recordar que la religión no es la culpable
de las canalladas que se cometen en su nombre, como algunos ateos y agnósticos
suelen decir con perfidia (Campos, 2016).
De hecho, conviene aclarar que lo más
bello, lo más sublime y lo más noble que hay en el hombre es justamente esa
apertura a la trascendencia que le permite hacer una vida de la mano de Dios y
de lo religioso. Todo lo feo que uno se encuentra, a lo largo de la Historia,
aparejado a la religión, es claramente antirreligioso: las barbaridades y los
crímenes dizque “religiosos” son en realidad barbaridades y crímenes movidos
por intereses económicos y políticos.
Lo bello y lo feo son mutuamente excluyentes. Por eso la
religión no puede emparejarse con los mundanos asuntos políticos o
administrativos. Lo sublime y lo ruin no pueden ir juntos. Por eso la religión
no puede contaminarse con ambiciones imperialistas, ni con el afán de lucro, ni
con la competencia entre naciones.
Se equivocan quienes culpan a Dios, o a la religión, de
las guerras. Las guerras son consecuencia de la incomprensión de Dios, del
desconocimiento de Dios, justamente porque Dios es Amor y quien no lo conoce no
sabe lo que es el Amor, y no es capaz de amar.
La religión es re-unión, re-ligazón del hombre con ese
Dios amoroso y capaz de infinita misericordia. Nos llama a re-inventarnos, a ir
más allá de nuestras pulsiones y de nuestra naturaleza imperfecta. La religión
nos empuja hacia Dios, nos produce ansias de conocer, comprender e imitar a ese
Dios benevolente que nos llama al amor, y que nos invita a amar al prójimo (por
muy diferente que sea). En ese orden de ideas, la verdadera religiosidad jamás
contemplaría, ni siquiera como algo hipotético, la posibilidad de maltratar, ni
mucho menos de aniquilar, a ese prójimo al que sólo es legítimo amar.
Es un hecho que la historia de la religión es algo muy
distinto de la historia de la violencia (Armstrong, 2015). Lo que pasa es que los
líderes militares, económicos y políticos, siempre deseosos de maquillar sus
bajezas, han usado (y seguirán usando) la religión como “excusa” de sus hechos
de sangre. Ellos sólo quieren tratar de ocultar lo inocultable: sus carnicerías
son producto de su ambición, de su codicia, de su soberbia, de su lujuria, y
hasta de sus taras e inseguridades…pero ellos pretenden que no es así, sino que
hay “motivos elevados”. Mienten, y se condenan al hacerlo, porque usar a Dios o
a la religión como “tapadera” de actos pecaminosos no es sino pecar dos veces.
Son tan incompatibles los conceptos de religión y violencia
que pretender mezclarlos es una franca aberración. La religión, por lo mismo
que es re-ligazón con Dios, es re-ligazón con el Amor que sólo se realiza en el
amor mismo (es decir, sólo da fruto si mueve a amar). La violencia, por el
contrario, es destructora. La violencia es la antítesis del amor.
La violencia religiosa es, en ese orden de ideas, una
lamentable paradoja. Nadie verdaderamente religioso es violento. Ninguna
persona violenta puede ser, a cabalidad, una persona religiosa. Quien dice
defender a Dios aniquilando a otro ser humano es un verdadero monstruo, que no
conoce a Dios. No es de Dios lo que no es Amor.
Vale la pena recordar las palabras de Benedicto XVI al
respecto: “Los frutos de la fe en Dios no son antagonismos devastadores. Dios pedirá
cuentas aún más severamente a quien derrama en su nombre la sangre del hermano” (Benedicto XVI, 2008). Es que uno no puede
cometer la torpeza de invocar a Dios mientras le sirve a Satanás. ¡Qué
estupidez, la de creer que se hace algo religioso cuando en realidad se hace lo
opuesto!
La verdadera devoción y la verdadera vida religiosa
invitan a abrirse amorosamente al prójimo, a compartir con el prójimo ese amor
de Dios que se siente en la existencia propia. Por eso, la intolerancia
religiosa es una contradicción. ¿Cómo puede alguien presumir de religiosidad,
si no tolera al prójimo?
La misma ética religiosa impulsa a servir a los demás, a
ser solidario. La religiosidad quiescente e insolidaria es una religiosidad
muerta e incoherente (Von Hildebrand, 1959). Y cuando se convierte en fanatismo, franca
intolerancia o terrorismo, se desvirtúa por completo. Ya lo señalaba San Juan
Pablo II: “La religiosidad que se pone del lado de la cultura de la muerte es
una religiosidad falsa” (Juan Pablo II, 2014).
Además de ser un exabrupto desde el punto de vista teológico,
la intolerancia religiosa es un acto injusto y criminal. De ella se derivan
actos inadecuados y malignos, que causan sufrimiento al prójimo y que vulneran
sus derechos. Como he señalado en otros escritos, el andar estigmatizando,
excluyendo o persiguiendo a alguien por sus creencias religiosas constituye una
clara violación a sus libertades y a su privacidad (Campos, 2016).
Otro aspecto nefasto de la intolerancia religiosa es que
pone en riesgo unos símbolos, unos dogmas y unos significantes que son valiosos
para la inmensa mayoría de los seres humanos. Los desprestigia. Los ensucia.
Por eso es tan peligroso pretender mezclar religión con política, como de manera
insensata hacen muchos. No se puede ensuciar lo religioso y trascendente con
algo tan rastrero como la actividad política. Son dos caminos distintos, que si
a veces coinciden (solamente cuando se convierten en una oportunidad de
servicio a los necesitados) lo hacen sólo de forma casual y esporádica, y no
obedeciendo a los fines ni a las maquinarias de los políticos (a quienes sólo
les importa enriquecerse a costa de sus votantes, o sentirse vitoreados, o ganar
popularidad) sino a la belleza de la religión, que busca la promoción de la
dignidad humana y el establecimiento de la paz y la concordia entre la gente.
Viene al caso la famosa frase de Pablo VI, escrita ad hoc para una desesperada alocución de
Pío XII en 1939: “Todo se pierde con la guerra, todo se gana con la paz”
(González-Balado, 1995). Y toda la
doctrina social de la Iglesia, ampliamente difundida por el mundo por dos
pontífices que fueron al mismo tiempo grandes pensadores: San Juan Pablo II (Valli,
2011) y Benedicto XVI (Bastante, 2005).
El camino de la paz se construye también con la tolerancia
religiosa. De ahí la importancia de cultivarla en todos los ámbitos de nuestra
vida: si no la hacemos carne en nosotros, todo quedará en una bonita palabrería.
Necesitamos hechos de paz. Palabras se han dicho muchas, a lo largo de la
Historia.
La tolerancia religiosa evita cataclismos, tanto a nivel
comunitario como a nivel nacional o mundial. Ahí donde hay odio, o
desconfianza, o al menos animadversión, siembra el necesario entendimiento
sobre el cual pueden edificarse la cooperación y la convivencia amorosa y solidaria.
Como ciudadanos, debemos empeñarnos en construir y
fortalecer a diario esa tolerancia. Debemos permitir a las personas de
distintas religiones el expresar sus puntos de vista, respetuosamente, convencidos
como San Agustín de un hecho evidente: en todas ellas hay semillas de verdad
(Agustín de Hipona, 2012), y aun cuando no contengan la plenitud de Dios ni de
Su mensaje son valiosos escalones hacia esa Verdad excelsa que es Jesucristo, y
hacia esa Palabra de Vida que es su Evangelio, enriquecido a través de los
siglos por el magisterio de la Iglesia. Así estamos tendiendo lazos con el
prójimo, con “el otro” que bien podríamos llamar “el mismo” en realidad, pues
se trata del mismo ser humano, que puede ser diferente en cuanto a su
indumentaria, o su lenguaje, o sus creencias religiosas, pero que es como
nosotros en su esencia, en su ontos de
hombre.
También como padres de familia y educadores tenemos esa
noble misión. Siempre que podamos, siempre que veamos la oportunidad de
hacerlo, debemos señalar y mostrar las ventajas y las bondades de la tolerancia
religiosa (en tanto que evita hechos de sangre, en todos los ámbitos). Y debemos
recordar que los niños y los jóvenes necesitan, de manera especial, percibir
una coherencia entre nuestro discurso y nuestro actuar cotidiano. Somos sus
principales referentes. Estamos llamados, en consecuencia, a ser los mejores
modelos.
David Alberto Campos Vargas (Colombia, 1982)
REFERENCIAS
Campos, D.A. Cristianismo
y Violencia, Armenia, 2016.
Armstrong, K. Campos
de sangre, Madrid, 2015.
Benedicto XVI, Reencuéntrate
con tu Fe, Madrid, 2008.
Von Hildebrand, D. Ética
Cristiana, Madrid, 1959.
San Juan Pablo II, Estoy
en tus manos, Madrid, 2014.
Campos, D.A. La
filosofía de Locke frente al totalitarismo del siglo XXI, Armenia, 2016.
González-Balado, J. Vida
de Pablo VI, Madrid, 1995.
Valli, A. Mi querido
Juan Pablo II. Vida, pontificado y viajes, Madrid, 2011.
