LA
CARA FEA DEL NEOLIBERALISMO EN LATINOAMÉRICA
Quise escribir este ensayo para estructurar algunos
conceptos que considero dignos de mención dentro del estudio del neoliberalismo
y del posneoliberalismo en América Latina. Espero que el lector encuentre en
ellos un complemento útil a otros ensayos que he escrito previamente (Neoliberalismo: aciertos y miserias, El
veneno populista), y pueda darse una idea más completa de lo que los
poderosos del mundo tienen pensado para unos países que a los que nunca les han
quitado el ojo, así los minusvaloren.
EL CRECIMIENTO EMPOBRECEDOR
La propuesta neoliberal para América Latina, que
hace parte de la agenda de las potencias mundiales, las multinacionales y sus
corifeos (el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional, la Organización
de las Naciones Unidas, y numerosas organizaciones no gubernamentales adeptas),
contempla dos conceptos complementarios que corresponden a dos realidades
sinérgicas: la acumulación por
desposesión y el crecimiento empobrecedor.
La acumulación por desposesión hace referencia a la
voracidad con la que los ricos se hacen más ricos, acaparando todos los
recursos y llegando a acorralar de tal modo a los desfavorecidos que hasta las
cosas mínimas para la supervivencia (el techo, la salud, el trabajo que permite
el sustento diario) les son arrebatadas. El crecimiento empobrecedor es el crecimiento
económico que genera más pobreza (Dávalos, 2011), y que desmiente la pretensión
neoliberal (un mito, en realidad) de que “a más crecimiento económico, menos
pobreza”.
El crecimiento empobrecedor se muestra lo que he
venido observando desde que era un niño, en la década de 1980: los países de
Latinoamérica van “creciendo” en términos de metas económicas; se consiguen
cada vez más artículos de lujo; las élites económicas viven cada vez más
fastuosamente; da la impresión de que caminamos por Manhattan en algunas zonas
de México, Bogotá o Santiago; casi que uno se siente “ciudadano del mundo” en
medio de tantas nuevas empresas, de tanta “inversión extranjera”, de tantos
tipos elegantes hablando en inglés y mandarín…mientras, en la otra orilla, los
ciudadanos me parecen cada vez más adormecidos, más ignorantes, más
empendejados por una cultura light que
rebosa intrascendencia; las personas que con un salario modesto podían aspirar
a tener una casa antaño ahora, a duras penas, logran apañarse a pagar un
arrendamiento cada vez más costoso; los pobres parecen cada vez más pobres, más
hundidos, más condenados a la miseria; los barrios populares se han llenado de
hampones, jíbaros y sicarios; en fin, uno toma conciencia de que ese mismo
estudiante al que uno le ha dado esperanzas (“sí, estudie y llegará lejos”) será
tratado como un pobre diablo, un latinoamericano/tercermundista, de esos que
miran hasta con asco las elegantes multimillonarias europeas cuando vienen por
acá “a conocer cómo vivimos”.
Sí, hay un crecimiento económico. Pero las brechas
son cada vez mayores. Un abismo separa hoy a las “clases altas” de las “clases
medias” (que tienden a extinguirse), y las diferencias entre las “clases altas”
y las “clases bajas” son tan pronunciadas que llegan a ser escandalosas,
francamente inmorales. Mientras los niños ricos se hacen diabéticos por
sobrealimentados, los niños pobres se mueren, literalmente, de hambre. Mientras
los niños ricos se hastían de tanto viaje por los Estados Unidos, los niños
pobres ni siquiera han salido de su ciudad de origen.
Debo ser sincero. Así el neoliberalismo tenga sus
aciertos, la pretendida “superación de la pobreza” como consecuencia del
crecimiento económico es una de sus más grandes falacias.
LA RECONSTRUCCIÓN DEL ESTADO POR PARTE DEL BANCO
MUNDIAL
La reforma estructural que el Banco Mundial lleva
proponiendo a los países de América Latina desde hace décadas contempla, según
Dávalos, cinco dimensiones básicas: a) privatización, b) desregulación, c)
aperturismo, d) flexibilización, e) descentralización (Dávalos, 2011).
