sábado, 19 de noviembre de 2016

HITLER: UN AUTÉNTICO ANIMAL. Por David Alberto Campos Vargas

HITLER: UN AUTÉNTICO ANIMAL


“Adolfo Hitler no era un alemán auténtico, sino un auténtico animal”
                                                        Luis Alberto Campos Rodríguez
                                                        
I


Una vida de rebuznos


Adolfo Hitler nació en 1889 en Braunau am Inn, una localidad austriaca cercana a la frontera con Alemania. Esto ya me parece, en cierto sentido, determinante: Hitler nunca se sintió tan austriaco…en cambio, siempre se consideró alemán. Suspiraba por Alemania, codiciaba vivir en Alemania.

Como la mayoría de austriacos pobres o de clase media emergente, es muy probable que en su niñez viera al Imperio Austro-Húngaro como una quimera frágil y decadente que tenía los días contados y, en cambio, considerara al reciente Imperio Alemán “el país del futuro”. No en vano, los prusianos habían logrado unificar, al fin, a un montón de pequeños Estados de habla alemana que desde el fin del Sacro Imperio Romano Germánico sólo se aliaban en circunstancias especiales (como las guerras napoleónicas), y su criatura se alzaba imponente.

Es muy probable que en sus primeros años Hitler hubiera además escuchado (en su casa, en su parroquia, en su escuela, en las calles de su pueblo) elogios del fuerte “vecino”. Alemania sería para su mente hipersensible, de ahí en adelante, una representación, y ante todo una proyección, de todo lo que él consideraría lo más valioso de la experiencia humana: la fuerza y la ambición.

Ahí, creo yo, empezó su idealización de Alemania, en especial de esa faceta militarista, imponente y bravucona (y también victoriosa, al menos en lo militar) que Otto von Bismarck, Guillermo I y la nobleza prusiana (guerrerista a más no poder) habían logrado perfilar.

Con sus padres tuvo una relación ambivalente, enfermiza. Alois Hitler trabajaba en la Aduana del Imperio Austro-Húngaro; su severidad, su constreñimiento emocional y sus rasgos marcadamente neuróticos de carácter explicarían el por qué Adolf nunca fue capaz de sentir por él una completa simpatía. La madre, Klara Pölzl, era a un mismo tiempo dulce y dominante, amable y drástica, y trabajó un tiempo como maestra. Con semejante figura materna tan incoherente, ya uno puede irse haciendo una idea de cómo el niño iba estructurando su (muy patológica) personalidad.

Como estudiante era mediocre. Fue un escolar de bajo rendimiento. Sin embargo, ya de niño mostraba una tendencia a mandar y dominar a los demás; le gustaba “matar indios” cuando jugaba a “vaqueros e indios” (lo cual no deja de ser revelador: un anticipo del genocida en el que se convertiría), y como había sido bautizado católico, hacía parte del coro de una iglesia en su pueblo (yo intuyo que esta temprana asociación de lo católico con lo austriaco, que en su mente representaba lo decadente y lo débil, pudo haber influido en su posterior “conversión” al neopaganismo, en su anticatolicismo y en su interés por el ocultismo y lo “Nueva Era”).

Nunca pudo pasar a la Academia de Bellas Artes en Viena, aunque se postuló dos veces. Eso no quedó “impune”: cuando tuvo poder, dos décadas después, se encargó de asesinar profesores universitarios tanto en Alemania como en los países anexados o invadidos. Su trabajo, como he anotado en otros ensayos, ofrece una particularidad: mediocre, por no decir siniestro, a la hora de representar seres humanos; aceptable a la hora de representar animales, y definitivamente bueno en cuanto al dibujo de fachadas, paisajes y edificios (cosa comprensible, por lo mucho que le costaba establecer empatía con los seres humanos).

En Viena malvivió haciendo oficios varios (barrendero, mandadero, albañil), y a veces en la más completa indigencia. En medio de grandes privaciones (llegó a aguantar hambre y a dormir a la intemperie en muchas ocasiones, según varios de sus biógrafos), a veces lograba vender cuadros, postales y tarjetas navideñas que él mismo pintaba. Supongo que en esos años difíciles pudo irse llenando de ese resentimiento que lo marcaría por el resto de sus días.

También en Viena entró en contacto con publicaciones racistas, xenófobas y antisemitas, y se juntó con verdaderos truhanes que terminaron de llenarle la cabeza de prejuicios, especialmente contra los judíos…y empezó a interesarse en la nigromancia.

En 1913, ya asqueado completamente de su patria y lleno de germanofilia, se fue a vivir a Múnich. La casera que le alquiló un cuartito ha señalado a sus biógrafos que ya por ese entonces era huraño, solitario, tosco en sus interacciones, sumamente rígido, inflexible, puntilloso y obsesivo (Toland, 2010).

Fue voluntario en el ejército alemán durante la Primera Guerra Mundial; destacó no precisamente por su inteligencia, sino por su espíritu aguerrido y temerario: llegó a ser un cabo que cumplía las órdenes que todos rehuían, y ganó una condecoración. Después de un ataque aliado con gas, perdió momentáneamente la vista y fue evacuado del campo de batalla en 1918.

Convaleciente, lleno de un rabioso patriotismo (ya su patria no era su lugar de nacimiento, sino su idealizada Alemania), y sintiéndose profundamente “traicionado” por el alto mando del Ejército alemán (que optó por rendirse y terminar, aunque por desgracia demasiado tarde, con esa carnicería que acabó con la vida de millones de hombres jóvenes europeos), recuperó la vista y encontró otro leitmotiv (ya tenía el del racismo, el del antisemitismo, y el del neopaganismo) para su ya severamente trastornado psiquismo: el Tratado de Versalles. Dicho tratado fue, para el inflamable Hitler, un acto de cobardía, una desgracia que nunca debió de haberse firmado; Alemania debería desquitarse, vengarse de “tamaña humillación”.

