jueves, 11 de febrero de 2016

LA AMABILIDAD EN EL DOCENTE UNIVERSITARIO, por David Alberto Campos Vargas


LA AMABILIDAD EN EL DOCENTE UNIVERSITARIO


Dr. David Alberto Campos Vargas, MD*


“Prometí a Dios que hasta mi último aliento sería para mis jóvenes”

San Juan Bosco, Autobiografía


Introducción

La amabilidad, en cualquier persona, es un rasgo de carácter que abre puertas y allana caminos. En general, he observado que alguien amable consigue un nivel de afianzamiento de sus redes de apoyo familiar y social que difícilmente logra alguien que no lo es.

Y esa característica de la amabilidad (la condición de ser una variable relacionada con el éxito, al menos en cuanto a éxito social) también la he notado en personas no humanas: cualquier animal doméstico, en la medida en que exhiba más signos de amabilidad (dulzura y flexibilidad de temperamento, consideración con el otro, expresiones de afecto), tendrá más posibilidad de supervivencia (tanto entre los suyos como en relación con el hombre), pues será menos propenso a ser golpeado o atacado, y aumentarán sus posibilidades de ser protegido, acicalado o alimentado.

En el campo de la educación también me he percatado de ello. El profesor que es amable suele tener un mejor pronóstico: clases más recordadas y comentadas; mayores tasas de participación, compromiso y entrega de parte de sus estudiantes; aumento en la posibilidad de ser reconocido y estimulado (lo cual, a veces, se acompaña de una mejora salarial).

Lo llamativo es que, pese a todo lo anterior, el ser amable es una condición que en el campo de la docencia universitaria (y de la docencia en general) parece en peligro de extinción.

He observado que la amabilidad del docente es un valor que poco a poco ha ido perdiendo prestigio. He notado que el ícono del profesor universitario amable se ha ido diluyendo con el paso del tiempo. Mientras que antaño muchos de los mejores pedagogos de la Historia (Domingo de Guzmán, Alberto Magno, Tomás de Aquino, Juan Bosco) se destacaban por su amabilidad, ahora el ser amable es algo a lo que los educadores universitarios (y los mismos decanos, miembros de juntas directivas y dueños de universidades) no le prestan mucha atención.

Rara vez se evalúa en un docente su amabilidad (su “don de gentes”, su capacidad de ser “buena persona”), mientras que sí se evalúan otras cosas como la puntualidad, la producción académica o el seguimiento del currículo. Y debo añadir que eso me preocupa, por los motivos que expondré a continuación.

¿Qué le está pasando al mundo?

En general, la gente anda cada vez más desconectada. La empatía, la simpatía y la amabilidad son cosas que escasean cada vez más. Es un fenómeno paradójico, teniendo en cuenta lo conquistado en cuanto a pluralismo, respeto a la diferencia, libertad y equidad de género en nuestro siglo (Campos, 2005). Es como si la Neoposmodernidad se viese inconclusa, o su espíritu limitado a una aceptación más racional que emotiva del otro.

En líneas generales, los seres humanos nos hemos vuelto más tolerantes, menos sangrientos. Pero seguimos siendo igual de violentos. Puede que sea una violencia cada vez menos cruenta (excepto en sociedades claramente trastornadas, en las que la vida no tiene el halo de inviolabilidad que debería tener), menos dada a la expresión física de la agresión. En efecto, es cada vez menos probable una tercera guerra mundial. Los conflictos entre naciones tienden a dirimirse cada vez más por vías diplomáticas, o por complicadas negociaciones, que por el aniquilamiento brutal del contendor. Pero la agresividad ha tomado otros cauces, hasta inimaginables el siglo pasado (matoneo, estigmatización y escarnio público a través de redes sociales, por ejemplo), que me siguen mostrando que a la Humanidad le falta todavía mucho por aprender.

Sí, es cierto que a un homosexual le puede ir mejor en el siglo XXI que en el XIX. Es verdad que un chiste racista o sexista (tanto machista como hembrista) es, hoy por hoy, mal recibido por la gente joven. También es verdad que en este mundo globalizado cada vez más ciudadanos se pueden sentir cosmopolitas, libres de ataduras o sometimientos a algún tipo de ideología, Estado o frontera (Campos, 2013). Pero también es verdad que pese a tanto avance en el área de las tecnologías de la comunicación, las personas se comunican cada vez menos genuinamente. Hay cada vez menos contacto piel con piel. Tiende a desaparecer la relación directa, genuina y carnal, desplazada por una comunicación mucho más superficial, limitada y virtual.

