jueves, 31 de marzo de 2016

YOSAKU Y EL PAJARO. Cuento popular japonés

Hace muchos años, en Japón, había un joven muy pobre que vivía en una casita en medio de un gran bosque. Se llamaba Yosaku y se ganaba la vida recogiendo leña de la montaña para después venderla en la ciudad.
Un día que nevaba y hacía mucho frío, Yosaku salió como siempre de su casa para vender la leña en el mercado. Con lo que le dieron por la leña, se compró la comida para aquel día. De regreso a casa, oyó unos sonidos muy extraños. Al acercarse, descubrió un pájaro que estaba prisionero en una trampa.
– Pobre pájaro – pensó. Voy a ayudarlo a librarse de la trampa. Está sufriendo mucho.
Lo liberó de la trampa y el pájaro alzó el vuelo con gran alegría. Yosaku sonrió satisfecho y siguió su camino hacia casa. Había empezado a nevar y hacía mucho frío.
Una vez en casa y mientras encendía la chimenea, llamaron a la puerta. Yosaku no tenía ni idea de quién podía ser.
¡Qué sorpresa! Cuando abrió la puerta vio una joven preciosa, que estaba tiritando de frío. Yosaku le dijo:
– Pasa y caliéntate.
La joven explicó a Yokaku que se dirigía a visitar a un familiar que vivía cerca de allí.
– Ya es de noche- dijo Yosaku mientras miraba por la ventana.
– Sí – contestó la joven. – ¿Dejarías que me quedara a dormir esta noche aquí? – preguntó
– Me gustaría, de veras, Pero soy pobre y no tengo cama ni nada para comer.
– No me hace falta. –contestó la joven
– Entonces, puedes quedarte. – dijo Yosaku
Durante la noche, la joven hizo todas las faenas de la casa. Cuando Yosaku se despertó la mañana siguiente se puso muy contento al ver todo tan limpio.
Continuó nevando sin parar un día tras otro y la joven le preguntó: – ¿Puedo quedarme hasta que deje de nevar?
– Por supuesto que sí – contestó Yosaku
Pasaban los días y no paraba de nevar. Yosaku y la joven se hicieron muy amigos y poco a poco se fueron enamorando. Un día ella le preguntó:
– ¿Quieres casarte conmigo? Así siempre estaremos juntos
– Sí – contestó Yosaku. – ¡Acepto!
– A partir de ahora me puedes llamar Otsuru- dijo la joven
Después de casarse, Otsuru trabajaba y ayudaba mucho a su marido. Yosaku estaba muy feliz.
Un día, cuando Yosaku iba a salir a vender la leña, Otsuru le pidió que le comprara hilos de seda de colores. Iba a tejer. Mientras su marido iba al mercado a vender la leña y le compraba los hilos, Otsuru se quedó en casa preparando el telar para tejer. Cuando Yosaku, Otsuru se encerró en una habitación y le pidió que no entrara mientras ella trabajaba.
Otsuru pasó tres días tejiendo sin salir de la habitación y no comía ni dormía. Cuando acabó de tejer salió de la habitación e inmediatamente le enseñó a Yosaku el tejido que había hecho. Yosaku quedó maravillado. Era un tejido fino y delicado que combinaba colores y tonalidades de una manera increíble. Parecía imposible que unas manos fuesen capaces de crear un tejido de esa belleza.
– ¡Qué tejido tan bonito! ¡Es una maravilla! – exclamó Yosaku
– Podrías venderlo en la ciudad y sacarías mucho dinero- le dijo Otsuru
Yosaku fue a la ciudad ofreciendo a los señores ricos el precioso tejido. El rey, que paseaba por el mercado, vio el tejido y lo quiso comprar. Le ofreció mucho dinero a Yosaku, que volvió a casa muy contento y le dio las gracias a su esposa. Le dijo que el rey quería más tejido de aquél.
– No te preocupes- dijo Otsuru,- Ahora mismo me pongo a tejer más.
Esta vez también tardó cuatro días en tejer y estuvo sin comer ni dormir. Estaba muy débil cuando salió de la habitación.
Ella le dijo:
– Ya lo he acabado pero es la última vez que lo hago
– sí, sí – dijo Yosaku. No quiero que enfermes de tanto trabajar.
Yosaku llevó el tejido al rey quién le pagó muy bien. Cuando el rey miró la pieza dijo:
– Necesitaré más para el kimono de la princesa
Yosaku le explicó que era la última pieza que vendía, que era imposible que se hiciera más. Pero el rey amenazó con degollarlo si no le vendía más tejido. Así que Yosaku tuvo que ceder a la fuerza.
Cuando llegó a casa, Yosaku le explicó lo que había ocurrido a Otsuru y le pidió que por favor tejiera una vez más otra pieza. Otsuru aceptó el encargo y se metió en la habitación a tejer como las otras veces. Pero pasaron los días y Otsuru no salía de la habitación. Yosaku estaba muy preocupado por Otsuru, que estaba débil y delgada pero trabajaba sin parar. Como no podía entrar en la habitación, cada día se inquietaba más. Pero un día Yosaku no pudo resistirlo y decidió entrar en la habitación para ver como estaba su esposa. Y entonces vio una cosa sorprendente: un precioso pájaro que tejía con sus propias alas. El pájaro se giró y al ver a Yosaku empezó a cambiar de forma y se transformó en Otsuru. Yosaku no podía creer lo que veían sus ojos.
– ¡Has descubierto mi secreto! – exclamó. – Yo soy el pájaro que un día ayudaste a librarse de la trampa…..- dijo entre sollozos
Yosaku se había quedado sin habla
– Pero ahora que has descubierto mi secreto, me tendré que ir – dijo. Y cuando había acabado de decirlo, Otsuru se transformó otra vez en el pájaro y salió volando por la ventana.
Yosaku empezó entonces a gritar llorando:
– Espera, vuelve por favor, vuelve!!!!!!
Pero el pájaro ya había alzado el vuelo y se alejaba emitiendo sonidos tristes.

Anónimo

miércoles, 30 de marzo de 2016

VEN, SÍGUEME. Por Rita Antoinette Rizzo

"No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros; y os he destinado a que vayáis y deis fruto" (Jn. 15, 16). Jesús quería que sus discípulos y todos aquellos que eligieran seguirle en el futuro, comprendieran la esencia de su vocación. Una vocación a la vida religiosa y en particular a la vida contemplativa, es una llamada especial. No puede explicarse, sólo aceptarse. Es una voz silenciosa cuya urgencia crea en el alma un ardiente deseo de conocer a Dios, de estar con Dios, de servir a Dios y de dedicarse completa y totalmente a Dios. No es algo que el alma decide - es una aceptación de la elección hecha por Dios - es un gesto de amor por parte del alma y una efusión de amor misericordioso por parte de Dios.

La vida religiosa es un encuentro con el Dios vivo. A veces ese encuentro va precedido por una especie de angustia del alma que busca, que intenta desesperadamente no oír, que corre en la dirección opuesta y frenéticamente intenta disuadirse de responder a la invitación. Esto es así porque el mundo ha condicionado nuestras mentes para creer sólo en lo que vemos y no aventurarnos nunca en lo desconocido salvo que se garantice el "éxito".

En la cita de San Juan, Jesús invitaba a dos cosas - "ir y dar fruto".Este ir supone un cambio de lugar, obra y misión pero más que nada un cambio de sí mismo. Una vocación no sólo pide un don de talento, tiempo, posesiones, familia y amigos sino el don de uno mismo. "A menos que el grano de trigo no caiga en tierra y muera, queda sólo un simple grano" (Jn. 12, 24). Entregar las más preciadas posesiones de uno y a uno mismo no es tan negativo como parece. Dios no hace peticiones que nos dejen en una especie de vacío. San Pedro preguntó a Jesús qué recompensa se daría a los que hubieran dejado todo por Él y Jesús respondió: "Todo aquel que haya dejado casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos o hacienda por mi nombre recibirá el ciento por uno y heredará la vida eterna" (Mt. 19, 29).

Una vocación es un don del principio al fin - una llamada a elevarse por encima de las cosas de este mundo y demostrar por un testimonio de vida que hay algo más y mejor por venir. Los que han sido llamados a este papel de testigo no están desprovistos de amor, consuelo o alegría. Solamente encuentran estos dones en un nivel más espiritual y duradero. Sus personalidades no se destruyen en algún acto sacrificial de piedad, sino que se desarrollan y hacen más hermosas por la gracia de Dios que se derrama constantemente en sus vasijas que se vacían.