Los siguientes cuatro años los pasó en paro, de nuevo enfrentado al hambre y a la imposibilidad de hacer despegar su carrera como pintor, y juntándose con gentuza de la peor calaña, como el miliciano Ernest Röhm (que había formado un grupo paramilitar de resentidos y violentos llamado camisas pardas), el mediocre Anton Drexler (ultranacionalista y antisemita) o el extraño Rudolf Hess (un esquizoide con ideas megalomaníacas y gusto por el ocultismo); con ellos formó una panda de gente violenta, fanática y dispuesta a borrar todo lo que fuera o pensara diferente. Rápidamente infiltraron al izquierdista y anticapitalista Partido Obrero (corroborando, una vez más, que los extremos se atraen) y lo transformaron en Partido Nacional Socialista Obrero Alemán (demostrando, una vez más, que la ultraizquierda y la ultraderecha son afines).

Ya Hitler tenía su cabeza llena de cucarachas; ya estaba lo suficientemente lleno de odio y  prejuicios; ya tenía un grupúsculo de gente violenta presta a obedecerle. Entonces empezó a rebuznar.

Fue haciéndose cada vez más seguro de sí mismo a la hora de emitir rebuznos: se hizo un orador popular. Su léxico y sus propuestas, bastante limitados, ofrecían la ventaja (necesarísima para sus oyentes, por lo general poco dados a la reflexión y al pensamiento) de captar un discurso simple, repetible, fácilmente memorizable. La pobreza y mediocridad de su propuesta, que giraba siempre en torno a los mismos conceptos (“judíos”, “alimañas”, “usureros”, “enemigos”, “traidores”, “Versalles”,  “humillación”, “revancha”, “raza”, “nación”, “destino”, “Alemania”) fue inflada con una oratoria cada vez mejor efectista, en la que Hitler daba rienda suelta a su histrionismo. 

En 1923, creyendo que sus gamberros serían suficientes (el ex indigente ya se consideraba un “redentor”, y no temía a la autoridad), intentó un golpe de Estado. Fracasó estruendosamente, pero el cubrimiento mediático del evento, y del posterior juicio que lo llevó a prisión por nueve meses, le dio lo que necesitaba: un público más amplio.

En prisión escribió Mi Lucha, un libro de alta toxicidad en el que reiteraba, desde distintos ángulos, sus ya trillados rebuznos nacionalistas, militaristas, revanchistas y antisemitas. Y, con él, atrajo ya a gente menos vulgar e ignorante que sus primeros partidarios: profesionales jóvenes, padres de familia asustados, comerciantes y empresarios con ambiciones. Así su partido dejó de ser un grupo de palurdos y ex soldados y se empezó a ver como algo “con aura”.

De otro lado, las mujeres empezaron a apoyarlo, en masa, y como era solterón y narciso (y hasta perverso sexual, como demostró su obsesión con una sobrina suya que acabó suicidándose, Geli Raubal) y además rico (gracias a que Mi Lucha se convirtió en un bestseller), le llovieron pretendientes y fans. Sus rebuznos entonces se hicieron algo más delicados, para no ofender a su legión de partidarias (las mujeres votaban en Alemania desde 1919, y fueron pieza clave de su meteórico ascenso). Así engalanó su discurso con nuevos elementos (“espacio vital”, “amenaza bolchevique”, “supremacía racial”, “superioridad aria”, “familia alemana”, “un reino, un pueblo, un líder”), que también le granjearon la simpatía de buena parte de la intelectualidad alemana, bastante antisemita desde los tiempos de Lutero.

Algunos de sus seguidores se encargaron de maquillar su discurso. Joseph Goebbels y Alfred Rosenberg escribieron textos pseudofilosóficos, en los que los rebuznos de Hitler aparecían como si fueran sentencias de Aristóteles. El Partido Nazi (ya lo llamaba así, con cariño, el ciudadano alemán corriente hacia 1930) era ya una fuerza política de primer orden, y muchas “señoras bien” invitaban al ex vagabundo a sus glamorosas cenas y veladas.   

El decrépito general Hindenburg no pudo hacer nada para contener la avalancha. El cabo al que no le ocultaba su desprecio, y al que había vencido apretadamente en las elecciones de 1932, era ya una celebridad. Daba ruedas de prensa a periodistas extranjeros, se codeaba con oligarcas y poderosos industriales (por eso sus rebuznos se habían hecho cada vez más rabiosamente anticomunistas), organizaba marchas y discursos multitudinarios…Ya habían quedado atrás sus discursos en cervecerías y bares de mala muerte (que solían terminar en reyertas), y ahora hablaba ante miles de espectadores, respaldado por una cuidadosa coreografía que intensificaba el momento, además de amplificadores de sonido, bandas marciales, desfiles y juegos de luces.

Incendiado el Reichstag, y después de hábiles maniobras políticas, a Hindenburg no le quedó más opción que nombrarlo canciller y morirse (porque, de lo contrario, habría terminado como otros rivales del “Führer”). Entonces empezó la tragedia. Una que ni Sófocles con música de Wagner. 

La cineasta Leni Riefenstahl le hizo cortometrajes y películas muy adecuadas para publicitarlo, y no contenta con ello le sacó tal vez las mejores fotografías que se han hecho de un tirano (con todo y que el desabrido Hitler no era precisamente un top model). Mientras tanto, Martin Heidegger se subía “al bus de la victoria” y replicaba el ideario nazi en sus conferencias y clases… Karl Jaspers, mucho más valiente, dejaba un mundo académico que ya estaba excesivamente politizado y se escondía de la Gestapo (por fortuna para la Filosofía, tuvo más suerte que Ana Frank y otros que también lo intentaron). Walter Benjamin, presa de la desesperación, optó por el suicidio. 

En una Europa en la que se pusieron de moda los totalitarismos (Mussolini ya tenía a Italia; Franco se había quedado con España, y el brutal Stalin se imponía sangrientamente en toda la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas), la figura de Hitler empezó a ser reverenciada.

La Sociedad de Naciones y los gobiernos de Occidente prefirieron hacerse los de la vista gorda mientras el “Führer” se anexaba buena parte de Checoslovaquia, Austria, Lorena y Alsacia.  Sólo hasta 1939 despertaron, cuando entre Hitler y Stalin se repartieron Polonia.

Lo que vino ya es bastante conocido. La Segunda Guerra Mundial (1939-1945) es todavía una herida abierta. La herida de la desilusión. La muestra fehaciente de que los seres humanos, si le damos la espalda a Dios (como empezamos a hacer desde el siglo XIX), dejamos de ser imagen y semejanza Suya y nos convertimos en las peores bestias asesinas.