Otro autor colombiano, irónicamente víctima de los siempre nefastos vaivenes de la política, ya había señalado desde la década de 1990 la urgencia de rescatar la ternura (Restrepo, 1994). En efecto, en pleno siglo XXI, la inmensa mayoría de la gente asocia ternura con imbecilidad, o con ingenuidad, o con estúpida inocencia. Recuerdo, por ejemplo, a una colega que le contestó alguna vez a una paciente, ofuscada (y hasta ofendida), que ella “no era tierna”. Y a los gritos. La paciente, una ancianita, había creído que la elogiaba al decirle que era “una doctora muy tierna” y que estaba agradecida. La reacción de mi colega, con la que estaba compartiendo el proceso de formación en psiquiatría, es una buena muestra de lo que hablo. Estoy seguro que si la paciente le hubiera dicho a mi compañera que era “era doctora muy inteligente” (o “muy eficiente”, o “muy profesional”), el desenlace habría sido diferente. Y eso que era médica…Y eso que quería ser (y ahora, en efecto, es) psiquiatra. He visto la misma reacción en muchas otras personas. Como si a la gente le fastidiara, hoy por hoy, ser calificada de “tierna”.  

En general, la amabilidad (y otros rasgos de carácter emparejados con ella, como la ternura) no es un valor muy estimado en esta época. Sí lo son, en cambio, la inteligencia, la habilidad en los negocios, la fuerza, el poder (político, económico, simbólico, etcétera), la belleza física, la competitividad y la eficiencia.

En el ejercicio docente la situación se repite. La ternura, la dulzura y la amabilidad se asocian erróneamente, en el imaginario colectivo, con actitudes poco éticas (“pasar a los estudiantes” modificando la nota final por puro sentimentalismo, o sobrepasarse con los estudiantes en forma de discursos, gestos o caricias indebidos) o con laxitud excesiva (“ese profe es buena gente”, se dice muchas veces del que exige muy poco a sus estudiantes).

Y eso es lo que me espanta. Si persisten esas creencias, se perpetuará la falsa dicotomía entre el ser un “buen profesor” (exigente, estricto, disciplinado, de ética intachable) y el ser amable. Tal vez esa dicotomía venga de los orígenes mismos de nuestro sistema educativo (Campos, 2016) y de la imagen idealizada de la figura de autoridad dominante, mandona y represiva a la que muchas personas, en todo el orbe, están aspirando (porque consideran que es la forma de ser “exitosas”), pero me parece gravísimo que instale en la mente de las comunidades universitarias.


Un diagnóstico personal

No me espanta la subjetividad. Los que se autodenominan “objetivos” de manera recalcitrante me despiertan una profunda desconfianza: detrás de su pretendida imparcialidad no suelo encontrar sino montones de prejuicios, sesgos y favoritismos. En realidad, la “objetividad” no es sino una sutil (y no siempre conserva esa sutileza) forma de imponerse y de aplastar al otro (Maturana, 1997). En ese orden de ideas, expondré lo que he vivido como estudiante.

Como estudiante he tenido profesores fascinantes, que han despertado mi curiosidad y me han estimulado a escribir, descubrir y crear. Personas de bien, impecables, gustosamente entregadas a su labor docente. También me ha tocado padecer a unas bestias innombrables (déspotas, mediocres engreídos, resentidos mal disimulados, fanáticos, tarados muy necesitados de psicoterapia).

En general, he notado (y no me parece que deba ser así) que la amabilidad de los docentes va disminuyendo en la medida en que sus estudiantes van envejeciendo. En el preescolar, los profesores son mucho más propensos a las palabras cariñosas, los halagos, los estímulos de todo tipo. Eso disminuye en la primaria, se hace anecdótico en la secundaria, y desaparece casi por completo en la universidad.

Recuerdo con cariño (y no creo que me olvide de ellas jamás) a Socorro, Mariela, Alicia y Marta, mis profesoras del Jardín Infantil. ¡Qué profusión de elogios (y a estas alturas logro ver que eran inmerecidos, pero necesarios para ir cimentando bien mi personalidad), cuánta ayuda! Qué acompañamiento tan amable. Y qué interesante: ellas eran la totalidad del staff docente.

