lunes, 29 de febrero de 2016

EL INFORME DE BRODIE, por Jorge Luis Borges

En un ejemplar del primer volumen de las Mil y una noches (Londres, 1840) de Lane, que me consiguió mi querido amigo Paulino Keins, descubrimos el manuscrito que ahora traduciré al castellano. La esmerada caligrafía -arte que las máquinas de escribir nos están enseñando a perder- sugiere que fue redactado por esa misma fecha. Lane prodigó, según se sabe, las extensas notas explicativas; los márgenes abundan en adiciones, en signos de interrogación y alguna vez en correcciones, cuya letra es la misma del manuscrito. Diríase que a su lector le interesaron menos los prodigiosos cuentos de Shahrazad que los hábitos del Islam. De David Brodie, cuya firma exornada de una níbrica figura al pie, nada he podido averiguar, salvo que fue un misionero escocés, oriundo de Aberdeen, que predicó la fe cristiana en el centro de África y luego en ciertas regiones selváticas del Brasil, tierra a la cual lo llevaría su conocimiento del portugués. Ignoro la fecha y el lugar de su muerte. El manuscrito, que yo sepa, no fue dado nunca a la imprenta.
Traduciré fielmente el informe, compuesto en un inglés incoloro, sin permitirme otras omisiones que las de algún versículo de la Biblia y la de un curioso pasaje sobre las prácticas sexuales de los Yahoos que el buen presbiteriano confió pudorosamente al latín. Falta la primera página.

"...de la región que infestan los hombres monos (Apemen) tienen su morada los Mlch1, que llamaré Yahoos, para que mis lectores no olviden su naturaleza bestial y porque una precisa transliteración es casi imposible, dada la ausencia de vocales en su áspero lenguaje. Los individuos de la tribu no pasan, creo, de setecientos, incluyendo los Nr, que habitan más al sur, entre los matorrales. La cifra que he propuesto es conjetural, ya que, con excepción del rey, de la reina y de los hechiceros, los Yahoos duermen donde los encuentra la noche, sin lugar fijo. La fiebre palúdica y las incursiones continuas de los hombres-monos disminuyen su número. Sólo unos pocos tienen nombre. Para llamarse, lo hacen arrojándose fango. He visto asimismo a Yahoos que, para llamar a un amigo, se tiraban por el suelo y se revolcaban. Físicamente no difieren de los Kroo, salvo por la frente más baja y por cierto tinte cobrizo que amengua su negrura. Se alimentan de frutos, de raíces y de reptiles; beben leche de gato y de murciélago y pescan con la mano. Se ocultan para comer o cierran los ojos; lo demás lo hacen a la vista de todos, como los filósofos cínicos. Devoran los cadáveres crudos de los hechiceros y de los reyes, para asimilar su virtud. Les eché en cara esa costumbre; se tocaron la boca y la barriga, tal vez para indicar que los muertos también son alimento o -pero esto acaso es demasiado sutil- para que yo entendiera que todo lo que comemos es, a la larga, carne humana.
En sus guerras usan las piedras, de las que hacen acopio, y las imprecaciones mágicas. Andan desnudos; las artes del vestido y del tatuaje les son desconocidas.
Es digno de atención el hecho de que, disponiendo de una meseta dilatada y herbosa, en la que hay manantiales de agua clara y árboles que dispensan la sombra, hayan optado por amontonarse en las ciénagas que rodean la base, como deleitándose en los rigores del sol ecuatorial y de la impureza. Las laderas son ásperas y formarían una especie de muro contra los hombres-monos. En las Tierras Altas de Escocia los clanes erigían sus castillos en la cumbre de un cerro, he alegado este uso a los hechiceros, proponiéndolo como ejemplo, pero todo fue inútil. Me permitieron, sin embargo, armar una cabaña en la meseta, donde el aire de la noche es más fresco.
La tribu está regida por un rey, cuyo poder es absoluto, pero sospecho que los que verdaderamente gobiernan son los cuatro hechiceros que lo asisten y que lo han elegido. Cada niño que nace está sujeto a un detenido examen; si presenta ciertos estigmas, que no me han sido revelados, es elevado a rey de los Yahoos. Acto continuo lo mutilan (he is gelded), le queman los ojos y le cortan las manos y los pies, para que el mundo no lo distraiga de la sabiduría. Vive confinado en una caverna, cuyo nombre es Alcázar (Qzr), en la que sólo pueden entrar los cuatro hechiceros y el par de esclavas que lo atienden y lo untan de estiércol. Si hay una guerra, los hechiceros lo sacan de la caverna; lo exhiben a la tribu para estimular su coraje y lo llevan, cargado sobre los hombros, a lo más recio del combate, a guisa de bandera o de talismán. En tales casos lo común es que muera inmediatamente bajo las piedras que le arrojan los hombres-monos.
En otro Alcázar vive la reina, a la que no le está permitido ver a su rey. Ésta se dignó recibirme; era sonriente; joven y agraciada, hasta donde lo permite su raza. Pulseras de metal y de marfil y collares de dientes adornan su desnudez. Me miró, me husmeó y me tocó y concluyó por ofrecérseme, a la vista de todas las azafatas. Mi hábito (my cloth) y mis hábitos me hicieron declinar ese honor, que suele conceder a los hechiceros y a los cazadores de esclavos, por lo general musulmanes, cuyas cáfilas (caravanas) cruzan el reino. Me hundió dos o tres veces un alfiler de oro en la carne; tales pinchazos son las marcas del favor real y no son pocos los Yahoos que se los infieren, para simular que fue la reina la que los hizo. Los ornamentos que he enumerado vienen de otras regiones; los Yahoos los creen naturales, porque son incapaces de fabricar el objeto más simple. Para la tribu mi cabaña era un árbol, aunque muchos me vieron edificarla y me dieron su ayuda. Entre otras cosas, yo tenía un reloj, un casco de corcho, una brújula y una Biblia; los Yahoos las miraban y sopesaban y querían saber dónde las había recogido. Solían agarrar por la hoja mi cuchillo de monte; sin duda lo veían de otra manera. No sé hasta dónde hubieran podido ver una silla. Una casa de varias habitaciones constituiría un laberinto para ellos, pero tal vez no se perdieran, como tampoco un gato se pierde, aunque no puede imaginársela. A todos les maravillaba mi barba, que era bermeja entonces; la acariciaban largamente.
Son insensibles al dolor y al placer, salvo al agrado que les dan la carne cruda y rancia y las cosas fétidas. La falta de imaginación los mueve a ser crueles.
He hablado de la reina y del rey; paso ahora a los hechiceros. He escrito que son cuatro: este número es el mayor que abarca su aritmética. Cuentan con los dedos uno, dos, tres, cuatro, muchos; el infinito empieza en el pulgar. Lo mismo, me aseguran, ocurre con las tribus que merodean en las inmediaciones de Buenos-Ayres. Pese a que el cuatro es la última cifra de que disponen, los árabes que trafican con ellos no los estafan, porque en el canje todo se divide por lotes de uno, de dos, de tres y de cuatro, que cada cual pone a su lado. Las operaciones son lentas, pero no admiten el error o el engaño. De la nación de los Yahoos, los hechiceros son realmente los únicos que han suscitado mi interés. El vulgo les atribuye el poder de cambiar en hormigas o en tortugas a quienes así lo desean; un individuo que advirtió mi incredulidad me mostró un hormiguero, como si éste fuera una prueba. La memoria les falta a los Yahoos o casi no la tienen; hablan de los estragos causados por una invasión de leopardos, pero no saben si ellos la vieron o sus padres o si cuentan un sueño. Los hechiceros la poseen, aunque en grado mínimo; pueden recordar a la tarde hechos que ocurrieron en la mañana o aun la tarde anterior. Gozan también de la facultad de la previsión; declaran con tranquila certidumbre lo que sucederá dentro de diez o quince minutos. Indican, por ejemplo: Una mosca me rozará la nuca o No tardaremos en oír el grito de un pájaro. Centenares de veces he atestiguado este curioso don. Mucho he vacilado sobre él. Sabemos que el pasado, el presente y el porvenir ya están, minucia por minucia, en la profética memoria de Dios, en Su eternidad; lo extraño es que los hombres puedan mirar, indefinidamente, hacia atrás pero no hacia adelante. Si recuerdo con toda nitidez aquel velero de alto bordo que vino de Noruega cuando yo contaba apenas cuatro años ¿a qué sorprenderme del hecho de que alguien sea capaz de prever lo que está a punto de ocurrir? Filosóficamente, la memoria no es menos prodigiosa que la adivinación del futuro; el día de mañana está más cerca de nosotros que la travesía del Mar Rojo por los hebreos, que, sin embargo, recordamos. A la tribu le está vedado fijar los ojos en las estrellas, privilegio reservado a los hechiceros. Cada hechicero tiene un discípulo, a quien instruye desde niño en las disciplinas secretas y que lo sucede a su muerte. Así siempre son cuatro, número de carácter mágico, ya que es el último a que alcanza la mente de los hombres. Profesan, a su modo, la doctrina del infierno y del cielo. Ambos son subterráneos. En el infierno, que es claro y seco, morarán los enfermos, los ancianos, los maltratados, los hombres-monos, los árabes y los leopardos; en el cielo, que se figuran pantanoso y oscuro, el rey, la reina, los hechiceros, los que en la tierra han sido felices, duros y sanguinarios. Veneran asimismo a un dios, cuyo nombre es Estiércol, y que posiblemente han ideado a imagen y semejanza del rey; es un ser mutilado, ciego, raquítico y de ilimitado poder. Suele asumir la forma de una hormiga o de una culebra.
A nadie le asombrará, después de lo dicho, que durante el espacio de mi estadía no lograra la conversión de un solo Yahoo. La frase Padre nuestro los perturbaba, ya que carecen del concepto de la paternidad. No comprenden que un acto ejecutado hace nueve meses pueda guardar alguna relación con el nacimiento de un niño; no admiten una causa tan lejana y tan inverosímil. Por lo demás, todas las mujeres conocen el comercio carnal y no todas son madres.
El idioma es complejo. No se asemeja a ningún otro de los que yo tenga noticia. No podemos hablar de partes de la oración, ya que no hay oraciones. Cada palabra monosílaba corresponde a una idea general, que se define por el contexto o por los visajes. La palabra nrz, por ejemplo, sugiere la dispersión o las manchas; puede significar el cielo estrellado, un leopardo, una bandada de aves, la viruela, lo salpicado, el acto de desparramar o la fuga que sigue a la derrota. Hrl, en cambio, indica lo apretado o lo denso; puede significar la tribu, un tronco, una piedra, un montón de piedras, el hecho de apilarlas, el congreso de los cuatro hechiceros, la unión carnal y un bosque. Pronunciada de otra manera o con otros visajes, cada palabra puede tener un sentido contrario. No nos maravillemos con exceso; en nuestra lengua, el verbo to cleave vale por hendir y adherir. Por supuesto, no hay oraciones, ni siquiera frases truncas.
La virtud intelectual de abstraer que semejante idioma postula, me sugiere que los Yahoos, pese a su barbarie, no son una nación primitiva sino degenerada. Confirman esta conjetura las inscripciones que he descubierto en la cumbre de la meseta y cuyos caracteres, que se asemejan a las runas que nuestros mayores grababan, ya no se dejan descifrar por la tribu. Es como si ésta hubiera olvidado el lenguaje escrito y sólo le quedara el oral.
Las diversiones de la gente son las riñas de gatos adiestrados y las ejecuciones. Alguien es acusado de atentar contra el pudor de la reina o de haber comido a la vista de otro; no hay declaración de testigos ni confesión y el rey dicta su fallo condenatorio. El sentenciado sufre tormentos que trato de no recordar y después lo lapidan. La reina tiene el derecho de arrojar la primera piedra y la última, que suele ser inútil. El gentío pondera su destreza y la hermosura de sus partes y la aclama con frenesí, arrojándole rosas y cosas fétidas. La reina, sin una palabra, sonríe. Otra costumbre de la tribu son los poetas. A un hombre se le ocurre ordenar seis o siete palabras, por lo general enigmáticas. No puede contenerse y las dice a gritos, de pie, en el centro de un círculo que forman, tendidos en la tierra, los hechiceros y la plebe. Si el poema no excita, no pasa nada; si las palabras del poeta los sobrecogen, todos se apartan de él, en silencio, bajo el mandato de un horror sagrado (under a holy dread). Sienten que lo ha tocado el espíritu; nadie hablará con él ni lo mirará, ni siquiera su madre. Ya no es un hombre sino un dios y cualquiera puede matarlo. El poeta, si puede, busca refugio en los arenales del Norte.
He referido ya cómo arribé a la tierra de los Yahoos. El lector recordará que me cercaron, que tiré al aire un tiro de fusil y que tomaron la descarga por una suerte de trueno mágico. Para alimentar ese error, procuré andar siempre sin armas. Una mañana de primavera, al rayar el día, nos invadieron bruscamente los hombres-monos; bajé corriendo de la cumbre arma en mano, y maté a dos de esos animales. Los demás huyeron, atónitos. Las balas, ya se sabe, son invisibles. Por primera vez en mi vida, oí que me aclamaban. Fue entonces, creo, que la reina me recibió. La memoria de los Yahoos es precaria; esa misma tarde me fui. Mis aventuras en la selva no importan. Di al fin con una población de hombres negros, que sabían arar, sembrar y rezar y con los que me entendí en portugués. Un misionero romanista, el Padre Fernandes, me hospedó en su cabaña y me cuidó hasta que pude reanudar mi penoso viaje. Al principio me causaba algún asco verlo abrir la boca sin disimulo y echar adentro piezas de comida. Yo me tapaba con la mano o desviaba los ojos; a los pocos días me acostumbré. Recuerdo con agrado nuestros debates en materia teológica. No logré que volviera a la genuina fe de Jesús.
Escribo ahora en Glasgow. He referido mi estadía entre los Yahoos, pero no su horror esencial, que nunca me deja del todo y que me visita en los sueños. En la calle creo que me cercan aún. Los Yahoos, bien lo sé, son un pueblo bárbaro, quizás el más bárbaro del orbe, pero sería una injusticia olvidar ciertos rasgos que los redimen. Tienen instituciones, gozan de un rey, manejan un lenguaje basado en conceptos genéricos, creen, como los hebreos y los griegos, en la raíz divina de la poesía y adivinan que el alma sobrevive a la muerte del cuerpo. Afirman la verdad de los castigos y de las recompensas. Representan, en suma, la cultura, como la representamos nosotros, pese a nuestros muchos pecados. No me arrepiento de haber combatido en sus filas, contra los hombres-monos. Tenemos el deber de salvarlos: Espero que el Gobierno de Su Majestad no desoiga lo que se atreve a sugerir este informe."

