jueves, 3 de septiembre de 2015

LA DEPRESIÓN COMO APRENDIZAJE, por David Alberto Campos Vargas


LA DEPRESIÓN COMO APRENDIZAJE


David Alberto Campos Vargas, MD*


Está claro que la depresión es una enfermedad médica. No tiene que ver con falta de voluntad ni con debilidad. Es un síndrome psiquiátrico, con evidentes escenarios clínicos y un manejo médico para cada uno de ellos.

Lo que pasa es que como no se trata de una herida abierta y visible, como no evidencia hemorragia, mucha gente ignorante se encarga de torturar a quienes la padecen con cuentos tan cándidos como ofensivos. En consecuencia, los que sufren de esta enfermedad, además de tener que lidiar con ella, tienen entonces que enfrentarse a la incomprensión, los comentarios estresantes y poco empáticos, y a veces la manifiesta hostilidad de sus familiares y conocidos.

Los distintos tipos de depresión son una clara condición médica con un correlato biológico innegable. Insisto: el problema no radica en una supuesta pusilanimidad personal, ni en una supuesta debilidad de carácter, ni en una supuesta mediocridad de espíritu. Por eso la pueden padecer personas con una formidable fuerza de voluntad, personas luchadoras y determinadas. Por eso la pueden padecer personas fuertes, vigorosas y rebosantes de energía. Por eso la pueden padecer personas inteligentes, brillantes y talentosas.

Se deprimen líderes, organizadores, empresarios y deportistas de alto rendimiento. Se deprimen científicos, filósofos, héroes y veteranos. Se deprimen también las personas profundamente espirituales, místicos, pastores, sacerdotes y monjes. No es fragilidad, ni mucho menos una falla en la personalidad. No es un capricho. No es falta de fe. No es pecado. No es cobardía. No es pobre capacidad de esfuerzo, La depresión es enfermedad, y como tal, debe abordarse profesionalmente.

La depresión no es un invento de esta época; siempre ha existido, a lo largo de la Historia: lo que sucede es que hasta hace muy poco tuvo por fin un lugar claro en la nosografía y la psicología médica. La gravedad de una depresión mal manejada no es alharaca de psiquiatras. A diario, en todas partes del mundo, la gente se suicida. Casi siempre, detrás de esos suicidios, está la depresión. También a diario, millares de personas llegan tarde a trabajo, o no asisten, o, si llegan, lo hacen a media máquina. En más de la mitad de ellas, existe algún tipo de depresión.

Esta enfermedad afecta el rendimiento, la productividad y la eficiencia. Enlentece, en todos los contextos. Las personas y las familias, las ciudades y las naciones, son afectados por ella, a nivel económico, social y político. La depresión también empaña y limita al espíritu del hombre, y por eso subyace a muchas existencias alejadas de la plenitud, siendo el común denominador de proyectos de vida frustrados o estancados. Debido a eso, estoy convencido que la depresión no diagnosticada o mal manejada es una de las condiciones médicas que más relacionada está con la infelicidad del ser humano y los problemas del mundo. Si todos los seres humanos tuvieran una vida plena, difícilmente desplegarían conductas de insolidaridad, mezquindad y violencia.  

Teniendo en cuenta lo anterior, se hace imperioso que las personas consulten a tiempo. Que se haga un diagnóstico y que se inicie un tratamiento razonable, pertinente y certero. Sin embargo, también por ahí los mitos hacen mucho daño. Además de los consabidos cuentos, como que “todo es ponerle ganas”, o que "eso es falta de fe", o que “no hay que ser desagradecidos con la vida”, o las patéticas intervenciones con las que intentan “motivarlos” ("A mí nunca me ha dado eso", "Yo sí sé enfrentar los problemas, y por eso nunca he pensado en matarme", "Eso es que a usted lo(a) consintieron mucho, y se volvió mimado(a)"), los que rodean al paciente no saben brindarle ayuda. 

Y, por desgracia, los que sí reconocen que la depresión de su allegado es una dolencia, dan todo tipo de rodeos antes de buscarle una cita con el especialista en Psiquiatría. Lo habitual es que primero lo lleven con una vecina rezandera, un yerbatero, o un brujo. Siguen pasando los días. Si la persona aún no ha atentado contra su vida, siguen perdiendo tiempo valioso: la llevan a alguna comunidad parroquial, la saturan con material multimedia de "motivación", la bombardean con mensajes bienintencionados pero agotadores. Continúa corriendo el tiempo. 