La privatización consiste en transferir al sector
privado lo que corresponde al sector público (incluyendo los espacios públicos,
las empresas públicas, y hasta los recursos naturales). No es en sí misma algo
nefasto (pues muchas veces, al privatizarse, las otrora burocráticas,
malgastadoras e inútiles empresas públicas se convierten en entidades
dinámicas, eficaces y productivas), como algunos mamertos y nostálgicos de la
Unión Soviética y del engaño comunista (como el propio Dávalos) aún se
empecinan en sostener.
La cosa es que, en el contexto de las “democracias”
latinoamericanas (que son meras democracias nominales, pues en realidad operan
como oligarquías populistas), bastante inclinadas al tráfico de influencias y a
la corrupción en general, la privatización va de la mano con el actuar
mefistofélico de los políticos, y se convierte en una maniobra por medio de la
cual ellos (los malditos que se hacen llamar “líderes” o “dirigentes”) nutren
sus cuentas bancarias, a costa de lo que es (al menos en teoría) de todos los
ciudadanos.
Aunque profundizaré en este ítem en la última parte
del ensayo, quiero ilustrar lo anterior con un ejemplo: el corrupto (léase
“político”) X es presidente de una de
estas sufridas “Repúblicas” latinoamericanas; la multinacional Y está
interesada en adquirir una empresa energética del país que dicho corrupto
dizque gobierna; el malévolo gobernante cree que tiene a su disposición todos
los recursos del país que lo padece, y le hace un guiño a la multinacional,
preguntándole cuánto está dispuesta a pagarle a él si eventualmente pone en
venta dicha empresa (pues asume que no se trata de una empresa de todos los
ciudadanos, sino suya, porque maneja el país como si fuera suyo); la multinacional,
de manera pérfida, pone un valor a la empresa y le ofrece al gobernante un
monto de dinero para decidirlo a hacer el negocio; al final, el corrupto vende
la empresa y se embolsilla el “regalito” que la multinacional le da por su
colaboración. ¡Y el presidente y la multinacional quedan felices!
La desregulación consiste en quitarle al Estado su
capacidad de intervenir, controlar y regular la vida económica del país en el
que está inserto. Debo aclarar que esto no es nefasto per se. De hecho, la experiencia de muchas naciones que le han
apostado a ello ha sido positiva. Pero insisto: esto es América Latina, y
cuando hay corrupción hasta las mejores ideas se pervierten. Y, efectivamente,
la desregulación sólo ha servido en estos países para que los entes estatales
que ejercen una contraloría y que limitan la costumbre de los políticos de usar
los fondos públicos como si fueran su caja menor, estén ahora debilitados y
hasta desacreditados. Con lo que el círculo vicioso se fortalece: ya sin
regulación, los corruptos tienen patente de corso para cometer sus fechorías.
El aperturismo, que estuvo tan de moda en la década
de 1990 (Vargas Llosa, 2010), ha mostrado también sus luces y sus sombras.
Ciertamente fue una punta de lanza de la globalización, fenómeno que considero
en líneas generales positivo (pues integra, rompe fronteras, conecta y hermana
a los pueblos). Y está claro que benefició a algunos países de América Latina
(especialmente a Chile). Pero también tuvo (y tiene) aspectos escalofriantes:
nunca se da en igualdad de condiciones (los países de América Latina siempre
están en desventaja con respecto a Estados Unidos, Canadá, Inglaterra, Japón o
la Unión Europea); tiende a empobrecer y aniquilar a las pequeñas empresas; en
ocasiones desestimula la producción nacional de los países latinoamericanos;
como se impone desde el Banco Mundial y otros centros de poder del Primer
Mundo, tiende a perpetuar la condición de fabricantes de materias primas y de
importadores de manufacturas de nuestros países (manteniéndolos rezagados y
pobres).
La flexibilización cambió el esquema de planes de
desarrollo (económicos, educativos, sanitarios, sociales) a largo plazo por un
esquema constructivista en el que los planes se iban haciendo, rediseñando y
modificando sobre la marcha. Creo, en este punto, que si bien se ganó en lo
económico (los planes fijados de antemano y para toda una década, o un
quinquenio, como los que hacían los países comunistas en el siglo XX,
demostraron ser un tremendo fiasco), se perdió en lo social: se difuminó la
visión de conjunto y se cayó en un carrusel de cambios y modificaciones tan
drásticos que prácticamente cada nuevo gobierno impone su agenda, y no se puede
hablar de un esfuerzo mancomunado sino de esfuerzos dispersos y sectarios, muy ceñidos
a las vicisitudes políticas (sobretodo, muy dependientes del partido y del
gobernante de turno).
