miércoles, 28 de septiembre de 2016

CAÍN, por Guillermo Martínez

Mudo contemplaba la hoguera cuando
pensó en matar a Abel. Ciego anda el crimen
desde la tarde en que levantó su garrote de
odio, su hueso negro.

Guillermo Martínez González (Colombia, 1952-2016)

EL VUELO, por Guillermo Martínez

Para
Que no te derribes
En el lodo
Vuela ángel mío
Vuela:
Pesado monstruo de mi pureza.

Guillermo Martínez González (Colombia, 1952-2016)

EL TRASNOCHADOR, por Guillermo Martínez

Bebiéndome la luna
Ebrio de vinos nocturnos
Recorro la ciudad hasta el alba
Comiendo fábulas en la sombra.
Recordando que cuando llegue a casa
Tendré que espantar
Como casi todas las noches
A los caballos salvajes que pastan
Cerca de mi ventana.
Pensando que tal vez no alcanzaré
A ver como todas las mañanas
A la muchacha que se baña desnuda
En la alberca del patio vecino
Mientras silba una canción de moda.
En la alcoba como siempre me esperan
Algunos fantasmas
Los que me acosan ansiosos
Hasta que muerdo las cobijas
Y llega el espejismo de los sueños.

Guillermo Martínez González (Colombia, 1952-2016)

martes, 27 de septiembre de 2016

Santa Teresita de Lisieux, sobre la oración

"Para mí, la oración es un impulso del corazón, una simple mirada dirigida al cielo, un grito de agradecimiento y de amor, tanto en medio del sufrimiento como en medio de la alegría. En una palabra es algo grande, algo sobrenatural que me dilata el alma y me une a Jesús."

Santa Teresa de Lisieux, Santa Teresita del Niño Jesús (Francia, 1873-1897)

ENEMIGOS, por Antón Chéjov

Después de las nueve de una oscura noche de septiembre, en casa del doctor Kirilov, médico del zemstvo, fallecía de difteria su único hijo, Andrés, de seis años de edad. Cuando la esposa del médico se arrodilló ante la camita del niño muerto y se sintió invadida por el primer ataque de desesperación, en el vestíbulo sonó ásperamente el timbre.

A causa de la difteria las criadas habían sido despedidas y el mismo Kirilov, tal como estaba, sin levita, con el chaleco desabrochado, cara mojada y manos quemadas por el ácido fénico, fue a abrir la puerta. El vestíbulo estaba oscuro y en el hombre que había entrado sólo podían distinguirse la mediana estatura, la blanca bufanda y el rostro, grande y pálido en extremo, tan pálido que parecía que con la llegada de aquella persona en el vestíbulo se hizo más luz…


-¿El doctor está en casa? -preguntó deprisa el visitante.
-Estoy en casa -contestó Kirilov-. ¿Qué desea usted?
-Ah, ¿es usted? ¡Me alegro mucho! -exclamó el desconocido, se puso a buscar en la oscuridad la mano del médico, la encontró y la estrechó con fuerza entre sus manos-. ¡Estoy muy, pero muy contento! Nos conocemos… Soy Aboguin… Tuve el placer de verlo en casa de Gnuchev, en verano. Muy contento por haberlo encontrado. Por el amor de Dios, no rehúse acompañarme hasta mi casa… Mi mujer se enfermó gravemente… Tengo el coche conmigo…


Por la voz y por los ademanes del visitante se notaba en él un estado de fuerte excitación. Como asustado por un incendio o por un perro rabioso, apenas contenía su respiración acelerada, hablaba deprisa, con voz temblorosa, y algo verdaderamente sincero, infantil y temeroso resonaba en sus palabras. Igual que todos los asustados y aturdidos, hablaba con frases breves, cortadas y pronunciaba muchas palabras innecesarias, que no venían al caso.


-Temía no encontrarlo -continuó diciendo-. Por el camino sufrí una enormidad… Por Dios, vístase y vámonos… Todo sucedió así: Vinieron a mi casa Papchinsky, Alejandro Semionovich… usted los conoce… Charlamos durante un rato… luego nos sentamos a tomar el té; de pronto mi mujer lanza un grito, se lleva la mano al corazón y cae sobre el respaldo de la silla. La llevamos a la cama y… le froté las sienes con amoníaco, le rocié la cara con agua… estaba como muerta… Temo que sea un aneurisma… Venga, por favor… También el padre de ella había muerto de aneurisma…


Kirilov escuchaba en silencio, como si no entendiera el ruso.


Cuando Aboguin volvió a mencionar a Papchinsky y al padre de su mujer y comenzó una vez más a buscar en la oscuridad la mano del doctor, éste sacudió la cabeza y dijo con apatía, alargando cada palabra:
-Perdone, no puedo viajar con usted… Hace unos cinco minutos… ha muerto mi hijo…
-¡Es posible! -susurró Aboguin, retrocediendo un paso-. ¡Dios mío, en qué mala hora he venido! ¡Qué día tan funesto! Es sorprendente… ¡Qué coincidencia! Como si fuera a propósito…


Aboguin asió el picaporte de la puerta y bajó la cabeza pensativo. Vacilaba visiblemente, sin saber qué hacer: irse o seguir rogando al doctor.


-Escúcheme -dijo con calor, asiendo a Kirilov por la manga-. ¡Comprendo perfectamente su situación! Me da vergüenza tratar de atraer su atención, pero ¿qué puedo hacer? Juzgue usted mismo, ¿a dónde voy a ir? Aparte de usted, no hay aquí otro médico. ¡Venga, por amor de Dios! No se lo pido por mí… ¡No soy yo el enfermo!


Sobrevino el silencio. Kirilov volvió la espalda a Aboguin; durante un rato permaneció inmóvil y luego pasó lentamente del vestíbulo a la sala. A juzgar por sus pasos, inseguros y mecánicos; por la atención con que acomodó la pantalla de una lámpara apagada y hojeó un grueso libro que estaba sobre la mesa, no tenía en estos momentos propósito ni deseo alguno, no pensaba en nada ni, probablemente, recordaba ya que en el vestíbulo lo esperaba, de pie, una persona extraña. Por lo visto, el crepúsculo y el silencio de la sala intensificaron su aturdimiento. Al pasar de la sala a su gabinete, levantaba el pie derecho más alto de lo necesario, buscaba con las manos el quicio de las puertas y en toda su figura se sentía entonces cierta perplejidad, como si viniera a parar a una casa ajena o por primera vez en la vida se hubiera emborrachado y se entregase ahora, sorprendido, a la nueva sensación. 


Sobre una pared del gabinete, a través de los estantes con libros, extendíase una amplia franja de luz; junto con el pesado olor a éter y ácido fénico, esa luz penetraba por la puerta entreabierta y daba al dormitorio… el doctor se sentó en el sillón ante la mesa; durante un minuto contempló, somnoliento, sus libros iluminados, luego se levantó y fue al dormitorio.