Si aún no ha atentado contra su vida, llevan al deprimido donde un supuesto "experto” (que suele ser un charlatán que ni siquiera es médico, y que ejerce de manera ilícita y flagrante), o lo intentan “curar” en algún sitio de teguas o chamanes. De ahí, más angustiado aún, el pobre paciente prosigue su trágica romería y es llevado con algún guía religioso. Si se trata de una persona ética y sensata, dicho guía le indica que consulte a un especialista, pero no siempre ocurre así. 

Y si no se ha suicidado ya, el paciente consulta a un médico general o a un psicólogo al cabo de varias semanas de haber iniciado sus síntomas. A veces ya la enfermedad ha remitido un poco, y el paciente, si aún vive, tiene que lidiar con comentarios ofensivos como: “¿Si ve?, usted no tenía nada”, o "Fíjese, nadie le ha dado con el diagnóstico, eso es que usted no tiene nada".

Y qué desgracia, muchos médicos generales y psicólogos subestiman la gravedad de la situación. En vez de proceder con eficiencia, y solicitar valoración por Psiquiatría, muchos "terapeutas" hacen alguna intervención floja (un consejito trillado, una frase que consideran “motivacional”, y que ya ha oído antes el sufrido paciente, o una falsa "terapia" poco estructurada), y llenos de narcisismo (o peor aún, a veces con el afán de hacerse un dinero a costa del paciente), evitan derivarlo a tiempo con un psiquiatra. En vez de remitir con prontitud a ese ser humano que sufre, muchos médicos generales se contentan con formular un sedante (casi siempre el menos adecuado). No tienen ni idea de la Psiquiatría, pues se formaron con la tonta idea de que no es una especialidad útil, y pasaron por ella sin mayor interés en el pregrado. O peor aún, de que es algo "fácil", que no es sino decir una burrada y recetar algo que deje fundido al paciente. Por culpa de ellos, muchos pacientes con depresión son sometidos a un sufrimiento innecesario. Por ese mal hábito de muchos médicos generales, y de terapeutas profanos en Psiquiatría, la depresión avanza y todos sus daños (a nivel de pareja, familia, comunidad y trabajo) se multiplican. Y cuando por fin se deciden a remitirlo, casi siempre es demasiado tarde y el paciente tiene afectado hasta su juicio de realidad.

Si ni siquiera en las Facultades de Medicina y Psicología se trata con respeto a la Psiquiatría (de hecho, en muchas de ellas quienes dan las clases de Psicopatología, Semiología y Psicología Clínica no son psiquiatras, y mucho menos, psiquiatras con entrenamiento en psicoterapia), ¿qué puede esperar quien está pasando por una depresión? Para rematar, cuando algunas universidades sí ofrecen a sus estudiantes la posibilidad de aprender de un psiquiatra psicoterapeuta, es frecuente el fenómeno de que ellos mismos menosprecien la oportunidad, no se esmeren en realizar sus actividades de rotación y asistan de mala gana, pues creen que se trata de una especialidad "menor", de poca importancia. 

De otro lado, es insuficiente la información de la que dispone la opinión pública con respecto a los trastornos depresivos, la Psiquiatría y la Psicoterapia. El común de la gente del Tercer Mundo ni siquiera sabe qué hacen los médicos psiquiatras, y se dejan guiar por prejuicios, habladurías, interpretaciones distorsionadas y clichés. Aunque cada vez hay menos personas que por ignorancia se llenen de pavor o se irriten si un buen amigo les aconseja consultar un psiquiatra y empezar una psicoterapia, la verdad es que, todavía hoy, millones de personas sólo tengan una idea del psiquiatra por referencias literarias o cinematográficas. ¡Y cuánto tiene que pasar para que un paciente sea llevado a donde un verdadero terapeuta, y no donde un diletante sin estudios suficientes!

Por eso es mandatorio educar, sensibilizar, darle otras luces y otras perspectivas a la comunidad.

El siguiente paso, asumida la depresión como una dolencia verdadera, y logrado en el imaginario colectivo que el tener una enfermedad mental y el buscar su tratamiento no sean vistos de manera despectiva, es ver qué se hace con la depresión.

