jueves, 30 de junio de 2016

EL BELLO JAPON Y YO, por Yasunari Kawabata

Discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura, 12 de diciembre de 1968


En primavera, flores de cerezo;
en verano, el cuclillo.
En otoño, la luna, y en invierno,
la nieve fría y transparente.


Luna de invierno, que vienes de las nubes
a hacerme compañía:
el viento es penetrante, la nieve, fría.


El primero de estos poemas es del monje Dôgen (1200-1253) y lleva como título Realidad innata (Honrai no Menmoku). El segundo es del monje Myôe (1173-1232). Cuando me piden ejemplos de mi propia caligrafía, éstos son los poemas que elijo a menudo.
En el poema de Myôe hay una introducción, inusualmente extensa y detallada, que pone de manifiesto el corazón del mismo, y que bien podría ser llamada narración poética: «Era la noche del duodécimo día del duodécimo mes del año [lunar] de 1224, con cielo nublado y luna oscura. Yo estaba sentado en meditación Zen en el Pabellón Kakyu. Cuando llegó la hora de la vigilia de medianoche, al cabo de mi meditación, descendí desde el Pabellón, situado en la cima, hacia la base de la montaña. Y fue entonces cuando la luna surgió de entre las nubes e iluminó la nieve. Con la luna como compañera, ni el aullido del lobo en el valle me producía temor. Cuando llegué al llano, nuevamente las nubes envolvían a la luna. Como la campana estaba señalando la última vigilia, ascendía una vez más hacia la cima, y la luna, saliendo de entre las nubes, me vigilaba por el camino. Al llegar a la cima y entrar en el pabellón, la luna, que perseguía a las nubes, parecía ocultarse detrás de una cumbre distante, y me pareció que me hacía secreta compañía».
Aquí sigue el poema que he citado, y a continuación hay otro, con la explicación de que Myôe lo compuso cuando entró en el Pabellón para meditar después de ver que la luna se ocultaba tras la montaña:
Iré al otro lado de la montaña,
¡Ve allí también, oh luna!
Noche tras noche
nos haremos compañía.
Esto da motivo para otro poema. Posiblemente, Myôe pasó el resto de la noche meditando en el Pabellón; o quizás haya regresado allí antes del amanecer: «Al abrir mis ojos en el transcurso de mis meditaciones, vi la luna del amanecer iluminando la ventana. Vi el fulgor de los rayos de luz de la luna que entraba en el oscuro lugar en que me hallaba, y sentí que mi corazón purificado irradiaba la luz de la luna misma»:
Si mi corazón puro brilla,
la luna piensa
que esa luz le pertenece.
Así como a Saigyô se lo considera el poeta de los cerezos en flor, Myôe ha sido llamado el poeta de la luna. A este último pertenece un canto que consiste en reiterar exclamaciones provocadas por una profunda emoción:
Oh brillante, brillante,
oh brillante, brillante, brillante,
oh brillante, brillante.
Brillante, oh brillante, brillante,
brillante, oh brillante luna.
En sus tres poemas sobre la luna de invierno, desde el comienzo de la noche hasta el amanecer, Myôe sigue puntualmente la tendencia de Saigyô, otro monje-poeta que vivió de 1118 a 1190: «Aunque escribo poesías, no me considero un poeta». Las treinta y una sílabas de cada poema, inocentes y sinceras, se dirigen a la luna, más que como compañera, como amiga, como confidente. Viendo a la luna, el poeta se convierte en la luna; la luna, vista por el poeta, llega a ser el poeta. Al sumergirse en la naturaleza, forma un todo con ella. Así, la luz del corazón puro del monje, mientras medita en el Pabellón durante la oscuridad que precede al amanecer, se transforma para la luna del amanecer en su propia luz.
Como hemos visto en la extensa introducción al primero de los poemas de Myôe, la luna de invierno se convierte en compañera; el corazón del monje, sumido en meditación sobre religión y filosofía, allá en el Pabellón de la montaña, está ligado con una sutil correspondencia e interacción con la luna; y a esto le canta el poeta.
Elijo ese primer poema, cuando me piden ejemplos de mi propia caligrafía, por su notable calidez y comunicación. Luna de invierno, que sales y entras de las nubes, haciendo brillantes mis pasos al ir y venir del Pabellón para meditar, y que haces que no tema el aullido del lobo, ¿no sientes que el viento te penetra, no te da frío la nieve? Elijo ese poema porque habla del espíritu profundamente apacible y afectuoso del pueblo japonés; es un canto, de honda y cálida devoción, al hombre y a la naturaleza.
El doctor Yukio Yashiro —internacionalmente conocido como estudioso de la obra de Botticelli; hombre de gran erudición acerca del arte del pasado y del presente, de Oriente y de Occidente— ha dicho que una de las características distintivas del arte japonés se puede resumir en una simple frase poética: «La época de la nieve, de la luna, de los cerezos en flor: entonces, más que nunca, pensamos en quienes amamos». Al contemplar la belleza de la nieve, de la luna llena, de los cerezos en flor, es decir, cuando despertamos ante las bellezas de las cuatro estaciones y entramos en contacto con ellas, cuando sentimos la felicidad de habernos encontrado con la belleza, es cuando más pensamos en quienes amamos y deseamos compartir con ellos esa felicidad. La emoción ante lo bello despierta fuertes anhelos de amistad y compañerismo, de modo que la expresión «ser querido» puede ser tomada como equivalente a «ser humano». La nieve, la luna, las flores de cerezo, palabras que representan la belleza de cada una de las estaciones que se suceden una tras otra, abarcan en la tradición japonesa toda la belleza de las montañas y los ríos y las hierbas y los árboles, todas las múltiples manifestaciones tanto de la naturaleza como de los sentimientos humanos.
Ese espíritu, ese sentimiento hacia nuestros seres queridos en la nieve, la luz de la luna, bajo los cerezos en flor, es también central en la ceremonia del té. La ceremonia del té es un aunamiento en sentimientos comunes, es un encuentro de seres queridos en un buen momento. Podría decir, al pasar, que es erróneo considerar mi novela Mil grullas (Senbazuru) como una evocación de la belleza formal y espiritual de la ceremonia del té. Es una obra crítica, una expresión de duda y advertencia frente a la vulgaridad en que ha caído la ceremonia del té.
En primavera, flores de cerezo;
en verano, el cuclillo.
En otoño, la luna, y en invierno,
la nieve fría y transparente.
Uno puede, si quiere, ver en el poema de Dôgen sobre las cuatro estaciones nada más que un eslabonamiento descuidado, vulgar, mediocre, una forma sumamente tosca de presentar imágenes de paisajes naturales característicos de las cuatro estaciones. Uno lo puede considerar como un poema que no es totalmente un poema. Y, sin embargo, es muy similar al que compuso el monje Ryôkan (1758-1831), ya próximo a su muerte:
¿Qué quedará de mí?
El cerezo en primavera,
el cuclillo en las montañas,
las hojas de arce en otoño.
En este poema, como en el de Dôgen, las imágenes más comunes y también las palabras más comunes están eslabonadas unas con otras sin vacilación y transmiten, así, la verdadera esencia de Japón. También corresponden estos versos al último poema de Ryôkan, que he citado:
Contemplé el ocaso de un largo,
brumoso día de primavera,
haciendo rebotar la pelota
con los niños.
La brisa es fresca,
la luna es clara.
Amanezcamos bailando juntos
en lo que queda de la vejez.
No es que no desee
poseer nada del mundo,
es que encuentro mejor
el placer disfrutado en soledad.
Ryôkan, cuya poesía y caligrafía son muy admiradas hoy en día en Japón, se liberó de la moderna vulgaridad de su época y permaneció inmerso en la elegancia de los siglos anteriores. Vivió en el espíritu de sus poemas, errando por senderos silvestres, con una cabaña de hojas por guarida, vistiendo andrajos, conversando con campesinos. La profundidad de la religión y de la literatura no radicaba para él en lo complicado, más bien perseveraba en la literatura y en la fe del espíritu benigno que resume una sentencia budista: «rostro sonriente y palabras amables». En su último poema no ofrece nada como legado, sin embargo, esperaba que la naturaleza continuase siendo bella. Ése sería su legado. Es un poema que lleva dentro de sí el espíritu tradicional japonés, y en el que se percibe el sentimiento religioso de Ryôkan:
Ha llegado ella,
a quien tanto esperaba.
Ahora que estamos juntos,
¿qué más desear?
Ryôkan también escribió poemas de amor. Y éste es un ejemplo que me gusta. Ya senil, a sesenta y ocho años —podría señalar que, a esa misma edad, estoy recibiendo el Premio Nobel—, Ryôkan conoció a una monja de veintinueve años, llamada Teishin, y fue bendecido con el amor. Ese poema puede considerarse destinado a cantar la felicidad de haber encontrado a la mujer sin edad, la felicidad de haber hallado a quien tanto esperó. La última línea del poema expresa ese sentimiento con plena sinceridad.
Ryôkan murió a los setenta y cuatro años. Había nacido en la prefectura de Echigo, actual prefectura de Niigata, escenario de mi novela País de nieve (Yukiguni), en la región septentrional conocida como el dorso de Japón, donde los vientos helados bajan de la Siberia a través del mar de Japón. Ryôkan vivió toda su vida en el país de nieve, y en su «visión en los últimos momentos», ya viejo y cansado, sabiendo que la muerte estaba próxima y habiendo alcanzado el estado de iluminación, me imagino —como vemos en su último poema— que el país de nieve era aún más hermoso para él.
