La neoposmodernidad, pese a sus esperanzadoras
posibilidades, nos presenta un gran desafío: el de la intolerancia religiosa.
Una triste realidad, que amenaza con empeñar justamente los logros de la
neoposmodernidad misma (como el de conseguir que el hombre se asuma, por primera
vez en la Historia, que es posible y deseable el respeto a la diferencia y a la
divergencia, y que se puede vivir felizmente en medio de la diversidad, más
allá de cualquier nacionalidad o cualquier otro intento de categorización).
La intolerancia religiosa del Nuevo Milenio recoge todos
los elementos del pasado (fanatismo, desvalorización o franca negación del otro,
irrespeto por la verdad del otro, uso de mercenarios, contaminación con
nacionalismos y militarismos nocivos) y los une, en una peligrosísima aleación,
con elementos del siglo XXI (terrorismo a gran escala, reclutamiento en redes
sociales, divulgación y propaganda a través de internet, ataque deliberado a
población indefensa).
Y la disyuntiva es clara. O frenamos a tiempo dicha
intolerancia devenida en terrorismo religioso, o nos abocamos de lleno a un periodo
de inseguridad e incertidumbre.
Es importante recordar que la religión no es la culpable
de las canalladas que se cometen en su nombre, como algunos ateos y agnósticos
suelen decir con perfidia (Campos, 2016).
De hecho, conviene aclarar que lo más
bello, lo más sublime y lo más noble que hay en el hombre es justamente esa
apertura a la trascendencia que le permite hacer una vida de la mano de Dios y
de lo religioso. Todo lo feo que uno se encuentra, a lo largo de la Historia,
aparejado a la religión, es claramente antirreligioso: las barbaridades y los
crímenes dizque “religiosos” son en realidad barbaridades y crímenes movidos
por intereses económicos y políticos.
Lo bello y lo feo son mutuamente excluyentes. Por eso la
religión no puede emparejarse con los mundanos asuntos políticos o
administrativos. Lo sublime y lo ruin no pueden ir juntos. Por eso la religión
no puede contaminarse con ambiciones imperialistas, ni con el afán de lucro, ni
con la competencia entre naciones.
Se equivocan quienes culpan a Dios, o a la religión, de
las guerras. Las guerras son consecuencia de la incomprensión de Dios, del
desconocimiento de Dios, justamente porque Dios es Amor y quien no lo conoce no
sabe lo que es el Amor, y no es capaz de amar.
La religión es re-unión, re-ligazón del hombre con ese
Dios amoroso y capaz de infinita misericordia. Nos llama a re-inventarnos, a ir
más allá de nuestras pulsiones y de nuestra naturaleza imperfecta. La religión
nos empuja hacia Dios, nos produce ansias de conocer, comprender e imitar a ese
Dios benevolente que nos llama al amor, y que nos invita a amar al prójimo (por
muy diferente que sea). En ese orden de ideas, la verdadera religiosidad jamás
contemplaría, ni siquiera como algo hipotético, la posibilidad de maltratar, ni
mucho menos de aniquilar, a ese prójimo al que sólo es legítimo amar.
Es un hecho que la historia de la religión es algo muy
distinto de la historia de la violencia (Armstrong, 2015). Lo que pasa es que los
líderes militares, económicos y políticos, siempre deseosos de maquillar sus
bajezas, han usado (y seguirán usando) la religión como “excusa” de sus hechos
de sangre. Ellos sólo quieren tratar de ocultar lo inocultable: sus carnicerías
son producto de su ambición, de su codicia, de su soberbia, de su lujuria, y
hasta de sus taras e inseguridades…pero ellos pretenden que no es así, sino que
hay “motivos elevados”. Mienten, y se condenan al hacerlo, porque usar a Dios o
a la religión como “tapadera” de actos pecaminosos no es sino pecar dos veces.
Son tan incompatibles los conceptos de religión y violencia
que pretender mezclarlos es una franca aberración. La religión, por lo mismo
que es re-ligazón con Dios, es re-ligazón con el Amor que sólo se realiza en el
amor mismo (es decir, sólo da fruto si mueve a amar). La violencia, por el
contrario, es destructora. La violencia es la antítesis del amor.
La violencia religiosa es, en ese orden de ideas, una
lamentable paradoja. Nadie verdaderamente religioso es violento. Ninguna
persona violenta puede ser, a cabalidad, una persona religiosa. Quien dice
defender a Dios aniquilando a otro ser humano es un verdadero monstruo, que no
conoce a Dios. No es de Dios lo que no es Amor.
Vale la pena recordar las palabras de Benedicto XVI al
respecto: “Los frutos de la fe en Dios no son antagonismos devastadores. Dios pedirá
cuentas aún más severamente a quien derrama en su nombre la sangre del hermano” (Benedicto XVI, 2008). Es que uno no puede
cometer la torpeza de invocar a Dios mientras le sirve a Satanás. ¡Qué
estupidez, la de creer que se hace algo religioso cuando en realidad se hace lo
opuesto!
La verdadera devoción y la verdadera vida religiosa
invitan a abrirse amorosamente al prójimo, a compartir con el prójimo ese amor
de Dios que se siente en la existencia propia. Por eso, la intolerancia
religiosa es una contradicción. ¿Cómo puede alguien presumir de religiosidad,
si no tolera al prójimo?
