I
El
mundo y lo Neoposmoderno
El siglo XXI me parece una época fascinante,
de la que se puede reflexionar mucho desde lo filosófico, lo social y lo político.
Considero que con el nuevo Milenio entramos en la neoposmodernidad.
¿Qué entiendo por neoposmodernidad? Una época
que es también un espacio de imaginarios colectivos y valores claramente
demarcados, en la que logro ver unos rasgos sobresalientes: a) re-significación
del hecho de ser hombre y mujer, en la que se da muerte a los dos extremos en
los que siempre ha oscilado la especie humana: el hembrismo (en las épocas
prehistóricas y matriarcales, y en las dos últimas décadas del siglo XX, en las
que el feminismo militante discriminó perjudicialmente al sexo masculino,
sobretodo en contextos de Derecho de Familia y promoción laboral) y el machismo
(que abarcó la Historia desde el inicio de la escritura hasta su clímax, la
Segunda Guerra Mundial, en la que la militarización, la brutalidad y la agresión
llegaron a niveles extremos, provocando la muerte de la mayor cantidad de
varones en toda la Historia, con el consiguiente desgaste de los valores patriarcales
y la propia masculinidad); b) instauración de un verdadero liberalismo
político, o lo que denomino “el sueño de Locke y Paine hecho realidad”; c)
fortalecimiento del liberalismo económico entendido como el derrumbe de los
postulados neoliberales (confianza ciega e imprudente en la economía de
mercado, individualismo a ultranza, ausencia de planeación y de organización
gubernamental de los recursos y los mercados, egoísmo y consumismo), así como
el cataclismo de los Estados totalitarios, y aún de los Estados de Bienestar (cosa
que me entristece un poco, pues los Estados de Bienestar se estructuraron bien
intencionadamente; por eso digo el cataclismo y no el final, porque la idea de los Estados de bienestar es
demasiado atractiva como para dejarla de lado así nomás, a pesar de los
fracasos económicos que ha acarreado en Europa…fracasos que pueden evitarse, si
se hacen nuevos intentos en años venideros, si se evitan el despilfarro y el
excesivo gasto en aspectos no estructurales y no fundamentales de los fenómenos
de exclusión y de pobreza); d) el triunfo de la tolerancia a las distintas
posturas de género (por primera vez en la Historia, la orientación sexual de
las personas dejó de ser un tema tabú o un motivo de estigmatización); e) el
resurgimiento de la espiritualidad vivida de manera íntima y personal, y la
revivificación de los movimientos espirituales y religiosos, que tanto habían
atacado las ideologías totalitarias en el siglo XX (comunismo, socialismo,
nazismo, neoliberalismo); f) el triunfo del pluralismo y el espíritu
democrático; g) el cosmopolitismo y el aperturismo (en oposición al provincianismo,
el nacionalismo o el montañerismo geopolítico) dados por un mundo globalizado
(atención: hablo de un mundo, y no de una mera economía globalizada); h) la
aparición de una nueva forma de hacer política y de participar como ciudadano,
fuera del ya corrupto (y algún día caduco, sistema de partidos políticos); i)
el fortalecimiento de la virtualidad y las nuevas tecnologías como mecanismo de
apertura y comunicación; j) el respeto a la divergencia y a las verdades
personales (que se anteponen a las supuestas “verdades universales” impuestas
de manera dogmática por las superestructuras de dominio e ideologización, como
los Estados o los antiguos monopolizadores
de opinión, la información y el conocimiento).
La neoposmodernidad, creo, durará hasta bien entrado
el próximo siglo, es decir, cuando la tecnología haya avanzado de modo tal que
los mismos valores de la neopostmodernidad se habrán hecho caducos. Sin duda,
esa nueva época será fascinante y el imaginármela me transporta a realidades
que tal vez ni Julio Verne hubiera visualizado. Pero, previo a esa época
hipertecnologizada y desconcertante, en la que los viajes interplanetarios
podrán ser algo cotidiano y para toda la población humana (aunque, supongo, en
la que todavía el hombre se preguntará por los grandes problemas filosóficos y
sobretodo, por su derecho y su camino hacia la felicidad, porque la tecnología
no es ni será jamás garante de la felicidad o la plenitud existencial),
viviremos en una especia de ciudadanía
del mundo y un aperturismo sociocultural
tan extremo que la Modernidad y el Medioevo (épocas de las que todavía nos
llegan ecos, conductas y valores) se derrumbarán definitivamente.
Ampliemos entonces punto por punto. La
resignificación del ser hombre y el ser mujer en la neoposmodernidad se nutre
de los intentos, de la segunda mitad del siglo XX, de liberar a hombres y
mujeres de las ataduras impuestas por la sociedad y las diferentes culturas a
su conducta. Creo que mujeres y hombres jamás gozaron de tanta libertad con
respecto a ese montón de prejuicios y supuestos (ahora bien, eso no quiere
decir que no puedan gozar de libertades mayores, en épocas posteriores). Dichos
condicionamientos, que limitaban enormemente a los hombres, y los enfermaban
(pues les exigían tal nivel de represión de su vida emocional que los hacían
proclives a enfermedades psicosomáticas como la Hipertensión Arterial Esencial,
o a trastornos psiquiátricos como el abuso y la dependencia a sustancias
psicotóxicas), al igual que a las mujeres (neurotizándolas por la represión de
sus instintos eróticos, haciéndolas infelices y cohibidas en su vida afectiva,
y haciéndolas proclives a padecimientos como cefaleas, fibromialgia y lumbago
crónico), gracias a Dios están siendo superados por una visión más completa,
más plena de la vida.
Dentro de esta cuarta revolución sexual, que
es heredera de las tres revoluciones sexuales previas, caben un hombre más
equilibrado, en armonía con su vida afectiva, libre de ataduras, reconciliado
con su sensibilidad y su capacidad de dar y recibir amor y ternura, y una mujer
más emancipada, por fin en pleno disfrute de su derecho a la vida sexual y
amorosa sin cohibiciones, libre ya de la posición de pasividad y de
cosificación a la que estuvo tanto tiempo sometida.
A modo de explicación, mencionaré brevemente
lo que considero son las tres revoluciones sexuales previas: 1. La representada
por Sigmund Freud y el Psicoanálisis, que abrió los ojos de la Humanidad a las
pulsiones sexuales, a la naturaleza instintiva del hombre y a la vida inconsciente.