He escrito un ensayo titulado «Visión en los últimos momentos». El título proviene de la nota que dejó, al suicidarse, Ryûnosuke Akutagawa (1892-1927), autor de cuentos breves. Es la frase que me conmueve con más intensidad. Akutagawa expresaba que le parecía estar perdiendo gradualmente ese algo animal conocido como «la fuerza de vivir», y agregaba: «Estoy viviendo en un mundo de nervios mórbidos, diáfanos y fríos como el hielo… No sé cuándo alcanzaré la resolución necesaria para matarme. Sin embargo, la naturaleza es para mí más bella de lo que nunca había sido antes. No dudo de que sonreirás ante la contradicción entre mi amor por la naturaleza y el contemplar la posibilidad del suicidio. Pero la naturaleza es bella porque viene a mis ojos en los últimos momentos».
Akutagawa se suicidó en 1927, a los treinta y cinco años.
En mi ensayo «Visión en los últimos momentos» digo: «Por más alejado del mundo que uno pueda estar, el suicidio no es una forma de iluminación. Por muy admirable que sea, el suicida está lejos del reino de la santidad». No admiro ni simpatizo con el suicidio de Ryûnosuke Akutagawa, ni con el de mi otro amigo, el pintor vanguardista Osamu Dazai (1909-1948).
Acerca de él, quien también con el correr de los años pensó en el suicidio, escribí en ese mismo ensayo: «Parece hacer dicho, una y otra vez, que no hay arte superior a la muerte, que morir es vivir». Pude apreciar, sin embargo, que para él, nacido en un templo budista y educado en una escuela budista, el concepto de muerte era muy diferente del occidental. «De aquéllos que reflexionan, ¿quién no habrá pensado alguna vez en el suicidio?»
Estaba en mí el recuerdo de aquel personaje llamado Ikkyû (1394-1481), quien contempló dos veces la posibilidad del suicidio. He dicho «aquel personaje», porque el monje Ikkyû es conocido, aun por los niños, como alguien sumamente ingenioso y divertido, y porque las anécdotas sobre su conducta extraordinariamente excéntrica han llegado en gran medida hasta nosotros. Se dice de él que los niños se trepaban a sus rodillas para acariciarle la barba, que las aves silvestres tomaban el alimento de sus manos. Por todo esto, parecería ser el extremo de la impasibilidad, de la despreocupación; una suerte de monje accesible y amable. En realidad, fue el más severo y profundo de los monjes Zen. Presunto hijo de un emperador, ingresó en un templo a los seis años y tempranamente demostró su genio como prodigio poético. Al mismo tiempo, le preocupaban las verdades más profundas sobre la religión y la vida. «Si hay dios, que me salve. Si no hay dios, me arrojaré al fondo del lago para engordar a los peces». Así, intentó arrojarse a un lago, pero fue detenido. En otra ocasión, muchos de sus compañeros fueron encarcelados cuando se suicidó un monje del templo Daitokuji. Ikkyû también se sintió responsable y, con «la pesada carga sobre mis hombros», se internó en las montañas para ayunar hasta morir de hambre.
Ikkyû tituló Antología de Nube Loca (Kyounshu) a una recopilación de sus poemas. «Nube Loca» es uno de sus seudónimos. En esa colección, y en las que le sucedieron, hay poemas casi sin parangón —sobre todo por haber sido escritos por un monje Zen—, tanto en la poesía china como en los otros exponentes de la poesía Zen del medievo japonés: poemas eróticos y poemas con secretos de alcoba que lo dejan a uno completamente atónito. Procuró, comiendo pescado, tomando alcohol y frecuentando mujeres, ir más allá de las reglas y proscripciones del Zen de su tiempo, buscando liberarse de ellas. Así, al rebelarse contra las formas religiosas establecidas, en una época de guerra civil y derrumbe moral, buscó perseverar en el Zen, como renacimiento y afirmación de la esencia de la vida y de la existencia humanas.
Su templo, el Daitokuji, en Murasakino (Kioto), sigue siendo uno de los centros más destacados de la ceremonia del té. Allí, en varios de los locales donde se la practica, se exhiben originales caligráficos de Ikkyû. Yo incluso tengo dos ejemplares. Uno de ellos consta de una sola línea: «Es fácil entrar en el mundo de Buda. Es difícil entrar en el mundo del demonio». Muy atraído por esta sentencia, la empleo frecuentemente cuando me piden ejemplos de mi propia caligrafía. Se puede interpretar de diferentes maneras, tan buscadas como uno prefiera, pero ese Ikkyû del Zen me llega muy directamente cuando presenta al mundo del demonio ligado con el mundo de Buda. Para el artista que persigue la verdad, lo bueno y lo bello, es inexorable que se exterioricen o se oculten el temor y la súplica en aquella sentencia sobre el demonio. Sin el mundo del demonio no existe el mundo de Buda. Es más difícil entrar en el mundo del demonio: no es para débiles de espíritu.
Si encuentras a un Buda, mátalo.
Si encuentras a un Patriarca, mátalo.
Éste es aforismo Zen muy conocido. Dado que en el budismo pueden distinguirse, en términos generales, las sectas que creen en la salvación por la fe de aquellas que creen en la salvación por los propios esfuerzos, cabe en el Zen una expresión tan rigurosa y severa como la enunciada, que insiste en la posibilidad de salvación por los propios esfuerzos.
Por otro lado, entre los que sostienen la salvación por la fe, encontramos sentencias como ésta, de Shinran (1173-1262), fundador de la secta Shin: «Los buenos renacerán en el paraíso, ¡y cuánto más ocurrirá con los malos!». Este tipo de expresiones tiene algo en común con el mundo de Buda y el mundo del demonio de Ikkyû, a pesar de lo cual ambas guardan, en el fondo, inclinaciones diferentes. Shinran también dijo: «No aceptaré ni un solo discípulo».
«Si encuentras a un Buda, mátalo. Si encuentras a un Patriarca, mátalo». «No aceptaré ni un solo discípulo». Tal vez, en estas dos sentencias esté el riguroso destino del arte.
En el Zen no existe el culto mediante imágenes. Sin embargo, el templo Zen tiene estatuas budistas; pero en los recintos reservados para la meditación no hay imágenes ni pinturas budistas, como tampoco escrituras. El discípulo Zen permanece durante horas sentado, inmóvil y silencioso, con los ojos cerrados. Pronto llega a un estado de impasibilidad, sin nada en qué pensar, sin nada que evocar. Va borrando su yo, hasta alcanzar la nada. Ésta no es la nada ni el vacío, según el concepto occidental. Por el contrario, es un cosmos espiritual donde todo se intercomunica, trascendiendo fronteras, sin límites espaciales ni temporales. Es propio del Zen que el maestro conduzca al discípulo hacia mayores niveles de esclarecimiento y sabiduría por medio del sistema de preguntas y respuestas, y mediante el estudio de los textos clásicos del Zen. El discípulo, sin embargo, debe siempre ser dueño de sus pensamientos, y alcanzar la iluminación por sus propios esfuerzos. El énfasis recae menos en el razonamiento y la argumentación que en la intuición y el sentimiento inmediato. La iluminación no proviene de la enseñanza, sino de la visión interior. La verdad está en «la escritura no escrita», está «fuera de las palabras». Así, encontramos aquello de «silencioso como un trueno» en el Sutra de Vimalakîrti Nirdesa. Cuenta la tradición que Bodhidharma —príncipe del sur de la India, quien vivió alrededor del siglo VI e introdujo el Zen en China— permaneció sentado durante nueve años en silencio, vuelto hacia la pared rocosa de una caverna, meditando, para alcanzar finalmente la iluminación. La práctica Zen de meditar sentado y en silencio proviene de Bodhidharma.
He aquí dos poemas religiosos de Ikkyû:
Si pregunto, me contestas.
Si no pregunto, no me contestas.
¿Qué hay entonces en tu corazón,
oh señor Bodhidharma?
¿Y qué es el corazón?
Es el sonido de la brisa entre los pinos
dibujado allí en una pintura.
Éste es el espíritu de la pintura oriental. Sus características esenciales son la organización del espacio, el trazo simplificado, lo que queda sin dibujar. Para decirlo con las palabras del pintor chino Chin Nung: «Si pintas bien la rama, el viento tendrá voz». Y el monje Dôgen, a quien cito una vez más, escribió: «¿No existen estos casos? La iluminación con la voz del bambú. El resplandor del corazón con la flor del durazno».
Sen’o Ikenobo, un maestro del arreglo floral, dijo una vez (la observación se puede hallar en sus «enseñanzas secretas»): «Con una rama florida y con un poco de agua, uno representa la vastedad de ríos y montañas. Al instante, todas las delicias afloran en profusión. Realmente, parece el hechizo de un mago».
El jardín japonés también simboliza la vastedad de la naturaleza. Mientras el jardín occidental tiende a ser simétrico, el jardín japonés es asimétrico, porque lo asimétrico tiene mayor fuerza para simbolizar lo múltiple y lo vasto. Esta asimetría, desde luego, se apoya en el equilibrio impuesto por la delicada sensibilidad del hombre japonés. De allí que nada sea tan complicado, variado, atento al detalle, como el arte de la jardinería japonesa. Así, existe la forma llamada kazansui (paisaje seco), compuesta enteramente por rocas, cuyo arreglo evoca montañas y ríos, e incluso sugiere al oleaje del océano rompiéndose contra los acantilados. En su mínima expresión, el jardín japonés se convierte en bonsai (jardín enano) o en bonseki (su versión seca).
La palabra sansui, que literalmente significa «montaña-agua», designa el concepto global de paisaje, incluyendo las nociones de pintura paisajista y de jardinería, con connotaciones de lo triste, árido y mísero.