La gracia construye la naturaleza y, contrariamente a la creencia popular, los llamados por Dios a ser santos de esta manera específica encuentran su identidad, llenan su vida, aman sin límite y están libres de ataduras. No temen conocerse a sí mismos, pues el autoconocimiento les hace lo bastante humildes y sabios para darse cuenta de cuánto necesitan a Dios como Salvador y Señor. Esta toma de conciencia es el comienzo de la libertad - la puerta de la santidad - la entrada al Templo de Dios.

Para asegurarse de este autoconocimiento y desarrollo positivo en santidad, los llamados por Dios a ser religiosos se obligan a vivir en comunidad y a consagrar sus más preciadas posesiones - las facultades de sus almas - mediante los tres votos de Pobreza, Castidad y Obediencia. 

Los Votos no son Cadenas que atan, sino Llaves que abren - no son cosas sacrificadas, sino dones recibidos - no son privaciones que deforman, sino libertades que entregan - no son la mirra de la penitencia, sino el incienso de sacrificios que ascienden amablemente al trono de Dios. 

Las facultades purificadas son como tres anillos, cada uno más hermoso que el otro, siempre creciendo en valor y brillo, conforme reflejan cada vez más la Fuente de la que vienen - Dios.

Estos pensamientos no son desvaríos poéticos sobre algún imposible ideal, sino la obligación de todos a quiénes Dios ha dado una vocación religiosa. Un religioso ha de ser una "Luz en la Oscuridad" - una "ciudad en la cumbre de la montaña" para que todos los hombres la vean y alaben a su Dios. Es por la Gloria de Él por la que han de "brillar como estrellas", no por la suya. Un religioso es un enviado especial de Dios al mundo y con independencia de la misión confiada a ellos, su unión con Dios es su máxima obra. Los religiosos son más que obreros en la viña del Señor - son amigos que están ligados al Amo de la viña por los vínculos de amistad - amistad que es poderosa en su papel intercesor. Este papel es más importante que cualquier cantidad de labor llevada a cabo y esto lo encontramos explicado por Jesús cuando dice: "Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo queráis y lo conseguiréis. La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto, y así seréis mis discípulos." (Jn. 15, 7, 8). Nosotros que somos religiosos, o los que serán llamados a ese estado, debemos tener en cuenta la importancia de dar fruto antes de que distribuyamos ese fruto a nuestro prójimo. No podemos dar lo que no tenemos. No es suficiente ser criados que distribuyen los bienes del Amo. Tenemos que ser discípulos, que hacen entrar a los enfermos, cojos, lisiados, ciegos y sordos y sentarse en la mesa del Amo - no para una limosna temporal sino para un banquete continuo de cosas buenas para que alimenten permanentemente sus almas. San Pablo nos dice que la Palabra de Dios es "viva y activa - como una espada de doble filo." 

El fruto que ha de dar un religioso es el vislumbre de Jesús que da al mundo por su imitación de Jesús. Cualquier misión que surja de ese manantial de santidad es secundario. Si esa misión es la enseñanza, la asistencia, la labor social o la oración contemplativa intercesora, no puede sustituir al papel de testimonio de una vida de santidad. El Padre es glorificado cuando una débil y pobre criatura, hecha a su imagen, se somete tan completamente al poder santificante del Espíritu, que un "reflejo se convierte en transformación" (2 Cor. 3, 18). Cuando los pobres son alimentados con la comida tan necesaria para el cuerpo, no pueden ser privados del alimento tan crucial para el alma - el ejemplo de un religioso que es una imagen animada del amor, la misericordia y la compasión de Jesús. Darles una sin la otra es sólo hacerles más pobres y privarles de Dios - derechos dados cuando ya sufren de la privación de los derechos humanos. Se nos ha prometido por Jesús que siempre tendríamos en medio de nosotros discípulos cuyas vidas probarían su amor y su Señorío. "Yo en ellos," dijo, " y tú en mí, para que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado y que yo les he amado a ellos como tú a mí" (Jn. 17, 23). La vida personal y en común de todo religioso debe ejemplificar esta unión con la Trinidad - una unión que abraza el mundo con el amor - el mismo amor con el que son abrazados. Sin esta unión con Dios, el religioso sólo cumple con una parte de su vocación, y puede algún día ver la realidad tras la terrible afirmación de San Pablo: "Aunque repartiera todos mis bienes y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo caridad, de nada me aprovecha" (1 Cor. 13, 3).

Los religiosos no son mejores que los demás hombres - son elegidos para beneficio de la humanidad y la glorificación de Dios en la tierra. Los hombres suben montañas, escalan picos, se aventuran en lo inexplorado para demostrar a los demás hombres lo que puede hacerse. Este es el testimonio de los discípulos de hoy - proporcionan un testimonio necesario de que la santidad es posible en el mundo de hoy porque hay cuya Presencia Inmanente lleva a cabo lo difícil, lo imposible y lo milagroso - un cambio de vida, ideales y metas. Miremos brevemente y veamos cómo obra el Espíritu en el alma que ha sido elegida para esta forma de vida:

" Cualquiera de vosotros que no renuncie a todos sus bienes no puede ser discípulo mío" (Lucas 14, 33)

El Voto de Pobreza purifica la facultad del intelecto promoviendo un crecimiento en la Fe y produciendo el fruto del desapego, la paciencia, la humildad y el carácter sufrido.
Aunque hay pocos religiosos que padezcan necesidad, su Voto de Pobreza les obliga a dar todo lo que poseen a la familia religiosa a la que se unen. Es una dependencia total de una comunidad para cualquier necesidad de la vida y un freno contra la codicia, lo superfluo, la avaricia y la mundaneidad. En el mundo un pobre puede ser rico en deseos pero el Voto de Pobreza despoja a uno de los legítimos deseos de poseer - los derechos humanos a la propiedad, a disponer de posesiones y a tomar decisiones sobre el estilo de vida. La renuncia a estos derechos interiores a poseer, libera el alma de ambiciones y metas complicadas que agobian al alma como una bola y una cadena. El intelecto está libre para meditar los misterios de Dios pues ya no está enredado en las batallas de razonamiento, astucia y agudeza intelectual en que se ocupa la mente cuando busca mantener lo que posee y adquirir más. Esto necesita un constante crecimiento en la Fe pues cuando se quitan las "cosas"del alma -uno se ve entonces en un espejo, limpio del polvo de las posesiones, dependiente de los superiores y compañeros religiosos y las privaciones inherentes a la vida en común promueven un crecimiento en la humildad y paciencia. La paciencia mutua con la debilidad humana es una parte importante del Voto de Pobreza pues hace que uno se olvide de sí mismo por el bien de los demás. La constante demanda de cambio es a vaciarse uno mismo como hizo Jesús. El Voto de Pobreza es una muerte diaria, pero una resurrección diaria pues cada parte nuestra dada es reemplazada por más de Jesús. Esto es como respirar el aire de la eternidad - libre, puro y sin estorbo por ninguna partícula de posesiones.

Este Voto alcanza las profundidades del alma y requiere un generoso don del tiempo, los talentos, la fuerza, el amor, la virtud e incluso si es necesario la vida de uno. El alma que verdaderamente vive el Voto de Pobreza vive y se da completamente tal como el Espíritu le guía en el momento presente. Sí, el Voto va más allá de las cosas y alcanza las profundidades del propio ser - permitiendo a uno sacrificarse por Dios y el prójimo. Entonces es cuando el alma cosecha los frutos de la primera Bienaventuranza, "Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos es el Reino de los Cielos". La libertad de espíritu hace que el alma exclame: "Con Cristo estoy crucificado y vivo, pero no yo, sino que es Cristo quien vive en mí. La vida que vivo al presente en la carne la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Gal. 2, 19-21).

"No todos entienden este lenguaje, sino solamente aquellos a quienes se les ha concedido... hay eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el Reino de los Cielos. Quien pueda entender que entienda." (Mt. 19, 10-12).

El Voto de Castidad purifica la Memoria promoviendo el crecimiento en Esperanza y dando el fruto de alegría, confianza, inocencia, misericordia y compasión.
Un eunuco en la época de Nuestro Señor estaba completamente dedicado al servicio de la Reina. Era elegido para vivir una vida célibe de forma que su atención no se dividiera. Había, en estos tiempos paganos, una profunda conciencia de que los asuntos de estado no permitían competencia. El propio corazón del eunuco pertenecía a la Reina para que su mente no se dividiera por deseos y fines distintos de los de ella. Nadie cuestionaba el derecho de la Reina, que tenía tales exigencias y aun así hay muchos que cuestionan el derecho de Dios a hacer tales peticiones. A diferencia de la antigua realeza, Dios, que nos dio una voluntad libre, pide, llama y da la gracia cuando su misión en la tierra exige una atención total mediante una vida célibe. Es por esto por lo que Jesús terminó su enseñanza sobre la continencia diciendo, "Quien pueda entender que entienda".

