martes, 31 de mayo de 2016

EL FINAL DE LA FANTASIA, por Cesare Pavese

Este cuerpo no volverá a empezar de nuevo. Al tocar las
cuencas de sus ojos,
uno nota que un montón de tierra está más vivo,
ya que, incluso al alba, la tierra no hace sino guardar
silencio en su interior.
Pero un cadáver es un resto de demasiados despertares.
No tenemos más que esta virtud: comenzar
cada día la vida -ante la tierra,
bajo un cielo que calla-, esperando un despertar.
Se asombra alguien de que el alba implique tanto esfuerzo;
de despertar en despertar, una labor ha sido efectuada.
Pero vivimos solamente para darnos en un estremecimiento
al trabajo futuro y despertar, de una vez, la tierra.
Y alguna vez ocurre. Después vuelve a callar con nosotros.
Si al rozar aquel rostro la mano no estuviese insegura
-viva mano que siente la vida si toca-,
si de veras aquel frío no fuese otra cosa que el frío
de la tierra, en el alba que hiela la tierra,
tal vez eso sería un despertar y las cosas que callan
bajo el alba dirían todavía palabras. Pero tiembla
mi mano y entre todas las cosas se asemeja
a la mano inmóvil.
Otras veces, despertarse al alba
era un dolor seco, un jirón de luz,
pero era asimismo una liberación. La avara palabra
de la tierra era alegre, en un rápido instante,
y morir era todavía regresar a ella. Ahora, el cuerpo que
espera
es un resto de demasiados despertares y no regresa a la tierra.
Ni siquiera lo dicen los labios endurecidos.

Cesare Pavese (Italia, 1908-1950)

VENDRÁ LA MUERTE Y TENDRÁ TUS OJOS, por Cesare Pavese

Vendrá la muerte y tendrá tus ojos
esta muerte que nos acompaña
desde el alba a la noche, insomne,
sorda, como un viejo remordimiento
o un absurdo defecto. Tus ojos
serán una palabra inútil,
un grito callado, un silencio.
Así los ves cada mañana
cuando sola te inclinas
ante el espejo. Oh, amada esperanza,
aquel día sabremos, también,
que eres la vida y eres la nada.
Para todos tiene la muerte una mirada.
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos.
Será como dejar un vicio,
como ver en el espejo
asomar un rostro muerto,
como escuchar un labio ya cerrado.
Mudos, descenderemos al abismo.

Cesare Pavese (Italia, 1908-1950)

