sábado, 24 de enero de 2015

Poema, por Luis Fernando Campos

Cada parte que suspira entre las nubes
Y cada vez que se derraman tus ojos
(Duerme cielo abyecto, fuego que construyes),
Cada vez que yo recojo los abrojos
Buscando aquel son para curar mis llantos
Hallo falsas llaves para mis cerrojos
-Negros, sucios- que se postran a los santos
Y piden la gema que escuche el trayecto
Ágil, fuerte, súbito y que inspire a tantos,
Como el hado claro que aúlla y que es recto,
Armónico canto que anida en las nubes:

-“¡Fuego que construyes! ¡Duerme, cielo abyecto!”

Luis Fernando Campos, 2014

martes, 20 de enero de 2015

Con los ojos cerrados, por Reinaldo Arenas

A usted sí se lo voy a decir, porque sé que si se lo cuento a usted no
se me va a reír en la cara ni me va a regañar. Pero a mi madre no. A
mamá no le diré nada, porque de hacerlo no dejaría de pelearme y de
regañarme. Y, aunque es casi seguro que ella tendría la razón, no quiero
oír ningún consejo ni advertencia.
Por eso. Porque sé que usted no me va a decir nada, se lo digo todo. Ya
que solamente tengo ocho años voy todos los días a la escuela. Y aquí
empieza la tragedia, pues debo levantarme bien temprano -cuando el pimeo
que me regaló la tía Grande Ángela sólo ha dado dos voces -porque la
escuela está bastante lejos.
A eso de las seis de la mañana empieza mamá a pelearme para que me
levante y ya a las siete estoy sentado en la cama y estrujándome los
ojos. Entonces todo lo tengo que hacer corriendo: ponerme la ropa
corriendo, llegar corriendo hasta la escuela y entrar corriendo en la
fila pues ya han tocado el timbre y la maestra está parada en la puerta.
Pero ayer fue diferente ya que la tía Grande Ángela debía irse para
Oriente y tenía que coger el tren antes de las siete. Y se formó un
alboroto enorme en la casa. Todos los vecinos vinieron a despedirla, y
mamá se puso tan nerviosa que se le cayó la olla con el agua hirviendo
en el piso cuando iba a pasar el agua por el colador para hacer el café,
y se le quemo un pie.
Con aquel escándalo tan insoportable no me quedó más remedio que
despertarme. Y, ya que estaba despierto, pues me decidí a levantarme.
La tía Grande Ángela, después de muchos besos y abrazos, pudo marcharse.
Y yo salí en seguida para la escuela, aunque todavía era bastante temprano.
Hoy no tengo que ir corriendo, me dije casi sonriente. Y eché a andar
bastante despacio por cierto. Y cuando fui a cruzar la calle me tropecé
con un gato que estaba acostado en el contén de la acera. Vaya lugar que
escogiste para dormir -le dije-, y lo toqué con la punta del pie. Pero
no se movió. Entonces me agaché junto a él y pude comprobar que estaba
muerto. El pobre, pensé, seguramente lo arrolló alguna máquina, y
alguien lo tiró en ese rincón para que no lo siguieran aplastando. Qué
lástima, porque era un gato grande y de color amarillo que seguramente
no tenía ningún deseo de morirse. Pero bueno: ya no tiene remedio. Y
seguí andando.
Como todavía era temprano me llegué hasta la dulcería, porque aunque
está lejos de la escuela, hay siempre dulces frescos y sabrosos. En esta
dulcería hay también dos viejitas de pie en la entrada, con una.jaba
cada una, y las manos extendidas, pidiendo limosnas... Un día yo le di
un medio a cada una, y las dos me dijeron al mismo tiempo: Dios te haga
un santo. Eso me dio mucha risa y cogí y volví a poner otros dos medios
entre aquellas manos tan arrugadas y pecosas. Y ellas volvieron a
repetir Dios te haga un santo, pero ya no tenía tantas ganas de reírme.
Y desde entonces, cada vez que paso por allí, me miran con sus caras de
pasas pícaras y no me queda. más remedio que darles un medio a cada
tina. Pero ayer sí que no podía darles nada, ya que hasta la peseta de
la merienda la gasté en tortas de chocolate. Y por eso salí por la
puerta de atrás, para que las viejitas no me vieran.
Ya sólo me faltaba cruzar el puente, caminar dos cuadras y llegar a la
escuela.
En ese puente me paré un momento porque sentí una algarabía enorme allá
abajo, en la orilla del río. Me arreguindé a la baranda y miré: un coro
de muchachos de todos tamaños tenían acorralada una rata de agua en un
rincón y la acosaban con gritos y pedradas. La rata corría de un extremo
a otro del rincón, pero no tenía escapatoria y soltaba unos chillidos
estrechos y desesperados. Por fin, uno de los muchachos cogió una vara
de bambú y golpeó con fuerza sobre el torno de la rata, reventándola.
Entonces todos los demás corrieron hasta donde estaba el animal y
tomándolo, entre saltos y gritos de triunfo, la arrojaron hasta el
centro del río. Pero la rata muerta no se hundió. Siguió flotando
bocarriba hasta perderse en la corriente.
Los muchachos se fueron con la algarabía hasta otro rincón del río. Y yo
también eché a andar.
Caramba -me dije-, qué fácil es caminar sobre el puente. Se puede hacer
hasta con los ojos cerrados, pues a un lado tenernos las rejas que no lo
dejan a uno caer al agua y del otro, el contén de la acera que nos avisa
antes de que pisemos la calle. Y para comprobarlo cerré los ojos y seguí
caminando. Al principio me sujetaba con una mano a la baranda del
puente, pero luego ya no fue necesario. Y seguí caminando con los ojos
cerrados. Y no se lo vaya usted a decir a mi madre, pero con los ojos
cerrados uno ve muchas cosas, y hasta mejor que si los lleváramos
abiertos... Lo primero que vi fue una gran nube amarillenta que brillaba
unas veces más fuerte que otras, igual que el sol cuando se va cayendo
entre los árboles. Entonces apreté los párpados bien duros y la nube
rojiza se volvió de color azul. Pero no solamente azul, sino verde.
Verde y morada. Morada brillante como si fuese un arcoiris de esos que
salen cuando ha llovido mucho y la tierra está casi ahogada.
Y, con los ojos cerrados, me puse a pensar en las calles y en las cosas;
sin dejar de andar. Y vi a mi tía Grande Ángela saliendo de la casa.
Pero no con el vestido de bolas rojas que es el que siempre se pone
cuando va para Oriente, sino con un vestido largo y blanco. Y de tan
alta que es parecía un palo de teléfono envuelto en una sábana. Pero se
veía bien.
Y seguí andando. Y me tropecé de nuevo con el gato en el contén. Pero
esta vez, cuando lo rocé con la punta del pie, dio un salto y salió
corriendo, Salió corriendo el gato amarillo brillante porque estaba vivo
y se asustó cuando lo desperté. Y yo me reí muchísimo cuando lo vi
desaparecer, desmandado y con el lomo erizado que parecía soltar chispas.
Seguí caminando, con los ojos desde luego bien cerrados. Y así fue como
llegué de nuevo a la dulcería. Pero como no podía comprarme ningún dulce
pues ya me había gastado hasta la última peseta de la merienda, me
conformé con mirarlos a través de la vidriera. Y estaba así, mirándolos,
cuando oigo dos voces detrás del mostrador que me dicen: ¿No quieres
comerte algún dulce? Y cuando alcé la cabeza vi que las dependientes
eran las dos viejitas que siempre estaban pidiendo limosas a la entrada
de la dulcería. No supe qué decir. Pero ellas parece que adivinaron mis
deseos y sacaron, sonrientes, una torta grande y casi colorada hecha de
chocolate y de almendras. Y me la pusieron en las manos.
Y yo me volví loco de alegría con aquella torta tan grande y salí a la
calle.
Cuando iba por el puente con la torta entre las manos, oí de nuevo el
escándalo de los muchachos. Y (con los ojos cerrados) me asomé por la
baranda del puente y los vi allá abajo, nadando apresurados hasta el
centro del río para salvar una rata de agua, pues la pobre parece que
estaba enferma y no podía nadar.
Los muchachos sacaron la rata temblorosa del agua y la depositaron sobre
una piedra del arenal para que se oreara con el sol. Entonces los fui a
llamar para que vinieran hasta donde yo estaba y comernos todos juntos
la torta de chocolate, pues yo solo no iba a poder comerme aquella torta
tan grande.
Palabra que los iba a llamar. Y hasta levanté las manos con la torta y
todo encima para que la vieran y no fueran a creer que era mentira lo
que les iba a decir, y vinieron corriendo. Pero entonces, puch, me pasó
el camión casi por arriba en medio de la calle que era donde, sin darme
cuenta, me había parado.
Y aquí me ve usted: con las piernas blancas por el esparadrapo y el
yeso. Tan blancas como las paredes de este cuarto, donde sólo entran
mujeres vestidas de blanco para darme un pinchazo o una pastilla también
blanca.
Y no crea que lo que le he contado es mentira. No vaya a pensar que
porque tengo un poco de fiebre y a cada rato me quejo del dolor en las
piernas, estoy diciendo mentiras, porque no es así. Y si usted quiere
comprobar si fue verdad, vaya al puente, que seguramente debe estar
todavía, toda desparramada sobre el asfalto, la torta grande y casi
colorada, hecha de chocolate y almendras, que me regalaron sonrientes
las dos viejecitas de la dulcería.
Reinaldo Arenas (Cuba, 1943-1990)