El Voto de Castidad, como el de Pobreza, va mucho más allá de la privación de esposa e hijos. Es una llamada de Dios a llegar a un grado tal de santidad que un flujo interminable de amor salga del corazón al mundo. Un amor semejante al amor de Dios -- no estorbado por la necesidad de preocuparse sobre uno mismo, sobre el mañana o de asegurarse el futuro. Dios tiene derecho a llamar a algunas de sus criaturas, elevarlas por la gracia y luego ponerlas en diversas posiciones en la vida en las que puedan irradiar su desinteresado amor al mundo. No hace ninguna injusticia ni al que llama ni al mundo. Sabe que la fe de muchos sólo se realza viendo los frutos visibles de su existencia en un ser humano amigo. También sabe que sus hijos necesitan ejemplos de autocontrol, dedicación, celo y desinterés si han de llevar vidas virtuosas. El Voto de Castidad deja el alma sin trabas de la carne de la misma manera que el Voto de Pobreza libera el alma del mundo.

El religioso que observa el Voto de Castidad es libre de amar a todo ser humano con el amor de Jesús. Purifica la facultad de la Memoria, pues los placeres, seducciones y deseos desordenados se tienen bajo control. Los legítimos derechos humanos de tener una familia propia se ofrecen a Dios como sacrificio de alabanza. Este sacrificio cubre el mundo y entonces es cuando se convierten en realidad las palabras de Jesús: "Nadie que, habiendo dejado casa, o hermanos, o hermanas, o madre, o padre, o hijos, o campos, por amor de mí...recibirá el céntuplo en casas, hermanos, hermanas, madre e hijos y campos.. no sin persecuciones... ahora en este tiempo" (Marcos, 10, 29-30). Uno no renuncia al amor por el Voto de Castidad sino que renuncia a los amores exclusivos por el don de poseer un amor que lo abarque todo. El corazón del célibe es lo bastante fuerte como para estar ardiendo en celo por Dios y su Reino, lo bastante amplio como para abarcar a toda la humanidad, lo bastante cálido para dar sin recibir a cambio, lo bastante confiado como para perdonar sin límite, pacífico porque la Voluntad de Dios es su única meta, perseverante porque no es él su propio fin, animoso porque se desarrolla más hermoso en el sacrificio y sereno porque siempre posee a su Amado. El Voto de Castidad verdaderamente libera al corazón del amor, porque su Amado es siempre fiel. El religioso no tiene miedo de perder, pues su Tesoro es interior - ninguna sensación de inseguridad, pues su amado se cuida de todo, nada de celos pues es el objeto de su amor total. Sí, el religioso que es fiel al Voto de Castidad tiene un corazón lleno de amor -"comprimido, sacudido, desbordante" pues su Fuente de amor es infinita y tiene libre dominio en esa alma.

"Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió, y completar su obra" (Jn. 6,34).

El Voto de Obediencia purifica la facultad de la voluntad, promoviendo un desarrollo del amor y dando el fruto del autocontrol, valor, mansedumbre, paz, serenidad y perseverancia.

El más liberador de todos los Votos es el Voto de Obediencia. Esto no es porque algún otro tome las decisiones y los religiosos meramente sigan las directrices. El papel del superior no es el de una dictadura y Jesús lo dejó muy claro: "Entre los paganos, los reyes de las naciones gobiernan como señores absolutos...pero no así vosotros, sino que el mayor entre vosotros sea como el menor, y el que manda como el que sirve" (Lucas, 22, 25-26). Obviamente, si un dirigente debe ser un servidor las directrices que dé no pueden ser difíciles o autoritarias. El religioso tiene derecho a recibir órdenes humildes si ha de dar una humilde obediencia. Sin embargo la obediencia a la autoridad legítima es sólo una parte del Voto de Obediencia - es en realidad el efecto o fruto de su aspecto más positivo, un aspecto sin el cual el Voto puede convertirse en una forma de huida de la responsabilidad personal o una mascarada de piedad externa.

Los religiosos con este Voto testimonian al mundo la realidad de la Presencia de Dios en el momento actual. Es el Voto de unión y santidad pues busca toda oportunidad para unir la Voluntad del religioso con la Voluntad de Dios tal como se revela en el momento actual. Como Jesús, la Voluntad del Padre es su alimento diario - un alimento desconocido a los terrenales y mundanos. La Obediencia refuerza la Voluntad porque es libremente ejercitada de manera constante y hecha fuerte por su adhesión a la Voluntad de Dios en el momento actual. El alma del religioso, fiel al Voto; se afana en ver a Dios en todas las cosas y en todos. La Voluntad siempre está buscando las muchas oportunidades diarias de ser como Jesús, de vencer su debilidad, de hacerse más fuerte y libre - libre de rebelión - libre de duda, libre de ira, libre de las tensiones de esa lucha interior que busca hacer la propia voluntad.

No sólo la Obediencia hace libre al alma respecto de sí misma, sino también con respecto al prójimo. A menudo nos rebelamos por las acciones, sufrimientos, dolor, injusticia y pruebas en las vidas de los demás. Hacer lo que uno puede para aliviar el dolor de los demás y luego estar en paz con la Voluntad de Dios respecto a ellos es también parte de su Voto. Un religioso da testimonio al mundo de que ese cumplimiento de la Voluntad de Dios, manifestado en la autoridad legítima, en las tareas de uno, el estado de vida y en el momento actual, es posible, santificante, liberador, santo y fructífero.

Es el amor - el amor de Dios y al prójimo, el que es la energía detrás de tal Voluntad. Conforme aumenta el amor mediante la animosa perseverancia, la serenidad y la paz llenan el alma hasta desbordar. Ciertamente, los obedientes son bienaventurados pues ven al Padre en el momento actual e imitan a Jesús en cada acción mientras sus corazones están siempre abiertos al Espíritu del Amor.
Para ser fiel a estos altos ideales. El religioso debe crecer diariamente en una mayor participación de la Naturaleza Divina - en la gracia. Los Votos vacían el alma para que la llene Dios consigo mismo. Debería ser un proceso de crecimiento de constante "vaciar y llenar " hasta que el alma y Dios sean uno.

Igual que hay tres Votos para vaciar el alma, hay tres fuentes de gracia para llenarla. El Voto de Pobreza vacía el alma de posesiones mientras las Escrituras llenan el alma con la Palabra de Dios - su única posesión. El Voto de Castidad vacía el alma de un amor exclusivo mientras se llena con el amor que todo lo abarca en la Eucaristía. El Voto de Obediencia vacía el alma de terquedad mientras se llena del valor que se logra con la Oración Incesante.

Sí, los Votos de Pobreza, Castidad y Obediencia alimentados por las Escrituras, la Eucaristía y la Oración, aumentan la Fe, la Esperanza y el Amor, purifican la Memoria, el Intelecto y la Voluntad mientras que la unión con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo se hace cada vez más brillante para que todo el mundo lo vea.

Rita Antoinette Rizzo, Madre Angélica (Estados Unidos, 1923-2016)

martes, 22 de marzo de 2016

VIA CRUCIS, por Gonzalo Vidal


I 

Por mí, Señor, inclinas 
El cuello a la sentencia; 
Que a tanto la clemencia 
Pudo llegar de Dios. 
Oye el pregón, oh Madre 
Llevado por el viento 
Y al doloroso acento 
Ven del Amado en pos. 

II 

Esconde, justo Padre, 
La espada de tu ira, 
Y al monte humilde mira, 
Subir el dulce Bien. 
Y Tú, Señora, gimes 
Cual tórtola inocente; 
Que tu gemir clemente 
Le amansará también. 

III 


Oh pecador ingrato 
Ve a tu Dios caído, 
Ven a llorar, herido 
De contrición aquí. 
Levántame a tus brazos 
Oh bondadoso Padre, 
Ve de la tierra Madre, 
Llanto correr por mí. 

IV 


Cercadla, Serafines, 
No acabe en desaliento 
No muera en el tormento, 
La Rosa Virginal. 
Oh acero riguroso, 
deja su pecho amante, 
Vuélvete a mí cortante, 
Que soy el criminal. 



Toma la cruz preciosa, 
Me está el deber clamando, 
Tan generoso cuando 
Delante va el Señor. 
Voy a seguir constante, 
Las huellas de mi Dueño, 
Manténgame el empeño, 
Señora, tu favor. 