La descentralización tiene que ver con el
desempoderamiento del gobierno central, y de la capital de cada país, en aras
de un mayor empoderamiento de las regiones y de la periferia. Estoy en
desacuerdo con Dávalos en este aspecto: donde él nota un retroceso, yo percibo
un avance. En general, creo que una de las desgracias de los países de
Latinoamérica ha sido precisamente esa: tener una gran urbe (contaminada,
atiborrada de gente, ecológicamente frágil) que acapara casi toda la vida
económica, social y cultural (la famosa “capital latinoamericana” atestada de
pobladores anónimos y masificados, verbigracia Bogotá, Ciudad de México,
Santiago de Chile, Sao Paulo, Lima, San Salvador, etcétera), y un montón de
ciudades olvidadas, abandonadas por el gobierno central, despectivamente
denominadas “de provincia” por los habitantes de “la capital”. Y por eso creo
que la descentralización es benéfica: ayuda a cerrar la brecha entre
“capitalinos” y “provincianos”, empodera a las regiones, e imprime un mayor
protagonismo a los municipios periféricos.
Pablo Dávalos también postula unos momentos de dicha reforma estructural
del Estado (Dávalos, 2011), que posibilitan el consenso que las multinacionales
y las potencias mundiales necesitan, y que generan consenso y disciplina social
(neutralizando las divergencias, haciendo de la cultura light algo hegemónico, ridiculizando las oposiciones y las
resistencias).
Dichos momentos son:
a) Momento
político-discursivo, en el que se orquesta la dominación por el consenso,
haciendo uso de un discurso “políticamente correcto” a todas luces hipócrita
pero muy eficaz a la hora de reclutar ingenuos, que se comen el cuento y
engrosan la fila de idiotas que están convencidos de que participando en la
gimnasia electoral del establishment y
opinando en las redes sociales serán tenidos en cuenta. En realidad la “acción
ciudadana”, la “democracia participativa”, y la “inclusión”, entre otros muchos términos de ese
discursito, no son sino anzuelos para distraer a quienes tendrían que hacer la
diferencia, resistiendo a la hegemonía.
b) Momento
político-institucional, encaminado a la reconstrucción del Estado bajo el
diseño neoliberal, obviamente bajo la conducción del Banco Mundial (que
pretende la privatización a gran escala y la reducción del Estado a la franca
inoperancia), por medio de reformas sectoriales que recogen los programas de
las Cartas de Intención con el Fondo Monetario Internacional que cada Estado
latinoamericano suscribió en la década de 1980, y de las Estrategias Asistencia
País.
c) Momento
geopolítico, encaminado a la convergencia normativa de los Estados hacia
los Tratados de Libre Comercio, con la búsqueda de la concurrencia de los
países de América Latina en los roles y escenarios en los que los ricachones
del mundo los necesitan: exportando materias primas a precio módico, importando
manufacturas a precio elevado, surtiendo de mano de obra barata y permitiendo a
las empresas transnacionales ingresar a sus territorios con todo tipo de
ventajas y prebendas, con el cuentico de que “la inversión extranjera ayuda a
superar la pobreza”.
EL ESTADO MÍNIMO EN AMÉRICA LATINA
Me parece genial la idea del Estado Mínimo. Como he expuesto
en numerosas ocasiones, esos enormes e inútiles Estados de carácter paternal,
patriarcal y populista, tan frecuentes en América Latina, son un nido de
corrupción y maldad. Sus parásitos, en el colmo de la ineficiencia, no sólo
incumplen las funciones para las que se les ha nombrado, sino que además
utilizan sus cargos para ejercer el nepotismo, el chantaje y la manipulación
más descarados.