La lluvia, por Arturo Uslar Pietri

La luz de la luna entraba por todas las rendijas del rancho y el ruido del viento en el maizal, compacto y menudo como la lluvia. En la sombra acuchillada de láminas claras oscilaba el chinchorro lento del viejo zambo; acompasadamente chirriaba la atadura de la cuerda sobre la madera y se oía la respiración corta y silbosa de la mujer que estaba echada sobre el catre del rincón.
La patinadura del aire sobre las hojas secas del maíz y de los árboles sonaba cada vez más a lluvia, poniendo un eco húmedo en el ambiente terroso y sólido.
Se oía en lo hondo, como bajo piedra, el latido de la sangre girando ansiosamente.
La mujer sudorosa e insomne prestó oído, entreabrió los ojos, trató de adivinar por las rayas luminosas, atisbó un momento, miró el chinchorro, quieto y pesado, y llamó con voz agria:
—¡Jesuso!
Calmó la voz esperando respuesta y entretanto comentó alzadamente.
—Duerme como un palo. Para nada sirve. Si vive como si estuviera muerto...
El dormido salió a la vida con la llamada, desperezóse y preguntó con voz cansina:
—¿Qué pasa Usebia? ¿Qué escándalo es ese? ¡Ni de noche puedes dejar en paz a la gente!
—Cállate, Jesuso y oye.
—¿Qué?
—Está lloviendo, lloviendo, ¡Jesuso! y no lo oyes. ¡Hasta sordo te has puesto!
Con esfuerzo, malhumorado, el viejo se incorporó, corrió a la puerta, la abrió violentamente y recibió en la cara y en el cuerpo medio desnudo la plateadura de la luna llena y el soplo ardiente que subía por la ladera del conuco agitando las sombras. Lucían todas las estrellas.
Alargó hacia la intemperie la mano abierta, sin sentir una gota.
Dejó caer la mano, aflojó los músculos y recostóse en el marco de la puerta.
—¿Ves vieja loca, tu aguacero? Ganas de trabajar la paciencia. La mujer quedóse con los ojos fijos mirando la gran claridad que entraba por la puerta. Una rápida gota de sudor le cosquilleó en la mejilla. El vaho cálido inundaba el recinto.
Jesús tornó a cerrar, caminó suavemente hasta el chinchorro, estiróse y se volvió a oír el crujido de la madera en la mecida. Una mano colgaba hasta el suelo resbalando sobre la tierra del piso.
La tierra estaba seca como una piel, áspera, seca hasta en el extremo de las raíces, ya como huesos; se sentía flotar sobre ella una fiebre de sed, un jadeo, que torturaba los hombres.
Las nubes oscuras como sombras de árbol se habían ido, se habían perdido tras de los últimos cerros más altos, se habían ido como el sueño, como el reposo. El día era ardiente. La noche era ardiente, encendida de luces fijas y metálicas.
En los cerros y los valles pelados, llenos de grietas como bocas, los hombres se consumían torpes, obsesionados por el fantasma pulido del agua, mirando señales, escudriñando anuncios...
Sobre los valles y los cerros, en cada rancho, pasaban y repasaban las mismas palabras.
—Cantó el carrao. Va a llover...
—¡No lloverá! Se la daban como santo y seña de la angustia.
—Ventó del abra. Va a llover...
—¡No lloverá!
Se lo repetían como para fortalecerse en la espera infinita.
—Se callaron las chicharras. Va a llover...
—¡No lloverá!
La luz y el sol eran de cal cegadora y asfixiante.
—Si no llueve, Jesuso, ¿qué va a pasar?
Miró la sombra que se agitaba fatigosa sobre el catre, comprendió su intención de multiplicar el sufrimiento con las palabras, quiso hablar, pero la somnolencia le tenía tomado el cuerpo, cerró los ojos y se sintió entrando al sueño.