En la ceremonia del té late ese espíritu resumido en los preceptos de armonía, reverencia, pureza y tranquilidad, que encierran una gran riqueza espiritual. La sala donde se practica la ceremonia del té, tan severamente simple y sencilla, implica una extensión ilimitada y la máxima elegancia.
Una sola flor deslumbra más que cien flores. Rikyû enseñó que no se deben emplear flores que hayan florecido totalmente. En el recinto para la ceremonia del té, aún hoy en día, la práctica generalizada es colocar una sola flor, y en pimpollo. En invierno, se prefiere una flor de estación, por ejemplo, la camelia, que lleva el nombre de «joya blanca» o wabisuke, que se podría traducir literalmente como «compañera en la soledad». Se eligen entre las camelias las variedades de menor tamaño, las más blancas, y en pimpollo. El blanco, que parece incoloro, además de resultar el color más puro, contiene en sí a todos los demás. Siempre debe haber rocío en ese pimpollo, humedecido apenas con unas gotas de agua.
En mayo se realiza el más espléndido de los arreglos para la ceremonia del té: se coloca una peonía en un celadón verde-azulado; un simple pimpollo de peonía con rocío. No solamente hay gotitas sobre la flor, sino también sobre el celadón.
La cerámica más valorada para usar como florero es la antigua iga, de los siglos XV y XVI. Al humedecerse, sus colores fulguran, parecen despertar nuevamente sus diferentes matices. La iga es cocida a muy altas temperaturas. Las cenizas de paja y el humo del combustible se van incorporando a su textura y, al descender la temperatura, parece hecha de vidrio, lo cual le confiere un brillo muy peculiar. Puesto que los colores no son artificiales, sino el resultado de la naturaleza operando en el horno, emergen las tonalidades y figuras más variadas, a las que se podría llamar rasgos y fantasías del horno. Estas texturas tan austeras, toscas y fuertes de la vieja iga adoptan un fulgor voluptuoso al ser humedecidas. Respiran junto con el rocío de las flores.
El buen gusto en la ceremonia del té también requiere que el tazón para beber esté humedecido antes de ser usado, para que produzca su propio suave fulgor.
Sen’o Ikenobo observó en otra ocasión (esto también está en sus «enseñanzas secretas») que «los montes y las riberas aparecerán en sus propias formas naturales». Al insuflar un nuevo espíritu en el arreglo floral, halló «flores» en cerámicas rotas y en ramas secas, y también la iluminación debida a esas flores. «Nuestros venerables antepasados arreglaron flores y buscaron la iluminación». Aquí advertimos un despertar del espíritu japonés bajo la influencia del Zen. Y quizás también sea éste el sentimiento de quienes vivieron en la devastación de largas guerras civiles.
Los cuentos de Ise, compilados en el siglo X, constituyen la más antigua colección japonesa de poemas y narraciones líricas, muchos de las cuales se podrían denominar cuentos cortos. Por uno de ellos, sabemos que el poeta Ariwara no Yukihira mostró un arreglo floral a sus invitados, diciéndoles: «Un hombre bondadoso tenía en un gran recipiente una glicina en flor, cuya rama florida superaba el metro y medio de largo».
Una rama de glicina de tal longitud es verdaderamente tan poco común que nos hace dudar de la credibilidad del autor; y, sin embargo, puedo sentir en esa enorme rama un símbolo de la cultura Heian.
Para el gusto japonés, la glicina es una flor de una elegancia muy femenina. Las ramas de glicina, cuando se mecen en la brisa, sugieren ductilidad, reticencia y suavidad. Cuando desaparecen y vuelven a surgir en el follaje temprano del verano, dan una imagen de desamparo, aunque, si se trataba de una rama de más de un metro y medio, no habría dudas de su magnificencia. Los japoneses emplean la expresión mono no aware para referirse a esta sensibilidad ante lo bello de la naturaleza. Que Japón haya absorbido y asimilado la cultura T’ang de China hace más de mil años, dando lugar a la magnífica cultura Heian, es algo tan prodigioso como aquella inusual glicina.
En el año 905 fue compilada, por orden del emperador, la primera Antología poética antigua y actual(Kokinshu); y, por la misma época, fueron escritos Los cuentos de Ise (Ise Monogatari), a los que siguieron las obras maestras de la prosa clásica japonesa, ambas escritas por mujeres: La historia de Genji (Genji Monogatari) —que data del año 907 al 1002—, de Murasaki Shikibu, y El libro de la almohada (Makura no soshi) —redactado entre el 966 y el 1017—, de Sei Shônagon. Estos libros dan nacimiento a una tradición que influyó e incluso tuvo dominio en la literatura japonesa durante los ocho siglos siguientes.
La historia de Genji marca el punto más alto alcanzado por la novela japonesa. No existe obra literaria comparable a ésa, ni entre las antiguas ni entre las actuales. Que un libro tan vigente hoy en día haya sido escrito en el siglo X es un milagro, y como tal es reconocido aun fuera de Japón.
Los clásicos literarios de la época Heian constituyeron mi principal lectura durante los años de mocedad, a pesar de mis limitadas posibilidades de comprensión de esos textos. La historia de Genji ha sido, pienso que por su índole, el libro del cual más se ha embebido mi corazón. Siglos después de haber sido escrito, persiste la fascinación por esa obra, a la que tantas imitaciones y reelaboraciones rinden homenaje. La historia de Genji fue una vasta y profunda fuente que alimentó a la poesía, a las bellas artes y a las artesanías artísticas e, incluso, a la jardinería.
Murasaki Shikibu y Sei Shônagon, y poetas tan famosas como Izumi Shikibu (979-?) y Akazome Emon (957-1041) fueron cortesanas en el séquito imperial. La cultura Heian fue cortesana y, por ende, femenina. Los días de La historia de Genji y de El libro de la almohadafueron los días gloriosos de aquella cultura, cuando su plena madurez se estaba tornando en decadencia. Uno siente la nostalgia y la culminación de aquel esplendor de la cultura cortesana, a la vez que advierte el florecimiento de la cultura dinástica. La corte imperial comenzó su declinación y, así, el poder pasó de la nobleza cortesana a la aristocracia guerrera, en cuyas manos permaneció, desde el establecimiento del shogunato de Kamakura (1192 al 1333), a partir del cual se sucedieron los shogunes hasta la restauración Meiji en 1868.
Sin embargo, no debe pensarse que desaparecieron la institución imperial o la cultura cortesana. En los inicios de la era de Kamakura, en 1205, se compiló la Nueva antología poética antigua y actual (Shinkokinshu), donde la técnica y el método de composición evolucionan aun más respecto de los poemas de la ya citada Kokinshu, para caer en muchos casos en mero virtuosismo verbal, pero con componentes misteriosos, sugerentes, evocativos e inferenciales, a los que se añaden elementos de fantasía sensual; todos presentan algo en común con la moderna poesía simbolista.
Saigyô (1118-1190), a quien ya he mencionado, fue el poeta que ligó ambas épocas, la Heian y la Kamakura.
Soñé con él porque en él pensaba.
Si hubiese sabido que era un sueño,
no hubiera querido despertar.
En sueños voy a él la noche entera.
Mas todo ese lapso no equivale
a un solo parpadeo en la vigilia.
Estos poemas, en que Ono no Komachi, de laKokinshu, canta a los sueños, resultan directos y reales. Pero los poemas de la Shinkokinshu —por ejemplo, los de la emperatriz Eifuku (1271-1342)— devienen un símbolo de esa melancolía delicadamente japonesa que siento más próxima a mi sensibilidad:
Brillando entre los bambúes
donde cantan los gorriones,
la luz del sol toma el color del otoño.
Caen las flores de hagi en el jardín,
el viento de otoño es penetrante.
Sobre el muro el tardío sol desaparece.
Los poemas ya citados, del monje Dôgen sobre «la nieve fría y transparente» y del monje Myôe acerca de la «luna de invierno, que vienes de las nubes a hacerme compañía», puede decirse que pertenecen casi al periodo de la Shinkokinshu. Myôe intercambió poemas con Saigyô y compuso narraciones poéticas. Según refiere en la biografía de Myôe su discípulo Mikai:
Saigyô venía frecuentemente para hablar de poesía. Afirmaba que su concepción de lo poético era inusual. Capullos de cerezo, el cuclillo, la luna, la nieve; enfrentados ante todas las manifestaciones de la naturaleza, sus ojos y sus oídos estaban llenos de vacío. Así, sus palabras no eran reales. Cuando cantaba a los capullos, los capullos no estaban en su mente; cuando cantaba a la luna, no pensaba en la luna. Escribía poemas ante un hecho casual, ante lo inmediato. El rojo arco iris del firmamento era el cielo coloreándose. La blanca luz del sol era el cielo tornándose brillante. Con su espíritu semejante al del cielo vacío, dio color a las más variadas escenas, sin que quedase huella alguna. En su poesía estaba Nyorai [persona que alcanzó el estado de Buda], la manifestación de la verdad última.
En ese párrafo está nítidamente expresado el vacío, la nada, según el concepto japonés o, mejor, oriental.
Ciertos críticos literarios han descrito mis obras como obras de vacío. Pero esto no debe tomarse en el sentido de nihilismo occidental. Pienso que tienen un fundamento espiritual bastante diferente.
Dôgen tituló su poema sobre las estaciones «Realidad innata», y cantándole a sus bellezas estaba profundamente inmerso en el Zen.
Yasunari Kawabata (Japón, 1899-1972)


