sábado, 15 de octubre de 2016

CARRERAS DE GALGOS, por Richard Ford

Mi mujer se acababa de largar hacia el oeste con un mozo del canódromo local, y yo estaba por casa a la espera de que las cosas se aclarasen, con intención de coger el tren de Florida para tratar de cambiar mi suerte. Incluso tenía ya el billete en la cartera.

Era la víspera del día de Acción de Gracias, y a lo largo de toda la semana había habido vehículos de cazadores aparcados ante la verja: furgonetas y un par de viejos Chevys —la mayoría con matrículas de otros estados— vacíos durante todo el santo día. De cuando en cuando, de pie junto a su coche, dos hombres tomaban café y charlaban. No les había prestado la más mínima atención. Gainsborough, mi casero —estaba pensando seriamente en irme sin pagarle el alquiler—, me había dicho que no me enemistase con ellos, que les dejase cazar a menos que disparasen cerca de la casa; en tal caso debía llamar a la policía del estado y dejar que fuera ella quien tomara las medidas oportunas. Nadie había disparado en las cercanías de la casa, aunque había oído disparos allá atrás en el bosque, y visto cómo uno de los Chevys salía de él todo gas con un ciervo en la baca, pero pensé que no había motivo para preocuparse.

Quería marcharme antes de que llegaran las nieves, y antes de que empezaran a llegar las facturas de la electricidad. Mi mujer había vendido el coche antes de fugarse, así que no iba a resultarme fácil arreglar mis asuntos. Aunque la verdad es que tampoco había podido dedicarles mucho tiempo.
Minutos después de las diez de la mañana llamaron a la puerta. Fuera, de pie en el césped helado, había dos mujeres gordas con un ciervo muerto.

—¿Dónde está Gainsborough? —preguntó una de las gordas.

Llevaban ropa de cazador. Una vestía zamarra de leñador a cuadros rojos, y la otra guerrera y pantalones verdes de camuflaje. Las dos llevaban un pequeño cojín naranja de esos que se cuelgan de la presilla trasera del cinturón y se calientan cuando te sientas encima. Las dos llevaban escopeta.

—No está aquí —dije—. Ha vuelto a Inglaterra. Algún problema con el gobierno. No estoy muy al corriente.

Ambas mujeres me miraban fijamente, como si trataran de enfocar mejor mi persona. Llevaban la cara pintada de un potingue de camuflaje verde y negro, y parecía que tenían algo en mente. Yo aún estaba en albornoz.

—Queríamos invitarle a Gainsborough a una chuleta de ciervo —dijo la de la zamarra roja de leñador, que era la que había hablado antes. Se volvió y miró hacia el ciervo muerto, que tenía la lengua fuera, a un costado de la boca, y ojos como de ciervo disecado—. Nos deja cazar, y queríamos agradecérselo de este modo —dijo.

—Podían dejármela aquí, la chuleta de ciervo —dije—. Se la guardaría hasta que vuelva.

—Sí, supongo que sí —dijo la que hablaba siempre. Pero la otra, la que llevaba el traje de camuflaje, le dirigió una mi—rada que decía que si me la daban no llegaría jamás a manos de Gainsborough.

—¿Por qué no pasan? —dije—. Haré un poco de café y podrán entrar en calor.

—La verdad es que tenemos bastante frío —dijo la de la zamarra a cuadros frotándose las manos—. Si a Phyllis no le importa…

Phyllis dijo que no tenía ningún inconveniente, aunque parecía dejar bien claro que aceptar una taza de café no suponía en absoluto desprenderse de la chuleta de ciervo.

—Phyllis es en realidad la que lo ha matado —dijo la gorda agradable; estaban sentadas en el sofá cama con sendos tazones apretados entre las manos rollizas. Luego explicó que se llamaba Bonnie y que eran del otro lado de la frontera del estado.