VI 

Tu imagen, Padre mío, 
Ensangrentada y viva 
Mi corazón reciba, 
Sellado con la fe. 
Oh Reina, de tu mano 
Imprímela en mi alma, 
Y a la gloriosa Palma, 
Contigo subiré. 

VII 

Yace el divino dueño 
Segunda vez postrado, 
Deteste yo el pecado, 
Deshecho en contrición. 
Oh Virgen, pide amante, 
Que borre tanta ofensa 
Misericordia inmensa 
Pródiga de perdón. 

VIII 


Matronas doloridas 
Que al justo lamentáis, 
Por qué si os lastimáis 
La causa no llorar? 
Y pues la cruz le dimos 
Todos los delincuentes 
Broten los ojos fuentes 
De angustia y de pesar. 

IX 


Al suelo derribado, 
Tercera vez el Fuerte, 
Nos alza de la muerte 
A la inmortal salud. 
Mortales: Qué otro exceso 
Pedimos de clemencia? 
No más indiferencia 
No más ingratitud. 



Tu bañas, Rey de gloria, 
Los cielos en dulzura 
Quién te afligió, Hermosura, 
Dándote amarga hiel? 
Retorno a tal fineza 
La gratitud pedía; 
Cese ya, Madre mía 
De ser mi pecho infiel. 

XI 


El manantial divino 
De sangre está corriendo, 
Ven, pecador gimiendo, 
Ven a lavarte aquí. 
Misericordia imploro, 
Al pie del leño santo, 
Virgen, mi ruego y llanto, 
Acepte Dios por Tí. 

XII 

Muere la Vida nuestra 
Pendiente del madero, 
¿ Y yo cómo no muero 
De amor o de dolor? 
Ay, casi no respira 
La triste Madre yerta 
Del cielo abrir la puerta 
Bien puedes ya, Señor. 

XIII 


Dispón, Señora, el pecho 
Para mayor tormento 
La víctima sangrienta 
Viene a tus brazos ya. 
Con su preciosa sangre 
Juntas materno llanto, 
Quién, Madre, tu quebranto 
Sin lágrimas verá? 

XIV 


Al Rey de las Virtudes, 
Pesada losa encierra, 
Pero feliz la tierra, 
Ya canta salvación. 
Sufre un momento, Madre, 
La ausencia del amado, 
Presto de Tí abrazado, 
Tendrasle al corazón.


Gonzalo Vidal (Colombia, 1865-1946)

Elisabeth Kübler, sobre la muerte

"Cuando hemos realizado la tarea que hemos venido a hacer en la Tierra, se nos permite abandonar nuestro cuerpo, que aprisiona nuestra alma al igual que el capullo de seda encierra a la futura mariposa. Llegado el momento, podemos marcharnos y vernos libres del dolor, de los temores y preocupaciones; libres como una bellísima mariposa, y regresamos a nuestro hogar, a Dios."

Elisabeth Kübler-Ross (Suiza, 1926-2004)

jueves, 17 de marzo de 2016

Michel de Montaigne, sobre la amabilidad

"Aunque pudiera hacerme temible, preferiría hacerme amable" 

Michel de la Montaigne (Francia, 1533-1592)