Los Estados hipertrofiados e inútiles, manejados a piacere por gentuza de la peor calaña
(las mismas familias que tienen hundidas a las naciones latinoamericanas desde
hace décadas, y que constituyen una falsa “democracia representativa” que en
realidad es una oligarquía escandalosa), y toda su parafernalia de burócratas
perezosos y egoístas, deben desaparecer de Latinoamérica. Sí. No me da miedo
decirlo. Deben desaparecer, para dar paso a sistemas más eficientes y productivos,
más benéficos y útiles al ciudadano.
Ahora bien, mi idea del Estado mínimo es muy
distinta a la idea de Estado mínimo que tienen muchos teóricos neoliberales
(entre otros, los pelmazos que dirigen el Banco Mundial). Yo abogo por un
Estado pequeño, que ofrezca protección a una miríada de gobiernos locales
(aglomeraciones de entre 1000 y 2000 personas aproximadamente –un número que no
es en absoluto arbitrario, sino que ha mostrado ser la cantidad adecuada a la
hora de garantizar que los miembros de un grupo se conozcan y establezcan
vínculos solidarios, sin caer en el anonimato de la masa-, que dispongan de un
hospital, una universidad, un colegio, un jardín infantil y una parroquia, todo
en perfecto funcionamiento, y para el servicio de esa pequeña comunidad), con
una burocracia limitada estrictamente a aquellos funcionarios públicos
indispensables, y con capacidad para ejecutar sus únicas tres funciones: a)
protección de la ciudadanía (protección de sus derechos, tanto a nivel jurídico
como en cuanto a la seguridad, con un sistema judicial y una policía cívica
eficientes y expeditivas), b) educación de la ciudadanía (con el sostenimiento
de sus colegios y universidades, y de su cuerpo docente), y c) promoción de la
salud de la ciudadanía (con el sostenimiento del hospital de esa pequeña
comunidad, y de todos los programas de medicina preventiva, terapéutica y
paliativa que los miembros de la comunidad necesiten. Es decir, mi visión del
Estado mínimo es la de un Estado lo suficientemente pequeño para que pueda ser
ágil, lo suficientemente depurado de parásitos para que sea honrado, y lo
suficientemente cercano como para que todos los ciudadanos y sus gobiernos
locales (micropolis), en el marco de
las ciudades (polis) y de los Estados
(departamentos) confederados, sientan que no hay un Parlamento ni un Presidente
inalcanzables, sino por el contrario un gobierno al alcance de todos, dispuesto
a escuchar y a incluir a toda la ciudadanía.
Es decir, mi
idea del Estado mínimo es la de un Estado presto a dar soluciones, y a defender
lo que todo ciudadano necesita (sus derechos fundamentales, englobados en las
esferas de la protección, la educación y
la salud), sustentado en unos gobiernos locales semiautónomos (las micropolis) que concurren en unas
ciudades, que a su vez hacen parte de unos departamentos o Estados
confederados, los cuales están aglutinados por la República y sus poderes
(Ejecutivo, Legislativo y Judicial). No un Estado nacional enorme y omnívoro,
sino un Estado reducido en su tamaño pero aumentado en su productividad.
Ahora bien, lo que el Banco Mundial y el Fondo
Monetario Internacional pretenden es vendernos la idea de un Estado mínimo como
un Estado deslegitimizado, sin reconocimiento social, desprovisto de sus roles
de regulación social y asignación de recursos (Dávalos, 2011). Un Estado mínimo
sinónimo de neoliberalismo a ultranza, inhumano, y de un capitalismo salvaje
(James, 1998), aunque eso sí, con un maquillaje populista y un discurso
“políticamente correcto” que pretende justificar y dar una apariencia de
“democracia participativa” a lo que en realidad es una farsa que sólo favorece
a las oligarquías (Campos, 2016).
La reforma estructural que plantea el Banco Mundial
requiere de un “Estado mínimo” que baile al son que le impone (ajuste
macroeconómico, renegociación de la deuda externa, fortalecimiento de los
centros mundiales de poder económico, adormecimiento de la población con una
cultura “light” que la distrae y la emboba, haciéndola más dócil y
desempoderada). Además, dicho “Estado mínimo” en realidad es un Estado-botín de
políticos corruptos, que lo usan como dispensador de dinero para sus excesos y
como premio para sus secuaces (Campos, 2016). Y para rematar, es un Estado inscrito en
la biopolítica, que no busca ni reducir ni atenuar la pobreza, sino impedir las
propuestas alternativas y emancipatorias (Dávalos, 2011).