Reinaba allí una quietud mortal. Todo, hasta el último detalle, hablaba elocuentemente de la tempestad, recién soportada, del cansancio, y todo re­posaba ahora. Una vela, colocada sobre el taburete en el compacto montón de frascos, cajas y tarritos, y una gran lámpara encima de la cómoda iluminaban generosamente toda la habitación. En la cama junto a la ventana, yacía un niño con los ojos abiertos y una expresión sorprendida en el rostro. Estaba inmóvil; parecía, sin embargo, que sus ojos abiertos se tornaban a cada instante más oscuros y más lejanos. Con las manos sobre su cuerpo y escondida la cara en los pliegues de la colcha, la madre estaba de rodillas ante la cama. No se movía, igual que el niño, y sin embargo ¡cuánto movimiento sentíase en las curvas de su cuerpo y en sus brazos! Con la fuerza y el fervor de todo su ser, inclinábase sobre la cama como temiendo alterar la tranquila y cómoda postura que encontró al fin para su fatigado cuerpo. Las colchas, los trapos, las palanganas, los charcos en el suelo, las cucharitas desparramadas por doquier, la gran botella blanca con agua de cal, el mismo aire, pesado y sofocante… Todo parecía sosegado y sumergido en la quietud.


El doctor se detuvo junto a su mujer, metió las manos en los bolsillos de sus pantalones e, inclinando hacia un lado la cabeza, miró a su hijo. Su cara expresaba la indiferencia y sólo por algunas gotas de rocío que brillaban en su barba, se notaba que había llorado.


El repulsivo terror con que suele hablarse de la muerte estaba ausente en el dormitorio. En la paralización general, en la postura de la madre, en la indiferencia del rostro del médico había algo que atraía, algo que conmovía el corazón, aquella leve y difícilmente asible belleza del dolor humano que aún no aprendieron a comprender y describir y que, al parecer, sólo la música sabe trasmitir. Hasta en el sombrío silencio había belleza; Kirilov y su mujer callaban, sin llorar, como si, además del peso de la pérdida, se percatasen también del lirismo de su situación; del mismo modo en que antaño había pasado su juventud, así ahora, junto con este niño, desaparecía para siempre su derecho a tener hijos. El doctor tenía cuarenta y cuatro años, estaba canoso y parecía un viejo; su en­ferma y demacrada mujer tenía treinta y cinco años. Andrés no era sólo el único, sino también el último.


En contraste con su mujer, el doctor pertenecía a la clase de naturalezas que durante el dolor espiritual sienten una necesidad imperiosa de movimiento. Después de permanecer cinco minutos al lado de su mujer, se dirigió, levantando mucho el pie derecho, a una pequeña habitación, la mitad de la cual estaba ocupada por un gran diván; desde allí pasó a continuación a la cocina. Habiendo deambulado un buen rato entre el horno y la cama de la cocinera, se inclinó y por una pequeña puerta salió al vestíbulo.
Allí vio de nuevo la bufanda blanca y el pálido rostro. 


-¡Por fin! -suspiró Aboguin, asiendo el picaporte de la puerta-. ¡Vamos, por favor! El doctor se estremeció, lo miró y recordó… -¡Escuche, ya le dije que no puedo ir con usted! -dijo, animándose-. Me extraña…
-Doctor, no soy de piedra, comprendo perfectamente su situación… ¡lo compadezco! -respondió con tono implorante Aboguin, poniendo la mano en la bufanda-. Pero no lo pido por mí… ¡Se está muriendo mi mujer! Si usted oyera aquel grito, viera su cara, entonces hubiera comprendido mi insistencia. ¡Dios mío, yo creí que usted había ido a vestirse! ¡Doctor, el tiempo es oro! ¡Vamos, se lo ruego!
-¡No puedo ir! -dijo lentamente Kirilov y se dirigió a la sala.
Aboguin lo siguió y lo cogió por la manga.
-Usted está apenado, lo comprendo, pero no lo llamo para curar las muelas ni para una consulta, sino para salvar una vida humana -continuó rogando como un mendigo-. ¡Esta vida está por encima de cualquier dolor personal! ¡En fin, le pido un acto de valentía, de heroísmo! ¡En nombre del amor al prójimo!
-El amor al prójimo es un arma de doble filo -dijo Kirilov, irritado-. En nombre de este mismo amor al prójimo le ruego que me deje en paz. Me sorprende, francamente… Usted trata de asustarme con el amor al prójimo, ¡a mí que apenas me sostengo en pie! En este momento no sirvo para nada… y no pienso ir a ningún lado. Y, además, ¿con quién voy a dejar a mi mujer? No, no…
Kirilov agitó las manos y dio un paso atrás.
-¡No me lo pida! -prosiguió, atemorizado-. Perdóneme… Según el tomo trece de las leyes, estoy obligado a ir, y usted tiene derecho de arrastrarme a la fuerza… Muy bien, hágalo si quiere, pero… pero no sirvo para nada… Ni siquiera estoy en condiciones de hablar… Disculpe…
-Hace mal, doctor, en hablar conmigo en ese tono -dijo Aboguin, tomando otra vez al doctor por la manga-. No me importa el tomo trece. No tengo ningún derecho de forzar su voluntad. Si quiere, venga conmigo; si no quiere, Dios sea con usted. Pero no es a su voluntad a quien me dirijo, sino a su sentimiento. ¡Se está muriendo una mujer joven! Dice usted que acaba de fallecer su hijo, ¿quién si no usted debe comprender mi desesperación?


La voz de Aboguin temblaba de emoción; este temblor y el tono eran mucho más convincentes que sus palabras. Aboguin era sincero, pero, sorprendentemente, todas sus frases resultaban vacuas, inanimadas, de un colorido fuera de lugar, y que parecían ofender tanto el ambiente de la casa del médico como a la mujer que se moría en alguna parte. Lo sentía él mismo y por lo tanto, temiendo ser incomprendido, a toda costa trataba de dotar a su voz de un matiz de suavidad y de ternura, para imponerse, si no con las palabras, por lo menos con la sinceridad del tono. En general, la frase, por más bella y profunda que sea, sólo surte efecto sobre los indiferentes, pero no puede satisfacer a las personas felices o desdichadas; por ello la suprema expresión de la dicha o de la desgracia es, la mayoría de las veces, el silencio; los enamorados se comprenden mejor uno al otro cuando están callados, y una apasionado y fervoroso discurso pronunciado ante una tumba sólo conmueve a los extraños, mientras que a la viuda y a los hijos del difunto les parece insignificante y frío.


Kirilov callaba. Cuando Aboguin dijo varias frases más acerca de la elevada vocación del médico, de la abnegación etc., el doctor preguntó en tono sombrío:
-¿Es largo el viaje?
-Son unas trece o catorce verstas. ¡Tengo muy buenos caballos, doctor! Le doy mi palabra de que haremos el viaje de ida y vuelta en una hora. 


¡Solamente una hora!


Las últimas palabras hicieron más efecto al doctor que las menciones sobre el altruismo o la vocación del médico. Pensó un rato y dijo con un suspiro:
-¡Bien, vayamos!


Rápidamente, y ya con paso firme, dirigióse a su gabinete y poco después volvió vestido con una larga levita. Correteando a su lado al trotecillo menudo, el reanimado Aboguin le ayudó a ponerse el sobretodo y, junto con él, salió de la casa.

