CRISTIANISMO Y VIOLENCIA
David Alberto Campos Vargas, MD*
A Manuel José Blanco
Introducción
Una calumnia generalizada en contra del Cristianismo es que ha sido, a lo
largo de la Historia, patrocinador de hechos violentos.
Nada más opuesto al corpus doctrinal y teórico de esta religión, que desde
sus orígenes se ha esmerado en ser un puente entre Dios y el Hombre (y no podía
ser de otra manera, porque su fundador fue el mismísimo Dios hecho hombre). De
hecho, muchos de los que han hecho esa calumnia no han tardado en retractarse, rendidos ante la enorme
evidencia documental que la desmiente.
Sin embargo, algunos sectores interesados en difamar al Cristianismo
(muchos de ellos vinculados con el terrorismo islámico) se resisten con tozudez
a todo tipo de argumentación lógica. Lo de ellos es fanatismo puro y duro, de
características delirantes. Y precisamente porque los delirios son
irreversibles e inmodificables, y modifican la personalidad de manera
permanente, para ese tipo de fanáticos no
está concebido este escrito.
Sí está concebido, en cambio, para todos los agnósticos y ateos
científicos, mucho más dispuestos (por lo general) a atenerse a la razón y a la
evidencia. Y para todos los que tengan algún tipo de duda, y que quieran
contrastar con hechos lo que alguien, de manera no siempre malintencionada, alguna vez les
ha insinuado.
Iglesia y Paz: breve revisión histórica
La Iglesia iniciada por Jesucristo representa un soplo de bondad, belleza y
amor a una Humanidad que, por su naturaleza, necesita de ello para
contrarrestar sus pulsiones, bastante bien estudiadas ya por los teóricos del
Psicoanálisis.
Jesús mismo, Amor encarnado (en tanto que Dios encarnado), no hizo sino dar
muestras del más sublime pacifismo a lo largo de su vida. Un pacifismo total,
una entrega absoluta al prójimo que sufre. Un pacifismo pedagógico, ilustrativo
y convincente, pues cada una de sus palabras era respaldada por sus actos.
El coherente pacifismo de Jesús se evidencia a lo largo de toda su vida,
como bien narran los Evangelios genuinamente inspirados por el Espíritu Santo
(los de los santos Marcos, Mateo, Lucas y Juan). Recordemos, por ejemplo, uno
de sus sermones más famosos, el de las Bienaventuranzas, en el que señaló: “Bienaventurados los que trabajan por la
paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios”. O cuando afirmó: “Aprendan de mí, que soy manso y humilde de
corazón, y hallarán descanso para sus almas”. Más adelante, cuando acababa
de instituir la sagrada eucaristía en la Última Cena, en el discurso de
despedida de sus discípulos insistió: “Les
dejo la paz, mi paz les doy; no la doy como la da el mundo” (es decir, hace
hincapié en su paz absoluta, sólo derivable del perdón absoluto y del amor
absoluto al prójimo, a ese Otro de Lévinas…y no a esa “paz” humana e
imperfecta, que sólo es tregua o armisticio, que sólo es cese al fuego en medio
de áridas negociaciones y desconfianza mutua).
Una de las más enigmáticas afirmaciones pacifistas del Señor se dio cuando
les anunciaba a sus discípulos su pronto retorno (esto es, su resurrección). En
esa ocasión les previno: “Les he dicho
estas cosas para que tengan paz en mí. En el mundo tendrán tribulación. Pero
¡ánimo!: yo he vencido al mundo”. De nuevo, desnuda la naturaleza demasiado
humana de esa paz que veía en su mundo, en su entorno social y político
directo: la Pax Romana, una paz
meramente nominal, era una paz falsa. Era simplemente quietud, ausencia de
rebeliones en los terrenos sometidos. Una paz conseguida a través de la espada,
del poderío militar y la conquista. Esa era la “paz del mundo”. Y, obviamente,
en semejante mundo tan hipócrita e imperfecto, Jesús ya les advertía a sus
amigos íntimos que iban a sufrir. Evidentemente, no era un mundo muy propenso a
proteger a la gente amorosa. Pensemos un poco sobre eso. Si todavía hoy, en
pleno siglo XXI, hablar de amor o de ternura es malinterpretado por muchos
necios como debilidad, imagínense cuán difícil sería ser amable o amoroso en
una época en la que las naciones se expandían sometiendo, esclavizando y hasta
aniquilando a otras. Pero el mismo Hijo de Dios los reconfortaba con esa
promesa espléndida: los sufrimientos en el mundo no importan casi, porque Él es
muy superior a ese mundo imperfecto. Él venció al mundo, en efecto, desde el
mismo instante en que permitió su aparición (ese famoso punto cero en la
Historia del Cosmos, en el que toda esa realidad que llamamos Universo
comenzó). Y nos lo demuestra a toda hora, no sólo reservándonos paz y dicha
para el Reino de los Cielos, sino también dándonos paz y dicha aquí y ahora,
bien sea a través de milagros (algunos grandes, espectaculares, que dejan
boquiabiertos hasta a mis incrédulos colegas…otros pequeños, bonitos de lo
mismo que son tan cotidianos), o bendiciones, o ayudas (directas e indirectas)
que nos envía para decirnos, como a aquellos discípulos, que vale la pena hacer
bien las cosas, así en este mundo defectuoso suframos persecución por ello. El
Señor les dijo, de manera metafórica, que Él era la paz verdadera. Que quien
estuviera junto a Él (amándolo, recordándolo, cumpliendo sus preceptos) tendría
paz legítima e inagotable.