Bastante, J. Benedicto
XVI, el nuevo Papa, Madrid, 2005.
San Agustín de Hipona. Obras completas. Madrid, 2012.
LA FILOSOFÍA POLÍTICA DE LOCKE FRENTE AL TOTALITARISMO DEL SIGLO XXI, por David Alberto Campos Vargas
Alguna vez creí, ingenuamente, que la
Neoposmodernidad traería consigo el debilitamiento de la intromisión de los
Estados nacionales en la vida humana (Campos, 2005), y que todos los hombres
serían al fin ciudadanos del mundo libres y autónomos (Campos, 2013), pero lo
que hoy se avizora es un nuevo tipo de totalitarismo. Un totalitarismo que
parte de lo cultural, imponiéndose como cultura light (Campos, 2016), que permea todos los fenómenos relacionados
con la globalización, y que es claramente supranacional, pues obedece a unos
intereses y a una agenda particulares, no adscritos a ninguna nación
propiamente dicha, sino a un conglomerado (que es una minoría, con respecto a
la población planetaria) de líderes económicos y políticos que están muy
interesados en mantener al resto de los seres humanos bajo su yugo.
Este nuevo totalitarismo está muy interesado en
despojar al individuo de sus derechos. ¿Por qué? Porque no le convienen los
individuos empoderados, autónomos y seguros de sí mismos. Lo que este
totalitarismo del siglo XXI quiere es tener sujetos dóciles, despersonalizados,
con una identidad difusa, completamente frágiles y dependientes.
Estas son las características de este totalitarismo
del siglo XXI: a) depende de unos intereses y una agenda particulares (no está
adscrito a ningún país propiamente dicho, pues controla a muchas naciones, por
vía del adoctrinamiento de las élites que gobiernan a sus respectivos países:
se trata de un verdadero monstruo de mil cabezas); b) hace uso de la
globalización para difundir las actitudes con las que desea adoctrinar a la
Humanidad: materialismo, consumismo, robotización de la vida cotidiana,
desapego, ausencia de empatía, relaciones interpersonales utilitaristas); c)
entra a todos los hogares como cultura light
(en la que la superficialidad, la banalidad y la ignorancia van aparejadas
a la pretensión de que el estilo de vida “exitoso” es justamente el
individualista y consumista, que no valora ni el amor ni el intelecto sino lo
puramente monetario); d) es de índole marcadamente económica, pues obedece a
los intereses de los verdaderos dueños del mundo (Ziegler, 2003): los grandes
capitalistas, ricachones completamente desentendidos de los millares que mueren
de hambre y de enfermedades prevenibles, archimillonarios a los que no les
genera remordimiento alguno el acabar con los recursos naturales y las riquezas
de la biosfera si con ello engrosan sus cuentas bancarias, y que están llevando
al planeta entero, de manera diabólica, al borde del colapso (Campos, 2016); e)
busca despojar, a la inmensa mayoría, de los bienes y las propiedades necesarias
para llevar una vida digna (Dávalos, 2011); f) representa un secularismo
militante, que no respeta el derecho de cada individuo a cultivar sus creencias
religiosas sino que pretende, por el contrario, inculcarle su visión de la vida y el mundo: una visión atea, materialista y
reduccionista al extremo; g) quiere desestructurar y debilitar a las personas a
las que considera ciudadanos de segunda categoría (hombres del Tercer Mundo,
minorías, etnias no blancas, personas con nivel adquisitivo bajo o medio), con
miras a convertirlas en mano de obra barata; h) intenta utilizar a los Estados
nacionales y sus aparatos burocráticos como agentes de ideologización y
aletargamiento de masas, con un discurso “políticamente correcto” que en
realidad es muy político y nada correcto, pues tiene como meta homogenizar el
pensamiento de los sometidos, y hacerles creer que ingresan a unas lógicas de
mercado que les traen “oportunidades” cuando en realidad destruyen su unidad
familiar y su calidad de vida.
El totalitarismo del siglo XXI es insaciable. Quiere
esclavos, porque necesita de una enorme cantidad de trabajadores (poco
calificados, ajenos a la alta cultura, con aspiraciones mediocres en sus vidas,
alejados de lo espiritual y lo trascendente, manipulables y sin capacidad de
resistencia) que, por un salario bajo, mantenga a los multimillonarios en su
estilo de vida inmoral, lleno de excesos, anti-ecológico, irresponsable y contaminante.
Y va con todo, embruteciendo y sumiendo en la nesciencia a quienes considera
sus peones: por eso les quita la educación de calidad (y con miras a quitarles
aún la posibilidad de educarse); por eso les quita las prestaciones sociales; por
eso les vulnera el derecho a la salud; por eso los aleja de la cultura que es
significativa y los embolata con una cultura light que no es más que zafiedad banal e inútil.
Es como si, superados los regímenes de hierro del
siglo XX (fascismo, nazismo, comunismo, socialismo) asistiéramos hoy a una
nueva forma de totalitarismo: un totalitarismo disfrazado, maquillado,
“políticamente correcto” y multinacional, que intenta inculcarnos su visión del
mundo y sus valores, y convertirnos en súbditos aletargados y sumisos. Un
totalitarismo que no hace campos de concentración como Hitler o Stalin, sino
que provoca un genocidio a gran escala de manera soterrada, condenando a sus
excluidos a vivir (y morir) en la pobreza.
Y como es un totalitarismo disimulado e hipócrita,
se reviste de populismo. Utiliza al Estado como trípode para su ametralladora.
Por eso va de la mano con los populismos. Por eso utiliza la jerga “pluralista”
que en realidad no es pluralista sino hegemónica, y adopta formas a un mismo
tiempo dictatoriales y asistencialistas. El totalitarismo del siglo XXI es un
totalitarismo que sabe usar, literalmente, el veneno populista (Campos, 2016).
Conviene volver a leer, en estos tiempos de
oscuridad, a esos campeones de la defensa de los derechos del individuo. En
especial a John Locke. Se requiere, de manera imperiosa, lanzar un grito en
medio de la estupidez generalizada. Es un deber resistir.
Hoy, más que nunca, se necesita exigir el respeto a
los derechos individuales, en especial aquellos derechos que promueven la
dignidad personal frente (derecho a la vida, derecho a la libertad, derecho a
la propiedad privada, derecho a la felicidad) a la imposición y la coerción de
la masa, del Estado o de las organizaciones mundiales. Hoy, más que nunca, es
benéfica la defensa de las libertades individuales (en todas las esferas de la
existencia humana) frente a los intentos totalitarios de adoctrinamiento y
sujeción.
El legado de Locke tiene en el siglo XXI más
vigencia que nunca. Nos recuerda que el individuo no puede ser limitado, ni absorbido,
ni aplastado, ni relegado por la masa. Nos sacude y nos saca de la pasividad
frente al Estado, y frente a las distintas organizaciones (Fondo Monetario
Internacional, G-8, Banco Mundial, Organización de las Naciones Unidas, Agencia
Estadounidense de Cooperación para el Desarrollo, Unión Europea, Banco
Interamericano de Desarrollo, Internacional Socialista, millares de think tanks y organizaciones no
gubernamentales) que pretenden pensar y actuar por nosotros, y hacernos sus
marionetas. Nos invita a tomar el timón de nuestras vidas, y a no permitir que
nadie, bajo ninguna excusa, intente violar ese espacio sagrado que corresponde
a lo privado, a lo íntimo y a lo enteramente
nuestro.
Hoy por hoy, cuando ese totalitarismo de Nuevo
Milenio amenaza con neutralizar la inteligencia del individuo con su cultura light hegemónica y soporífera se
requiere una contracultura firme y con grandes aspiraciones. Ante la satánica
pretensión de las élites políticas de barrer con la religión para implantar un
gobierno hegemónico mundial ateo y dispuesto a explotar al hombre, vale la pena
defender con todo el derecho a la libertad de culto y luchar contra todo
intento político de inmiscuirse en los asuntos religiosos personales y
familiares. Frente a la intención de muchas organizaciones no gubernamentales
de minar la estructura familiar y hasta de ridiculizar el modelo de familia
sana, conviene defender nuestro derecho a educar a nuestros hijos (y de decirles
que, aunque se les respeta su activismo, no tienen ningún derecho a inculcar a
nuestros hijos la ideología de género o a estigmatizar lo que por convicción
creemos que es lo correcto). Ante al malévolo consorcio entre multimillonarios
que tratan de imponer su “agenda” a la Humanidad, es más que justo rebelarse y
hacer lo correcto (que nunca es lo que ellos pretenden).
El pensamiento de Locke, hoy más que nunca, es
necesario y pertinente. El Estado, ese paquidermo inútil, trata de
hipertrofiarse a costa de reducir los derechos de la persona (entrometiéndose
en su vida privada, en su vida familiar, en sus asuntos de conciencia). Y las
organizaciones mundiales (una especia de súper-Estado que aglomera varios
Estados), malignamente manejadas por los países que tienen el mayor poder
económico y militar en el planeta (y por eso siempre dispuestas a servir a sus
intereses, y no a la Humanidad, como de manera descarada afirman), tratan de
imponerse de forma hegemónica a costa de instaurar una única forma de ser
humanos (que es como a dichos países les conviene: materialistas, dispuestos a
sacrificarlo todo en aras del dinero y/o del trabajo, competitivos, ateos, insolidarios,
desentendidos del prójimo, ignorantes de la alta cultura y satisfechos con la
cultura light). En esta preocupante
situación, es prudente y sensato leer y
releerlo, comprenderlo a la luz de nuestros tiempos, y extraer de su obra todo
lo que nos pueda servir para la resistencia.