Afuera había más claridad que en el vestíbulo. Ya se distinguía en las tinieblas la alta y algo encorvada figura del doctor con su barba larga y estrecha y con su nariz aguileña. En cuanto a Aboguin, aparte de su pálido rostro, se veían su cabeza grande y la pequeña gorrita de estudiante que apenas le cubría la coronilla. La blanca bufanda no se le notaba sino por delante, ya que por atrás la ocultaban sus largos cabellos.


-Créame, yo sabré apreciar su generosidad -murmuró Aboguin, ayudando al doctor a subir al coche-. No tardaremos en llegar. Lucas, querido, llévanos lo más rápido posible. ¡Te lo ruego!


El cochero emprendió una marcha veloz. Primero pasaron a lo largo de la fila de ordinarios edificios del hospital; todo estaba a oscuras y sólo en el fondo del patio una intensa luz irrumpía por la ventana; además, las tres ventanas del piso superior parecían más claras que el aire. Luego el coche penetró en las tinieblas más espesas; olía allí a hongos húmedos y se oía el murmullo de los árboles; las cornejas, despertadas por el ruido de las ruedas, se movieron entre las hojas y comenzaron a lanzar gritos angustiosos y lastimeros, como si supiesen que al doctor se le había muerto el hijo y que Aboguin tenía la mujer enferma. Luego pasaron raudamente árboles aislados, extensiones de arbustos; brilló melancólicamente un estanque sobre el cual dormían grandes sombras negras; un poco más y el coche rodó por una llanura. El grito de las cornejas resonaba aún sordamente y pronto cesó del todo.


Durante casi todo el viaje Kirilov y Aboguin callaban. 
Sólo una vez Aboguin suspiró hondamente y masculló:
-¡Qué estado tan penoso! Uno nunca ama tanto a los seres queridos como en los momentos en que hay riesgo de perderlos.
Y cuando el coche vadeaba cuidadosamente el río, Kirilov se estremeció, como asustado por el chapoteo del agua, y comenzó a moverse.
-Escuche… déjeme ir -dijo, angustiado-. Más tarde iré a su casa. Sólo quiero avisar al enfermero para que vaya a acompañar a mi mujer. ¡Está sola!


Aboguin callaba. El carruaje, balanceándose y golpeando contra las piedras, atravesó la arenosa orilla y continuó la marcha. Kirilov agitóse en su asiento y miró en derredor. Atrás, iluminado por la escasa luz de las estrellas, se alargaba el camino; los sauces de la orilla desaparecían en la oscuridad. A la derecha, yacía la llanura, tan ilimitada y pareja como el cielo; lejos, acá y acullá, probablemente sobre los pantanos de turba, ardían opacas lucecitas. A la izquier­da, paralelamente al camino, se extendía una colina que parecía peluda por los pequeños arbustos que la cubrían; sobre la colina pendía, inmóvil, una gran media luna roja, levemente envuelta en la niebla y rodeada por menudas nubecillas que parecían observarla por todas partes y vigilarla para que no se escapara.


En toda la naturaleza se sentía algo desesperado, doliente; la tierra, igual que una mujer caída que está sola en una habitación oscura y trata de no pensar en el pasado, languidecía con sus recuerdos de la primavera y del verano y esperaba, con apatía, la inevitable llegada del invierno. Dondequiera que uno mirase, la naturaleza aparecía como un oscuro pozo, infinitamente profundo y frío, del cual no había salida para Kirilov, ni para Aboguin, ni para la roja media luna…


Cuanto más se acercaba el coche a su destino, más impaciente se tornaba Aboguin. Se levantaba de un salto, se movía, miraba hacia adelante por encima del hombro del cochero. Por fin el carruaje se detuvo ante el pórtico finamente adornado con lona a rayas, y cuando Aboguin miró las iluminadas ventanas del primer piso su respiración se hizo temblorosa.


-Si algo ocurre… no lo voy a soportar -dijo, entrando con el doctor en el vestíbulo y frotándose las manos a causa de la emoción-. Pero no se oye ningún alboroto, quiere decir que no hay nada grave aún -añadió, prestando atención al silencio.


En el vestíbulo no se oían voces ni pasos y toda la casa parecía dormida, a pesar de la intensa iluminación. Ahora el doctor y Aboguin, que hasta este momento habían permanecido en la oscuridad, ya podían verse el uno al otro. El doctor era alto, un poco encorvado, vestía con negligencia y su cara era más bien fea. Sus gruesos labios de negro, su nariz aguileña y su mirada indiferente y opaca, expresaban algo severo, duro, áspero. La cabeza mal peinada, las sienes hundidas, las canas prematuras en la estrecha y larga barba, a través de la cual traslucía el mentón; el color gris pálido de la piel y los modales, negligentes y algo torpes, sugerían la idea acerca de las necesidades vividas, de la mala suerte, del cansancio de la vida y de las gentes. Viendo su seca figura, uno no podía creer que este hombre tuviera mujer y que pudiera llorar la muerte de su hijo.


Aboguin, en cambio, representaba algo diferente. Era un hombre robusto, rubio, de cabeza grande, de facciones amplias pero suaves, vestido con elegancia, según la última moda. En su porte, en su levita, cuidadosamente abrochada, en su melena y en su rostro percibíase algo noble, leonino; caminaba con la cabeza erguida y con el pecho arqueado, hablaba con agradable voz de barítono, y los ademanes con que se quitaba la bufanda o arreglaba sus cabellos revelaban una finura delicada, casi femenina. Ni siquiera la palidez y el miedo infantil con que, quitándose el abrigo, miraba arriba, a la escalera, alteraban su porte ni afectaban la salud y el aplomo que respiraba toda su figura.


-No hay nadie ni se oye nada -dijo, subiendo la escalera-. No hay ningún alboroto. ¡Quiera Dios!
Después de atravesar el vestíbulo se llegaba a una gran sala, en la que había un piano negro y pendía una araña cubierta con funda blanca, ambos entraron en un saloncito bello y acogedor, sumido en una agradable penumbra rosada.


-Bueno, doctor, espéreme un poco aquí -dijo Aboguin-. Volveré enseguida… Iré a ver… y a avisar.


Kirilov quedó solo. El lujo del salón, la suave penumbra y su propia presencia en esta casa desconocida, que tenía el carácter de una aventura, no lo conmovían, por lo visto. Estaba sentado en el sillón examinando sus manos quemadas por el ácido fénico. Sólo fugazmente vio una pantalla de un color rojo muy vivo y un estuche de violonchelo; además, al volver la cabeza hacia el lado donde se oía el tictac de un reloj, notó el cuerpo disecado de un lobo, tan satisfecho y circunspecto como el propio Aboguin.

La casa permanecía silenciosa… En una habitación lejana alguien emitió en voz alta el sonido de «¡Ah!», resonó una puerta de vidrio, probablemente, de un armario, y de nuevo se hizo el silencio. Habiendo esperado unos cinco minutos, Kirilov dejó de observar sus manos y miró la puerta detrás de la cual había desaparecido Aboguin.


En el umbral de esta puerta estaba Aboguin, mas no era el que había salido. El aire de satisfacción y de fina elegancia se había esfumado de su figura, y su rostro, sus manos y su porte se hallaban desfigurados por una repugnante expresión de terror o de torturante dolor físico. La nariz, los labios, los bigotes, todos sus rasgos se movían y parecían tratar de despegarse de la cara, mientras que sus ojos parecían reír de dolor…


Con pasos largos y pesados avanzó hacia el medio del salón, se encorvó, gimió y agitó los puños.
-¡Me ha engañado! -gritó, subrayando con fuerza la sílaba “ña”-. ¡Me ha engañado! ¡Se fue! Fingió estar enferma y me mandó a buscar al médico para poder huir con ese payaso de Papchinsky. ¡Dios mío!