Otro pasaje que me ha gustado siempre nos recuerda el episodio de la
aprehensión del Señor; en esa ocasión se mostró, de nuevo, el carácter divinamente pacífico de Jesús. Van a
apresarlo. Pedro, el único de sus discípulos que tenía una espada en el
momento, hace lo que humanamente cabe:
da un espadazo y le corta una oreja a uno de los captores. Meditemos en eso.
Pedro es justicia humana en su más franca expresión. Él se da cuenta que van a
hacer prisionero a alguien sumamente bondadoso, que no merece ser reo de nadie,
y que además es su amigo. Obvio, hace lo que cualquier ser humano justo en su situación haría. Pero Jesucristo, siempre más
sublime, le da una lección de justicia
divina: no sólo le dice que envaine su espada, sino que, con enorme
misericordia, y añadiendo otro milagro a su ya extensísimo prontuario, le deja
la oreja en su sitio y completamente sana. Y a su fiel amigo le regala una
advertencia que, de haber sido atendida por los seres humanos que vinieron, habría
evitado todo tipo de guerras y atrocidades en las que por desgracia es rica la
Historia: “El que a hierro mata, a hierro
muere”.
Y ese maravilloso Dios hecho Hombre siguió predicando pacifismo aún después
de muerto. De hecho, después de su resurrección, su saludo a sus discípulos, en
reiteradas ocasiones, fue: “La paz con
ustedes”. ¿Qué les quiso decir con eso? La respuesta es fácil: Él sabe que
la paz es lo más valioso y esquivo en este mundo violento, de seres humanos que
hasta por instinto tienden a la agresividad. Y Él los ama inmensamente, porque
son sus discípulos más queridos. Por eso les desea aquello que hace tanta
falta. Por eso los saluda de una manera especial, a un mismo tiempo una
expresión festiva y una bendición amorosísima.
El Cristianismo continuó siendo portavoz de clemencia, tolerancia y
pacifismo con sus primeros pensadores y difusores. En los Hechos de los
Apóstoles, así como en las cartas de San Tiago, San Juan, San Pedro y San Pablo
el mandato del amor al prójimo y de conducta pacífica asoma con frecuencia.
Tengamos en cuenta lo excepcional de este mensaje de paz, tolerancia y mansedumbre
en una época en la que el Imperio Romano echaba cristianos a los leones en el
circo, los crucificaba o los convertía en antorchas vivientes. De hecho, el
contemplar cómo esos mártires eran torturados mientras mantenían la amabilidad
y perdonaban a sus victimarios convenció a muchos paganos de las bondades del
Cristianismo.
El llamado a ser pacíficos, mansos y amables continuó a lo largo de la
Filosofía Patrística. Baste leer los textos filosóficos de Orígenes, Clemente
de Alejandría o San Jerónimo. Aún hoy famosos por su bello estilo, los sermones
de San Juan Crisóstomo fueron una llamada insistente a vivir a Cristo viviendo
un auténtico amor fraterno. Destacó en esta época la figura de San Agustín de
Hipona, un intelectual sumamente estudioso y ávido de verdad, quien expuso
claramente la postura cristiana ante la paz en su célebre Ciudad de Dios. San Agustín fue enfático en señalar que el mundo al
que debemos aspirar, la Ciudad de Dios, debe ser muy distinto del mundo en que
vivimos, la Ciudad del Mundo. La Ciudad de Dios, señaló, es pródiga en amor y
consideración por el prójimo, no conoce crímenes ni guerras, y sus habitantes
viven en armonía.
La llamada a vivir el amor de Cristo en la convivencia pacífica, tolerante
y respetuosa continuó con San Francisco de Asís (que nos legó, además, una
hermosa Oración por la Paz), San
Antonio de Padua, San Buenaventura, Santa Clara de Asís, San Alberto Magno y,
por supuesto, Santo Tomás de Aquino. Con respecto a este último doctor de la
Iglesia, vale la pena recordar que propuso el concepto de persona humana como
algo universal, una dignidad propia de todos y cada uno de los seres humanos
(algo verdaderamente revolucionario en su época), y que, en ese orden de ideas,
todos los seres humanos estamos llamados a convivir pacíficamente, por el
simple hecho de ser humanos. También condenó expresamente el uso la guerra, a
la que consideraba un último recurso, y sólo justificaba en caso de que
cumpliera las características de ser netamente defensiva o ir en contra de una
tiranía de consabido actuar malévolo. Todo lo que no cupiera dentro de las
características de guerra justa, fue
para Santo Tomás pecaminoso. Y sobra decir que el Aquinate jamás encontró un
ejemplo real de guerra justa en la Historia.