La misma ética religiosa impulsa a servir a los demás, a
ser solidario. La religiosidad quiescente e insolidaria es una religiosidad
muerta e incoherente (Von Hildebrand, 1959). Y cuando se convierte en fanatismo, franca
intolerancia o terrorismo, se desvirtúa por completo. Ya lo señalaba San Juan
Pablo II: “La religiosidad que se pone del lado de la cultura de la muerte es
una religiosidad falsa” (Juan Pablo II, 2014).
Además de ser un exabrupto desde el punto de vista teológico,
la intolerancia religiosa es un acto injusto y criminal. De ella se derivan
actos inadecuados y malignos, que causan sufrimiento al prójimo y que vulneran
sus derechos. Como he señalado en otros escritos, el andar estigmatizando,
excluyendo o persiguiendo a alguien por sus creencias religiosas constituye una
clara violación a sus libertades y a su privacidad (Campos, 2016).
Otro aspecto nefasto de la intolerancia religiosa es que
pone en riesgo unos símbolos, unos dogmas y unos significantes que son valiosos
para la inmensa mayoría de los seres humanos. Los desprestigia. Los ensucia.
Por eso es tan peligroso pretender mezclar religión con política, como de manera
insensata hacen muchos. No se puede ensuciar lo religioso y trascendente con
algo tan rastrero como la actividad política. Son dos caminos distintos, que si
a veces coinciden (solamente cuando se convierten en una oportunidad de
servicio a los necesitados) lo hacen sólo de forma casual y esporádica, y no
obedeciendo a los fines ni a las maquinarias de los políticos (a quienes sólo
les importa enriquecerse a costa de sus votantes, o sentirse vitoreados, o ganar
popularidad) sino a la belleza de la religión, que busca la promoción de la
dignidad humana y el establecimiento de la paz y la concordia entre la gente.
Viene al caso la famosa frase de Pablo VI, escrita ad hoc para una desesperada alocución de
Pío XII en 1939: “Todo se pierde con la guerra, todo se gana con la paz”
(González-Balado, 1995). Y toda la
doctrina social de la Iglesia, ampliamente difundida por el mundo por dos
pontífices que fueron al mismo tiempo grandes pensadores: San Juan Pablo II (Valli,
2011) y Benedicto XVI (Bastante, 2005).
El camino de la paz se construye también con la tolerancia
religiosa. De ahí la importancia de cultivarla en todos los ámbitos de nuestra
vida: si no la hacemos carne en nosotros, todo quedará en una bonita palabrería.
Necesitamos hechos de paz. Palabras se han dicho muchas, a lo largo de la
Historia.
La tolerancia religiosa evita cataclismos, tanto a nivel
comunitario como a nivel nacional o mundial. Ahí donde hay odio, o
desconfianza, o al menos animadversión, siembra el necesario entendimiento
sobre el cual pueden edificarse la cooperación y la convivencia amorosa y solidaria.
Como ciudadanos, debemos empeñarnos en construir y
fortalecer a diario esa tolerancia. Debemos permitir a las personas de
distintas religiones el expresar sus puntos de vista, respetuosamente, convencidos
como San Agustín de un hecho evidente: en todas ellas hay semillas de verdad
(Agustín de Hipona, 2012), y aun cuando no contengan la plenitud de Dios ni de
Su mensaje son valiosos escalones hacia esa Verdad excelsa que es Jesucristo, y
hacia esa Palabra de Vida que es su Evangelio, enriquecido a través de los
siglos por el magisterio de la Iglesia. Así estamos tendiendo lazos con el
prójimo, con “el otro” que bien podríamos llamar “el mismo” en realidad, pues
se trata del mismo ser humano, que puede ser diferente en cuanto a su
indumentaria, o su lenguaje, o sus creencias religiosas, pero que es como
nosotros en su esencia, en su ontos de
hombre.
También como padres de familia y educadores tenemos esa
noble misión. Siempre que podamos, siempre que veamos la oportunidad de
hacerlo, debemos señalar y mostrar las ventajas y las bondades de la tolerancia
religiosa (en tanto que evita hechos de sangre, en todos los ámbitos). Y debemos
recordar que los niños y los jóvenes necesitan, de manera especial, percibir
una coherencia entre nuestro discurso y nuestro actuar cotidiano. Somos sus
principales referentes. Estamos llamados, en consecuencia, a ser los mejores
modelos.
David Alberto Campos Vargas (Colombia, 1982)
REFERENCIAS
Campos, D.A. Cristianismo
y Violencia, Armenia, 2016.
Armstrong, K. Campos
de sangre, Madrid, 2015.
Benedicto XVI, Reencuéntrate
con tu Fe, Madrid, 2008.
Von Hildebrand, D. Ética
Cristiana, Madrid, 1959.
San Juan Pablo II, Estoy
en tus manos, Madrid, 2014.
Campos, D.A. La
filosofía de Locke frente al totalitarismo del siglo XXI, Armenia, 2016.
González-Balado, J. Vida
de Pablo VI, Madrid, 1995.
Valli, A. Mi querido
Juan Pablo II. Vida, pontificado y viajes, Madrid, 2011.
Bastante, J. Benedicto
XVI, el nuevo Papa, Madrid, 2005.
San Agustín de Hipona. Obras completas. Madrid, 2012.
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