Pesadamente, Aboguin dio un paso hacia el doctor, y agitando ante la cara de éste sus blancos puños, continuó vociferando:
-¡Se fue! ¡Me ha engañado! ¿Por qué esta mentira? ¡Dios mío! ¿Por qué este truco sucio, este diabólico juego de víbora? ¿Qué le he hecho yo?


Las lágrimas saltaron de sus ojos. Giró sobre un talón y se puso a caminar por el cuarto. Con su corta levita, con sus estrechos pantalones de moda, con los cuales sus piernas parecían desproporcionadamente delgadas; con su cabeza grande y su melena, la semejanza que tenía con un león era ahora extraordinaria. En el indiferente rostro del doctor encendióse una chispa de curiosidad. Se levantó y observó a Aboguin.


Permítame, ¿dónde está la enferma? -preguntó.
¡La enferma! ¡La enferma! -gritó Aboguin, riendo y llorando al tiempo que agitaba los puños-. ¡No es la enferma, sino la maldita! ¡Una bajeza, una infamia que el mismo Satanás no hubiera ideado mejor! Me hizo salir de la casa para escapar; escapar con ese payaso, ese estúpido saltimbanqui. ¡Dios mío, más le valdría morir! ¡No podré soportarlo!


El doctor se irguió. Sus ojos parpadearon y se llenaron de lágrimas; su estrecha barba se movió hacia la derecha y hacia la izquierda junto con la man­díbula.


-Permítame, ¿cómo es eso? -preguntó, mirando alrededor con curiosidad-. Se me ha muerto un hijo, mi mujer está sola en la casa, con su angustia… Yo mismo apenas me sostengo en pie, no he dormido tres noches… y ¿qué ocurre, ahora? Me obligan a tomar parte en una vulgar comedia, hacer el papel de un objeto de utilería. ¡No… no lo comprendo!


Aboguin abrió un puño, arrojó al suelo una arrugada esquela y la pisó como un insecto que uno tiene ganas de aplastar.


-¡Y yo sin saber nada… sin comprender! -decía con dientes apretados, agitando el puño cerca de su cara y con la expresión del hombre a quien pisaron un callo-. No me daba cuenta de que venía todos los días; no reparé en que hoy había llegado en la berlina. ¿Por qué en la berlina? Y yo sin ver nada… ¡Cabeza de chorlito!
-No… no comprendo… -balbuceó el doctor-. ¿Cómo es eso? No es sino una burla, un mofarse del sufrimiento humano. Es algo increíble… ¡por primera vez en mi vida veo algo semejante!


Con la embotada sorpresa del hombre que acaba de comprender una grave ofensa que le han causado, el doctor se encogió de hombros, separó los brazos y, sin saber qué decir ni qué hacer, se dejó caer, exhausto, en el sillón.


-Muy bien, me ha dejado de amar, se ha enamorado de otro, que Dios sea con ella, pero ¿para qué esta infame y traicionera maniobra? -decía Aboguin con voz llorosa-. ¿Para qué? ¿Y por qué? ¿Qué le he hecho? Escuche, doctor -dijo con vehemencia, acercándose a Kirilov-. Usted es involuntario testigo de mi desgracia y no le voy a ocultar la verdad. Le juro que amaba a esta mujer, la amaba como a una diosa, la amaba como un esclavo… Por ella lo sacrifiqué todo: reñí con mi parentela, dejé el empleo y la música; a ella le perdoné cosas que no hubiera perdonado a mi madre o a mi hermana… Nunca le dirigí una mirada recelosa… nunca le di un motivo de enojo. ¿Por qué, entonces, esta mentira? No exijo amor, pero ¿para qué este vil engaño? Si no me quiere, ¿por qué no me lo dice directa, honestamente, tanto más que conoce mi opinión a ese respecto?


Con lágrimas en los ojos y temblando con todo el cuerpo, Aboguin sinceramente abría su alma ante el doctor. Hablaba con calor, estrechando ambas manos contra el corazón; sin ninguna vacilación revelaba sus secretos familiares y hasta parecía contento de poder arrojarlos, por fin, de su pecho. De haber hablado de esta manera una hora o dos, desnudando su alma, sin duda se hubiera sentido aliviado. Y quien sabe, de haberlo escuchado el doctor, de haberlo aconsejado amigablemente, quizás se hubiera reconciliado con su pena sin protestas, como suele ocurrir, y sin hacer innecesarias tonterías… Pero sucedió en forma distinta. Mientras Aboguin hablaba, el ofendido doctor cambiaba de aspecto. En su rostro, la indiferencia y la sorpresa poco a poco cedían lugar a una expresión de amargura, de indignación y de ira. Sus facciones se tornaron aun más duras, ásperas y desagradables. Cuando Aboguin acercó a sus ojos la fotografía de una mujer joven, con un rostro bello pero inexpresivo y seco, como el de una monja, y le preguntó si uno podía admitir que ese rostro fuese capaz de expresar una mentira, el doctor se levantó de un salto, y, con los ojos brillantes, dijo, recalcando cada palabra:
-¿Para qué me dice usted todo eso? ¡No quiero escucharlo! ¡No quiero! -gritó, dando un puñetazo sobre la mesa-. ¡No necesito sus vulgares secretos, que el diablo los lleve! ¡No tiene usted derecho a contarme esas vulgaridades! ¿O cree usted, por ventura, que aun no estoy suficientemente ofendido? ¿Que soy un lacayo a quien se puede ofender hasta el final? ¿No es así?


Aboguin retrocedió unos pasos y fijó en Kirilov una mirada de asombro.


-¿Para qué me trajo usted aquí? -prosiguió el doctor, sacudiendo la barba-. Si a usted se le ocurre casarse y luego armar escándalos y montar melodramas, ¿qué tengo yo que ver con ello? ¿Qué tengo que ver con sus romances? ¡Déjeme en paz! ¡Ejercite su noble derecho de fuerza, dése tono con las ideas humanitarias, toque -el doctor miró de reojo el estuche del violonchelo- el contrabajo y el trombón, engorde cuanto le plazca, pero no se mofe del ser humano! ¡Si no sabe respetarlo, por lo menos, libérelo de su atención!
-Pero… ¿Qué significa todo eso? -preguntó Aboguin, enrojeciendo.
-Eso significa que no se debe jugar con la gente. Es una acción indigna, despreciable. Yo soy médico; a los médicos y, en general, a los trabajadores que no huelen a perfumes y a prostitución, ustedes nos consideran como sus lacayos y hombres mauvais ton… Y bien, pueden hacerlo, pero nadie les da derecho a tratar al hombre que sufre como si fuera un objeto de utilería.
-¿Cómo se atreve usted a hablar conmigo de ese modo? -preguntó Aboguin en voz baja y su cara volvió a estremecerse, esta vez de cólera. 