Todo lo que le importa al dichoso Estado mínimo del
Banco Mundial es someterlo todo a los poderes hegemónicos, llamando
“desarrollo” y “crecimiento” a lo que en realidad es una rapiña que sólo
favorece a los banqueros y a los niños mimados de las familias ricas, y
privatizándolo todo (hasta los recursos naturales), despersonalizando y
humillando al ciudadano mientras se lo inscribe en la “lógica de mercado”
(Campos, 2016). Es decir, el ciudadano en particular, y la soberanía popular en
general, son desmantelados y puestos en las coordenadas de un capitalismo brutal,
que sólo busca enriquecer más a los que ya son, de por sí, los amos del mundo
(Ziegler, 2003).
Y como no dejaré nunca de denunciar, ese tipo de
Estado mínimo que el Banco Mundial pretende implantar en Latinoamérica sólo
sirve a los intereses de las élites criollas, que a su vez son lacayas de los grandes emporios
económicos transnacionales, pero se llena la boca con discursitos de “equidad”
y “superación de la pobreza”. Y, de paso, pone al borde del colapso a la
Humanidad entera: en aras de “producir dinero” (lo único que les importa a
muchos idiotas, eufemísticamente llamados “tecnócratas”), inserta a dichas
oligarquías en la carrera mundial de la contaminación, de la que son campeones
los Estados Unidos de América.
LA PRIVATIZACIÓN DE LAS EMPRESAS PÚBLICAS EN AMÉRICA
LATINA
Un sello distintivo del neoliberalismo es la
privatización. ¿Qué es privatizar? Es transferir al sector privado la gestión
y/o la propiedad de empresas del Estado. Fiel a las consignas del Banco Mundial
y del Fondo Monetario Internacional, América Latina se ha empecinado en
privatizar a diestra y siniestra, en procura de esa nociva versión de “Estado
mínimo” que ya he señalado.
A favor de la privatización está, primero que todo,
la inoperancia típica de las burocracias. El Estado en Latinoamérica es un
paquidermo sumamente inútil, lento y corrupto. En definitiva, no se pierde nada
con eliminarlo. O, al menos, reducir su tamaño al mínimo suficiente. En ese
orden de ideas, la privatización facilita las cosas.
Sería mucho más benéfico que las personas se
agruparan en sociedades pequeñas y eficientes (las micropolis), autorreguladas, con funcionamiento sostenido, y
abiertas a otras aglomeraciones de tamaño y constitución similar, para permitir
una dinámica vida de polis integradas
en departamentos o Estados confederados en los que el Estado mínimo realmente
útil cumpla sus funciones: proteger, educar y promover la salud de la
ciudadanía.
Ahora bien, la contracara del argumento anterior es
justamente la maldad de los políticos latinoamericanos: su tendencia a robar y
a dar un uso inadecuado a los dineros públicos (por ejemplo, para costearse
campañas electorales, o para pagar favores políticos) hacen que el movimiento
privatizador sólo haga más fácil la configuración de un Estado-botín, un remedo
de Estado mínimo que es fácilmente saqueable.
Otro argumento a favor de la privatización es que
las empresas se suelen hacer más eficientes (pues sus empleados suelen ser más
nombrados por su preparación académica o su experiencia que por motivos
políticos, y son evaluados con referencia a unos objetivos institucionales),
más ágiles, menos propensas a ser usadas a necesidad del gobernante de turno
(Cuervo, 1997).
En contra de ello está la costumbre nepotista en los
empresarios, quienes tienden a contratar a sus familiares y amigos, así no sean
los más preparados. Es decir, si en el escenario de la empresa estatal es el
político el factor negativo, con su tendencia a “exigir” cierto número de
cargos para sus partidarios, o a utilizar los cargos públicos como premio o
“torta” para repartir entre sus simpatizantes, en el escenario de la empresa
privada es el gerente o el miembro de la junta directiva el que suele utilizar
su poder para favorecer a uno de los suyos.