Con la primera luz de la mañana Jesuso salió al conuco y comenzó a recorrerlo a paso lento. Bajo sus pies descalzos crujían las hojas vidriosas. Miraba a ambos lados las largas hileras del maizal amarillas y tostadas, los escasos árboles desnudos y en lo alto de la colina, verde profundo, un cactus vertical. A ratos deteníase, tomaba en la mano una vaina de frejol reseca y triturábala con lentitud haciendo saltar por entre los dedos los granos rugosos y malogrados.
A medida que subía el sol, la sensación y el color de aridez eran mayores. No se veía nube en el cielo de un azul llama. Jesuso, como todos los días iba, sin objeto, porque la siembra estaba ya perdida, recorriendo las veredas del conuco, en parte por inconsciente costumbre, en parte por descansar de la hostil murmuración de Usebia.
Todo lo que se dominaba del paisaje, desde la colina, era una sola variedad de amarillo sediento sobre valles estrechos y cerros calvos, en cuyo flanco una mancha de polvo calcáreo señalaba el camino.
No se observaba ningún movimiento de vida, el viento quieto, la luz fulgurante. Apenas la sombra si se iba empequeñeciendo. Parecía aguardarse un incendio.
Jesuso marchaba despacio, deteniéndose a ratos como un animal amaestrado, la vista sobre el suelo, y a ratos conversando consigo mismo.
—¡Bendito y alabado! ¿Qué va a ser de la pobre gente con esta sequía? Este año ni una gota de agua y el pasado fue un inviernazo que se pasó de aguado, llovió más de la cuenta, creció el río, acabó con las vegas, se llevó el puente... Está visto que no hay manera... Si llueve, porque llueve... Si no llueve, porque no llueve...
Pasaba del monólogo a un silencio desierto y a la marcha perezosa, la mirada por tierra, cuando sin ver sintió algo inusitado, en el fondo de la vereda y alzó los ojos.
Era el cuerpo de un niño. Delgado, menudo, de espaldas, en cuclillas fijo y abstraído mirando hacia el suelo.
Jesuso avanzó sin ruido, y sin que el muchacho lo advirtiera, vino a colocársele por detrás, dominando con su estatura lo que hacía. Corría por tierra culebreando un delgado hilo de orina, achatado y turbio de polvo en el extremo, que arrastraba algunas pajas mínimas. En ese instante, de entre sus dedos mugrientos, el niño dejaba caer una hormiga.
—Y se rompió la represa... y ha venido la corriente... bruum... bruuuum... bruuuuuum... y la gente corriendo... y se llevó la hacienda de tío sapo... y después el hato de tía tara... y todos los palos grandes... zaaas... bruuuuum... y ahora tía hormiga metida en esa aguazón...
Sintió la mirada, volvióse bruscamente, miró con susto la cara rugosa del viejo y se alzó entre colérico y vergonzoso.
Era fino, elástico, las extremidades largas y perfectas, el pecho angosto, por entre el dril pardo la piel dorada y sucia, la cabeza inteligente, móviles los ojos, la nariz vibrante y aguda, la boca femenina. Lo cubría un viejo sombrero de fieltro, ya humano de uso, plegado sobre las orejas como bicornio, que contribuía a darle expresión de roedor, de pequeño animal inquieto y ágil.
Jesuso terminó de examinarlo en silencio y sonrió.
—¿De dónde sales muchacho?
—De por ahí...
—¿De donde?
—De por ahí.
Y extendió con vaguedad la mano sobre los campos que se alcanzaban.
—¿Y qué vienes haciendo?
—Caminando.
La impresión de la respuesta dábale cierto tono autoritario y alto, que extrañó al hombre.
—¿Cómo te llamas?
—Como me puso el cura.
Jesús arrugó el gesto, degradado por la actitud terca y huraña.
El niño pareció advertirlo y compensó las palabras con una expresión confiada y familiar.
—No seas malcriado —comentó el viejo, pero desarmado por la gracia bajó a un tono más íntimo—. ¿Por qué no contestas?
—¿Para qué pregunta? —replicó con candor extraordinario.
—Tú escondes algo. O te has ido de casa de tu taita.
—No, señor.
Preguntaba casi sin curiosidad, monótonamente, como jugando un juego.
—O has echado alguna lavativa.
—No, señor.
—O te han botado por maluco.
—No, señor.
Jesuso se rascó la cabeza y agregó con sorna:
—O te empezaron a comer las patas y te fuistes, ¿ah, vagabundito?
El muchacho no respondió, se puso a mecerse sobre los pies, los brazos a la espalda, chasqueando la lengua contra el paladar.
—¿Y para dónde vas ahora? —Para ninguna parte.
—¿Y qué estás haciendo?
—Lo que usted ve.
—¡Buena cochinada!
El viejo Jesuso no halló más que decir; quedaron callados frente a frente, sin que ninguno de los dos se atreviese a mirarse a los ojos. Al rato, molesto por aquel silencio y aquella quietud que no hallaba cómo romper, empezó a caminar lentamente como un animal enorme y torpe, casi como si quisiera imitar el paso de un animal fantástico, advirtió que lo estaba haciendo, y lo ruborizó pensar que pudiera hacerlo para divertir al niño.
—¿Vienes? —preguntó simplemente—. Calladamente el muchacho se vino siguiéndolo.
En llegando a la puerta del rancho halló a Usebia atareada encendiendo el fuego. Soplaba con fuerza sobre un montoncito de maderas de cajón de papeles amarillos.
—Usebia, mira —llamó con timidez—. Mira lo que ha llegado.
—Ujú —gruñó sin tornarse, y continuó soplando.
El viejo tomó al niño y lo colocó ante sí, como presentándolo, las dos manos oscuras y gruesas sobre los hombros finos.
—¡Mira, pues!
Giró agria y brusca y quedó frente al grupo, viendo con esfuerzo por los ojos llorosos de humo.
—¿Ah?
Una vaga dulzura le suavizó lentamente la expresión.
—Ajá. ¿Quién es?
Ya respondía con sonrisa a la sonrisa del niño.
—¿Quién eres?
—Pierdes tu tiempo en preguntarle, porque este sinverguenza no contesta.
Quedó un rato viéndolo, respirando su aire, sonriéndole, pareciendo comprender algo que escapaba a Jesuso. Luego muy despacio se fue a un rincón, hurgó en el fondo de una bolsa de tela roja y sacó una galleta amarilla, pulida como metal de dura y vieja. La dio al niño y mientras este mascaba con dificultad la tiesa pasta, continuó contemplándolos, a él y al viejo alternativamente, con aire de asombro, casi de angustia.
Parecía buscar dificultosamente un fino y perdido hilo de recuerdo.
—¿Te acuerdas, Jesuso, de Cacique? El pobre.
La imagen del viejo perro fiel desfiló por sus memorias. Una compungida emoción los acercaba.
—Ca-ci-que... —dijo el viejo como aprendiendo a deletrear.
El niño volvió la cabeza y lo miró con su mirada entera y pura. Miró a su mujer y sonrieron ambos tímidos y sorprendidos.
A medida que el día se hacía grande y profundo, la luz situaba la imagen del muchacho dentro del cuadro familiar y pequeño del rancho. El color de la piel enriquecía el tono moreno de la tierra pisada, y en los ojos la sombra fresca estaba viva y ardiente.
Poco a poco las cosas iban dejando sitio y organizándose para su presencia. Ya la mano corría fácil sobre la lustrosa madera de la mesa, al pie hallaba el desnivel del umbral, el cuerpo se amoldaba exacto al butaque de cuero y los movimientos cabían con gracia en el espacio que los esperaba.
Jesuso, entre alegre y nervioso, había salido de nuevo al campo y Usebia se atareaba, procurando evadirse de la soledad frente al ser nuevo. Removía la olla sobre el fuego, iba y venía buscando ingredientes para la comida, y a ratos, mientras le volvía la espalda, miraba de reojo al niño.
Desde donde lo vislumbraba quieto, con las manos entre las piernas, la cabeza doblada mirando los pies golpear el suelo, comenzó a llegarle un silbido menudo y libre que no recordaba música.
Al rato preguntó casi sin dirigirse a él:
—¿Quién es el grillo que chilla?
Creyó haber hablado muy suave, porque no recibió respuesta sino el silbido, ahora más alegre y parecido a la brusca exaltación del canto de los pájaros.
—¡Cacique! —insinuó casi con verguenza—. ¡Cacique!
Mucho gozo le produjo al, oír el ¡ah! del niño.
—¿Cómo te está gustando el nombre?
Una pausa y añadió:
—Yo me llamo Usebia.
Oyó como un eco apagado:
—Velita de sebo...
Sonrió entre sorprendida y disgustada.
—¿Cómo que te gusta poner nombres? —Usted fue quien me lo puso a mí.
—Verdad es.
Iba a preguntarle si estaba contento, pero la dura costra que la vida solitaria había acumulado sobre sus sentimientos le hacía difícil, casi dolorosa, la expresión.
Tornó a callar y a moverse mecánicamente en una imaginaria tarea, eludiendo los impulsos que la hacían comunicativa y abierta. El niño recomenzó el silbido.
La luz crecía, haciendo más pesado el silencio. Hubiera querido comenzar a hablar disparatadamente de todo cuanto le pasaba por la cabeza, o huir de la soledad para hallarse de nuevo consigo misma.
Soportó callada aquel vértigo interior hasta el límite de la tortura, y cuando se sorprendió hablando ya no se sentía ella, sino algo que fluía como la sangre de una vena rota.
—Tú vas a ver como todo cambiará ahora, Cacique. Ya yo no podía aguantar más a Jesuso...
La visión del viejo oscuro, callado, seco, pasó entre las palabras. Le pareció que el muchacho había dicho "lechuzo", y sonrió con torpeza, no sabiendo si era resonancia de sus propias palabras.
—...no sé como lo he aguantado toda la vida. Siempre ha sido malo y mentiroso. Sin ocuparse de mí...
El sabor de la vida amarga y dura se concentraba en el recuerdo de su hombre, cargándolo con las culpas que no podía aceptar.
—...ni el trabajo del campo lo sabe con tantos años. Otros hubieran salido de abajo y nosotros para atrás y para atrás. Y ahora este año, Cacique...
Se interrumpió suspirando y continuó con firmeza y la voz alzada, como si quisiera que la oyese alguien más lejos:
—...no ha venido el agua. El verano se ha quedado viejo quemándolo todo. ¡No ha caído ni una gota!
La voz cálida en el aire tórrido trajo un asia de frescura imperiosa, una angustia de sed. El resplandor de la colina tostada, de las hojas secas, de la tierra agrietada, se hizo presente como otro cuerpo y alejó las demás preocupaciones.
Guardó silencio algún tiempo y luego concluyó con voz dolorosa:
—Cacique, coge esa lata y baja a la quebrada a buscar agua.