Ya en la primaria, no todos los profesores eran especiales. Tuve que padecer, en segundo año, a un bruto acostumbrado a los gritos y las amenazas. Y a otros profesores demasiado rudos, por no decir groseros. No es casualidad que sólo tres de ellos (Segundo de Jesús Márquez, Pedro Julio Gallo y Ricardo Rocha) hayan dejado un bonito recuerdo en mi psiquismo…Y ellos representan ¡sólo un 10% de los maestros con los que tuve contacto en esos años!

En la secundaria la cosa mejoró, porque me cambié a un colegio fiel a la filosofía de san Juan Bosco, y puedo afirmar que casi el 80% de los docentes supieron darme el acompañamiento y el apoyo necesarios para terminar de estructurar mi personalidad, corregir mis debilidades y potenciar mis talentos.

Pero la universidad (y he pasado por varias, porque siempre me ha gustado estudiar y aprender) me mostró los peores sujetos que he conocido dentro del ámbito educativo.
Estudié Medicina en una universidad prestigiosa. Todos sus docentes tenían al menos una especialidad. ¡Pero qué malas personas eran muchos de ellos! Incapaces de felicitar aún cuando se hacía un trabajo excelente. Incapaces de agradecer. Incapaces de pedir excusas cuando se enojaban de manera desproporcionada. Me salvó ser un estudiante aplicado, pero presencié muchos malos tratos. Y, en una que otra ocasión, me tocó también aguantar “explosiones”, insultos y rabietas de mis profesores. Puedo asegurar, sin temor a equivocarme, que los docentes realmente amables que conocí en el pregrado representaron si acaso un 5% de la totalidad del cuerpo docente.

Realizando la especialización tuve profesores estupendos, bien preparados y con gran experiencia clínica. Sin embargo, a excepción de dos de ellos, en general eran doctores rebosantes de narcisismo. Y además de engreídos y arrogantes, algunos de ellos eran francamente groseros. Recuerdo a una, que ni siquiera era médica (tal vez eso contribuía al mal trato que nos daba, tal vez por mecanismos de envidia inconsciente), era bastante torpe como clínica, y sabía muy poco (pero estaba enseñando ahí por “recomendaciones”, porque la corrupción también llega al mundo académico). Creía que sus chorradas eran encíclicas. Esa pobre mujer, bastante trastornada, llegaba siempre con el ceño fruncido (“de mala cara”), a dar la clase de mala gana, y destacaba por su trato descortés. El otro era un sujeto claramente neurótico, que incluso nos manoteaba, nos decía groserías y nos alzaba la voz. De ese pudimos aprender un poco más, porque algo sabía, pero en todo caso nada le daba derecho a tratarnos de ese modo.

Curiosamente, en las dos maestrías encontré docentes gentilísimos. Dispuestos a enseñar. Respetuosos. Y todos tenían al menos un doctorado. Ellos me confirmaron lo que, cuando era niño, había escuchado a mi padre: “Entre más grande y sabia es una persona, más humilde y amable es”.

En Filosofía he tenido también la experiencia de encontrarme con sujetos que no sienten amor por lo que hacen, pero que están ahí ex profeso para sentirse fuertes tratando rudamente a sus estudiantes. Y corroboran lo que mi papá pensaba. En general, entre más ignorantes, más tiránicos. Cuanto menor sea su grado académico y su lustre profesional, mayor su tendencia a apabullar al estudiante.

La situación actual (tal como la percibo)

Necesitamos formar personas no sólo “políticamente correctas”, sino genuinamente humanas: capaces de amar, amables y solidarias. Algo muy distinto a lo que se presenta en la actualidad: sujetos que posan de ser “buenas personas” pero en realidad sólo son tolerantes en la medida en que nadie se interponga en su camino, y que usan un léxico “circunspecto e incluyente” pero tienen una praxis de vida en la que el individualismo, el materialismo y los prejuicios abundan.