Jorge Luis Borges (Argentina, 1899-1986)

viernes, 26 de febrero de 2016

LA PERSONALIDAD DIVINA DE JESÚS, por Rita Francis Rizzo


Cada uno de nosotros ve a Jesús de distinta manera. Para algunos era un profeta, porque necesitaban saber que el Reino estaba cerca. Pero sobretodo era el Hijo de Dios y vino a experimentar las consecuencias de la maldición que el Padre había puesto sobre la humanidad cuando Adán y Eva desobedecieron. Vino para redimirla de aquella maldición, y haciéndolo, se convirtió en todo para todos los hombres. Se hizo "varón de dolores" conocedor de la debilidad, pero nunca sucumbió a ella.

Quiso decirnos que sabía lo que significaba sufrir, sangrar, ser rechazado, incomprendido y odiado. Quiso hacer todas las cosas que nos mandó hacer para que encontráramos más fácil perdonar, sobrellevar, obedecer y ser humildes.
Porque era Dios y experimentó lo que era ser humano, obtuvo para nosotros la gracia de poseer lo Divino. A través de la Gracia, revestidos por el poder de su Espíritu, somos hijos de Dios y herederos del Reino.

Él nos reconcilió con el Padre, nos mostró como ser niños de Dios durante nuestro terreno peregrinar, nos abrió las puertas del Cielo y envió Su Espíritu para quedarse con nosotros como Guía y Maestro.

Su vida está llena de cualidades y virtudes por imitar. No vino de manera arrogante a mostrarnos nuestros errores. Vino como un humilde y obediente siervo para enseñarnos a vivir. Nos dijo que siguiéramos sus pasos con coraje desde su espíritu y nos prometió que algún día compartiríamos con él su Gloria así como compartimos con él su Cruz.

Debemos observar la personalidad de Jesús y verla bajo distintas circunstancias -circunstancias similares a las nuestras- y luego alabarlo asemejándonos a Él según el máximo de nuestra capacidad.


Su Carisma

La habilidad de atraer a la gente es conocida como un "carisma". Cada vez que Jesús aparecía en público, estaba en medio de una multitud. Es algo que una persona común y corriente no puede explicar -solo sabían que este Hombre era diferente. Tan diferente que parecía dividir a la masa en dos facciones -a favor y en contra. Nadie que conoció a Jesús se fue sin haber cambiado. Muy pocos entendieron que delante de ellos estaba Dios hecho hombre. Esta cualidad divina lo distanció de los demás pero a la vez lo hizo ser cercano y entendible.

Como cristianos, muchas veces nos excusamos y echamos la culpa de nuestra falta de carisma a la gente y al mundo. Parece que hemos olvidado que Jesús nos ha obtenido ese carisma -el Carisma hace brillar el Amor Divino a través de la naturaleza humana.