Los pacientes merecen ser tratados adecuadamente. Un enfoque integral y transdisciplinario, del que mucho se habla pero poquísimas veces se aplica en situaciones reales y concretas, es fundamental. No bastan las medidas farmacológicas, ni las medidas psicoterapéuticas, ni las psicosociales, por sí mismas. Se requiere, para un tratamiento contundente, abordarlo todo, y abordarlo bien. Lo que he intentado hacer desde que en 2010 propuse el modelo de Psicoterapia Formativa (un enfoque integral, encaminado a la felicidad y la plenitud vital, formador de una personalidad armónica y ecualizada, potenciador de los aspectos saludables tanto en el paciente como en el doctor, con una praxis filosófica y una posibilidad de redefinición y renovación existencial), es que a todos los pacientes, y a todas las personas, se les mire como seres completos y capaces de cambiar su situación, y que se les deje de mutilar o reducir a determinado síntoma o  etiqueta diagnóstica. Y eso incluye, por supuesto, a todos los seres humanos que tienen algún trastorno depresivo.

Todo el mundo debe saber que no es suficiente una medicación, y que sería muy ingenuo esperar una especie de panacea o fármaco milagroso que borre todos los síntomas depresivos. Si el psiquiatra no es un buen psicoterapeuta, está frito. Del mismo modo, si no se tienen en cuenta los contextos familiar y social del paciente, poco se hace.

El adecuado abordaje es el más completo, el más abarcativo posible. Un tratamiento total. Involucrando a la familia y a los amigos del paciente. Modificando sus ambientes. . Brindándole una asesoría completa, que tenga en cuenta también sus necesidades básicas (entorno, vivienda, seguridad social, empleo). Potenciando su vida de pareja (y, por ende, educándolo en la asertividad, en la comunicación clara y eficiente, en el disfrute de una sexualidad responsable, en la construcción de un proyecto en común). Dándole una mano desde lo médico, lo psicológico, lo trascendente, lo artístico, lo literario, lo lúdico, lo deportivo, lo cinestésico y lo ocupacional. Eso es lo que pretendo con la Psicoterapia Formativa: que no se quede por fuera del tratamiento psiquiátrico ni un sólo campo de la vida del paciente. En su calidad de psicoterapia filosófica y teológica, le apunta a la existencia en su conjunto. Ningún aspecto existencial puede quedar desatendido. 

Y es por ello se equivoca el que pretende ejercer la Psiquiatría si no cuenta con las condiciones adecuadas (formación tanto en psicoterapia como en neurociencias, integridad, responsabilidad, honradez, bondad, solidaridad, calidad de vida y aspiraciones espirituales satisfechas, una personalidad bien estructurada, una vida espiritual fuerte, humildad para aprender del paciente, buena disposición, genuino deseo de ayuda, y un entendimiento lo más completo posible de la naturaleza y la condición humanas). Por eso se hunde en pantanos peligrosísimos el psiquiatra que no cuente con la suficiente preparación, o que ignore la necesidad de una vida religiosa fecunda, o que desconozca la indispensabilidad de unos principios sólidos y una moral intachable. Por eso se pierde la oportunidad de aprovechar el vínculo, la alianza y la sinergia terapéuticos, quien no tenga claro su horizonte ético, o quien se de a sí mismo una mala calidad de vida (limitándose en sus aspectos creativos, lúdicos, espirituales y estéticos) y descuide su propio derecho a la felicidad.

Integral. Completo. Transdisciplinario. Total.  Así debe ser el abordaje de un paciente que se encuentra padeciendo un trastorno depresivo (y, a decir verdad, cualquier tipo de padecimiento). Mal hace el que se jacta de ofrecer salud mental si no tiene en cuenta todas las dimensiones de la existencia, si descuida lo artístico, lo recreativo o lo trascendente en su paciente (y en sí mismo), si no aprehende a la persona humana, al hombre en su totalidad, sino que cae en parcialismos, reduciendo su acción a lo simplemente farmacológico, o centrándose en intervenciones meramente sintomáticas, o descuidando los entornos académico, laboral, familiar y social del paciente, o dedicándose a lo puramente psíquico sin tener en cuenta lo médico y biológico. 

Pero no cesa ahí el acompañamiento. Un buen psiquiatra tiene que ayudarle a descubrir a su paciente nuevas potencialidades. A darle fuerza a todos los aspectos positivos de su paciente. A validar lo que está haciendo bien, y apoyarlo a que lo haga aún mejor. A desempolvar habilidades y talentos que yacían olvidados. Esa es una psicoterapia bien hecha: la que permite aprender, crecer, madurar (insisto, tanto al paciente como al psiquiatra). La que abre nuevos horizontes para todos los integrantes del proceso terapéutico.