En medio de la especialmente convulsa época en la que le tocó vivir, Erasmo
de Rotterdam fue un humanista cristiano en todo el sentido de la palabra. Sus
escritos invitan a la tolerancia, al encuentro amable con el otro, al respeto
absoluto por la dignidad de la vida del otro en tanto que ese otro es también
un hijo de Dios. Erasmo fue un pensador completo, ecuménico, y al mismo tiempo un gran
apologista de la Iglesia. No incurrió jamás en fanatismos.
El Cristianismo siguió abogando por la paz en la recién conocida América,
especialmente gracias a los frailes franciscanos y dominicanos que fueron la
única fuerza visible frente a los atropellos de los conquistadores. Lo que se
conservó de las culturas amerindias originales fue obra de juiciosas
traducciones hechas por ellos, y también de ellos vinieron los principales
alegatos a favor de los pueblos originarios. Verdaderos campeones de la lucha
por los derechos de los mal llamados “indios” fueron fray Antonio de
Montesinos, fray Bartolomé de las Casas y San Martín de Porres.
El pacifismo inherente a la doctrina cristiana también se volcó hacia el
servicio a los más necesitados, sobretodo a través de hospitales, escuelas y
universidades. Se puede afirmar, sin asomo de duda, que la Iglesia ha hecho más
por la salud y la educación del mundo que cualquier Estado. Ya desde el siglo
IV la atención hospitalaria corrió a cargo de prelados, monjas y frailes, aún
en el corazón mismo de los imperios de Occidente y Oriente, Roma y Bizancio,
ante la dejadez y el descuido de sus gobernantes.
Este rol de la Iglesia como elemento progresista se acentuó cuando
tras la fractura del imperio romano de Occidente emergieron los primeros reinos
y ducados en Europa occidental y central. Los reyes y sus vasallos solían
desentenderse del bienestar de los que consideraban súbditos. Hospicios,
orfanatos, ancianatos, hogares de paso y hostales para los más necesitados
fueron abiertos, administrados y atendidos por comunidades religiosas (entre
las que aparecieron órdenes dedicadas exclusivamente a la atención
hospitalaria) o directamente por párrocos y capellanes. Con la aparición de los
primeros Estados modernos (Inglaterra, Francia, España, Portugal), y aún con el
ascenso político de sectores marcadamente hostiles la situación no se modificó.
Lo que hoy en día conocemos como “políticas públicas” dentro del marco de los
Estados sociales de Derecho, fue algo asumido por la Iglesia a cabalidad.
Destacaron especialmente San Camilo de Lelis y San Juan de Dios, de dadivosa
entrega a los enfermos, y algunas de cuyas técnicas aún se utilizan en los
cuidados de Enfermería.
Los siglos XVIII y XIX fueron
especialmente duros para la Iglesia. Tras una errónea interpretación de los
pensadores ilustrados, en realidad más inclinados al anticlericalismo que al
ateísmo, muchos partidarios de las democracias liberales y de las monarquías
“ilustradas” se dedicaron a perseguirla, tanto en Europa como en América.
Algunas órdenes religiosas, como la Compañía de Jesús y la Orden de
Predicadores, sufrieron especial animadversión y fueron expulsadas de varios
países. Aún así, fieles a la doctrina pacífica del Cristianismo, los sacerdotes
y los frailes se comportaron con mucho decoro en tan difícil situación, y
siguieron asumiendo las riendas de la Educación y la Salud públicas, que los
diferentes Estados aún no asumían conscientemente. Hombres formidables, como
San Juan Bautista de La Salle y San Juan Bosco, asumieron como un verdadero
deber cristiano la educación y la proyección laboral de los jóvenes más
menesterosos (aquellos olvidados por sus respectivos gobernantes,que se
quedaban en la grandilocuencia retórica del “compromiso con los pobres” pero en realidad no
velaban por ellos).
Sobra decir que a medida en que
los conflictos tendieron a involucrar varias naciones, en el ámbito geopolítico
de los siglos XIX y XX, la Iglesia asumió un compromiso inequívoco con la paz
mundial. A veces pareció que clamaba en el desierto, como cuando el Papa
Benedicto XV trató en vano de evitar la carnicería de la Primera Guerra
Mundial, a la que llamó atinadamente “el suicidio de la Europa civilizada”.
Pero en otras ocasiones, la oportuna diplomacia del Vaticano evitó
derramamientos de sangre.