Nos ha dado el Espíritu Santo a cada uno de nosotros para que podamos ser por la Gracia lo que Él es por naturaleza -un Hijo de Dios- Luz Divina brillando en un alma humana, Amor Divino irradiándose a través de un frágil recipiente y dando luz a los demás.

Al ponerse de pie frente a unos pescadores que arrojaban sus redes y decirles: "Síganme y haré que sean pescadores de hombres", el sonido de su voz y la mirada de sus ojos hizo que soltaran las redes y lo siguieran. (Mc 1, 17)
Estos hombres estaban fascinados por la amorosa autoridad de un Maestro que pedía y no ordenaba, que amaba primero y esperaba ser correspondido con amor. Este hombre era un Maestro digno de ser seguido, un hombre singular que llamaba y escogía pero les daba la libertad de responder.

Su habilidad de pedir y esperar era muy atractiva. Estos hombres sabían que podían decir "no", pero su amoroso y fuerte llamado los hacía seguirlo. Tenían que saber más de alguien que podía mandar de una forma tan humilde. En sus corazones sabían que la elección que harían sería definitiva y que desde aquel momento sus vidas serían diferentes por haberlo seguido.

Él nunca les prometió grandezas. Simplemente les dijo que harían grandes cosas. De alguna manera había una diferencia y ellos lo sabían. Su grandeza provendría de haberlo seguido y estaban contentos por ello. Su carisma estaba reforzado de Verdad porque lo que decía venía del Padre y no había sombra de duda en Sus palabras. Nunca dejó a ninguno especular sobre el sentido de lo que decía, aún cuando las cosas que decía eran casi siempre misteriosas y difíciles de aceptar.
Su humilde autoridad era como un imán que atraía a los pobres y rechazaba a los ricos. La gente de la calle podía sentarse horas mientras Él les enseñaba en términos que ellos podían comprender y esto también era algo raro. Trajo verdades misteriosas a su nivel sin el más mínimo signo de desdén. Se sentían identificados con Él. Aunque Él estaba por encima de todos, su humilde dignidad hizo que se levantaran del fango de su corrupción y les permitió mirarlo, no como a un igual, pero sí como a un Amigo.

Nunca perdió su dignidad, pero nunca hizo sentir a nadie menos por eso. Cada gesto suyo les daba esperanza y les hablaba de su amor y preocupación por ellos.
Fue un hombre entre los hombres. Su dignidad le dio poder para atraer multitudes porque vino a servir e inspiraba a los demás a servir también.

Mientras iba de lugar en lugar, multitudes de todas las clases corrían a escucharlo. Nunca perdió de vista su misión, aunque muchos lo aclamaban como a un profeta. Él era Hijo, no profeta, y su carisma brilló con esplendor mientras le decía a crédulos e incrédulos que había sido enviado por el Padre.

Su carisma nunca fue puesto en peligro por los aplausos ni tampoco lesionado por las críticas. Se afianzó en lo que Él era para el Padre y le importó poco la aceptación de los "aceptados" de sus días. Nunca dudó de quien era o del propósito de su misión y esto también asombraba la gente. Cuando alguna vez cogieron piedras para tirárselas, Él no dio marcha atrás -desapareció entre la gente y se fue a otra ciudad.


Leal

Jesús era leal con sus apóstoles, incluso sabiendo plenamente de su cobardía. Era leal con los pobres, aceptando las críticas de los fariseos, de tal forma que el necesitado nunca se sintiera abandonado. Era leal a su Padre, cumpliendo su Voluntad, incluso hasta la muerte.

Un día tomó un paseo por entre los campos de maíz y sus discípulos empezaron a tomar espigas y a comérselas (Mt 12, 1-8). Los fariseos aprovecharon la oportunidad para criticar a estos hombres sencillos, pero Jesús se alzó para defenderlos.

Vio en los fariseos hipocresía y les recordó que Él era Señor del Sábado. Si sus propios sacerdotes no violaron el Día Santo mientras trabajaban en el templo, tampoco sus apóstoles rompieron la ley por comer maíz, ellos estaban con uno que era más grande que el Templo, el Hijo de Dios.

Pero los fariseos nunca entenderían lo que era ser leal porque usaban la ley y a la gente para satisfacer sus propios propósitos. Sacaron provecho de cada oportunidad para criticar a los pobres y necesitados, porque de alguna manera éstos les hacían sentirse importantes y mejores que el resto de los hombres.

A ellos, Jesús les dijo: "Si hubieran entendido el significado de las palabras: "misericordia quiero, mas no ofrendas", no habrían condenado al justo".

La perfección exterior es más fácil de conseguir que la interior. Dar de sus bienes y guardar la Ley puede hacer a algunos orgullosos y criticones. Todos tenemos una tendencia a juzgar a los demás por nuestra propia cuenta y cuando los demás no se ajustan a nuestras expectativas o a nuestra idea de santidad, somos por lo general duros e inmisericordiosos.

Jesús nos estaba diciendo que la compasión y la misericordia le son más agradables que los bienes materiales que le ofrecemos.


Cercano y accesible

Cuando Juan el Bautista envió a sus discípulos para preguntar al Maestro si Él era Aquél que había de venir, Jesús les respondió: "Díganle a Juan -los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son curados y los sordos oyen, los muertos resucitan, y la Buena Nueva es proclamada a los pobres" (Mt 11, 4-5)

Jesús se hizo a sí mismo accesible a cualquiera. A diferencia de los anteriores profetas y los hombres religiosos de su época, que generalmente se mantenían aislados, era fácil aproximarse a Jesús y Él estaba siempre listo para dar su ayuda. Nunca estuvo muy ocupado o muy cansado como para no bendecir niños, tocar leprosos, o predicar a aquellos que anhelaban la Palabra de Dios.

Estaba siempre en el lugar correcto en el momento indicado. Los leprosos clamaban por Él y nunca temieron alcanzarlo. Por alguna extraña e inexplicable razón siempre sintieron que podían acercarse a Él y que nunca les daría la espalda.
Los niños pequeños corrían hacia Él y se apiñaban sobre sus rodillas para pedirle su bendición y esperar de Él alguna tierna caricia.

La mayoría de los pecadores se sintieron atraídos por Él. Era un fenómeno que no podían explicar. Su Santidad lo hacía accesible y cercano a las criaturas en pecado, cuyas almas era grotesco mirar.

De alguna forma, en la profundidad de su degradación, sabían que debían acercarse lo más posible a Él. Como una flor que se vuelve hacia el sol buscando calor, estos pecadores vieron a Aquél que podía restaurar su inocencia y pureza. Nunca fueron decepcionados. El los miraría con inmenso amor y todas las cosas que les parecían ser tan importantes repentinamente se convertirían solo en paja. Ellos sabían que debían cambiar y seguirlo.

Nunca nadie imaginó que Dios se haría tan cercano, que sería tan fácil acercarse a él, que sería tan ávido para escuchar y tan amorosamente compasivo. La gente había leído acerca de un hombre santo y habían visto a Juan el Bautista, profeta de Dios, pero ni éste ni ninguno de ellos era como este Hombre - el Hijo de Dios.
Sus ojos parecían decirle a cada uno "vengan conmigo, y encontrarán paz para sus almas". El toque de su mano transmitía poderes curativos a través de sus cuerpos, excitaba sus almas y les hacía buscar sólo el Reino.

Era sencillo al hablar y escuchaba a cada uno como si no tuviera nada más que hacer. Nunca nadie se sintió apurado en su presencia. Existía esta extraña sensación de que el tiempo no tenía fin cuando le hablaban. La eternidad que había dejado parecía extenderse ella misma y les hacía olvidar el tiempo, el lugar, sus ocupaciones e incluso olvidarse de sí mismos.

Deseaban beber de cada palabra que decía porque éstas hacían arder sus corazones y permanecían, manteniendo así Su presencia en ellos. Su palabra era distinta a cualquier otra que habían escuchado. Sin importar a dónde fueran después de verlo, Su amor y su deseo de perdonar hizo que miraran sus debilidades como cosas que tenían que cambiar.


Noble y generoso

Somos generosos cuando damos, pero somos nobles cuando compartimos y nos abnegamos para que otros reciban la gloria.

Jesús era generoso en dar sus dones y su poder a los hombres finitos.
Le dio a sus apóstoles el poder de sanar, de echar a los demonios y de resucitar a los muertos, y se alegró cuando regresaron y le contaron de sus logros -logros que Su poder realizó en ellos.

Le dio gracias al Padre por permitirle compartir sus dones con los hombres. Los alentó a salir y a usar dichos talentos sabiendo que si a él le habían hecho caso, a ellos también los atenderían.

Gratis lo recibieron y gratuitamente debían de entregarlos. Debían de dar todo el crédito de sus poderes milagrosos a Dios e invocar el nombre de Jesús para mostrarle a los demás la fuente de su poder. El poder en ellos probaría que Jesús había sido enviado por el Padre -El Padre que tanto los amaba.