Hitler se suicidó demasiado tarde, después de provocar la muerte de al menos 70 millones de personas (Putzger, 1969). Su paso por este mundo fue algo definitivamente lamentable. El mundo se equivocó al celebrar sus rebuznos.


II


¿De quiénes aprendió Hitler a rebuznar?


Elena Blavatsky: De esta exótica espiritista, y de sus desatinados libros, Hitler extrajo muchas ideas neopaganas que pronto formaron parte de la propuesta nazi y de su credo personal: el Cristianismo debía ser abolido de Alemania, en favor de una reactualización de cultos primitivos (derivados del druidismo); la religión “oficial” del Tercer Reich debía ser la de sus antiguos pobladores (politeísta, plagada de elementos mágico-arcaicos, animista); la corriente más peligrosa del Cristianismo era el Catolicismo, que representaba una amenaza cultural para la Alemania nazi, pues su centro de poder estaba en Roma y no en Berlín, y todo lo que se pudiera hacer para debilitarlo fortalecía la religión oficial del Reich (de hecho, durante el gobierno de Hitler murieron varios miles de sacerdotes y religiosos…muchos de ellos en campos de concentración, como San Maximiliano Kolbe); en ese orden de ideas, la Iglesia debía ser absorbida por el Estado, y sólo era digna de imitar en cuanto a su estructura y organización (Hitler, 1994); el Judaísmo debía ser extirpado de raíz, no sólo por su monoteísmo opuesto a las enseñanzas druídicas, sino también porque representaba a una nación de embusteros (Blavatsky, 2010; Hitler, 1994). 

Charles Darwin: Hitler lo leyó con fruición. Pero sus numerosos prejuicios y su ignorancia lo sesgaron y no le permitieron comprender la obra de este gran científico. Todo lo que pudo extraer era lo que se acomodaba a sus ideas preconcebidas. Así fue como usó conceptos darwinistas en sus doctrinas militaristas y racistas, insistiendo en la lucha de naciones por el espacio vital, la  supervivencia del más fuerte (que en su limitada concepción era el más armado), la guerra como mecanismo de “selección” de los “mejores”, el dominio de los más débiles, y otras atrocidades que se englobarían hoy bajo el concepto de darwinismo social.

Anton Drexler: Hitler leyó sus panfletos, asistió a sus discursos y se sintió impresionado por su texto Mi despertar político. No tardó en unírsele a su Partido Obrero, pero pronto maniobró para transformarlo en Partido Nacional Socialista Obrero y relegar al propio Drexler a un puesto puramente simbólico como “presidente honorario”. Entre ambos escribieron los 25 puntos del programa del Partido Nazi en 1920.

Dietrich Eckart: Periodista incendiario, miembro de la Sociedad Thule, redactor “estrella” del Völkischer Beobachter (un periódico antisemita y nacionalista) y orador del Partido Obrero. En sus columnas Hitler encontró “inspiración” para sus rabiosos discursos, y en su persona, una figura paterna significativa (un verdadero mentor). Escribió El Bolchevismo de Moisés a Lenin, un articulito mediocre en forma de diálogo con Hitler. Dicho texto está lleno de insultos a los judíos (el más blando es el de “maestros de la mentira”) y de calumnias pseudo-psicológicas (“carecen del espíritu nacional alemán”, “son gente de espíritu oportunista”, y otras sandeces); también dice atrocidades de Jesucristo, a quien considera “un enemigo mayor”, y a quien considera un “hipócrita que enseñaba que había que amar a los enemigos pero estaba presto a darles látigo” (Eckart, 2011). 

Joseph Goebbels: Un hombre acomplejado y narcisista, flojo como escritor, aunque lo suficientemente trabajador como para dejar una extensísima obra. Lo curioso es que, más que de sus libros publicados en vida (Michael, Preguntas y Respuestas sobre Nacionalsocialismo), Hitler fue un fan de sus discursos. En todos ellos fluyen el militarismo y el antisemitismo más escalofriantes, y en los que se conservan de 1942 a 1945 es recurrente la idea de la “guerra total”.

Karl Haushofer: Tal vez el más académico de los autores favoritos del “Führer”. Profesor de Rudolf Hess (quien se lo presentó a un joven, voluble y sugestionable Hitler), y fundador de los estudios geopolíticos. De él, el Nacionalsocialismo tomó conceptos como el de “espacio vital” (la errónea creencia de que la expansión militar e imperial alemana estaba justificada, pues su población “necesitaba” más espacio “para vivir”), así como la idea de que un gobierno fuerte continental paneuropeo debía hacerle frente al imperialismo marítimo tanto de Gran Bretaña como de Estados Unidos. 

Rudolf Hess: De este enajenado mental, Hitler leyó Alemania y Paz (Hess, 1994), publicado en 1934 y ampliamente difundido por el gobierno nazi (en el poder desde 1933). Además de elementos neopaganos (de los que Hess parece que era un buen conocedor), en este libro se notan vivamente contenidos militaristas, racistas y nacionalistas. Él también inició al “Führer” en la Sociedad Thule, un grupo de estudios esotéricos muy acordes con la bizarra espiritualidad del círculo íntimo del nazismo, y redactó y difundió numerosos panfletos antisemitas.

Nicolás Maquiavelo: Todos los consejos para tiranos consignados en El Príncipe fueron seguidos al pie de la letra por Hitler en su ascenso al poder: dividió a sus enemigos, abandonó a quienes dejaron de serle útiles, asesinó o dejó fuera del camino a quienes tenían potencial para opacarlo, y creyó, efectivamente, que el fin justificaba los medios (por muy censurables que éstos fueran). Ya como canciller, Hitler llevó al límite las máximas del escritor florentino, al asumir que todo (incluidos los crímenes más imperdonables, o los sacrificios más innecesarios) estaba justificado si se hacía en aras de “la grandeza de la nación alemana”.

Friedrich Nietzsche: Creo que Hitler fue de los primeros en sobrevalorar a este literato con pretensiones de filósofo. De hecho, le regaló a Mussolini sus obras completas (Marcos, 1965). Su énfasis en la fuerza, su culto a la irracionalidad, su desprecio de las normas morales, su marcado anticatolicismo y sobretodo su insistencia en una ética basada en el dominio del poderoso y la opresión del débil, hicieron las delicias del “Führer”.