David Alberto Campos Vargas (Colombia, 1982)
REFERENCIAS
Campos, D.A. ¿Qué
es neoposmodernidad?, Santiago de Chile, 2005.
Campos, D.A. Nuevo
Milenio es Neoposmodernidad, Bogotá, 2013.
Campos, D.A. Reflexiones
sobre la Neoposmodernidad, Armenia, 2015.
Campos, D.A. Contracultura
de la cultura light, Armenia, 2016.
Ziegler, J. Los
nuevos amos del mundo y aquellos que se les resisten, Madrid, 2003.
Campos, D.A. La
política y los políticos: la cara siniestra del hombre. Armenia, 2016.
Dávalos, La
democracia disciplinaria. El proyecto posneoliberal para América Latina,
Bogotá, 2011.
Campos, D.A. El
veneno populista, Armenia, 2016.
Locke, J. Obra completa,
Madrid
sábado, 15 de octubre de 2016
Platón, sobre la bondad
"Buscando el bien de nuestros semejantes, encontramos el nuestro"
Platón (Grecia, 427 a.C.- 347 a.C.)
Platón (Grecia, 427 a.C.- 347 a.C.)
CARRERAS DE GALGOS, por Richard Ford
Mi mujer se acababa de largar hacia el oeste con un mozo del canódromo local, y yo estaba por casa a la espera de que las cosas se aclarasen, con intención de coger el tren de Florida para tratar de cambiar mi suerte. Incluso tenía ya el billete en la cartera.
Era la víspera del día de Acción de Gracias, y a lo largo de toda la semana había habido vehículos de cazadores aparcados ante la verja: furgonetas y un par de viejos Chevys —la mayoría con matrículas de otros estados— vacíos durante todo el santo día. De cuando en cuando, de pie junto a su coche, dos hombres tomaban café y charlaban. No les había prestado la más mínima atención. Gainsborough, mi casero —estaba pensando seriamente en irme sin pagarle el alquiler—, me había dicho que no me enemistase con ellos, que les dejase cazar a menos que disparasen cerca de la casa; en tal caso debía llamar a la policía del estado y dejar que fuera ella quien tomara las medidas oportunas. Nadie había disparado en las cercanías de la casa, aunque había oído disparos allá atrás en el bosque, y visto cómo uno de los Chevys salía de él todo gas con un ciervo en la baca, pero pensé que no había motivo para preocuparse.
Quería marcharme antes de que llegaran las nieves, y antes de que empezaran a llegar las facturas de la electricidad. Mi mujer había vendido el coche antes de fugarse, así que no iba a resultarme fácil arreglar mis asuntos. Aunque la verdad es que tampoco había podido dedicarles mucho tiempo.
Minutos después de las diez de la mañana llamaron a la puerta. Fuera, de pie en el césped helado, había dos mujeres gordas con un ciervo muerto.
—¿Dónde está Gainsborough? —preguntó una de las gordas.
Llevaban ropa de cazador. Una vestía zamarra de leñador a cuadros rojos, y la otra guerrera y pantalones verdes de camuflaje. Las dos llevaban un pequeño cojín naranja de esos que se cuelgan de la presilla trasera del cinturón y se calientan cuando te sientas encima. Las dos llevaban escopeta.
—No está aquí —dije—. Ha vuelto a Inglaterra. Algún problema con el gobierno. No estoy muy al corriente.
Ambas mujeres me miraban fijamente, como si trataran de enfocar mejor mi persona. Llevaban la cara pintada de un potingue de camuflaje verde y negro, y parecía que tenían algo en mente. Yo aún estaba en albornoz.
—Queríamos invitarle a Gainsborough a una chuleta de ciervo —dijo la de la zamarra roja de leñador, que era la que había hablado antes. Se volvió y miró hacia el ciervo muerto, que tenía la lengua fuera, a un costado de la boca, y ojos como de ciervo disecado—. Nos deja cazar, y queríamos agradecérselo de este modo —dijo.
—Podían dejármela aquí, la chuleta de ciervo —dije—. Se la guardaría hasta que vuelva.
—Sí, supongo que sí —dijo la que hablaba siempre. Pero la otra, la que llevaba el traje de camuflaje, le dirigió una mi—rada que decía que si me la daban no llegaría jamás a manos de Gainsborough.
—¿Por qué no pasan? —dije—. Haré un poco de café y podrán entrar en calor.
—La verdad es que tenemos bastante frío —dijo la de la zamarra a cuadros frotándose las manos—. Si a Phyllis no le importa…
Phyllis dijo que no tenía ningún inconveniente, aunque parecía dejar bien claro que aceptar una taza de café no suponía en absoluto desprenderse de la chuleta de ciervo.
—Phyllis es en realidad la que lo ha matado —dijo la gorda agradable; estaban sentadas en el sofá cama con sendos tazones apretados entre las manos rollizas. Luego explicó que se llamaba Bonnie y que eran del otro lado de la frontera del estado.
Eran mujeres grandes, cuarentonas y de cara obesa, y su ropa daba un aspecto enorme a todos y cada uno de sus volúmenes corporales. Las dos eran alegres; incluso Phyllis, en cuanto se olvidó de las chuletas de ciervo y volvió a tener algo de color en las mejillas. Parecían llenar a casa y crear en ella cierta atmósfera festiva.
—Corrió unos sesenta metros después de que ésta le pegara el tiro, y cayó a tierra al saltar la cerca —dijo Bonnie, en tono de entendida en la materia—. Fue un tiro en el corazón, y a veces ésos tardan en tumbar al bicho.
—Corría como un perro escaldado —dijo Phyllis—, y cayó como un saco de mierda.
Phyllis tenía el pelo rubio y corto, y una boca dura que parecía diseñada para decir ordinarieces.
—También vimos una gama herida —dijo Bonnie, y pareció irritarse al recordarlo—. Esas cosas la ponen a una hecha una furia.
—Puede que el cazador le estuviese siguiendo el rastro —dije—. Puede que fuera un error. Nunca se sabe con estas cosas.
—Eso sí que es verdad —dijo Bonnie, y miró a Phyllis, esperanzada, pero Phyllis no levantó la mirada. Traté de imaginar—las arrastrando el ciervo muerto fuera del bosque, y no me resultó difícil.
Fui a la cocina a sacar un pastel que había puesto en el horno, y cuando volví las encontré cuchicheando. Pero parecía un cuchicheo afable, y les ofrecí el pastel sin mencionarlo. Me alegraba tenerlas allí conmigo. Mi mujer es delgada y menuda, y se compraba toda la ropa en la sección infantil de los grandes almacenes, y dice que es la mejor ropa que se puede comprar porque es la más resistente. Pero nunca se hizo notar gran cosa en la casa; lo que había de ella no bastaba para llenar todo el espacio. No es que la casa fuera enorme; de hecho era muy pequeña —una casa prefabricada que Gainsborough había traído hasta allí en un tráiler—. Pero aquellas mujeres parecían llenarlo todo, y hacer como si hubiera ya llegado el día de Acción de Gracias. Ser así de grande nunca me había dado la impresión que tenía su lado bueno, pero ahora mi opinión era diferente.
—¿Va alguna vez al canódromo? —preguntó Phyllis, con un trozo de pastel en la boca y otro flotando en el tazón.
—Sí —dije—. ¿Cómo lo sabe?
—Phyllis dice que cree haberle visto allí unas cuantas veces —dijo Bonnie, y sonrió.
—Yo sólo apuesto a la quiniela —dijo Phyllis—. Pero Bon apuesta a cualquier cosa, ¿no, Bon? Triples, dobles diarias, cualquier cosa. Le da igual.
—Por supuesto. —Bon volvió a sonreír, y se quitó el cojín termógeno naranja de debajo de las nalgas para ponerlo en—cima del brazo del sofá cama—. Phyllis dice que cree haberle visto allí una vez con una mujer. Una mujer pequeña, muy menuda y muy guapa.
—Puede ser —dije.
—¿Quién era? —dijo Phyllis con brusquedad.
—Mi mujer —dije.
—¿Está aquí? —preguntó Bon, mirando con gracia en torno como si alguien se hubiera escondido detrás de una silla.
—No —dije—. Está de viaje. Se ha ido al oeste.
—¿Qué pasó? —dijo Phyllis en tono hostil—. ¿Ha perdido toda la pasta en las carreras de galgos y ella se le ha largado?
—No.