Junto a personalidades como Karl
Jaspers (una de las grandes figuras del existencialismo y la fenomenología del
siglo XX) y Robert Schuman (vehemente pacifista y padre de la Unión Europea),
los Papas Juan XXIII, Pablo VI y Juan Pablo II constituyeron la mejor prueba de
que el Cristianismo es, en cuanto a la búsqueda de la paz y la fraternidad
entre los pueblos se refiere, la religión por excelencia.
Hoy por hoy, el prestigio de la
Iglesia como propulsora de la paz en todo el mundo es enorme, aún en países en
los que el Catolicismo en particular, y el Cristianismo en general, son una
minoría. Aparte de valientes organizaciones no gubernamentales, el Papado se
erige en una institución abiertamente defensora de la paz y de las resoluciones
no violentas de los conflictos intra e internacionales. La Iglesia es, también
en el siglo XXI, una organización comprometida con el diálogo y la entrega
amorosa al otro.
Eje argumentativo: una cosa es el
Cristianismo, y otra cosa las brutalidades que se cometen en su nombre
El Cristianismo es la religión del amor
desinteresado. Si ser cristianos es imitar a Cristo, como decía Tomás de
Kempis, todos los cristianos están llamados a ser mansos, humildes, amables,
pacíficos y serviciales.
Es incontrovertible que una propuesta tan
maravillosa es la antítesis de la violencia. Jesucristo, Amor encarnado, vino
al mundo a dar amor, a enseñar amor, y dejó en su Iglesia su semilla de amor.
La guerra, y todas las formas de conducta violenta, son en esencia anticristianas.
En consecuencia, procede de manera claramente
maligna el que utiliza al Cristianismo para tratar de darle respetabilidad o
credibilidad a cualquier tipo de empresa bélica o de conducta agresiva. Una
religión es tan encaminada a hacer del hombre algo noble y amoroso no puede ser
nunca asociada con algo que no sea sublime.
Ahora bien, en el mundo de la política, la guerra y
el crimen (que son en realidad la misma cosa, con gradación distinta) es
frecuentemente usado el recurso de maquillar lo deleznable. La mentira, vista
como “estrategia” tanto por militares como por dirigentes políticos a lo largo
de la Historia, pone a disposición de las peores acciones los mejores ideales.
En el caso de Occidente, y especialmente en Europa,
los malévolos han usado al Cristianismo de manera horrible, como tapadera de
los proyectos más abominables. No hay que ser teólogo para notar lo pecaminoso
que hay en eso: cuando uno invoca a Cristo para atacar al prójimo, está
atacando a Cristo en primer lugar.
El Cristianismo está hecho para traer alegría y
esperanza. El Cristianismo es pacífico. El Cristianismo está volcado al servicio
del prójimo. Y efectivamente, el Señor bendice y recompensa a quienes tratan de
asemejarse a Él. En cambio, aborrece a los que usan Su nombre para camuflar
intrigas, proyectos militaristas o colonialistas, guerras civiles o conflictos mundiales.
Claro, muchos gobernantes y guerreros se llaman
asimismo “cristianos” cuando en realidad ofenden a Cristo con su conducta.
Pobres. No saben que con ello se condenan.
Evidentemente, una cosa es el Cristianismo, la
religión basada en la vida, el ejemplo y las enseñanzas de Jesús (amor al
prójimo y pacifismo, misericordia y caridad, englobados en la certeza de que el Reino de los Cielos y la vida eterna
sí son posibles para el que se abre al Amor), y otra cosa la
barbarie humana, motivada por el afán de lucro, el afán de poder y el afán de
dominio.
Derribando calumnias
Un análisis detallado, concienzudo y profundo de cómo se dieron esos hechos
de violencia de los que muchos incautos suelen culpar al Cristianismo (una
religión que, por el contrario, se basa esencialmente la promoción de la paz,
el amor al prójimo y la concordia) nos muestra cómo los malvados han intentado,
a lo largo de la Historia, ocultar su fealdad bajo la máscara de la religión
más amable del mundo. Debemos ser sumamente prudentes para no caer en esa
trampa. No podemos, como pretenden los hampones, confundir la religión con la
política.
También debemos ser sumamente cautelosos a la hora de recibir y metabolizar
la “información” que muchos divulgan, la mayoría de las veces por ignorancia,
pues muchas veces dicha “información” no es sino calumnia.
Enunciaré a continuación algunas de las principales calumnias con las que
se ha intentado mancillar la Iglesia (obviamente sin éxito, dada la enorme
cantidad de evidencias que las desmienten):
1. El carácter “misionero” del Cristianismo ha sido causa de invasiones y
hechos bélicos.
Falso. Jesús no dijo nunca: “Vayan y hagan la guerra”, sino “Vayan y
anuncien el Evangelio”. Su vida entera fue un acto de amor. Su personalidad,
ejemplo de honradez e integridad sobrehumanas. Su modo de actuar, una clara
muestra de sensibilidad y mansedumbre.