EN EL AMABLE AZUL, por Friedrich Hölderlin

En el amable azul florece con el metálico techo el campanil. Lo circundan los chillidos de golondrinas en vuelo, lo envuelve el más conmovedor azul. El sol lo domina e ilumina las láminas, pero en lo alto la bandera quieta canta en el viento. Y si alguno desciende esas escalinatas bajo la campana, hay una vida en la quietud, pues cuando la figura está tan aislada, entonces la ductilidad del hombre emerge. Las ventanas desde donde resuenan las campanas son como puertas ante el umbral de la belleza. Es decir, puesto que las puertas son ahora como la naturaleza, semejan los árboles del bosque. Pero pureza es también belleza. Un grave espíritu surge al interior de lo diverso. Y tan simple sean las imágenes, sagradas son también, que uno teme describirlas. Los Celestes, empero, siempre benignos, tienen todo a la vez como quien es rico, virtud y felicidad. Es válido que el hombre los imite. ¿Es lícito, si la vida es puro cansancio, que un hombre se asome a mirar y diga: así quiero ser también? Sí. Hasta que la gentileza, pura, se conserve en su corazón, el hombre no se mide infelizmente con la divinidad. ¿Es desconocido Dios? ¿Es manifiesto como el cielo? Esto creo, más bien. Del hombre es la medida. Colmado de méritos, pero poéticamente, reside el hombre sobre esta tierra. Pero la sombra de la noche con las estrellas no es más pura, si me es dado decirlo, que el hombre, que imagen de la divinidad es llamado.