Alfred Rosenberg: Otro aspirante a filósofo, pero que carecía por completo del talento literario de Nietzsche. No era más que un sujeto petulante y arribista. Puede que Hitler haya sido el único ser humano que leyó todos sus libros (a los que el propio Goebbels creía desdeñables), entre los que “destacan” bodrios como El mito del siglo XX y Fundamentos del Nacionalsocialismo. En sus libros hay una mezcla de anticatolicismo, antisemitismo, nacionalismo, ocultismo, hipótesis raciales absurdas y espiritualidad de pacotilla.


III


Las excrecencias de Hitler


Mi Lucha. El único libro de Hitler traducido al castellano que he encontrado hasta ahora. Tiene, a mi parecer, errores a granel: de redacción (que es bastante chapucera, y llega a ser en algunos pasajes insufrible), de sintaxis (lo cual resalta su carácter de libro escrito al dictado) y de argumentación (pues no apela al raciocinio, sino al apasionamiento, a la hora de defender sus postulados). Se trata de un texto flojo, en el que básicamente se vuelve una y otra vez a ciertos lugares comunes (“la traición de Versalles”, “la decadencia del Imperio Austro-Húngaro” generada por la “infiltración judía”, “la alianza entre el bolchevismo y el sionismo”, “la amenaza judía”, “la superioridad de la raza aria”, “el espacio vital”, “la necesidad de expansión al Este”), en el que ni siquiera es rescatable el estilo (pues tanta vehemencia, tanto uso de signos de admiración y la insistencia tan machacona en determinados tópicos terminan por fatigar al lector).

Second Book (también llamado Hitler’s Secret Book en algunas versiones, y My New Order en otras). Este tal vez sea el menos malo de los escritos de Hitler. Su estilo es liso, llano, alejado de la grandilocuencia de Mi Lucha, y está mucho mejor estructurado. Tiene algunas reflexiones ligeramente atractivas, aunque falacias al fin de cuenta (“la política es la Historia en movimiento”, “debe promoverse la influencia germano-italiana en el Tirol, para combatir la tendencia francófila”, “el pueblo alemán tiene muchos enemigos”, “la guerra de Alemania es una guerra de supervivencia”, “así como las especies luchan entre ellas para ganar terreno y sobrevivir, las naciones batallan por tener su pedazo de tierra y asegurarse la vida, así sea aniquilando a otras”, etcétera).

Hitler’s Letters and Notes, editadas por Werner Maser. Permiten atisbar su lado más humano y menos aterrador (Campos, 2012). Sin embargo, en muchas de estas cartas “hogareñas” se perciben rasgos de una personalidad sumamente trastornada, con muy pobre tolerancia a la frustración, inclinada a usar mecanismos de defensa arcaicos (especialmente proyección), cargada de ambivalencia hacia sus objetos de amor, y muy dada a la disociación, a la reversión de la perspectiva y al splitting dinámico, con tendencia a la idealización seguida de la devaluación masiva en sus relaciones objetales (Campos, 2013).

The Racial Conception of the World, editada en 2013 por Charles Robertson, es el más mediocre de los libros (si es que puede llamársele así…en realidad es un folletín vulgar, de unas pocas páginas) que he leído. Lleno de racismo, antisemitismo y patriotismo militante. Leyendo esa basura uno se da cuenta el por qué Hitler se empeñó en exterminar judíos, homosexuales, católicos, gitanos, ortodoxos y prisioneros de guerra de razas que consideraba “degeneradas” (especialmente eslavos y mediterráneos…a los latinoamericanos también nos creía inferiores, “un subtipo aún más dañado de raza mediterránea” como nos cataloga en Mi Lucha, sólo que no alcanzó a darnos caza).

Hitler’s table talk, del historiador Hugh Trevor-Roper (autoridad mundial en lo referente a la Alemania Nazi). Con numerosos “apuntes” de Hitler, que al parecer no paraba de hablar cuando cenaba en compañía de las escasas personas que le inspiraban confianza (pues era por naturaleza huraño), durante sus días de “gloria” (cuando creía que iba a lograr ser el dueño del mundo). En sus intervenciones se deja ver que aunque era una persona de escasa formación académica y sólo conocedora de superficialidades de cultura general, en efecto había leído asiduamente a filósofos como Maquiavelo y Nietzsche, de quienes tomaba prestadas algunas  “perlas” para  respaldar sus “argumentos”. También noté que sacaba a colación a Darwin en sus conversaciones, pero sólo cuando le convenía, para apoyar sus posturas racistas y nacionalistas (en este orden de ideas, puedo afirmar que Hitler fue uno de los primeros “darwinistas sociales”).

Early speeches of Adolf Hitler. 1922-1924. Discursos editados por Norman Baynes. En ellos encontré al Hitler juvenil, ordinario y furibundo: al orador de cervecería, desordenado en la ilación del discurso, adicto a las frases de cajón y a las invectivas de todo tipo (cada dos renglones se encuentra un insulto, en general referido a los judíos o a los que firmaron el Tratado de Versalles).

Hitler. Speeches and Proclamations. 1932-1945. Discursos y proclamas editados por Max Domarus. En ellos pude notar una mejoría en la calidad literaria de Hitler, con un léxico más amplio, lo cual confirma lo aseverado por muchos de sus biógrafos: se esforzó como autodidacta y se convirtió en un ávido lector (acaso para compensar sus falencias a nivel académico), aunque como ya he señalado llegó a ser del tipo de personas (pseudo-intelectuales) que conocen de todo pero no profundizan en nada. Aparte del leitmotiv antisemita y militarista, son acusadas sus referencias a “la raza aria”, “la grandeza de Alemania” y “el destino del pueblo alemán”. En las últimas arengas resaltan llamados desesperados a la “resistencia”, al “coraje” y al “sacrificio”, y la insistencia en la “guerra total” a “los enemigos de Alemania”.


IV

Compendio de tonterías: el “ideario” nazi

Las tesis fundamentales de la teoría política de Hitler (y del Nacionalsocialismo) son:

1. Militarismo. Es innegable el gusto del “Führer” por las armas, la guerra y los ejércitos. En todos los textos nazis hay proclamas militaristas. Ellos mismos usaban uniformes y parafernalia de corte marcial. Y estaban convencidos de la “necesidad” de la guerra.

