lunes, 17 de octubre de 2016

FRENTE A LA INTOLERANCIA RELIGIOSA, por David Alberto Campos Vargas


La neoposmodernidad, pese a sus esperanzadoras posibilidades, nos presenta un gran desafío: el de la intolerancia religiosa. Una triste realidad, que amenaza con empeñar justamente los logros de la neoposmodernidad misma (como el de conseguir que el hombre se asuma, por primera vez en la Historia, que es posible y deseable el respeto a la diferencia y a la divergencia, y que se puede vivir felizmente en medio de la diversidad, más allá de cualquier nacionalidad o cualquier otro intento de categorización).

La intolerancia religiosa del Nuevo Milenio recoge todos los elementos del pasado (fanatismo, desvalorización o franca negación del otro, irrespeto por la verdad del otro, uso de mercenarios, contaminación con nacionalismos y militarismos nocivos) y los une, en una peligrosísima aleación, con elementos del siglo XXI (terrorismo a gran escala, reclutamiento en redes sociales, divulgación y propaganda a través de internet, ataque deliberado a población indefensa).

Y la disyuntiva es clara. O frenamos a tiempo dicha intolerancia devenida en terrorismo religioso, o nos abocamos de lleno a un periodo de inseguridad e incertidumbre.

Es importante recordar que la religión no es la culpable de las canalladas que se cometen en su nombre, como algunos ateos y agnósticos suelen decir con perfidia (Campos, 2016). 

De hecho, conviene aclarar que lo más bello, lo más sublime y lo más noble que hay en el hombre es justamente esa apertura a la trascendencia que le permite hacer una vida de la mano de Dios y de lo religioso. Todo lo feo que uno se encuentra, a lo largo de la Historia, aparejado a la religión, es claramente antirreligioso: las barbaridades y los crímenes dizque “religiosos” son en realidad barbaridades y crímenes movidos por intereses económicos y políticos.

Lo bello y lo feo son mutuamente excluyentes. Por eso la religión no puede emparejarse con los mundanos asuntos políticos o administrativos. Lo sublime y lo ruin no pueden ir juntos. Por eso la religión no puede contaminarse con ambiciones imperialistas, ni con el afán de lucro, ni con la competencia entre naciones.

Se equivocan quienes culpan a Dios, o a la religión, de las guerras. Las guerras son consecuencia de la incomprensión de Dios, del desconocimiento de Dios, justamente porque Dios es Amor y quien no lo conoce no sabe lo que es el Amor, y no es capaz de amar.

La religión es re-unión, re-ligazón del hombre con ese Dios amoroso y capaz de infinita misericordia. Nos llama a re-inventarnos, a ir más allá de nuestras pulsiones y de nuestra naturaleza imperfecta. La religión nos empuja hacia Dios, nos produce ansias de conocer, comprender e imitar a ese Dios benevolente que nos llama al amor, y que nos invita a amar al prójimo (por muy diferente que sea). En ese orden de ideas, la verdadera religiosidad jamás contemplaría, ni siquiera como algo hipotético, la posibilidad de maltratar, ni mucho menos de aniquilar, a ese prójimo al que sólo es legítimo amar.

Es un hecho que la historia de la religión es algo muy distinto de la historia de la violencia (Armstrong, 2015). Lo que pasa es que los líderes militares, económicos y políticos, siempre deseosos de maquillar sus bajezas, han usado (y seguirán usando) la religión como “excusa” de sus hechos de sangre. Ellos sólo quieren tratar de ocultar lo inocultable: sus carnicerías son producto de su ambición, de su codicia, de su soberbia, de su lujuria, y hasta de sus taras e inseguridades…pero ellos pretenden que no es así, sino que hay “motivos elevados”. Mienten, y se condenan al hacerlo, porque usar a Dios o a la religión como “tapadera” de actos pecaminosos no es sino pecar dos veces.

Son tan incompatibles los conceptos de religión y violencia que pretender mezclarlos es una franca aberración. La religión, por lo mismo que es re-ligazón con Dios, es re-ligazón con el Amor que sólo se realiza en el amor mismo (es decir, sólo da fruto si mueve a amar). La violencia, por el contrario, es destructora. La violencia es la antítesis del amor.

La violencia religiosa es, en ese orden de ideas, una lamentable paradoja. Nadie verdaderamente religioso es violento. Ninguna persona violenta puede ser, a cabalidad, una persona religiosa. Quien dice defender a Dios aniquilando a otro ser humano es un verdadero monstruo, que no conoce a Dios. No es de Dios lo que no es Amor.

Vale la pena recordar las palabras de Benedicto XVI al respecto: “Los frutos de la fe en Dios no son antagonismos devastadores. Dios pedirá cuentas aún más severamente a quien derrama en su nombre la sangre del hermano”  (Benedicto XVI, 2008). Es que uno no puede cometer la torpeza de invocar a Dios mientras le sirve a Satanás. ¡Qué estupidez, la de creer que se hace algo religioso cuando en realidad se hace lo opuesto!

La verdadera devoción y la verdadera vida religiosa invitan a abrirse amorosamente al prójimo, a compartir con el prójimo ese amor de Dios que se siente en la existencia propia. Por eso, la intolerancia religiosa es una contradicción. ¿Cómo puede alguien presumir de religiosidad, si no tolera al prójimo?