Eran mujeres grandes, cuarentonas y de cara obesa, y su ropa daba un aspecto enorme a todos y cada uno de sus volúmenes corporales. Las dos eran alegres; incluso Phyllis, en cuanto se olvidó de las chuletas de ciervo y volvió a tener algo de color en las mejillas. Parecían llenar a casa y crear en ella cierta atmósfera festiva.

—Corrió unos sesenta metros después de que ésta le pegara el tiro, y cayó a tierra al saltar la cerca —dijo Bonnie, en tono de entendida en la materia—. Fue un tiro en el corazón, y a veces ésos tardan en tumbar al bicho.

—Corría como un perro escaldado —dijo Phyllis—, y cayó como un saco de mierda.

Phyllis tenía el pelo rubio y corto, y una boca dura que parecía diseñada para decir ordinarieces.

—También vimos una gama herida —dijo Bonnie, y pareció irritarse al recordarlo—. Esas cosas la ponen a una hecha una furia.

—Puede que el cazador le estuviese siguiendo el rastro —dije—. Puede que fuera un error. Nunca se sabe con estas cosas.

—Eso sí que es verdad —dijo Bonnie, y miró a Phyllis, esperanzada, pero Phyllis no levantó la mirada. Traté de imaginar—las arrastrando el ciervo muerto fuera del bosque, y no me resultó difícil.

Fui a la cocina a sacar un pastel que había puesto en el horno, y cuando volví las encontré cuchicheando. Pero parecía un cuchicheo afable, y les ofrecí el pastel sin mencionarlo. Me alegraba tenerlas allí conmigo. Mi mujer es delgada y menuda, y se compraba toda la ropa en la sección infantil de los grandes almacenes, y dice que es la mejor ropa que se puede comprar porque es la más resistente. Pero nunca se hizo notar gran cosa en la casa; lo que había de ella no bastaba para llenar todo el espacio. No es que la casa fuera enorme; de hecho era muy pequeña —una casa prefabricada que Gainsborough había traído hasta allí en un tráiler—. Pero aquellas mujeres parecían llenarlo todo, y hacer como si hubiera ya llegado el día de Acción de Gracias. Ser así de grande nunca me había dado la impresión que tenía su lado bueno, pero ahora mi opinión era diferente.

—¿Va alguna vez al canódromo? —preguntó Phyllis, con un trozo de pastel en la boca y otro flotando en el tazón.

—Sí —dije—. ¿Cómo lo sabe?

—Phyllis dice que cree haberle visto allí unas cuantas veces —dijo Bonnie, y sonrió.

—Yo sólo apuesto a la quiniela —dijo Phyllis—. Pero Bon apuesta a cualquier cosa, ¿no, Bon? Triples, dobles diarias, cualquier cosa. Le da igual.

—Por supuesto. —Bon volvió a sonreír, y se quitó el cojín termógeno naranja de debajo de las nalgas para ponerlo en—cima del brazo del sofá cama—. Phyllis dice que cree haberle visto allí una vez con una mujer. Una mujer pequeña, muy menuda y muy guapa.

—Puede ser —dije.

—¿Quién era? —dijo Phyllis con brusquedad.

—Mi mujer —dije.

—¿Está aquí? —preguntó Bon, mirando con gracia en torno como si alguien se hubiera escondido detrás de una silla.

—No —dije—. Está de viaje. Se ha ido al oeste.

—¿Qué pasó? —dijo Phyllis en tono hostil—. ¿Ha perdido toda la pasta en las carreras de galgos y ella se le ha largado?

—No.