-¿Cómo usted, conociendo mi desgracia, se atrevió a traerme aquí para escuchar vulgaridades? -gritó el doctor y volvió a golpear en la mesa con el puño-. ¿Quién le dio derecho para burlarse así del dolor ajeno?
-¡Está usted loco! -gritó Aboguin-. No es nada generoso de su parte… Yo mismo soy profundamente desdichado y… y…
-Desdichado, desdichado dice- Sonrió despectivamente el doctor-. No toque siquiera esa palabra, ella no tiene nada que ver con usted en absoluto. Los haraganes que no encuentran dinero para pagar sus deudas también son desdichados. El capón agobiado por la excesiva grasa también es desdichado. ¡Menuda futilidad!
-¡Señor mío, usted se olvida! -chilló Aboguin-. ¡Palabras como las suyas se pagan a puñetazos! ¿Comprende? Apresuradamente Aboguin metió la mano en el bolsillo, extrajo la billetera, sacó dos billetes y los arrojó sobre la mesa. -¡Aquí tiene usted! -dijo, moviendo las aletas de la nariz-. ¡Su visita está pagada! -¿Cómo se atreve a ofrecerme dinero? -gritó el doctor, barriendo con la mano los billetes-. ¡Una ofensa no se paga con dinero!


Aboguin y el doctor estaban frente a frente y, encolerizados, proseguían infiriéndose mutuamente inmerecidas ofensas. Parecía como si nunca en su vida, ni siquiera delirando, hubiesen pronunciado tantas palabras injustas, crueles y absurdas. En los dos revelóse marcadamente el egoísmo del desgraciado. Los desgraciados son egoístas, maliciosos, injustos, crueles y menos capaces aun que los tontos de comprenderse uno al otro. La desgracia, en lugar de unir, separa a la gente, y hasta allí donde parecería que los hombres debieran estar ligados por el dolor común, se cometen muchas más injusticias y crueldades que en un medio relativamente satisfecho.


-¡Sírvase disponer mi regreso! -gritó jadeante el doctor.
Aboguin dio un brusco campanillazo. Como nadie acudiera a su llamado, hizo sonar la campanilla otra vez y la arrojó al suelo; aquélla golpeó sordamente contra la alfombra, emitiendo el lastimero gemido de un moribundo. No tardó en aparecer un lacayo.


-¿Dónde, diablos, os habéis escondido todos? -se le echó encima el amo, apretando los puños-. ¿Dónde estaba ahora? ¡Vé a decir que traigan de inmediato el coche a este señor y que preparen la berlina para mí! ¡Espera! -gritó al lacayo cuando éste ya se disponía a irse-. ¡No quiero que mañana quede ningún traidor en esta casa! ¡Afuera todos! ¡Tomaré gente nueva! ¡Víboras!


Mientras esperaban a los coches, Aboguin y el doctor guardaban silencio. El primero había recobrado ya su expresión satisfecha y sus finos modales. Caminaba por el salón, sacudía la cabeza con elegancia y, por lo visto, tramaba algo. Su ira no se había aplacado aún, pero trataba de aparentar indiferencia hacia su enemigo… El doctor, en cambio, estaba de pie, apoyándose con una mano en el borde de la mesa, y miraba a Aboguin con el profundo desprecio, algo cínico y feo, con que sólo saben mirar el dolor y el infortunio cuando ven frente a sí el bienestar y la elegancia.


Cuando, poco tiempo después, el doctor tomó asiento en el coche y emprendió la marcha, sus ojos continuaban aún mirando con desprecio. La oscu­ridad estaba más densa que una hora antes. La roja media luna se había ocultado detrás de la colina y las nubes que la vigilaban yacían junto a las estrellas en forma de manchas oscuras. Una berlina con luces rojas se adelantó al doctor con estrépito. Era la de Aboguin, que iba a protestar y hacer tonterías…


Durante el viaje el doctor estaba pensando no en su mujer ni en su hijo, sino en Aboguin y en la gente que vivía en la casa que él acababa de abandonar. Sus pensamientos eran injustos y cruelmente inhumanos. Condenaba a Aboguin, a su mujer, a Papchinsky y a cuantos vivían en la rosada penumbra y olían a perfume, y durante todo el camino sentía en su alma odio y un doloroso desprecio hacia ellos. Y en su mente se formó una firme convicción acerca de aquellas personas.


Pasará el tiempo; pasará también el dolor de Kirilov, pero esta convicción ­injusta, indigna del corazón humano- no pasará. Quedará en la mente del doctor hasta la misma tumba.


Antón Pávlovich Chéjov (Rusia, 1860-1904)


YESO, por César Vallejo

Silencio. Aquí se ha hecho ya de noche, 
ya tras del cementerio se fue el sol; 
aquí se está llorando a mil pupilas: 
no vuelvas; ya murió mi corazón. 
Silencio. Aquí ya todo está vestido 
de dolor riguroso; y arde apenas, 
como un mal kerosene, esta pasión.

Primavera vendrá. Cantarás «Eva» 
desde un minuto horizontal, desde un 
hornillo en que arderán los nardos de Eros. 
¡Forja allí tu perdón para el poeta, 
que ha de dolerme aún, 
como clavo que cierra un ataúd!

Mas... una noche de lirismo, tu 
buen seno, tu mar rojo 
se azotará con olas de quince años, 
al ver lejos, aviado con recuerdos 
mi corsario bajel, mi ingratitud.
Después, tu manzanar, tu labio dándose, 
y que se aja por mí por la vez última, 
y que muere sangriento de amar mucho, 
como un croquis pagano de Jesús.

¡Amada! Y cantarás; 
y ha de vibrar el femenino en mi alma, 
como en una enlutada catedral.


César Abraham Vallejo (Perú, 1892-1938)

Cicerón, sobre los actos interesados

"Si hacemos el bien por interés seremos astutos, pero nunca buenos"

Marco Tulio Cicerón (Italia, 106 a.C. - 43 a.C.)

viernes, 23 de septiembre de 2016

NIÑA, por Octavio Paz

Nombras el árbol, niña. 
Y el árbol crece, lento y pleno, 
anegando los aires, 
verde deslumbramiento, 
hasta volvernos verde la mirada. 

Nombras el cielo, niña. 
Y el cielo azul, la nube blanca, 
la luz de la mañana, 
se meten en el pecho 
hasta volverlo cielo y transparencia. 

Nombras el agua, niña. 
Y el agua brota, no sé dónde, 
baña la tierra negra, 
reverdece la flor, brilla en las hojas 
y en húmedos vapores nos convierte. 

No dices nada, niña. 
Y nace del silencio 
la vida en una ola 
de música amarilla; 
su dorada marea 
nos alza a plenitudes, 
nos vuelve a ser nosotros, extraviados. 

¡Niña que me levanta y resucita! 
¡Ola sin fin, sin límites, eterna!


Octavio Irineo Paz Lozano (México, 1914-1998)

jueves, 15 de septiembre de 2016

REFLEXIONES SOBRE LA POLÍTICA ARISTOTÉLICA, por David Alberto Campos Vargas


¿Qué propone Aristóteles en su Política?