En este orden de ideas, los docentes (y hablo de docentes en todo nivel, aunque el tópico de este ensayo sea el universitario) estamos llamados a ser agentes de humanización. No se trata de producir más gente competitiva, productiva y deseosa de “quedar bien” (gente hipócrita, con un discurso humanista de un lado pero un camino de vida egoísta y guiado por el propio interés). Eso es lo que hemos estado haciendo desde la segunda mitad del siglo XX.

Necesitamos ser verdaderos agentes de cambio, y forjar unos ciudadanos que el día de mañana no se queden en el discurso mamerto (hablar de cooperación y compromiso social…mientras se piensa cómo sacar provecho de la situación y cómo llevarse por delante al otro) ni en la palabrería ornamentada pero estéril que he visto en muchos políticos y funcionarios públicos (expertos en hablar de “inclusión”, “democracia” y “pluralismo” de dientes para afuera, y muy dados a pasar por encima de los demás en su fuero íntimo).

En consecuencia, debemos empezar a dar ejemplo y tratar con amabilidad a nuestros estudiantes. Llegará el día, si ese buen trato es consistente, coherente y sistemático, que ellos aprenderán a tratar con amabilidad al resto de la gente. Y el mundo se hará más amable. Un mejor lugar para vivir.

No es una utopía. Ser buenas personas (amables, empáticas y consideradas con el prójimo), y formar buenas personas, es una realidad que los docentes tenemos que construir.

Con el trato amable no sólo formaremos mejores seres humanos (y por ende, construiremos sociedades más sanas), sino que también tendremos otras victorias: nuestros estudiantes pondrán más atención a nuestras clases y las recordarán mejor, y cada encuentro tendrá mucho más dinamismo (en la medida en que los estudiantes se sentirán menos cohibidos, más dispuestos a participar); nos sentiremos más plenos en nuestro quehacer (pues recibiremos una retroalimentación positiva, como toda persona amable: también los estudiantes serán más amables con nosotros, y viviremos en un clima laboral feliz, sin mayores fricciones); nuestros estudiantes se sentirán más motivados y se comprometerán en mayor medida con nuestra asignatura (y hasta con nosotros mismos…aparecerán monitores y ayudantes de manera espontánea); tendremos también mayores estímulos en nuestro trabajo, tanto simbólicos (felicitaciones, memorandos, premios) como concretos (ascensos, nombramientos de planta, mejoras en el sueldo).

Otra ganancia de empezar a ser más amables como docentes universitarios es  que podemos ir rompiendo el estigma que pesa sobre el profesor amable (al que se suele creer laxo, mediocre, poco comprometido con su trabajo o confianzudo con sus estudiantes), y allanando el camino para que la dicotomía buen profesor versus profesor amable sea superada.

¿Cómo definir a un docente universitario amable?

Estas son las características psíquicas de una persona amable: se hace querer, tiene don de gentes, tiene un comportamiento caritativo hacia todos los seres; por su actitud afable y afectuosa se hace merecedora de ser amada (Caballo, 2005).

En mi opinión, el docente universitario es amable cuando muestra dulzura y ternura con sus estudiantes pero mantiene el nivel de exigencia, madurez y mesura que van de la mano con su estatus de figura de autoridad. Es amable cuando ama a sus estudiantes y quiere lo mejor para ellos, pero es mesurado en la expresión de su afecto (sin ser confianzudo y sin traspasar los límites que la ética, el pudor y la decencia determinan). Es amable cuando escucha a sus estudiantes y se muestra lo suficientemente flexible como para atender sus necesidades, pero al mismo tiempo hace respetar el encuadre, los horarios, el currículo y el desarrollo normal de la asignatura.  

Un bello retrato de un docente amable lo hizo el propio santo Domingo de Guzmán (él mismo un educador erudito y convincente, fundador de la Orden de Predicadores) cuando instó a sus discípulos, los monjes dominicanos, a ser “fieles servidores de Dios y de los hombres, siempre amables y dulces, dispuestos a iluminar con la prédica” (Domingo de Guzmán, 1221).

Otro tanto, esta vez a propósito del mismo Domingo de Guzmán, lo hizo el beato Jordán de Sajonia: “…No le faltaba aquella caridad que tiene su máxima expresión en dar la vida por sus amigos. Con esta caridad Domingo se iba ganando la amistad de todos.” (Jordán de Sajonia, 1236).