Phyllis me gustaba infinitamente menos que Bon, pero en cierto modo parecía más de fiar llegado el caso (aunque no creía que tal caso pudiera llegar nunca). No me agradaba, sin embargo, que Phyllis fuera tan sagaz, pese a no acertar de pleno en el asunto del dinero. Mi mujer y yo dejamos la ciudad y nos vinimos a vivir a esta comarca. Tenía en mente el negocio de vender publicidad de las carreras le galgos en restaurantes y gasolineras, y distribuir cupones de descuento para pasar la velada en el canódromo, que darían a ganar a todo el mundo algún dinero. Había empleado mucho tiempo en el asunto, e invertido todo mi capital. Y ahora tenía un sótano lleno de cajas de cupones que nadie quería, que no estaban pagados. Mi mujer llegó un día riendo y me dijo que mis ideas no servían ni para enfriar el hielo, y al día siguiente se largó en nuestro coche y no volvió. Días después llamó un tipo para preguntarme si tenía las fichas de mantenimiento del coche; no las tenía, claro, pero es así como supe que lo habían vendido y con quién se había fugado mi mujer.
Phyllis se sacó un botellín de plástico de algún bolsillo interior de la guerrera, le desenroscó el tapón y me lo tendió por encima de la mesa. Era temprano, pero —pensé— qué diablos. Era la víspera del día de Acción de Gracias. Estaba solo y a punto de dejarle a deber a Gainsborough el alquiler. Poco podía importar que echara un trago.
—Esto está hecho una leonera —dijo Phyllis. Le devolví el botellín y lo examinó para comprobar la magnitud del trago—. Parece la guarida de una fiera muerta de hambre.
—Necesita la mano de una mujer —dijo Bon, y me guiñó un ojo. En realidad no era fea, aunque sí un tanto adiposa. La pasta de camuflaje de la cara le daba un aire de payaso, pero no me impedía ver que tenía una cara agraciada.
—Estoy a punto de dejar la casa —dije, y alargué la mano para coger el botellín, pero Phyllis volvió a metérselo en la guerrera—. Ahora me he puesto a reorganizar las cosas ahí atrás.
—¿Tiene coche?
—Le están poniendo anticongelante —dije—. Lo tengo ahí en BP. Es un Camaro azul. Seguro que lo han visto al pasar. ¿Están casadas, chicas? —dije, aliviado al desviar la conversación hacia otros temas.
Bon y Phyllis intercambiaron una mira la de fastidio, y ello me desalentó. Me causaba desaliento cualquier asomo de disgusto que ensombreciera las bonitas facciones redondas de Bon.
—Estamos casadas con dos vendedores de goma elástica de Petersburg. Eso está justo al otro lado de la frontera del estado —dijo Phyllis—. Un auténtico par de micos, ya sabe lo que quiero decir.
Traté de imaginarme a los maridos de Bonnie y Phyllis: dos sujetos enjutos con chaquetas de nylon, dando apretones de manos en el oscuro aparcamiento de un centro comercial, frente a una bolera-bar. No lograba imaginarme nada más.
—¿Qué piensa de Gainsborough? —dijo Phyllis.
Bon ahora se limitaba a sonreírme.
—No lo conozco bien —dije—. Me contó que era descendiente directo del pintor inglés. Pero no le creo.
—Ni yo —dijo Bonnie, y volvió a guiñarme el ojo.
—Es de los que mean colonia —dijo Phyllis.
—Tiene dos hijos que vienen por aquí a fisgar de vez en cuando —dije—. Uno es bailarín y trabaja en la ciudad. El otro repara computadoras. Creo que lo que quieren es venirse a vivir a esta casa. Pero tengo un contrato de arrendamiento.
—¿Piensa marcharse sin pagarle? —dijo Phyllis.
—No —dije—. Jamás le haría eso. Se ha portado bien conmigo, aunque a veces invente cuentos.
—Mea colonia —dijo Phyllis.
Phyllis y Bonnie intercambiaron una mirada de inteligencia. A través del pequeño ventanal vi que estaba nevando; era apenas un velo fino, pero inconfundible.
—Tengo la sensación de que usted no le haría ascos a un buen revolcón —dijo Bon, y me dedicó una gran sonrisa que dejó al descubierto sus dientes. Tenía una dentadura pequeña, blanca, impecable. Phyllis dirigió a Bonnie una mirada inexpresiva, como si hubiera oído la frase otras veces—. ¿Qué opina? —dijo Bonnie, y adelantó un poco el torso sobre sus gruesas rodillas.
Al principio no supe qué pensar. Pero luego pensé que no sonaba nada mal, por mucho que Bonnie fuera un tanto voluminosa. Le dije que me parecía perfecto.
—Ni siquiera sé cómo se llama —dijo Bonnie. Se levantó y miró la triste salita en busca de la puerta que daba al fondo de la casa.
—Henderson —mentí—. Lloyd Henderson. Y llevo aquí seis meses.
Me levanté.
—No me gusta Lloyd —dijo Bonnie. Ahora podía verme de pie, en albornoz, y me miró de arriba abajo—. Creo que te llamaré Curly, porque tienes el pelo rizado. Tan rizado como el de los negros —dijo, y lanzó una carcajada que le sacudió el corpachón bajo la zamarra.
—Puedes llamarme como quieras- dije, y me sentí estupendamente.
—Si vais a meteros en el cuarto, me pondré a limpiar un poco todo esto —dijo Phyllis. Y dejó caer una mano enorme sobre el brazo del sofá cama, como si esperara hacer saltar una nube de polvo—. No te importa que lo haga, ¿verdad, Lloyd?
—Curly —dijo Bonnie—. Llámale Curly.
—No, claro que no- dije, y miré la nieve a través de la ventana. Ahora empezaba a caer sobre los campos, al pie de la colina. Era como una estampa navideña.
—Pues no os preocupéis si hago un poco de ruido —dijo Phyllis, y se puso a recoger los tazones y los platos de la mesa.
Bonnie, desnuda, no estaba tan mal. Tenía infinidad de pesadas capas carnosas, pero sabías que en su interior, detrás de todas ellas, era una mujer generosa y amante y tan buena como la mejor que un hombre pueda desear. Era gorda, sí, aunque probablemente no tan gorda como Phyllis.
Quité las ropas amontonadas encima de mi cama y las dejé en el suelo. Pero cuando Bon se sentó en la colcha su trasero fue a caer sobre un alfiler de corbata y varias monedas. Soltó un grito y se echó a reír, y ambos reímos. Me sentía estupendamente.
Quité las ropas amontonadas encima de mi cama y las dejé en el suelo. Pero cuando Bon se sentó en la colcha su trasero fue a caer sobre un alfiler de corbata y varias monedas. Soltó un grito y se echó a reír, y ambos reímos. Me sentía estupendamente.
—Siempre que vamos de caza esperamos que nos suceda algo como esto —dijo Bonnie entre risitas—. Encontrar a alguien como tú.
—Y yo igual —dije.
La toqué, y la sensación no estaba nada mal. Blandura por todas partes. Siempre había pensado que las mujeres gordas eran quizá mejores que las otras porque no tienen tantas ocasiones de hacerlo y pueden pensarlo y repensarlo con tranquilidad. Prepararse para hacerlo como Dios manda.
—¿Sabes muchos chistes de gordos? —me preguntó.
—Unos cuartos —dije—. Antes sabía un montón.
Oía a Phyllis en la cocina, abriendo el grifo y revolviendo los cacharros en la pila.
—El que más me gusta es el del camión —dijo Bonnie. No lo conocía.
—Ese no lo sé —dije.
—¿No sabes el del camión? —dijo ella, con asombro.
—No, lo siento —dije.
—Puede que te lo cuente algún día, Curly —dijo—. Te partirás de risa.
Pensé en los dos maridos con chaquetas de nylon, dando apretones de manos en el oscuro aparcamiento, y me dije que les traería sin cuidado si hacía el amor con Bonnie o con Phyllis; o que, si les importaba, se iban a enterar cuando yo estuviera ya en Florida y tuviera un coche. Así, Gainsborough podría contarles luego todo el asunto, explicando con ello por qué me había largado sin pagar el alquiler ni las facturas de la casa. Y ellos quizá hasta le dieran un par de guantazos antes de volverse a Petersburg.
—Eres un hombre guapo —dijo Bonnie—. Hay muchos hombres gordos, pero tú eres delgado. Tienes brazos de deportista paraolímpico de silla de ruedas.
Me gustó lo que me dijo. Me hizo sentirme bien. Hizo que me sintiera audaz; como si hubiera matado un ciervo, como si tuviera montones de ideas que ofrecer al mundo.
—He roto un plato —dijo Phyllis cuando Bonnie y yo volvimos a la sala—. Seguramente oísteis el ruido. Pero he encontrado pegamento en un cajón y me ha quedado como nuevo. Glínsborotigh ni se dará cuenta.
Phyllis, en nuestra ausencia, lo había limpiado casi todo, y fregado hasta el último plato de la pila. Pero, se había vuelto a poner la guerrera de camuflaje y parecía lista para despedirse. Estábamos los tres de pie en medio de la sala, y me dio la sensación de que la colmábamos hasta las mismísimas paredes. Yo seguía en albornoz, y me apeteció pedirles que se quedaran a dormir. Pensé que con el tiempo podría llegar a hacer mejores migas con Phyllis, y que a lo mejor comíamos ciervo el día de Acción de Gracias. La nieve, fuera, lo cubría todo. Aún era pronto para las primeras nieves. Presentí el comienzo de un mal invierno.