Sentido del humor

Es muy razonable pensar que Dios que había creado al hombre para reír, tendría que haber reído Él mismo. Aunque no hay ningún pasaje específico en las Escrituras que indique que Jesús haya reído, existen numerosos pasajes en los que se indica que Él si hizo reír a los demás. Por lo menos, muchos mostraron aquella complacida sonrisa que uno ve cuando se dice una palabra o se hace un gesto que expresan algo que no había sido dicho desde hacia mucho tiempo.

También podemos imaginar a los hombres regresando en la noche a sus casas y contándole a sus esposas: "¡Hubieras visto lo que les dijo hoy día a los fariseos!, El Maestro tiene mucha picardía porque confunde a sus enemigos con sus propias palabras".

Una ocasión fue un día que los fariseos habían elegido para hacer quedar a Jesús como culpable de una trasgresión. "¿Es correcto -le preguntaron - pagar el impuesto al César o no? ¿Debemos de pagar sí o no? (Mc 12, 15) "Denme un denario y déjenme verlo", replicó Jesús.

Mirando la moneda y luego a los fariseos, dijo: "¿De quién es este rostro? ¿Cuál es su nombre?" "César", le respondieron. "Den al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios".

Cuando leemos este relato, nos sentimos animados a aplaudir y decir "Bravo" y mirando esta escena, nos viene a la mente otra ocasión en la que, después de haber realizado varios milagros y expulsado a los comerciantes del templo, fue preguntado por algunos ancianos "¿Qué autoridad tienes para actuar así?" (Mt 21, 23)

"Y yo", Jesús respondió, "le haré una pregunta, solo una; y si me dan la respuesta, entonces, yo les diré con qué autoridad actúo de esta forma; Juan el Bautista, ¿De dónde vino, del cielo de los hombres?"

Las sonrisas en las caras de la muchedumbre deben haber ido apareciendo mientras todos esperaban la respuesta. Si los sacerdotes y ancianos respondían "del cielo", entonces Jesús les preguntaría porque se negaron a creer en él, y si respondían "de los hombres" la gente se alzaría en cólera contra ellos, porque reconocían a Juan como un profeta de Dios.

Al darse cuenta de que habían caído en su propia trampa, le respondieron "no lo sabemos". Y el les replicó "tampoco yo les voy a responder de dónde viene mi autoridad para actuar así".

No es difícil imaginarnos la alegría de la multitud al ver a Jesús, una vez más, confundir a sus enemigos con sus propias palabras y darles esa sensación de seguridad, al ver que el Maestro que seguían sabía de lo que era capaz.

Estas preguntas maliciosas relacionadas con temas políticos pronto fueron reemplazadas por preguntas de corte teológico. Si no podían poner al gobierno en su contra, entonces le presentarían cuestiones problemáticas de la Ley y la Moral para así cambiar la opinión de la gente.


Jesús nuestro modelo

La principal meta en la vida de todo cristiano es la de ser una imagen perfecta de Jesús, así como Él es una imagen perfecta del Padre. El amado semblante del Maestro está impreso en la mente del cristiano. Las palabras del Maestro arden en su corazón.

Él mira la fortaleza de Jesús y trata de ser fuerte, mira a Jesús amable con la muchedumbre y controla su ira, admira la misericordia de Jesús y perdona setenta veces siete, siente la compasión de Jesús y conquista su propio orgullo, mira a Jesús heroico, audaz y valiente y se siente seguro, observa a Jesús respondiendo a sus enemigos con voz serena -con sinceridad, sin respetos humanos, con perfecto señorío de sí- y trata de ser como Él. El cristiano imita el sentido de lealtad del Maestro, su celo, su sencillez, su nobleza y sus amorosas virtudes según el máximo de sus capacidades. Y esto se convierte en un estilo de vida para el cristiano, porque no se queda satisfecho con dar las gracias sino que quiere darle perfecta gloria conformándose con Él. Sobretodo, busca amar a la manera del Maestro -sin tener en cuenta el costo- incluso hasta la muerte.

"Mas todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen, cada vez más gloriosos: así es como actúa el Señor, que es Espíritu." (2 Cor 3, 18)


Rita Antoinette Francis Rizzo, Madre Angélica (Estados Unidos, 1923)

jueves, 25 de febrero de 2016

SOBRE LA CULTURA LIGHT, por David Alberto Campos

Me preocupa enormemente cómo la superficialidad ha ganado terreno en las últimas décadas. Por supuesto, ha habido gente vana y baladí siempre, a lo largo de la Historia. Lo malo es que ahora son hordas, millares. Ni siquiera se han dado cuenta de ello. Van por la vida, sin un sentido crítico de lo que los medios de comunicación les ofrecen, consumiendo basura y reproduciendo basura a diestra y siniestra. 
No es que lo vano sea pecaminoso. Cada quien es libre de consumirlo, y hasta de asumirlo en su estilo de vida. Lo siniestro del asunto es cuando las personas empiezan a creer que lo vano es lo único posible. Ahí es cuando se instaura la estupidez a escala social. Todo se vuelve un maremoto de noticias de farándula, un correveidile de asuntos de moda y espectáculo. Asuntos que, dicho sea de paso, no son nada trascendentes en una época en la que la Humanidad se está jugando nada menos que su supervivencia.
Diagnostico una enfermedad peligrosa. Un cáncer silente, que parece inofensivo pero es letal. El furor actual de la cultura light.Hemos llegado a un punto tan escalofriante de banalización, a nivel mundial, que la cultura light y la cultura de masas pasaron a ser indiferenciables. Ese es un fenómeno que le hace mucho daño a la cultura de masas, porque la separa de la alta cultura. Y que le hace mucho a la población general: la idiotiza y la hace torpe, improductiva, ingenua y manipulable.
El creciente distanciamiento entre alta cultura y cultura de masas no me parece correcto. De hecho, ésa era la triste situación de la Antiguedad: unos pocos cultos monopolizando el saber y el conocimiento, y una enorme cantidad de analfabetas. A muchos de estos últimos, a los que despectivamente se les tildó de plebe o gleba, estoy seguro que no les hubiera molestado el saber. Simplemente se les negó de entrada ese saber, por no pertenecer a una élite social, militar o política. Se cometió una canallada con ellos.
Todas las personas pueden ser cultas, y cultas de verdad (ser depositarias, partícipes y sobretodo creadoras de alta cultura), sin importar su apellido, sus contactos políticos o su nivel adquisitivo. Es un derecho inalienable, al menos en la neoposmodernidad (tan importante como el derecho a la vida o a la salud; de hecho, es un derecho que trae salud y plenituda la vida). 

Sin embargo, la futilidad creciente hace que la gente gente se aleje de esa alta cultura que se merece, y quede destinada a consumir y reproducir basura comercial (pues el nivel creativo se reduce casi a cero, porque la cultura light sólo da espacio a la reproducción y al consumo, a asumir a un papel pasivo).
Contemplo con inquietud cómo ahora, en pleno 2016, muchas personas parecen más alejadas de la alta cultura que lo que estaría un esclavo en la Atenas clásica. Es más, me atrevería a afirmar que ahora la alta cultura es hoy por hoy la contracultura (algo radicalmente distinto a lo que los teóricos anglosajones evidenciaron hacia 1970), de lo mismo que escasea y se evidencia tan frágil, frente a la cultura dominante actual (esa superficial y mediocre cultura light que se erigió, para infortunio de la Humanidad, en cultura de masas totalitaria y aplastante)
Esa espantosa homogenización entre cultura light y cultura de masas tiene que parar. Y esa brecha creciente entre la alta cultura y la cultura de masas (que se explica, en buena medida, por lo mismo que se ha vuelto tan light, superficial e intrascedente esta última) debe detenerse a tiempo. De lo contrario, asistiremos a la emergencia de la generación más estúpida que haya poblado este planeta.
¿Se puede prevenir ese final? Sin duda. Toda enfermedad tiene su remedio. Todos tenemos parte en esta noble tarea. Podemos empezar en casa. Menos programas de chismes, y más programas educativos a la hora de ver televisión. En el cine, menos bazofia de acción y más documentales. Los libros que compremos deben ser textos de calidad. Obras culturalmente valiosas. No más best-sellers con ridiculeces de vampiros o fantasías eróticas de escritorzuelos trastornados. A la hora de comprar un periódico o una revista, preferir lo realmente cultural a lo que es puro cotilleo. Enseñarnos, y enseñar a nuestros familiares y amigos, a tener un sentido crítico de lo que los medios de comunicación nos ofrecen para el consumo. Exigir calidad. Pararnos en la raya. Dejar de tragar entero toda esa porquería que pretenden meternos.   
David Alberto Campos Vargas (Colombia, 1982)

viernes, 19 de febrero de 2016

Umberto Eco, sobre los bibliotecarios

El libro es una criatura frágil. Sufre el paso del tiempo, el acoso de los roedores y las manos torpes, así que el bibliotecario protege los libros no sólo contra el género humano sino también contra la naturaleza, dedicando su vida a esta guerra contra las fuerzas del olvido.