Y es que, aunque la Iglesia ya contaba con verdaderos campeones de la amabilidad (San Francisco de Asís, San Antonio de Padua, entre otros), santo Domingo marcó un hito porque fue el primero en complementar el sermón del púlpito y la labor evangelizadora de corte misionero con la prédica hecha desde la cátedra universitaria, en calidad estrictamente docente. Fue un hombre entregado a los libros que entendió, como san Agustín de Hipona, que no se ganaban fieles con la espada, sino con la enseñanza.
Obviamente, un carácter afable como el de aquél gran lector y orador atrajo a muchos estudiosos. No fue una casualidad que las mentes más brillantes de Europa, en el siglo XIII, se afiliaran a su Orden de Predicadores (Jedin, 1975). Uno de sus novicios fue el médico, filósofo, teólogo, geógrafo, biólogo y astrónomo san Alberto de Böllstadt, llamado Alberto Magno y Doctor Universal dada su vasta cultura y su mente versátil e ilustrada, capaz de indagar en todas las ramas del saber. 

De san Alberto uno no puede sino maravillarse. Fue un docente universitario excelente, con una trayectoria difícil de imitar (catedrático en las universidades de Padua, Colonia y París; obispo de Ratisbona) y una personalidad sumamente atractiva. Se cuenta de este santo que “como ningún aula de la Universidad de París podía albergar a todos los que querían escucharle, dictaba sus clases en plazas públicas y parques” (González, 1894).  

Un elemento interesante de la labor de san Alberto como maestro fue su condición de “orador agradable y elocuente” (Martínez, 2010) que daba al mismo tiempo ejemplo de “humildad, don de gentes y pobreza absoluta” (Benedicto XVI, 2010). Con ello quiero recalcar que sí se puede ser un gran investigador, un escritor formidable (de hecho, sus obras completas suman 21 volúmenes) y un profesor brillante, y al mismo tiempo una buena persona, de conversación gustadora y buen trato a los estudiantes.

Discípulo de san Alberto Magno, y tal vez el filósofo más sistemático y consistente de todos los tiempos, santo Tomás de Aquino (1224-1274) fue un hombre completamente consagrado a Dios y a la Academia. Enseñó Filosofía y Teología en Nápoles, Viterbo, Colonia, Roma y París. Todos sus biógrafos coinciden en que a su gran amabilidad unía una pureza de corazón extraordinaria: así, en su trato con sus estudiantes y con las otras personas, siempre conservó el halo virginal y limpio de los hombres castos. También trató con notable elevación moral a muchas mujeres (que asistían a sus eucaristías con devoción, por ser un predicador de primer orden y un hombre ya en vida considerado santo).  Nunca tuvo acercamientos inadecuados o palabras fuera de lugar (Gui, 1937).
Pese a ser un hombre aristocrático (su familia era noble y poderosa), de buen gusto y refinadas maneras, santo Tomás jamás se dejó seducir por un estilo de vida muelle, o por la buena mesa, o por los cargos de poder. Vivió voluntariamente en extrema pobreza, y rechazó varias veces convertirse en abad u obispo (De Lucca, 1980). ¡Cuánto deberían aprender de un hombre así tantos profesores universitarios, que llenos de envidia y mezquindad andan siempre husmeando cuáles son los ingresos de sus colegas, o pero aún, intrigando para buscarles la caída!    

Otro elemento del Doctor Angélico era su clara conciencia de que al iluminar a sus estudiantes cumplía una labor de caridad. Y también por eso era amable. Un ser amable es un ser caritativo. Y en el ámbito de la docencia, no hay mayor caridad que el deseo de compartir todo el conocimiento (con los otros docentes, con los estudiantes, con el público en general). Así era él. Muchos de sus colegas eran también sus contertulios, como Tomás De Lucca o Guillermo de Moerbeke; él los admiraba y leía sus trabajos y traducciones, y al mismo tiempo les daba a conocer los borradores y adelantos de sus obras (Forment, 2007).  
En el magisterio de San Juan Bosco también he encontrado datos muy iluminadores, que me confirman en la idea de que un docente universitario entre más amable es más idóneo. Don Bosco nunca enseñó en universidades, sino en lo que hoy llamaríamos Institutos Técnicos Superiores. Pero lo incluyo en este ensayo, por varios motivos: a) escribió prolíficamente sobre pedagogía y didáctica, proponiendo un modelo aún vigente, el “sistema preventivo”; b) inspiró a otros grandes pedagogos, como Maria Mazzarello, Maria Montessori y Miguel Rúa; c) creo que el enseñar una carrera técnica es a veces más exigente que el enseñar una carrera profesional, puesto que uno se encuentra (yo también enseñé en un Politécnico durante un periodo de mi carrera docente, entre 2009 y 2011) con alumnos adultos, muchos de ellos ya con exigencias económicas mayores (como la de sostener una familia) y con múltiples estresores (que por un lado dificultan su formación académica, pero por otro los hacen ser mucho más agradecidos por la oportunidad de estudiar).