UN BRAZO, por Yasunari Kawabata

-Puedo dejarte uno de mis brazos para esta noche -dijo la muchacha. Se quitó el brazo derecho desde el hombro y, con la mano izquierda, lo colocó sobre mi rodilla.
-Gracias -me miré la rodilla. El calor del brazo la penetraba.
-Pondré el anillo. Para recordarte que es mío -sonrió y levantó el brazo izquierdo a la altura de mi pecho-. Por favor -con un solo brazo era difícil para ella quitarse el anillo.
-¿Es un anillo de compromiso?
-No, un regalo. De mi madre.
Era de plata, con pequeños diamantes engarzados.
-Tal vez se parezca a un anillo de compromiso, pero no me importa. Lo llevo, y cuando me lo quito es como si estuviera abandonando a mi madre.
Levanté el brazo que tenía sobre la rodilla, saqué el anillo y lo deslicé en el anular.
-¿En éste?
-Sí -asintió ella-. Parecería artificial si no se doblan los dedos y el codo. No te gustaría. Deja que los doble por ti.
Tomó el brazo de mi rodilla y, suavemente, apretó los labios contra él. Entonces los posó en las articulaciones de los dedos.
-Ahora se moverán.
-Gracias -recuperé el brazo-. ¿Crees que me hablará? ¿Me dirigirá la palabra?
-Sólo hace lo que hacen los brazos. Si habla, me dará miedo tenerlo de nuevo. Pero inténtalo, de todos modos. Al menos debería escuchar lo que digas, si eres bueno con él.
-Seré bueno con él.
-Hasta la vista -dijo, tocando el brazo derecho con la mano izquierda, como para infundirle un espíritu propio-. Eres suyo, pero sólo por esta noche.
Cuando me miró, parecía contener las lágrimas.
-Supongo que no intentarás cambiarlo con tu propio brazo -dijo-. Pero no importa. Adelante, hazlo.
-Gracias.
Puse el brazo dentro de mi gabardina y salí a las calles envueltas por la bruma. Temía ser objeto de extrañeza si tomaba un taxi o un tranvía. Habría una escena si el brazo, ahora separado del cuerpo de la muchacha, lloraba o profería una exclamación.
Lo sostenía contra mi pecho, hacia el lado, con la mano derecha sobre la redondez del hombro. Estaba oculto bajo la gabardina, y yo tenía que tocarla de vez en cuando con la mano izquierda para asegurarme de que el brazo seguía allí. Probablemente no me estaba asegurando de la presencia del brazo sino de mi propia felicidad.
Ella se había quitado el brazo en el punto que más me gustaba. Era carnoso y redondo; ¿estaría en el comienzo del hombro o en la parte superior del brazo? La redondez era la de una hermosa muchacha occidental, rara en una japonesa. Se encontraba en la propia muchacha, una redondez limpia y elegante como una esfera resplandeciente de una luz fresca y tenue. Cuando la muchacha ya no fuese pura, aquella gentil redondez se marchitaría, se volvería fláccida. Al ser algo que duraba un breve momento en la vida de una muchacha hermosa, la redondez del brazo me hizo sentir la de su cuerpo. Sus pechos no serían grandes. Tímidos, sólo lo bastante grandes para llenar las manos, tendrían una suavidad y una fuerza persistentes. Y en la redondez del brazo yo podía sentir sus piernas mientras caminaba. Las movería grácilmente, como un pájaro pequeño o una mariposa trasladándose de flor en flor. Habría la misma melodía sutil en la punta de su lengua cuando besara.
Era la estación para llevar vestidos sin manga. El hombro de la muchacha, recién destapado, tenía el color de la piel poco habituada al rudo contacto del aire. Tenía el resplandor de un capullo humedecido al amparo de la primavera y no deteriorado todavía por el verano. Aquella mañana yo había comprado un capullo de magnolia y ahora estaba en un búcaro de cristal; y la redondez del brazo de la muchacha era como el gran capullo blanco. Su vestido tenía un corte más radical que la mayoría de vestidos sin mangas. La articulación del hombro quedaba al descubierto, así como el propio hombro. El vestido, de seda verde oscuro, casi negro, tenía un brillo suave. La muchacha estaba en la delicada inclinación de los hombros, que formaban una dulce curva con la turgencia de la espalda. Vista oblicuamente desde atrás, la carne de los hombros redondos hasta el cuello largo y esbelto se detenía bruscamente en la base de sus cabellos peinados hacia arriba, y la cabellera negra parecía proyectar una sombra brillante sobre la redondez de los hombros.
Ella había intuido que la consideraba hermosa, y me había prestado el brazo por esta redondez del hombro.
Cuidadosamente oculto debajo de mi gabardina, el brazo de la muchacha estaba más frío que mi mano. Mi corazón desbocado me causaba vértigo, y sabía que tendría la mano caliente. Quería que el calor permaneciera así, pues era el calor de la propia muchacha. Y la fresca sensación que había en mi mano me comunicaba el placer del brazo. Era como sus pechos, aún no tocados por un hombre.
La niebla se espesó todavía más, la noche amenazaba lluvia y mi cabello descubierto estaba húmedo. Oí una radio que hablaba desde la trastienda de una farmacia cerrada. Anunciaba que tres aviones cuyo aterrizaje era impedido por la niebla estaban sobrevolando el aeropuerto desde hacía media hora. Llamó la atención de los radioescuchas hacia el hecho de que en las noches de niebla los relojes podían estropearse, y que en tales noches los muelles tenían tendencia a romperse si se tensaban demasiado. Busqué las luces de los aviones, pero no pude verlas. No había cielo. La presión de la humedad invadía mis oídos, emitiendo un sonido húmedo como el retorcerse de millares de lombrices distantes. Me quedé frente a la farmacia, esperando ulteriores advertencias. Me enteré de que en noches semejantes los animales salvajes del zoológico, leones, tigres, leopardos y demás, rugían su malestar por la humedad, y que no tardaríamos en oírlos. Hubo un bramido como si bramara la tierra. Y entonces supe que las mujeres embarazadas y las personas melancólicas debían acostarse temprano en tales noches, y que las mujeres que perfumaban directamente su piel tendrían dificultades en eliminar después el perfume.
Al oír el rugido de los animales empecé a andar, y la advertencia sobre el perfume me persiguió. Aquel airado rugido me había puesto nervioso, y seguí andando para que mi inquietud no se transmitiera al brazo de la muchacha. Esta no estaba embarazada ni era melancólica, pero me pareció que esta noche en que tenía un solo brazo debía tener en cuenta el consejo de la radio y acostarse temprano. Esperé que durmiera plácidamente.
Mientras cruzaba la calle apreté mi mano izquierda contra la gabardina. Sonó un claxon. Algo me rozó por el lado y tuve que escabullirme. Tal vez la bocina había asustado el brazo. Los dedos estaban crispados.
-No te preocupes -dije-. Estaba muy lejos, no podía vernos. Por eso hizo sonar la bocina.
Como sostenía algo importante para mí, había mirado en ambas direcciones. El sonido del claxon fue tan lejano que pensé que iba dirigido a otra persona. Miré hacia la dirección de donde procedía, pero no pude ver a nadie. Solamente vi los faros, que se convirtieron en una mancha de color violeta pálido. Un color extraño para unos faros. Me detuve en la acera y lo vi pasar. Conducía el coche una mujer vestida de rojo. Me pareció que se volvía hacia mí y me saludaba con la mano. Sentí el deseo de echar a correr, temiendo que la muchacha hubiera venido a recuperar el brazo. Entonces recordé que no podía conducir con uno solo. Pero, ¿acaso la mujer del coche no había visto lo que yo llevaba? ¿No lo habría adivinado con su intuición femenina? Tendría que ser muy cauteloso para no enfrentarme a otra de su sexo antes de llegar a mi apartamento. Las luces de detrás eran también de un color violeta pálido. No distinguí el coche. Bajo la niebla cenicienta, una mancha color de espliego surgió de pronto y desapareció.
«Conduce sin ninguna razón, sin otra razón que la de conducir. Y mientras lo hace, desaparecerá –murmuré para mí mismo-. ¿Y qué era lo que iba sentado en el asiento trasero?»
Nada, al parecer. ¿Sería porque me paseaba llevando brazos de muchachas por lo que me sentía tan nervioso por la vaciedad? El coche conducido por aquella mujer llevaba consigo la pegajosa niebla nocturna. Y algo que había en ella había prestado a los faros un tono ligeramente violeta. Si no era de su propio cuerpo, ¿de dónde procedía aquella luz purpúrea? ¿Podía el brazo que yo ocultaba envolver en vaciedad a una mujer que conducía sola en una noche semejante? ¿Habría hecho ésta una seña al brazo de la muchacha desde su coche? En una noche así podía haber ángeles y fantasmas por la calle, protegiendo a las mujeres. Tal vez aquélla no iba en un coche, sino en una luz violeta. Su paseo no había sido en vano. Había espiado mi secreto.
Llegué al apartamento sin encuentros ulteriores. Me quedé escuchando ante la puerta. La luz de una luciérnaga pasó sobre mi cabeza y desapareció. Era demasiado grande y demasiado intensa para una luciérnaga. Retrocedí. Pasaron varias luces semejantes a luciérnagas, que desaparecieron incluso antes de que la espesa niebla pudiera absorberlas. ¿Se me habría adelantado un fuego fatuo, una especie de fuego mortífero, para esperar mi regreso? Pero entonces vi que se trataba de un enjambre de pequeñas polillas. Al pasar frente a la luz de la puerta, las alas de las polillas brillaban como luciérnagas. Demasiado grandes para ser luciérnagas, y sin embargo, tan pequeñas, como polillas, que invitaban al error.
Evitando el ascensor automático, me escabullí por las estrechas escaleras hasta el tercer piso. Como no soy zurdo, tuve cierta dificultad en abrir la puerta. Cuanto más lo intentaba, más temblaba mi mano, como si estuviera dominada por el terror que sigue a un crimen. Algo estaría esperándome dentro de la habitación, una habitación donde vivía solo; ¿y no era la soledad una presencia? Con el brazo de la muchacha ya no estaba solo. Y por eso, tal vez, mi propia soledad me esperaba allí para intimidarme.
-Adelante -dije, descubriendo el brazo de la muchacha cuando por fin abrí la puerta-. Bienvenido a mi habitación. Voy a encender la luz.
-¿Tienes miedo de algo? -pareció decir el brazo-. ¿Hay algo aquí dentro?
-¿Crees que puede haberlo?
-Percibo cierto olor.
-¿Olor? Debe ser el tuyo. ¿No ves rastros de mi sombra allí arriba, en la oscuridad? Mira con atención. Quizá mi sombra esperara mi regreso.
-Es un olor dulce.
-¡Ah!, la magnolia -contesté con alivio.
Me alegró que no fuera el olor mohoso de mi soledad. Un capullo de magnolia era digno de mi atractivo huésped. Me estaba acostumbrando a la oscuridad; incluso en plenas tinieblas sabía dónde se encontraba todo.
-Permíteme que encienda la luz -una extraña observación, viniendo del brazo-. Aún no conocía tu habitación.
-Gracias. Me causará una gran satisfacción. Hasta ahora nadie más que yo ha encendido las luces aquí.
Acerqué el brazo al interruptor que hay junto a la puerta. Las cinco luces se encendieron inmediatamente: en el techo, sobre la mesa, junto a la cama, en la cocina y en el cuarto de baño. No me había imaginado que pudieran ser tan brillantes.
La magnolia había florecido enormemente. Por la mañana era un capullo. Podía haberse limitado a florecer, pero había estambres sobre la mesa. Curioso, me fijé más en los estambres que en la flor blanca. Mientras recogía uno o dos y los contemplaba, el brazo de la muchacha, que estaba sobre la mesa, empezó a moverse, con los dedos como orugas, y a recoger los estambres en la mano. Fui a tirarlos a la papelera.
-Qué olor tan fuerte. Me penetra la piel. Ayúdame.
-Debes estar cansado. No ha sido un paseo fácil. ¿Y si descansaras un poco?
Puse el brazo sobre la cama y me senté a su lado. Lo acaricié suavemente.
-Qué bonita. Me gusta -el brazo debía referirse a la colcha, que tenía flores estampadas de tres colores sobre un fondo azul. Algo animado para un hombre que vivía solo-. De modo que aquí es donde pasaremos la noche. Estaré muy quieto.
-¿Ah, sí?
-Permaneceré a tu lado y no a tu lado.
La mano cogió la mía, suavemente. Las uñas, lacadas con minuciosidad, eran de un rosa pálido. Los extremos sobrepasaban con mucho los dedos.
Junto a mis propias uñas, cortas y gruesas, las suyas poseían una belleza extraña, como si no pertenecieran a un ser humano. Con tales yemas de los dedos, quizás una mujer trascendiera la mera humanidad. ¿O acaso perseguía la feminidad en sí? Una concha luminosa por el diseño de su interior, un pétalo bañado en rocío, pensé en los símiles obvios. Sin embargo, no recordé ningún pétalo o concha cuyo color y forma fuesen parecidos. Eran las uñas de los dedos de la muchacha, incomparables con otra cosa. Más traslúcidos que una concha delicada, que un fino pétalo, parecían contener un rocío de tragedia. Cada día y cada noche las energías de la muchacha se dedicaban a dar brillo a esta belleza trágica. Penetraba mi soledad. Tal vez mi soledad, mi anhelo, la transformaba en rocío.
Posé su dedo meñique en el índice de mi mano libre, contemplando la uña larga y estrecha mientras la frotaba con mi pulgar. Mi dedo tocaba el extremo del suyo, protegido por la uña. El dedo se dobló, y el codo también.
-¿Sientes cosquillas? -pregunté-. Seguro que sí.
Había hablado imprudentemente. Sabía que las yemas de los dedos de una mujer son sensibles cuando las uñas son largas. Y así había dicho al brazo de la muchacha que había conocido a otras mujeres.
Una de ellas, no mucho mayor que la muchacha que me había prestado el brazo, pero mucho más madura en su experiencia de los hombres, me había dicho que las yemas de los dedos, ocultas de este modo bajo las uñas, eran a menudo extremadamente sensibles. Se adquiría la costumbre de tocar las cosas con las uñas y no con las yemas, y por lo tanto éstas sentían un cosquilleo cuando algo las rozaba.
Yo había demostrado asombro ante este descubrimiento, y ella continuó:
-Si, por ejemplo, estás cocinando, o comiendo, y algo te toca las yemas de los dedos y das un respingo, parece tan sucio...
¿Era la comida lo que parecía impuro, o la punta de la uña? Cualquier cosa que tocara sus dedos le repugnaba por su suciedad. Su propia pureza dejaba una gota de trágico rocío bajo la sombra larga de la uña. No cabía suponer que hubiera una gota de rocío para cada uno de los diez dedos.
Era natural que por esta razón yo deseara aún más tocar las yemas de sus dedos, pero me contuve. Mi soledad me contuvo. Era una mujer en cuyo cuerpo no se podía esperar que quedasen muchos lugares sensibles.
En cambio, en el cuerpo de la muchacha que me había prestado el brazo serían innumerables. Tal vez, al jugar con las yemas de los dedos de semejante muchacha, ya no sentiría culpa, sino afecto. Pero ella no me había prestado el brazo para tales desmanes. No debía hacer una comedia de su gesto.
-La ventana -no advertí que la ventana estaba abierta, sino que la cortina estaba descorrida.
-¿Habrá algo que mire hacia adentro? -preguntó el brazo de la muchacha.
-Un hombre o una mujer, nada más.
-Nada humano me vería. Si acaso sería un ser. El tuyo.
-¿Un ser? ¿Qué es eso? ¿Dónde está?
-Muy lejos -dijo el brazo, como cantando para consolarme-. La gente va por ahí buscando seres, muy lejos.
-¿Y llegan a encontrarlos?
-Muy lejos -repitió el brazo.
Se me antojó que el brazo y la propia muchacha se hallaban a una distancia infinita uno de otra. ¿Podría el brazo volver a la muchacha, tan lejos? ¿Podría yo devolverlo, tan lejos? El brazo reposaba tranquilamente, confiando en mí; ¿dormiría la muchacha con la misma confianza tranquila? ¿No habría dureza, una pesadilla? ¿Acaso no había dado la impresión de contener las lágrimas cuando se separó de él? Ahora, el brazo estaba en mi habitación, que la propia muchacha aún no había visitado.
La humedad nublaba la ventana, como el vientre de un sapo extendido sobre ella. La niebla parecía retener la lluvia en el aire, y la noche, al otro lado de la ventana, perdía distancia, pese a estar envuelta en una lejanía ilimitada. No se veían tejados, no se oía ninguna bocina.
-Cerraré la ventana -dije, asiendo la cortina.
También ella estaba húmeda. Mi rostro apareció en la ventana, más joven que mis treinta y tres años. Sin embargo, no vacilé en correr la cortina. Mi rostro desapareció.
De pronto, el recuerdo de una ventana. En el noveno piso de un hotel, dos niñas vestidas con faldas amplias y rojas jugaban ante la ventana. Niñas muy parecidas con ropas similares, occidentales, tal vez mellizas. Golpeaban el cristal, empujándolo con los hombros y empujándose mutuamente. Su madre tejía, de espaldas a la ventana. Si la gran hoja de cristal se hubiera roto o desprendido de su marco, habrían caído desde el piso noveno. Sólo yo pensé en el peligro. Su madre estaba totalmente distraída. De hecho, el cristal era tan sólido que no existía el menor peligro.
-Es hermosa -dijo el brazo desde la cama, cuando me aparté de la ventana. Quizás hablara de la cortina, cuyo estampado era el mismo que el de la colcha.
-¡Oh! Pero el sol la ha descolorido y casi habría que tirarla -me senté en la cama y coloqué el brazo sobre mi rodilla-. Eso sí que es hermoso. Más hermoso que todo.
Tomando la palma de la mano en mi propia palma derecha, y el hombro en mi mano izquierda, doblé el codo y lo volví a doblar.
-Pórtate bien -dijo el brazo, como sonriendo suavemente-. ¿Te diviertes?
-Nada en absoluto.
Una sonrisa apareció efectivamente en el brazo, cruzándolo como una luz. Era la misma sonrisa fresca de la mejilla de la muchacha.
Yo conocía esta sonrisa. Con los codos en la mesa, ella solía enlazar las manos con soltura y apoyar en ellas el mentón o la mejilla. La posición hubiera debido ser poco elegante en una muchacha; pero había en ella una cualidad sutilmente seductora que hacía parecer inadecuadas expresiones como «los codos en la mesa». La redondez de los hombros, los dedos, el mentón, las mejillas, las orejas, el cuello largo y esbelto, el cabello, todo se juntaba en un único movimiento armonioso. Al usar hábilmente el cuchillo y el tenedor, con el primer dedo y el meñique doblados, los levantaba de modo casi imperceptible de vez en cuando. La comida pasaba por los pequeños labios y ella tragaba; yo tenía ante mí menos a una persona cenando que a una música incitante de manos, rostro y garganta. La luz de su sonrisa fluyó a través de la piel de su brazo.
El brazo parecía sonreír porque, mientras yo lo doblaba, olas muy suaves pasaron sobre los músculos firmes delicados para enviar ondas de luz sombra sobre la piel tersa. Antes, cuando había tocado las yemas de los dedos bajó las largas uñas, la luz que pasaba por el brazo al doblarse el codo había atraído mi mirada. Fue aquello, y no un impulso cualquiera de causar daño, lo que me incitó a doblar y desdoblar el brazo. Me detuve, y lo contemplé estirado sobre mi rodilla. Luces y sombras frescas seguían pasando por él.
-Me preguntas si me divierto. ¿Te das cuenta de que tengo permiso para cambiarte por mi propio brazo?
-Sí.
-En cierto modo, me asusta hacerlo.