2. Racismo. Los nazis eran racistas. Todo hombre que no encajara en el prototipo “ario” (que era, en realidad, más escandinavo que alemán) era considerado inferior. Y  aún dentro de las razas “inferiores” establecían jerarquías: los “descendientes de los francos” estaban por encima de los “mediterráneos”, y éstos, a su vez, por encima de los “mediterráneos degenerados” (latinoamericanos)…y en el punto más bajo de la pirámide racial, ubicaban a los africanos negros, los gitanos y los semitas.

3. Revanchismo. Hitler y sus secuaces estaban muy dolidos por la derrota alemana de 1918, pero lo que más les indignaba era el Tratado de Versalles (al que consideraban una felonía de parte de los aliados, y una traición de parte de los alemanes que lo aceptaron). Y llamaban, a toda hora, a la revancha. Querían un desquite.

4. Nacionalismo. Hitler sostenía que todo debía subyugarse a la nación. La “nación alemana” (si es que existe tal cosa) era el valor máximo para él. Y dicho nacionalismo, obviamente, aparejaba también un desprecio marcado hacia lo extranjero.

5. Antisemitismo. Por ignorancia, por costumbre (en Alemania se había marginado a los judíos desde siempre) y sobretodo por envidia y resentimiento (pues los judíos, justamente al ver que se les discriminaba en otros campos laborales, se volcaron a las profesiones liberales y tuvieron mucho éxito en ellas, tanto que “indignaban” a los alemanes que sólo servían para ser soldados), pues de base eran unos gamberros pobretones y desempleados (la llegada de industriales y ricachones al Partido sólo se daría una década después de su fundación, y más por oportunismo de éstos que por real afinidad con su ideario), los nazis odiaban de manera visceral a los judíos. Los culpaban de todo (de la derrota en la Primera Guerra, del desempleo, de la carestía, de la inestabilidad de la República de Weimar). Les molestaba su capacidad de adaptación. Les ofendía su resistencia. Por eso quisieron eliminarlos, de manera fría y sistemática, completamente brutal…y hoy por hoy sus herederos ideológicos, tapándose los ojos, niegan la realidad de dicho genocidio (tal como las feminazis niegan que exista una discriminación del género masculino en numerosos contextos, o como los grupos extremistas son enfáticos en negar las flagrantes situaciones en las que se violan los derechos de los inmigrantes). 

6. Neopaganismo. Un lugar común entre los jerarcas del partido Nazi. Profesaban una especial afición por la nigromancia y el espiritismo. Su vida espiritual era bastante New Age, con una mixtura de animismo, superchería, ocultismo, culto a las antiguas prácticas de los druidas, y marcada afición por médiums, astrólogos y “videntes”. Y a todos ellos los unía un enemigo en común: el Cristianismo, en especial la Iglesia. Dentro de su programa estaba el ir debilitando y suprimiendo el Catolicismo dentro del Reich, para lograr la implantación de la “religión oficial” (un retorno a las prácticas pre-cristianas).

7. Espacio vital. El dichoso Lebensraum fue para Hitler una iluminación: ahí tenía la excusa “políticamente correcta” de lo que tenía en mente (la expansión militar de Alemania). Ya podía decir que no lo movía la ambición, o el deseo de emular a sus héroes, o la beligerancia simple y llana a la que tendía su mente trastornada, sino un “interés superior”. Así, su megalomanía pudo ser presentada ante la opinión pública con maquillaje: era una “necesidad vital” de la “nación alemana”. El concepto de Haushofer vino así a disimular lo que en realidad era un asqueroso imperialismo militar.

8. Centralismo: El Partido Nazi estaba a favor de un gobierno centralizado. De Berlín debían emanar las órdenes que el resto de Estados estaban obligados a acatar, obedecer y ejecutar con presteza. En cierto sentido, la idea de Hitler era reproducir en Alemania lo que él venía haciendo en el Partido desde la década de 1920: un liderazgo férreo y centrado en sí mismo, con un grado nulo de autonomía a los demás (obligados a una fidelidad ciega).

9. Exaltación del líder. En vanidad, Hitler sólo se vio superado por los dictadores comunistas. Su idea de liderazgo era bastante peculiar: se concebía a sí mismo como un verdadero guía, como una luz que iluminaba el camino de sus súbditos; no se quedó con el título de Canciller sino que pronto empezó a obligar a sus ciudadanos (y aún a sus amigos) a llamarlo “mein Führer”; estaba convencido de que él, y sólo él, podía salvar a Alemania; se representaba a sí mismo como el “mesías natural” de la nación alemana (“ein Volk, ein reich, ein Führer”) y sus pretensiones, en ese orden de ideas, eran de gobierno vitalicio (y efectivamente, dejó el poder sólo cuando le hizo al mundo el favor de aniquilarse).

10. Totalitarismo. Hitler y su camarilla de hampones concebían al individuo como un mero peón al servicio de los intereses del Estado: sacrificable, prescindible, anónimo y subyugado por la masa. En otra interesante coincidencia con los gobiernos de inspiración marxista, los nazis defendían un modelo de Estado totalitario en el que se podían violar flagrantemente todos los derechos de la persona.

11. Proteccionismo. En su nacionalismo exagerado, aunado al odio y la desconfianza hacia los otros países, los nazis tenían unas ideas económicas sumamente rudimentarias: creían que la clave estaba en reducir las importaciones al mínimo, limitar el comercio exterior con duros aranceles a los productos extranjeros, y alentar a que los alemanes sólo consumieran productos alemanes. Dicha concepción económica pudo tener algún asidero en hasta el siglo X d.C., pero ya en 1930 era un despropósito; sin embargo, fue justamente su absurdo programa económico uno de los factores que contribuyeron al alto índice de popularidad de Hitler entre 1933 y 1938 (Sabine, 2011).  


V

Las burradas de Hitler


Hitler fue un monstruo. Uno de tantos engendros del siglo XIX que hicieron del siglo XX un siglo peculiarmente sangriento, sufrido y siniestro.