Umberto Eco (Italia, 1932-2016)

miércoles, 17 de febrero de 2016

LOS MENSAJEROS DE LA MUERTE, por los Hermanos Grimm

Una vez - hace de ello muchísimo tiempo - pasaba un gigante por la carretera real, cuando, de repente, se le presentó un hombre desconocido y le gritó:


- ¡Alto! ¡Ni un paso más!- ¡Cómo! - exclamó el gigante -. ¿Un renacuajo como tú, al que puedo aplastar con dos dedos, pretende cerrarme el paso? ¿Quién eres, pues, que osas hablarme con tanto atrevimiento?
- Soy la Muerte - replicó el otro -. A mí nadie se me resiste, y también tú has de obedecer mis órdenes.

Sin embargo, el gigante se resistió y se entabló una lucha a brazo partido entre él y la Muerte. Fue una pelea larga y enconada; pero, al fin, venció el gigante que, de un puñetazo, derribó a su adversario, el cual fue a desplomarse junto a una roca. Prosiguió el gigante su camino, dejando a la Muerte vencida y tan extenuada que no pudo levantarse. "¿Qué va a ocurrir - díjose - si he de quedarme tendida en este rincón? Ya nadie morirá en el mundo, y va a llenarse tanto de gente que no habrá lugar para todos." En esto acertó a pasar un joven fresco y sano, cantando una alegre canción y paseando la mirada en derredor. Al ver a aquel hombre tumbado, casi sin sentido, se le acercó, compasivo, lo incorporó, le dio a beber de su bota un trago reconfortante y aguardó a que se repusiera.


- ¿Sabes quién soy y a quién has ayudado? - preguntó el desconocido, levantándose.
- No - respondió el joven -, no te conozco.
- Pues soy la Muerte - dijo el otro -. No perdono a nadie, y tampoco contigo podré hacer excepción. Mas para que veas que soy agradecida, te prometo que no te llevaré de manera imprevista, sino que te enviaré antes a mis emisarios para que te avisen.
- Bien - respondió el joven -. Siempre es una ventaja saber cuándo has de venir; al menos viviré seguro hasta entonces.


Y se marchó, contento y satisfecho, viviendo en adelante con despreocupación. Sin embargo, la juventud y la salud no duraron mucho tiempo; pronto acudieron las enfermedades y los dolores, amargándole los días y robándole el sueño por las noches. "No voy a morir - decíase -, pues la Muerte me debe enviar a sus emisarios; sólo quisiera que pasasen estos malos días de enfermedad."


En cuanto se sintió restablecido volvió a su existencia ligera, hasta que, cierto día, alguien le dio un golpecito en el hombro y, al volverse él, vio a la Muerte a su espalda, que le decía:


- Sígueme, ha sonado la hora en que tienes que despedirte del mundo.
- ¿Cómo? - protestó el hombre -. ¿Vas a faltar a tu palabra? ¿No me prometiste que me enviarías a tus emisarios, antes de venir tú a buscarme? No he visto a ninguno.
- ¿Qué dices? - replicó la Muerte -. ¿No te los he estado enviando, uno tras otro? ¿No vino la fiebre, que te atacó, te molió y te postró en una cama? ¿No te turbaron la cabeza los vahídos? ¿No te atormentó la gota en todos tus miembros? ¿No te zumbaron los oídos? ¿No sentiste en las mandíbulas las punzadas del dolor de muelas? ¿No se te oscureció la vista? Y, además, y por encima de todo esto, ¿acaso mi hermano el Sueño no te ha hecho 

pensar en mí noche tras noche? Cuando dormías, ¿no era como si estuvieses muerto?


El hombre no supo qué replicar, y, resignándose a su destino, se fue con la Muerte.

Jacob Grimm (Alemania, 1795-1863)
Wilhelm Grimm (Alemania, 1796-1859)

EL DOCTOR SABELOTODO, por los Hermanos Grimm

Érase una vez un pobre campesino, llamado Cangrejo que se fue a la ciudad guiando un carro tirado por dos bueyes a venderle a un doctor una carretada de leña por dos ducados. Mientras se le pagaban sus dineros el doctor se encontraba precisamente comiendo; cuando vio el campesino lo bien que comía y bebía le entró envidia y pensó que también él quisiera ser doctor. Así que se quedó unos momentos sin saber qué hacer y, al fin, le preguntó si no podría hacerse él doctor.

-¡Ya lo creo! -respondió el doctor-; eso se logra fácilmente.

-¿Qué debo hacer? -preguntó el campesino.

-En primer lugar te compras un abecedario, de esos que tienen un gallito pintado en las primeras páginas; en segundo lugar vendes tu carreta y los bueyes y, con lo que saques, te compras trajes y todo lo que es propio del menester doctoral; y, en tercer lugar, mandas hacer un rótulo donde se lea "Soy el doctor Sabelotodo" y lo clavas bien alto sobre la puerta de tu casa.


El campesino siguió las instrucciones al pie de la letra. Y he aquí que cuando ya había doctorado un poquillo, pero no mucho, robaron a un gran señor una cierta cantidad de dinero. Entonces alguien le habló del doctor Sabelotodo, que vivía en tal pueblo y que tendría que saber también dónde estaba el dinero. Así que el señor mandó enganchar el coche, se fue a aquel pueblo, se presentó en su casa y le preguntó si era el doctor Sabelotodo. Pues sí, lo era. Entonces tendría que ir con él a recuperar el dinero robado. ¡Oh, sí!; pero Grete, su mujer, tendría que acompañarle.

El señor se mostró conforme, invitó a la pareja a subir al coche y partieron todos. Cuando llegaron al palacete señorial la mesa ya estaba puesta, y el señor le rogó que comiese antes que nada. ¡Encantado!, dijo, pero con su mujer, la Grete; y se sentó con ella en la mesa. Cuando entró el primer criado llevando una fuente llena de suculentos manjares, el campesino dio un codazo a su mujer y le dijo:

-Grete, éste es el primero.

Y sólo quiso dar a entender que éste era quien había servido el primer plato; pero el criado creyó que había querido decir "Este es el primer ladrón"; y como realmente lo era le entró miedo, y cuando salió dijo a sus camaradas:

-El doctor lo sabe todo; vamos a salir mal parados; ha dicho que yo soy el primero.

El segundo no quería entrar pero no tuvo otro remedio y, cuando lo hizo llevando su fuente, el campesino, dando otro codazo a su mujer, dijo:

-Grete, éste es el segundo.

El segundo criado también se asustó y salió precipitadamente. Al tercero no le fue mejor, pues el campesino dijo de nuevo:

-Grete, éste es el tercero.

El cuarto sirvió una fuente tapada, y entonces el señor le pidió que mostrase sus artes adivinando lo que contenía. En la fuente había cangrejos. El campesino contempló la fuente y, no sabiendo qué responder, exclamó:

-¡Ay de ti, pobre Cangrejo!

Al oírlo exclamó el señor:

-¡Ahí lo tenéis: lo sabe!; y también sabrá quién tiene el dinero.

Al criado le entró un pánico cerval y guiñó un ojo al doctor, dándole a entender que saliera un momento. Cuando lo hizo, los cuatro confesaron haber robado el dinero, asegurándole estar dispuestos a restituirlo y a darle, además, una cuantiosa suma si se comprometía a no descubrirlos, pues les iba en ello la cabeza. Le mostraron también dónde habían escondido el dinero. El doctor se dejó convencer, volvió a entrar, se sentó a la mesa y dijo:

-Señor, ahora miraré en mi libro a ver dónde está escondido el dinero.

Y en estas el quinto criado se escondió en la chimenea para ver si el doctor sabía aún más cosas; pero éste abrió su cartilla y empezó a hojearla de arriba a abajo, buscando el gallo. Y como tardase en encontrarlo, dijo: 

-Sé que estás ahí dentro, y tendrás que salir.

Creyó el de la chimenea que iba con él y salió aterrorizado de su escondite diciendo:

-¡Ese hombre lo sabe todo! 

A continuación el doctor Sabelotodo mostró al señor donde se encontraba el dinero, pero sin decirle quién se lo había robado; recibió una buena remuneración por ambas partes y se hizo un hombre famoso.

Jacob Grimm (Alemania, 1785-1863)
Wilhelm Grimm (Alemania, 1786-1859)


jueves, 11 de febrero de 2016

LA AMABILIDAD EN EL DOCENTE UNIVERSITARIO, por David Alberto Campos Vargas


LA AMABILIDAD EN EL DOCENTE UNIVERSITARIO


Dr. David Alberto Campos Vargas, MD*


“Prometí a Dios que hasta mi último aliento sería para mis jóvenes”

San Juan Bosco, Autobiografía


Introducción

La amabilidad, en cualquier persona, es un rasgo de carácter que abre puertas y allana caminos. En general, he observado que alguien amable consigue un nivel de afianzamiento de sus redes de apoyo familiar y social que difícilmente logra alguien que no lo es.