2. La representada por los distintos feminismos de los años comprendidos entre
1940 y 1990 (y por sus antecesores, como los primeros movimientos en pro de la
liberación femenina nacidos en las postrimerías del siglo XVIII, y de los
movimientos sufragistas de finales del siglo XIX e inicios del siglo XX). 3. La
representada por los movimientos de dignificación de las comunidades
homosexuales y bisexuales, que no sólo lograron, después de siglos de lucha
contra la persecución, la discriminación y la ridiculización (en todos los
tipos de lenguaje, en la vida cotidiana y en las más variadas producciones
culturales, incluyendo chistes y representaciones gráficas e icónicas), una
vocería política y una estructuración como fuerza de opinión, sino también el
respeto y la aceptación que por milenios se les había negado.
La instauración de un verdadero liberalismo
político es otro logro de la neoposmodernidad. Creo que así como la década
inmediatamente anterior fue la década del derrumbe de los totalitarismos en las
urnas (con Polonia y Hungría desligándose del opresivo régimen comunista; con
República Checa y Eslovaquia volviendo a su propio camino, sin estar sujetas a
las directrices que les enviaban de Moscú; con España, Portugal y gran parte de
Latinoamérica diciendo adiós a los perversos regímenes dictatoriales que
ensangrentaron a sus pueblos; con la apertura, aunque frágil, de las naciones
africanas a la democracia; con la desintegración de la Unión Soviética, que tan
perversamente explotó y diezmó las naciones ucraniana, lituana, estonia, letona
y armenia, etcétera), lo que llevamos de este milenio nos ha permitido
testimoniar el derrumbe de los totalitarismos en la Academia (pues profesores y
estudiantes cada vez son menos ingenuos y menos adoctrinables, y salvo
deshonrosas excepciones han ido aprendiendo a ser menos fanáticos en sus
posturas), en la opinión pública (en cuanto que perdieron credibilidad y
respaldo popular, en tanto que la Humanidad ya se hastió de las posturas
militantes y a veces francamente terroristas de estos agresivos grupos, tanto
de la llamada “izquierda” como de la llamada “derecha”), y, ante todo, en la
apreciación y la praxis política de las nuevas generaciones, que justamente por
ser algo apáticas a las formas tradicionales de hacer políticas fueron menos
manipulables por los aparatos de propaganda y adoctrinamiento de los partidos
políticos que en el siglo XX se erigieron como los fundamentos de los
totalitarismos de Estado (tanto en Estados fascistas como en Estados nacionalsocialistas
–que no son lo mismo-, pasando por Estados comunistas y Estados socialistas, y
desembocando en los Estados neoliberales de las décadas de 1970, 1980 y 1990).
Así, en la neoposmodernidad el triunfo de la
filosofía de Locke (y Hume, y de los ilustrados franceses, y de esa tríada
sublime que constituyen Paine, Washington y Jefferson) ha permitido por fin la
instauración de verdaderas democracias (e insisto: verdaderas, porque mal
haríamos en llamar democracia a un experimento arcaico como el ateniense, en el
que había esclavitud y los esclavos carecían de ciudadanía y derechos
ciudadanos, y en el que mujeres, niños, adolescentes y extranjeros no podían
intervenir activamente). Y algo más: en la posmodernidad, la forma correcta de
hacer política hirió de muerte al terrorismo (1).
Muchos eruditos han señalado el poder nocivo
de los totalitarismos, en especial de los que usan las armas y la fuerza bruta
para imponerse a las colectividades (2,3,4); dichos totalitarismos proceden
usando el terror y la intimidación, o, de manera más eficaz aún, tras una
fachada “formativa”, haciendo una psicoeducación en la que el fanatismo y el
sometimiento acrítico a sus postulados va creando una masa de ciudadanos sin
ciudadanía (5), sumisos, torpes, dependientes y pasivos (6), fáciles de
manipular y en muchos casos brutalmente ideologizados (7): los fanáticos
perfectos, idiotas útiles de su Partido o de su ideología, dispuestos incluso a
pasar a la agresión y al daño (que puede llegar a la eliminación física) de sus
opositores, sean estos disidentes, inconformes, críticos (en su jerga fanática
tildados de “revisionistas”) o simples detractores (8,9).
Con la neoposmodernidad, entonces, tenemos al
fin un contexto tolerante, verdaderamente democrático, en el que las ideas
circulan en una dialéctica incesante: en los ires y venires de las distintas
posturas políticas y aún de las distintas cosmovisiones, se generan nuevos
descubrimientos, nuevas posturas, nuevas cosmovisiones, que son síntesis de las
tesis y antítesis primigenias…y son, a su vez, nuevas tesis a superar, en un
ciclo incesante y fructífero. El liberalismo en su sentido más puro, menos
politizado. El liberalismo profetizado por Erasmo de Rotterdam, soñado por los
grandes pensadores ingleses y franceses de la Edad Moderna, recortado y
reducido en el siglo XIX cuando se le restringió al ámbito meramente económico,
y casi pisoteado en el siglo XX (siglo en el que, irónicamente, se retrocedió y
también se avanzó mucho en materia de Derechos Humanos y Derechos Civiles, en un
tire y afloje en el que las sangrientas ideologías y los Estados omnívoros por
poco hacen sucumbir la Democracia).
Esto, a su vez, conduce al triunfo del
liberalismo económico que estamos viendo en la neoposmodernidad. Acabados al
fin los proteccionismos que entorpecían el comercio mundial y casi por completo
eliminadas las barreras económicas en el mundo civilizado, todo apunta a una
nueva era en la que los nacionalismos, la xenofobia, el chauvinismo y en
general la desconfianza a las naciones extranjeras y a la integración
desaparecerán. En lo personal, me pregunto cuán feliz pudiera haber sido el
general De Gaulle (10) al saber que sus iniciativas de integración con sus
vecinos europeos, comprendidas y dotadas de fuerza y proyección a gran escala
por dos hombres extraordinarios, Jean Monnet y Robert Schumann (11) serían una
realidad plena en la actualidad. Me imagino, si viviera en nuestra época, la
dicha de los cancilleres alemanes Konrad Adenauer o Ludwig Erhard (10) al ver
que las querellas y los rencores (cuyo colofón había sido la tragedia de las
dos guerras mundiales del siglo XX), parcialmente superadas con la Comunidad
Económica de Carbón y Acero entre algunos países de Europa Occidental, es hoy
en día un sueño hecho realidad, una Unión Europea en la que el clima de mutua
cooperación y la paz reinan, una Europa que al fin aprendió de los errores del
pasado, en la que todos los ciudadanos de los países miembros cruzan libremente
las fronteras, comparten, intercambian cultura, conviven en armonía. Aún
Bolívar podría sonreír un poco ante el panorama que se cierne, dados los
avances (aunque aún incipientes) en la integración de los países de
Latinoamérica (13,14).