Casi nadie duda, hoy por hoy, de su malignidad moral (pues para defenderlo en ese sentido hay que ser un completo troglodita adoctrinado, el equivalente facho del mamerto que se desvive por Stalin). Pero, tristemente, muchos (incluidos académicos ilustres) no paran de halagar sus “virtudes” como orador, organizador y pensador político. La verdad es que los historiadores y los filósofos han hecho mucho hincapié en el aspecto sórdido e inmoral del Nacionalsocialismo, por motivos bastante conocidos (los campos de concentración, la forma brutal en la que exterminó a sus opositores, el racismo, el antisemitismo), pero no han alzado la voz lo suficiente para demostrar que dicha ideología es, en sí misma, un cúmulo de falsedades y desatinos.

De lo anterior deriva que, aunque actualmente se critique a Hitler y a su camarilla de asesinos (Himmler, Goebbels, Goering, Hess, entre otros sociópatas) no se critiquen lo suficiente los postulados del Nazismo. Es más: por doquier uno encuentra ingenuos que promueven y asumen esa ideología como si se tratase de algo bueno.

Y hay algo peor. El nazismo se ha diversificado, tiene hoy en día varios brazos. En España y algunos países de Latinoamérica algunos grupos hembristas y feministas radicales prácticamente han asumido su ideario, cambiando “judío” por “masculino”, con la aparición de un tipo especial de hembrismo, el feminazismo. En buena parte de Europa, varios grupos políticos de derecha y centro-derecha, a veces hasta con carices ecologistas, han asumido las ideas del Partido Nacionalsocialista como si se tratara de la panacea para resolver problemas como el desempleo (en este caso, sustituyendo “judío” por “extranjero”). En los países de habla anglosajona, especialmente Estados Unidos, el odio y la desconfianza hacia las minorías étnicas (latinoamericanos, afroamericanos) y hacia las minorías religiosas (musulmanes, y en menor grado católicos y ortodoxos) se nutren de los (evidentemente falsos) argumentos de los nazis (viendo a dichas minorías como personas de segunda categoría, haciendo de la categoría “inmigrante” un objeto para la proyección de infundados temores y prejuicios de toda índole). Lo más escandaloso, por lo ridículo e inconcebible, lo he encontrado en algunos grupúsculos neonazis colombianos, peruanos y chilenos, en los que se habla de la doctrina política y económica  del fundador del Tercer Reich como algo lúcido y aplicable en Latinoamérica (cuando a todas luces no es así); en dos de estos movimientos fanáticos del Perú he encontrado, incluso, que el discurso racista de Hitler se asume pero a la inversa: con una apología exagerada y fantasiosa de lo indígena, y una denigración total de lo blanco o mestizo (sustituyendo “judío” por “limeño”, o, por extensión, “blanco”).    

Insisto: como no se ha denunciado con suficiencia todo lo falso que tiene el Nacionalsocialismo como ideología, y como no se han desmantelado desde lo estrictamente político y económico sus postulados, asistimos en el siglo XXI a una especie de “nazismo sin Hitler”, o peor, de neonazismo “moderado” (si es que eso puede existir) que condena ciertos aspectos de Hitler en el terreno de lo ético mientras aplaude otros en el terreno de lo socio-político.
Para eso me lancé a escribir este corto ensayo. Para echar por tierra, de una vez por todas, esa basura llamada Nazismo. Y para demostrar que Adolf Hitler no sólo era un monstruo, sino también un imbécil.

Estos son los errores de Hitler y del Nacionalsocialismo. Las burradas de Hitler, una a una:

Militarismo. Presumir que los problemas de un país se solucionan inyectándole recursos al Ejército es un error craso; lo cometió Esparta y lo repitieron, a lo largo de la Historia, muchas otras naciones. ¿Por qué un lector voraz de libros de Historia como Hitler pasó por alto eso? Porque pocas veces pensó; pocas veces tuvo la mente lo suficientemente despejada como para ejercitar el raciocinio y sopesar las cosas reflexivamente.

Su tendencia al acting, su incapacidad para leer los acontecimientos a la luz de la razón, su marcada impulsividad, y sobretodo, su marcado fanatismo, influyeron decisivamente en que nunca pudiera aprender las valiosas lecciones de la Historia. De hecho, sólo se quedaba con los pasajes en los que la Historia parecía “apoyarlo”, ignorando en cambio los que contradecían su belicosidad y aconsejaban medidas más prudentes. Así fue como se encandiló con ciertas “proezas” militares (es sabido que admiraba profundamente a figuras como Federico II de Prusia u Otto von Bismarck), pero no supo ver, en su propia patria, los desastres ocurridos durante las guerras. Él mismo vivió en carne propia los horrores de la Primera Guerra Mundial, presenció la carnicería y el inútil gasto de vidas, y luego vivió la recesión, el desempleo, la escasez y la carestía de la posguerra, pero no fue capaz de ligar dichos sufrimientos a su factor causal nuclear (la guerra): los achacó, torpemente, a los judíos y a la “traición” de los políticos y los oficiales alemanes que firmaron el tratado de Versalles.

Era tan tonto Hitler, y tan enceguecido por su beligerancia, que no logró captar lo que varios autores han señalado como uno de sus grandes logros: el renacer económico acaecido entre 1934 y 1938 (Grass, 2012). Si al mando de Alemania hubiera estado alguien más inteligente, o al menos más observador, la historia hubiera sido sumamente diferente: la reactivación económica y la inyección de esfuerzos de gobierno en el sector industrial habrían puesto a Alemania a la cabeza de Europa a la vuelta de un lustro. Hasta Winston Churchill llegó a preverlo, cuando en Grandes contemporáneos hizo una semblanza de Hitler (Churchill, 2005), por cierto bastante amable con su archienemigo (pues la escribió cuatro años antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial), y señaló que sería un error del “Führer” descuidar lo económico para favorecer lo militar. Pero Hitler, obviamente, cometió el error. Él no quería darle prosperidad, ni mucho menos bienestar, a sus ciudadanos. Él sólo quería hacer la guerra. Y lo pagó caro. Las fábricas alemanas dejaron de producir productos fácilmente comercializables (por su reconocida calidad), y se vieron obligadas a producir material bélico. Ahí empezó, en realidad, el colapso de Alemania. Lo que vino luego sólo pondría la cereza en el pastel.    