No creo que sea precisamente sólido otro argumento
que tradicionalmente se ha esgrimido a favor de la privatización: permite a los
gobiernos “sobrevivir” a ciertos momentos económicos desfavorables. La venta de
empresas estatales (o, al menos, de cierto número de acciones) permite cubrir el
déficit fiscal. Insisto en que esto no es precisamente un argumento a favor de
la privatización, justamente porque no se trata de una medida inteligente en
realidad. Países como Argentina o Panamá, que le apostaron a ese tipo de
estrategia, no lograron con ello un avance significativo en términos de capital
global o desarrollo humano, confirmando además que el aumento de activos no
implica necesariamente crecimiento económico, y que el crecimiento económico no
implica en modo alguno un avance social.
Otro argumento flojo a favor de la privatización ha
sido el de utilizarla para cubrir la deuda externa. Esto no es sino debilitarse
más; me recuerda a ciertas personas que venden la casa para cubrir una deuda.
No se trata de dejar de pagar la deuda externa (a Argentina y a Venezuela les
resultó fatal el chistecito), pero sin duda es más sensato sacar el dinero
faltante por medio de otras estrategias.
Considero que un punto en contra de la privatización
es la dificultad para controlar a la empresa privada; es muy difícil exigirle
unos resultados en términos de compromiso social, en especial cuando la
privatización es entendida (como sucede en Latinoamérica) como una especie de
licencia para hacer lo que se venga en gana.
Hay otro ítem, de carácter más simbólico y sociológico.
Cuando las naciones se acostumbran demasiado a la privatización de las empresas
y los servicios estatales, tienden a desprenderse y hasta despreocuparse de lo
público: las personas tienden a olvidar su rol de ciudadanos. Y esto es
sumamente grave, porque la naturaleza social del hombre no es compatible con la
apatía y la anergia políticas. Hoy, más que nunca, América Latina necesita
ciudadanos comprometidos con los demás: activos y verdaderos agentes de cambio.
No se trata de recaer en el fanatismo político que
ha causado tanta sangre y tanto sufrimiento. Ni de caer en el pantano
partidista. De hecho, uno de los sellos de la neoposmodernidad es la superación
de las divisiones políticas, y puedo afirmar que la inmensa mayoría de
latinoamericanos jóvenes perciben con enorme desconfianza a los políticos. Es
comprensible el desencanto político de nuestra época: ¿qué más iba a esperarse,
después de tantas décadas de corrupción y de malas administraciones? Pero
tampoco se trata de retirarse por completo de la esfera pública. No podemos
confundir lo político (sucio, hipócrita, maquiavélico) con lo público (lo que
está relacionado con el prójimo, con la familia extensa, con la comunidad). Lo
que la neoposmodernidad necesita es justamente muchos ciudadanos dispuestos a
hacer otro tipo de acción política:
una praxis ciudadana en la que, más allá de procesos electoreros y de falacia política
tradicional, el activismo conduzca a cambios sociales y culturales genuinos y
duraderos.
En definitiva, siempre habrá argumentos a favor y en
contra de la privatización en América Latina. Lo importante es no caer nunca en
maniqueísmos. La privatización no es intrínsecamente mala, como más de un
mamerto sostiene. Debe observarse, antes de emitir un veredicto, qué empresa estatal
se privatiza, cómo se privatiza, quiénes la privatizan, a cambio de cuánto
dinero se privatiza, qué ganancias (y no solamente monetarias) tiene el país
cuando se privatiza.
Puede ser iluminadora la experiencia de países como Chile
y Perú, que sin tenerle miedo a la privatización tampoco han abusado de ella.
La clave, como siempre, parece estar en evitar los extremos.
David Alberto Campos Vargas (Colombia, 1982)
REFERENCIAS
1. Dávalos, P. La
democracia disciplinaria. El proyecto posneoliberal para América Latina. 2011,
Bogotá.
2. Vargas Llosa, M. Sables y utopías, 2010, Madrid.
3. James, E. Historia
del pensamiento económico del siglo XX. 1998, México.
4. Campos, D.A. El
veneno populista. 2016, Armenia.
5. Campos, D.A. Reflexiones
sobre la política aristotélica. 2016, Armenia.
6. Campos, D.A. Neoliberalismo:
aciertos y miserias. 2016, Armenia.
7. Ziegler, J. Los
nuevos amos del mundo. 2003, Madrid.
8. Cuervo García, A. La privatización de la empresa pública. 1997, Madrid.
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