Sí. Creo en la integración. Creo en la unión.
No soy de los que se enmarcan en un nacionalismo furibundo o los que, apelando
a un bolchevismo desabrido y anacrónico, se rasgan las vestiduras y creen que
“combaten al Imperio” cuando en realidad contribuyen al mayor empobrecimiento
de sus pueblos (15) cuando se realizan
pactos, alianzas o tratados entre las naciones. Eso es lo que hace falta. Dejar
de odiar al extranjero. Lanzarse al intercambio (aunque sin las ingenuidades ni
la premura de los países latinoamericanos que, creyéndole a ciegas al
Neoliberalismo, se dieron al aperturismo económico desordenada e ineficientemente)
y dejar los prejuicios es el primer paso hacia una paz mundial completa. No me
cuesta soñar, incluso, con una Confederación Mundial en la que todas las
naciones tengan voz y voto y participación igualitaria, una Confederación
Mundial garante del respeto a los Derechos Humanos, de la paz, de la
integración justa y benéfica para todos los pueblos.
La neoposmodernidad nos muestra cómo los
fenómenos vaticinados por intelectuales de la talla de Mario Vargas Llosa
(16,17) o Jürgen Habermas (18,19) se hacen realidad. Entramos, felizmente, a
una época en la que el pluralismo, la tolerancia, la ruptura con los viejos
dogmas y esquemas y, sobretodo, el espíritu liberal y demócrata en pleno,
prometen dar frutos.
Otro rasgo distintivo de la actualidad es el
triunfo de la tolerancia a las distintas posturas de género. Quedaron atrás
momentos vergonzosos de la Historia, como el juicio y la sentencia (injustos,
irritantes e infames) a Oscar Wilde (20,21,22). Puedo afirmar, sin temor a equivocarme,
que Wilde ganó al final. La comunidad LGBT en el mundo se afianza, hace valer
sus derechos, participa activamente en la construcción de este nuevo mundo
neoposmoderno. Me parece fascinante. Eso es verdadera democracia. En lo
personal, me siento muy orgulloso por los logros de estas personas, que
estuvieron por siglos sometidas al látigo, a la prisión y al estigma. A todos
ellos les dedico este ensayo, les pido perdón en nombre de todos los
heterosexuales que por miedo, por ignorancia o por puro instinto de agresión
les inflingieron tanto sufrimiento a lo largo de la Historia, y les deseo
felicidad y éxito en esta nueva etapa de su camino.
Ya he señalado el resurgimiento de la
espiritualidad en la neoposmodernidad. Sobreviviendo al ateísmo pseudohumanista
(una mezcla espantosa de “superhombre” nietzscheriano, individualismo y culto a
la fuerza) y al neopaganismo propugnado por el nazismo (que, disfrazado de
“cristianismo positivo” intentó eliminar de la faz de la Tierra la doctrina judeocristiana,
y volcar la ancestral religión germanoescandinava hacia el culto a su
megalómano líder), y fortalecida pese a la feroz persecución, tanto ideológica
(23,24) como política (25,26), la búsqueda de Dios vuelve a ser vivida con entusiasmo (27). También sobreviviendo al ateísmo marxista, de raíz materialista
(28), que por más que envió a sacerdotes (en especial ortodoxos rusos y
eslavos, pero también católicos del rito oriental y del rito latino) a la
muerte en campos de trabajo forzado en Siberia y Ucrania (29), jamás pudo
apagar el fervor religioso de los pueblos sometidos a la crueldad de la Unión
Soviética.
Otro tanto puede decirse del maoísmo en
China, una versión sádica y brutalmente pragmática de comunismo, culpable de
atrocidades en nombre de la mal llamada “República Popular” al interior del
propio país y de la República del Tíbet (30), a la que, mostrando el más burdo
de los imperialismos (y eso que, según los rojos, el imperialismo es exclusivo
de los capitalistas de Occidente…), invadió, conquistó y sometió de manera
cruenta (31). Por más fiera que hubiese sido la supuesta “Revolución Cultural”,
por más bestial que sea, aún hoy, la represión de parte de las fuerzas
gubernamentales, policiales y militares chinas (32), el espíritu religioso y el
acercamiento a lo sagrado perdura. Los jóvenes tibetanos, hoy más que nunca, se
aferran al budismo y a sus tradiciones. Y el espíritu religioso se robustece,
mientras que el régimen se debilita. Creo que es muy probable que China, con el
paso del tiempo, se aleje completamente de la visión comunista (ya lo ha hecho
en el terreno económico). Porque cuando un sistema político va contra Dios, va
contra el hombre…y si va contra el hombre, tiene sus días contados.
En ese orden de ideas, hay que entender que
el renacer de lo religioso no tiene un cariz dogmático, y no se restringe a una
sola confesión. Hay un aperturismo en la neoposmodernidad que llega más lejos
aún que el propio ecumenismo. Los esfuerzos de los pontífices católicos Juan
XXIII, Pablo VI y Juan Pablo II por acercarse a otros movimientos al interior
del cristianismo y del judaísmo (32) anunciaron lo que presenciamos entre 2005
y 2012: a un Benedicto XVI afanado por reconciliarse con los intelectuales (muchos
de ellos ateos científicos) de Occidente (33). El Dalai Lama, cabeza del
budismo tibetano, se ha dado a la noble tarea de ser un puente entre las
distintas religiones del mundo. Los patriarcas ortodoxos están haciendo lo
propio. También los musulmanes. Las tradiciones politeístas, como el ancestral
hinduismo, también se comprometen en la actualidad a echar una mano en este
despertar universal (34). Derrotados ya los totalitarismos, con su carga
asfixiante, con sus procesos de adoctrinamiento y opresión brutal de la
población (35), las personas de todo el mundo sienten que necesitan de una
libertad aún mayor. Una libertad que no ofrecen ni siquiera las democracias.
Que no se gana precisamente en las urnas. La liberación del encuentro con lo
más sublime, lo más profundo y valioso del psiquismo humano: su faceta espiritual.