jueves, 26 de mayo de 2016

LA CAÍDA DE LA CASA USHER, por Edgar Allan Poe

Durante todo un día de otoño, triste, oscuro, silencioso, cuando las nubes se cernían bajas y pesadas en el cielo, crucé solo, a caballo, una región singularmente lúgubre del país; y, al fin, al acercarse las sombras de la noche, me encontré a la vista de la melancólica Casa Usher. No sé cómo fue, pero a la primera mirada que eché al edificio invadió mi espíritu un sentimiento de insoportable tristeza. Digo insoportable porque no lo atemperaba ninguno de esos sentimientos semiagradables, por ser poéticos, con los cuales recibe el espíritu aun las más austeras imágenes naturales de lo desolado o lo terrible. Miré el escenario que tenía delante -la casa y el sencillo paisaje del dominio, las paredes desnudas, las ventanas como ojos vacíos, los ralos y siniestros juncos, y los escasos troncos de árboles agostados- con una fuerte depresión de ánimo únicamente comparable, como sensación terrena, al despertar del fumador de opio, la amarga caída en la existencia cotidiana, el horrible descorrerse del velo. Era una frialdad, un abatimiento, un malestar del corazón, una irremediable tristeza mental que ningún acicate de la imaginación podía desviar hacia forma alguna de lo sublime. ¿Qué era -me detuve a pensar-, qué era lo que así me desalentaba en la contemplación de la Casa Usher? Misterio insoluble; y yo no podía luchar con los sombríos pensamientos que se congregaban a mi alrededor mientras reflexionaba. Me vi obligado a incurrir en la insatisfactoria conclusión de que mientras hay, fuera de toda duda, combinaciones de simplísimos objetos naturales que tienen el poder de afectarnos así, el análisis de este poder se encuentra aún entre las consideraciones que están más allá de nuestro alcance. Era posible, reflexioné, que una simple disposición diferente de los elementos de la escena, de los detalles del cuadro, fuera suficiente para modificar o quizá anular su poder de impresión dolorosa; y, procediendo de acuerdo con esta idea, empujé mi caballo a la escarpada orilla de un estanque negro y fantástico que extendía su brillo tranquilo junto a la mansión; pero con un estremecimiento aún más sobrecogedor que antes contemplé la imagen reflejada e invertida de los juncos grises, y los espectrales troncos, y las vacías ventanas como ojos.
En esa mansión de melancolía, sin embargo, proyectaba pasar algunas semanas. Su propietario, Roderick Usher, había sido uno de mis alegres compañeros de adolescencia; pero muchos años habían transcurrido desde nuestro último encuentro. Sin embargo, acababa de recibir una carta en una región distinta del país -una carta suya-, la cual, por su tono exasperadamente apremiante, no admitía otra respuesta que la presencia personal. La escritura denotaba agitación nerviosa. El autor hablaba de una enfermedad física aguda, de un desorden mental que le oprimía y de un intenso deseo de verme por ser su mejor y, en realidad, su único amigo personal, con el propósito de lograr, gracias a la jovialidad de mi compañía, algún alivio a su mal. La manera en que se decía esto y mucho más, este pedido hecho de todo corazón, no me permitieron vacilar y, en consecuencia, obedecí de inmediato al que, no obstante, consideraba un requerimiento singularísimo.
Aunque de muchachos habíamos sido camaradas íntimos, en realidad poco sabía de mi amigo. Siempre se había mostrado excesivamente reservado. Yo sabía, sin embargo, que su antiquísima familia se había destacado desde tiempos inmemoriales por una peculiar sensibilidad de temperamento desplegada, a lo largo de muchos años, en numerosas y elevadas concepciones artísticas y manifestada, recientemente, en repetidas obras de caridad generosas, aunque discretas, así como en una apasionada devoción a las dificultades más que a las bellezas ortodoxas y fácilmente reconocibles de la ciencia musical. Conocía también el hecho notabilísimo de que la estirpe de los Usher, siempre venerable, no había producido, en ningún periodo, una rama duradera; en otras palabras, que toda la familia se limitaba a la línea de descendencia directa y siempre, con insignificantes y transitorias variaciones, había sido así. Esta ausencia, pensé, mientras revisaba mentalmente el perfecto acuerdo del carácter de la propiedad con el que distinguía a sus habitantes, reflexionando sobre la posible influencia que la primera, a lo largo de tantos siglos, podía haber ejercido sobre los segundos, esta ausencia, quizá, de ramas colaterales, y la consiguiente transmisión constante de padre a hijo, del patrimonio junto con el nombre, era la que, al fin, identificaba tanto a los dos, hasta el punto de fundir el título originario del dominio en el extraño y equívoco nombre de Casa Usher, nombre que parecía incluir, entre los campesinos que lo usaban, la familia y la mansión familiar.
He dicho que el solo efecto de mi experimento un tanto infantil -el de mirar en el estanque- había ahondado la primera y singular impresión. No cabe duda de que la conciencia del rápido crecimiento de mi superstición -pues, ¿por qué no he de darle este nombre?- servía especialmente para acelerar su crecimiento mismo. Tal es, lo sé de antiguo, la paradójica ley de todos los sentimientos que tienen como base el terror. Y debe de haber sido por esta sola razón que, cuando de nuevo alcé los ojos hacia la casa desde su imagen en el estanque, surgió en mi mente una extraña fantasía, fantasía tan ridícula, en verdad, que sólo la menciono para mostrar la vívida fuerza de las sensaciones que me oprimían. Mi imaginación estaba excitada al punto de convencerme de que se cernía sobre toda la casa y el dominio una atmósfera propia de ambos y de su inmediata vecindad, una atmósfera sin afinidad con el aire del cielo, exhalada por los árboles marchitos, por los muros grises, por el estanque silencioso, un vapor pestilente y místico, opaco, pesado, apenas perceptible, de color plomizo.
Sacudiendo de mi espíritu eso que tenía que ser un sueño, examiné más de cerca el verdadero aspecto del edificio. Su rasgo dominante parecía ser una excesiva antigüedad. Grande era la decoloración producida por el tiempo. Menudos hongos se extendían por toda la superficie, suspendidos desde el alero en una fina y enmarañada tela de araña. Pero esto nada tenía que ver con ninguna forma de destrucción. No había caído parte alguna de la mampostería, y parecía haber una extraña incongruencia entre la perfecta adaptación de las partes y la disgregación de cada piedra. Esto me recordaba mucho la aparente integridad de ciertos maderajes que se han podrido largo tiempo en alguna cripta descuidada, sin que intervenga el soplo del aire exterior. Aparte de este indicio de ruina general la fábrica daba pocas señales de inestabilidad. Quizá el ojo de un observador minucioso hubiera podido descubrir una fisura apenas perceptible que, extendiéndose desde el tejado del edificio, en el frente, se abría camino pared abajo, en zig-zag, hasta perderse en las sombrías aguas del estanque.
Mientras observaba estas cosas cabalgué por una breve calzada hasta la casa. Un sirviente que aguardaba tomó mi caballo, y entré en la bóveda gótica del vestíbulo. Un criado de paso furtivo me condujo desde allí, en silencio, a través de varios pasadizos oscuros e intrincados, hacia el gabinete de su amo. Mucho de lo que encontré en el camino contribuyó, no sé cómo, a avivar los vagos sentimientos de los cuales he hablado ya. Mientras los objetos circundantes -los relieves de los cielorrasos, los oscuros tapices de las paredes, el ébano negro de los pisos y los fantasmagóricos trofeos heráldicos que rechinaban a mi paso- eran cosas a las cuales, o a sus semejantes, estaba acostumbrado desde la infancia, mientras cavilaba en reconocer lo familiar que era todo aquello, me asombraban por lo insólitas las fantasías que esas imágenes no habituales provocaban en mí. En una de las escaleras encontré al médico de la familia. La expresión de su rostro, pensé, era una mezcla de baja astucia y de perplejidad. El criado abrió entonces una puerta y me dejó en presencia de su amo.
La habitación donde me hallaba era muy amplia y alta. Tenía ventanas largas, estrechas y puntiagudas, y a distancia tan grande del piso de roble negro, que resultaban absolutamente inaccesibles desde dentro. Débiles fulgores de luz carmesí se abrían paso a través de los cristales enrejados y servían para diferenciar suficientemente los principales objetos; los ojos, sin embargo, luchaban en vano para alcanzar los más remotos ángulos del aposento, a los huecos del techo abovedado y esculpido. Oscuros tapices colgaban de las paredes. El moblaje general era profuso, incómodo, antiguo y destartalado. Había muchos libros e instrumentos musicales en desorden, que no lograban dar ninguna vitalidad a la escena. Sentí que respiraba una atmósfera de dolor. Un aire de dura, profunda e irremediable melancolía lo envolvía y penetraba todo.
A mi entrada, Usher se incorporó de un sofá donde estaba tendido cuan largo era y me recibió con calurosa vivacidad, que mucho tenía, pensé al principio, de cordialidad excesiva, del esfuerzo obligado del hombre de mundo ennuyé. Pero una mirada a su semblante me convenció de su perfecta sinceridad. Nos sentamos y, durante unos instantes, mientras no hablaba, lo observé con un sentimiento en parte de compasión, en parte de espanto. ¡Seguramente hombre alguno hasta entonces había cambiado tan terriblemente, en un periodo tan breve, como Roderick Usher! A duras penas pude llegar a admitir la identidad del ser exangüe que tenía ante mí, con el compañero de mi adolescencia. Sin embargo, el carácter de su rostro había sido siempre notable. La tez cadavérica; los ojos, grandes, líquidos, incomparablemente luminosos; los labios, un tanto finos y muy pálidos, pero de una curva extraordinariamente hermosa; la nariz, de delicado tipo hebreo, pero de ventanillas más abiertas de lo que es habitual en ellas; el mentón, finamente modelado, revelador, en su falta de prominencia, de una falta de energía moral; los cabellos, más suaves y más tenues que tela de araña: estos rasgos y el excesivo desarrollo de la región frontal constituían una fisonomía difícil de olvidar. Y ahora la simple exageración del carácter dominante de esas facciones y de su expresión habitual revelaban un cambio tan grande, que dudé de la persona con quien estaba hablando. La palidez espectral de la piel, el brillo milagroso de los ojos, por sobre todas las cosas me sobresaltaron y aun me aterraron. El sedoso cabello, además, había crecido al descuido y, como en su desordenada textura de telaraña flotaba más que caía alrededor del rostro, me era imposible, aun haciendo un esfuerzo, relacionar su enmarañada apariencia con idea alguna de simple humanidad.
En las maneras de mi amigo me sorprendió encontrar incoherencia, inconsistencia, y pronto descubrí que era motivada por una serie de débiles y fútiles intentos de vencer un azoramiento habitual, una excesiva agitación nerviosa. A decir verdad, ya estaba preparado para algo de esta naturaleza, no menos por su carta que por reminiscencias de ciertos rasgos juveniles y por las conclusiones deducidas de su peculiar conformación física y su temperamento. Sus gestos eran alternativamente vivaces y lentos. Su voz pasaba de una indecisión trémula (cuando su espíritu vital parecía en completa latencia) a esa especie de concisión enérgica, esa manera de hablar abrupta, pesada, lenta, hueca; a esa pronunciación gutural, densa, equilibrada, perfectamente modulada que puede observarse en el borracho perdido o en el opiómano incorregible durante los periodos de mayor excitación.
Así me habló del objeto de mi visita, de su vehemente deseo de verme y del solaz que aguardaba de mí. Abordó con cierta extensión lo que él consideraba la naturaleza de su enfermedad. Era, dijo, un mal constitucional y familiar, y desesperaba de hallarle remedio; una simple afección nerviosa, añadió de inmediato, que indudablemente pasaría pronto. Se manifestaba en una multitud de sensaciones anormales. Algunas de ellas, cuando las detalló, me interesaron y me desconcertaron, aunque sin duda tuvieron importancia los términos y el estilo general del relato. Padecía mucho de una acuidad mórbida de los sentidos; apenas soportaba los alimentos más insípidos; no podía vestir sino ropas de cierta textura; los perfumes de todas las flores le eran opresivos; aun la luz más débil torturaba sus ojos, y sólo pocos sonidos peculiares, y éstos de instrumentos de cuerda, no le inspiraban horror.
Vi que era un esclavo sometido a una suerte anormal de terror. "Moriré -dijo-, tengo que morir de esta deplorable locura. Así, así y no de otro modo me perderé. Temo los sucesos del futuro, no por sí mismos, sino por sus resultados. Me estremezco pensando en cualquier incidente, aun el más trivial, que pueda actuar sobre esta intolerable agitación. No aborrezco el peligro, como no sea por su efecto absoluto: el terror. En este desaliento, en esta lamentable condición, siento que tarde o temprano llegará el periodo en que deba abandonar vida y razón a un tiempo, en alguna lucha con el torvo fantasma: el miedo."
Conocí además por intervalos, y a través de insinuaciones interrumpidas y ambiguas, otro rasgo singular de su condición mental. Estaba dominado por ciertas impresiones supersticiosas relativas a la morada que ocupaba y de donde, durante muchos años, nunca se había aventurado a salir, supersticiones relativas a una influencia cuya supuesta energía fue descrita en términos demasiado sombríos para repetirlos aquí; influencia que algunas peculiaridades de la simple forma y material de la casa familiar habían ejercido sobre su espíritu, decía, a fuerza de soportarlas largo tiempo; efecto que el aspecto físico de los muros y las torrecillas grises y el oscuro estanque en el cual éstos se miraban había producido, a la larga, en la moral de su existencia.
Admitía, sin embargo, aunque con vacilación, que podía buscarse un origen más natural y más palpable a mucho de la peculiar melancolía que así lo afectaba: la cruel y prolongada enfermedad, la disolución evidentemente próxima de una hermana tiernamente querida, su única compañía durante muchos años, su último y solo pariente sobre la tierra. "Su muerte -decía con una amargura que nunca podré olvidar- hará de mí (de mí, el desesperado, el frágil) el último de la antigua raza de los Usher." Mientras hablaba, Madeline (que así se llamaba) pasó lentamente por un lugar apartado del aposento y, sin notar mi presencia, desapareció. La miré con extremado asombro, no desprovisto de temor, y sin embargo me es imposible explicar estos sentimientos. Una sensación de estupor me oprimió, mientras seguía con la mirada sus pasos que se alejaban. Cuando por fin una puerta se cerró tras ella, mis ojos buscaron instintiva y ansiosamente el semblante del hermano, pero éste había hundido la cara entre las manos y sólo pude percibir que una palidez mayor que la habitual se extendía en los dedos descarnados, por entre los cuales se filtraban apasionadas lágrimas.
La enfermedad de Madeline había burlado durante mucho tiempo la ciencia de sus médicos. Una apatía permanente, un agotamiento gradual de su persona y frecuentes aunque transitorios accesos de carácter parcialmente cataléptico eran el diagnóstico insólito. Hasta entonces había soportado con firmeza la carga de su enfermedad, negándose a guardar cama; pero, al caer la tarde de mi llegada a la casa, sucumbió (como me lo dijo esa noche su hermano con inexpresable agitación) al poder aplastante del destructor, y supe que la breve visión que yo había tenido de su persona sería probablemente la última para mí, que nunca más vería a Madeline, por lo menos en vida.
En los varios días posteriores, ni Usher ni yo mencionamos su nombre, y durante este periodo me entregué a vehementes esfuerzos para aliviar la melancolía de mi amigo. Pintábamos y leíamos juntos; o yo escuchaba, como en un sueño, las extrañas improvisaciones de su elocuente guitarra. Y así, a medida que una intimidad cada vez más estrecha me introducía sin reserva en lo más recóndito de su alma, iba advirtiendo con amargura la futileza de todo intento de alegrar un espíritu cuya oscuridad, como una cualidad positiva, inherente, se derramaba sobre todos los objetos del universo físico y moral, en una incesante irradiación de tinieblas.
Siempre tendré presente el recuerdo de las muchas horas solemnes que pasé a solas con el amo de la Casa Usher. Sin embargo, fracasaría en todo intento de dar una idea sobre el exacto carácter de los estudios o las ocupaciones a los cuales me inducía o cuyo camino me mostraba. Una idealidad exaltada, enfermiza, arrojaba un fulgor sulfúreo sobre todas las cosas. Sus largos e improvisados cantos fúnebres resonarán eternamente en mis oídos. Entre otras cosas, conservo dolorosamente en la memoria cierta singular perversión y amplificación del extraño aire del último vals de Von Weber. De las pinturas que nutrían su laboriosa imaginación y cuya vaguedad crecía a cada pincelada, vaguedad que me causaba un estremecimiento tanto más penetrante, cuanto que ignoraba su causa; de esas pinturas (tan vívidas que aún tengo sus imágenes ante mí) sería inútil mi intento de presentar algo más que la pequeña porción comprendida en los límites de las meras palabras escritas. Por su extremada simplicidad, por la desnudez de sus diseños, atraían la atención y la subyugaban. Si jamás un mortal pintó una idea, ese mortal fue Roderick Usher. Para mí, al menos -en las circunstancias que entonces me rodeaban-, surgía de las puras abstracciones que el hipocondríaco lograba proyectar en la tela, una intensidad de intolerable espanto, cuya sombra nunca he sentido, ni siquiera en la contemplación de las fantasías de Fuseli, resplandecientes, por cierto, pero demasiado concretas.
Una de las fantasmagóricas concepciones de mi amigo, que no participaba con tanto rigor del espíritu de abstracción, puede ser vagamente esbozada, aunque de una manera indecisa, débil, en palabras. El pequeño cuadro representaba el interior de una bóveda o túnel inmensamente largo, rectangular, con paredes bajas, lisas, blancas, sin interrupción ni adorno alguno. Ciertos elementos accesorios del diseño servían para dar la idea de que esa excavación se hallaba a mucha profundidad bajo la superficie de la tierra. No se observaba ninguna saliencia en toda la vasta extensión, ni se discernía una antorcha o cualquier otra fuente artificial de luz; sin embargo, flotaba por todo el espacio una ola de intensos rayos que bañaban el conjunto con un esplendor inadecuado y espectral.
He hablado ya de ese estado mórbido del nervio auditivo que hacía intolerable al paciente toda música, con excepción de ciertos efectos de instrumentos de cuerda. Quizá los estrechos límites en los cuales se había confinado con la guitarra fueron los que originaron, en gran medida, el carácter fantástico de sus obras. Pero no es posible explicar de la misma manera la fogosa facilidad de sus impromptus. Debían de ser -y lo eran, tanto las notas como las palabras de sus extrañas fantasías (pues no pocas veces se acompañaba con improvisaciones verbales rimadas)-, debían de ser los resultados de ese intenso recogimiento y concentración mental a los cuales he aludido antes y que eran observables sólo en ciertos momentos de la más alta excitación mental. Recuerdo fácilmente las palabras de una de esas rapsodias. Quizá fue la que me impresionó con más fuerza cuando la dijo, porque en la corriente interna o mística de su sentido creí percibir, y por primera vez, una acabada conciencia por parte de Usher de que su encumbrada razón vacilaba sobre su trono. Los versos, que él tituló El palacio encantado, decían poco más o menos así:

En el más verde de los valles
que habitan ángeles benéficos,
erguíase un palacio lleno
de majestad y hermosura.
¡Dominio del rey Pensamiento,
allí se alzaba!
Y nunca un serafín batió sus alas
sobre cosa tan bella.
     
Amarillos pendones, sobre el techo
flotaban, áureos y gloriosos
(todo eso fue hace mucho,
en los más viejos tiempos);
y con la brisa que jugaba
en tan gozosos días,
por las almenas se expandía
una fragancia alada.
     
Y los que erraban en el valle,
por dos ventanas luminosas
a los espíritus veían
danzar al ritmo de laúdes,
en torno al trono donde
(¡porfirogéneto!)
envuelto en merecida pompa,
sentábase el señor del reino.
     
Y de rubíes y de perlas
era la puerta del palacio,
de donde como un río fluían,
fluían centelleando,
los Ecos, de gentil tarea:
la de cantar con altas voces
el genio y el ingenio
de su rey soberano.
     
Mas criaturas malignas invadieron,
vestidas de tristeza, aquel dominio.
(¡Ah, duelo y luto! ¡Nunca más
nacerá otra alborada!)
Y en torno del palacio, la hermosura
que antaño florecía entre rubores,
es sólo una olvidada historia
sepulta en viejos tiempos.
     
Y los viajeros, desde el valle,
por las ventanas ahora rojas,
ven vastas formas que se mueven
en fantasmales discordancias,
mientras, cual espectral torrente,
por la pálida puerta
sale una horrenda multitud que ríe...
pues la sonrisa ha muerto.