A diferencia de otras religiones, que sí contemplan la “guerra santa” como
una categoría conceptual, el Cristianismo no concede el apelativo de “santa” a
ninguna guerra.
Incluso dentro de la vertiente tomista del pensamiento cristiano, una
guerra puede, hipotéticamente, ser considerada justa, pero jamás será bella, ni
santa.
El anuncio del Evangelio debe ser, como consta en los propios Evangelios y
en todos los libros del Nuevo Testamento, y como se ha señalado en numerosos
documentos eclesiales (encíclicas, exhortaciones apostólicas, cartas
pastorales, etcétera), un acto amoroso, caritativo y
libre. El cariño y la violencia son mutuamente excluyentes.
2. Cuando se hizo la religión oficial del Imperio Romano, la Iglesia pasó
de un estatus de “perseguida” a un estatus de “perseguidora”.
Nada de eso. La afirmación es gustadora y pegajosa, pero falsa. La
brutalidad con la que los cristianos fueron durante los reinados de Nerón,
Domiciano, Trajano, Marco Aurelio, Septimio Severo, Maximino, Decio, Valeriano,
Diocleciano y Juliano, afortunadamente no se volvió a repetir mientras duró el
Imperio.
El mandato cristiano de ver a Dios en cada prójimo, y la ética cristiana
basada en la tolerancia, la mansedumbre y el servicio, evitaron que, una vez
establecido el Cristianismo como religión oficial, se diera una carnicería
con los paganos.
El paganismo ya mostraba signos de debilitamiento desde los tiempos del
emperador Claudio, quien bastante preocupado por lo que veía como un olvido
creciente de la tradición romana trató de inyectarle fuerza. La belleza
intrínseca del Evangelio, la universalidad del mensaje de Jesús, la formidable
tarea de los primeros apóstoles y predicadores cristianos, el empuje teórico
dado por los padres de la Iglesia, y la labor de numerosos apologistas, ya se encargaron de ganar en el terreno de las ideas muchos adeptos
y simpatizantes para la causa de Cristo. Y, de manera irónica, cada intento
imperial de acabar con el Cristianismo no hizo sino fortalecerlo. La ferocidad
de los suplicios infligidos a los mártires cristianos, aunada a la actitud
mansa, resignada y humilde de estos últimos, promovió un cambio de opinión en
el pueblo romano. Millares de conversos abandonaron el paganismo por el simple
hecho de notar cómo los cristianos respondían con cánticos y plegarias a las
espantosas torturas de sus verdugos.
3. El Cristianismo provocó una época de Oscurantismo.
Frase acuñada por algunos autores de los siglos XVIII y XIX, que eran muy
dados a las afirmaciones explosivas y, en cambio, muy poco dados a la
rigurosidad de la investigación documental e histórica.
Lo que hoy en día sabemos es que el Cristianismo fue un motor de progreso
científico y cultural. Casi todos los grandes intelectuales de esta época
fueron, en efecto, frailes o sacerdotes o seglares patrocinados por el clero.
Las escuelas catedralicias y monásticas, que fueron un hervidero de ideas,
sirvieron para el intercambio de cosmovisiones aparentemente antagónicas pero
en realidad complementarias: Avicena, Averroes, Maimónides, Aristóteles,
Platón, Plotino y Cicerón se abordaron con seriedad y profundidad. El resultado
de ese sincretismo fue justamente la filosofía Escolástica, una interesante
mezcla de lo mejor de las tradiciones filosóficas hebrea, griega, latina,
cristiana y árabe. Son de esa época titanes como Pedro Lombardo, San Anselmo de
Canterbury, Hugo de San Víctor, Bernardo Silvestre, Thierry de Chartres, San
Bernardo de Claraval, Pedro Abelardo, San Alberto Magno, Santo Tomás de Aquino
y el beato John Duns Scott.
Además, de no ser por la paciente labor de miles de monjes traductores y
copistas, a lo largo de toda la Edad Media, casi toda la cultura grecolatina se
habría perdido. Destacaron especialmente los benedictinos en tan loable tarea Las mejores bibliotecas fueron las de las abadías benedictinas, y aún
hoy, se redescubren cada cierto tiempo en ellas textos de la Antigüedad que se
creían perdidos.
Los árabes salvaron a Aristóteles, pero no hicieron lo mismo con autores
que les parecieron demasiado “infieles”. Los copistas cristianos, mucho más
abiertos, rescataron del olvido todo lo que encontraron a su paso. La poesía y
la narrativa antiguas tuvieron así su segunda oportunidad en Occidente.
Hubo muchos sacerdotes y frailes del Medioevo que trabajaron verdaderos científicos. Fueron por lo general versados en astronomía, geometría, zoología, botánica y química. Ellos prepararon con sus trabajos la gran revolución
científica de la Modernidad.