Las democracias republicanas de Occidente, en
especial las americanas, se lanzaron desde principios del siglo XX a procesos
de secularización, persecución religiosa (aunque más velada que la efectuada en
Eurasia) y separación Iglesia-Estado (36). Algunas lo hicieron
bienintencionadamente, creyendo que así lograrían el anhelado progreso
prometido desde la Modernidad. Pero pronto se vieron empantanadas, víctimas de
su propio invento, sometidas a la corrupción y los abusos de poder que
provienen del cambio de valores inherente al menosprecio de lo espiritual. Y
buscaron un nuevo cambio. En la actualidad, percibo que la misma sociedad
civil, aún en contra de los gobiernos establecidos, espontáneamente vuelve a la
búsqueda de lo sagrado. Ya no es un cuerpo dócil y manipulable, ya no es un
grupo amorfo que sigue ciegamente lo que el Estado (por muy democráticamente
elegido que sea) le dicte. La sociedad civil, especialmente en América, ha
madurado. Ya no come entero.
Ni siquiera la moria típica de la sociedad
postcapitalista, la pereza espiritual que acompaña al narcisismo extremo basado
en una moral egocéntrica y consumista, ha podido impedir esta oma de conciencia
universal, esta vigorización de los movimientos espirituales. A diferencia de
lo que se estaba viendo en las últimas décadas del siglo XX (un alejamiento
progresivo de lo religioso, en todos los ámbitos de la cultura), bien se puede
decir que el siglo XXI es el del resurgir del Espíritu. La idolatría de la
Materia llega a su fin. Nunca pudo ofrecer respuestas completas a la gente.
Otro hecho irrefutable es que el hombre
neoposmoderno se siente ciudadano del mundo. Ha superado el provincianismo, en
la misma medida en que ha superado el nacionalismo y los prejuicios de etnia y
nación. Es cosmopolita. Pero no en el sentido decadente de la palabra, no en el
sentido en el que Rubén Darío y los poetas parnasianistas entendieron el
cosmopolitismo (37). El cosmopolitismo neoposmoderno es la toma de conciencia
de ser parte de un entramado planetario de relaciones, de estar inmerso en una
red, de estar en contacto con la Humanidad y con cada una de las especies que
habitan la Tierra. De ahí que el cosmopolitismo neoposmoderno vaya de la mano
con el ecologismo (38,39).
Por eso los atentados terroristas perpetrados
por Al Qaeda (un reducto de
fundamentalismo, fanatismo y machismo que bien puede catalogarse de fuerza
opositora al pluralismo neoposmoderno) en Nueva York, el Pentágono, Madrid y
Londres generaron una indignación general. No solamente fueron los estadounidenses,
londinenses y españoles los que se alarmaron ante semejante muestra de
barbarie. Todos reaccionamos. ¿Por qué? Porque lo sentimos como un atentado
dirigido también hacia nosotros. Porque no creemos en las discriminaciones de
raza o nación. Porque nos pensamos como humanos,
antes que como miembros de tal o cual ciudad o país. En ese orden de ideas,
tácita o explícitamente apoyamos la iniciativa de Blair (40,41) de
desestructurar en Afganistán al corrupto régimen talibán (régimen que
maltrataba a las mujeres, que prohibía el pluralismo político y religioso, que
ejercía una tiranía sangrienta y que albergaba a terroristas). Pero, justamente
por nuestra actitud neoposmoderna, pluralista y democrática, muchísimos también
criticamos abiertamente las políticas de Blair, Bush y Aznar en Irak. Si en
Afganistán se hizo justicia, en la infausta invasión a Irak de 2003 lo que se
vio fue un ejercicio burdo, cínico y maquiavélico de la fuerza. Una actitud
imperialista, hegemónica. La Modernidad imponiéndose a lo bruto. Los valores de
la posmodernidad y la neoposmodernidad, como la tolerancia, la integración en
la heterogeneidad, el respeto a la diferencia y el respeto al derecho a
disentir, fueron pisoteados cruelmente.
Asimismo, asistimos a la aparición de una
nueva forma de hacer política y de participar en comunidad. Por medio de redes
sociales, blogs, revistas virtuales y portales independientes, la gente expresa
sus posturas políticas y comunica sus inquietudes y propuestas de manera libre.
El internet ha sido un alivio democratizador en este sentido. Le ha dado voz a
quienes no la tenían. Antaño (modernidad y posmodernidad), eran las clases
aristocráticas u oligárquicas las que tenían el monopolio de los medios de
comunicación masivos, pues justamente dichos medios implicaban posesión de
capital: prensa, radio, televisión. En cambio, publicar en internet es
gratuito. Cualquier ciudadano puede hacerse escuchar, puede exponer sus ideas,
puede llegar a otros ciudadanos. Eso, en términos políticos, es una revolución
inmensa. Es posible que no nos hayamos percatado de su importancia justamente
porque la estamos viviendo y los seres humanos tendemos a minusvalorar lo que
es cotidiano (lo cual es un error), pero en unos siglos la gente dirá: “¡Qué
gran triunfo para la democracia se dio en aquellos tiempos!”.
No se trata, como antaño, de afiliarse a un
partido político y mendigar o comprar favores de un “padrino” o una “madrina”
de dicho partido. No se trata, como antaño, de gastar enormes sumas de dinero
en publicidad, mercadeo y propaganda (o de quedarse a la zaga, o abstenerse de
entrar en la arena política, justamente porque no se tenía ese poder
económico). Se trata de atreverse, escribir, hablar, expresarse (por medio de
caricaturas, de videos, de reflexiones, de posters, etcétera) en un medio por
el que se tiene acceso a millares. Es interesante cómo Barack Obama usó estos
nuevos instrumentos para sus exitosas campañas presidenciales (42), y cómo las
personas jóvenes usan cada vez más dichas herramientas en ese tipo de lides.
Pero no se trata solamente de poner el
internet y sus recursos al servicio del proselitismo político. Debemos entender
que, en la neoposmodernidad, a mucha gente le fastidiaría la idea de tener un
cargo público o trabajar para el Estado. Han sido tantas décadas de corrupción,
de mentiras, de tráfico de influencia, de alianzas non sanctas, de
peculado…Muchas personas honradas me han confesado que les asquea el actual
sistema de “democracia representativa” que ni es democrático ni es representativo,
y que está monopolizado por un puñado de familias (oligárquicas y poseedoras de
capital y de poder mediático) alrededor del mundo. Reconocidos académicos,
científicos e intelectuales me han comentado que han rechazado trabajar con el
gobierno porque les aterroriza la idea de “salir untados”, de ver perjudicada
su imagen o su carrera por el hecho de haber trabajado con un político al que,
más adelante, tarde o temprano, se le han de conocer todo tipo de delitos y
conductas inmorales. Además, como ya he señalado, es probable que en unos años
asistamos al derrumbe definitivo del sistema partidista, y aún al derrumbe de
los Estados tal como los conocemos ahora. Se trata de un momento histórico
único, en el que cada ciudadano puede decir o escribir lo que piensa, y muchos
otros pueden escucharlo o leerlo.