Friedrich Hölderlin (Alemania, 1770-1843)

Traducción de José Manuel Recillas


miércoles, 29 de junio de 2016

SI TUVIERA MI VIDA PARA VIVIR NUEVAMENTE, por Don Herold

Si pudiera vivir nuevamente mi vida...En la próxima, trataría de cometer más errores. No intentaría ser tan perfecto, me relajaría más. Sería mas tonto de lo que he sido, de hecho tomaría muy pocas cosas con seriedad.

Sería menos higiénico, correría más riesgos.Haría más viajes, contemplaría más atardeceres,subiría más montañas, nadaría más ríos.

Iría a más lugares donde nunca he ido, comería más helados y menos habas.
Tendría más problemas reales y menos imaginarios.

Yo fui una de esas personas que vivió sensata y prolíficamente
cada minuto de su vida. Claro que tuve momentos de alegría, pero si pudiese volver atrás, trataría de tener solamente buenos momentos.

Por si no lo saben, de eso está hecha la vida, solo de momentos.
No te pierdas el ahora.

Yo era uno de esos que nunca iba a ninguna parte sin un termómetro, una bolsa de agua caliente, un paraguas y un paracaídas. Si pudiese volver a vivir, viajaría mas liviano.

Si pudiera volver a vivir, comenzaría a andar descalzo a principios de la primavera y seguirá así hasta concluir el otoño. Daría más vueltas en carruaje, contemplaría más amaneceres y jugaría con niños. Si tuviera otra vez la vida por delante. 

Don Herold (Estados Unidos, 1889-1966)

Texto erróneamente atribuido al genial Jorge Luis Borges, traducido como "Momentos" o "Instantes" al castellano, y también erróneamente publicado en forma de poema, cuando en realidad fue escrito en prosa. La versión original fue publicada por Don Herold en 1935, y la definitiva en 1953. 

martes, 28 de junio de 2016

EL MARIACHI, por Juan Villoro

-¿Lo hacemos? -preguntó Brenda.

Vi su pelo blanco, dividido en dos bloques sedosos. Me encantan las mujeres jóvenes de pelo blanco. Brenda tiene cuarenta y tres pero su pelo es así desde los veinte. Le gusta decir que la culpa fue de su primer rodaje. Estaba en el desierto de Sonora como asistente de producción y tuvo que conseguir cuatrocientas tarántulas para un genio del terror. Lo logró, pero amaneció con el pelo blanco. Supongo que lo suyo es genético. De cualquier forma, le gusta verse como una heroína del profesionalismo que encaneció por las tarántulas.

En cambio, no me excitan las albinas. No quiero explicar las razones porque cuando se publican me doy cuenta de que no son razones. Suficiente tuve con lo de los caballos. Nadie me ha visto montar uno. Soy el único astro del mariachi que jamás se ha subido a un caballo. Los periodistas tardaron diecinueve videoclips en darse cuenta. Cuando me preguntaron, dije: «No me gustan los transportes que cagan.» Muy ordinario y muy estúpido. Publicaron la foto de mi BMW plateado y mi 4x4 con asientos de cebra. La Sociedad Protectora de Animales se avergonzó de mí. Además, hay un periodista que me odia y que consiguió una foto mía en Nairobi, con un rifle de alto poder. No cacé ningún león porque no le di a ninguno, pero estaba ahí, disfrazado de safari. Me acusaron de antimexicano por matar animales en África.

Declaré lo de los caballos después de cantar en un palenque de la Feria de San Marcos hasta las tres de la mañana. En dos horas me iba a Irapuato. ¿Alguien sabe lo que se siente estar jodido y tener que salir de madrugada a Irapuato? Quería meterme en un jacuzzi, dejar de ser mariachi. Eso debí haber dicho: «Odio ser mariachi, cantar con un sombrero de dos kilos, desgarrarme por el rencor acumulado en rancherías sin luz eléctrica.» En vez de eso, hablé de caballos.

Me dicen El Gallito de Jojutla porque mi padre es de ahí. Me dicen Gallito pero odio madrugar. Aquel viaje a Irapuato me estaba matando, junto con las muchas otras cosas que me están matando.

«¿Crees que hubiera llegado a neurofisióloga estando así de buena?», me preguntó Catalina una noche. Le dije que no para no discutir. Ella tiene mente de guionista porno: le excita imaginarse como neurofisióloga y despertar tentaciones en el quirófano. Tampoco le dije esto, pero hicimos el amor con una pasión extra, como si tuviéramos que satisfacer a tres curiosos en el cuarto. Entonces le pedí que se pintara el pelo de blanco.

Desde que la conozco. Cata ha tenido el pelo azul, rosa y guinda. «No seas pendejo», me contestó: «No hay tintes blancos.» Entonces supe por qué me gustan las mujeres jóvenes con pelo blanco. Están fuera del comercio. Se lo dije a Cata y volvió a hablar como guionista porno: «Lo que pasa es que te quieres coger a tu mamá.»

Esta frase me ayudó mucho. Me ayudó a dejar a mi psicoanalista. El doctor opinaba lo mismo que Brenda. Había ido con él porque estaba harto de ser mariachi. Antes de acostarme en el diván cometí el error de ver su asiento: tenía una rosca inflable. Tal vez a otros pacientes les ayude saber que su doctor tiene hemorroides. Alguien que sufre de manera íntima puede ayudar a confesar horrores. Pero no a mí. Sólo seguí en terapia porque el psicoanalista era mi fan. Se sabía todas mis canciones (o las canciones que canto: no he compuesto ninguna), le parecía interesantísimo que yo estuviera ahí, con mi célebre voz, diciendo que la canción ranchera me tenía hasta la madre.

Por esos días se publicó un reportaje en el que me comparaban con un torero que se psicoanalizó para vencer su temor al ruedo. Describían la más terrible de sus cornadas: los intestinos se le cayeron a la arena en la Plaza México, los recogió y pudo correr hasta la enfermería. Esa tarde iba vestido en los colores obispo y oro. El psicoanálisis lo ayudó a regresar al ruedo con el mismo traje.

Mi doctor me adulaba de un modo ridículo que me encantaba. Llené el Estadio Azteca, con la cancha incluida, y logré que ciento treinta mil almas babearan. El doctor babeaba sin que yo cantara.

Mi madre murió cuando yo tenía dos años. Es un dato esencial para entender por qué puedo llorar cada vez que quiero. Me basta pensar en una foto. Estoy vestido de marinero, ella me abraza y sonríe ante el hombre que va a manejar el Buick en el que se volcaron. Mi padre bebió media botella de tequila en el rancho al que fueron a comer. No me acuerdo del entierro pero cuentan que se tiró llorando a la fosa. Él me inició en la canción ranchera. También me regaló la foto que me ayuda a llorar: mi madre sonríe, enamorada del hombre que la va a llevar a un festejo; fuera de cuadro, mi padre dispara la cámara, con la alegría de los infelices.

Es obvio que quisiera recuperar a mi madre, pero además me gustan las mujeres de pelo blanco. Cometí el error de contarle al psicoanalista la tesis que Cata sacó de la revista Contenido: «Eres edípico, por eso no te gustan las albinas, por eso quieres una mamá con canas.» El doctor me pidió más detalles de Cata. Si hay algo en lo que no puedo contradecirla, es en su idea de que está buenísima. El doctor se excitó y dejó de elogiarme. Fui a la última sesión vestido de mariachi porque venía de un concierto en Los Ángeles. Él me pidió que le regalara mi corbatín tricolor. ¿Tiene caso contarle tu vida íntima a un fan?