Y esa característica de la amabilidad (la condición de ser una variable relacionada con el éxito, al menos en cuanto a éxito social) también la he notado en personas no humanas: cualquier animal doméstico, en la medida en que exhiba más signos de amabilidad (dulzura y flexibilidad de temperamento, consideración con el otro, expresiones de afecto), tendrá más posibilidad de supervivencia (tanto entre los suyos como en relación con el hombre), pues será menos propenso a ser golpeado o atacado, y aumentarán sus posibilidades de ser protegido, acicalado o alimentado.

En el campo de la educación también me he percatado de ello. El profesor que es amable suele tener un mejor pronóstico: clases más recordadas y comentadas; mayores tasas de participación, compromiso y entrega de parte de sus estudiantes; aumento en la posibilidad de ser reconocido y estimulado (lo cual, a veces, se acompaña de una mejora salarial).

Lo llamativo es que, pese a todo lo anterior, el ser amable es una condición que en el campo de la docencia universitaria (y de la docencia en general) parece en peligro de extinción.

He observado que la amabilidad del docente es un valor que poco a poco ha ido perdiendo prestigio. He notado que el ícono del profesor universitario amable se ha ido diluyendo con el paso del tiempo. Mientras que antaño muchos de los mejores pedagogos de la Historia (Domingo de Guzmán, Alberto Magno, Tomás de Aquino, Juan Bosco) se destacaban por su amabilidad, ahora el ser amable es algo a lo que los educadores universitarios (y los mismos decanos, miembros de juntas directivas y dueños de universidades) no le prestan mucha atención.

Rara vez se evalúa en un docente su amabilidad (su “don de gentes”, su capacidad de ser “buena persona”), mientras que sí se evalúan otras cosas como la puntualidad, la producción académica o el seguimiento del currículo. Y debo añadir que eso me preocupa, por los motivos que expondré a continuación.

¿Qué le está pasando al mundo?

En general, la gente anda cada vez más desconectada. La empatía, la simpatía y la amabilidad son cosas que escasean cada vez más. Es un fenómeno paradójico, teniendo en cuenta lo conquistado en cuanto a pluralismo, respeto a la diferencia, libertad y equidad de género en nuestro siglo (Campos, 2005). Es como si la Neoposmodernidad se viese inconclusa, o su espíritu limitado a una aceptación más racional que emotiva del otro.

En líneas generales, los seres humanos nos hemos vuelto más tolerantes, menos sangrientos. Pero seguimos siendo igual de violentos. Puede que sea una violencia cada vez menos cruenta (excepto en sociedades claramente trastornadas, en las que la vida no tiene el halo de inviolabilidad que debería tener), menos dada a la expresión física de la agresión. En efecto, es cada vez menos probable una tercera guerra mundial. Los conflictos entre naciones tienden a dirimirse cada vez más por vías diplomáticas, o por complicadas negociaciones, que por el aniquilamiento brutal del contendor. Pero la agresividad ha tomado otros cauces, hasta inimaginables el siglo pasado (matoneo, estigmatización y escarnio público a través de redes sociales, por ejemplo), que me siguen mostrando que a la Humanidad le falta todavía mucho por aprender.

Sí, es cierto que a un homosexual le puede ir mejor en el siglo XXI que en el XIX. Es verdad que un chiste racista o sexista (tanto machista como hembrista) es, hoy por hoy, mal recibido por la gente joven. También es verdad que en este mundo globalizado cada vez más ciudadanos se pueden sentir cosmopolitas, libres de ataduras o sometimientos a algún tipo de ideología, Estado o frontera (Campos, 2013). Pero también es verdad que pese a tanto avance en el área de las tecnologías de la comunicación, las personas se comunican cada vez menos genuinamente. Hay cada vez menos contacto piel con piel. Tiende a desaparecer la relación directa, genuina y carnal, desplazada por una comunicación mucho más superficial, limitada y virtual.

Otro autor colombiano, irónicamente víctima de los siempre nefastos vaivenes de la política, ya había señalado desde la década de 1990 la urgencia de rescatar la ternura (Restrepo, 1994). En efecto, en pleno siglo XXI, la inmensa mayoría de la gente asocia ternura con imbecilidad, o con ingenuidad, o con estúpida inocencia. Recuerdo, por ejemplo, a una colega que le contestó alguna vez a una paciente, ofuscada (y hasta ofendida), que ella “no era tierna”. Y a los gritos. La paciente, una ancianita, había creído que la elogiaba al decirle que era “una doctora muy tierna” y que estaba agradecida. La reacción de mi colega, con la que estaba compartiendo el proceso de formación en psiquiatría, es una buena muestra de lo que hablo. Estoy seguro que si la paciente le hubiera dicho a mi compañera que era “era doctora muy inteligente” (o “muy eficiente”, o “muy profesional”), el desenlace habría sido diferente. Y eso que era médica…Y eso que quería ser (y ahora, en efecto, es) psiquiatra. He visto la misma reacción en muchas otras personas. Como si a la gente le fastidiara, hoy por hoy, ser calificada de “tierna”.  

En general, la amabilidad (y otros rasgos de carácter emparejados con ella, como la ternura) no es un valor muy estimado en esta época. Sí lo son, en cambio, la inteligencia, la habilidad en los negocios, la fuerza, el poder (político, económico, simbólico, etcétera), la belleza física, la competitividad y la eficiencia.

En el ejercicio docente la situación se repite. La ternura, la dulzura y la amabilidad se asocian erróneamente, en el imaginario colectivo, con actitudes poco éticas (“pasar a los estudiantes” modificando la nota final por puro sentimentalismo, o sobrepasarse con los estudiantes en forma de discursos, gestos o caricias indebidos) o con laxitud excesiva (“ese profe es buena gente”, se dice muchas veces del que exige muy poco a sus estudiantes).

Y eso es lo que me espanta. Si persisten esas creencias, se perpetuará la falsa dicotomía entre el ser un “buen profesor” (exigente, estricto, disciplinado, de ética intachable) y el ser amable. Tal vez esa dicotomía venga de los orígenes mismos de nuestro sistema educativo (Campos, 2016) y de la imagen idealizada de la figura de autoridad dominante, mandona y represiva a la que muchas personas, en todo el orbe, están aspirando (porque consideran que es la forma de ser “exitosas”), pero me parece gravísimo que instale en la mente de las comunidades universitarias.


Un diagnóstico personal

No me espanta la subjetividad. Los que se autodenominan “objetivos” de manera recalcitrante me despiertan una profunda desconfianza: detrás de su pretendida imparcialidad no suelo encontrar sino montones de prejuicios, sesgos y favoritismos. En realidad, la “objetividad” no es sino una sutil (y no siempre conserva esa sutileza) forma de imponerse y de aplastar al otro (Maturana, 1997). En ese orden de ideas, expondré lo que he vivido como estudiante.

Como estudiante he tenido profesores fascinantes, que han despertado mi curiosidad y me han estimulado a escribir, descubrir y crear. Personas de bien, impecables, gustosamente entregadas a su labor docente. También me ha tocado padecer a unas bestias innombrables (déspotas, mediocres engreídos, resentidos mal disimulados, fanáticos, tarados muy necesitados de psicoterapia).

En general, he notado (y no me parece que deba ser así) que la amabilidad de los docentes va disminuyendo en la medida en que sus estudiantes van envejeciendo. En el preescolar, los profesores son mucho más propensos a las palabras cariñosas, los halagos, los estímulos de todo tipo. Eso disminuye en la primaria, se hace anecdótico en la secundaria, y desaparece casi por completo en la universidad.

Recuerdo con cariño (y no creo que me olvide de ellas jamás) a Socorro, Mariela, Alicia y Marta, mis profesoras del Jardín Infantil. ¡Qué profusión de elogios (y a estas alturas logro ver que eran inmerecidos, pero necesarios para ir cimentando bien mi personalidad), cuánta ayuda! Qué acompañamiento tan amable. Y qué interesante: ellas eran la totalidad del staff docente.

Ya en la primaria, no todos los profesores eran especiales. Tuve que padecer, en segundo año, a un bruto acostumbrado a los gritos y las amenazas. Y a otros profesores demasiado rudos, por no decir groseros. No es casualidad que sólo tres de ellos (Segundo de Jesús Márquez, Pedro Julio Gallo y Ricardo Rocha) hayan dejado un bonito recuerdo en mi psiquismo…Y ellos representan ¡sólo un 10% de los maestros con los que tuve contacto en esos años!

En la secundaria la cosa mejoró, porque me cambié a un colegio fiel a la filosofía de san Juan Bosco, y puedo afirmar que casi el 80% de los docentes supieron darme el acompañamiento y el apoyo necesarios para terminar de estructurar mi personalidad, corregir mis debilidades y potenciar mis talentos.