—Eh, chicas, ¿por qué no os quedáis pasar la noche? —dije, y les sonreí esperanzado.
—No puede ser, Curly —dijo Phyllis.
Estaban en la puerta. A través de la triple cristalera vi el ciervo sobre la hierba. La nieve se fundía en la oquedad de sus entrañas. Bonnie y Phyllis se habían echado ya al hombro las escopetas. Bon parecía compungida de veras ante su inminente partida.
—Tendrías que verle los brazos —estaba diciéndole a su amiga. Luego me envió un último guiño. Llevaba su zamarra de leñador y su cojín naranja colgándole del cinturón—. A primera vista no parece fuerte. Pero lo es. ¡Santo cielo! Deberías verle los brazos —dijo.
Estaba en la puerta, despidiéndolas, y las miré. Tenían agarrado el ciervo por los cuernos, y lo arrastraban por el camino en dirección al coche.
—Cuídate, Lloyd —dijo Phyllis.
Bonnie miró hacia atrás y me sonrió.
—Lo haré, no te preocupes —dije—. Podéis contar conmigo.
Cerré la puerta. Luego fui hasta el pequeño ventanal y me quedé mirando cómo bajaban por el camino de entrada hacia la valla, tirando del ciervo a través de la nieve y dejando un surco a su espalda. Después las vi arreglárselas para pasar el ciervo por debajo de la valla de Gainsborough, y reír junto al coche, y levantar el ciervo hasta el maletero, y depositarlo en su interior y atar la puerta del maletero con cuerdas. La cabeza del ciervo sobresalía por la abertura para facilitar una eventual inspección. Bonnie y Phyllis se irguieron y miraron hacia la ventana y me dijeron adiós con la mano; las dos, con grandes movimientos de abanico de los brazos. Una en zamarra de leñador y la otra en traje de camuflaje. Les devolví el saludo desde el ventanal. Luego subieron al coche, un Pontiac rojo nuevo, y se alejaron.
Pasé en la sala casi todo el resto de la tarde, echando de menos la televisión, contemplando la caída de la nieve, alegrándome de que Phyllis lo hubiera arreglado todo y de no tener que hacerlo yo antes de dejar la casa. Y pensando en cuánto me habría gustado comerme una tajada de aquel ciervo.
Cerré la puerta. Luego fui hasta el pequeño ventanal y me quedé mirando cómo bajaban por el camino de entrada hacia la valla, tirando del ciervo a través de la nieve y dejando un surco a su espalda. Después las vi arreglárselas para pasar el ciervo por debajo de la valla de Gainsborough, y reír junto al coche, y levantar el ciervo hasta el maletero, y depositarlo en su interior y atar la puerta del maletero con cuerdas. La cabeza del ciervo sobresalía por la abertura para facilitar una eventual inspección. Bonnie y Phyllis se irguieron y miraron hacia la ventana y me dijeron adiós con la mano; las dos, con grandes movimientos de abanico de los brazos. Una en zamarra de leñador y la otra en traje de camuflaje. Les devolví el saludo desde el ventanal. Luego subieron al coche, un Pontiac rojo nuevo, y se alejaron.
Pasé en la sala casi todo el resto de la tarde, echando de menos la televisión, contemplando la caída de la nieve, alegrándome de que Phyllis lo hubiera arreglado todo y de no tener que hacerlo yo antes de dejar la casa. Y pensando en cuánto me habría gustado comerme una tajada de aquel ciervo.
Al rato empezó a parecerme magnífica la idea de marcharme: llamar a un taxi, irme en él hasta la estación, subir al tren de Florida y olvidarme de todo lo demás. Y de Tina, rumbo a Phoenix con un tipo que de lo único que entendía en la vida era de galgos.
Pero cuando fui al comedor a coger mi cartera para echarle un vistazo al billete, lo único que encontré en ella fue algo de cambio y unos cuantos estuches de cerillas. Y comprendí que no era sino el comienzo de una nueva racha de mala suerte.
Richard Ford (Estados Unidos, 1944)
viernes, 14 de octubre de 2016
DÍA A DÍA, por Arturo Uslar Pietri
Decir que el tiempo es río es decir nada.
Ni nace ni termina su corriente;
fluye desde horizontes infinitos
y seguirá, sin duda, hasta el olvido.
Ni nace ni termina su corriente;
fluye desde horizontes infinitos
y seguirá, sin duda, hasta el olvido.
Nacer nadie lo vio, ni lo verá acabar.
En él flotamos por confusos trechos.
El tiempo de surgir y sumergirse
es el de nuestra vida, tan pequeña,
tan torpe, tan voraz, tan impaciente
que apenas nace y a morir empieza.
En él flotamos por confusos trechos.
El tiempo de surgir y sumergirse
es el de nuestra vida, tan pequeña,
tan torpe, tan voraz, tan impaciente
que apenas nace y a morir empieza.
Feliz llamaban los antiguos vates
al que joven moría. Eran los dioses
los que daban el don de no ir más lejos.
El fin siempre es temprano. Cada día
es toda la vida en tiempo pleno.
al que joven moría. Eran los dioses
los que daban el don de no ir más lejos.
El fin siempre es temprano. Cada día
es toda la vida en tiempo pleno.
No hay más que el hoy,
que este momento solo
en que conozco que estoy vivo y siento.
que este momento solo
en que conozco que estoy vivo y siento.
Cada día es el día, y cada hora
es la única hora de la vida.
Todo el ayer se fue en reminiscencia,
y el mañana no existe todavía.
es la única hora de la vida.
Todo el ayer se fue en reminiscencia,
y el mañana no existe todavía.
No llegamos a viejos: Sólo somos
en la invariable vaguedad del ser.
en la invariable vaguedad del ser.
Los nombres son equívocos, las fechas
hacen inerte cuenta sin sentido.
No somos el de ayer ni el de mañana:
Somos el de hoy apenas.
La vida empieza en cada amanecida,
y la conciencia muere en cada noche.
hacen inerte cuenta sin sentido.
No somos el de ayer ni el de mañana:
Somos el de hoy apenas.
La vida empieza en cada amanecida,
y la conciencia muere en cada noche.
Yo podría contar la historia vana
de una vida que acaso fue la mía,
pero que es tan ajena y tan extraña
ante esta hora en que me nombro y busco.
de una vida que acaso fue la mía,
pero que es tan ajena y tan extraña
ante esta hora en que me nombro y busco.
No se es viejo ni joven; se está vivo.
Y soy yo, el de hoy, quien hace el mundo
con mi mano segura o temblorosa,
con la errada visión que siempre tuve,
jugando el juego
de ausencias y presencias
que sólo para mí tiene sentido.
con mi mano segura o temblorosa,
con la errada visión que siempre tuve,
jugando el juego
de ausencias y presencias
que sólo para mí tiene sentido.
Todo está en ti, día que amaneces,
toda mi vida en mí sin sobra y falta,
como fue en cada hora ya contada,
como será en un siempre día a día.
toda mi vida en mí sin sobra y falta,
como fue en cada hora ya contada,
como será en un siempre día a día.
Arturo Uslar Pietri (Venezuela, 1906-2001)
AQUÍ EMPIEZA NUESTRA HISTORIA, por Tobías Wolff
La niebla entró temprano otra vez. Este era el décimo día consecutivo. Los camareros y las camareras se reunieron junto al ventanal para verla, y Charlie empujó su carrito a través del comedor para poder mirarla con ellos mientras llenaba los vasos de agua. Las barcas iban entrando adelantándose a la niebla, que se alzaba amenazadora tras ellas como una enorme ola. Las gaviotas planeaban desde el cielo hasta los pilones del muelle, donde se sacudían las plumas, se balanceaban de un lado a otro y miraban furiosas a los turistas que pasaban.
La niebla cubrió los puntales del parque. El puente parecía flotar suelto a medida que la niebla penetraba ondulante en el puerto y empezaba a dar alcance a las barcas. Una por una las fue engullendo a todas.
–Eso es lo que yo llamo espeluznante –dijo uno de los camareros–. No me harías salir de ahí fuera ni por amor ni por dinero.
–Bonita conversación –dijo el camarero.
Una camarera dijo algo y los demás echaron a reír.
El maître salió de la cocina e hizo chascar los dedos.
–¡Chico! –gritó.
Una de las camareras se volvió y miró a Charlie, el cual dejó la jarra con la que estaba sirviendo el agua y empujó el carrito a través del comedor hasta el lugar que le estaba asignado. Durante la siguiente media hora, hasta que llegó el primer cliente, Charlie dobló servilletas y puso cuadraditos de mantequilla en pequeños cuencos llenos de hielo picado, y pensó en las cosas que le haría el maître si alguna vez tuviera al maître en su poder.
Pero esto era un entretenimiento; en realidad no odiaba al maître. Odiaba este trabajo sin sentido y su temor a perderlo, y más que nada odiaba que le llamaran chico, porque eso le hacía más difícil pensar en sí mismo como un hombre, cosa que estaba aprendiendo a hacer.