El paciente tiene que utilizar esa vivencia de enfermedad como una vía hacia la felicidad, la armonía, la madurez, la realización personal: en suma, hacia la plenitud existencial. Y llegamos a un punto clave:¿Qué partido le puede uno sacar, como persona, a la depresión? Esto es, ¿cómo puedo usarla yo, como psiquiatra o como paciente, para aprender de mí, de los otros y del mundo? Y a partir de dichos aprendizajes, ¿cómo puedo (podemos) crecer?

Porque la depresión, si bien es una enfermedad grave, que afecta el desempeño del paciente y perjudica todas sus dimensiones vitales, si tiene el tratamiento adecuado, puede traer consigo una oportunidad. Una maravillosa oportunidad. Como toda crisis, tiene un enorme potencial para el crecimiento y la sana estructuración de la personalidad. Puede convertirse en el nacimiento de nuevas y hermosas perspectivas. La terapéutica apropiada abre esas posibilidades ocultas, y permite que la depresión sea una bonita ocasión para que el paciente emerja más fuerte, más equilibrado y más pleno.

La depresión también puede ser una oportunidad para la introspección. La gente vive acelerada, en una premura incesante, angustiada por ese montón de trivialidades, disturbios y agitaciones que, lamentablemente, en nuestra época muchos confunden con la vida. La prisa, el estrés, las emociones desbordadas, la ausencia de tiempos y espacios para el encuentro con el alma (como la reflexión, la oración, la meditación o la introspección), el narcisismo generalizado, la sobrecarga emocional, la pobre autonomía y la ausencia de pensamiento crítico (que llevan al ahogamiento en un barullo de información tan masiva, caótica y contradictoria, que termina siendo desinformadora), los afanes, el materialismo, la exigencia social de hacer de la propia vida un espectáculo de masas, la cultura light, las múltiples ocupaciones, la insolidaridad y todos los aspectos negativos de la neoposmodernidad, con frecuencia asfixian al hombre y lo sumen en el más completo desmantelamiento espiritual. Suprimen la creatividad, no dejan tiempo para pensar (y, mucho menos, para filosofar), le hacen creer a la gente que no se puede orar, ni disfrutar en familia, ni trabajar en lo verdaderamente esencial y valioso (formarse para la plenitud, reconectarse con Dios, crecer, vivir una vida sosegada, equilibrada y fructífera), ni darse siquiera un respiro en medio de tanta estupidez, violencia y superficialidad del mundo.

Enfatizo: en medio del ritmo febril al que nos empuja esta época, a muchos seres humanos no les queda tiempo para el pensamiento. Eso es una canallada. El resultado es una enorme masa poblacional cada vez más insegura y trastornada, cada vez más desorientada y ansiosa de placeres efímeros que no logran paliar su infelicidad crónica, cada vez más agresiva y desinteresada del prójimo, cada vez más raquítica moral y mentalmente. A todas luces, hay que hacer un alto en el camino, y salirse a tiempo de ese huracán de afanes en el que está inmersa casi toda la Humanidad. Y, por supuesto, pensar. No hay mejor vía hacia la maduración que ese ejercicio de mirar hacia adentro, contemplar la propia mente, profundizar en el propio psiquismo. Por eso hoy en día, los que se quieren un poco, buscan con fruición atisbos de vida serena y contemplativa (que tanto escasea en la banalidad de la cultura light del siglo XXI): retiros y ejercicios espirituales, actividades religiosas y de ayuda a los demás, lecturas edificantes, viajes pedagógico-culturales, actividades deportivas en las que la diversión prime sobre la competencia, juegos y momentos de sano esparcimiento en familia. Los que no, pueden encontrar la ocasión para estar consigo mismos en la vivencia depresiva. Es decir, la enfermedad puede ser el último recurso que use su atormentado psiquismo para hacerlos soltar el pie del acelerador. Puede ser el camino para empezar a quererse un poquito. 

La persona que experimenta una depresión puede aprovecharla para desentenderse, por una temporada, de las tontas distracciones de la cotidianidad. Puede descubrir una segunda vocación, retomar una sana afición, volver a establecer prioridades en su vida, reconectarse con sus verdaderas aspiraciones. Así, el trastorno depresivo se convierte en un significativo aprendizaje, que le permite al paciente arrancar ese cambio positivo de vida que siempre quiso, y emprender una tarea creativa que le ayude a aliviarse y sea también un bello legado a las generaciones venideras.  