Para Aristóteles, la naturaleza ha creado unos seres para mandar y otros para obedecer (Aristóteles, 2000), según el cómo hayan sido dotados. Los más dotados de intelecto, razón y previsión están hechos para dar órdenes; los que tienen facultades corporales más propicias para ejecutar, están obligados a obediencia (Sabine, 2011). 

El Estagirita da por sentado que hay un sitio para cada quien en la Naturaleza. Según las condiciones (tanto somáticas como psíquicas) cada hombre tiene su propia naturaleza, su propio potencial: la clave está en que cada uno logre desarrollar el potencial que tiene (la mayor o menor capacidad para mandar que se tenga), encontrando su nicho específico dentro de la jerarquía social (Rosenthal, 1995).

Aristóteles también asume que el hombre, por naturaleza, está dotado para la sociedad y la política, porque tiene lenguaje (Aristóteles, 2000). El hombre aristotélico es naturalmente sociable, porque su capacidad para hablar, expresarse y comunicarse lo empuja necesariamente, forzosamente, a la comunicación con otro con el que se construye una vida social (de ahí su otra conclusión: que el Estado procede de la Naturaleza, porque el hombre mismo tiene una tendencia natural a hacer vida social y política).

En la concepción aristotélica del mundo, la Naturaleza (el mundo biológico en particular, el mundo natural en general) no hace nada en vano, sino que hace necesariamente cosas (Coppleston, 1960); la Naturaleza no hace nada en vano: concede la palabra al hombre, para expresar y comunicar el bien y el mal, lo justo y lo injusto, y para favorecer la vida social. Como el hombre está dotado (al tener lenguaje, inteligencia y discernimiento para saber qué está bien y qué está mal) para la vida social, es inevitable que esté dotado para la vida política.

El hombre de Aristóteles es un animal político (Pijoan, 1958), que por naturaleza tiende a asociarse. Como tiende a asociarse, hace parte de una familia, de un pueblo y de un Estado (la forma más amplia de asociación política). ¿Y por qué tiende a asociarse? Por tener un lenguaje y unas características que lo facultan para la comunicación.   

Aristóteles entiende que como el hombre es social por naturaleza (tiene lenguaje, gusto por asociarse con sus congéneres, y unas facultades que lo capacitan para la vida en sociedad) entonces crea Estados inevitablemente.

Para Aristóteles el Estado es una asociación política encaminada al bien común, que procede de la Naturaleza por la necesidad social del hombre y porque “sólo en el Estado el hombre desenvuelve completamente su naturaleza” (Aristóteles, 2000); es un hecho natural, porque hay una necesidad natural del Estado, necesidad que parte de la realidad de que el hombre no puede bastarse a sí mismo (Sabine, 2011).

En su concepción, el hombre tiende a la vida social, no puede vivir aislado, y por eso constituye familias (los que comen en la misma mesa), pueblos, y, más ampliamente Estados. Los únicos que podrían vivir aislados, sin necesidades que puedan ser satisfechas por el contacto con el otro y la vida social, son “los dioses y las bestias” (Aristóteles, 2000).

Aristóteles considera que la Naturaleza arrastra a la asociación política, y permite al hombre ser el primero de los animales (el mejor, el principal) cuando se adecúa a la correcta vida en sociedad (cuando vive en la ley y la justicia, y ha alcanzado toda su perfección posible); ahora bien, el propio Aristóteles advierte que si el hombre vive sin leyes y sin justicia se convierte en “el último de los animales”.

Así, pues, para Aristóteles la justicia y las leyes son una necesidad social, porque el derecho es la regla de vida para la asociación política (Salcedo, 2011), dado que el derecho decide qué es lo justo. La ley y la justicia permiten, en ese orden de ideas, sacar lo mejor del hombre.

En el sistema aristotélico el Estado surge inevitable y necesariamente, naturalmente. Y que la administración estatal sobrepasa e incluye la administración doméstica (Aristóteles, 2000). 

La propiedad también es algo natural, porque es algo útil, un instrumento de la existencia, un bien que facilita el vivir dichosos (Urrejola, 2016). La autoridad y la obediencia son útiles y necesarias, porque contribuyen a la armonía (la finalidad de la vida en común). Y los hombres, como ya he señalado anteriormente, están destinados desde el nacimiento a obedecer y a mandar en distintos grados, porque es una ley natural “que el hombre inferior esté destinado a obedecer” (Aristóteles, 2000).

¿Qué es para Aristóteles un hombre inferior? Un hombre destinado a obedecer, porque sólo cuenta con su fuerza física (su cuerpo es su único recurso). Es esclavo por naturaleza. Por eso, afirma el Estagirita, ciertos hombres serían esclavos en todas partes, y otros no podrían serlo en ninguna (Aristóteles, 2000).

Aristóteles denuncia la corrupción política. Anota que en los hombres corruptos el cuerpo domina sobre el alma, y se da un desenvolvimiento irregular (Aristóteles, 2000). Es decir, los corruptos son unos disarmónicos, unos desequilibrados. También denuncia la adquisición de bienes innecesaria e irracional. Señala que la propiedad privada es natural, pues todo hombre (como todo animal) y toda familia necesitan de cosas necesarias para la vida, pero advierte que la sobreabundancia de riquezas ya no produce bienestar, ni satisface necesidades básicas, ni está al servicio de la vida.

¿Cuál es la vigencia de la propuesta política de Aristóteles?

Considero que la propuesta de Aristóteles debe ponderarse prudentemente. No se trata de sobrevalorarla, pues se sobrevaloraría una visión claramente jerárquica, oligárquica, machista y constreñida del ejercicio político. Tampoco se trata de subvalorarla, como han hecho recientemente grupos de hembristas furibundas. La clave está en entender por qué Aristóteles escribió lo que escribió, en qué época vivió, cuáles fueron sus intereses.

Evidentemente, la propuesta sexista y esclavista aristotélica (en la que se homologan los conceptos de “bárbaro”, “mujer” y “esclavo”) se corresponde claramente con el mismo sistema social en el que el filósofo se movió. Era un contexto de falsa democracia, en la que sólo podía votar y decidir una minoría. Un contexto esclavista, en la que el sometimiento del prójimo y la violación de su derecho a la libertad se consideraban normales. Unas culturas (tanto la ateniense como la macedonia) en las que era el hombre fuerte, atlético y militarmente poderoso quien encarnaba los máximos ideales (no olvidemos que el propio Aristóteles fue protegido por Filipo de Macedonia y su hijo, Alejandro Magno). Y una época en la que los conflictos se dirimían en el campo de batalla, y se valoraba enormemente la virilidad, la fiereza y la pericia con las armas.

Teniendo en cuenta lo anterior, vale la pena analizar el ideario básico de la Política de Aristóteles, para captar sin prejuicios sus luces y sombras:

1. La Naturaleza ha creado unos seres para mandar y otros para obedecer. Los primeros están dotados de razón y previsión; los segundos sólo cuentan con su cuerpo y su fortaleza física.

La primera premisa es falsa. Hoy en día sabemos que no es necesaria una dominancia. Lo he observado en las familias sanas, en los equipos exitosos, en los matrimonios felices. Sobran los mandatarios. Si existen verdaderas condiciones de equilibrio y solidaridad (poder educativo, poder económico, poder político y poder simbólico equiparables entre todos y cada uno de sus miembros, es decir, ausencia de una marcada asimetría entre los miembros del sistema) en una comunidad, simplemente todos contribuyen y todos se benefician. Es un juego perfecto, en el que no hay competencia sino cooperación, y no hay unos pocos ganadores (que se llevan casi todos los recursos) y muchos perdedores, sino que se da una ganancia moderada de recursos entre todos los miembros.