Obviamente, el derecho a la divergencia, y su
ejercicio libre, desinhibido y espontáneo es otro sello de lo neoposmoderno. En
esta época fascinante, el respeto a las verdades personales, que muchas veces escapan
a las supuestas “verdades universales” impuestas de manera dogmática por las
superestructuras de dominio e ideologización (como los Estados, los aspectos
oficiales y jerárquicos de las religiones o los tradicionales monopolizadores
de opinión, la información y el conocimiento), es un a priori social, conductual y filosófico. La neoposmodernidad
implica relativización no sólo en su sentido epistemológico (el primer paso,
perteneciente a la posmodernidad, que le debemos sobretodo a Lyotard) y
axiológico sino también en el sentido psicológico, estético, religioso y cultural
(43,44,45,46).
Muchos sucesos históricos adicionales también
respaldan mi hipótesis de que estamos viviendo una nueva era: el éxito
abrumador de los Gay Parade y los
multitudinarios desfiles de población LGBT; el hecho de tener por primera vez
en la Historia a un Papa latinoamericano (y que reemplaza, además, a un Papa
que haciendo uso de su libre albedrío renunció sin dejarse someter a la
tradición); el tener a un afroamericano que además tiene sangre musulmana a la
cabeza de los Estados Unidos de América; el auge de los movimientos
carismáticos y las comunidades eclesiales de base, así como de los movimientos
religiosos sincréticos; el Nobel para Al Gore (un demócrata de pura cepa, vicepresidente
de Bill Clinton, al que le robaron las elecciones de 2000) por su voz de alerta
ante el calentamiento global y otras desgracias de la industrialización
desmedida; la primavera árabe que dio al traste con los regímenes de Mubarak en
Egipto, Ben Alí en Túnez y Gadafi en Libia (y seguramente acabe también con la
dictadura de la familia al-Assad en Siria); el fortalecimiento no sólo de
grupos sino de actitudes ecologistas en la población mundial; la toma de
conciencia y el empoderamiento de las masas en cuanto al derecho a hacer uso
pleno de sus derechos (no olvidemos las protestas de los inmigrantes en Francia
en 2006) y el incremento de la participación política (que no se limita a
figurar electoralmente o a ser parte del aparato burocrático de un Estado, como
he venido insistiendo a lo largo de este ensayo) del “ciudadano de a pie” en
todo el mundo (47,48,49).
II
Colombia:
Neoposmodernidad incompleta
Para finalizar, me gustaría profundizar en la
situación de Colombia. Como buena parte de América Latina, este es un país de
sincretismo, en el que lo medieval, lo moderno, lo posmoderno y aún lo
neoposmoderno coexisten: el confesionalismo y el secularismo agresivo, la
liberación sexual y la moral católica hispánica que permeó esta cultura desde el
siglo XV (y que no parece haberse enterado ni siquiera de los avances del
Concilio Vaticano II, salvo por la misa en lengua vernácula), la discriminación
hacia la población LGBT y las marchas de orgullo gay, el pacifismo de dientes
para afuera y la violencia tanto a nivel nacional como doméstico, los discursos
hegemónicos e intolerantes de la izquierda y de la derecha (nunca me olvidaré
de un día en el que, hace como tres semanas, fui llamado “burgués” por un
mamerto, “socialista” por un facho, “revoltoso” por un godo y “godo” por un
ateo, sin ser realmente ninguna de las cuatro cosas), el liberalismo en la vida
pública y el conservadurismo en la vida privada, el cristianismo y el
individualismo, el pluralismo y la intolerancia, el discurso incluyente con el
racismo soterrado, la apertura económica con el proteccionismo arancelario, las
voces de júbilo con las de indignación cada vez que se firma un tratado de
libre comercio, etcétera. Según esta evidencia tendría razón García Canclini al
señalar que nuestros países adolecen de cultura
híbrida (50).
Quiero enfatizar el hecho de que ser cultura
híbrida no es ser cultura pluralista; confundir dichos términos es como
confundir sincretismo (hacer un “sancocho” incoherente con ideas inconexas y
hasta contradictorias) con eclecticismo (hacer una síntesis coherente con las
ideas más rescatables de distintas posturas, armonizar sólida y coherentemente
diferentes perspectivas). Por eso no se trata de una neoposmodernidad
instaurada en Colombia y América Latina, sino de la coexistencia híbrida de
tendencias incongruentes, que abarcan paradójicamente todo lo que va del
Medioevo (del que Colombia no ha salido aún completamente) a la
neoposmodernidad.
La misma política colombiana es un híbrido
espantoso (lo de espantoso lo digo por su conducta y proceder): subsisten, y
muy fuertes pese a los escándalos de corrupción que han protagonizado durante
más de un siglo, el Partido Conservador y el Partido Liberal (del siglo XIX)
junto con el MOIR (de inspiración trotskista, estancado en un discurso
trasnochado, por no decir podrido), el Polo Democrático (una colcha de retazos
de movimientos de izquierda, bastante desprestigiada por los “carruseles de
contratación” y el peculado llevados a niveles nunca antes vistos en Bogotá) y
posturas radicales de derecha como Cambio Radical (a varios de cuyos miembros
se les ha demostrado nexos con los paramilitares) y el Partido de la U (sí,
puede parecer ridículo un nombre así, pero más ridículo aún es que se llama así
en homenaje a un ex presidente –no pasó eso ni con Mussolini ni con Stalin, que
eran muy amigos del culto a sí mismos-, y lo más ridículo es que dicho ex
presidente no se siente ni respaldado ni acatado por esa farsa de burócratas
oportunistas), además de un montón de movimientos en los que, una y otra vez,
se advierte el sincretismo y la deriva. Es decir, la política tradicional (es
decir, la partidista y encaminada a apoderarse del Estado…muy alejada de la
política verdadera, que es la participación del ciudadano en su polis) no viene siendo nada más que un
sincretismo soso, que no es ni chicha ni limonada, y que al vaivén de la
demagogia más patética no hace sino ponerse un disfraz distinto para cada
ocasión.