El afán de san Juan Bosco, primero en Turín, luego en Italia, y después en todo el mundo (llegó hasta la Patagonia en su deseo de ayudar a los jóvenes educándolos), fue el de prevenir que chicos y chicas de escasos recursos cayeran en el mundo del hampa y la prostitución. En consecuencia, tuvo el buen tino de captar que no necesitaban limosnas, sino un oficio que los hiciera económicamente independientes (Sálesman, 1998).

La amabilidad del profesor Bosco era proverbial. De hecho, solía llamar amigos a sus estudiantes, compartía con ellos todo tipo de actividades (desde adivinanzas, obras de teatro y juegos de pelota… hasta exigentes pruebas de equilibrio y acrobacia), y era en todas sus clases sumamente afectuoso con ellos (paternal, en el pleno sentido de la palabra). El santo no cesaba de repetirles: “Estad siempre alegres” (Bosco, 1982).
Consciente de la importancia de lo afectivo, lo motivacional y lo actitudinal en el desempeño de un buen docente, se propuso a sí mismo una interesante disciplina: la de hacerse amable, el más amable de los educadores. Para ello se inspiró en San Francisco de Sales, un santo famoso por la dulzura de su carácter. Y decidió bautizar Salesianas a sus comunidades y obras (Schiele, 1997).

Lo interesante es que, a pesar del inmenso cariño que inspiraba (sus “muchachos” corrían a abrazarlo tan pronto lo veían llegar, casi siempre de visitar enfermos o de pedir ayuda para sus múltiples obras), siempre mantuvo una actitud correctísima, casta y pulcra. Jamás cruzó esa sana línea que hay entre el cariño viril de un padre adoptivo (sus estudiantes eran miles de niños rescatados de las calles, que no tenían otro hogar que un colegio Salesiano) y la muy censurable actitud de erotización y manoseos indebidos (a veces abusos sexuales francos) que tristemente han protagonizado algunos docentes a lo largo de la Historia.

Otro rasgo de Don Bosco, que creo que define a un buen maestro, fue un optimismo a toda prueba. De hecho, en vida se enfrentó a muchos problemas, tanto políticos (las autoridades locales y nacionales en la Italia de su época fueron en general muy hostiles a las comunidades religiosas, y muchos lo tildaron de “agitador” y “sedicioso” por su entrega a los más necesitados) como económicos (nunca tuvo un apoyo “oficial”, ni siquiera del Vaticano, para sus proyectos…el que lograra siempre llevarlos a cabo lo atribuyó siempre a la Divina Providencia y a la Virgen María, a la que denominaba amorosamente María Auxiliadora, siguiendo a san Juan Crisóstomo). Y me parece francamente encomiable esa fe esperanzada, aún en medio de acreedores y gendarmes, y otros enemigos, que en cierto sentido me recuerda a la de otros pedagogos que he admirado, como Paulo Freire.  

A modo de conclusión

Como señaló Bowlby, la figura del cuidador de un niño es fundamental: lo hace sentir protegido y seguro, y viene a ser una figura paterna simbólica (Bowlby, 1972). Es evidente que la figura del maestro es vivida como una figura cuidadora, tanto a nivel consciente como inconsciente. Y también como figura de autoridad, que complementa a los padres y a otros familiares significativos como guía y presentador de lo que es correcto y de lo que es incorrecto (Campos, 2012). Y como figura de imitación, en tanto que se erige en modelo (casi nunca de manera consciente) por ese estudiante con el que se relaciona (incluso cuando él o el estudiante intentan evitarlo).