Catalina también estuvo en terapia. Esto le ayudó a «internalizar su buenura». Según ella, podría haber sido muchas cosas (casi todas espantosas) a causa de su cuerpo. En cambio, considera que yo sólo podría haber sido mariachi. Tengo voz, cara de ranchero abandonado, ojos del valiente que sabe llorar. Además soy de aquí. Una vez soñé que me preguntaban: «¿Es usted mexicano?» «Sí, pero no lo vuelvo a ser.» Esta respuesta, que me hubiera aniquilado en la realidad, entusiasmaba a todo mundo en mi sueño.

Mi padre me hizo grabar mi primer disco a los dieciséis años. Ya no estudié ni busqué otro trabajo. Tuve demasiado éxito para ser diseñador industrial.

Conocí a Catalina como a mis novias anteriores: ella le dijo a mi agente que estaba disponible para mí. Leo me comentó que Cata tenía pelo azul y pensé que a lo mejor podría pintárselo de blanco. Empezamos a salir. Traté de convencerla de que se decolorara pero no quiso. Además, las mujeres de pelo blanco son inimitables.

La verdad, he encontrado pocas mujeres jóvenes de pelo blanco. Vi una en París, en el salón VIP del aeropuerto, pero me paralicé como un imbécil. Luego estuvo Rosa, que tenía veintiocho, un hermoso pelo blanco y un ombligo con una incrustación de diamante que sólo conocí por los trajes de baño que anunciaba. Me enamoré de ella en tal forma que no me importó que dijera «jaletina» en vez de gelatina. No me hizo caso. Detestaba la música ranchera y quería un novio rubio.

Cuando un periodista me preguntó cuál era mi máximo anhelo, dije que viajar al espacio exterior en la nave Columbia. No hablé de mujeres.

Entonces conocí a Brenda. Nació en Guadalajara pero vive en España. Se fue allá huyendo de los mariachis y ahora regresaba con una venganza: Chus Ferrer, cineasta genial del que yo no sabía nada, estaba enamorado de mí y me quería en su próxima película, costara lo que costara. Brenda vino a conseguirme.

Se hizo gran amiga de Catalina y descubrieron que odiaban a los mismos directores que les habían estropeado la vida (a Brenda como productora y a Cata como eterna aspirante a actriz de carácter).

«Para su edad, Brenda tiene bonita figura, ¿no crees?», opinó Cata. «Me voy a fijar», contesté.

Ya me había fijado. Catalina pensaba que Brenda estaba vieja. «Bonita figura» es su manera de elogiar a una monja por ser delgada.

Sólo me gustan las películas de naves espaciales y las de niños que pierden a sus padres. No quería conocer a un genio gay enamorado de un mariachi que por desgracia era yo. Leí el guión para que Catalina dejara de joder. En realidad sólo me entregaron trozos, las escenas en las que yo salía. «Woody Allen hace lo mismo», me explicó ella: «Los actores se enteran de lo que trata la película cuando la ven en el cine. Es como la vida: sólo ves tus escenas y se te escapa el plan de conjunto.» Esta última idea me pareció tan correcta que pensé que Brenda se la había dicho.

Supongo que Catalina aspiraba a que le dieran un papel. «¿Qué tal tus escenas?», me decía a cada rato. Las leí en el peor de los momentos. Se canceló mi vuelo a Salvador porque había huracán y tuve que ir en jet privado. Entre las turbulencias de Centroamérica el papel me pareció facilísimo. Mi personaje contestaba a todo «¡qué fuerte!» y se dejaba adorar por una banda de motociclistas catalanes.

«¿Qué te pareció la escena del beso?», me preguntó Catalina. Yo no la recordaba. Ella me explicó que iba a darle «un beso de tornillo» a un «motero muy guarro». La idea le parecía fantástica: «Vas a ser el primer mariachi sin complejos, un símbolo de los nuevos mexicanos.» «¿Los nuevos mexicanos besan motociclistas?», pregunté. Cata tenía los ojos encendidos: «¿No estás harto de ser tan típico? La película de Chus te va a catapultar a otro público. Si sigues como estás, al rato sólo vas a ser interesante en Centroamérica.»

No contesté porque en ese momento empezaba una carrera de Fórmula 1 y yo quería ver a Schumacher. La vida de Schumacher no es como los guiones de Woody Allen: él sabe dónde está la meta. Cuando me conmovió que Schumacher donara tanto dinero para las víctimas del tsunami, Cata dijo: «¿Sabes por qué da tanta lana? De seguro le avergüenza haber hecho turismo sexual allá.» Hay momentos así: Un hombre puede acelerar a trescientos cincuenta kilómetros por hora, puede ganar y ganar y ganar, puede donar una fortuna y sin embargo puede ser tratado de ese modo, en mi propia cama. Vi el fuete de montar con el que salgo al escenario (sirve para espantar las flores que me avientan). Cometí el error de levantarlo y decir: «¡Te prohíbo que digas eso de mi ídolo!» En un mismo instante, Cata vio mi potencial gay y sadomasoquista: «¿Ahora resulta que tienes un ídolo?», sonrió, como anhelando el primer fuetazo. «Me carga la chingada», dije, y bajé a la cocina a hacerme un sándwich.

Esa noche soñé que manejaba un Ferrari y atropellaba sombreros de charro hasta dejarlos lisitos, lisitos.

Mi vida naufragaba. El peor de mis discos, con las composiciones rancheras del sinaloense Alejandro Ramón, acababa de convertirse en disco de platino y se habían agotado las entradas para mis conciertos en Bellas Artes con la Sinfónica Nacional. Mi cara ocupaba cuatro metros cuadrados de un cartel en la Alameda. Todo eso me tenía sin cuidado. Soy un astro, perdón por repetirlo, de eso no me quejo, pero nunca he tomado una decisión. Mi padre se encargó de matar a mi madre, llorar mucho y convertirme en mariachi. Todo lo demás fue automático. Las mujeres me buscan a través de mi agente. Viajo en jet privado cuando no puede despegar el avión comercial. Turbulencias. De eso dependo. ¿Qué me gustaría? Estar en la estratosfera, viendo la Tierra como una burbuja azul en la que no hay sombreros.

En eso estaba cuando Brenda llamó de Barcelona. Pensé en su pelo mientras ella decía: «Chus está que flipa por ti. Suspendió la compra de su casa en Lanzarote para esperar tu respuesta. Quiere que te dejes las uñas largas como vampiresa. Un detalle de mariquita un poco cutre. ¿Te molesta ser un mariachi vampiresa? Te verías chuli. También a mí me pones mucho. Supongo que Cata ya te dijo.» Me excitó enormidades que alguien de Guadalajara pudiera hablar de ese modo. Me masturbé al colgar, sin tener que abrir la revista Lord que tengo en el baño. Luego, mientras veía caricaturas, pensé en la última parte de la conversación: «Supongo que Cata ya te dijo.» ¿Qué debía decirme? ¿Por qué no lo había hecho?