En aras de la productividad, obsesión de muchas sociedades, la mayoría de la gente ha perdido el rumbo. No tiene más dirección que aquella que, de manera tiránica y desconsiderada, sus empresas o jefes le marcan. Eso es algo sumamente triste. Algunos historiadores marcan un supuesto final de la esclavitud y la servidumbre en la línea del tiempo, pero se equivocan. Hoy en día, a millones de personas en el mundo les restringen su derecho a la felicidad y a la plenitud, las acosan laboralmente, les vulneran sus derechos en sus organizaciones, las persiguen por sus creencias, les niegan las condiciones mínimas para el digno ejercicio de sus profesiones.

Ahí también puede ofrecer un noble servicio la vivencia depresiva, si se le aprovecha adecuadamente (en el marco de un tratamiento integral, por supuesto). Si se le sabe sacar el jugo, un episodio depresivo ayuda a poner en perspectiva todo lo que se hace, todo lo que se deja de hacer y todo lo que se podría hacer con la propia vida. Y la liberación puede ser maravillosa. 

La depresión puede ser, de este modo, emancipadora. Nos puede cuestionar de manera filosófica. Nos puede hacer pensar si en realidad estamos viviendo la vida que queremos, o simplemente estamos aplazando nuestros sueños para cumplir los sueños de otros. Nos puede indicar si vamos por el camino correcto o si, por el contrario, estamos abusando de nuestro cuerpo. Nos puede señalar si lo que hacemos redunda en nuestro crecimiento personal, o es simple codicia o afán de poder. Nos puede llevar a amarnos más y mejor, dejando de lado la aprobación o la desaprobación de un montón de sujetos y nimiedades francamente irrelevantes para nuestra vida.

Me encanta cuando un paciente, elaborado el proceso, suelta un montón de cargas que lo tenían aplastado y se lanza a vivir, por fin, la vida feliz que se merece. Me fascina, porque también lo he experimentado. Se dice que después de la tempestad llega la calma, pero qué grato es aprender también a cantar y bailar bajo la lluvia, y, una vez la lluvia cesa, aprovechar la ocasión para cambiarse esa ropa vieja que quedó mojada. 

Es una dicha aprender de la depresión para enfocarse en lo que de verdad nos importa, nos hace bien, nos realiza y nos trae felicidad. Eso nos permite ir en pos de nuestras metas, con determinación y confianza absolutas, orientados al logro y llenos de entusiasmo. Y dejar de mendigar aceptación y popularidad, en un mundo y una época tan terriblemente necios, que nos venden como supuesto éxito vital una existencia de borregos, adormecida y atemorizada, presta a acatar las cosas que repite una y otra vez el rebaño de congéneres, matándose y sacrificando lo realmente valioso por locuras como la de creer que la gloria está en hacer muchísimo dinero (para despilfarrarlo enseguida, en todo tipo excesos, banalidades y tonterías) y en presumir de esa enorme cantidad de gastos en fotos ridículas publicadas en redes sociales.

La depresión también puede ser una oportunidad para el descubrimiento de que se tiene un alma que hay que cuidar. Un alma que, bien encaminada, puede ser capaz de cosas sublimes y maravillosas. Un alma que, agradecida, aspirará de ahí en adelante a lo más alto.   

Vivimos una época peculiar, de materialismo extremo. Mucha gente anda por ahí creyendo que la felicidad se puede comprar, y que se es más exitoso en la medida en que se es más adinerado. Mucha gente vive en la más completa ignorancia, despreocupada de los cuidados del alma y de las cuestiones trascendentes. En medio de tanto afán por amasar fortunas, no me extraña que hoy en día casi todo el mundo se sienta insatisfecho, descontento y a la deriva. Y pobre, sumamente pobre.

Aprender de la depresión es empezar a darse cuenta que existe un psiquismo esperando a ser alimentado de verdad. Que ser es más importante que tener o dominar. Que se le puede dar otro tipo de ingresos a la existencia. Que no sólo de pan vive el hombre.

A veces la gente sólo se percata de la existencia de la vida psíquica, o se toma la molestia de cultivarla, si siente la conmoción existencial generada por un trastorno depresivo. Lo ideal sería no necesitar de semejante aliciente, pero a veces es lo único que puede despertar a las personas de los pantanos del materialismo.