Miraba a Usebia atarearse en los preparativos del almuerzo y sentía un contento íntimo como si se preparara una ceremonia extraordinaria, como si acaso acabara de descubrir el carácter religioso del alimento.
Todas las cosas usuales se habían endomingado, se veían más hermosas, parecían vivir por primera vez.
—¿Está buena la comida, Usebia? La respuesta fue tan extraordinaria como la pregunta.
—Está buena, viejo.
El niño estaba afuera, pero su presencia llegaba hasta ellos de un modo imperceptible y eficaz.
La imagen del pequeño rostro agudo y huroneante, les provocaba asociaciones de ideas nuevas. Pensaban con ternura en objetos que antes nunca habían tenido importancia. Alpargatitas menudas, pequeños caballos de madera, carritos hechos con ruedas de limón, metras de vidrio irizado.
El gozo mutuo y callado los unía y hermoseaba. También ambos parecían acabar de conocerse, y tener sueños para la vida venidera. Estaban hermosos hasta sus nombres y se complacían en decirlos solamente.
—Jesuso...
—Usebia...
Ya el tiempo no era un desesperado aguardar, sino una cosa ligera, como fuente que brotaba.
Cuando estuvo lista la mesa, el viejo se levantó, atravesó la puerta y fue a llamar al niño que jugaba afuera, echado por tierra, con una cerbatana.
—¡Cacique, vente a comer!
El niño no lo oía, abstraído en la contemplación del insecto verde y fino como el nervio de una hoja. Con los ojos pegados a la tierra, la veía crecida como si fuese de su mismo tamaño, como un gran animal terrible y monstruoso. La cerbatana se movía apenas, girando sobre sus patas, entre la voz del muchacho, que canturreaba interminablemente:
—"Cerbatana, cerbatanita, ¿de qué tamaño es tu conuquito?"
El insecto abría acompasadamente las dos patas delanteras, como mensurando vagamente. La cantinela continuaba acompañando el movimiento de la cerbatana, y el niño iba viendo cada vez más diferente e inesperado el aspecto de la bestezuela, hasta hacerla irreconocible en su imaginación.
—Cacique, vente a comer.
Volvió la cara y se alzó con fatiga, como si regresase de un largo viaje.
Penetró tras el viejo en el rancho lleno de humo. Usebia servía el almuerzo en platos de peltre desportillados. En el centro de la mesa se destacaba blanco el pan de maíz, frío y rugoso.
Contra su costumbre, que era estarse lo más del día vagando por las siembras y laderas, Jesuso regresó al rancho poco después del almuerzo.
Cuando volvía a las horas habituales, le era fácil repetir gestos consuetudinarios, decir las frases acostumbradas y hallar el sitio exacto en que su presencia aparecía como un fruto natural de la hora, pero aquel regreso inusitado representaba una tan formidable alteración del curso de su vida, que entró como avergonzado y comprendió que Usebia debía estar llena de sorpresa.
Sin mirarla de frente, se fue al chinchorro y echóse a lo largo. Oyó sin extrañeza como lo interpelaba.
—¡Ajá! ¿cómo que arreció la flojera?
Buscó una excusa.
—¿Y qué voy a hacer en ese cerro achicharrado?
Al rato volvió la voz de Usebia, ya dócil y con más simpatía.
—¡Tanta falta que hace el agua! Si acabara de venir un aguacero, largo y bueno. ¡Santo Dios!
—La calor es mucha y el cielo purito. No se mira venir agua de ningún lado.
—Peo si lloviera se podría hacer otra siembra.
—Sí, se podría.
—;Y daría más plata, porque se ha secado mucho conuco.
—Sí, daría.
—Con un solo aguacero se pondría verdecita toda esa falda.
—Y con la plata podríamos comprarnos un burro, que nos hace mucha falta. Y unos camisones para tí, Usebia.
La corriente de ternura brotó inesperadamente y con su milagro hizo sonreír a los viejos.
—Y para tí, Jesuso, una buena cobija que no se pase.
Y casi en coro los dos:
—¿Y para Cacique?
—Lo llevaremos al pueblo para que coja lo que le guste.
La luz que entraba por la puerta del rancho se iba haciendo tenue, difusa, oscura, como si la hora avanzase y sin embargo no parecía haber pasado tanto tiempo desde el almuerzo. Llegaba brisa teñida de humedad que hacía más grato el encierro de la habitación.
Todo el medio día lo habían pasado casi en silencio, diciendo sólo, muy de tiempo en tiempo, algunas palabras vagas y banales por lo que secretamente y de modo basto asomaba un estado de alma nuevo, una especie de calma, de paz, de cansancio feliz.
—Ahorita está oscuro —dijo Usebia, mirando el color ceniciento que llegaba a la puerta.
—Ahorita —asintió distraídamente el viejo.
E inesperadamente agregó:
—¿Y qué se ha hecho Cacique en toda la tarde?... Se habrá quedado por el conuco jugando con los animales que encuentra. Con cuanto bichito mira, se para y se pone a conversar como si fuera gente.
Y más luego añadió, después de haber dejado desfilar lentamente por su cabeza todas las imágenes que suscitaban sus palabras dichas: —...y lo voy a buscar, pues.
Alzóse del chinchorro con pereza y llegó a la puerta. Todo el amarillo de la colina seca se había tornado en violeta bajo la luz de gruesos nubarrones negros que cubrían el cielo. Una brisa aguda agitaba todas las hojas tostadas y chirriantes.
—Mira, Usebia —llamó.
Vino la vieja al umbral preguntando:
—¿Cacique está allí?
—¡No! Mira el cielo negrito, negrito.
—Ya así se ha puesto otras veces y no ha sido agua.
Ella quedó enmarcada y él salio al raso, hizo hueco con las manos y lanzó un grito lento y espacioso.
—¡Cacique! ¡Caciiiique!
La voz se fue con la brisa, mezclada al ruido de las hojas, al hervor de mil ruidos menudos que como burbujas rodeaban a la colina.
Jesuso comenzó a andar por la vereda más ancha del conuco.
En la primera vuelta vio de reojo a Usebia, inmóvil, incrustada en las cuatro líneas del umbral, y la perdió siguiendo las sinuosidades.
Cruzaba un ruido de bestezuelas veloces por la hojarasca caída y se oía el escalofriante vuelo de las palomitas pardas sobre el ancho fondo del viento inmenso que pasaba pesadamente. Por la luz y el aire penetraba una frialdad de agua.
Sin sentirlo, estaba como ausente y metido por otras veredas más torcidas y complicadas que las del conuco, más oscuras y misteriosas. Caminaba mecánicamente, cambiando de velocidad, deteniéndose y hallándose de pronto parado en otro sitio.
Suavemente las cosas iban desdibujándose y haciéndose grises y mudables, como de sustancia de agua.
A ratos parecía a Jesuso ver el cuerpecito del niño en cuclillas entre los tallos del maíz, y llamaba rápido: —"Cacique" —pero pronto la brisa y la sombra deshacían el dibujo y formaban otra figura irreconocible.
Las nubes mucho más hondas y bajas aumentaban por segundos la oscuridad. Iba a media falda de la colina y ya los árboles altos parecían columnas de humo deshaciéndose en la atmósfera oscura.
Ya no se fiaba de los ojos, porque todas las formas eran sombras indistintas, sino que a ratos se paraba y prestaba oído a los rumores que pasaban.
—¡Cacique!
Hervía una sustancia de murmullos, de ecos, de crujidos, resonante y vasta.
Había distinguido clara su voz entre la zarabanda de ruidos menudos y dispersos que arrastraba el viento.
—Cerbatana, cerbatanita...
Entre el humo vago que le llenaba la cabeza, una angustia fría y aguda lo hostigaba acelerando sus pasos y precipitándolo locamente. Entró en cuclillas, a ratos a cuatro patas, hurgando febril entre los tallos de maíz, y parándose continuamente a no oir sino su propia respiración, que resonaba grande.
Buscaba con rapidez que crecía vertiginosamente, con ansia incontenible, casi sintiéndose él mismo, perdido y llamado.
—¡Cacique! ¡Caciiiique!
Había ido dando vueltas entre gritos y jadeos, extraviado, y sólo ahora advertía que iba de nuevo subiendo la colina. Con la sombra, la velocidad de la sangre y la angustia de la búsqueda inútil, ya no reconocía en sí mismo al manso viejo habitual, sino un animal extraño presa de un impulso de la naturaleza. No veía en la colina los familiares contornos, sino como un crecimiento y una deformación inopinados que se la hacían ajena y poblada de ruidos y movimientos desconocidos.
El aire estaba espeso e irrespirable, el sudor le corría copioso y él giraba y corría siempre aguijoneado por la angustia.
—¡Cacique!
Ya era una cosa de vida o muerte hallar. Hallar algo desmedido que saldría de aquella áspera soledad torturadora. Su propio grito ronco parecía llamarlo hacia mil rumbos distintos, donde algo de la noche aplastante lo esperaba.
Era agonía. Era sed. Un olor de surco recién removido flotaba ahora a ras de tierra, olor de hoja tierna triturada.
Ya irreconocible, como las demás formas, el rostro del niño se deshacía en la tiniebla gruesa, ya no le miraba aspecto humano, a ratos no le recordaba la fisonomía, ni el timbre, no recordaba su silueta.
—¡Cacique!
Una gruesa gota fresca estalló sobre su frente sudorosa. Alzó la cara y otra le cayó sobre los labios partidos, y otras en las manos terrosas.
—¡Cacique!
Y otras frías en el pecho grasiento de sudor, y otras en los ojos turbios, que se empañaron.
—¡Cacique! ¡Cacique! ¡Cacique!...
Ya el contacto fresco le acariciaba toda la piel, le adhería las ropas, le corría por los miembros lasos.
Un gran ruido compacto se alzaba de toda la hojarasca y ahogaba su voz. Olía profundamente a raíz, a lombriz de tierra, a semilla germinada, a ese olor ensordecedor de la lluvia.
Ya no reconocía su propia voz, vuelta en el eco redondo de las gotas. Su boca callaba como saciada y parecía dormir marchando lentamente, apretado en la lluvia, calado en ella, acunado por su resonar profundo y basto.
Ya no sabía si regresaba. Miraba como entre lágrimas al través de los claros flecos del agua la imagen oscura de Usebia, quieta entre la luz del umbral.