Recuerdo bien que las sugestiones nacidas de esta balada nos lanzaron a una corriente de pensamientos donde se manifestó una opinión de Usher que menciono, no por su novedad (pues otros hombres han pensado así), sino para explicar la obstinación con que la defendió. En líneas generales afirmaba la sensibilidad de todos los seres vegetales. Pero en su desordenada fantasía la idea había asumido un carácter más audaz e invadía, bajo ciertas condiciones, el reino de lo inorgánico. Me faltan palabras para expresar todo el alcance, o el vehemente abandono de su persuasión. La creencia, sin embargo, se vinculaba (como ya lo he insinuado) con las piedras grises de la casa de sus antepasados. Las condiciones de la sensibilidad habían sido satisfechas, imaginaba él, por el método de colocación de esas piedras, por el orden en que estaban dispuestas, así como por los numerosos hongos que las cubrían y los marchitos árboles circundantes, pero, sobre todo, por la prolongación inmodificada de este orden y su duplicación en las quietas aguas del estanque. Su evidencia -la evidencia de esa sensibilidad- podía comprobarse, dijo (y al oírlo me estremecí), en la gradual pero segura condensación de una atmósfera propia en torno a las aguas y a los muros. El resultado era discernible, añadió, en esa silenciosa, mas importuna y terrible influencia que durante siglos había modelado los destinos de la familia, haciendo de él eso que ahora estaba yo viendo, eso que él era. Tales opiniones no necesitan comentario, y no haré ninguno.
Nuestros libros -los libros que durante años constituyeran no pequeña parte de la existencia intelectual del enfermo- estaban, como puede suponerse, en estricto acuerdo con este carácter espectral. Estudiábamos juntos obras tales como el Verver et Chartreuse, de Gresset; el Belfegor, de Maquiavelo; Del cielo y del infierno, de Swedenborg; el Viaje subterráneo de Nicolás Klim, de Holberg; la Quiromancia de Robert Flud, de Jean D'Indaginé y De la Chambre; el Viaje a la distancia azul, de Tieck; y La ciudad del sol, de Campanella. Nuestro libro favorito era un pequeño volumen en octavo del Directorium Inquisitorium, del dominico Eymeric de Gironne, y había pasajes de Pomponius Mela sobre los viejos sátiros africanos y egibanos, con los cuales Usher soñaba horas enteras. Pero encontraba su principal deleite en la lectura cuidadosa de un rarísimo y curioso libro gótico en cuarto -el manual de una iglesia olvidada-, las Vigiliæ Mortuorum Chorum Eclesiæ Maguntiæ.
No podía dejar de pensar en el extraño ritual de esa obra y en su probable influencia sobre el hipocondríaco, cuando una noche, tras informarme bruscamente que Madeline había dejado de existir, declaró su intención de preservar su cuerpo durante quince días (antes de su inhumación definitiva) en una de las numerosas criptas del edificio. El humano motivo que alegaba para justificar esta singular conducta no me dejó en libertad de discutir. El hermano había llegado a esta decisión (así me dijo) considerando el carácter insólito de la enfermedad de la difunta, ciertas importunas y ansiosas averiguaciones por parte de sus médicos, la remota y expuesta situación del cementerio familiar. No he de negar que, cuando evoqué el siniestro aspecto de la persona con quien me cruzara en la escalera el día de mi llegada a la casa, no tuve deseo de oponerme a lo que consideré una precaución inofensiva y en modo alguno extraña.
A pedido de Usher, lo ayudé personalmente en los preparativos de la sepultura temporaria. Ya en el ataúd, los dos solos llevamos el cuerpo a su lugar de descanso. La cripta donde lo depositamos (por tanto tiempo clausurada que las antorchas casi se apagaron en su atmósfera opresiva, dándonos poca oportunidad para examinarla) era pequeña, húmeda y desprovista de toda fuente de luz; estaba a gran profundidad, justamente bajo la parte de la casa que ocupaba mi dormitorio. Evidentemente había desempeñado, en remotos tiempos feudales, el siniestro oficio de mazmorra, y en los últimos tiempos el de depósito de pólvora o alguna otra sustancia combustible, pues una parte del piso y todo el interior del largo pasillo abovedado que nos llevara hasta allí estaban cuidadosamente revestidos de cobre. La puerta, de hierro macizo, tenía una protección semejante. Su inmenso peso, al moverse sobre los goznes, producía un chirrido agudo, insólito.
Una vez depositada la fúnebre carga sobre los caballetes, en aquella región de horror, retiramos parcialmente hacia un lado la tapa todavía suelta del ataúd, y miramos la cara de su ocupante. Un sorprendente parecido entre el hermano y la hermana fue lo primero que atrajo mi atención, y Usher, adivinando quizá mis pensamientos, murmuró algunas palabras, por las cuales supe que la muerta y él eran mellizos y que entre ambos habían existido siempre simpatías casi inexplicables. Nuestros ojos, sin embargo, no se detuvieron mucho en la muerta, porque no podíamos mirarla sin espanto. El mal que llevara a Madeline a la tumba en la fuerza de la juventud había dejado, como es frecuente en todas las enfermedades de naturaleza estrictamente cataléptica, la ironía de un débil rubor en el pecho y la cara, y esa sonrisa suspicaz, lánguida, que es tan terrible en la muerte. Volvimos la tapa a su sitio, la atornillamos y, asegurada la puerta de hierro, emprendimos camino, con fatiga, hacia los aposentos apenas menos lúgubres de la parte superior de la casa.
Y entonces, transcurridos algunos días de amarga pena, sobrevino un cambio visible en las características del desorden mental de mi amigo. Sus maneras habituales habían desaparecido. Descuidaba u olvidaba sus ocupaciones comunes. Erraba de aposento en aposento con paso presuroso, desigual, sin rumbo. La palidez de su semblante había adquirido, si era posible tal cosa, un tinte más espectral, pero la luminosidad de sus ojos había desaparecido por completo. El tono a veces ronco de su voz ya no se oía, y una vacilación trémula, como en el colmo del terror, caracterizaba ahora su pronunciación. Por momentos, en verdad, pensé que algún secreto opresivo dominaba su mente agitada sin descanso, y que luchaba por conseguir valor suficiente para divulgarlo. Otras veces, en cambio, me veía obligado a reducirlo todo a las meras e inexplicables divagaciones de la locura, pues lo veía contemplar el vacío horas enteras, en actitud de profundísima atención, como si escuchara algún sonido imaginario. No es de extrañarse que su estado me aterrara, que me inficionara. Sentía que a mi alrededor, a pasos lentos pero seguros, se deslizaban las extrañas influencias de sus supersticiones fantásticas y contagiosas.
Al retirarme a mi dormitorio la noche del séptimo u octavo día después de que Madeline fuera depositada en la mazmorra, y siendo ya muy tarde, experimenté de manera especial y con toda su fuerza esos sentimientos. El sueño no se acercaba a mi lecho y las horas pasaban y pasaban. Luché por racionalizar la nerviosidad que me dominaba. Traté de convencerme de que mucho, si no todo lo que sentía, era causado por la desconcertante influencia del lúgubre moblaje de la habitación, de los tapices oscuros y raídos que, atormentados por el soplo de una tempestad incipiente, se balanceaban espasmódicos de aquí para allá sobre los muros y crujían desagradablemente alrededor de los adornos del lecho. Pero mis esfuerzos eran infructuosos. Un temblor incontenible fue invadiendo gradualmente mi cuerpo, y al fin se instaló sobre mi propio corazón un íncubo, el peso de una alarma por completo inmotivada. Lo sacudí, jadeando, luchando, me incorporé sobre las almohadas y, mientras miraba ansiosamente en la intensa oscuridad del aposento, presté atención -ignoro por qué, salvo que me impulsó una fuerza instintiva- a ciertos sonidos ahogados, indefinidos, que llegaban en las pausas de la tormenta, con largos intervalos, no sé de dónde. Dominado por un intenso sentimiento de horror, inexplicable pero insoportable, me vestí aprisa (pues sabía que no iba a dormir más durante la noche) e intenté salir de la lamentable condición en que había caído, recorriendo rápidamente la habitación de un extremo al otro.
Había dado unas pocas vueltas, cuando un ligero paso en una escalera contigua atrajo mi atención. Reconocí entonces el paso de Usher. Un instante después llamaba con un toque suave a mi puerta y entraba con una lámpara. Su semblante tenía, como de costumbre, una palidez cadavérica, pero además había en sus ojos una especie de loca hilaridad, una histeria evidentemente reprimida en toda su actitud. Su aire me espantó, pero todo era preferible a la soledad que había soportado tanto tiempo, y hasta acogí su presencia con alivio.
-¿No lo has visto? -dijo bruscamente, después de echar una mirada a su alrededor, en silencio-. ¿No lo has visto? Pues aguarda, lo verás -y diciendo esto protegió cuidadosamente la lámpara, se precipitó a una de las ventanas y la abrió de par en par a la tormenta.
La ráfaga entró con furia tan impetuosa que estuvo a punto de levantarnos del suelo. Era, en verdad, una noche tempestuosa, pero de una belleza severa, extrañamente singular en su terror y en su hermosura. Al parecer, un torbellino desplegaba su fuerza en nuestra vecindad, pues había frecuentes y violentos cambios en la dirección del viento; y la excesiva densidad de las nubes (tan bajas que oprimían casi las torrecillas de la casa) no nos impedía advertir la viviente velocidad con que acudían de todos los puntos, mezclándose unas con otras sin alejarse. Digo que aun su excesiva densidad no nos impedía advertirlo, y sin embargo no nos llegaba ni un atisbo de la luna o de las estrellas, ni se veía el brillo de un relámpago. Pero las superficies inferiores de las grandes masas de agitado vapor, así como todos los objetos terrestres que nos rodeaban, resplandecían en la luz extranatural de una exhalación gaseosa, apenas luminosa y claramente visible, que se cernía sobre la casa y la amortajaba.
-¡No debes mirar, no mirarás eso! -dije, estremeciéndome, mientras con suave violencia apartaba a Usher de la ventana para conducirlo a un asiento-. Estos espectáculos, que te confunden, son simples fenómenos eléctricos nada extraños, o quizá tengan su horrible origen en el miasma corrupto del estanque. Cerremos esta ventana; el aire está frío y es peligroso para tu salud. Aquí tienes una de tus novelas favoritas. Yo leeré y me escucharás, y así pasaremos juntos esta noche terrible.
El antiguo volumen que había tomado era Mad Trist, de Launcelot Canning; pero lo había calificado de favorito de Usher más por triste broma que en serio, pues poco había en su prolijidad tosca, sin imaginación, que pudiera interesar a la elevada e ideal espiritualidad de mi amigo. Pero era el único libro que tenía a mano, y alimenté la vaga esperanza de que la excitación que en ese momento agitaba al hipocondríaco pudiera hallar alivio (pues la historia de los trastornos mentales está llena de anomalías semejantes) aun en la exageración de la locura que yo iba a leerle. De haber juzgado, a decir verdad, por la extraña y tensa vivacidad con que escuchaba o parecía escuchar las palabras de la historia, me hubiera felicitado por el éxito de mi idea.
Había llegado a esa parte bien conocida de la historia en que Ethelred, el héroe del Trist, después de sus vanos intentos de introducirse por las buenas en la morada del eremita, procede a entrar por la fuerza. Aquí, se recordará, las palabras del relator son las siguientes:
"Y Ethelred, que era por naturaleza un corazón valeroso, y fortalecido, además, gracias al poder del vino que había bebido, no aguardó el momento de parlamentar con el eremita, quien, en realidad, era de índole obstinada y maligna; mas sintiendo la lluvia sobre sus hombros, y temiendo el estallido de la tempestad, alzó resueltamente su maza y a golpes abrió un rápido camino en las tablas de la puerta para su mano con guantelete, y, tirando con fuerza hacia sí, rajó, rompió, lo destrozó todo en tal forma que el ruido de la madera seca y hueca retumbó en el bosque y lo llenó de alarma."
Al terminar esta frase me sobresalté y por un momento me detuve, pues me pareció (aunque en seguida concluí que mi excitada imaginación me había engañado), me pareció que, de alguna remotísima parte de la mansión, llegaba confusamente a mis oídos algo que podía ser, por su exacta similitud, el eco (aunque sofocado y sordo, por cierto) del mismo ruido de rotura, de destrozo que Launcelot había descrito con tanto detalle. Fue, sin duda alguna, la coincidencia lo que atrajo mi atención pues, entre el crujir de los bastidores de las ventanas y los mezclados ruidos habituales de la tormenta creciente, el sonido en sí mismo nada tenía, a buen seguro, que pudiera interesarme o distraerme. Continué el relato:
"Pero el buen campeón Ethelred pasó la puerta y quedó muy furioso y sorprendido al no percibir señales del maligno eremita y encontrar, en cambio, un dragón prodigioso, cubierto de escamas, con lengua de fuego, sentado en guardia delante de un palacio de oro con piso de plata, y del muro colgaba un escudo de bronce reluciente con esta leyenda:
Quien entre aquí, conquistador será; 
Quien mate al dragón, el escudo ganará.
"Y Ethelred levantó su maza y golpeó la cabeza del dragón, que cayó a sus pies y lanzó su apestado aliento con un rugido tan hórrido y bronco y además tan penetrante que Ethelred se tapó de buena gana los oídos con las manos para no escuchar el horrible ruido, tal como jamás se había oído hasta entonces."
Aquí me detuve otra vez bruscamente, y ahora con un sentimiento de violento asombro, pues no podía dudar de que en esta oportunidad había escuchado realmente (aunque me resultaba imposible decir de qué dirección procedía) un grito insólito, un sonido chirriante, sofocado y aparentemente lejano, pero áspero, prolongado, la exacta réplica de lo que mi imaginación atribuyera al extranatural alarido del dragón, tal como lo describía el novelista.
Oprimido, como por cierto lo estaba desde la segunda y más extraordinaria coincidencia, por mil sensaciones contradictorias, en las cuales predominaban el asombro y un extremado terror, conservé, sin embargo, suficiente presencia de ánimo para no excitar con ninguna observación la sensibilidad nerviosa de mi compañero. No era nada seguro que hubiese advertido los sonidos en cuestión, aunque se había producido durante los últimos minutos una evidente y extraña alteración en su apariencia. Desde su posición frente a mí había hecho girar gradualmente su silla, de modo que estaba sentado mirando hacia la puerta de la habitación, y así sólo en parte podía ver yo sus facciones, aunque percibía sus labios temblorosos, como si murmuraran algo inaudible. Tenía la cabeza caída sobre el pecho, pero supe que no estaba dormido por los ojos muy abiertos, fijos, que vi al echarle una mirada de perfil. El movimiento del cuerpo contradecía también esta idea, pues se mecía de un lado a otro con un balanceo suave, pero constante y uniforme. Luego de advertir rápidamente todo esto, proseguí el relato de Launcelot, que decía así:
"Y entonces el campeón, después de escapar a la terrible furia del dragón, se acordó del escudo de bronce y del encantamiento roto, apartó el cuerpo muerto de su camino y avanzó valerosamente sobre el argentado pavimento del castillo hasta donde colgaba del muro el escudo, el cual, entonces, no esperó su llegada, sino que cayó a sus pies sobre el piso de plata con grandísimo y terrible fragor."
Apenas habían salido de mis labios estas palabras, cuando -como si realmente un escudo de bronce, en ese momento, hubiera caído con todo su peso sobre un pavimento de plata- percibí un eco claro, profundo, metálico y resonante, aunque en apariencia sofocado. Incapaz de dominar mis nervios, me puse en pie de un salto; pero el acompasado movimiento de Usher no se interrumpió. Me precipité al sillón donde estaba sentado. Sus ojos miraban fijos hacia adelante y dominaba su persona una rigidez pétrea. Pero, cuando posé mi mano sobre su hombro, un fuerte estremecimiento recorrió su cuerpo; una sonrisa malsana tembló en sus labios, y vi que hablaba con un murmullo bajo, apresurado, ininteligible, como si no advirtiera mi presencia. Inclinándome sobre él, muy cerca, bebí, por fin, el horrible significado de sus palabras:
-¿No lo oyes? Sí, yo lo oigo y lo he oído. Mucho, mucho, mucho tiempo... muchos minutos, muchas horas, muchos días lo he oído, pero no me atrevía... ¡Ah, compadéceme, mísero de mí, desventurado! ¡No me atrevía... no me atrevía a hablar! ¡La encerramos viva en la tumba! ¿No dije que mis sentidos eran agudos? Ahora te digo que oí sus primeros movimientos, débiles, en el fondo del ataúd. Los oí hace muchos, muchos días, y no me atreví, ¡no me atrevía hablar! ¡Y ahora, esta noche, Ethelred, ja, ja! ¡La puerta rota del eremita, y el grito de muerte del dragón, y el estruendo del escudo!... ¡Di, mejor, el ruido del ataúd al rajarse, y el chirriar de los férreos goznes de su prisión, y sus luchas dentro de la cripta, por el pasillo abovedado, revestido de cobre! ¡Oh! ¿Adónde huiré? ¿No estará aquí pronto? ¿No se precipita a reprocharme mi prisa? ¿No he oído sus pasos en la escalera? ¿No distingo el pesado y horrible latido de su corazón? ¡INSENSATO! -y aquí, furioso, de un salto, se puso de pie y gritó estas palabras, como si en ese esfuerzo entregara su alma-: ¡INSENSATO! ¡TE DIGO QUE ESTÁ DEL OTRO LADO DE LA PUERTA!
Como si la sobrehumana energía de su voz tuviera la fuerza de un sortilegio, los enormes y antiguos batientes que Usher señalaba abrieron lentamente, en ese momento, sus pesadas mandíbulas de ébano. Era obra de la violenta ráfaga, pero allí, del otro lado de la puerta, ESTABA la alta y amortajada figura de Madeline Usher. Había sangre en sus ropas blancas, y huellas de acerba lucha en cada parte de su descarnada persona. Por un momento permaneció temblorosa, tambaleándose en el umbral; luego, con un lamento sofocado, cayó pesadamente hacia adentro, sobre el cuerpo de su hermano, y en su violenta agonía final lo arrastró al suelo, muerto, víctima de los terrores que había anticipado.
De aquel aposento, de aquella mansión huí aterrado. Afuera seguía la tormenta en toda su ira cuando me encontré cruzando la vieja avenida. De pronto surgió en el sendero una luz extraña y me volví para ver de dónde podía salir fulgor tan insólito, pues la vasta casa y sus sombras quedaban solas a mis espaldas. El resplandor venía de la luna llena, roja como la sangre, que brillaba ahora a través de aquella fisura casi imperceptible dibujada en zig-zag desde el tejado del edificio hasta la base. Mientras la contemplaba, la figura se ensanchó rápidamente, pasó un furioso soplo del torbellino, todo el disco del satélite irrumpió de pronto ante mis ojos y mi espíritu vaciló al ver desmoronarse los poderosos muros, y hubo un largo y tumultuoso clamor como la voz de mil torrentes, y a mis pies el profundo y corrompido estanque se cerró sombrío, silencioso, sobre los restos de la Casa Usher.