-¿Ah, sí?
-¿Puedo?
-Por favor.
Oí el permiso concedido y me pregunté si lo aceptaría.
-Dilo otra vez. Di «por favor».
-Por favor, por favor.
Me acordé. Era como la voz de una mujer que había decidido entregarse a mí, no tan hermosa como la muchacha que me había prestado el brazo. Tal vez existía algo extraño en ella.
-Por favor -me había dicho, mirándome. Yo puse los dedos sobre sus párpados y los cerré. Su voz temblaba-. «Jesús lloró. Entonces dijeron los judíos: "¡Miren cuánto la amaba!»
Era un error decir «la» en vez de «le». Se trataba de la historia del difunto Lázaro. Quizá, siendo ella una mujer, lo recordaba mal, o quizá la sustitución era intencionada.
Las palabras, tan inadecuadas a la escena, me trastornaron. La miré con fijeza, preguntándome si brotarían lágrimas en los ojos cerrados.
Los abrió y levantó los hombros. Yo la empujé hacia abajo con el brazo.
-¡Me haces daño! -se llevó la mano a la nuca.
Había una pequeña gota de sangre en la almohada blanca. Apartando sus cabellos, posé los labios en el punto de sangre que se iba hinchando en su cabeza.
-No importa -se quitó todas las horquillas-. Sangro con facilidad. Al menor contacto.
Una horquilla le había pinchado la piel. Un estremecimiento pareció sacudir sus hombros, pero se controló.
Aunque creo comprender lo que siente una mujer cuando se entrega a un hombre, sigue habiendo en el acto algo inexplicable. ¿Qué es para ella? ¿Por qué ha de desearlo, por qué ha de tomar la iniciativa? Jamás pude aceptar realmente la entrega, aun sabiendo que el cuerpo de toda mujer está hecho para ella. Incluso ahora, que soy viejo, me parece extraño. Y las actitudes adoptadas por diversas mujeres: diferentes, si se quiere, o tal vez similares, o incluso idénticas. ¿Acaso no es extraño? Quizá la extrañeza que encuentro en todo ello es la curiosidad de un hombre más joven, o la desesperación de uno de edad avanzada. O tal vez una debilidad espiritual que padezco.
Su angustia no era común a todas las mujeres en el acto de la entrega. Y con ella ocurrió solamente aquella única vez. El hilo de plata estaba cortado, la taza de oro, destruida.
«Por favor», había dicho el brazo, recordándome así a la otra muchacha; pero ¿eran realmente iguales ambas voces? ¿No habrían sonado parecidas porque las palabras eran las mismas? ¿Hasta este punto se habría independizado el brazo del cuerpo del que estaba separado? ¿Y no eran las palabras el acto de entregarse, de estar dispuesto a todo, sin reservas, responsabilidad o remordimiento?
Me pareció que si aceptaba la invitación y cambiaba el brazo con el mío, causaría a la muchacha un dolor infinito.
Miré el brazo que tenía sobre la rodilla. Había una sombra en la parte interior del codo. Me dio la impresión de que podría absorberla. Apreté mis labios contra el codo, para sorber la sombra.
-Me haces cosquillas. Pórtate bien -el brazo estaba en torno a mi cuello, rehuyendo mis labios.
-Precisamente cuando bebía algo bueno.
-¿Y qué bebías?
No contesté.
-¿Qué bebías?
-El olor de la luz. De la piel.
La niebla parecía más espesa; incluso las hojas de la magnolia se antojaban húmedas. ¿Qué otras advertencias emitiría la radio? Caminé hacia mi radio de sobremesa y me detuve. Escucharla con el brazo alrededor de mi cuello parecía excesivo. Pero sospechaba que oiría algo similar a esto: a causa de las ramas mojadas, y de sus propias alas y patas mojadas, muchos pájaros pequeños han caído al suelo y no pueden volar. Los coches que estén cruzando un parque deben tomar precauciones para no atropellarlos. Y si se levanta un viento cálido, es probable que la niebla cambie de color. Las nieblas de color extrañó son nocivas. Por consiguiente, los radioescuchas deben cerrar con llave sus puertas si la niebla adquiere un tono rosa o violeta.
-¿Cambiar de color? -murmuré-. ¿Volverse rosa o violeta?
Aparté la cortina y miré hacia fuera. La niebla parecía condensarse con un peso vacío. ¿Acaso se debía al viento que hubiera en el aire una oscuridad sutil, diferente de la habitual negrura de la noche? El espesor de la niebla parecía infinito, y no obstante, más allá de ella se retorcía y enroscaba algo terrorífico.
Recordé que antes, mientras me dirigía a casa con el brazo prestado, los faros delanteros y traseros del coche conducido por la mujer vestida de rojo aparecían indistintos en la niebla. Una esfera grande y borrosa de tono violeta parecía aproximarse ahora a mí. Me apresuré a retirarme de la ventana.
-Vámonos a la cama. Nosotros también.
Daba la impresión de que nadie más en el mundo estaba levantado. Estar levantado era el terror.
Después de quitarme el brazo del cuello y colocarlo sobre la mesa, me puse un kimono de noche limpio, de algodón estampado. El brazo me observó mientras me cambiaba. Me avergonzaba ser observado. Ninguna mujer me había visto desnudándome en mi habitación.
Con el brazo en el mío, me metí en la cama. Me acosté a su lado y lo atraje suavemente hacia mi pecho. Se quedó inmóvil.
Con intermitencias podía oír un leve sonido, como de lluvia, un sonido muy ligero, como si la niebla no se hubiera convertido en lluvia, sino que ella misma estuviera formando gotas. Los dedos entrelazados con los míos bajo la manta adquirieron más calor; y el hecho de que no se hubieran calentado a mi propia temperatura me comunicó la más serena de las sensaciones.
-¿Estás dormido?
-No -replicó el brazo.
-Estabas tan quieto que pensé que te habrías dormido.
-¿Qué quieres que haga?
Abriendo mi kimono, llevé el brazo a mi pecho. La diferencia de calor me penetró. En la noche algo sofocante, algo fría, la suavidad de la piel era agradable.
Las luces seguían encendidas. Había olvidado apagarlas al meterme en la cama.
-Las luces -me levanté, y el brazo se cayó de mi pecho.
Me apresuré a recogerlo.
-¿Quieres apagar las luces? -me dirigí hacia la puerta-. ¿Duermes a oscuras o con las luces encendidas?
El brazo no respondió. Tenía que saberlo. ¿Por qué no contestaba? Yo no conocía las costumbres nocturnas de la muchacha. Comparé las dos imágenes: dormida a oscuras y con la luz encendida. Decidí que esta noche, sin el brazo, dormiría con luz. En cierto modo, yo también prefería tenerla encendida. Quería contemplar el brazo. Quería mantenerme despierto y mirar el brazo cuando estuviera dormido. Pero los dedos se estiraron y apretaron el interruptor.
Volví a la cama y me acosté en la oscuridad, con el brazo junto a mi pecho. Guardé silencio, esperando que se durmiera. Ya fuese porque estaba insatisfecho o temeroso de la oscuridad, la mano permanecía abierta a mi lado, y poco después los cinco dedos empezaron a recorrer mi pecho. El codo se dobló por propia iniciativa, y el brazo me abrazó.
En la muñeca de la muchacha había un pulso delicado. Reposaba sobre mi corazón, de forma que los dos pulsos sonaban uno contra otro. El suyo era al principio un poco más lento que el mío, y al poco rato coincidieron. Y algo después ya sólo podía sentir el mío. Ignoraba cuál era más rápido y cuál más lento.
Tal vez esta identidad de pulso y latido fuera para un breve período en el que yo podía intentar cambiar el brazo con el mío. ¿O acaso estaría durmiendo? Una vez oí decir a una muchacha que las mujeres eran menos felices en las angustias del éxtasis que durmiendo pacíficamente junto a sus hombres; pero jamás una mujer había dormido tan pacíficamente junto a mí como este brazo.
Yo era consciente del latido de mi corazón gracias al pulso que latía sobre él. Entre un latido y el siguiente, algo se alejaba muy de prisa y, también muy de prisa, volvía.
Mientras yo escuchaba los latidos, la distancia pareció aumentar, y por mucho que este algo se alejara, por muy infinitamente lejos que se fuera, no encontraba nada en su destino. El próximo latido lo hacía volver. Yo debía haber tenido miedo, pero no lo tenía. No obstante, busqué el interruptor que estaba junto a la almohada.
Antes de oprimirlo, enrollé la manta hacia abajo. El brazo continuaba dormido, ignorante de lo que ocurría. Una dulce franja del más pálido blanco rodeaba mi pecho desnudo, y parecía surgir de la misma carne, como el resplandor que antecede a la salida de un sol caliente y diminuto.
Encendí la luz. Puse mis manos sobre los dedos y el hombro, y estiré el brazo. Le di unas vueltas en silencio, contemplando el juego de luces y sombras desde la redondez del hombro hasta la finura y turgencia del antebrazo, el estrechamiento de la suave curva del codo, la sutil depresión en el interior del codo, la redondez de la muñeca, la palma el dorso de la mano, después los dedos.
«Me lo quedaré.» No tuve conciencia de haber murmurado las palabras. En un trance, me quité el brazo derecho y lo sustituí por el de la muchacha.
Hubo un ligero sonido entrecortado -no pude saber si mío o del brazo- y un espasmo en mi hombro. Así fue como me enteré del cambio.
El brazo de la muchacha, ahora mío, temblaba y se movía en el aire. Lo doblé y lo acerqué a mi boca.
-¿Duele? ¿Te duele?
-No. Nada, nada -las palabras eran vacilantes.
Un estremecimiento me recorrió como un relámpago.
Tenía los dedos en la boca.
De algún modo proferí mi felicidad, pero los dedos de la muchacha estaban sobre mi lengua, y dijera lo que dijese, no formé ninguna palabra.
-Por favor. Todo va bien -replicó el brazo. El temblor cesó-. Me dijeron que podías hacerlo. Y no obstante...
Me di cuenta de algo. Podía sentir los dedos de la muchacha en la boca, pero los dedos de su mano derecha, que ahora eran los de mi propia mano derecha, no podían sentir mis labios o mis dientes. Presa del pánico, sacudí mi mano derecha y no pude sentir las sacudidas. Había una interrupción, un paro, entre el brazo y el hombro.
-La sangre no fluye -prorrumpí-. ¿Verdad que no?
Por primera vez, el miedo me atenazó. Me incorporé en la cama. Mi propio brazo había caído junto a mí. Separado de mí, era un objeto repelente. Pero más importante, ¿se habría detenido el pulso? El brazo de la muchacha estaba caliente y palpitaba; el mío parecía estar quedándose frío y rígido. Con el brazo de la muchacha, tomé mi propio brazo derecho. Lo tomé, pero no hubo sensación.
-¿Hay pulso? -pregunté al brazo-. ¿Está frío?
-Un poco. Algo más frío que yo. Yo estoy muy caliente.
Había algo especialmente femenino en la cadencia. Ahora que el brazo estaba sujeto a mi hombro y se había convertido en mío, parecía más femenino que antes.
-¿El pulso no se ha detenido?
-Deberías ser más confiado.
-¿Por qué?
-Has cambiado tu brazo por el mío, ¿verdad?