Si alguien intenta contradecirme esgrimiendo que el militarismo de Hitler era “un mal necesario”, le recordaré que el período entre 1919 y 1938 fue bastante pacífico para Europa (Pijoan, 1960). Nadie estaba atacando o presionando militarmente a Alemania. Las naciones europeas que habían participado en la Primera Guerra Mundial (1914-1918) estaban maltrechas y trataban de recuperarse. La Sociedad de Naciones de Woodrow Wilson estaba funcionando y fortaleciéndose en la marcha, y en general el mundo político le hacía caso a voces sensatas y pacifistas, como Neville Chamberlain, David Lloyd George y Mohandas Gandhi. No es justificable la obsesión de Hitler por la guerra: sólo es comprensible, al analizar su retorcida personalidad y su deseo de venganza. No hay que ser Jung para darse cuenta que la derrota de Alemania en la Gran Guerra fue el gran dolor de su vida.

Las lecciones de Japón y de la propia Alemania, después de la devastación que sufrieron en 1945, son valiosas. En vez de un insensato militarismo instigado por el odio (que fue lo que movió a Hitler), ambas naciones se dedicaron a recomponerse en lo económico, y ahí estuvo su victoria. Llegaron a ser, en menos de quince años, grandes y prósperas potencias. Adenauer y Erhard supieron ver el quid del asunto: no se llega a ser líder por medio de la guerra, sino por medio de la riqueza.

Racismo. Otra idiotez de los nazis. Pretender que se es mejor por el hecho de ser blanco, rubio y de ojos claros es una de las grandes cretinadas de la Historia. De hecho, la Medicina y la Biología son claras al respecto: la mayor salud y la mejor resistencia se dan en el mestizaje. Las razas puras sólo tienden al cáncer, a las enfermedades recesivas y al retraso mental. Si Hitler hubiera conseguido hacer realidad sus planes a nivel racial, hoy por hoy Alemania sería un país de enfermos.

Es decir, el Nazismo sólo trae desastres demográficos: por un lado, expone a su población a la muerte con su militarismo; por el otro, expone a su población a todo tipo de dolencias y trastornos con su racismo.

Revanchismo. El deseo de venganza sólo enturbia el pensamiento y le quita lucidez al alma. Y, en el caso del Nacionalsocialismo, sólo expone a un pueblo a la hecatombe. Insisto: Hitler hubiera podido generarle a Alemania un aumento en su calidad de vida si hubiera gobernado con sabiduría, y no tan atolondradamente como lo hizo. Si hubiera tenido algo de inteligencia, se habría dedicado a fortalecer las pujantes empresas y a abrirse mercados con diplomacia y tacto. Pero como sólo quería llegar al poder, rearmar a Alemania y “darle su merecido” a los que consideraba “enemigos del Reich”, lanzó a sus dirigidos a la ruina. Eso pasa cuando llega al poder un bobo mediocre y sin preparación con un marcado complejo de inferioridad.

Nacionalismo. Hoy, en plena Neoposmodernidad, resulta hasta ridículo el concepto patriotero, miope y limitado de los nacionalistas. En nuestro siglo XXI, en el que gracias al cosmopolitismo y la globalización los neoposmodernos podemos ser de verdad ciudadanos del mundo, las ideas nacionalistas pasan por anacrónicas y estúpidas. Pero no es así para los seguidores de Hitler (los de entonces y los de ahora). Ellos están convencidos de que vale la pena sacrificarse por tonterías como “la patria”. Ellos creen que un pánfilo que se hace matar por una bandera es en realidad “un héroe digno de imitar”.

El nacionalismo de Hitler lo llevó a perderse del diálogo con otros países y otras culturas (diálogo del que, además, la nación alemana siempre ha necesitado: hay en ella una preocupante tendencia al narcisismo y al enclaustramiento en lo autóctono denigrando lo foráneo); lo llevó a enemistarse con países que hubieran podido ser unos aliados estupendos si hubiera deseado una bonanza económica; lo llevó a menospreciar inclusive a quienes lo admiraban (buena parte de las élites militares y políticas latinoamericanas de la década de 1930) y acaso le hubieran servido para la inversión y el comercio; lo llevó a creer que podía lo que ni siquiera Napoleón (que sí era un genio militar…aunque también voluble y arrogante) había logrado en Rusia; lo llevó a despreciar el poder de los Estados Unidos; lo llevó a lanzarse a una guerra doblemente trágica, suicida y homicida.  

Antisemitismo. Fanatizado como estaba por las lecturas de folletos y pasquines que salpicaban de calumnias a los judíos, de revisticas antisemitas y racistas como Ostara, y de libros de escasa calidad como el falso y repugnante Los protocolos de los sabios de Sión (que influyó decisivamente en él), Hitler no supo (porque no quiso) aprovechar el potencial creativo, científico y financiero de esta gran nación.

Los estadounidenses sí que aprovecharon todo lo bueno de los judíos. Les abrieron las puertas de sus universidades. Les permitieron trabajar y crear empresa. Los dejaron irrumpir en el pensamiento, la literatura, el cine, las artes y la cultura. Muchos de los grandes nombres asociados con Estados Unidos en el siglo XX están asociados con los miles de familias judías a las que “el coloso del Norte” abrió las puertas.

Neopaganismo. La superstición, la magia negra, los rituales paganos reeditados, la ignorancia y las exóticas creencias de la gente con la que Hitler se relacionó a lo largo de su vida, lo llevaron a distraerse en un sinnúmero de banalidades (y a descuidar la acción política verdaderamente útil).

Muchos de sus astrólogos y “consejeros” lo hicieron cometer errores militares. Gastó grandes sumas de dinero en expediciones ridículas, pseudocientíficas, como las llevadas a cabo por la Deutsches Ahnenerbe (en las que, además, se malogró el talento de algunos verdaderos científicos, como el naturalista Ernst Schäfer y el antropólogo Bruno Berger). Despilfarró recursos humanos y materiales en búsquedas de objetos como la lanza de Longino o el famoso Grial (creyendo infantilmente que, si llegaba a poseerlos, su ejército se haría invencible). Perdió el tiempo (e hizo perder el tiempo a muchos de sus ministros) con payasadas como horóscopos, prácticas ocultistas y sesiones de espiritismo. Y, acaso instigado por los distintos “gurúes” que frecuentó, se echó la soga al cuello al hacer algo que de por sí trae todo tipo de desdichas y maldiciones: persiguió a la Iglesia.