Además, las mafias (no solamente las del
tráfico de estupefacientes, sino todas las que configuran la actual cultura
mafiosa colombiana) comparten territorio (pero no de manera tolerante y
neoposmoderna, sino en un clima de competencia hostil, cuya violencia afecta al
resto de la ciudadanía) y los grupos terroristas, así como la delincuencia
común, son otro obstáculo para la paz y la armonía entre los colombianos. Sus
discursos, cargados de odio visceral y violencia (51), intentan legitimizar lo
ilegitimizable (el irrespeto a la constitucionalidad y la juridicidad, el
desdén por el valor de la vida y la dignidad humanas, la violación de los
derechos humanos).
La política colombiana en lo que va del siglo
XXI es, evidentemente, un circo. Como
buen oportunista, fiel a los consejos de su padre Misael (viejo zorro de la
“politiquería” colombiana), Andrés Pastrana dejó que inmolaran a Alvaro Gómez,
jefe ideológico de la oposición al narco-gobierno de Samper, para luego
parapetarse como el “paladín de la justicia” que quería aparentar en la campaña
de 1997-1998 (52). Y le funcionó. Pasando de agache en los turbulentos y
peligrosos días del segundo semestre de 1995, en los que hubo disturbios y
marchas en contra de Samper casi a diario, se fraguaron al menos dos planes de
golpe de Estado (los que hemos podido conocer hasta ahora), y que culminaron
con la orden del propio gobierno (no está muy claro si fue dada por Horacio
Serpa, el escudero de Samper, o por el mismo Samper, o por ambos) de liquidar
al anciano Gómez Hurtado (53,54). Con el magnicidio, Samper tuvo la excusa que
necesitaba para decretar el estado de conmoción interior y, de manera
desesperada, tomar las riendas de un país que se le estaba haciendo
ingobernable. Y Pastrana, la oportunidad de llegar al poder en 1998, no por
mérito propio, sino sobretodo por la animadversión que las masas cultivaron
hacia Samper y el samperismo. Y porque un político mucho mejor preparado, el
veterano Gómez, literalmente había sido “sacado del camino”.
Andrés Pastrana
también tuvo la ventaja de enfrentarse en las presidenciales de 1998 con el exministro
del Interior de Samper, Horacio Serpa Uribe. Como ya he señalado, el país
estaba hastiado de los abusos del narco-gobierno (55), y no quería saber nada
de samperismo (del que Serpa sería, al menos ante la opinión pública, un
continuista). De otro lado, Pastrana supo aprovechar sus dotes de comunicador
(eso sí hay que decirlo: periodismo fue lo único que supo hacer bien en su
vida) y desbarató al vetusto y basto Serpa en dos debates televisados. Pero,
una vez en la presidencia, ¿qué hizo el delfín? Deseoso de protagonismo, y
confiado en las promesas del Comandante de las FARC del momento, alias
“Tirofijo”, se embarcó en un proceso de paz tan ingenuo como improcedente. El
eslogan no pudo ser más inapropiado: “Cambio para construir la paz”. ¿Cuál cambio?,
¿Habrían acaso de cambiar las cosas, a nivel estructural y socioeconómico,
cuando un aristócrata consentido por la vida remplaza a otro? Y con respecto a
la paz, ¿acaso se logra negociando con un solo grupo de terroristas?... ¿Y si
la violencia se vive en todos los niveles, a nivel de pareja, a nivel familiar,
a son de qué esa pretensión tan infantil de creer que una mesa de diálogo con
unos guerrilleros erradicaría la violencia de la sociedad entera?
Además de
todos los errores arriba enunciados, y de los errores logísticos (¿empieza uno
cediendo territorio y fuerzas, de entrada, en una negociación con alguien que
inclusive presume más fuerza que uno?, ¿es válida la ingenuidad de negociar
cuando no hay un verdadero cese de hostilidades de la otra parte?, ¿es sensato
poner todas las cartas sobre la mesa cuando el bando enemigo oculta las suyas,
y se propone destruirlo a uno?), estaba un error implícito, filosófico:
“construyendo la paz” tiene ya, en sí mismo, un enunciado constructivista.
¿Acaso el enfoque constructivista es el más adecuado para llegar a una mesa de
diálogo con un grupo al margen de la ley, muy bien armado y con capacidad
ofensiva casi igual a la de las propias Fuerzas Armadas del Estado? Y ya se
conoce la historia. El gobierno de Pastrana terminó siendo tan malo como el de
su archirrival (el bojote Samper), el proceso de paz (diseñado para fracasar)
fue un fiasco y el país terminó en manos de la guerrilla de las FARC y de otros
grupos al margen de la ley. Sin esa situación, jamás hubiera sido probable que
un hombre carente de tacto, belicoso y relativamente joven y anónimo como
Álvaro Uribe consiguiera llegar tan lejos.
Pero así es la
historia: de los errores del pasado surgen los errores del futuro. Se eligió
Presidente de la República a Álvaro Uribe Vélez Es casi una burla que un hombre
de convicciones fascistas, amante de la centralización del poder, ególatra y
engreído dijera dizque su gobierno iba a maniobrar hacia un Estado Comunitario
(56). La promesa, tan inverosímil como rayana en lo cómico, era tan parecida a
las promesas de paz de Hitler hacia la Union Soviética en 1938. Pero la
perorata funcionó. De los Estados Comunitarios Uribe no introdujo ni la
universalización del acceso a la educación de calidad, ni la igualdad de oportunidades,
ni la equidad económica, ni el apoyo a las iniciativas gremiales o comunitarias
(57,58,59). Por el contrario, su mensaje resultó tan falso como su supuesto
“corazón grande”, pavada que se encargó de difundir a los cuatro vientos en la
campaña presidencial de 2002. No hubo, en efecto, ningún corazón grande, sino
un corazón rencoroso, resentido, incapaz de amor o de perdón. El corazón de un
autócrata convencido, militarista e intransigente fue lo que terminamos viendo.
Tampoco hubo Estado Comunitario. En Colombia se acentuó aún más la brecha entre
ricos y pobres, y el escaso poder que tenían las pequeñas comunidades se
perdió, gracias a la fuerza centrípeta de un dictador con disfraz democrático y
a los “buenos oficios” de sus burócratas (60).
Lo que sí
cumplió a cabalidad fue aquello de la “mano firme”. Y bien firme. Sólo un
poquito menos que Pinochet. “Estado Comunitario, Desarrollo para Todos”.