Esa noche sólo entraron en el restaurante unos cuantos turistas. Todos ellos estaban solos, con las bolsas de sus compras en la silla de enfrente, y miraron taciturnos en dirección al Golden Gate, aunque no se veía nada más que la niebla presionando contra los ventanales y unas gotas de agua grasienta resbalando por el cristal. Como la mayoría de la gente que está sola, pidieron los platos más baratos, gamas o bacalao o el “Plato del Capitán”, y quizás una jarra pequeña de vino de la casa. Los camareros le sirvieron de manera descuidada. Los turistas comieron muy despacio, dieron excesivas propinas y se marcharon más profundamente hundidos en la decepción que antes.
A las nueve de la noche el maître mandó a casa a todos los camareros, excepto a tres, y se fue él. Charlie esperó que le hiciese también a él una indicación, pero le dejó de pie junto a su carrito, donde dobló más servilletas y renovó el hielo a medida que se derretía en los vasos de agua y bajo los cuadraditos de mantequilla. Los tres camareros no paraban de irse a la despensa a fumar droga. Para cuando cerraron el restaurante estaban tan colocados que apenas podían tenerse en pie.
Charlie emprendió la vuelta a casa por el camino más largo, por Columbus Avenue, porque el Columbus Avenue tenía las farolas más luminosas. Pero con esta niebla las farolas eran sólo una presencia, una mancha lechosa aquí y allí entre el vapor. Charlie anduvo despacio y pegándose a las paredes. No se encontró a nadie en el camino; pero una vez, cuando se detuvo para secarse la humedad de la cara, oyó un extraño ruido de pasos tras él, y al volverse vio a un perro de tres patas surgir entre la niebla. Pasó junto a él dando una serie de sacudidas y desapareció.
–Dios –dijo Charlie.
Luego se rió, pero el sonido fue poco convincente y decidió meterse en algún sitio durante un rato.
Justo a la vuelta de la esquina, en Vallejo, había un café donde Charlie iba a veces en sus noches libres. Jack Kerouac había mencionado este café en The Subterraneans. Hoy en día los clientes eran fundamentalmente italianos que venían a escuchar la música del tocadiscos automático, que estaba lleno de óperas italianas, pero Charlie siempre levantaba la cabeza cuando entraba alguien; podía ser Ginsberg o Corso, que pasaban por allí recordando los viejos tiempos. Le gustaba sentarse allí con un libro abierto sobre la mesa, escuchando la música que él consideraba clásica. Le gustaba pensar que la mujer grosera y desastrada que le traía su cappucino había sido en otros tiempos la amante de Neil Cassady. Era posible.
Cuando Charlie entró en el café, los únicos clientes que había eran cuatro viejos sentados en una mesa junto a la puerta. Él cogió una mesa al otro lado del local. Alguien se había dejado una revista italiana de cine en la silla junto a la suya. Charlie ojeó las fotografías, llevando el ritmo de “El coro del yunque” con los dedos, mientras la camarera le preparaba sucappucino. La máquina del café silbó cuando ella le dio a la manivela. El local se llenó del grato olor del café. Charlie notó también el olor a pescado y se dio cuenta de que venía de él, que apestaba a pescado. Sus dedos se quedaron inmóviles sobre la mesa.
Pagó a la camarera cuando ella le sirvió. Tenía la intención de beberse el café y marcharse. Mientras esperaba a que el café se enfriara entró una mujer con dos hombres. Miraron a su alrededor, conferenciaron y finalmente se sentaron en la mesa contigua a la de Charlie. No bien se sentaron empezaron a hablar sin preocuparse de si Charlie les oía. Él escuchó, y al cabo de unos minutos empezó a lanzarles miradas. No lo notaron o no les importó. Se mostraban indiferentes a su presencia.
Charlie dedujo de su conversación que los tres eran miembros del coro de una iglesia y que iban a de copas después de ensayar. La mujer se llamaba Audrey Tenía el lápiz de labios corrido, lo cual hacía que su boca pareciese un poco torcida. El marido de Aubrey era alto y corpulento. Cambiaba de postura constantemente, arañando el suelo con las patas de su silla al hacerlo, y pasaba su sombrero de una rodilla a la otra repetidas veces. A pesar de su corpulencia, el traje verde que llevaba le sentaba perfectamente. Se llamaba Truman, y el otro hombre se llama George. George tenía una voz tranquila y aguda, que disfrutaba utilizando. Charlie le vio escuchándose al hablar. Era profesor de algo, cosa que no sorprendió a Charlie. George le recordaba a los catedráticos jóvenes que había tenido en sus tres años de universidad: gafas sin montura, jersey de cuello vuelto, el fantasma de una sonrisa siempre en los labios. Pero George no era joven realmente. Su cabello abundante, con raya al medio, había empezado a encanecer.
No, al parecer sólo Audrey y George cantaban en el coro. Le estaban contando a Truman un viaje que habían hecho recientemente a los Ángeles, a un festiva de cors. Truman miraba alternativamente a su mujer y a George según hablaban, y meneaba la cabeza cuando describían los lamentables caracteres de los otros miembros del coro y las excentricidades del director del mismo.
–Por supuesto, el padre Wes no es nada comparado con monseñor Strauss –dijo George–. Monseñor Stauss estaba positivamente loco.
–¿Straus? –dijo Truman–. ¿Quién es Strauss? El único Strauss que conozco es Johann.
Truman miró a su mujer y se rió.
–Perdona –dijo George–. Estaba siendo críptico. George a veces se olvida de lo elemental. Cuando conoces a alguien como monseñor Strauss supones que todo el mundo ha oído hablar de él. Monseñor fue nuestro director durante cinco años, antes de la toma de posesión del padre Wes. Le dio un ataque de religiosidad y se fue al subcontinente justo antes de que Audrey se uniera a nosotros, así que, naturalmente, no tenías por qué conocer el nombre.
–¿El subcontinente? –dijo Truman–. ¿Qué es eso? ¿La Atlántida?
–Por Dios santo, Truman –dijo Audrey–. A veces me avergüenzas.
–La India –dijo George–. Calcuta. La Madre Teresa y todo eso.
Audrey le puso una mano en el brazo a George.
–George –dijo–, cuéntale a Truman esa maravillosa historia que me contaste a mí acerca de monseñor Strauss y el filipino.
George sonrió para sí.
–Ah, sí –dijo–, Miguel. Es una larga historia, Audrey. Quizá sería mejor dejarla para ota noche.
–Si es tan larga… –dijo Truman.
–No lo es –dijo Audrey. Golpeó con los nudillos sobre la mesa–. Cuenta la historia, George.
George miró a Truman y se encogió de hombros.
–No le eches la culpa a George –dijo. Se bebió lo que quedaba de coñac–. De acuerdo. Aquí empieza nuestra historia. Monseñor Strauss tenía algún dinero y todos los años viajaba a lugares exóticos. Al regresar a casa siempre traía algún recuerdo extraño que había adquirido en sus viajes. De Argentina se trajo unas semillas que se convirtieron en plantas cuyas flores olían a, con perdón, merde. Las había comprado en una tienda argentina de artículos de broma, si te puedes imaginar semejante cosa. Cuando volvió de Kenya pasó de contrabando un lagarto que cazaba moscas con la lengua a una distancia a metro y medio. Monseñor llevaba este lagarto a todas partes sobre un dedo, y cuando una mosca se ponía a tiro decía: “¡Mirad esto!”, y apuntaba al lagarte como si fuera una pistola, y paf… se acabó la mosca.
Audrey apuntó a Truman con un dedo y dijo:
–Paf.
Truman se limitó a mirarla.
–Necesito otra copa –dijo Audrey, y le hizo una seña a la camarera.
George pasó un dedo por el borde su copa de coñac.
–Después del lagarto –continuó– hubo un enorme roedor vivo que acabó en el zoo, y después del roedor vino un ser humano de diecinueve años originario de las Islas Filipinas. Se llamaba Miguel López de Constanza, y era un taxista de Manila a quien monseñor había contratado como chófer durante su estancia allí y al cual le había cogido afecto. Cuando monseñor volvió tocó unas cuantas teclas en Inmigración y unas semanas más tarde llegó Miguel. No hablaba inglés realmente, sólo unas cuantas palabras chapurreadas para los turistas de Manila. El primer mes o cosa así se alojó con monseñor en la rectoría; luego encontró una habitación en el hotel Overland y se trasladó allí.
–El hotel Overland –dijo Truman– Eso es un tugurio lleno de drogotas en la parte alta de Grant.
–El hotel Sobredosis –dijo Audrey. Cuando Truman la miró, ella aclaró–: Así es como le llaman.
–Pareces estar muy puesta en la nomenclatura –comentó Truman.
La camarera vino con las bebidas. Cuando vació la bandeja se quedó de pie detrás de Truman y empezó a escribir en un cuaderno que llevaba. Charlie deseó que no se acercara a su mesa. No quería que los otros se fijaran en él. Adivinarían que había estado escuchándoles y quizá no les agradara la idea. Podrían dejar de hablar. Pero la camarera terminó de hacer sus anotaciones y se volvió a la barra sin mirar siquiera a Charlie.
