Cuando Jung visitó a los indios Puebla y habló largas
horas con su líder religioso, el jefe Lago
de montaña (1), se encontró con una interesante realidad: no solamente los
mitos amerindios escenificaban los mismos contenidos simbólicos (arquetipos)
que él ya había rastreado en muchas culturas europeas y asiáticas, sino que
también contenían un cierto tipo de conocimiento ancestral que en verdad era
mucho más saludable (en términos de equilibrio psíquico) que el estilo de vida
acelerado, parcializado y neurotizante de las grandes urbes occidentales.
Con esa experiencia, Jung confirmó cabalmente que había
un inconsciente colectivo lleno de ideas, imágenes y representaciones, del cual
podíamos aprender todos los hombres (en todas las latitudes, en todos los
países de la Tierra). Un inconsciente colectivo siempre dispuesto a ayudarnos,
cargado de experiencias de vida e iluminaciones de todos los que nos
antecedieron. Y comprendió que de ahí podíamos extraer enormes enseñanzas sobre
nosotros mismos, el Universo y Dios.
Estos pueblos eran sabios, no en el sentido grecorromano
de la palabra, sino en un sentido peculiar. Su sabiduría tenía que ver con la
forma en que vivían. No se entendían, como los europeos, como entes desligados
de la Naturaleza, en constante oposición a ella (y, por eso, como seres
dominadores y conquistadores del mundo natural…y por supuesto, verdaderos
predadores y contaminadores), armados con una ciencia y una técnica hechos para
usufructuar al otro (y ese otro podía ser otro hombre, al que se vencía en la
guerra y se esclavizaba, o un animal que se mataba o se domesticaba, o la
vegetación que se aniquilaba, o el mismo suelo tratado sin consideración).
En la sabiduría amerindia no existe tal escisión. El
hombre no es una realidad ontológica separada de su mundo; está, literalmente,
conectado a él. Conectado, no simplemente inmerso como lo llegaron a ver
Husserl o Heidegger (2,3). Y ese hombre en
la Naturaleza, o mejor dicho ese hombre-Naturaleza se entiende a sí mismo
como un hijo de la Tierra, como parte del Universo. Por eso no la ataca. Por
eso no siente necesidad de dominarla. Por eso no se siente superior a otros
seres vivos. Por eso no incurre en el burdo antropocentrismo de la tradición
Occidental, ni comete los descalabros ecológicos que Europa y Estados Unidos (y
desde hace dos décadas también China, India y Brasil) vienen haciendo, en
detrimento de la calidad de vida de toda la Humanidad, y de todos los
habitantes del planeta.
Cada palabra, cada rito, cada símbolo amerindio es una
ventana a lo ancestral, a lo arcaico, a lo que nuestra especie ha guardado por
milenios como algo valioso e irremplazable (4,5). Ese contacto con realidades
trascendentes y antiquísimas, que en Occidente son llamadas mitos con algo de
desdén, es fuente de vida, armonía y plenitud para el hombre (y, por extensión,
para todos los habitantes del cosmos, con los que se encuentra imbricado).
No se trata de creer, ingenuamente, que la razón y la
lógica son indeseables. Al contrario. Son fantásticas, y me arriesgo a decir,
como filósofo, que son lo más bello y sublime que ha producido el hombre.
Permiten pensar, y el pensar, en sí mismo, es la más hermosa de las
experiencias. Se trata es de entender que tanto la lógica como la razón tienen
sus límites, y que por ello acuden en su auxilio la intuición, la magia, la
religión y la vivencia de lo sobrenatural. Sólo así, uniendo esas vertientes
(integrando esas dimensiones), el hombre llega a ser completo, sano y exitoso.
Ir en pos de una sola de esas dimensiones es mutilarse, limitarse, quedarse en
lo parcial y darle la espalda al saludable holismo.
El verdadero sentido de la vida no está en las
unicidades, sino en la multiplicidad. No se encuentra en lo unívoco, ni en lo
dogmático. No está en sectas ni en partidos. Está en entenderse en relación con. Por eso Suárez (6) e
Iriarte (7,8) nos insisten en que esas culturas primitivas tienen mucho que
enseñarnos: su respeto por los ecosistemas, la armonía en la que se
desenvuelven con su entorno, la notablemente menor agresividad e infelicidad
que tienen sus miembros (si se las compara con otras culturas), sus
interesantes cosmovisiones (en las que no hay contradicción entre el hombre y
su mundo, ni oposición entre el conocimiento y la religiosidad, ni separación
entre emoción y pensamiento), su estilo de vida respetuoso con la Naturaleza.
Aclaro que esa sabiduría amerindia no es la que usaron
las civilizaciones precolombinas que hicieron la guerra, sometieron a otras y
edificaron reinos e imperios. De hecho, esas civilizaciones fueron tan cruentas
y barbáricas (9) que hasta representan un exabrupto en el habitualmente bello
panorama de los americanos que vivían antes del encuentro con la técnica, el
antropocentrismo y las lógicas de dominación europeas. De hecho, es la
sabiduría de los pueblos americanos pequeños, casi insignificantes para muchos;
de esos que no mencionan casi nunca los historiadores, de los que uno sólo lee
cuando una mano amiga le muestra un buen texto.
En síntesis, bien le vendría a esta pobre Humanidad
asfixiada y esquizofrénica detenerse y tomarse un reflexivo descanso. Y
descubrir todo lo que hay de hermoso en la Naturaleza, en la intimidad, en lo
trascendente, en los mundos que no vemos ni palpamos.
Y los primeros habitantes de América pueden darnos muchas
luces, en ese camino hacia la plenitud y la felicidad que decimos anhelar.
David Alberto Campos Vargas (Colombia, 1982)
REFERENCIAS
(1) Jung, C.G. Obras completas, Madrid, 2010
(2) Varios autores, Filosofía actual en perspectiva
latinoamericana, México, 2012
(3) Campos, D.A. Breve Historia de la Filosofía, Bogotá,
2012
(4) Campos, D.A. ¿Qué podemos aprender de Jung acerca de
los sueños?, Armenia, 2015
(5) Campos, D.A. Psicoterapia jungiana en nuestros días,
Medellín, 2011
(6) Suárez, J.A. La sabiduría amerindiana, Bogotá, 2013
(7) Iriarte, A. La razón vulnerada, Neiva, 2006
(8) Iriarte, A. El arte de maravillar, Neiva, 2005
(9) Watson, P. La gran divergencia, Nueva York, 2011
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