Edgar Allan Poe (Estados Unidos, 1809-1849)

MANIFIESTO DE CAMBRIDGE, por Philip Low

Declaración de Cambridge sobre la conciencia

En este día 7 de julio de 2012, un prominente grupo internacional de neurocientificos cognitivos, neurofarmacólogos, neurofisiólogos, neuroanatomistas y neurocientíficos computacionales se han reunido en la universidad de Cambridge para valorar de nuevo los substratos neurobiológicos de la experiencia consciente y los comportamientos relacionados en animales humanos y no humanos. Pese a que la investigación comparada en este asunto está limitada de forma natural por la incapacidad de los animales no humanos, y a menudo de los humanos, para comunicar clara y fácilmente sus estados internos, las siguientes observaciones pueden ser establecidas inequívocamente: 

·  El campo de la investigación de la Conciencia está evolucionando rápidamente. Se han desarrollado abundantes nuevas técnicas y estrategias para la investigación con animales humanos y no humanos. Consecuentemente, más datos están convirtiéndose en fácilmente disponibles, y esto hace una llamada para reevaluar periódicamente las preconcepciones previas en este campo. Estudios de animales no humanos han mostrado que circuitos homólogos del cerebro correlacionados con experiencia consciente y percepción pueden ser activados o desactivados para evaluar si de hecho son necesarios para tales experiencias. Más aún, en humanos, están disponibles nuevas técnicas no invasivas para estudiar los correlatos de la conciencia. 

·  Los sustratos neurales de las emociones no parecen estar confinados a las estructuras corticales. De hecho, redes neurales subcorticales activadas durante estados afectivos en humanos también son críticamente importantes para generar comportamientos emocionales en animales. La activación de las mismas regiones cerebrales genera un comportamiento correspondiente y estados sentimentales tanto en animales humanos como en no humanos. Donde fuera que el cerebro de uno evoca comportamientos emocionales instintivos en no humanos, muchos de los comportamientos consiguientes son consistentes con la experiencia de estados sentimentales, incluyendo aquellos estados internos que tienen que ver con la recompensa y el castigo. Sistemas asociados con el afecto se concentran en regiones subcorticales donde abundan homologías neurales. Animales jóvenes humanos y no humanos sin neocortex retienen estas funciones cerebro-mente. Más aún, los circuitos neurales que apoyan los estados de atención comportamentales y electrofisiológicos, el sueño y la toma de decisiones, parecen haber surgido en la evolución tan pronto como en la radiación de los invertebrados, resultando evidente en insectos y moluscos cefalópodos (por ejemplo, el pulpo). 

·  Los pájaros parecen ofrecer, en sus comportamientos, neurofisiología y neuroanatomía, un impresionante caso de evolución paralela de la conciencia. Evidencias de niveles casi humanos de conciencia se han observado dramáticamente en los loros grises africanos. Se ha averiguado que las redes emocionales de las aves y los mamíferos, y los microcircuitos cognitivos, exhiben patrones neurales de sueño similares a aquellos de los mamíferos, que previamente se pensaba que requerían un neocortex mamífero. Se ha mostrado en particular que las urracas exhiben impresionantes similitudes con humanos, grandes simios, delfines y elefantes en estudios de auto-reconocimiento en el espejo. 



·  En humanos, el efecto de ciertos alucinógenos parece estar asociado a la interrupción de los procesos de retroaliementación cortical. Intervenciones farmacológicas con compuestos que se sabe que afectan al comportamiento consciente en humanos puede llevar a perturbaciones similares en el procesamiento subcortical o casi cortical, así como en la conciencia visual. Evidencias de que los sentimientos emocionales humanos y no humanos surgen de homólogas redes subcorticales del cerebro proporciona evidencias convincentes para un origen compartido de los qualia afectivos primordiales. 


Declaramos lo siguiente: “La ausencia de un neocortex no parece impedir que un organismo experimente estados afectivos. Evidencias convergentes indican que los animales no humanos poseen substratos neuroanatómicos, neuroquímicos y neurofisiológicos de los estados de conciencia, junto con la capacidad de exhibir comportamientos intencionales. Consecuentemente, el peso de las evidencias indica que los humanos no son únicos en la posesión de substratos neurológicos que generan consciencia. Los animales no humanos, incluyendo todos los mamíferos y pájaros, y otras muchas criaturas, también poseen estos substratos neurológicos."

Philip Steven Low (Canadá, 1979)

martes, 24 de mayo de 2016

LA CALLE, por Octavio Paz

Es una calle larga y silenciosa.
Ando en tinieblas y tropiezo y caigo
y me levanto y piso con pies ciegos
las piedras mudas y las hojas secas
y alguien detrás de mí también las pisa:
si me detengo, se detiene;
si corro, corre. Vuelvo el rostro: nadie.
Todo está oscuro y sin salida,
y doy vueltas en esquinas
que dan siempre a la calle
donde nadie me espera ni me sigue,
donde yo sigo a un hombre que tropieza
y se levanta y dice al verme: nadie.