Minutos después, Cata llegó a repetir lo mucho que me convendría ser un mariachi sin prejuicios (contradicción absoluta: ser mariachi es ser un prejuicio nacional). Yo no quería hablar de eso. Le pregunté de qué hablaba con Brenda. «De todo. Es increíble lo joven que es para su edad. Nadie pensaría que tiene cuarenta y tres.» «¿Qué dice de mí?» «No creo que te guste saberlo.» «No me importa.» «Ha tratado de desanimar a Chus de que te contrate. Le pareces demasiado ingenuo para un papel sofisticado. Dice que Chus tiene un subidón contigo y ella le pide que no piense con su pene.» «¿Eso le pide?» «¡Así hablan los españoles!» «¡Brenda es de Guadalajara!» «Lleva siglos allá, se define como prófuga de los mariachis, tal vez por eso no le gustas.»

Hice una pausa y dije lo que acababa de pasar: «Brenda habló hace rato. Dijo que le encanto.» Cata respondió como un ángel de piedra: «Te digo que es de lo más profesional: hace cualquier cosa por Chus.»

Quería pelearme con ella porque me acababa de masturbar y no tenía ganas de hacer el amor. Pero no se me ocurrió cómo ofenderla mientras se abría la blusa. Cuando me bajó los pantalones, pensé en Schumacher, un killer del kilometraje. Esto no me excitó, lo juro por mi madre muerta, pero me inyectó voluntad. Follamos durante tres horas, un poco menos que una carrera Fórmula 1. (Había empezado a usar la palabra «follar».)

Terminé mi concierto en Bellas Artes con «Se me olvidó otra vez». Al llegar a la estrofa «en la misma ciudad y con la misma gente...», vi al periodista que me odia en la primera fila. Cada vez que cumplo años publica un artículo en el que comprueba mi homosexualidad. Su principal argumento es que llego a otro aniversario sin estar casado. Un mariachi se debe reproducir como semental de crianza. Pensé en el motociclista al que debía darle un beso de tornillo, vi al periodista y supe que iba a ser el único que escribiría que soy puto. Los demás hablarían de lo viril que es besar a otro hombre porque lo pide el guión.

El rodaje fue una pesadilla. Chus Ferrer me explicó que Fassbinder había obligado a su actriz principal a lamer el piso del set. Él no fue tan cabrón: se conformó con untarme basura para «amortiguar mi ego». Me fue un poco mejor que a los iluminadores a los que les gritaba: «¡Horteras del PP!» Cada que podía, me agarraba las nalgas.

Tuve que esperar tanto tiempo en el set que me aficioné al Nintendo. Brenda me parecía cada vez más guapa. Una noche fuimos a cenar a una terraza. Por suerte, Catalina fumó hashish y se durmió sobre su plato. Brenda me dijo que había tenido una vida «muy revuelta». Ahora llevaba una existencia solitaria, algo necesario para satisfacer los caprichos de producción de Chus Ferrer. «Eres el más reciente de ellos», me vio a los ojos: «¡Qué trabajo me dio convencerte!» «No soy actor, Brenda», hice una pausa. «Tampoco quiero ser mariachi», agregué. «¿Qué quieres?», ella sonrió de un modo fascinante. Me gustó que no dijera: «¿Qué quieres ser?» Parecía sugerir: «¿Qué quieres ahora?» Brenda fumaba un purito. Vi su pelo blanco, suspiré como sólo puede suspirar un mariachi que ha llenado estadios, y no dije nada.

Una tarde visitó el set una estrella del cine porno. «Tiene su sexo asegurado en un millón de euros», me dijo Catalina. Brenda estaba al lado y comentó: «La polla de los millones.» Explicó que ése había sido el eslogan de la Lotería Nacional en México en los años sesenta. «Te acuerdas de cosas viejísimas», dijo Cata. Aunque la frase era ofensiva, se fueron muy contentas a cenar con el actor porno. Yo me quedé para la escena del beso de tornillo.

El actor que representaba al motociclista catalán era más bajo que yo y tuvieron que subirlo en un banquito. Había tomado pastillas de ginseng para la escena. Como yo ya había vencido mis prejuicios, ese detalle me pareció una mariconada.

Por cuatro semanas de rodaje cobré lo que me dan por un concierto en cualquier ranchería de México.

En el vuelo de regreso nos sirvieron ensalada de tomate y Cata me contó un truco profesional del actor porno: comía mucho tomate porque mejora el sabor del semen. Las actrices se lo agradecían. Esto me intrigó. ¿En verdad había ese tipo de cortesías en el porno? Me comí el tomate de mi plato y el del suyo, pero al llegar a México dijo que estaba muerta y no quiso chuparme.

La película se llamó Mariachi Baby Blues. Me invitaron a la premier en Madrid y al recorrer la alfombra roja vi a un tipo con las manos extendidas, como si midiera una yarda. En México el gesto hubiera sido obsceno. En España también lo era, pero sólo lo supe al ver la película. Había una escena en la que el motociclista se acercaba a tocar mi pene y aparecía un miembro descomunal, en impresionante erección. Pensé que el actor porno había ido al set para eso. Brenda me sacó de mi error: «Es una prótesis. ¿Te molesta que el público crea que ése es tu sexo?»

¿Qué puede hacer una persona que de la noche a la mañana se convierte en un fenómeno genital? En la fiesta que siguió a la premier, la reina del periodismo rosa me dijo: «¡Qué descaro tan canalla!» Brenda me contó de famosos que habían sido sorprendidos en playas nudistas y tenían sexos como mangueras de bombero. «¡Pero esos sexos son suyos!», protesté. Ella me vio como si imaginara el tamaño de mi sexo y se decepcionara y fuera buenísima conmigo y no dijera nada. Quería acariciar su pelo, llorar sobre su nuca. Pero en ese momento llegó Catalina, con copas de champaña. Salí pronto de la fiesta y caminé hasta la madrugada por las calles de Madrid.

El cielo empezaba a volverse amarillo cuando pasé por el Parque del Retiro. Un hombre sostenía cinco correas muy largas, atadas a perros esquimales. Tenía la cara cortada y ropas baratas. Hubiera dado lo que fuera por no tener otra obligación que pasear los perros de los ricos. Los ojos azules de los perros me parecieron tristes, como si quisieran que yo me los llevara y supieran que era incapaz de hacerlo.

Regresé tan cansado al Hotel Palace que apenas me sorprendió que Cata no estuviera en la suite.

Al día siguiente, todo Madrid hablaba de mi descaro canalla. Pensé en suicidarme pero me pareció mal hacerlo en España. Me subiría a un caballo por primera vez y me volaría los sesos en el campo mexicano.

Cuando aterricé en el D. F. (sin noticias de Catalina) supe que el país me adoraba de un modo muy extraño. Leo me entregó una carpeta con elogios de la prensa por trabajar en el cine independiente. Las palabras «hombría» y «virilidad» se repetían tanto como «cine en estado puro» y «cine total». Según yo, Mariachi Baby Blues trataba de una historia dentro de una historia dentro de una historia, donde todo mundo acababa haciendo lo que no quería hacer al principio y era muy feliz así. A los críticos esto les pareció muy importante.

Mi siguiente concierto -nada menos que en el Auditorio Nacional- fue tremendo: el público llevaba penes hechos con globos. Me había convertido en el garañón de la patria. Me empezaron a decir el Gallito Inglés y un club de fans se puso «Club de Gallinas». 
Catalina había pronosticado que la película me convertiría en actor de culto. Traté de localizarla para recordárselo, pero seguía en España. Recibí ofertas para salir desnudo en todas partes. Mi agente se triplicó el sueldo y me invitó a conocer su nueva casa, una mansión en el Pedregal, dos veces más grande que la mía, donde había un sacerdote. Hubo una misa para bendecir la casa y Leo agradeció a Dios por ponerme a su lado. Luego me pidió que fuéramos al jardín. Me dijo que Vanessa Obregón quería conocerme. La ambición de Leo no tiene límites: le convenía que yo saliera con la bomba sexy de la música grupera. Pero yo no podía estar con una mujer sin decepcionarla, o sin tener que explicarle la absurda situación a la que me había llevado la película.