De otro lado, un uso sabio de la experiencia depresiva conlleva la oportunidad de hacernos más empáticos, más compasivos, mucho mejores personas. Lo he visto en miles de seres humanos. Es como si el haber pasado por dicha situación los hubiese despertado de su individualismo (otro gran defecto de esta época) y les hubiese mostrado, por fin, que existe todo un entramado de seres en el Universo, y que es gracias a ellos que pueden mantener la existencia propia.

Por eso animo a mis pacientes a que utilicen ese poder transformador que tiene la depresión en sí misma. Es algo que no sólo se debe superar. También se puede vivir, elaborar, y disfrutar. Así es. ¡No todo tiene que ser dolor y sufrimiento! También la enfermedad puede ser una sabia maestra. Aliento a mis pacientes a que no le tengan miedo a sacar provecho de dicha crisis existencial. Se puede experimentar, a partir de ella, un interesante renacimiento. Podrán emerge menos atados a las imperfecciones del mundo y de la época, menos envenenadas por el egoísmo y el resentimiento, más motivadas a cuidar y servir a los demás.

Todos los médicos (tanto si son psiquiatras como si no) se hacen mejores personas, y por supuesto mejores profesionales, si han sabido aprovechar la ocasión. Lo importante es eso. Aprovecharla. Si simplemente se centran en quitarse los “molestos síntomas”, y no hacen un proceso verdadero, seguirán siendo como eran. Por eso me gusta, cuando trabajo con médicos o con psicólogos que se deprimen, reflexionar y trabajar en el cómo pueden renacer mucho mejor capacitados para atender con calidad, profesionalismo y amor.

Otra oportunidad que brinda la depresión, si se le afronta como camino, es la de aprender a no juzgar a la ligera a las personas que estén padeciéndola. Uno no logra entender completamente y con claridad a estas personas que están sufriendo un cuadro clínico depresivo si antes no ha probado al menos un poco de esa hiel. Yo mismo era de los que criticaba a los suicidas. La misma vida se ha encargado de ponerme, en varias situaciones, en la provechosa tarea de repensar, reconceptualizar y redefinir, y de ir dejando todos esos prejuicios de antaño. El que llegó a cometer suicidio merece toda nuestra misericordia. No tenemos ningún derecho a juzgarlo. En cierta medida, es un recordatorio de lo enfermo de nuestro funcionamiento como civilización.

Tras haber salido de las tinieblas de la depresión, las personas pueden empezar a valorar mejor todo lo que tienen de luminoso en sus vidas. Ya han visto la oscuridad. En consecuencia empiezan a percatarse, de manera más vívida, de tanta luz que hay en ellos, y en los demás.

Muchos pacientes, al recuperarse de su depresión, me han comentado que después de ese evento se vuelven más agradecidos con sus vidas, con sus familias, con sus amistades, con los dones con los que han sido bendecidos. Cuando he escuchado lo anterior, no he cesado de animarlos a que sigan descubriendo ese camino. A veces llegan bastante lejos. Se convierten en personas sumamente bondadosas e iluminadas, llenas de amor por el prójimo.

Otro escenario de aprendizaje está dado por la pérdida y el duelo. Sí, los seres humanos somos bastante dados a hacer apegos, y nos da bastante duro el experimentar la ida, el cambio o la desaparición de lo que consideramos nuestras cosas más preciadas. Y la depresión bien aprovechada puede servir como un antídoto frente a esta situación.

Hay quienes se deprimen por cosas que en su momento consideran “lo más importante”… y al cabo de unos años, mirando en retrospectiva, llegan hasta a reírse por haber dado tanta importancia a esas cosas. Descubren que estaban apegados a cosas superfluas, o a personas o situaciones que no podían durar eternamente.

Lo ideal en la psicoterapia es que los pacientes capten que no se les puede exigir infinitud a los seres que en realidad son finitos, impermanentes y perecederos. Y que, por eso mismo, se debe aprovechar la magia del presente. Si en verdad aman a una persona, si en verdad están satisfechos viviendo en un lugar o trabajando en una institución, deben dar lo mejor de sí mismos en ese instante.  