Arturo Uslar Pietri (Venezuela, 1906-2001)

viernes, 16 de enero de 2015

Discurso de Patrick Modiano al recibir el Nobel de Literatura 2014, en español

Traducción: David Alberto Campos Vargas*

Déjenme decirles lo feliz que estoy de estar aquí y lo mucho que estoy conmovido por el honor que me han hecho al concederme el Premio Nobel de Literatura.
Esta es la primera vez que tengo que dar un discurso ante una gran asamblea y siento cierta aprensión. Algunos pueden sentirse tentados a creer que para un escritor, es natural y fácil disfrutar de este ejercicio. Pero para un escritor -o por lo menos un novelista- a menudo las relaciones son difíciles con el habla. Y si tenemos en cuenta la distinción académica entre lo escrito y oral, un novelista es mejor escribiendo que hablando. El escritor, que suele ser tranquilo, a la hora de entrar en un nuevo escenario debe mezclarse con la multitud. El escritor escucha conversaciones sin que se note, y si termina involucrado en éstas, es para hacer algunas preguntas discretas para entender mejor a mujeres y hombres. Tiene una voz vacilante, debido a su costumbre de destruir sus escritos. Por supuesto, después de múltiples tachaduras, su estilo puede parecer claro. Pero cuando habla, no tiene los recursos para corregir sus vacilaciones.
Y yo pertenezco a una generación en la que no nos dejaban hablar a los niños, excepto en raras ocasiones y si pedíamos permiso. Pero no nos escuchaban, y a menudo nuestro discurso fue interrumpido. Esto explica la dificultad de palabra de algunos de nosotros, nuestro ritmo a veces indeciso, o demasiado rápido, como si temiéramos cada instante la interrupción. Tal vez esa sea la razón por la que el deseo de escribir se apoderó de mí, como le sucede a muchos otros, al final de la niñez. Uno espera que los adultos lo lean. Se verían obligados a escuchar sin interrumpir y a saber de una vez por todas lo que uno tiene en el corazón.
El anuncio del premio parecía irreal y yo estaba ansioso por saber por qué fui elegido. Hasta ese día, creo que nunca me había percatado tan intensamente de cómo un novelista es ciego a sus propios libros y cómo los lectores saben mejor que él lo que él escribió. Un novelista nunca puede ser el protagonista, excepto para corregir los errores de sintaxis en sus manuscritos, o las repeticiones, o para eliminar un párrafo. Él tiene una representación confusa y parcial de sus libros, como un pintor ocupado haciendo un fresco en el techo: la mentira de los andamios, que funciona en detalle, demasiado cerca, cuando de otro lado, más lejos, hay una visión global de lo pintado.
Actividad solitaria y curiosa la del escritor. Pasa por momentos de desaliento al escribir las primeras páginas de una novela. Tiene todo el día el pálpito de que algo anda mal. Y a continuación, es grande la tentación de volver atrás y empezar de otra manera. El escritor no debe sucumbir a esta tentación, sino seguir la misma ruta. Es como estar al volante por la noche en invierno y seguir manejando en medio de la bruma y la nieve, sin visibilidad. Usted no tiene otra opción, no se puede dar marcha atrás. Debe seguir avanzando por el camino diciéndose que con el tiempo será más seguro y la niebla se disipará.
Cuando ya está a punto de terminar un libro, parece que la obra comienza a separarse de usted y usted, el escritor, ya respira el aire de la libertad, y empieza a parecerse a los niños en el salón de clases la víspera de los días festivos. Esos niños son ruidosos y distraídos y no escuchan a su maestro. Yo diría que al escribir los últimos párrafos, el libro hasta empieza a demostrar cierta hostilidad en su prisa por deshacerse de usted. Y luego uno ha llegado a la última palabra. Se acabó, el libro ya no lo necesita a usted, él ya lo ha olvidado. En estos momentos un escritor se prueba a sí mismo. Tiene en ese momento un gran vacío y la sensación de ser abandonado. Y también una especie de insatisfacción debido a este vínculo entre el libro y él. Le puede parecer que todo ha ido demasiado rápido. Esta insatisfacción y esa sensación de algo inacabado lo empujará a escribir el próximo libro para restablecer el equilibrio -que nunca se alcanza. A medida que pasan los años, los libros siguen y lectores hablan de un "trabajo". Pero se tiene la sensación de que era sólo un largo vuelo hacia adelante.
Sí, el lector sabe más de un libro que el propio autor. Sucede entre una novela y su lector, un fenómeno similar a la del revelado de fotos, tal como se practicaba antes de la fotografía digital. En el momento de la impresión en el cuarto oscuro, la imagen se hace visible gradualmente. A medida que avanzamos en la lectura de una novela, tiene lugar el mismo proceso químico. El novelista nunca obliga a su lector -en el sentido de un cantante que se dice que fuerza su voz - pero lo conduce imperceptiblemente, dejando suficiente espacio para que se sumerja en el libro gradualmente. Es un arte que se asemeja a la acupuntura: al insertar la aguja en un lugar muy específico, el efecto se propaga a través del sistema nervioso.
Esta relación íntima y complementaria entre el escritor y el lector, creo que tiene su equivalente en la música. Siempre he pensado que la escritura está cerca de la música, pero en un estado mucho menos puro. Yo siempre he envidiado a los músicos, pues parecen practicar un arte superior a la novela - y a los poetas, que están más cerca de los músicos que los novelistas. Empecé a escribir poesía en mi niñez y después comprendí mejor un pensamiento que había leído por ahí: "Es con malos poetas que hacemos prosistas". Y en cuanto a la música, a menudo un novelista dirige las personas, paisajes y calles como si se tratase de una partitura musical, pero una partitura musical que considero imperfecta. Como novelista, lamento no haber sido un músico puro y no haber logrado algo equivalente a los Nocturnos de Chopin.
La falta de lucidez y la distancia del novelista con respecto a sus libros también se deben a un fenómeno del que me he dado cuenta (en mi caso y en el de muchos otros): cada nuevo libro que se escribe, elimina el punto anterior, al que el escritor siente que ha olvidado. Se me ha ocurrido a veces que he escrito de forma discontinua, con omisiones. A menudo las mismas caras, los mismos nombres, los mismos lugares, las mismas frases me han llevado a regresar una y otra vez, hacia el terreno de un tapiz que se ha tejido en medio del sopor. he escrito medio dormido, o soñando despierto. Un novelista es a menudo un sonámbulo, de lo compenetrado que está con lo que tiene que escribir. Se teme que lo atropellen cuando cruza una calle. Pero la gente suele olvidar que los sonámbulos muestran precisión extrema al caminar sobre los techos, sin caer.
En el comunicado en el que se me anunció del Premio Nobel, he seleccionado la siguiente frase, una alusión a la Segunda Guerra Mundial: "Él dio a conocer el mundo de la Ocupación". Soy como todos los nacidos en 1945, un niño de la guerra, en concreto un niño que ha tenido su nacimiento en el París de la Ocupación. Las personas que vivían en París en esa época querían olvidar rápidamente, o recordar solamente detalles de aquellos que dan la ilusión de que después de todo el día a día no era tan diferente de lo que se vive en tiempos normales. Un mal sueño. También un vago remordimiento, por haber sido una especie de sobrevivientes. Y cuando sus hijos cuestionaron más tarde ese período y ese París, sus respuestas fueron evasivas. Ellos callaron como si quisieran erradicar de su memoria aquellos años oscuros, esconder algo. Pero ante el silencio de nuestros padres, lo intuíamos todo, como si lo hubiéramos vivido.
Ciudad extraña el París de la Ocupación. En la superficie, la vida continuaba, "como antes": teatros, cines, teatros de variedades, restaurantes abiertos.Podíamos escuchar canciones en la radio. Había incluso en los teatros y cines muchas más personas que antes de la guerra, como si estos lugares fueran refugios donde la gente podía reunirse, acurrucarse y sentirse segura. Pero detalles inusuales indicaban que París ya no era el mismo. Faltaban autos, era una ciudad en silencio - un silencio en el que se podía oír el susurro de los árboles, el chasquido de los cascos de los caballos, el ruido de las multitudes en los bulevares y el barullo de voces . En el silencio de las calles y el apagón desde las cinco de la tarde -durante el cual la luz en las ventanas estaba prohibida- esta ciudad parecía ausente de sí misma. La ciudad "sin sentido", como decían los ocupantes nazis. Los adultos y los niños podían desaparecer de un momento a otro, sin dejar rastro. Incluso entre amigos se hablaba lentamente, midiendo las palabras. Las conversaciones no eran libres, porque se sentía una amenaza en el aire.
París en este mal sueño, en el que se podía ser víctima y ser denunciado, tenía también incursiones furtivas a estaciones de metro, encuentros peligrosos entre personas que nunca se habían enamorado y ahora lo hacían en tiempos de paz precaria - nacida a la sombra del toque de queda- sin la certeza de volverse a encontrar al cabo de un par de días. Y fue después de estas reuniones, de esos a menudo malos encuentros, que nacimos los niños de la Ocupación. Es por eso que el París de la Ocupación ha sido siempre para mí como una noche inicial. Sin él nunca habría nacido. Ese París me ha perseguido y permea mis libros.
Esto también es una prueba de que un escritor está marcado indeleblemente por la fecha y hora de nacimiento, incluso si no participó en una acción política directa, incluso si se las da de solitario en su "torre de marfil". Un escritor escribe obras que son un reflejo de la época que vive, y que no habrían sido escritas en otra época.
Por ejemplo el poema de Yeats, el gran escritor irlandés, cuya lectura siempre me conmovió profundamente: Los cisnes salvajes en CooleEn un parque, Yeats observó cisnes en el agua:

Diecinueve otoños me cayeron encima
desde la primera vez que los contara;
y vi, mucho antes de haber terminado
que todos de repente vuelo alzaban
dispersándose en grandes anillos rotos
en revuelo de alas clamorosas.


Flotan ahora sobre el agua tranquila,
misteriosos y bellos.
¿Entre qué juncos se asentarán,
al borde de cuál lago o estanque
deleitarán los ojos de los hombres
cuando despierte yo algún día
para descubrir que se han volado?
Cisnes aparecen a menudo en la poesía del siglo XIX -en Baudelaire y Mallarmé. Pero este poema de Yeats no pudo ser escrito en el siglo XIX. Por su ritmo y melancolía particular, es del siglo XX.
A veces un escritor puede ser un completo prisionero de su tiempo. La lectura de los grandes novelistas del siglo XIX -Balzac, Dickens, Tolstoi, Dostoievski- inspira cierta nostalgia. En esa época, el tiempo transcurría de forma más lenta, y esta lentitud concedía al novelista el  poder enfocar mejor su energía y su atención. Desde entonces, el tiempo se ha acelerado y avanza dando tumbos y sufriendo jalones, lo que explica la diferencia entre la gran masa del pasado romántico, con sus catedrales y su arquitecturas, y los trabajos discontinuos y fragmentados de la actualidad. En esta perspectiva, yo pertenezco a una generación intermedia. Siento curiosidad por saber cómo la próxima generación, que nació con Internet, teléfonos celulares, correos electrónicos y tweets, expresará la literatura... esta generación en la que todo el mundo está "conectado" permanentemente y donde las "redes sociales" comienzan por la privacidad y el secreto -que antaño se conservaba como algo preciado, daba profundidad a la gente y podía ser un gran tema romántico-. Pero quiero ser optimista sobre el futuro de la literatura y estoy convencido de que los escritores del futuro se harán cargo, al igual que todas las generaciones desde Homero ...
De otro lado, un escritor (al igual que cualquier otro artista) podría estar tan estrechamente vinculado a su tiempo que lo que terminara expresando fuera algo intemporal. En la puesta en escena de obras de teatro de Racine o Shakespeare, no importa que los personajes están vestidos a la antigua o si el director los quiere vestidos de jeans y chaqueta de cuero. Esos son detalles sin importancia. Olvidamos, leyendo Tolstoi, que Anna Karenina usa vestidos de 1870, ya que está muy cerca de nosotros después de siglo y medio. Y algunos escritores como Edgar Allan Poe, Melville y Stendhal, se entienden mejor doscientos años después de su muerte.
En últimas, ¿a qué distancia exacta se encuentra un novelista? Al margen de la vida para poder describirla, porque si estuviera totalmente inmerso en ella -en la acción- tendría una imagen confusa. Pero esta corta distancia no impide la cercanía con sus personajes y lo que le inspiró en la vida real. Flaubert dijo: "Madame Bovary, c'est moi ". Y Tolstoi se identificó de inmediato con la que tuvo que arrojarse bajo un tren una noche en una estación rusa. Y dicha donación-identificación fue tan lejos que Tolstoi estaba confundido con el cielo y el paisaje que describió y absorbió a ritmo aún más ligero que el pestañeo de Anna Karenina. Esta segunda condición es la opuesta al narcisismo, ya que requiere tanto un olvido de sí mismo como una concentración muy alta, que nos permita captar los detalles. Eso también implica una cierta soledad. No es un repliegue sobre sí mismo, pero sí cierta perspectiva de atención y lucidez.
Siempre he creído que el poeta y el novelista personificaron seres misteriosos casi abrumados por la vida diaria, por las cosas aparentemente triviales -y esto a fuerza de observar con gran atención y de manera casi hipnótica-. Bajo su mirada, la vida termina envuelta en el misterio y emite una especie de fosforescencia que no parecía  tener a primera vista, pero que estaba escondida en la profundidad. Es el papel del poeta y novelista, y del pintor también, dar a conocer este misterio y la fosforescencia que se encuentran en la parte oculta de cada persona. Pienso en mi primo lejano, el pintor Amedeo Modigliani, cuyas pinturas más conmovedoras son aquellas en las que él eligió como modelos a sujetos anónimos, niños y niñas de la calle, mucamas, pequeños agricultores, jóvenes aprendices. Él los pintó con un estilo que recuerda la gran tradición de la Toscana, la de Botticelli y pintores sieneses del Quattrocento. Les dio también -o más bien dio a conocer- toda la gracia y la nobleza que había en ellos, pese a su humilde apariencia. El trabajo del novelista debe avanzar en esta dirección. Su imaginación, lejos de ser distorsión de la realidad, debe penetrar profundamente y revelar esta realidad para detectar lo que se esconde detrás de las apariencias. Y yo no estaría muy lejos de creer que en el mejor de los casos el novelista es una especie de luz. Y también un sismógrafo, listo para grabar los movimientos más imperceptibles.
Siempre he dudado antes de leer la biografía de un escritor que admire especialmente. Los biógrafos acuden a veces a los pequeños detalles, pero esos testimonios no siempre son exactos. Los rasgos de carácter parecen confusos o decepcionantes. Todo eso me recuerda a aquellos que confunden un poco de radio crepitante con hacer música o cantar. Sólo la lectura de sus libros nos muestra su intimidad de escritores. Y es ahí en su obra donde él es lo mejor de sí mismo y habla en voz baja, sin que voz sea empañada.
Pero al leer la biografía de un escritor, a veces se descubre que un punto clave de su infancia era como una matriz de su futuro trabajo, y este hito está de vuelta en varias formas a lo largo de sus libros. Pienso en Alfred Hitchcock, que no era un escritor, pero cuyas películas tienen la fuerza y ​​la cohesión de una obra de ficción. Cuando tenía cinco años de edad, su padre le había mandado llevar una carta a un amigo suyo, Comisionado de la policía. El niño le había entregado la carta, y el Comisionado le había encerrado tras los barrotes, donde hemos pasado al menos una noche una amplia variedad de delincuentes. El niño, aterrorizado, había esperado una hora antes de que el Comisionado le dijera: "Si te portas mal en la vida, ya sabes lo que te espera". El Comisionado de la policía, con sus principios realmente patéticos de educación, es probablemente la causa del clima de suspenso y ansiedad que se encuentra en todas las películas de Alfred Hitchcock.
Yo no los voy a aburrir con mi caso, pero creo que algunos episodios de mi infancia fueron utilizados como matriz de mis libros más tarde. Yo estaba a menudo lejos de mis padres, en casa de amigos a quienes me confiaron, y de los que no sabía nada. Lugares y casas se sucedieron. De niño no me sorprendía por nada, incluso de esas situaciones inusuales. Todo me parecía perfectamente natural. Fue mucho más tarde que mi niñez me empezó a parecer enigmática y traté de aprender más acerca de esas diferentes personas y esos lugares en constante cambio.Pero no he sido capaz de identificar la mayoría de esas personas, ni de ubicar con precisión topográfica todos esos lugares y hogares del pasado. Este deseo de resolver los rompecabezas sin realmente tener éxito, ese tratar de resolver un misterio, me dan las ganas de escribir, como si la escritura y la imaginación pudieran ayudarme finalmente a resolver estos enigmas y misterios.