De otro lado, ya en el siglo XX muchos historiadores echaron por tierra la
falsa hipótesis de que la Edad Media fue una época “oscura”. Al contrario, sin
Edad Media no hubiera podido haber Renacimiento, y mucho menos Modernidad. Sin
el enorme empuje científico dado por Roger Bacon y su método inductivo, sin la
actividad literaria de maestros como Dante Alighieri o Guido Cavalcanti, sin
las investigaciones químicas de sujetos como Gerberto de Aurillac (más adelante
Papa Silvestre II), Abelardo de Bath, San Alberto Magno, Nicolás Flamel o el
propio Roger Bacon, sin la pintura de Pietro Cavallini y Cenni di Pepo, y sin
los colegios y universidades fundados a granel durante la Edad Media, muy poco
de lo que nos deslumbra de la cultura renacentista habría sido posible.
4. El Cristianismo es el culpable directo de las Cruzadas.
Cuidado. Hay que hilar fino. El buen historiador no se queda con las
apariencias. Esa frase es una soberana falsedad.
Sí, es cierto que el móvil aparente y nominal era “religioso”, pero ahí fue
prostituido lo sagrado en aras de lo político, lo militar y lo económico.
Ustedes saben de qué les hablo, porque han visto incluso hoy en día cómo se
pretende utilizar la religión para hacer lo menos religioso del mundo, que es
precisamente el aniquilar al prójimo
Las Cruzadas fueron, en realidad, una política imperialista disfrazada de
piedad. Los turcos selyúcidas habían conquistado territorios del Imperio
Bizantino, incluyendo la ciudad de Nicea (¡a tan sólo 100 kilómetros de
Bizancio!). El emperador Alejo I solicitó ayuda a Occidente, y junto a otros
nobles supo enmascarar sus deseos de expansión (y sus propios miedos, dado el
poderío militar de los turcos) en una pretendida religiosidad.
Las Cruzadas también obedecieron al afán de los comerciantes y de la
burguesía europea en ascenso, que veían con preocupación cómo los musulmanes
entorpecían el comercio con el lejano Oriente. También se presentaron, a los
ojos de muchos pequeños terratenientes, como una aparente “oportunidad” para
ganar “fama y gloria”, una especie de ascenso social en la jerarquía feudal.
Finalmente, muchos cruzados también esperaban multiplicar sus riquezas a costa
del saqueo de las ciudades que iban a conquistar.
Otro factor, no muy mencionado en los textos de Historia, es que muchos
vasallos veían en las Cruzadas la excusa perfecta para librarse de la opresión
de sus señores feudales.
Dicho de otro modo, el nombre “Cruzadas” es bastante incorrecto. De Cristo
y de Cristianismo no tenían nada.
5. El Cristianismo aniquiló a los pueblos amerindios.
Qué gran falsedad. Los pueblos originarios de América perecieron a causa de
la brutalidad de los conquistadores, de los trabajos forzados a los que eran
sometidos, de las enfermedades nuevas que los diezmaron.
Fueron la espada y el arcabuz, y no el Evangelio, los que causaron la
hecatombe. Fue la codicia europea, personificada en Fernando de Aragón, que se
hacía llamar “el católico” cuando en realidad se opuso a que el Papa vigilara sus incursiones, y que nombró, con todo y la oposición directa del
Pontífice, obispos en América a unos favoritos suyos ¡que ni siquiera eran
sacerdotes!
Suena imposible, pero es verdad: los primeros “evangelizadores” que
llegaron a América eran una partida de truhanes sin los más mínimos
conocimientos en Teología. Cuando por fin se embarcaron hacia América los
primeros teólogos y sacerdotes legítimos, encontraron todo tipo de
obstrucciones y hostilidades de parte de esos mismos conquistadores que habían
hecho fortuna reduciendo a los indígenas a esclavitud y poniéndolos a trabajar
en sus haciendas.
La bondad del Cristianismo y la maldad de la Conquista se enfrentaron en
todos y cada uno de los terrenos que España y Portugal iban conquistando en
América. Dondequiera que un fraile trataba de educar, un conquistador lo
amenazaba. Siempre que un misionero denunciaba abusos cometidos por
los conquistadores ante la Corona y la opinión pública europea, los
conquistadores (devenidos ahora en poderosos terratenientes) se daban las mañas
para hacerlo desaparecer, o por lo menos, destituir. Muchos de los que
denunciaron el genocidio amerindio, como fray Bartolomé de las Casas, fueron
perseguidos y humillados por sus propios compatriotas. Muchos fueron
repatriados a las malas.
Los únicos que se empeñaron en defender a los pueblos originarios de
América fueron los religiosos. Denunciaron abusos, se enfrentaron a riesgo de
sus vidas con los conquistadores y colonos (que con frecuencia eran sujetos sádicos
y egoístas, e irrespetuosos con las creencias y la raza misma de los amerindios),
y trataron de rescatar lo que pudieron de la producción cultural de los
indígenas.