Di miles de entrevistas en las que nadie me creyó que no estuviera orgulloso de mi pene. Fui declarado el latino más sexy por una revista de Los Ángeles, el bisexual más sexy por una revista de Ámsterdam y el sexy más inesperado por una revista de Nueva York. Pero no me podía bajar los pantalones sin sentirme disminuido.

Finalmente, Catalina regresó de España a humillarme con su nueva vida: era novia del actor porno. Me lo dijo en un restorán donde tuvo el mal gusto de pedir ensalada de tomate. Pensé en la dieta del rey porno, pero apenas tuve tiempo de distraerme con esta molestia porque Cata me pidió una fortuna por «gastos de separación». Se los di para que no hablara de mi pene.

Fui a ver a Leo a las dos de la madrugada. Me recibió en el cuarto que llama «estudio» porque tiene una enciclopedia. Sus pies descalzos repasaban una piel de puma mientras yo hablaba. Tenía puesta una bata de dragones, como un actor que interpreta a un agente vulgar. Le hablé de la extorsión de Cata.

«Tómala como una inversión», me dijo él.

Esto me calmó un poco, pero yo estaba liquidado. Ni siquiera me podía masturbar. Un plomero se llevó la revista Lord que tenía en el baño y no la extrañé.

Leo siguió moviendo sus hilos. La limusina que pasó por mí para llevarme a la gala de MTV Latino había pasado antes por una mulata espectacular que sonreía en el asiento trasero. Leo la había contratado para que me acompañara a la ceremonia y aumentara mi leyenda sexual. Me gustó hablar con ella (sabía horrores de la guerrilla salvadoreña), pero no me atreví a nada más porque me veía con ojos de cinta métrica.

Volví a psicoanálisis: dije que Catalina era feliz a causa de un gran pene real y yo era infeliz a causa de un gran pene imaginario. ¿Podía la vida ser tan básica? El doctor dijo que eso le pasaba al noventa por ciento de sus pacientes. No quise seguir en un sitio tan común.

Mi fama es una droga demasiado fuerte. Necesito lo que odio. Hice giras por todas partes, lancé sombreros a las gradas, me arrodillé al cantar «El hijo desobediente», grabé un disco con un grupo de hip-hop. Una tarde, en el Zócalo de Oaxaca, me senté en un equipal y oí buen rato la marimba. Bebí dos mezcales, nadie me reconoció y creí estar contento. Vi el cielo azul y la línea blanca de un avión. Pensé en Brenda y le hablé desde mi celular.

«Te tardaste mucho», fue lo primero que dijo. ¿Por qué no la había buscado antes? Con ella no tenía que aparentar nada. Le pedí que fuera a verme. «Tengo una vida, Julián», dijo en tono de exasperación. Pero pronunció mi nombre como si yo nunca lo hubiera escuchado. Ella no iba a dejar nada por mí. Yo cancelé mi gira al Bajío.

Pasé tres días de espanto en Barcelona, sin poder verla. Brenda estaba «liada» en una filmación. Finalmente nos encontramos, en un restorán que parecía planeado para japoneses del futuro.

«¿Quieres saber si te conozco?», dijo, y yo pensé que citaba una canción ranchera. Me reí, nomás por reaccionar, y ella me vio a los ojos. Sabía la fecha de la muerte de mi madre, el nombre de mi ex psicoanalista, mi deseo de estar en órbita, me admiraba desde un tiempo que llamó «inmemorial». Todo empezó cuando me vio sudar en una transmisión de Telemundo. Se había tomado un trabajo increíble para ligarme: convenció a Chus de que me contratara, escribió mis parlamentos en el guión, le presentó a Cata al actor porno, planeó la escena del pene artificial para que mi vida diera un vuelco. «Sé quién eres, y tengo el pelo blanco», sonrió. «Tal vez pienses que soy manipuladora. Soy productora, que es casi lo mismo: produje nuestro encuentro.»

Vi sus ojos, irritados por las desveladas del rodaje. Fui un mariachi torpe y dije: «Soy un mariachi torpe.» «Ya lo sé», Brenda me acarició la mano.

Entonces me contó por qué me quería. Su historia era horrible. Justificaba su odio por Guadalajara, el mariachi, el tequila, la tradición y la costumbre. Le prometí no contársela a nadie. Sólo puedo decir que ella había vivido para escapar de esa historia hasta que supo que no tenía otra historia que escapar de su historia. Yo era «su boleto de regreso».

Pensé que nos acostaríamos esa noche pero ella aún tenía una producción pendiente: «No me quiero meter con tu trabajo pero tienes que aclarar lo del pene.» «El pene no es mi trabajo: ¡lo inventaron ustedes!» «Eso, lo inventamos nosotros. Un recurso del cine europeo. Se me había olvidado lo que un pene puede hacer en México. No quiero salir con un hombre pegado a un pene.» «No estoy pegado a un pene, lo tengo chiquito», dije. «¿Qué tan chiquito?», se interesó Brenda. «Chiquito normal. Velo tú.»

Entonces ella quiso que yo conociera sus principios morales: «Lo tienen que ver todos tus fans», contestó: «Ten la valentía de ser normal.» «No soy normal: ¡soy el Gallito de Jojutla, mis discos se venden hasta en las farmacias!» «Lo tienes que hacer. Estoy harta de un mundo falocéntrico.» «¿Pero tú sí vas a querer mi pene?» «¿Tu pene chiquito normal?», Brenda bajó la mano hasta mi bragueta, pero no me tocó. «¿Qué quieres que haga?», le pregunté.

Ella tenía un plan. Siempre tiene un plan. Yo saldría en otra película, una crítica feroz al mundo de las celebridades, y haría un desnudo frontal. Mi público tendría una versión descarnada y auténtica de mí mismo. Cuando pregunté quién dirigía la película, me llevé otra sorpresa. «Yo», respondió Brenda: «Se llama Guadalajara.»

Tampoco ella me dio a leer el guión completo. Las escenas en las que aparezco son raras, pero eso no quiere decir nada: el cine que me parece raro gana premios. Una tarde, en un descanso del rodaje, entré a su tráiler y le pregunté: «¿Qué crees que pase conmigo después de Guadalajara?» «¿Te importa mucho?», respondió.

Brenda se había esforzado como nadie para estar conmigo. Si la abrazaba en ese momento me soltaría a llorar. Me dio miedo ser débil al tocarla pero me dio más miedo que ella no quisiera tocarme nunca. Algo había aprendido de Cata: el cuerpo tiene partes que no son platónicas:

«¿Te vas a acostar conmigo?», le pregunté.

«Nos falta una escena», dijo, acariciándose el pelo.
Despejó el set para filmarme desnudo. Los demás salieron de malas porque el catering acababa de llegar con la comida. Brenda me situó junto a una mesa de la que salía un rico olor a embutidos.

Se quedó un momento frente a mí. Me vio de una manera que no puedo olvidar, como si fuéramos a cruzar un río. Sonrió y dijo lo que los dos esperábamos:

-¿Lo hacemos? -se colocó detrás de la cámara.

En la mesa del bufet había un platón de ensalada. Yo estaba a treinta centímetros de ahí.

La vida es un caos pero tiene secretos: antes de bajarme los pantalones, me comí un tomate.


Juan Villoro (México, 1956)