Los viejos sentados junto a la puerta estaban discutiendo en italiano. La ventana que había tras ellos estaba toda empañada, y Charlie notó la próxima mitad de la niebla. El tocadiscos tragaperras brillaba en el rincón. La canción que estaba sonando acabó bruscamente, la maquinaría zumbó y volvió a sonar “El coro del yunque”.
–¿Y por qué el hotel Overland? –preguntó Truman.
–Truman prefiere el Fairmont –dijo Audrey–. Truman cree que todo el mundo debiera alojarse en el Fairmont.
–Miguel no tenía dinero –explicó George–. Sólo el que le daba monseñor. La idea era que se quedara allí justo el tiempo suficiente para aprender inglés y un oficio. Luego conseguiría un trabajo y podría mantenerse.
–Parece razonable –dijo Truman.
Audrey se echó a reír.
–Truman, me haces gracia. Eso es exactamente lo que pensé que dirías. Pero demos la vuelta a las cosas por un minuto. Digamos que por alguna razón tú, Truman, te encuentras en Manila sin un céntimo. No conoces a nadie, no entiendes nada de lo que hablan y vas a parar a un hotel donde la gente se está pinchando y palmándola en las escaleras y prendiendo fuego a sus habitaciones todo el rato. ¿Cuánto español aprenderías viviendo de esa manea? ¿Qué clase de oficio? Sé realista. Esa no es una existencia razonble.
–San Francisco no es Manila –dijo Truman–. Créeme, yo he estado allí. Por lo menos aquí tienes una posibilidad. Además, no es cierto que no conociera a nadie. ¿Qué pasa con monseñor?
–Fantástico –dijo Audrey–. Un cura que va por ahí con un lagarto en un dedo. Un amigo estupendo. O, como tú dirías, un contacto estupendo.
–Nunca, que yo sepa, he usado la palabra contacto en ese sentido –dijo Truman.
George había estado con la vista clavada en su copa de coñac, que sostenía con ambas manos. Levantó los ojos y miró a Audrey.
–En realidad –dijo–, Miguel no estaba totalmente perdido. De hecho, se las arregló bastante bien durante algún tempo. Monseñor Strauss le metió en un curso para mecánicos en la casa Porsche-Audi en Van Ness, y aprendía el inglés a una velocidad tremenda. Es asombroso, ¿verdad?, lo que uno es capaz de hacer cuando no tiene alternativa –George hizo rodar la copa entre las palmas de sus manos–. Los drogotas le dejaron en paz, por muy increíble que parezca. No se metían con él en los vestíbulos ni nada. Era como si Miguel viviera en una dimensión distinta de la suya, y en cierto modo así era. Iba a misa diariamente y cantaba en el coro. Allí fue donde yo le conocí. Miguel tenía una hermosa voz de barítono, verdaderamente hermosa. Estaba sumamente orgulloso de su voz. Y también de su cuerpo. Comía exactamente tanto de esto y tanto de lo otro. Hacía complicados ejercicios todos los días. Y hasta se daba masajes faciales para evitar que le saliera papada.
–Ahí lo tienes –dijo Truman a Audrey–. Existe el carácter –como ella no contestó, añadió–: Lo que quiero decir es que uno no está necesariamente limitado por las circunstancias.
–Ya sé lo que quieres decir –dijo Audrey–. La historia no ha terminado todavía.
Truman pasó su sombrero de una rodilla a la mesa. Cruzó los brazos sobre el pecho.
–Tengo todo un día por delante –le dijo a Audrey.
Ella asintió, pero sin mirarle.
George bebió un sorbo de coñac. Después cerró los ojos y se pasó la punta de la lengua por los labios. Luego bajó la cabeza de nuevo y fijó la mirada en la copa.
–Miguel conoció a una mujer –dijo–, como nos pasa a todos. Se llamaba Senga. Yo supongo que primitivamente su nombre sería Agnes, y que le dio la vuelta con la esperanza de resultar más interesante a las personas del género masculino. Senga tenía por lo menos diez años más que Miguel, puede que más. Tenía una hija en octavo, creo. Senga era una especialista en finanzas en B. of A. No recuerdo dónde se conocieron. Salieron durante algún tiempo; luego ella cortó. Supongo que para ella fue algo intrascendente, pero para Miguel era serio. Adoraba a Senga, y uso esa palabra con conocimiento de causa. Montó un pequeño altar para ella en su habitación. Una foto de Senga cuando terminó los estudios secundarios, rodeada de diversos objetos que ella había llevado o utilizado. Peines, pañuelos, frascos de perfume vacíos. Un montón de cosas. Cómo los consiguió, no tengo ni idea, si ella se los dio o él los cogió. Lo extraño es que sólo salió con ella unas cuantas veces. Dudo mucho que llegaran a acostarse.
–No se acostaron –dijo Truman.
George le miró.
–Si se hubieran acostado –dijo Truman– no le habría puesto un altar.
Audrey meneó la cabeza.
–Truman puro –dijo–, Truman de ley.
Él le palmeó un brazo.
–No te ofendas –le dijo.
–Sea como sea –dijo George–, Miguel no estaba dispuesto a renunciar, y ésa fue la causa de todo el problema. Primero le escribió cartas, largas cartas sensibleras en un inglés entrecortado. Me dio a leer una para que le corrigiera la ortografía y esas cosas, pero era totalmente imposible. Era todo fragmentos y repeticiones. Sin párrafos. Simplemente se la devolví al cabo de unos días y le dije que estaba bien. Miguel pensaba que las cartas convencerían a Senga, pero ella nunca le contestaba, y después de algún tiempo empezó a llamarla a todas horas. Ella se negaba a hablar con él. En cuanto oía su voz le colgaba. Finalmente consiguió un número que no aparecía en la guía telefónica. Quería que fuese a B of A a defender su causa, que actuara como una especie de garante de su carácter. Cosa que, después de alguna reflexión, acepté hacer.
–Ajá –dijo Truman. La trama se complica. Entra Miles Standish.
–Sabía que dirías eso –dijo Audrey.
Se terminó su bebida y miró a su alrededor, pero la camarera estaba sentada en la barra, de espaldas a ellos, fumando un cigarrillo.
George se quitó las gafas, las sostuvo a la luz y se las volvió a poner, diciendo:
–Así que George sale resueltamente para conocer a Senga. Senga… ¿no os sugiere ese nombre a una reina de la selva? Ojos que relumbran, daga en la cadera, pechos asomando por encima de una piel de leopardo. Pues no era el caso. Esta Senga seguía siendo una Agnes. Delgada, con aspecto de ejecutiva. Y muy gruñona. No bien mencioné el nombre de Miguel, me enseñó la puerta y me dio un mensaje para él: si volvía a molestarla pondría a la policía tras él. Esas fueron sus palabras, y las decía en serio. Una semana después, más o menos, Miguel la siguió desde el trabajo a casa, e inmediatamente ella contrató a un abogado para ocuparse del caso. El resultado fue que Miguel tuvo que firmar un papel diciendo que entendía que sería arrestado si volvía a escribir, llamar o seguir a Senga. Firmó, pero con reservas, como si dijéramos. Me dijo: “Jorge, firmo, pero no acepto”. Le contesté: “Nobles palabras, pero más te vale aceptar, porque de lo contrario esa mujer te hará encerrar”. Miguel dijo que la prisión no le asustaba, que en su país todas las mejores personas estaban en prisión. Efectivamente, a los pocos días siguió a Senga a su casa una vez más y ella cumplió lo prometido: le hizo encerrar.
–Pobre chico –dijo Audrey.
Truman había estado intentado atraer la atención de la camarera, que rehuía mirarle. Se volvió a Audrey.
–¿Qué significa eso de “pobre chico”? ¿Qué me dices de la chica? ¿Se Senga? Está tratando de conservar un trabajo y de alimentar a una hija, y mientras tanto tiene a un filipino persiguiéndola por toda la ciudad. Si quieres sentir pena por alguien, siéntela por ella.
–Lo siento –dijo Audrey.
–De acuerdo entonces.
Truman miró de nuevo a la camarera y en ese momento Audrey cogió la copa e George y bebió un sorbo. George le sonrió.
–¿Qué le pasa a esa mujer? –dijo Truman. Meneó la cabeza–. Renuncio.
George asintió.
–En resumen –dijo–, fue un asunto serio. Très sérius. Fijaron una fianza de veinte mil dólares, que monseñor Strauss no pudo reunir. Y por descontado, un servidor tampoco. Así que Miguel se quedó en la cárcel. El agobado de Senga quería sangre y metió a los de Inmigración en el asunto. Amenazaban con revocar el visado de Miguel y expulsarlo del país. Finalmente monseñor Strauss consiguió sacarle, pero fue, como diría el duque, por los pelos. Resultó que a Senga iban a trasladarla a Portland al cabo de un mes o cosa así, y monseñor le convenció de que retirase los cargos, con la condición de que Miguel no se acercaría a quince kilómetros de los límites de esa ciudad mientras ella viviera allí. Hasta que ella se marchara Miguel viviría con monseñor Strauss en la rectoría, bajo su supervisión personal. Monseñor aceptó también pagar los honorarios del abogado de Senga, que eran disparatados. Absolutamente disparatados.