Que la “evangelización” fue brutal es un hecho. Pero eso, a la luz de lo
que se conoce (quiénes fueron los supuestos “evangelizadores”, qué intenciones
tenían en realidad, y cómo trataron a los auténticos hombres y mujeres de Dios en
el Nuevo Continente), lejos de manchar la gloria del Cristianismo, nos hace
preguntarnos: ¿Qué hubiera pasado si se hubiera hecho una evangelización de verdad,
para gloria de Dios y para felicidad de todos? Por eso San Juan Pablo II
hablaba con vehemencia de la necesidad de una Nueva Evangelización. Una
evangelización genuina, auténticamente cristiana.
El genocidio de los pueblos originarios de América pudo haberse evitado, en
realidad, de haber sido más cristiana la conducta de los europeos que conquistaron
y colonizaron al Nuevo Continente. Fue justamente la ausencia de Cristianismo
la causa de tantas desdichas.
6. El Cristianismo ha provocado la muerte (biológica o social) de algunos
científicos, filósofos y escritores.
¿El Cristianismo? ¡En modo alguno! ¿Los malos cristianos? Sí. Esos sí que
causan dolores de cabeza.
La diferencia entre un buen cristiano y un mal cristiano no está en
manifestaciones externas de piedad o culto, sino en el grado de amor con el que
logra ver a los demás. El buen cristiano ama hasta a sus enemigos, tal como
enseñó Jesucristo. El mal cristiano es en realidad un anticristiano. Niega al
amor, y al hacerlo niega a Cristo. No tiene misericordia, y al hacerlo se
olvida de la principal enseñanza de Cristo.
Esos malos cristianos, o anticristianos, fueron los que usaron
instituciones como la Congregación de la Inquisición (llamada luego Tribunal
del Santo Oficio, y en la actualidad Congregación para la Doctrina de la Fe)
como escenarios para descargar su vesania.
La Inquisición fue creada para educar y corregir de manera argumentada y
razonable, por la vía de la predicación inteligente (apelando a la razón y
jamás a la fuerza), pero esos anticristianos la pervirtieron, convirtiéndola en
una horrenda máquina de intimidación, control social y cinismo.
Y si a esa maldad anticristiana le añadimos una buena dosis de ignorancia y
fanatismo, tendremos como resultado ese montón de borricos que, del lado del
catolicismo, hicieron retractarse al gran Galileo Galilei, o, del lado del
protestantismo, decretaron la muerte de Miguel Servet. Pero hay que entender
que esos asnos ni siquiera representan al Cristianismo.
Si un músico interpreta mal a Mozart, uno no puede ser tan cándido
de criticar a Mozart. El error no está en la música de Mozart, sino en la torpeza
del intérprete.
7. Otra calumnia, aunque cada vez menos frecuente (en la medida en que ya
se conoce toda la documentación archivada en el Vaticano), es que el papa Pío
XII se hizo el de la vista gorda ante el problema judío, en esos difíciles años
transcurridos de 1933 a 1945.
No es de extrañar que hayan surgido todo tipo de leyendas negras contra el
Papado en el siglo en el que dicha institución empezó a gozar de una marcada
popularidad, y no sólo entre los cristianos de distintas denominaciones, sino
también entre adscritos a otras religiones y la opinión pública general.
La verdad es que, como el mismo Fernando Vallejo reconoce, el siglo XX vio
Papas de cualidades extraordinarias. Vallejo, con su prosa venenosa, los llama
Papas "santurrones". En su torpe expresión, acaso este trastornado
enemigo de la Iglesia trata a su modo de resaltar las elevadas virtudes de
dichos Pontífices, entre los cuales hay tres santos (San Pío X, San Juan XXIII
y San Juan Pablo II) y un beato (Pablo VI).
El Papa Pablo VI desclasificó todos los documentos (en total suman 11
volúmenes) relacionados con el genocidio judío en 1963. Y lo que se encontró,
lejos de inculpar al Papa Pío XII, lo deja muy bien parado ante la
Historia.
Según los historiadores judíos Joseph Lichten y Richard Breitman, dedicados
a denunciar el antisemitismo en todo el orbe, sobrevivieron al Holocausto 4500
judíos escondidos en el Vaticano, y 40 niños judíos nacieron allí (se dice que
varios lo hicieron, literalmente, en la cama del Papa). Y gracias a su
habilidad diplomática, que incluyó la expedición de pasaportes y nuevos
documentos de identidad, el Papa Pío XII salvó 800.000 judíos de la muerte.