Segundo gobierno de Álvaro Uribe Vélez La vulnerabilidad del Estado frente a
los grupos insurgentes (especialmente las FARC, un ejército adiestrado,
económicamente poderoso dadas las entradas que recibía de organizaciones y
gobiernos extranjeros, y del propio narcotráfico) y la debilidad de Pastrana
permitieron el meteórico ascenso de Uribe (61). Ahora bien, ¿cómo entender,
desde lo filosófico y psicológico, su relección? Hay que entender los fenómenos
de histeria de masas. La gente, el pueblo tenía miedo. La inseguridad y la
debilidad del Ejército (y de otras instituciones) frente a las guerrillas y
otras organizaciones delictivas hizo que la imagen que Uribe se esforzaba en
proyectar fuera acogida con cierto mesianismo. Más aún, cuando las FARC
empezaron a tener reveses y se vieron forzadas a asumir un rol defensivo y de
repliegue, el ídolo que el pueblo había hecho de Uribe, ídolo que en verdad no
correspondía a Uribe sino a una imagen idealizada (“el Uribe popular”), se
transformó en todo un objeto de culto. Y empezó a calar la (falsa) idea de que
“el gobierno estaba a punto de derrotar finalmente a la guerrilla”, y que “sólo
necesitaba un poco más de tiempo”. ¿Cuánto tiempo estaba dispuesta Colombia a
darle a su megalomaniaco presidente para darle esa “estocada final” a la
insurgencia? Le dio otros cuatro años, y de no ser por el impedimento legal que
jamás pudieron superar sus asesores e íntimos (Luis Camilo Osorio, Carlos
Holguín, Luis Carlos Restrepo, Andrés Felipe Arias, Martha Lucía Ramírez,
Hernán Andrade, José Obdulio Gaviria, etcétera), hubieran sido al menos otros
cuatro años más (algo similar a la dictadura con fachada democrática de Chávez
en Venezuela).
Recuerdo que
mucha gente apoyó a Uribe en las elecciones del 2006. La tuvo incluso más fácil
que en 2002, pues contó con toda la maquinaria estatal y todo el entramado de
coacción, publicidad, desinformación, propaganda viciada y tráfico de
influencias del que pudiera esperarse en una república bananera (pues a eso nos
llevó su estilo autocrático). Muchos (en quienes penetró más la propaganda, el
hechizo de los medios de comunicación, abocados todos a ensalzar al “gran
líder”) incluso llegaron a preguntarse: “Si no es Uribe, ¿entonces quien?”. Y
la aplastante victoria sobre sus oponentes (Antanas Mockus, un académico
honrado pero confuso en sus apreciaciones y contradictorio en sus posturas;
Horacio Serpa, la ex “mano derecha” del corrupto gobierno de Samper,
completamente desprestigiado por eso mismo; Carlos Gaviria, un izquierdista
gagá, anarquista y anticlerical en un país cuya mayoría era claramente
confesional, amante de las jerarquías y convencido de la necesidad del modelo
neo-fascista de Uribe) fue seguida de su segundo eslogan de gobierno: “Estado
Comunitario, Desarrollo para Todos”.
Era tal la
envergadura de la mentira que a muchos les parecía improbable que tanta gente
se comiera el cuento. Y se lo comieron. Ni siquiera había Estado Comunitario,
sino un Estado militarizado, piramidal y estricto, con altas dosis de censura,
represión y coerción de la ciudadanía. Un Estado-Cuartel, en el que hasta los
universitarios empezaron a parecer Juventudes Hitlerianas. Pero el eslogan daba
por sentado que se había tenido éxito con el plan anterior, y que efectivamente
Colombia era un Estado Comunitario. ¿Desarrollo para todos?, ¿En un gobierno en
el que los grandes terratenientes y latifundistas industriales eran las “niñas
de los ojos” que había que “mimar”? De ningún modo. Uribe continuó favoreciendo
a los grandes y poderosos, quienes a su vez redoblaron su apoyo. Se formó un
contubernio tan inmoral como nefasto. Y el pueblo (ingenuo, ignorante, manipulado,
idiotizado por el “ídolo” que había formado) salió perjudicado. No hubo
desarrollo para todos. Hubo riqueza para unos pocos.
Con lo de la
“seguridad democrática” tampoco cumplió. Sí hubo seguridad, pero una seguridad
cretina, con uso excesivo de la fuerza y atropellos (cuando no franca
brutalidad) de parte de las fuerzas policiales y militares del Estado. No está
100% seguro un ciudadano que pueda ser apaleado o detenido, porque sí, por las
propias instituciones estatales. Y de “democrática”, sólo el nombre. Como en
las peores dictaduras, el gobierno de Uribe espió a sus opositores, silenció a
algunos, amenazó a muchos otros.
El ex ministro
de Defensa de Uribe, Juan Manuel Santos, más bien torpe y lento, poco
inteligente (pero eso sí, muy astuto, como buen psicópata), perteneciente (como
Samper y Pastrana, y muchos otros presidentes de este desgraciado país, que ha
sido gobernado siempre por un puñado de familias explotadoras y utilitaristas)
a la high class y miembro de la
familia con mayor poder mediático en Colombia, llegó al poder en el 2010
después que las altas Cortes (y, en general, la Rama Judicial, que siempre riñó
con Uribe, en especial durante su segundo mandato) declararan que era
inconstitucional una segunda relección del Mussolini criollo.
Su llegada al
poder significó para los uribistas (en el 2010, casi dos de cada tres
colombianos) el “mal menor” ante la imposibilidad de tener a Uribe. Es decir, a
falta de Mesías, el pueblo (manipulado, ignorante, ingenuo) votó por el
supuesto Apóstol. Como dice el viejo refrán: “A falta de pan, buenas son
tortas”. Y así, el Partido de la U (a tal punto había llegado el culto a la
personalidad de Uribe que tenía su propio partido, con “U” de “Uribe”), buena
parte del Partido Conservador (cuya candidata oficial, la camaleónica, tibia y
oportunista Noemí Sanín, no convencía a casi nadie) y muchos de Cambio Radical,
sin contar uno que otro Liberal-Fascista (de esos que aparentan tan bien que
hasta pasan por manzanillos), apoyaron a Santos. ¿Quiénes eran los otros
candidatos? El débil (ya para ese entonces, inclusive diagnosticable como débil
mental) Antanas Mockus (62); la aún más pusilánime y oportunista Noemí Sanín
(de quien había sido Mockus compañero de fórmula en las presidenciales de
1998), el beligerante y mentiroso Germán Vargas, el ex guerrillero Gustavo
Petro, y otros aún con menos posibilidades.