-¿Fluye la sangre?
-«Mujer, ¿a quién buscas? ¿Conoces el pasaje?»
-«Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?»»
-Muy a menudo, cuando estoy soñando y me despierto en plena noche, me lo susurro a mí mismo.
Esta vez, naturalmente, quien hablaba debía ser la propietaria del atractivo brazo unido a mi hombro. Las palabras de la Biblia parecían pronunciadas por una voz eterna, en un lugar eterno.
-¿Le resultará difícil dormir? -yo también hablaba de la propia muchacha-. ¿Tendrá una pesadilla? Esta niebla invita a perderse en miles de pesadillas. Pero la humedad hará toser hasta a los demonios.
-Para que no puedas oírles -el brazo de la muchacha, con el mío todavía en su mano, cubrió mi oreja derecha.
Ahora era mi propio brazo derecho, pero el movimiento no parecía haber procedido de mi voluntad sino de la suya, de su corazón. Pese a ello, la separación distaba de ser tan completa.
-El pulso. El sonido del pulso.
Escuché el pulso de mi propio brazo derecho. El brazo de la muchacha se había acercado a mi oreja con mi propio brazo en su mano, y tenía mi propia muñeca junto al oído. Mi brazo estaba caliente; como el brazo de la muchacha había dicho, sólo perceptiblemente más frío que sus dedos y mi oreja.
-Mantendré alejados a los demonios -traviesamente, con suavidad, la uña larga y delicada de su dedo meñique se movió en mi oreja. Yo meneé la cabeza. Mi mano izquierda, la mía desde el principio, tomó mi muñeca derecha, que era la de la muchacha. Cuando eché atrás la cabeza, advertí el meñique de la muchacha.
Cuatro dedos de su mano asían el brazo que yo había separado de mi hombro derecho. Solamente el meñique -¿diremos que sólo él podía jugar libremente?- estaba doblado hacia el dorso de la mano. La punta de la uña apenas tocaba mi brazo derecho. El dedo estaba doblado en una posición posible únicamente para la mano flexible de una muchacha, descartada para un hombre de articulaciones duras como yo. Se elevaba en ángulos rectos desde la base. En la primera articulación se doblaba en otro ángulo recto, y en la siguiente, en otro. De este modo trazaba un cuadrado, cuyo lado izquierdo estaba formado por el dedo anular.
Formaba una ventana rectangular al nivel de mis ojos. O más bien una mirilla, o un anteojo, demasiado pequeño para ser una ventana; pero por alguna razón pensé en una ventana. La clase de ventana por la que podría mirar una violeta. Esta ventana del dedo meñique, este anteojo formado por los dedos, tan blanco que despedía un débil resplandor, lo acerqué lo más posible a uno de mis ojos, y cerré el otro.
-¿Un mundo nuevo? -preguntó el brazo-. ¿Y qué ves?
-Mi oscura habitación. Sus cinco luces -antes de terminar la frase, casi grité-. ¡No, no! ¡Ya lo veo!
-¿Y qué ves?
-Ha desaparecido.
-¿Y qué has visto?
-Un color. Una mancha púrpura. Y en su interior, pequeños círculos, pequeñas cuentas rojas y doradas, describiendo círculos una y otra vez.
-Estás cansado -el brazo de la muchacha dejó mi brazo derecho, y sus dedos me acariciaron suavemente los párpados.
-¿Giraban las cuentas rojas y doradas en una enorme rueda dentada? ¿He visto algo en la rueda dentada, algo que iba y venía?
Yo ignoraba si realmente había visto algo en ella o sólo me lo había parecido: una ilusión efímera, que no permanecía en la memoria. No podía recordar qué había sido.
-¿Era una ilusión que querías enseñarme?
-No. Al final la he borrado.
-De días que ya pasaron. De nostalgia y tristeza. Sus dedos dejaron de moverse sobre mis párpados. Formulé una pregunta inesperada.
-Cuando te sueltas el cabello, ¿te cubre los hombros?
-Sí. Lo lavo con agua caliente, pero después, tal vez una manía mía, lo mojo con agua fría. Me gusta sentir el cabello frío sobre mis hombros y brazos, y también contra los pechos.
Naturalmente, volvía a hablar la muchacha. Sus pechos nunca habían sido tocados por un hombre, y sin duda le hubiera resultado difícil describir la sensación del cabello frío y mojado sobre ellos. ¿Acaso el brazo, separado del cuerpo, se había separado también de la timidez y la reserva?
En silencio posé la mano izquierda sobre la suave redondez de su hombro, que ahora era mío. Se me antojó que tenía en la mano la redondez, aún pequeña, de sus pechos. La redondez de los hombros se convirtió en la suave redondez de los pechos.