Cuando era apenas el cardenal Eugenio Pacelli, el futuro Pío XII contribuyó
a preparar la encíclica Mit brennender Sorge (1937), en la que el Papa Pío XI condenó
el nazismo. La encíclica, obviamente, fue prohibida por el gobierno nazi en
Alemania, pero logró ser introducida de modo clandestino y leída a los fieles
en las iglesias católicas. En dicha encíclica se señalan la malevolencia del
régimen de Hitler, los peligros de la ideología nacionalsocialista y la
diabólica pretensión nazi de lanzarse a una "guerra de
exterminación".
Ya siendo Pío XII, Pacelli leyó al mundo numerosos discursos instando a
evitar la guerra, de la que no fue nunca partidario. El New York Times, un diario de orientación para nada católica,
en su editorial de Navidad de 1941 elogió al Papa Pío XII por
"ponerse plenamente contra el hitlerismo" y por "no dejar duda
de que los objetivos de los nazis son irreconciliables con su propio concepto
de la paz cristiana". En su mensaje de Navidad de1942, Pío XII habló
expresamente contra aquellos que "por la única razón de la nacionalidad o
raza persiguen y condenan a muerte o a la esclavitud progresiva" y repitió
esta denuncia en un duro discurso el 2 de junio de 1943. En aquel período,
nadie denunció los crímenes alemanes contra los judíos (sólo hasta finales de 1943
se pronunció una declaración conjunta de los aliados en la que se denunciaban
los abusos alemanes, pero todavía no se hablaba de genocidio judío). En septiembre
de 1943, Pío XII ofreció bienes del Vaticano como rescate de judíos apresados
por los nazis. Cuando las SS exigieron a las comunidades judías de Roma que les
entregaran 50 kilos de oro, Pío XII dio inmediatamente orden a sus oficinas
para que hicieran lo necesario para conseguir esa cantidad. Y hasta el cese de
la matanza en 1945, la discreción de Pío XII permitió que los judíos tuvieran
en Italia una tasa de supervivencia mucho más alta que la de otros países
ocupados por los nazis.
El Papa Pío XII impartió a todas las iglesias, conventos, parroquias,
santuarios y seminarios católicos la orden de proteger a todos los judíos,
dándoles asilo, refugio, documentos falsos y todos los recursos disponibles
para evitar las deportaciones a los Campos de Exterminio.
Israel Zolli, gran rabino de Roma, se convirtió al Cristianismo después de
la Segunda Guerra, tomando el nombre de pila del Papa: Eugenio. Y todo tipo de organizaciones
y personalidades judías reconocieron varias veces oficialmente la gestión del
Papa Pío XII.
Oficialmente fueron torturados y asesinados alrededor de 6000 sacerdotes,
monjes y monjas por haber dado asilo a los perseguidos por el
nacionalsocialismo.
En conclusión
El Cristianismo ha sido, es y será un aliado
indiscutible de la paz mundial. Su comprensión de la paz sobrepasa las
constreñidas visiones militares o políticas (que se quedan en la tregua, la
negociación o el armisticio), precisamente porque aspira a concretar la
doctrina de Jesucristo en el mundo.
Es evidente que se han cometido muchas barbaridades en
nombre del Cristianismo, pero los bárbaros sólo han actuado como lobos
disfrazados con piel de oveja. Nada más infructuoso que tratar de adornar lo
que es a todas luces criminal, como la guerra.
Nada más afín al Cristianismo que el amor. Nada más
contrario al Cristianismo que los hechos de violencia. Quien pretende escudarse en el Cristianismo para atacar al prójimo, se pone inevitablemente en contra de Cristo.
Recordemos que Jesús es el modelo perfecto. Si aprendiéramos a seguirlo, y a vivir su propuesta de caridad, pacifismo, humildad y mansedumbre, sería radicalmente distinta la realidad planetaria.
Recordemos que Jesús es el modelo perfecto. Si aprendiéramos a seguirlo, y a vivir su propuesta de caridad, pacifismo, humildad y mansedumbre, sería radicalmente distinta la realidad planetaria.
David Alberto Campos Vargas (Colombia, 1982)
*
Médico y cirujano, Pontificia Universidad Javeriana
Especialista en Psiquiatría, Pontificia Universidad Javeriana
Neuropsicólogo, Universidad de Valparaíso
Neuropsiquiatra, Universidad Católica de Chile
Filósofo, Universidad Santo Tomás de Aquino
Diplomado en Educación Virtual, Universidad Konrad Lorenz
Diplomado en Docencia Universitaria, Universidad del Quindío
Director Departamento de Psiquiatría, Universidad del Quindío
*
Médico y cirujano, Pontificia Universidad Javeriana
Especialista en Psiquiatría, Pontificia Universidad Javeriana
Neuropsicólogo, Universidad de Valparaíso
Neuropsiquiatra, Universidad Católica de Chile
Filósofo, Universidad Santo Tomás de Aquino
Diplomado en Educación Virtual, Universidad Konrad Lorenz
Diplomado en Docencia Universitaria, Universidad del Quindío
Director Departamento de Psiquiatría, Universidad del Quindío
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