Siempre he creído que los maestros son figuras sumamente significativas para la vida psíquica del estudiante. En la relación maestro-estudiante hay todo un entramado de introyecciones, proyecciones, experiencias emocionales y factores psicodinámicos en juego (Campos, 2012). Y esto ocurre en todas las edades. También el estudiante veterano de posdoctorado requiere tener un profesor afectuoso y muy consciente de su rol (como apoyador, acompañante y guía, y también como figura paterna o materna inevitable). Por eso insisto en que es preocupante que en la docencia universitaria rara vez se toque lo emocional. Por eso quise hacer este ensayo. No puede ser que la amabilidad y el buen trato (tan frecuentes en el kinder) se vayan perdiendo en la medida en que el estudiante avanza en sus niveles de formación. No puede ser que el docente universitario pretenda desligarse de esta esfera afectiva y se atrinchere en una actitud narcisística, muchas veces hostil y despectiva, que no contribuye a formar buenas personas. 

Así como en los estudiantes de primer grado se evidencia una correlación entre su estado afectivo y la misma forma en la que aprenden, o les cuesta aprender (Maldonado y Carrillo, 2006), en los estudiantes (y docentes) universitarios lo emocional es de suma importancia. Lo he visto a lo largo de toda mi carrera. Y me parece absurdo que hasta el momento no se le haya prestado mucha atención al asunto.

Espero que este breve trabajo sirva para abrir camino a otros que deseen profundizar en el tema. Estoy convencido que del rescate y la revaloración de la amabilidad en el ejercicio de la docencia podremos salir ganando todos.

*Médico Psiquiatra, Psicoterapeuta, Profesor Universitario, Historiador, Escritor

REFERENCIAS

1. Campos, D.A. ¿Qué es la Neoposmodernidad?, Santiago de Chile, 2005
2. Campos, D.A. Nuevo Milenio es Neoposmodernidad, Bogotá, 2013
3. Restrepo, L.C. El derecho a la ternura, Bogotá, 1994
4. Campos, D.A. La buena educación no puede ser una educación prohibida, Armenia, 2016
5. Maturana, H. La objetividad: un argumento para obligar, Santiago de Chile, 1997
6. Caballo, V. Los Trastornos de Personalidad, Madrid, 2005
7. De Guzmán, D. Constituciones de la Orden de Predicadores, Bolonia, 1220
8. De Sajonia, J. Cartas a Diana de Andalo y otras religiosas, París, 1270
9. Jedin, H. Manual de Historia de la Iglesia, Tomo IV, p.300, Madrid, 2001
10. González, Z. Historia de la Filosofía, Tomo II, p. 80, Madrid, 1894
11. Martínez, M.A. Vidas de Dominicos, p. 34, Salamanca, 2010
12. Benedicto XVI, Alberto Magno, el científico y el santo. Audiencia Papal del 24 de marzo de 2010
13. Bernardo Gui, Vida de Santo Tomás de Aquino, p.161, Roma, 1937
14. De Lucca, T. Historia Eclesiástica Nueva, Libro XXII, c. 17, Roma, 1980
15. Forment, E. Santo Tomás de Aquino. El oficio de sabio, Barcelona, 2007
16. Sálesman, E. Las aventuras de Don Bosco, Buenos Aires, 1998
17. Bosco, J. Autobiografía, Madrid, 1982
18. Schiele, R. Vida de San Juan Bosco, Madrid, 1997
19. Bowlby, J. Cuidado maternal y amor, Madrid, 1972
20. Campos, D.A. Aspectos psicodinámicos de la relación maestro-estudiante, Bogotá, 2012
21. Campos, D.A. ¿Por qué nos aburrimos en la escuela?, Bogotá, 2013

22. Maldonado, C., Carrillo, S. Teaching with affection: characteristics and determinant factors in teacher-student relationships, Bogotá, 2006

David Alberto Campos Vargas (Colombia, 1982)

1 comentario:

Profesor Blanco dijo...

Admiro el modo sistemático con el cuál el autor argumenta un problema tan pernicioso en el mundo de la Academia. Es hora de que los docentes replanteemos nuestras actitudes medievales frente a nuestros estudiantes y expresemos en nuestra propia existencia el nivel académico del que tanto nos presiamos.
Ser maestro es una dignidad que implica sentirse discípulo en constante construcción.