–¡Y cuál era la última condición? –preguntó Truman.
–La simplicidad misma –respondió George–. Si Miguel no cumplía, le pondrían en el primer avión para Manila.
–Eso parece ilegal –dijo Truman.
–Quizá. Pero ése era el acuerdo.
Empezó una nueva canción en el tocadiscos tragaperras. Los viejos de la puerta dejaron de discutir, y cada uno de ellos pareció ensimismarse de repente.
–Escuchad –dijo Audrey–. Es él. Caruso.
El disco estaba gastado y producía el efecto de ruidos parásitos detrás de la voz de Caruso. La música, llegando a través del ruido parásito, le hizo recordar a Charlie las emisiones de radio culturales de Europa que sus padres escuchaban con tanta gravedad cuando él era niño. A veces la voz de Caruso cas se perdía, pero luego volvía a subir. Los viejos estaban inmóviles. Uno de ellos empezó a llorar. Las lágrimas caían libremente de sus ojos abiertos y corrían por sus mejillas.
–Así que ése era Caruso –dijo Truman cuando la canción terminó– Siempre me había preguntado a qué se debía tanta fama. Ahora lo sé. A eso lo llamo yo cantar.
Sacó la cartera y dejó algo de dinero sobre la mesa. Examinó el dinero que quedaba en la cartera antes de guardarla.
–¿Lista? –le preguntó a Audrey.
–No –dijo ella–. Termina la historia, George.
George se quitó las gafas y las puso sobre la mesa, al lado de su copa. Se frotó los ojos.
–Está bien –dijo–. Volvamos a Miguel. Según lo acordado, vivió en la rectoría hasta que Senga se fue a Portland. Y además se portó bien. Ni cartas, ni llamadas, ni seguimientos. En pijama todas las noches antes de las diez. Entonces Senga se fue y Miguel volvió al Overland. Durante algún tiempo parecía bastante desesperado, pero al cabo de una semana pareció superarlo.
»Digo “pareció” porque estaban sucediendo más cosas de las que se veían. O al menos de las que veía yo. Una noche estoy yo en su casa escuchando, lo creáis o no, Tristán, cuando suena el teléfono. Al principio nadie dice nada; luego llega una voz en un susurro: “Ayúdame, Jorge, ayúdame”, y naturalmente, sé quién es. Dice que necesita verme en seguida. Sin ninguna explicación. Ni siquiera me dice dónde está. Tengo que suponer que está en el Overland, y allí es donde le encuentro, en el vestíbulo.
–George lanzó una risita.
–En realidad –dijo–, por poco no le veo. Tenía toda la cara vendada, desde la nariz hasta la parte alta de la frente. Si no le hubiera estado buscando, no le habría reconocido. En la vida. Estaba sentado, rodeado de sus maletas y con un bastón blanco sobre las rodillas. Cuando le hice saber que estaba allí, me dijo: “Jorge, estoy ciego”. Le pregunté qué había ocurrido. No quería decírmelo. En cambio, me dio un codazo de papel y me pidió que llamara a Senga y le dijera que se había quedado ciego y que llegaría a Portland en autocar a las once de la mañana siguiente.
–Cielo santo –dijo Truman–. Lo estaba fingiendo, ¿no es eso? Quiero decir que no estaba ciego realmente, ¿verdad?
–Esa es una pregunta interesante –dijo George–. Porque si bien he de decir que Miguel no estaba realmente ciego, también he de decir que no estaba fingiendo realmente. Pero sigamos. Senga no se conmovió. Me ordenó que le dijera a Miguel que no sería ella, sino la policía, quien le estaría esperando. Miguel no le creyó. “Jorge, ella estará allí”, me dijo. Y eso fue todo. Se acabó la discusión.
–¿Fue? –preguntó Truman.
–Claro que fue –dijo Audrey–. La amaba.
George asintió.
–Yo mismo le metí en el autocar. Le conduje hasta su asiento, de hecho.
–Así que seguía llevando las vendas –dijo Truman.
–Oh, sí. Las seguía llevando.
–Pero es un viaje de doce o trece horas. Si no le pasaba nada en los ojos, ¿por qué no se quitó el vendaje y se lo volvió a poner cuando el autocar fuera a llegar a Portland?
–Audrey puso su mano sobre la de Truman.
–Truman –dijo–, tenemos que hablar de algo.
–No lo entiendo –insistió Truman–. ¿Por qué viajar ciego? ¿Por qué hacer todo ese trayecto en la oscuridad?
–Truman, escucha –dijo Audrey.
Pero cuando Truman se volvió hacia ella Audrey retiró su mano y miró a George al otro lado de la mesa. George tenía los ojos cerrados. Sus dedos estaban cruzados como si estuviera rezando.
–George –dijo Audrey–. Por favor. Yo no puedo.
George abrió los ojos.
–Díselo –dijo Audrey.
Truman miró alternativamente del uno a la otra.
–Esperad un momento –dijo.
–Lo siento –dijo George–. Esto no es fácil para mí.
Truman miraba fijamente a Audrey.
–Eh –dijo.
Ella empujó su vaso vacío adelante y atrás.
–Tenemos que hablar –dijo.
El acercó su cara a la de ella.
¿Acaso crees que porque gano mucho dinero no tengo sentimientos?
–Tenemos que hablar –repitió ella.
–Ciertamente –dijo George.
Los tres permanecieron sentados durante un rato. Luego Truman dijo:
–Se acabó el pastel.
Unos minutos más tarde los tres se levantaron y salieron del café.
La camarera estaba sentada en la barra sola, inmóvil, excepto cuando levantaba la cabeza para lanzar el humo al techo. Junto a la puerta, los italianos se estaban jugando los palillos de dientes a los dados. “El coro del yunque” sonaba nuevamente en el tocador tragaperras. Era la primera pieza de música clásica que Charlie había oído suficientes veces como para hartarse de ella, y ahora estaba harto de ella.
Cerró la revista que había estado fingiendo leer, la dejó sobre la mesa y salió.
Aún había niebla y hacía más frío que antes. El padre de Charlie le había desaconsejado que se trasladara a San Francisco en mitad del verano, incluso había citado a Mark Twain, en el sentido de que el invierno más frío que Mark Twain había soportado fue el verano que pasó en San Francisco. Este había sido especialmente malo; hasta los nativos lo decían. La verdad era que estaba empezando a deprimir a Charlie. Pero no se lo había reconocido a su padre, como tampoco había reconocido que su trabajo le agotaba y apenas le daba lo suficiente para vivir, o que los amigos de los que hablaba en sus cartas a casa no existían, o que los editores a quienes había enviado su novela se la habían devuelto sin comentario, todos menos uno, que había garabateado a lápiz sobre la página del título: “¿Está usted de broma?”
La habitación de Charlie estaba en Broadway, en la cima de la colina. La pendiente era tan acentuada que habían tenido que hacer escalones en las aceras y cerrar la calle con un muro de cemento debido a los coches que perdían los frenos al bajar. A veces, por la noche, Charlie se sentaba sobre ese muro y miraba hacia las luces de North Beach y pensaba en todos los escritores que estarían allí, inclinados sobre sus mesas, llenando páginas y páginas con palabras bien escogidas. Pensaba que estos escritores se reunirían de madrugada para beber vino y leer la obra de los otros y hablar de las cosas que pesaban en sus corazones. Estos eran los hombres y mujeres brillantes y las conversaciones profundas de las que Charlie escribía a sus padres.
Estaba al borde de renunciar. Él mismo no sabía hasta qué punto estaba al borde de renunciar hasta que salió del café esa noche y notó que acababa de decidir continuar a pesar de todo. Se quedó allí parado y escuchó la sirena de la niebla en la bahía. La tristeza de ese sonido, la idea de él mismo deteniéndose a escucharlo, la densidad de la niebla, todo ello le proporcionó una sensación de placer.
Charlie oyó violines tras él cuando la puerta del café se abrió; luego se cerró de un portazo y los violines cesaron. Una voz profunda dijo algo en italiano. Una voz más alta le respondió y ambas voces se alejaron juntas calle abajo.
Charlie se volvió y echó a andar cuesta arriba, pasando junto a las farolas que brillaban con gotas de agua, paredes que rezumaban y ventanas oscuras. Una china apareció a su lado. Sostenía ante sí una langosta que agitaba sus patas de un lado a otro, como si estuviera dirigiendo una orquesta. La mujer apretó el paso y desapareció. La pendiente empezó a hacerse más pronunciada bajo los pies de Charlie. Se detuvo para recobrar el aliento y oyó de nuevo la sirena de la niebla. Sabía que en alguna parte, allí fuera, un barco se dirigía a puerto a pesar del solemne aviso, y mientras caminaba Charlie se imaginaba arrodillado en la proa, con un farol en la mano, atento a la luz que brillaba justo ante él. Cualquier distracción desvanecida. Demasiado vigilante para tener miedo. La lengua humedeciendo los labio, los ojos muy abiertos, listo para avisar en esta niebla cambiante, que en cualquier momento podía revelar cualquier cosa.
Tobías Jonathan Ansell Wolff (Estados Unidos, 1945)
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