Phyllis me gustaba infinitamente menos que Bon, pero en cierto modo parecía más de fiar llegado el caso (aunque no creía que tal caso pudiera llegar nunca). No me agradaba, sin embargo, que Phyllis fuera tan sagaz, pese a no acertar de pleno en el asunto del dinero. Mi mujer y yo dejamos la ciudad y nos vinimos a vivir a esta comarca. Tenía en mente el negocio de vender publicidad de las carreras le galgos en restaurantes y gasolineras, y distribuir cupones de descuento para pasar la velada en el canódromo, que darían a ganar a todo el mundo algún dinero. Había empleado mucho tiempo en el asunto, e invertido todo mi capital. Y ahora tenía un sótano lleno de cajas de cupones que nadie quería, que no estaban pagados. Mi mujer llegó un día riendo y me dijo que mis ideas no servían ni para enfriar el hielo, y al día siguiente se largó en nuestro coche y no volvió. Días después llamó un tipo para preguntarme si tenía las fichas de mantenimiento del coche; no las tenía, claro, pero es así como supe que lo habían vendido y con quién se había fugado mi mujer.

Phyllis se sacó un botellín de plástico de algún bolsillo interior de la guerrera, le desenroscó el tapón y me lo tendió por encima de la mesa. Era temprano, pero —pensé— qué diablos. Era la víspera del día de Acción de Gracias. Estaba solo y a punto de dejarle a deber a Gainsborough el alquiler. Poco podía importar que echara un trago.

—Esto está hecho una leonera —dijo Phyllis. Le devolví el botellín y lo examinó para comprobar la magnitud del trago—. Parece la guarida de una fiera muerta de hambre.

—Necesita la mano de una mujer —dijo Bon, y me guiñó un ojo. En realidad no era fea, aunque sí un tanto adiposa. La pasta de camuflaje de la cara le daba un aire de payaso, pero no me impedía ver que tenía una cara agraciada.

—Estoy a punto de dejar la casa —dije, y alargué la mano para coger el botellín, pero Phyllis volvió a metérselo en la guerrera—. Ahora me he puesto a reorganizar las cosas ahí atrás.

—¿Tiene coche?

—Le están poniendo anticongelante —dije—. Lo tengo ahí en BP. Es un Camaro azul. Seguro que lo han visto al pasar. ¿Están casadas, chicas? —dije, aliviado al desviar la conversación hacia otros temas.

Bon y Phyllis intercambiaron una mira la de fastidio, y ello me desalentó. Me causaba desaliento cualquier asomo de disgusto que ensombreciera las bonitas facciones redondas de Bon.

—Estamos casadas con dos vendedores de goma elástica de Petersburg. Eso está justo al otro lado de la frontera del estado —dijo Phyllis—. Un auténtico par de micos, ya sabe lo que quiero decir.

Traté de imaginarme a los maridos de Bonnie y Phyllis: dos sujetos enjutos con chaquetas de nylon, dando apretones de manos en el oscuro aparcamiento de un centro comercial, frente a una bolera-bar. No lograba imaginarme nada más.

—¿Qué piensa de Gainsborough? —dijo Phyllis.
Bon ahora se limitaba a sonreírme.

—No lo conozco bien —dije—. Me contó que era descendiente directo del pintor inglés. Pero no le creo.
—Ni yo —dijo Bonnie, y volvió a guiñarme el ojo.
—Es de los que mean colonia —dijo Phyllis.
—Tiene dos hijos que vienen por aquí a fisgar de vez en cuando —dije—. Uno es bailarín y trabaja en la ciudad. El otro repara computadoras. Creo que lo que quieren es venirse a vivir a esta casa. Pero tengo un contrato de arrendamiento.
—¿Piensa marcharse sin pagarle? —dijo Phyllis.
—No —dije—. Jamás le haría eso. Se ha portado bien conmigo, aunque a veces invente cuentos.
—Mea colonia —dijo Phyllis.

Phyllis y Bonnie intercambiaron una mirada de inteligencia. A través del pequeño ventanal vi que estaba nevando; era apenas un velo fino, pero inconfundible.
—Tengo la sensación de que usted no le haría ascos a un buen revolcón —dijo Bon, y me dedicó una gran sonrisa que dejó al descubierto sus dientes. Tenía una dentadura pequeña, blanca, impecable. Phyllis dirigió a Bonnie una mirada inexpresiva, como si hubiera oído la frase otras veces—. ¿Qué opina? —dijo Bonnie, y adelantó un poco el torso sobre sus gruesas rodillas.