Es hermoso constatar que muchos pacientes logran comprender lo anterior, y empiezan a valorar enormemente el aquí y el ahora. Van dejando tanta inhibición, tanta insensatez, y se vuelven más generosos a la hora de ayudar y dar muestras de cariño. Entienden que un abrazo afectuoso en vida es mucho más útil que una enorme corona de flores cuando ya ese ser amado ha muerto.

Ese tipo de pacientes que han aprendido de la depresión empiezan a gozarlo todo, a disfrutar mejor cada experiencia, cada pequeño placer de la vida, como leer algo bueno, relajarse y sonreír al escuchar una canción o acariciar una mascota. Y no se dejan enturbiar la vida por sujetos que quieran hacerles daño robándoles esos dulces momentos de virtuoso placer.

La experiencia de la depresión puede ser una lección con respecto a no aferrarnos a lo que es perecedero o puede tener un final. Del aferramiento surge buena parte de ese miedo enorme que le tienen muchos a la muerte, y de esa desconsideración y brusquedad con la que suelen tratar al anciano o al moribundo, y de ese estéril afán por verse jóvenes.

Esta época está tan llena de confusión que hay millares de sujetos, en todo el mundo, pretendiendo ser inmortales y dándole la espalda a las realidades ineludibles del envejecimiento, la caducidad y la muerte. Por eso vemos abuelas intentando pasar por lolitas, viejos verdes haciendo el ridículo, madres acostándose con los novios de sus hijas, cincuentones al borde del infarto en el gimnasio. Y jóvenes tan pánfilos, tan despistados, tan anulados por la moral de rebaño (que les inculca a diario que tienen que acomodarse a ciertos estereotipos de belleza y tener un cuerpo de modelos), que no tienen noción de lo creativo, y mucho menos de lo religioso o trascendente, sino que, presas de la inseguridad y del deseo de aprobación, se sacan y publican en redes sociales una foto tras otra. Y por eso los vemos, a todos ellos, aterrorizados y confundidos, cuando requieren ser hospitalizados o se encuentran de cara a la enfermedad y la muerte, y su mundo de fantasía narcisística se les viene abajo.

Cuando una persona ha pasado por un episodio depresivo y ha aprendido bien la lección, se enfrenta ya a la enfermedad y a la probabilidad de morir con mayor naturalidad, con interesante estoicismo, como si supiera de antemano que eso ya iba a pasar, que “estaba ya en el presupuesto”. Y lo más sorprendente es que tiene mayores oportunidades de sobrevivir, y hasta de curarse.

Otra interesante oportunidad de la experiencia depresiva es la de empezar a ver más allá, de abrirse a la trascendencia. He constatado, a lo largo de mi carrera, que muchos de los que no tenían ninguna idea de Dios, de Cielo o de Infinito, o que incluso sentían aversión por ellos, emergen de un episodio depresivo con mayor apertura, sedientos de vida espiritual.

Y sí. Muchos agnósticos y ateos, tras superar la depresión, empiezan un interesante camino de vivencia religiosa. Descubren ese aspecto de su personalidad que había quedado escindido, que habían dejado de lado. Empiezan un proceso de integración, de recuperación de esas partes de ellos mismos que creían inexistentes o innecesarias. Muchos me han manifestado que a partir de entonces sus vidas han sido más completas, más fecundas, más dignas de ser vividas.

*

En resumen, la depresión es una entidad real con un diagnóstico y un tratamiento definidos. Una realidad de doble naturaleza: hunde y estanca si no es manejada profesionalmente, pero también empuja a la transformación y a la plenitud existencial si se trata adecuadamente y se aprovecha como oportunidad, como camino.

Los más básicos no saldrán de un episodio depresivo sino atemorizados, deseosos de que jamás vuelva a ocurrir. Pero los más sublimes saldrán con unas ganas inmensas de ayudar, de comprender amorosamente y de acompañar a otras personas que estén pasando por algún tipo de sufrimiento.



David Alberto Campos Vargas (Colombia, 1982)

Médico cirujano, Pontificia Universidad Javeriana
Especialista en Psiquiatría, Pontificia Universidad Javeriana
Neuropsicólogo, Universidad de Valparaíso
Neuropsiquiatra, Pontificia Universidad Católica de Chile
Filósofo, Universidad Santo Tomás de Aquino
Teólogo, Obispado Castrense de Colombia
Padre de la Psicoterapia Formativa


Cómo citar este artículo: Campos Vargas, D.A. (2015). La depresión como aprendizaje. Pensamiento y Literatura. Septiembre de 2015.