Octavio Paz (México, 1914-1998)

jueves, 19 de mayo de 2016

Max Weber, sobre la política

"Quien hace política pacta con los poderes diabólicos que acechan a todo poder"

Max Weber (Alemania, 1864-1920)

martes, 17 de mayo de 2016

ZIPPER SONET, por Julio Cortázar

de arriba abajo o bien de abajo arriba 
este camino lleva hacia sí mismo 
simulacro de cima ante el abismo 
árbol que se levanta o se derriba 

quien en la alterna imagen lo conciba 
será el poeta de este paroxismo 
en un amanecer de cataclismo 
náufrago que a la arena al fin arriba 

vanamente eludiendo su reflejo 
antagonista de la simetría 
para llegar hasta el dorado gajo 

visionario amarrándose a un espejo 
obstinado hacedor de la poesía 
de abajo arriba o bien de arriba abajo

Julio Cortázar (Argentina, 19141-1984)

FRENTE A LA AMENAZA TOTALITARIA, por Mario Vargas Llosa

La decisión del Gobierno de Alan García de estatizar los bancos, las compañías de seguros y las financieras es el paso más importante que se ha dado en el Perú para mantener a este país en el subdesarrollo y la pobreza y para conseguir que la incipiente democracia de que goza desde 1980, en vez de perfeccionarse, se degrade, volviéndose ficción.A los argumentos del régimen según los cuales este despojo (que convertirá al Estado en el amo de los créditos y de los seguros y que, a través de los paquetes accionarios de las entidades estatizadas, extenderá sus tentáculos por innumerables industrias y comercios privados) se lleva a cabo para transferir aquellas empresas de un grupo de banqueros a la nación, hay que responder: "Eso es demagogia y mentira". La verdad es ésta. Aquellas empresas son arrebatadas -en contra de la letra y el espíritu de la Constitución que garantiza la propiedad y el pluralismo económico y prohíbe los monopolios- a quienes las crearon y desarrollaron, para ser confiadas a burócratas que, en el futuro, como ocurre con todas las burocracias de los países subdesarrollados sin una sola excepción, las administrarán en provecho propio y en el del poder político a cuya sombra medran.

En todo país subdesarrollado, como en todo país totalitario, la distinción entre Estado y gobierno es un espejismo jurídico. Ella sólo es realidad en las democracias avanzadas. En aquellos países, las leyes y constituciones fingen separarlos y también los discursos oficiales. En la práctica, se confunden como dos gotas de agua. Quienes ocupan el gobierno se apoderan del Estado y disponen de sus resortes a su antojo. ¿Qué mejor prueba que el famoso Sinacoso (Sistema Nacional de Comunicación Social), erigido por la dictadura militar y que, desde entonces, ha sido un dócil ventrílocuo de los gobiernos que la han sucedido? ¿Expresan acaso, en modo alguno, esa cadena de radios, periódicos y canal de televisión, al Estado, es decir a todos los peruanos? No. Esos medios publicitan, adulan y manipulan la información exclusivamente en favor de quienes gobiernan, con olímpica prescindencia de lo que piensan y creen los demás peruanos


La ineficiencia y la inmoralidad que acompañan, como su doble, a las estatizaciones y a las nacionalizaciones, se originan principalmente en la dependencia servil en que la empresa transferida al sector público se halla del poder político. Los peruanos lo sabemos de sobra desde los tiempos de la dictadura velasquista, que, traicionando las reformas que todos anhelábamos, se las arregló, a fuerza de expropiaciones y confiscaciones, para quebrar industrias que habían alcanzado un índice notable de eficiencia -como la pesquería, el cemento o los ingenios azucareros- y hacernos importadores hasta de las papas que nuestros industriosos antepasados crearon para felicidad del mundo entero. Extendiendo el sector público de menos de 10 a casi 170 empresas, la dictadura -que alegaba, como justificación, la justicia social- acrecentó la pobreza y las desigualdades y dio a la práctica del cohecho y el negociado ilícito un impulso irresistible. Ambos han proliferado desde entonces de manera cancerosa, convirtiéndose en un obstáculo mayor para la creación de riqueza en nuestro país.

Este es el modelo que el presidente García hace suyo, imprimiendo a nuestra economía, con la, estatización de los bancos, los seguros y las financieras, un dirigismo controlista que nos coloca inmediatamente después de Cuba y casi a la par con Nicaragua. No olvido, claro está, que, a diferencia del general Velasco, Alan García es un gobernante elegido en comicios legítimos. Pero tampoco olvido que los peruanos lo eligieron, de esa manera abrumadora que sabemos, para que consolidara nuestra democracia política con reformas sociales; no para que hiciera una revolución cuasi socialista que acabara con ella.

Porque no hay democracia que sobreviva a una acumulación tan desorbitada del poder económico en manos del poder político. Si no, hay que preguntárselo a los mexicanos, país donde, sin embargo, el Estado no dispone de un sector público tan vasto como el que usufructuará el gobierno aprista una vez que se apruebe la ley de estatización.

Su primera víctima será la libertad de expresión. El gobierno no necesitará proceder a la manera velasquista, asaltando, pistola en mano, los diarios, estaciones de radio y de televisión, aunque no se puede descartar que lo haga: ya hemos comprobado que a sus promesas se las lleva él viento como si fueran plumas, ecos... Convertido en el primer anunciador del país, bastará que los chantajee con el avisaje. O, que, para ponerlos de rodillas, les cierre los créditos, sin los cuales ninguna empresa puede funcionar. No hay duda que, ante la perspectiva de morir de consunción, muchos medios optarán por el silencio o la obsecuencia los dignos, perecerán. Y cuando la crítica se esfuma de la vida pública, la vocación congénita a todo poder de crecer y eternizarse tiene cómo hacerse realidad. De nuevo, la ominosa silueta del ogro filantrópico (como ha llamado Octavio Paz al PRI) se dibuja sobre el horizonte peruano.

El progreso de un país consiste en la extensión de la propiedad y de la libertad al mayor número de ciudadanos y en el fortalecimiento de unas reglas de juego -una legalidad y unas costumbres- que premien el esfuerzo y el talento, estimulen la responsabilidad, la iniciativa y la honestidad, y sancionen el parasitismo, el rentismo, la abulia y la inmoralidad. Todo ello es incompatible con un Estado macrocefálico donde el protagonista de la actividad económica será el funcionario en vez del empresario y el trabajador; y donde, en la mayoría de sus campos, la competencia habrá sido sustituida por un monopolio.

Un Estado de esta índole desmoraliza y anula el espíritu empresarial y hace del tráfico de influencias y favores la profesión más codiciable y rentable. Ese es el camino que ha llevado a tantos países del Tercer Mundo a hundirse en el marasmo y a convertirse en satrapías.

El Perú está todavía lejos de ello, por fortuna. Pero medidas como ésta que crítico, pueden catapultarnos en esa dirección. Hay que decirlo en alta voz para que lo oigan los pobres -que serán sus víctimas propiciatorias- y tratar de impedirlo por todos los medios legales a nuestro alcance. Sin atemorizamos por las inventivas que lanzan ahora contra los críticos del gobierno sus validos en la Prensa adicta ni por las masas que el partido aprista, por boca de su secretario general, amenaza con sacar a las calles para intimidar a quienes protestamos. Ambas cosas son inquietantes anticipos de lo que ocurrirá en nuestro país si el gobierno concentra en sus manos ese poder económico absoluto que es, siempre el primer paso hacia el absolutismo político.

Ciudadanos, instituciones y partidos democráticos debemos tratar de evitar que nuestro país -que padece ya tantas desgracias- se convierta en una seudo democracia manejada por burócratas incompetentes donde sólo prosperará la corrupción.


5 de agosto de 1987


Mario Vargas Llosa (Perú, 1936)

jueves, 12 de mayo de 2016

ESTIMADO DOCTOR JUNG, por David Alberto Campos

1.

Fue algo inesperado. Estaba en una de esas aburridas reuniones a las que a uno le toca asistir. Cabeceaba y me sobresaltaba, algo apurado, consciente de que sería una grosería ponerme a dormir. Pero tenía unas ganas enormes. La conferencista, al parecer muy reconocida en su campo (era una parasitóloga eminente, me había explicado el Decano), era interesante para los demás pero a mí me producía sólo ganas de irme. Era algo difícil. Una lucha. ¿Qué estaba haciendo yo allí, en esa situación tan estéril? Pude haberme quedado en mi consultorio, leyendo algo realmente interesante. O pude haberme ido a casa a escribir, o a jugar con mis hijos. Pero no. Ahí estaba, aplastado en una silla, sufriendo (que no escuchando) la docta exposición de una señora menos emocionante que una visita de los Testigos de Jehová.

Mis bostezos eran cada vez de mayor envergadura. Primero bebí un poco de agua, esperanzado en salir de ese sopor que me anulaba. No sirvió. Luego empecé a morderme los labios. Nada. Ya era inevitable cerrar los ojos. Busqué una postura reflexiva, una especie de gesto aristotélico. Y, ligeramente ladeado, empecé a dormir.
Qué susto. Ahí estaba ella, la parasitóloga con cara de jirafa. Pero ahora su cuerpo era también de jirafa. Y su piel. Una jirafa obesa, que corría a galope por la llanura. Por fortuna, pasó sin fijarse en mí.