Al principio no supe qué pensar. Pero luego pensé que no sonaba nada mal, por mucho que Bonnie fuera un tanto voluminosa. Le dije que me parecía perfecto.
—Ni siquiera sé cómo se llama —dijo Bonnie. Se levantó y miró la triste salita en busca de la puerta que daba al fondo de la casa.
—Henderson —mentí—. Lloyd Henderson. Y llevo aquí seis meses.
Me levanté.
—No me gusta Lloyd —dijo Bonnie. Ahora podía verme de pie, en albornoz, y me miró de arriba abajo—. Creo que te llamaré Curly, porque tienes el pelo rizado. Tan rizado como el de los negros —dijo, y lanzó una carcajada que le sacudió el corpachón bajo la zamarra.
—Puedes llamarme como quieras- dije, y me sentí estupendamente.
—Si vais a meteros en el cuarto, me pondré a limpiar un poco todo esto —dijo Phyllis. Y dejó caer una mano enorme sobre el brazo del sofá cama, como si esperara hacer saltar una nube de polvo—. No te importa que lo haga, ¿verdad, Lloyd?
—Curly —dijo Bonnie—. Llámale Curly.
—No, claro que no- dije, y miré la nieve a través de la ventana. Ahora empezaba a caer sobre los campos, al pie de la colina. Era como una estampa navideña.
—Pues no os preocupéis si hago un poco de ruido —dijo Phyllis, y se puso a recoger los tazones y los platos de la mesa.
Bonnie, desnuda, no estaba tan mal. Tenía infinidad de pesadas capas carnosas, pero sabías que en su interior, detrás de todas ellas, era una mujer generosa y amante y tan buena como la mejor que un hombre pueda desear. Era gorda, sí, aunque probablemente no tan gorda como Phyllis.
Quité las ropas amontonadas encima de mi cama y las dejé en el suelo. Pero cuando Bon se sentó en la colcha su trasero fue a caer sobre un alfiler de corbata y varias monedas. Soltó un grito y se echó a reír, y ambos reímos. Me sentía estupendamente.
—Siempre que vamos de caza esperamos que nos suceda algo como esto —dijo Bonnie entre risitas—. Encontrar a alguien como tú.
—Y yo igual —dije.
La toqué, y la sensación no estaba nada mal. Blandura por todas partes. Siempre había pensado que las mujeres gordas eran quizá mejores que las otras porque no tienen tantas ocasiones de hacerlo y pueden pensarlo y repensarlo con tranquilidad. Prepararse para hacerlo como Dios manda.
—¿Sabes muchos chistes de gordos? —me preguntó.
—Unos cuartos —dije—. Antes sabía un montón.
Oía a Phyllis en la cocina, abriendo el grifo y revolviendo los cacharros en la pila.
—El que más me gusta es el del camión —dijo Bonnie. No lo conocía.
—Ese no lo sé —dije.
—¿No sabes el del camión? —dijo ella, con asombro.
—No, lo siento —dije.
—Puede que te lo cuente algún día, Curly —dijo—. Te partirás de risa.
Pensé en los dos maridos con chaquetas de nylon, dando apretones de manos en el oscuro aparcamiento, y me dije que les traería sin cuidado si hacía el amor con Bonnie o con Phyllis; o que, si les importaba, se iban a enterar cuando yo estuviera ya en Florida y tuviera un coche. Así, Gainsborough podría contarles luego todo el asunto, explicando con ello por qué me había largado sin pagar el alquiler ni las facturas de la casa. Y ellos quizá hasta le dieran un par de guantazos antes de volverse a Petersburg.
—Eres un hombre guapo —dijo Bonnie—. Hay muchos hombres gordos, pero tú eres delgado. Tienes brazos de deportista paraolímpico de silla de ruedas.
Me gustó lo que me dijo. Me hizo sentirme bien. Hizo que me sintiera audaz; como si hubiera matado un ciervo, como si tuviera montones de ideas que ofrecer al mundo.