La segunda premisa es parcialmente verdadera. En efecto, tanto en la Antigüedad clásica como en la Neoposmodernidad, contar con la mera fuerza física es estar en desventaja. La cultura es poder. El conocimiento es poder. Ser más inteligente da una enorme ventaja social. Y las personas que tienen acceso a la alta cultura, conocimiento e inteligencia alta tienen menos posibilidades de ser oprimidas y dominadas. Sin embargo, hay algo muy enfermo en Aristóteles: es un realista en todo el sentido de la palabra, pero falla al suponer que si las cosas son de un modo es porque necesariamente han de ser de ese modo. Y ahí está su error. El status quo de la realidad no es, en modo alguno, el deber ser de la realidad. Todas las personas deberían tener las mismas oportunidades. Y si uno se pone a observar atentamente, se encuentra con que, en realidad, no son precisamente las personas cultas, eruditas e inteligentes las que ejercen roles de liderazgo en este mundo. De hecho, como he señalado en otros escritos, muy rara vez ostentan el poder los intelectuales. Aún más: ser intelectual es factor de riesgo para perder unas elecciones populares (Campos, 2016).

2. El Estado procede de la Naturaleza, es una necesidad de la vida.
Falso. Todas las especies (incluyendo las más exitosas evolutivamente) nos muestran que el Estado no es ni natural ni necesario. Incluso el hombre, al que Aristóteles consideraba constructor “natural” de Estados, demuestra que no necesita aparatos burocráticos; tampoco monarcas o dictadores o presidentes: las comunidades eclesiales de base, los kibutz, las eco-aldeas y muchas comunidades amerindias son ejemplos contundentes.

3. El Estado es una asociación política encaminada al bien común.
Falso. De hecho, llevamos ya seis siglos de funcionamiento de Estados modernos que no lo han hecho mejor que las antiguas polis griegas. Los burócratas y mandatarios, verdaderos parásitos del Estado, no contribuyen al bienestar o a la felicidad de sus naciones: sólo les interesa el bienestar y la felicidad de sus allegados y socios. Cada quien va por lo suyo. Incluso personalidades tan generosas como la de Bolívar no logran ocultar su egoísmo a la hora de dirigir los Estados: si no buscan dinero, buscan gloria personal y fama. Pero siempre están buscando algo.

Los siglos XIX y XX nos dieron otra gran lección. Los Estados tienen un potencial canibalístico. Devoran a los ciudadanos. Aplastan vidas sin el menor remordimiento. Cuanto más grande un Estado, más peligroso. Los horrores de la Unión Soviética, la “revolución cultural” en China y la Alemania nazi nos muestran que el Estado omnívoro no se detiene a la hora de aplastar los derechos individuales. Los seres humanos corren más peligro bajo el poder de un Estado que sin él.

4. El lenguaje permite al hombre comunicarse y establecer una vida social.

Completamente cierto. Aristóteles fue sutil al detectar el poder socializador del lenguaje, algo en lo que mucho después ahondaron Piaget y otras luminarias.

5. Como el individuo no puede bastarse a sí mismo, existe una necesidad natural del Estado.

Argumento tentador, pero falaz. Efectivamente, nadie puede subsistir completamente solo. Pero sí se puede vivir, y sumamente bien (dichosamente, de hecho) sin necesidad de un Estado. La clave parece ser el tener un sistema con una asimetría muy poco marcada entre sus miembros, con una complementariedad de dones y talentos, adecuado control de las pulsiones tanáticas y sólida coherencia ética, respaldada por una religión y una cosmovisión en común. Otro elemento que me parece necesario es que la comunidad no sea excesivamente pequeña, pero tampoco grande: una población entre 50 y 1000 personas parece ser lo más adecuado. Creo que será sumamente interesante ver, en el transcurso de los siglos venideros, cómo las pequeñas comunidades se empoderan y ganan protagonismo.

6. El hombre es el mejor de los animales cuando vive en la justicia, y se convierte en el último de los animales cuando vive sin justicia.

Cierto. Sin justicia, sin ética y sin religión, el hombre queda a merced de lo peor de sus instintos. Y como lo han evidenciado Lorenz y Tinbergen, es peor que la más agresiva de las bestias: no logra detenerse. Mientras que un lobo da por terminado el combate tan pronto su rival de tumba patas arriba y emite gemidos de sumisión (Tinbergen, 1972), el ser humano con frecuencia mata, remata y destroza con sevicia.

Por eso son tan necesarios los dispositivos culturales que permiten la sublimación de las pulsiones, el autodominio y la misericordia, como la religión. También es necesaria la ética, para poder situarse y decidir de manera ecuánime. Y el Derecho, para sancionar al que se comporte de manera brutal y poco compasiva.

7. La virtud y la sabiduría son armas para combatir las “malas pasiones”.    

Cierto. De nuevo, hay que entender a Aristóteles, que escribió dos milenios antes del Psicoanálisis. Cuando habla de “malas pasiones” hace referencia a las pulsiones.

8. Los hombres, desde el nacimiento, están destinados a obedecer y a mandar en distintos grados.

Falso. De nuevo, el determinismo social de Aristóteles se debió a que confundió el deber ser de las cosas con el status quo de las mismas. Sí, en efecto, en la Antigüedad el nacimiento (la cuna, la familia nuclear y la familia extensa) determinaban el rol social y la trayectoria vital de los individuos. Pero en la actualidad, cuando a través de la educación y el esfuerzo personal cada hombre tiene derecho a torcerle el brazo al destino, la frase de Aristóteles se queda sin fundamento.

Los oligarcas saben lo anterior. Por eso, deseosos de perpetuar sus privilegios, y de mantener a los suyos en posiciones de poder, intentan por todos los medios embrutecer y alejar a las masas de la alta cultura y de la educación de calidad (Vargas Llosa, 2010; Campos, 2016).  

9. En los hombres corruptos, el cuerpo domina sobre el alma.

Excelente. No hay nada que añadir.

10. No hay nada más monstruoso que la injusticia armada

Es verdad. En estos tiempos de terrorismo, en los que un fanático islamista acaba con un montón de civiles inocentes sin más motivo que el de sus propios prejuicios y su ética retorcida (recordemos todos los atentados que ha padecido tan sólo Francia el último año), la afirmación de Aristóteles tiene plena vigencia.

El terrorismo es injusto, porque saca sus víctimas de entre la población civil que ni siquiera tiene relación con el Estado o el gobierno que el terrorista pretende desestabilizar con sus asesinatos. Y es armado, obviamente. Y, por supuesto, es algo abominable.

11. La adquisición de la propiedad es natural. Todo animal reúne sus medios para subsistir.

Cierto. He observado atentamente distintos tipos de mamíferos, en especial caninos. Es interesante la forma en la que exhiben conductas reales de ahorro y previsión. Entierran o esconden la comida que les sobra, por ejemplo. Cuando llegan tiempos difíciles, o simplemente no se les alimenta, desentierran o sacan de su escondrijo la comida.