Pero la universidad (y he pasado por varias, porque siempre me ha gustado estudiar y aprender) me mostró los peores sujetos que he conocido dentro del ámbito educativo.
Estudié Medicina en una universidad prestigiosa. Todos sus docentes tenían al menos una especialidad. ¡Pero qué malas personas eran muchos de ellos! Incapaces de felicitar aún cuando se hacía un trabajo excelente. Incapaces de agradecer. Incapaces de pedir excusas cuando se enojaban de manera desproporcionada. Me salvó ser un estudiante aplicado, pero presencié muchos malos tratos. Y, en una que otra ocasión, me tocó también aguantar “explosiones”, insultos y rabietas de mis profesores. Puedo asegurar, sin temor a equivocarme, que los docentes realmente amables que conocí en el pregrado representaron si acaso un 5% de la totalidad del cuerpo docente.

Realizando la especialización tuve profesores estupendos, bien preparados y con gran experiencia clínica. Sin embargo, a excepción de dos de ellos, en general eran doctores rebosantes de narcisismo. Y además de engreídos y arrogantes, algunos de ellos eran francamente groseros. Recuerdo a una, que ni siquiera era médica (tal vez eso contribuía al mal trato que nos daba, tal vez por mecanismos de envidia inconsciente), era bastante torpe como clínica, y sabía muy poco (pero estaba enseñando ahí por “recomendaciones”, porque la corrupción también llega al mundo académico). Creía que sus chorradas eran encíclicas. Esa pobre mujer, bastante trastornada, llegaba siempre con el ceño fruncido (“de mala cara”), a dar la clase de mala gana, y destacaba por su trato descortés. El otro era un sujeto claramente neurótico, que incluso nos manoteaba, nos decía groserías y nos alzaba la voz. De ese pudimos aprender un poco más, porque algo sabía, pero en todo caso nada le daba derecho a tratarnos de ese modo.

Curiosamente, en las dos maestrías encontré docentes gentilísimos. Dispuestos a enseñar. Respetuosos. Y todos tenían al menos un doctorado. Ellos me confirmaron lo que, cuando era niño, había escuchado a mi padre: “Entre más grande y sabia es una persona, más humilde y amable es”.

En Filosofía he tenido también la experiencia de encontrarme con sujetos que no sienten amor por lo que hacen, pero que están ahí ex profeso para sentirse fuertes tratando rudamente a sus estudiantes. Y corroboran lo que mi papá pensaba. En general, entre más ignorantes, más tiránicos. Cuanto menor sea su grado académico y su lustre profesional, mayor su tendencia a apabullar al estudiante.

La situación actual (tal como la percibo)

Necesitamos formar personas no sólo “políticamente correctas”, sino genuinamente humanas: capaces de amar, amables y solidarias. Algo muy distinto a lo que se presenta en la actualidad: sujetos que posan de ser “buenas personas” pero en realidad sólo son tolerantes en la medida en que nadie se interponga en su camino, y que usan un léxico “circunspecto e incluyente” pero tienen una praxis de vida en la que el individualismo, el materialismo y los prejuicios abundan.

En este orden de ideas, los docentes (y hablo de docentes en todo nivel, aunque el tópico de este ensayo sea el universitario) estamos llamados a ser agentes de humanización. No se trata de producir más gente competitiva, productiva y deseosa de “quedar bien” (gente hipócrita, con un discurso humanista de un lado pero un camino de vida egoísta y guiado por el propio interés). Eso es lo que hemos estado haciendo desde la segunda mitad del siglo XX.

Necesitamos ser verdaderos agentes de cambio, y forjar unos ciudadanos que el día de mañana no se queden en el discurso mamerto (hablar de cooperación y compromiso social…mientras se piensa cómo sacar provecho de la situación y cómo llevarse por delante al otro) ni en la palabrería ornamentada pero estéril que he visto en muchos políticos y funcionarios públicos (expertos en hablar de “inclusión”, “democracia” y “pluralismo” de dientes para afuera, y muy dados a pasar por encima de los demás en su fuero íntimo).

En consecuencia, debemos empezar a dar ejemplo y tratar con amabilidad a nuestros estudiantes. Llegará el día, si ese buen trato es consistente, coherente y sistemático, que ellos aprenderán a tratar con amabilidad al resto de la gente. Y el mundo se hará más amable. Un mejor lugar para vivir.

No es una utopía. Ser buenas personas (amables, empáticas y consideradas con el prójimo), y formar buenas personas, es una realidad que los docentes tenemos que construir.

Con el trato amable no sólo formaremos mejores seres humanos (y por ende, construiremos sociedades más sanas), sino que también tendremos otras victorias: nuestros estudiantes pondrán más atención a nuestras clases y las recordarán mejor, y cada encuentro tendrá mucho más dinamismo (en la medida en que los estudiantes se sentirán menos cohibidos, más dispuestos a participar); nos sentiremos más plenos en nuestro quehacer (pues recibiremos una retroalimentación positiva, como toda persona amable: también los estudiantes serán más amables con nosotros, y viviremos en un clima laboral feliz, sin mayores fricciones); nuestros estudiantes se sentirán más motivados y se comprometerán en mayor medida con nuestra asignatura (y hasta con nosotros mismos…aparecerán monitores y ayudantes de manera espontánea); tendremos también mayores estímulos en nuestro trabajo, tanto simbólicos (felicitaciones, memorandos, premios) como concretos (ascensos, nombramientos de planta, mejoras en el sueldo).

Otra ganancia de empezar a ser más amables como docentes universitarios es  que podemos ir rompiendo el estigma que pesa sobre el profesor amable (al que se suele creer laxo, mediocre, poco comprometido con su trabajo o confianzudo con sus estudiantes), y allanando el camino para que la dicotomía buen profesor versus profesor amable sea superada.

¿Cómo definir a un docente universitario amable?

Estas son las características psíquicas de una persona amable: se hace querer, tiene don de gentes, tiene un comportamiento caritativo hacia todos los seres; por su actitud afable y afectuosa se hace merecedora de ser amada (Caballo, 2005).

En mi opinión, el docente universitario es amable cuando muestra dulzura y ternura con sus estudiantes pero mantiene el nivel de exigencia, madurez y mesura que van de la mano con su estatus de figura de autoridad. Es amable cuando ama a sus estudiantes y quiere lo mejor para ellos, pero es mesurado en la expresión de su afecto (sin ser confianzudo y sin traspasar los límites que la ética, el pudor y la decencia determinan). Es amable cuando escucha a sus estudiantes y se muestra lo suficientemente flexible como para atender sus necesidades, pero al mismo tiempo hace respetar el encuadre, los horarios, el currículo y el desarrollo normal de la asignatura.  

Un bello retrato de un docente amable lo hizo el propio santo Domingo de Guzmán (él mismo un educador erudito y convincente, fundador de la Orden de Predicadores) cuando instó a sus discípulos, los monjes dominicanos, a ser “fieles servidores de Dios y de los hombres, siempre amables y dulces, dispuestos a iluminar con la prédica” (Domingo de Guzmán, 1221).

Otro tanto, esta vez a propósito del mismo Domingo de Guzmán, lo hizo el beato Jordán de Sajonia: “…No le faltaba aquella caridad que tiene su máxima expresión en dar la vida por sus amigos. Con esta caridad Domingo se iba ganando la amistad de todos.” (Jordán de Sajonia, 1236).

Y es que, aunque la Iglesia ya contaba con verdaderos campeones de la amabilidad (San Francisco de Asís, San Antonio de Padua, entre otros), santo Domingo marcó un hito porque fue el primero en complementar el sermón del púlpito y la labor evangelizadora de corte misionero con la prédica hecha desde la cátedra universitaria, en calidad estrictamente docente. Fue un hombre entregado a los libros que entendió, como san Agustín de Hipona, que no se ganaban fieles con la espada, sino con la enseñanza.
Obviamente, un carácter afable como el de aquél gran lector y orador atrajo a muchos estudiosos. No fue una casualidad que las mentes más brillantes de Europa, en el siglo XIII, se afiliaran a su Orden de Predicadores (Jedin, 1975). Uno de sus novicios fue el médico, filósofo, teólogo, geógrafo, biólogo y astrónomo san Alberto de Böllstadt, llamado Alberto Magno y Doctor Universal dada su vasta cultura y su mente versátil e ilustrada, capaz de indagar en todas las ramas del saber. 

De san Alberto uno no puede sino maravillarse. Fue un docente universitario excelente, con una trayectoria difícil de imitar (catedrático en las universidades de Padua, Colonia y París; obispo de Ratisbona) y una personalidad sumamente atractiva. Se cuenta de este santo que “como ningún aula de la Universidad de París podía albergar a todos los que querían escucharle, dictaba sus clases en plazas públicas y parques” (González, 1894).  