Y hablando de "misterios", por asociación de ideas, me viene a la mente una novela francesa del siglo XIX: Misterios de París. La gran ciudad, es decir, París, mi ciudad natal, está relacionada con mis primeras impresiones. Impresiones de infancia. Esas impresiones fueron tan fuertes que desde entonces nunca he dejado de explorar los "misterios de París". Me pasó a los nueve o diez años: empecé a caminar solo, y a pesar del miedo a perderme, y fui más y más lejos, hacia barrios que yo no conocía, en la orilla derecha del Sena. El hecho de ser pleno día me tranquilizaba algo. En la adolescencia temprana, traté de superar el miedo y aventurarme en la noche a las zonas más remotas, en metro. Así es como empecé el aprendizaje de la ciudad. En esto he seguido el ejemplo de la mayoría de los novelistas que admiro y para los que, desde el siglo XIX, la gran ciudad -que se llama París, Londres, San Petersburgo, Estocolmo, etcétera- ha sido el escenario y uno de los principales temas.
Poe en su "Hombre de multitudes" fue uno de los primeros en abordar lo que todos observan detrás de las ventanas de un café sin tener éxito, desde la acera. Él ve a un anciano de aspecto extraño y lo sigue durante la noche, por diferentes partes de Londres, para averiguar más sobre él. Lo desconocido es el "hombre de la multitud", al que en vano se sigue, porque siempre habrá de permanecer en el anonimato. Nunca se conocerá nada de él. Él no tiene una existencia individual, porque es sólo una parte de esa masa de transeúntes que caminan en filas apretadas o se empujan y pierden en las calles.
Y también creo que de eso habla un episodio de la juventud del poeta Thomas De Quincey, episodio que lo marcó para siempre. En Londres conoció a una chica joven, en uno de esos encuentros improbables que todos hemos hecho en una gran ciudad. La chica pasó varios días con él, y luego tuvo que abandonar Londres. Habían acordado que después de una semana él la esperaría todas las noches, a la misma hora, en la esquina de la calle Tichfield. Pero nunca se reencontraron. "Ciertamente hemos estado muchas veces uno en busca del otro, al mismo tiempo, a través del enorme laberinto de Londres; tal vez no hemos estado separados sino por unos pocos metros - no se necesita más para lograr la separación eterna". 
Para los que nacieron y han vivido allí, a medida que pasan los años, cada barrio, cada calle de una ciudad, evocan un recuerdo, una reunión, una pena, un momento de felicidad. Y a menudo la misma calle se relaciona con uno en memorias sucesivas, así que gracias a la topografía de la ciudad, la vida se asemeja a una memoria en capas, como si se tratase de descifrar un palimpsesto. Y también la vida de otros, como miles y miles de extranjeros que cruzaron esas calles, o los pasillos del metro en hora pico.
En mi juventud, para ayudarme a escribir, buscaba directorios viejos de París, especialmente aquellos en los que junto a los nombres se mencionaban las calles con los números de los edificios. Tuve la impresión, página tras página, de tener una radiografía de la ciudad, pero de una ciudad hundida, como la Atlántida. Debido a los años que habían pasado, las únicas huellas que habían dejado a miles y miles de extraños, eran sus nombres, direcciones y números de teléfono. En ocasiones un nombre desapareció de un año a otro. Había algo de cambio vertiginoso, de números de teléfono que ya no responderían más. Más tarde, me cautivaron los versos de un poema de Osip Mandelstam:
Volví a mi ciudad natal para derramar lágrimas 
Hasta los nodos de la infancia, las venas bajo la piel.
Petersburgo! [...] 
De mis teléfonos, tú tienes los números.
Petersburgo! Tengo antiguas direcciones 
donde reconozco a los muertos por su voz.
Sí, me parece que mediante la consulta de esos viejos directorios de París quería escribir mis primeros libros. Sería suficiente señalar a lápiz un nombre, una dirección desconocida y un número de teléfono, e imaginar lo que su vida había sido. Uno de cientos y cientos de miles de nombres.
Uno puede perderse o desaparecer en una gran ciudad. La identidad puede incluso cambiar y vivir una nueva vida. Uno puede disfrutar de una larga investigación buscando huellas de alguien, del que se tienen una o dos direcciones de una zona remota. Esta breve indicación que aparece a veces en los listados de búsqueda siempre me ha hecho resonar: Última dirección conocidaLa identidad y el paso del tiempo están muy relacionado con la topografía de las grandes ciudades. Por eso en el siglo XIX algunos de los más grandes novelistas están asociados a una ciudad: París y Balzac, Dickens y Londres, Dostoievski y San Petersburgo, Tokio y Nagai Kafu, Estocolmo y Hjalmar Söderberg.
Pertenezco a una generación que ha sido influenciada por estos novelistas y ha querido, a su vez, explorar lo que Baudelaire llamaba "los pliegues sinuosos de las grandes capitales". Por supuesto, durante cincuenta años, es decir, desde el momento en que los niños de mi edad estaban teniendo deseos muy fuertes de descubrir su ciudad, las grandes capitales han cambiado. Algunas, en América y en lo que se llamó el Tercer Mundo, se han convertido en "megaciudades" de dimensión ominosa. Sus habitantes se dividen en barrios a menudo abandonados y en un clima de guerra social. Los barrios marginales se están haciendo cada vez más extensos y populosos. Hasta el siglo XX los novelistas mantuvieron una visión de alguna manera "romántica" de la ciudad, no muy diferente de la de Dickens o Baudelaire. Novelistas del futuro abordarán concentraciones urbanas gigantescas en la ficción.
Ustedes han sido indulgentes con mis libros aludiendo "al arte de la memoria con la que se mencionan los destinos humanos más esquivos". Esta memoria particular que intenta recoger los retazos del pasado y las pocas huellas dejadas en la tierra. ¿Qué anónimo y desconocido también está relacionado con mi fecha de nacimiento, 1945? Haber nacido en 1945, después de que varias ciudades fueran destruidas y poblaciones enteras hubieran desaparecido, probablemente me hizo más sensible a los temas de la memoria y el olvido.
Parece, por desgracia, que la busca del tiempo perdido no se puede hacer con el poder y el deber de Marcel Proust. La sociedad que describió era todavía estable, una empresa del siglo XIX. El recuerdo de Proust trae de vuelta el pasado en cada detalle, como un cuadro viviente. Siento que hoy en día la memoria está mucho menos segura de sí misma, y debe luchar constantemente contra la amnesia y el olvido. Debido a esa capa, esa masa -el olvido- que lo cubre todo, la memoria se las arregla para capturar fragmentos del pasado, huellas interrumpidas, retroceso y destino humano casi imperceptible.  
Pero esta es probablemente la vocación del novelista: antes del olvido, que vuelvan a aparecer algunas palabras medio borradas, como icebergs que flotan perdidos en la superficie del océano.