—He roto un plato —dijo Phyllis cuando Bonnie y yo volvimos a la sala—. Seguramente oísteis el ruido. Pero he encontrado pegamento en un cajón y me ha quedado como nuevo. Glínsborotigh ni se dará cuenta.
Phyllis, en nuestra ausencia, lo había limpiado casi todo, y fregado hasta el último plato de la pila. Pero, se había vuelto a poner la guerrera de camuflaje y parecía lista para despedirse. Estábamos los tres de pie en medio de la sala, y me dio la sensación de que la colmábamos hasta las mismísimas paredes. Yo seguía en albornoz, y me apeteció pedirles que se quedaran a dormir. Pensé que con el tiempo podría llegar a hacer mejores migas con Phyllis, y que a lo mejor comíamos ciervo el día de Acción de Gracias. La nieve, fuera, lo cubría todo. Aún era pronto para las primeras nieves. Presentí el comienzo de un mal invierno.
—Eh, chicas, ¿por qué no os quedáis pasar la noche? —dije, y les sonreí esperanzado.
—No puede ser, Curly —dijo Phyllis.
Estaban en la puerta. A través de la triple cristalera vi el ciervo sobre la hierba. La nieve se fundía en la oquedad de sus entrañas. Bonnie y Phyllis se habían echado ya al hombro las escopetas. Bon parecía compungida de veras ante su inminente partida.
—Tendrías que verle los brazos —estaba diciéndole a su amiga. Luego me envió un último guiño. Llevaba su zamarra de leñador y su cojín naranja colgándole del cinturón—. A primera vista no parece fuerte. Pero lo es. ¡Santo cielo! Deberías verle los brazos —dijo.
Estaba en la puerta, despidiéndolas, y las miré. Tenían agarrado el ciervo por los cuernos, y lo arrastraban por el camino en dirección al coche.
—Cuídate, Lloyd —dijo Phyllis.
Bonnie miró hacia atrás y me sonrió.
—Lo haré, no te preocupes —dije—. Podéis contar conmigo.
Cerré la puerta. Luego fui hasta el pequeño ventanal y me quedé mirando cómo bajaban por el camino de entrada hacia la valla, tirando del ciervo a través de la nieve y dejando un surco a su espalda. Después las vi arreglárselas para pasar el ciervo por debajo de la valla de Gainsborough, y reír junto al coche, y levantar el ciervo hasta el maletero, y depositarlo en su interior y atar la puerta del maletero con cuerdas. La cabeza del ciervo sobresalía por la abertura para facilitar una eventual inspección. Bonnie y Phyllis se irguieron y miraron hacia la ventana y me dijeron adiós con la mano; las dos, con grandes movimientos de abanico de los brazos. Una en zamarra de leñador y la otra en traje de camuflaje. Les devolví el saludo desde el ventanal. Luego subieron al coche, un Pontiac rojo nuevo, y se alejaron.
Pasé en la sala casi todo el resto de la tarde, echando de menos la televisión, contemplando la caída de la nieve, alegrándome de que Phyllis lo hubiera arreglado todo y de no tener que hacerlo yo antes de dejar la casa. Y pensando en cuánto me habría gustado comerme una tajada de aquel ciervo.
Al rato empezó a parecerme magnífica la idea de marcharme: llamar a un taxi, irme en él hasta la estación, subir al tren de Florida y olvidarme de todo lo demás. Y de Tina, rumbo a Phoenix con un tipo que de lo único que entendía en la vida era de galgos.
Pero cuando fui al comedor a coger mi cartera para echarle un vistazo al billete, lo único que encontré en ella fue algo de cambio y unos cuantos estuches de cerillas. Y comprendí que no era sino el comienzo de una nueva racha de mala suerte.
Richard Ford (Estados Unidos, 1944)

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