Un elemento interesante de la labor de san Alberto como maestro fue su condición de “orador agradable y elocuente” (Martínez, 2010) que daba al mismo tiempo ejemplo de “humildad, don de gentes y pobreza absoluta” (Benedicto XVI, 2010). Con ello quiero recalcar que sí se puede ser un gran investigador, un escritor formidable (de hecho, sus obras completas suman 21 volúmenes) y un profesor brillante, y al mismo tiempo una buena persona, de conversación gustadora y buen trato a los estudiantes.

Discípulo de san Alberto Magno, y tal vez el filósofo más sistemático y consistente de todos los tiempos, santo Tomás de Aquino (1224-1274) fue un hombre completamente consagrado a Dios y a la Academia. Enseñó Filosofía y Teología en Nápoles, Viterbo, Colonia, Roma y París. Todos sus biógrafos coinciden en que a su gran amabilidad unía una pureza de corazón extraordinaria: así, en su trato con sus estudiantes y con las otras personas, siempre conservó el halo virginal y limpio de los hombres castos. También trató con notable elevación moral a muchas mujeres (que asistían a sus eucaristías con devoción, por ser un predicador de primer orden y un hombre ya en vida considerado santo).  Nunca tuvo acercamientos inadecuados o palabras fuera de lugar (Gui, 1937).
Pese a ser un hombre aristocrático (su familia era noble y poderosa), de buen gusto y refinadas maneras, santo Tomás jamás se dejó seducir por un estilo de vida muelle, o por la buena mesa, o por los cargos de poder. Vivió voluntariamente en extrema pobreza, y rechazó varias veces convertirse en abad u obispo (De Lucca, 1980). ¡Cuánto deberían aprender de un hombre así tantos profesores universitarios, que llenos de envidia y mezquindad andan siempre husmeando cuáles son los ingresos de sus colegas, o pero aún, intrigando para buscarles la caída!    

Otro elemento del Doctor Angélico era su clara conciencia de que al iluminar a sus estudiantes cumplía una labor de caridad. Y también por eso era amable. Un ser amable es un ser caritativo. Y en el ámbito de la docencia, no hay mayor caridad que el deseo de compartir todo el conocimiento (con los otros docentes, con los estudiantes, con el público en general). Así era él. Muchos de sus colegas eran también sus contertulios, como Tomás De Lucca o Guillermo de Moerbeke; él los admiraba y leía sus trabajos y traducciones, y al mismo tiempo les daba a conocer los borradores y adelantos de sus obras (Forment, 2007).  
En el magisterio de San Juan Bosco también he encontrado datos muy iluminadores, que me confirman en la idea de que un docente universitario entre más amable es más idóneo. Don Bosco nunca enseñó en universidades, sino en lo que hoy llamaríamos Institutos Técnicos Superiores. Pero lo incluyo en este ensayo, por varios motivos: a) escribió prolíficamente sobre pedagogía y didáctica, proponiendo un modelo aún vigente, el “sistema preventivo”; b) inspiró a otros grandes pedagogos, como Maria Mazzarello, Maria Montessori y Miguel Rúa; c) creo que el enseñar una carrera técnica es a veces más exigente que el enseñar una carrera profesional, puesto que uno se encuentra (yo también enseñé en un Politécnico durante un periodo de mi carrera docente, entre 2009 y 2011) con alumnos adultos, muchos de ellos ya con exigencias económicas mayores (como la de sostener una familia) y con múltiples estresores (que por un lado dificultan su formación académica, pero por otro los hacen ser mucho más agradecidos por la oportunidad de estudiar).

El afán de san Juan Bosco, primero en Turín, luego en Italia, y después en todo el mundo (llegó hasta la Patagonia en su deseo de ayudar a los jóvenes educándolos), fue el de prevenir que chicos y chicas de escasos recursos cayeran en el mundo del hampa y la prostitución. En consecuencia, tuvo el buen tino de captar que no necesitaban limosnas, sino un oficio que los hiciera económicamente independientes (Sálesman, 1998).

La amabilidad del profesor Bosco era proverbial. De hecho, solía llamar amigos a sus estudiantes, compartía con ellos todo tipo de actividades (desde adivinanzas, obras de teatro y juegos de pelota… hasta exigentes pruebas de equilibrio y acrobacia), y era en todas sus clases sumamente afectuoso con ellos (paternal, en el pleno sentido de la palabra). El santo no cesaba de repetirles: “Estad siempre alegres” (Bosco, 1982).
Consciente de la importancia de lo afectivo, lo motivacional y lo actitudinal en el desempeño de un buen docente, se propuso a sí mismo una interesante disciplina: la de hacerse amable, el más amable de los educadores. Para ello se inspiró en San Francisco de Sales, un santo famoso por la dulzura de su carácter. Y decidió bautizar Salesianas a sus comunidades y obras (Schiele, 1997).

Lo interesante es que, a pesar del inmenso cariño que inspiraba (sus “muchachos” corrían a abrazarlo tan pronto lo veían llegar, casi siempre de visitar enfermos o de pedir ayuda para sus múltiples obras), siempre mantuvo una actitud correctísima, casta y pulcra. Jamás cruzó esa sana línea que hay entre el cariño viril de un padre adoptivo (sus estudiantes eran miles de niños rescatados de las calles, que no tenían otro hogar que un colegio Salesiano) y la muy censurable actitud de erotización y manoseos indebidos (a veces abusos sexuales francos) que tristemente han protagonizado algunos docentes a lo largo de la Historia.

Otro rasgo de Don Bosco, que creo que define a un buen maestro, fue un optimismo a toda prueba. De hecho, en vida se enfrentó a muchos problemas, tanto políticos (las autoridades locales y nacionales en la Italia de su época fueron en general muy hostiles a las comunidades religiosas, y muchos lo tildaron de “agitador” y “sedicioso” por su entrega a los más necesitados) como económicos (nunca tuvo un apoyo “oficial”, ni siquiera del Vaticano, para sus proyectos…el que lograra siempre llevarlos a cabo lo atribuyó siempre a la Divina Providencia y a la Virgen María, a la que denominaba amorosamente María Auxiliadora, siguiendo a san Juan Crisóstomo). Y me parece francamente encomiable esa fe esperanzada, aún en medio de acreedores y gendarmes, y otros enemigos, que en cierto sentido me recuerda a la de otros pedagogos que he admirado, como Paulo Freire.  

A modo de conclusión

Como señaló Bowlby, la figura del cuidador de un niño es fundamental: lo hace sentir protegido y seguro, y viene a ser una figura paterna simbólica (Bowlby, 1972). Es evidente que la figura del maestro es vivida como una figura cuidadora, tanto a nivel consciente como inconsciente. Y también como figura de autoridad, que complementa a los padres y a otros familiares significativos como guía y presentador de lo que es correcto y de lo que es incorrecto (Campos, 2012). Y como figura de imitación, en tanto que se erige en modelo (casi nunca de manera consciente) por ese estudiante con el que se relaciona (incluso cuando él o el estudiante intentan evitarlo).

Siempre he creído que los maestros son figuras sumamente significativas para la vida psíquica del estudiante. En la relación maestro-estudiante hay todo un entramado de introyecciones, proyecciones, experiencias emocionales y factores psicodinámicos en juego (Campos, 2012). Y esto ocurre en todas las edades. También el estudiante veterano de posdoctorado requiere tener un profesor afectuoso y muy consciente de su rol (como apoyador, acompañante y guía, y también como figura paterna o materna inevitable). Por eso insisto en que es preocupante que en la docencia universitaria rara vez se toque lo emocional. Por eso quise hacer este ensayo. No puede ser que la amabilidad y el buen trato (tan frecuentes en el kinder) se vayan perdiendo en la medida en que el estudiante avanza en sus niveles de formación. No puede ser que el docente universitario pretenda desligarse de esta esfera afectiva y se atrinchere en una actitud narcisística, muchas veces hostil y despectiva, que no contribuye a formar buenas personas. 

Así como en los estudiantes de primer grado se evidencia una correlación entre su estado afectivo y la misma forma en la que aprenden, o les cuesta aprender (Maldonado y Carrillo, 2006), en los estudiantes (y docentes) universitarios lo emocional es de suma importancia. Lo he visto a lo largo de toda mi carrera. Y me parece absurdo que hasta el momento no se le haya prestado mucha atención al asunto.

Espero que este breve trabajo sirva para abrir camino a otros que deseen profundizar en el tema. Estoy convencido que del rescate y la revaloración de la amabilidad en el ejercicio de la docencia podremos salir ganando todos.

*Médico Psiquiatra, Psicoterapeuta, Profesor Universitario, Historiador, Escritor

REFERENCIAS

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17. Bosco, J. Autobiografía, Madrid, 1982
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20. Campos, D.A. Aspectos psicodinámicos de la relación maestro-estudiante, Bogotá, 2012
21. Campos, D.A. ¿Por qué nos aburrimos en la escuela?, Bogotá, 2013

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David Alberto Campos Vargas (Colombia, 1982)