El hombre también es animal económico. Requiere tener cierto número de bienes que le aseguren su supervivencia.

Si no se respeta dicha propiedad privada, como bien apuntan Locke y Hume (Sabine, 2011), la convivencia social se pervierte y la relación entre los seres humanos se convierte en un pandemónium en el que la fuerza bruta se convierte en instrumento de la injusticia: el más fuerte le quita al más débil lo que el débil y su familia necesitan para subsistir.

12. La adquisición razonable de bienes es la que surte al hombre y su familia de bienes indispensables para la vida. Pero el hombre no puede aumentar ilimitadamente sus riquezas sin llegar a un punto en el que la sobreabundancia de riquezas ya no produce bienestar, y se empieza a adquirir lo superfluo.

Completamente cierto. Si bien es verdad que todo hombre tiene derecho a la propiedad privada suficiente como para darse una buena calidad de vida, y procurarse a sí mismo y a su familia la supervivencia, la codicia produce una situación claramente inmoral: el dinero que podría aprovecharle a otra familia menos favorecida, es mal gastado en tonterías.

Tener un buen nivel de vida contribuye al bienestar. Pero amasar fortunas, sin más ni más, como hacen tantos negociantes, políticos y empresarios, es un acto censurable que no produce felicidad, ni plenitud. Por el contrario, produce a largo plazo infelicidad y maldiciones, porque dada la situación real de unos recursos limitados, el excesivo ingreso para una familia equivale a quitarle el sustento vital a otra(s). Esto es algo que el egoísmo y el consumismo no permiten dimensionar con claridad. Vale la pena releer a Aristóteles. Así, algún día, los millonarios que derrochan su dinero a costa de matar de hambre a miles de personas, aprenderían a compartir…y tendrían más oportunidades de salvar su alma.

¿Existe una particularidad en la forma como se efectúa la política en Latinoamérica?

Sí, en América Latina la política se ha desprestigiado mucho más rápidamente que en otras regiones del orbe. Tanto, que en el inconsciente colectivo latinoamericano las ideas “político” y “corrupto” sean intercambiables.

Eso no es una casualidad. Es bien sabido que los políticos son engreídos, manipuladores, sociopáticos y ladrones en todas partes, pero en este subcontinente exhiben además una conducta descarada al respecto. Se escudan en un discurso hipócrita, “políticamente correcto” y plagado de mentiras. Tratan de meterle gato por liebre a la ciudadanía. Se enriquecen de manera exorbitante, y llevan a cabo políticas nepotistas sin ruborizarse (recuérdense las familias Trujillo, Duvalier, Castro, Pinochet, Fujimori, Ortega o Kirchner-Fernández, por sólo nombrar unas pocas).

En América Latina se hace una política sin virtud y sin escrúpulos. Una política en la que el clientelismo, el parasitismo de Estado, la corrupción, los linajes familiares perpetuándose en el poder, los liderazgos “fuertes” (ejercidos por sujetos machistas o hembristas, completamente trastornados, que pretenden ser los “salvadores” cuando en realidad hunden a sus naciones), y el engaño están a la orden del día. Y todo ello enmascarado en una democracia electorera, en la que con cinismo se convoca a elecciones viciadas que sólo sirven de tapadera: pura gimnasia electoral que hace de estas desventuradas “Repúblicas” verdaderos circos, que posan de “democracias representativas” cuando en realidad funcionan, desde hace más de doscientos años, como oligarquías hereditarias.
Todo ello, además, en un ambiente enrarecido de violencia, chantaje, tráfico de influencias (y de estupefacientes), concierto para delinquir, demagogia y secularización.

¿Por qué es necesario tener en cuenta la concepción política de Aristóteles para reflexionar sobre los sistemas políticos sociopolíticos latinoamericanos?

Como he señalado anteriormente, hace falta retomar las buenas ideas de Aristóteles para frenar este caótico estado de cosas en América Latina.

Debemos rescatar los aspectos luminosos del pensamiento de Aristóteles. Lo razonable. Ese énfasis en la virtud del gobernante, en la necesidad de un verdadero “gobierno de los mejores” (Sabine, 2013), en el autodominio virtuoso y razonable que controla las pulsiones, en el ideal de un ejercicio político encaminado a lograr el bien común.

Porque lo cierto es que en Latinoamérica hemos tenido, a lo largo de la historia (en especial de la historia reciente), un verdadero “gobierno de los mediocres”: verdaderas bestias en el poder. Gente sin preparación académica suficiente (Cristina Fernández, Evo Morales, Nicolás Maduro, Daniel Ortega, etcétera); sujetos siniestros, ligados con el narcotráfico (Ernesto Samper, Alvaro Uribe); cínicos corruptos como Violeta Chamorro, Fernando Collor de Mello, Carlos Salinas de Gortari, Carlos Andrés Pérez, Alberto Fujimori, Mireya Moscoso); ególatras más interesados en figurar que en trabajar por su pueblo (Andrés Pastrana, Hugo Chávez, Ollanta Humala, León Febres-Cordero, Michelle Bachelet); y los peores: los militares convertidos en dictadores, que con brutalidad desangraron a sus respectivas naciones. Esos canallas ni siquiera merecen ser nombrados. Son lo peor dentro de lo malo.

La verdad es que el político latinoamericano es esencialmente corrupto y egoísta. Y por eso urge volver a lo bueno de Aristóteles (rescatando lo lúcido y dejando de lado lo inadecuado, por supuesto), para recordar qué es lo que debemos exigir: virtud, coherencia, equilibrio, justicia, bondad, deseo genuino de servir a los demás. Si los que pretenden gobernarnos no muestran estar a la altura, no vale la pena que les hagamos caso. Mientras la política latinoamericana siga siendo una cínica mascarada, nadie está obligado a obedecer. Ni al Estado ni a los políticos que lo aprovechan.

Es posible que en el transcurso de un milenio estas estructuras de poder que aún dan protagonismo al Estado y a los estadistas (es decir, a los perversos políticos) se hayan modificado de manera tal, que no hablaremos ni siquiera de Estados tal como estamos acostumbrados a hacerlo desde la Modernidad. Pero mi deseo es que no tardemos tanto (mil años pueden ser excesivos), y que como especie nos inventemos algo mejor que estos paquidérmicos e inútiles Estados que sólo se sirven a sí mismos.

David Alberto Campos Vargas (Colombia, 1982)



REFERENCIAS

Aristóteles, La Política, 2016, Bogotá.
Sabine, G. Historia de la Teoría Política, 2011, Madrid.
Rosenthal, I. Diccionario Filosófico, 1995, Bogotá.
Coppleston, F. Historia de la Filosofía, 1960, Madrid.
Pijoan, J. Historia Universal, 1958, Barcelona.
Salcedo, M.E. Historia de las ideas políticas, 2011, Bogotá.
Urrejola, M. Historia de las ideas políticas, 2016, Santiago de Chile.
Campos Vargas, D.A. ¿Por qué perdió Vargas Llosa las elecciones presidenciales de 1990?, 2016, Armenia.
Vargas Llosa, M. La civilización del espectáculo, 2010, Madrid.

Campos Vargas, D.A. Contracultura en la cultura light, 2016, Armenia.