Patrick Modiano (Francia, 1945)
Discurso pronunciado en diciembre de 2014, tras recibir el premio Nobel de Literatura
*Traducción: David Alberto Campos Vargas, MD, MSc, Psiquiatra, escritor, filósofo, historiador. Armenia, Colombia, dalbcampos@hotmail.com




miércoles, 7 de enero de 2015

Umberto Eco, sobre los Reyes Magos

No hay leyenda que nos resulte más familiar que la de los Reyes Magos. Ha inspiradoinnumerables obras maestras del arte y al mismo tiempo infinitos sueños infantiles, de modo que nadie se pregunta ya si los Magos realmente existieron, ésta cuestión se deja para los historiadores, para los biblistas o para los mitógrafos. En cualquier caso, su fugaz aparición en la historia se sitúa entre dos lugares legendarios, el de su origen y el de su sepultura.

En cuanto a documentos históricos, el Evangelio según Mateo es la única fuente cristiana canónica que describe el episodio de los Magos. Y Mateo no solo no nos dice que los Magos fuesen tres, sino que tampoco nos dice que fueran reyes, y tan solo alude a un viaje desde Oriente siguiendo una estrella, a la ofrenda de oro, incienso y mirra, y al hecho de que los Magos negaron decirle a Herodes dónde estaba el Niño. De Mateo a lo sumo puede deducirse que los Magos eran tres porque ofrecieron al Niño tres dones.
Será la tradición posterior la que vea a los Magos como reyes y trate de fijar su origen en algún país oriental concreto; también los evangelios apócrifos hablan de Magos. Aparece asimismo una referencia a los tres reyes en fuentes árabes (por ejemplo, el enciclopedista al-Tabari, en el siglo IX, hablaba de los dones ofrecidos por los Magos, citando como fuente al escritor del siglo VII Wahb ibn Munabbih).
Por otra parte, quienquiera que fuera el autor del Evangelio de Mateo, el texto fue escrito hacia finales del siglo I y, por tanto, en tiempos del nacimiento de Jesús, Mateo o quien sea no había nacido aún y por consiguiente no podía hablar por experiencia directa. De modo que, antes del texto evangélico, las noticias sobre los Magos circulaban en cierto modo también en el mundo precristiano. Juan de Hildesheim (un tardío biógrafo de los Reyes del siglo XIV) establecía como origen de su viaje las investigaciones astronómicas hechas en el monte Vaus, llamado también monte de la Victoria, que se puede identificar con el Sabalán, la cima más alta de Azerbaiyán, en el antiguo Imperio armenio. Según la tradición, subieron a la montaña sagrada sacerdotes y astrólogos zoroástricos, que esperaban la aparición de una estrella que las profecías vinculaban a la venida de una divinidad sobre la Tierra. En efecto, "magos sabios", aunque en otros textos del Nuevo Testamento, como los Hechos de los Apóstoles, el término indica asimismo un brujo (véase Simón el Mago). Los Magos quizá procedían de Persia, aunque también podían venir de Caldea; Juan de Hildesheim sitúa su origen en las Indias, si bien entre las Indias incluye Nubia, de modo que el área de su origen se amplía de forma desconcertante, porque además Juan relaciona la historia de su viaje con el reino del Preste Juan, lo que nos lleva a alguna zona de Estremo Oriente, como pretendía la tradición en los tiempos en que escribía el hagiógrafo.
Lo que ha permanecido casi constante en la tradición es que probablemente eran un blanco, un árabe y un negro, para sugerir la universalidad de la redención.
En cuanto al número, la tradición ha dado rienda suelta a la imaginación; a veces se ha hablado de dos, otras de doce, esto es, Hormidz, Jazdegard, Peroz, Hor, Basander, Karundas, Melco, Caspare, Fadizzarda, Bithisarea, Melichior y Gataspha. En la tradición occidental se impuso finalmente la idea de que eran tres: Gaspar, Melchor y Baltasar; pero para la iglesia católica etíope eran Hor, Basanater y Kardusán; en Siria para los cristianos eran Larvand, Hormisdas y Gushnsaph; en la Concordia evangelistarum de Zacarías Crispolitano (1150) se habían convertido en Appelius, Amerus y Damascus, o en forma hebrea Magalath, Serakin y Galgalath.
La realeza de los Magos se afirmó en la tradición litúrgica cuando se vinculó la fiesta de la Epifanía a la profecía del Salmo 72: "Los monarcas de Tarsis y las islas le pagarán tributo, y los reyes de Saba y de Seba le traerán presentes. Ante él se postrarán todos los reyes, serviranle las naciones".
Más interesante es tal vez la historia de su sepultura. Marco Polo dice en sus escritos que ha visitado las tumbas de los Magos en la ciudad de Saba. Pero tenemos testimonios históricos un siglo antes de Marco Polo. Cuando en 1162 Federico Barbaroja conquistó y mandó destruir Milán, en la Basílica de San Eustorgio encontró un sarcófago (todavía existe aunque vacío) que habría contenido los restos mortales de los tres reyes. Según la tradición, en el siglo IV, el obispo Eustorgio, que deseaba ser enterrado en su día junto a los Magos, mandó trasladar sus restos desde la basílica de Santa Sofía en Constantinopla (adonde habían sido llevados por santa Elena, que los había encontrado durante su peregrinación a Tierra Santa). Y antes incluso, Reinaldo de Dassel, conocedor del valor económico de una reliquia que convertía una ciudad en meta de incesante peregrinaje, mandó trasladar los restos a la catedral de Colonia, donde todavía hoy se puede ver el arca de los Magos. Los milaneses se lamentaron largamente de aquel robo y trataron de recuperar, sin éxito, los preciosos restos; por fín, en 1904, el arzobispo de Milán mandó depositar de nuevo con solemnidad en San Eustorgio algunos fragmentos óseos de aquellos venerados despojos (dos fíbulas, una tibia y una vértebra), ofrecidos por el arzobispo de Colonia. Son muchos los lugares que se jactan de haber obtenido fragmentos de las reliquias durante el traslado de Italia a Alemania, de modo que las tumbas de los Magos (un hueso o un cratílago cada una) se multiplicaron. Peregrinos en vida, los tres reyes se convirtieron en vagabundos post mortem, generando sus múltiples cenotafios.
Umberto Eco (Italia, 1932)