La misma ética religiosa impulsa a servir a los demás, a ser solidario. La religiosidad quiescente e insolidaria es una religiosidad muerta e incoherente (Von Hildebrand, 1959).  Y cuando se convierte en fanatismo, franca intolerancia o terrorismo, se desvirtúa por completo. Ya lo señalaba San Juan Pablo II: “La religiosidad que se pone del lado de la cultura de la muerte es una religiosidad falsa” (Juan Pablo II, 2014).

Además de ser un exabrupto desde el punto de vista teológico, la intolerancia religiosa es un acto injusto y criminal. De ella se derivan actos inadecuados y malignos, que causan sufrimiento al prójimo y que vulneran sus derechos. Como he señalado en otros escritos, el andar estigmatizando, excluyendo o persiguiendo a alguien por sus creencias religiosas constituye una clara violación a sus libertades y a su privacidad (Campos, 2016).   

Otro aspecto nefasto de la intolerancia religiosa es que pone en riesgo unos símbolos, unos dogmas y unos significantes que son valiosos para la inmensa mayoría de los seres humanos. Los desprestigia. Los ensucia. Por eso es tan peligroso pretender mezclar religión con política, como de manera insensata hacen muchos. No se puede ensuciar lo religioso y trascendente con algo tan rastrero como la actividad política. Son dos caminos distintos, que si a veces coinciden (solamente cuando se convierten en una oportunidad de servicio a los necesitados) lo hacen sólo de forma casual y esporádica, y no obedeciendo a los fines ni a las maquinarias de los políticos (a quienes sólo les importa enriquecerse a costa de sus votantes, o sentirse vitoreados, o ganar popularidad) sino a la belleza de la religión, que busca la promoción de la dignidad humana y el establecimiento de la paz y la concordia entre la gente.

Viene al caso la famosa frase de Pablo VI, escrita ad hoc para una desesperada alocución de Pío XII en 1939: “Todo se pierde con la guerra, todo se gana con la paz” (González-Balado, 1995).  Y toda la doctrina social de la Iglesia, ampliamente difundida por el mundo por dos pontífices que fueron al mismo tiempo grandes pensadores: San Juan Pablo II (Valli, 2011) y Benedicto XVI (Bastante, 2005).

El camino de la paz se construye también con la tolerancia religiosa. De ahí la importancia de cultivarla en todos los ámbitos de nuestra vida: si no la hacemos carne en nosotros, todo quedará en una bonita palabrería. Necesitamos hechos de paz. Palabras se han dicho muchas, a lo largo de la Historia.

La tolerancia religiosa evita cataclismos, tanto a nivel comunitario como a nivel nacional o mundial. Ahí donde hay odio, o desconfianza, o al menos animadversión, siembra el necesario entendimiento sobre el cual pueden edificarse la cooperación y la convivencia amorosa y solidaria.

Como ciudadanos, debemos empeñarnos en construir y fortalecer a diario esa tolerancia. Debemos permitir a las personas de distintas religiones el expresar sus puntos de vista, respetuosamente, convencidos como San Agustín de un hecho evidente: en todas ellas hay semillas de verdad (Agustín de Hipona, 2012), y aun cuando no contengan la plenitud de Dios ni de Su mensaje son valiosos escalones hacia esa Verdad excelsa que es Jesucristo, y hacia esa Palabra de Vida que es su Evangelio, enriquecido a través de los siglos por el magisterio de la Iglesia. Así estamos tendiendo lazos con el prójimo, con “el otro” que bien podríamos llamar “el mismo en realidad, pues se trata del mismo ser humano, que puede ser diferente en cuanto a su indumentaria, o su lenguaje, o sus creencias religiosas, pero que es como nosotros en su esencia, en su ontos de hombre.

También como padres de familia y educadores tenemos esa noble misión. Siempre que podamos, siempre que veamos la oportunidad de hacerlo, debemos señalar y mostrar las ventajas y las bondades de la tolerancia religiosa (en tanto que evita hechos de sangre, en todos los ámbitos). Y debemos recordar que los niños y los jóvenes necesitan, de manera especial, percibir una coherencia entre nuestro discurso y nuestro actuar cotidiano. Somos sus principales referentes. Estamos llamados, en consecuencia, a ser los mejores modelos.

David Alberto Campos Vargas (Colombia, 1982)

REFERENCIAS
Campos, D.A. Cristianismo y Violencia, Armenia, 2016.
Armstrong, K. Campos de sangre, Madrid, 2015.
Benedicto XVI, Reencuéntrate con tu Fe, Madrid, 2008.
Von Hildebrand, D. Ética Cristiana, Madrid, 1959.
San Juan Pablo II, Estoy en tus manos, Madrid, 2014.
Campos, D.A. La filosofía de Locke frente al totalitarismo del siglo XXI, Armenia, 2016.
González-Balado, J. Vida de Pablo VI, Madrid, 1995.
Valli, A. Mi querido Juan Pablo II. Vida, pontificado y viajes, Madrid, 2011.
Bastante, J. Benedicto XVI, el nuevo Papa, Madrid, 2005.
San Agustín de Hipona. Obras completas. Madrid, 2012.

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