Caminé un poco. El suelo estaba hecho de diamantes diminutos que refulgían de manera misteriosa. Me encontré con un árbol. Una especie de cedro amigable, con rostro humano (¿el doctor Mariño?), me invitó a sentarme a su lado. Estar a su sombra fue una bendición. Me sentí menos frágil, más dispuesto a todo. Bueno, casi todo. No iba aguantarme más esa soporífera conferencia, pero iba a tener la valentía de levantarme y salir. Así de fácil. Así de heroico.

Se acercó a nosotros una criatura. Parecía un centauro. Cuando se detuvo justo ante nosotros, pude percibirla mejor. Era una muchacha de pelo, labios y uñas color violeta. No era hermosa, como suelen serlo las muchachas que se aparecen en los cuentos de los poetas. Era a duras penas agraciada, de boca similar a la de una trucha, cuerpo enjuto (por no decir caquéctico) y ojos tristes como de rana. Montaba un unicornio. El animal sí era bello, aunque menos espectacular que lo que la gente imagina. La muchacha sacó una botella de entre su ropaje. Contenía unas píldoras extrañas, de consistencia babosa. Nos ofreció. Yo, fiel a mi costumbre y recordando un consejo maternal antiquísimo, me rehusé. El cedro aceptó una de ellas.

De alguna forma, cayó la noche. Pero era una noche especial, de cielo azulado y brillante. Los pequeños diamantes del cielo despedían un vaho color turquesa, que olía a alcanfor. Empecé a escuchar olas de mar. Sí. ¡Olas de mar! Pero, ¿cómo diablos…? Y allí estaba el mar. Había venido de repente. El cedro, el unicornio, la muchacha y yo estábamos en una pequeña isla. ¡Y qué sabrosa sensación de tranquilidad nos embargó a todos!
La muchacha bajó del unicornio y se convirtió en un enano rollizo, que nos contó un chiste y se echó al agua. Lo siguió el unicornio, dócilmente. Al principio me preocupó que fuera a ahogarse, pero me dijo, con su mirada, que estuviera tranquilo. A modo de despedida, tuvimos este diálogo:

- Hasta pronto, doctor. Nos vemos un día de estos.
- ¿Cómo? ¡Los unicornios hablan!
- Y también fornicamos. Y nos gusta la mermelada de piña. Y detestamos la música hip-hop.
- ¿Y dónde viven? ¡Mucha gente ha muerto buscándolos!
- En el centro del mandala, ahí donde el mercurio se transforma en oro.
- ¿Jung tenía razón?
- Sí. Él vive cerca de nuestro reino, en la Torre de Babel. Escriba sobre él, doctor. Escriba, y de paso hace la tarea para el Diplomado…
- ¿Cómo sabe del Diplomado?
- Los unicornios somos clarividentes. Escriba rápido, doctor, no sea que no le alcance el tiempo y no logre entregar la tarea.
- Lo haré, lo haré de inmediato…
- Hágalo sobre Jung, por favor. En la actualidad sólo hablan de él los drogadictos que se las dan de ecologistas, los trastornados que asisten a tiendas esotéricas y las psicólogas desempleadas…
-  Así lo haré. Se lo prometo.
- Los médicos se lo deben volver a tomar en serio. Harían mejor su oficio de sanadores.

Cuando desperté, la conferencista había (qué alivio) desaparecido. Hablaba un barbudo, parecido a Pavarotti. Miré al Decano de soslayo, me despedí de mis compañeros de mesa (¡qué tragedia, cuando los “compañeros de mesa” no hacen parte de un banquete sino de un simposio!) y, con paso apurado, salí del recinto.

Debía de estar aún algo adormilado, porque tropecé y me fui de bruces sobre una estudiante. Pero ella no pareció molestarse, pese al cabezazo recibido en su hombro izquierdo, y genuinamente preocupada me ayudó a incorporarme y me acompañó al parqueadero. Me insistía en que, si yo deseaba, mejor me pedía un taxi. Yo le sonreí y le dije que se relajara. Yo ya era libre. Victoriosamente libre.

2.

Lewistown, diciembre 2 de 1938

EURO-HITS
Por Jack Morris

¿Creían saberlo todo? ¡pues no! Este es el ÚLTIMO chisme de Europa:
Desde hace dos años, un apuesto médico suizo hace de las suyas con una alocada universitaria judía.

Sí. Han oído bien. El doctor tiene relaciones íntimas con su paciente, y ella, que es bastante fogosa, ha proseguido su peculiar tratamiento aún después de haberse curado.
Él tiene ojos claros, pelo castaño, y estatura de jugador de básquetbol. Ella tiene cuerpo de sílfide y uno de los rostros más sensuales de Zúrich. Mejor dicho: hechos el uno para el otro.

Los tortolitos han sido avistados en numerosas ocasiones. Sea en la terraza del Hotel Roi, o en la azotea de la Clínica del doctor Beuler, o en el apartamento privado de la ardiente jovencita, siempre están besándose, abrazándose y haciéndose cosas que…¡no podemos decir pero ustedes sí podrán imaginar!

Nos contó un pajarito que no es la única ocasión que Carl Gustav Jung se acuesta con una paciente o estudiante suya. Parece que la costumbre la tiene ¡desde 1908! Por su diván han pasado, en todo el sentido de la palabra, exquisiteces como las actrices Jeanine Bertrand o Sarah Fulton, y damas de la talla de Isabel Guiñol y Busquets o Madame Agnès Ferrari. También terapeutas, como Marie von Franz y Lou Salomé. Y como la nobleza NO PODÍA FALTAR, a la distinguida condesa de Devonshire, por cuya cintura botaba la baba el mismísimo rey de Inglaterra hasta hace poco, también se le ha visto por su consultorio… saliendo a hurtadillas, en la madrugada. El primoroso psiquiatra parece que las vuelve locas con su jerigonza psicoanalítica, su mostacho marrón y su elegante vestimenta.
Los que no andan muy contentos con el atlético doctor Jung son el doctor Sigmund Freud (sí, mis amigos, el viejito verde que anda diciendo que los niños no son inocentes criaturitas, y que tocarse es bueno…) y el doctor Sandor Ferenczi (el húngaro al que le hicimos la broma del Día de los Inocentes el año pasado), quienes se han mostrado partidarios ya no de expulsarlo de la Asociación Psicoanalítica Internacional (a la que ya el doctor Jung no pertenece), sino de DENUNCIARLO ante el Comité Europeo de Ética Médica…  

Mejor dicho, un verdadero combate se avecina. Pero opinamos que el doctor Jung saldrá vencedor, no sólo por su cuerpazo de boxeador y sus libros, de los que más de un lector se sentirá admirador, sino porque el Comité Europeo de Ética Médica está presidido por…¡la doctora Sabrina Spielrein, también amante suya!
Como quien dice, Freud y Ferenczi irán por lana y saldrán muy trasquilados. 

Soy Jack Morris, y esto es EURO-HITS, para nuestros gentiles lectores de MONTANA PRESS. 

No se pierdan, la próxima semana…¡La amante de Mussolini que no usa ropa interior!

3.

Basel, enero 27 de 1914

Señor
Carl Gustav Jung
Torre de Bollingen
Bollingen, Cantón de San Galo, Suiza

Estimado Señor:

Por medio de esta carta de reclamo, deseo hacer constar mi insatisfacción con respecto al trato recibido por mi hija, Amanda Kolbe Weinmann, de parte de usted, su médico psiquiatra.

Reconozco que mi hija ha avanzado notoriamente en la cura de sus cefaleas, lumbalgias y parestesias. Lo que cuestiono no son sus resultados, sino sus métodos.

Desde hace unos meses, revisando cartas y apuntes de mi hija, mi señora esposa viene encontrando referencias a usted tales como: “Hoy veré al bombón de mi psiquiatra, y me lo comeré todito” o “Carl, mi todo, mi ser, te amo” o “Ayer C.G. me hizo conocer el Paraíso”.
No es concebible que un galeno de sus características se sobrepase de ese modo con mi hija. Insisto en que estoy profundamente agradecido con haberla sanado de su neurosis y sus síntomas, pero deseo con urgencia reunirme con usted, para aclarar este asunto y solucionar esta lamentable situación de manera civilizada.

No he realizado ninguna denuncia en la policía, pese al terrible malestar que siento, en espera de su respuesta.

Sin otro comentario, se despide atentamente:

Rainer  Kolbe Vargreuten
IN 14372

4.

Respetados Colegas

Asisto a este simposio aceptando la gentil invitación de mi querido amigo y colega el doctor Wilhelm.

Mi ponencia es sencilla y breve, como la vida de una mariposa. Estoy convencido que de esas dos grandes cualidades, tan olvidadas en estos días de pompa y arrogancia, merecen ser rescatadas.

Deseo hablarles de mi último libro, Psicología y Alquimia.

Es el producto de veinte años de reflexión, observación y análisis de los productos oníricos de algunos de mis pacientes más interesantes. Lo considero una obra bien lograda, aunque ya anticipo que los freudianos correrán a despotricar contra ella, y que será mal recibida en algunos círculos de psicólogos conductistas. No me importa. Sé que la opinión pública, y que los verdaderos médicos del alma, la leerán gustosamente y encontrarán en ella luces para hacer una fecunda práctica clínica.

A los adoradores de falos y a los que creen que experimentando con ratones se lega a conocer la condición humana, no puedo sino expresarles mi sentido pésame. Son como ciegos dando tumbos en un terreno que desconocen. De ellos la medicina en general, y la psiquiatría en particular, tienen poco que aprender. En cambio, de los verdaderos estudiosos de la mente humana, como todos ustedes, los asistentes a este simposio, no puedo sino expresarles mi admiración y mi afecto. Para personas profundas y eruditas como ustedes fue escrito el libro.