Espacio vital. También en este punto a Hitler le faltaron luces. En vez de apuntarle a un comercio internacional a gran escala, aprovechando vías fluviales y marítimas, como Estados Unidos e Inglaterra…se quedó con la arcaica idea de que lo importante era “ganar terrero”. Y, específicamente, terreno continental. Cuando uno piensa de esa forma tan limitada, evidentemente llega a una conclusión funesta: hay que hacer la guerra, para aniquilar o al menos desplazar a los que ocupen esa tierra que se desea conquistar.

Centralismo. Hitler cometió uno de los errores más graves que puede cometer un político: centralizó todo. En Berlín, en su círculo de allegados, en sí mismo. Le quitó a Alemania una de sus principales fortalezas: la descentralización. Un país en el que todas las provincias eran pujantes, pronto se convirtió en un monstruo en el que todo giraba en torno a la capital y, específicamente, el autoproclamado líder. Y si ya el centralismo hace daño per se, ¡cuánto daño no iba a haber en un centralismo que además dependía de los caprichos, las veleidades y las múltiples taras de un sujeto claramente enfermo!

Exaltación del líder. Aunque este defecto no es exclusivo del ideario Nazi (otros totalitarismos, como el comunismo, el socialismo y el fascismo, también son proclives a rendir culto a sus dirigentes), en Hitler se dio la confluencia de narcisismo patológico, paranoia, megalomanía, mesianismo y “carisma” suficientes como para idiotizar completamente al pueblo. Y la masa, siempre pródiga en estulticia, lo endiosó.

Con la idealización excesiva del líder se cometen muchos errores de perspectiva, se pierden la autonomía y el pensamiento crítico, se suprime la libertad y se reduce a los ciudadanos al estatus de súbditos. Eso, y un loco al mando, es una bomba de tiempo.

Totalitarismo. Otro error del Nacionalsocialismo estriba en que pasa por encima de la sana división de poderes, concentrándolos en la figura del Partido de gobierno, y peor aún, en la figura del líder. Con ello, además de suprimirse todo lo que garantiza la juridicidad de los regímenes, se da un paso hacia la catástrofe.

Como he sostenido en otros ensayos, el Estado omnívoro e hipertrofiado sólo genera desdichas. Es un Estado que pisotea la dignidad humana, que pulveriza al individuo en aras de la colectividad, y que potencia en el vulgo sus peores pulsiones y tendencias.

Es un error creer que los Estados totalitarios (de izquierda o de derecha) sirven de algo. La Historia ha demostrado que sólo causan muerte y sufrimiento. Si un Estado grande ya es una calamidad (porque enlentece los procesos, burocratiza las actividades, restringe el dinamismo de las naciones, y se convierte en un nido de corrupción y tráfico de influencias), un Estado totalitario es una enorme e innegable tragedia. Un Estado que no respeta derechos. Un Estado que se toma atribuciones tan ridículas como la de definir qué deben leer y qué deben pensar sus ciudadanos (y atribuciones tan funestas como la de ordenar la muerte de los que no obedecen como borregos), que asfixia y que somete.  

Dicho totalitarismo se vive además como un poder hegemónico, a nivel cultural y filosófico. Por eso es que la Unión Soviética, la China de Mao y el Tercer Reich restringieron sus propias posibilidades culturales. Hitler mismo, poniéndose por debajo de Atila y del califa Omar de Damasco, alentó varias quemas de libros de autores estigmatizados por el régimen (porque eran judíos, o demócratas, o generadores potenciales de disidencia). ¡Y cómo es la vida! Tanto que odió a Lenin y a Stalin, y él terminó siendo, como gobernante, idéntico a dichos dictadores.

Proteccionismo. Otra burrada, y más estando ya Alemania bien entrada en el siglo XX. El énfasis de los nazis en defender “lo propio” en contraposición a “lo extranjero”, produjo una desaceleración económica que se hizo sentir en los años finales de la Segunda Guerra.

Hoy en día se sabe que los países se benefician de todo lo contrario: la apertura económica, el comercio internacional, el intercambio a gran escala y en el contexto de aldea global, los tratados y acuerdos de libre comercio…en definitiva, de ir al encuentro con el otro, con el prójimo. Encuentro que siempre beneficia, y que todo hombre, en tanto que animal social, añora. Y ya en la época de Hitler se tenían bastantes pruebas de que el proteccionismo excesivo sólo estancaba la economía…pero el muy bruto, desatendiendo a lo razonable y dejándose llevar por su fanatismo furibundo, quiso crear una Alemania autárquica y en solitario, aislada de los demás países (a los que Hitler consideraba “inferiores”). Por eso terminó pobre y sin amigos. Por eso se fue arrinconando, torpemente, hasta terminar completamente desconectado de la realidad en un bunker. Y como se había encargado de moldear a Alemania a su imagen y semejanza, Alemania también terminó de esa forma: pobre, arrinconada, en un triste monólogo de “resistencia” y “autosacrificio” en medio de la derrota y la infelicidad más completas.

Para redondear el ensayo, diré que Hitler no hizo sino bestialidades…y para desgracia de Alemania y el mundo, arrastró a ellas (y con ellas) a millones de seres humanos. Nunca antes la estupidez se había cobrado tantas víctimas.


David Alberto Campos Vargas (Colombia, 1982) 


REFERENCIAS

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Hitler, A. Mi Lucha. 1994, Bogotá.
Blavatsky, E. La Doctrina Secreta. 2010, Madrid.
Eckart, D. El Bolchevismo de Moisés a Lenin. 2011, Madrid.
Hess, R. Alemania y Paz. 1994, Bogotá.
Marcos, C. Literatura Universal. 1965, Bogotá.
Sabine, G.H. Historia de la Teoría Política. 2011, México.
Campos, D.A. Psicobiografía de Adolf Hitler. 2012, Bogotá.
Campos, D.A. El arte de Hitler. 2013, Bogotá.
Campos, D.A. Breve Historia de la Filosofía. 2012, Bogotá.
Grass, G. Mi Siglo. 2012, Madrid.
Churchill, W. Grandes contemporáneos. 2005, Santiago.
Pijoan, J. Historia Universal. 1960, Barcelona.

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