Su mano se posó suavemente sobre mis párpados. Los dedos y la mano permanecieron así, impregnándose, y la parte interior de los párpados pareció calentarse a su tacto. El calor penetró en mis ojos.
-Ahora la sangre está fluyendo -dije en voz baja-. Está fluyendo.
No fue un grito de sorpresa, como cuando advertí que había cambiado mi brazo por el suyo. No hubo estremecimiento ni espasmo, ni en el brazo de la muchacha ni en mi hombro. ¿Cuándo había empezado mi sangre a fluir por el brazo, y su sangre, en mi interior? ¿Cuándo había desaparecido la interrupción del hombro? La sangre pura de la muchacha estaba fluyendo, en este preciso momento, a través de mí; pero, ¿no habría algo desagradable cuando el brazo fuera devuelto a la muchacha, con esta sangre masculina y sucia fluyendo por él? ¿Qué pasaría si no se adaptaba a su hombro?
-No semejante traición -murmuré.
-Todo irá bien -susurró el brazo.
No se produjo la conciencia dramática de que la sangre iba y venía entre el brazo y mi hombro. Mi mano izquierda, envolviendo mi hombro derecho, y el propio hombro, ahora mío, tenían una comprensión natural del hecho. Habían llegado a conocerlo. Este conocimiento los adormeció.
Me quedé dormido.
Flotaba sobre una enorme ola. Era la niebla envolvente cuyo color se había tornado violeta pálido, y había rizos de un verde pálido en el lugar donde yo flotaba, y sólo allí. La húmeda soledad de mi habitación había desaparecido. Mi mano izquierda parecía reposar ligeramente sobre el brazo derecho de la muchacha; Parecía como si sus dedos sostuvieran estambres de magnolia. Yo no podía verlos, pero sí olerlos. Los habíamos tirado, ¿y cuándo cómo los recogió ella? Los pétalos blancos, de un solo día, aún no habían caído; ¿por qué, pues, los estambres? El coche de la mujer vestida de rojo pasó muy cerca, dibujando un gran círculo conmigo en el centro. Parecía vigilar nuestro sueño, el de la muchacha y el mío.
Nuestro sueño fue probablemente ligero, pero nunca había conocido un sueño tan cálido y dulce. Dormía siempre con inquietud, y aún no había sido bendecido con el sueño profundo de un niño.
La uña larga, estrecha y delicada arañó suavemente la palma de mi mano, y el tenue contacto hizo más profundo mi sueño. Desaparecí.
Me desperté gritando. Casi me caí de la cama, y caminé tambaleándome tres o cuatro pasos.
Me había despertado el contacto de algo repulsivo. Era mi brazo derecho.
Mientras recobraba el equilibrio, contemplé el brazo que estaba sobre la cama. Contuve el aliento, mi corazón se disparó y todo mi cuerpo fue recorrido por un estremecimiento. Vi el brazo en un instante, y al siguiente ya había arrancado de mi hombro el brazo de la muchacha y colocado nuevamente el mío propio. El acto fue como un asesinato provocado por un impulso repentino y diabólico.
Me arrodillé junto a la cama, apoyé el pecho contra ella y froté mi corazón demerite con la mano recobrada. A medida que los latidos se calmaban, cierta tristeza brotó desde una profundidad mayor que lo más profundo de mi ser.
-¿Dónde está su brazo? -levanté la cabeza.
Yacía a los pies de la cama, con la palma hacia arriba sobre el ovillo de la manta. Los dedos estirados no se movían. El brazo era débilmente blanco bajo la luz opaca.
Con una exclamación de alarma lo recogí y apreté con fuerza contra mi pecho. Lo abracé como se abraza a un niño pequeño a quien la vida está abandonando. Llevé los dedos a mis labios. ¡Ojalá el rocío de la mujer manara de entre las largas uñas y las yemas de los dedos!

Yasunari Kawabata (Japón, 1899-1972)