Efectivamente, Psicología y Alquimia no es simplemente un texto erudito sobre los misterios de la cábala y los textos de los alquimistas de la Antigüedad, la Edad Media y el Renacimiento. Es, ante todo, un puente entre la Psicología Analítica y todo ese saber arcano que estuvo durante siglos frente a nuestras narices pero no fue abordado con espíritu científico sino hasta ahora.

En Psicología y Alquimia se deja ver cómo he estado en lo cierto, a lo largo de estos años, a propósito de  las transformaciones de la libido y la naturaleza trascendente del hombre, la verdadera interpretación de los sueños (que trasciende el enfoque meramente sexual que pretenden los párvulos de Freud), los símbolos de transformación en el inconsciente colectivo y los procesos de individuación como integración y búsqueda de totalidad que desmienten la ingenua pretensión de una cura automática con el simpe hecho de hacer consciente lo inconsciente.

La primera parte del libro es una introducción a la psicología religiosa, en la que especifico cuál es el proceso de individuación y la búsqueda de la integración, del homo totus u hombre completo al que la terapia debe aspirar.

La segunda parte contiene un extenso material onírico de un paciente analizado a cabalidad, en el que destaca la simbología rica en referencias alquímicas y nuevas pruebas de que existe un inconsciente colectivo.

Y la tercera y última parte, es un compilado histórico de todos los hallazgos realizados por los filósofos neoplatónicos y neopitagóricos, los alquimistas y los primeros químicos, en los que encontré analogías útiles para describir el psiquismo, y el mismo proceso de la cura analítica. 

En resumidas cuentas, Psicología y Alquimia es un intento muy personal de síntesis entre estas dos ciencias tan desconocidas como injustamente vilipendiadas. Ambas son las caras de una misma moneda, el reverso y el anverso de ese misterioso ser llamado “Hombre”. El mensaje central, que estoy dispuesto a ampliar en el momento de “preguntas y respuestas”, es que la psicoterapia es como la alquimia: una transformación, un pasar del metal envilecido al oro puro; esto es, llegar a la individuación a partir de las taras ineludibles de la condición humana.

La traducción de Psicología y Alquimia al inglés verá la luz en dos semanas, y a juzgar por las cartas que he recibido por muchos médicos norteamericanos, será un éxito de ventas. Traje conmigo algunas copias de las ediciones alemana y francesa, por si algunos de ustedes se animan a comprarla. Son sólo veinte francos suizos.

No queda más que agradecer de nuevo al doctor Richard Wilhelm por esta bella ocasión, y agradecerles a todos ustedes por su grata presencia.   

Carl Gustav Jung, MD
Paris, mayo 21 de 1942

5.

Lisboa, 2 de febrero de 1927
Universidad Autónoma de Vista Vermelha
Rectoría - Comité Científico

Respetado Doctor Jung:

Para la Universidad Autónoma de Vista Vermelha es todo un honor contar con la visita de un investigador y autor tan eminente como Usted.

La Universidad Autónoma de Vista Vermeha ya tiene todo dispuesto para que pueda dictar sin contratiempos su curso “Psicología Analítica” del 3 al 13 de mayo del presente año.

La Universidad Autónoma de Vista Vermelha se complace en darle a conocer los artículos más relevantes de su REGLAMENTO PARA PROFESORES INVITADOS, aprobado en el Acta No. 067/1927 del Consejo Superior.

Nuestra intención al invitarlo a conocer estos apartes del REGLAMENTO es la de hacer más cómoda su estadía como profesor invitado, evitando malentendidos como los que se han dado en sus visitas a otras universidades.

Me he tomado la licencia para intercalar aclaraciones que considero pertinentes, en aras de una mayor claridad.

“ARTÍCULO 4. DE LAS CONDICIONES DE CONTRATACIÓN
La Universidad Autónoma de Vista Vermelha pagará sus honorarios a cada Profesor Invitado según los su grado de preparación académica, así:
a) Profesor con título universitario: $ 2 reales por cada día laborado (equivalente a 8 horas/cátedra).
b)  Profesor con especialización: $ 4 reales por cada día laborado (equivalente a 8 horas/cátedra).
c) Profesor con maestría o doctorado: $ 6 reales por cada día laborado (equivalente a 8 horas/cátedra).”

En virtud de lo anterior, es claro que no existe ninguna disposición que autorice al empleado a exigir su pago en lingotes de oro, u otro metal, ni siquiera bajo el pretexto de investigaciones alquímicas.

“ARTÍCULO 11. DEL CONSUMO DE PSICOACTIVOS
En nuestra Universidad está prohibido consumir licores y/o estupefacientes. A toda persona a la que se encuentre en estado de alicoramiento o intoxicación por narcóticos (así se trate de un prestigioso autor e investigador como Usted) se le abrirá proceso disciplinario.”

Consecuentemente, no podrá alegarse acercamiento al inconsciente colectivo, ni estudio de alteraciones de estado de conciencia.

“ARTÍCULO 13. DE LA CORRECTA PRESENTACIÓN
En nuestra Universidad está prohibido andar desnudo por el campus. Todo el que se encuentre deambulando desnudo en las instalaciones de la institución, será sancionado con una multa de cincuenta (50) reales, y expulsado de la misma de inmediato.”
En consecuencia, no será excusa el practicar yoga o tantrismo, ni el participar de rituales alquímicos paganos.

“ARTÍCULO 15. DE LAS MANIFESTACIONES DE AFECTO
La Universidad Autónoma de Vista Vermelha, en el parágrafo No.3 del artículo 38 de su Código Deontológico (Anexo 1), especifica que las relaciones amorosas entre sus miembros, aunque no están prohibidas, exigen unos mínimos de discreción, prudencia y decoro. Las manifestaciones de afecto entre las parejas casadas no podrán exceder los ósculos en la frente, las mejillas o el dorso de las manos, y los abrazos castos y respetuosos. Entre las parejas de comprometidos, sólo se tolerarán los ósculos en las mejillas.
Si se trata de parejas no formalizadas, nuestra alma mater sólo permitirá breves paseos por el campus, siempre con la supervisión del tutor de cada asignatura.
En caso de parejas no formalizadas, está estrictamente prohibido cualquier tipo de tocamiento corporal dentro del campus.”

Para evitar ambigüedades, envío junto a este documento un mapa detallado de la Universidad (Anexo 2). Nótese que el parque anexo a la Facultad de Biología, así aparentemente se ubique dentro de los linderos del Jardín Botánico Municipal, pertenece a la Universidad Autónoma de Vista Vermelha.   

“ARTÍCULO 16. DE LA CONDUCTA SEXUAL
En consonancia con el artículo 38 del Código Deontológico arriba mencionado, se prohíbe de manera tajante a los profesores (invitados, ocasionales, de cátedra, auxiliares, asistentes, asociados y titulares) y a miembros de comisiones académicas, tener relaciones sexuales con los estudiantes. Dicha conducta se castigará con la expulsión del o la estudiante y la cancelación inmediata del contrato con dicho(a) profesor(a).”

En razón de lo anterior, no será excusa la exploración del inconsciente (personal o colectivo) con métodos de Oriente. Tampoco será excusa ninguna alusión a métodos pedagógicos teórico-prácticos, ni al estilo personal del profesor.

“ARTÍCULO 22. DE LOS DORMITORIOS
Los dormitorios de los profesores invitados de la Facultad de Medicina son los que quedan en el ala Norte del séptimo piso del Hospital (Anexo 3). Por ninguna razón podrán dormir en las habitaciones de los Médicos Internos ni en las de los Médicos Residentes, ubicadas respectivamente en el ala Sur del séptimo piso y en el ala Norte del sexto piso del Hospital.”

Nótese que aunque en el Reglamento de la Universidad Autónoma de Vista Vermelha (Anexo 4) no está explícitamente prohibido que un profesor (invitado, ocasional, de cátedra, auxiliar, asistente, asociado o titular) pudiera tener relaciones sexuales fuera del campus con personal que no haga parte de la población de estudiantes, en mi calidad de Rector, y con la venia del Consejo Superior de la Universidad, considero que todo(a) profesor(a) que tenga a bien tener relaciones sexuales con otro(a) profesor(a) o con otros funcionarios (administrativos, secretarios, de vigilancia, de ornato y mantenimiento, de oficios varios) lo haga con sumas discreción y cautela, en lo posible fuera de la ciudad, y obviamente fuera del horario laboral.
Desaconsejo protagonizar, así se esté fuera del campus, escándalos como participar en tríos, cuartetos o bacanales, aún si se cuenta con la aprobación, el consentimiento y/o la aquiescencia de los involucrados.   

“ARTÍCULO 37. DE BRUJERÍA Y AFINES
La Universidad Autónoma de Vista Vermelha, así no sea pontificia ni confesional, prohíbe perturbar la calma con prácticas de nigromancia.”

En consonancia, está prohibido realizar las prácticas extremas de esoterismo. Como recomendación personal, comedidamente le propongo abstenerse de pasatiempos que no sean el Tarot de Marsella, que Usted podrá consultar ad libitum siempre y cuando aclare a quien se lo pregunte que es un aficionado a las cartas y otros juegos de mesa.    

Cordialmente,

Leonardo da Costa Teixeira, PhD

Rector 



David Alberto Campos Vargas (Colombia, 1982)