Santos, el
niño mimado del uribismo, la tuvo fácil desde el principio. Sólo que su enorme
incapacidad, su escasa inteligencia y su soberbia le jugaron en contra, y
Mockus consiguió llevarlo a una segunda vuelta. Pero en esa instancia, el
tráfico de influencias, la desinformación (incluso con competencia desleal y
franca calumnia) y la compra de votos hicieron lo suyo. Santos barrió al
inseguro e improvisado ex alcalde de Bogotá, que a esas alturas ya dejaba ver
su enfermedad de Parkinson. Haciendo gala de su oportunismo, y aprovechando los
miedos del colombiano promedio (“la guerrilla va a contraatacar”, “todo lo que
hizo Uribe se acabó”, “el país se va a echar para atrás”), acuñó la célebre
frase “Retroceder no es una opción”. Es decir, de manera atrevida, y de un
plumazo, tildó a sus rivales de “aliados del retroceso”. Lo cual equivalía,
sutilmente, a “aliados de los tiempos A.U.” (Antes de Uribe, el “Mesías”). Es
decir, casi subliminalmente, “con los demás candidatos, volverá a ser poderosa
la guerrilla”. Muy buen ardid publicitario. Obvio, terminó ganando. No podía
prometer desarrollo para todos, porque ya eso lo había hecho Uribe, y no podía
ser tan falto de originalidad hasta para eso.
Entonces
escogió una frase ligeramente distinta, aunque repitió el concepto (ya bastante
trillado a esas alturas, pero suficiente como para convencer a la mayoría) de
“Prosperidad para Todos”. Si se analiza su eslogan desde lo semiológico, hay
bastante de qué preocuparnos: Santos ni siquiera prometió desarrollo, solamente
prosperidad. Es decir, no apuntó hacia un incremento en el capital global, ni en
el recurso humano del país (63), sino a un mero incremento económico, monetario.
Por supuesto, con un toque populista: el “para todos” volvió a sonar. Y creer
que un oligarca narcisístico y desconsiderado del dolor ajeno va, de repente, a
cambiar lo que ha sido toda su vida y va a dar “prosperidad a todos”, es tan
ingenuo como peligroso. Y ahí vamos, como nación, dando tumbos, tal como
pronosticó Bolívar cercano a su muerte.
A partir de
los datos anteriores, que nos muestran cómo ha sido el vaivén político,
económico, filosófico y cultural en la Colombia del siglo XXI (que, como ya se
ha visto, no es precisamente una Colombia neoposmoderna, sino una Colombia
híbrida), se deduce que es una democracia falsa en tanto que la oligarquía
manipula a piacere al pueblo llano,
obviamente haciéndole creer que sale beneficiado (el juego de la demagogia,
hipócrita e infalible, cuando se trata de un pueblo ignorante e ingenuo).
Obviamente hay
algo del discurso neoposmoderno (sobretodo lo referido a la igualdad de géneros
y al respeto a la diversidad sexual) y puedo afirmar que, al menos a nivel teórico,
el ideario de la neoposmodernidad ha calado entre las clases medianamente y
altamente educadas. Pero, curiosamente (y tal vez por el estatus híbrido de la
nación), he observado cómo se llenan la boca muchos compatriotas que se juran
de avanzada y son lo más caduco de la retaguardia. Es hasta cómico
presenciarlos hablando de la humanización de las ciudades, de las iniciativas
pluralistas, de la tolerancia interreligiosa, y percibir que están seguros de
que están logrando hacer realidad ese ideario neoposmoderno, cuando en verdad
lo boicotean sin saberlo.
Sí, lo
boicotean, pues en vez de apuntarle a la participación ciudadana plena se
escudan aún en el partidismo y el fanatismo político (muchos ni siquiera
disimulan su bolchevismo);
en vez de apuntarle a la universalización del
conocimiento y al intercambio cultural se aferran a un pasado anacrónico y
patético (en el que el odio hacia lo estadounidense convive de manera ridícula
con el amor hacia el movimiento hippie importado
de los mismos Estados Unidos, en el que el indigenismo convive con la pérdida
cultural nacional y el desarraigo) y se lanzan, de manera ciega e imbécil, a
abrazar una ideología que se desmoronó en otras latitudes demostrando no sólo
lo dañina y sangrienta que era a nivel político, sino lo inútil e imposible a
nivel económico.
Así,
idiotizados y adoctrinados, enarbolan banderas rojas y veneran a déspotas como
Lenin o Stalin, ignorando tal vez que de esos mismos tiranos abundan en Europa
las estatuas abandonadas, corroídas por el óxido y llenas de moho, y los
recuerdos más tristes (recuerdos de desapariciones, de trabajos forzados, de
ultrajes, de expropiaciones violentas, de desplazamiento forzado, de espionaje
y contraespionaje, de pésima calidad de vida, de restricciones y prohibiciones,
de salarios injustos, de censura y muerte).
Y atentan
contra la democracia estos fanáticos (como todos los fanáticos: el fanático de
izquierdas es tan nocivo como el fanático de derechas), golpeándola justamente
en su esencia. No les gusta la democracia, pues creen en la dictadura (“del
proletariado”, afirman ellos…me da risa saber que el “proletario” Brezhnev
tenía una colección de autos de lujo, o que el “proletario” Castro viva como
millonario en su desgraciada isla). No les gusta la democracia, pues creen que
tienen el monopolio de la verdad y rehúyen el debate académico y la
argumentación; simplemente cierran los ojos, agreden al que creen adversario
(que es para ellos todo aquel que no esté lo suficientemente adoctrinado: si es
moderado dicen que es “revisionista”, si es crítico dicen que es “burgués”, y
punto, se cruzan de brazos y prosiguen en su monólogo mamerto) y llenan de
epítetos ofensivos a todo lo que para ellos no vale (Dios, la religión, los
estudios teológicos, la filosofía que no coincida con el materialismo
histórico, la familia, la propiedad privada).
Pero no crean
que son mejores los otros, los fascistas y paramilitares (que, por desgracia
para Colombia, también abundan). Son igual de obtusos, violentos y ciegos. Sus
corazones también destilan odio y resentimiento. También derraman sangre en el
suelo patrio. Estos hablan menos, pues no tienen tanto adoctrinamiento.
Simplemente actúan, y actúan a lo bruto: no en vano hicieron tristemente
célebre al país por el vandálico uso que le dieron a la motosierra. Estoy
seguro que el maligno Hitler se hubiera deleitado con ellos. Es probable que
hasta hubieran opacado a los asesinos de las SS y la Gestapo.
Creo entonces
que Colombia debe acelerar su proceso de neoposmodernización para salir de una
vez y para siempre de sus dualidades, de sus antagonismos, de esos eternos
enfrentamientos (izquierda-derecha, proletario-burgués, ateo-creyente,
materialista-idealista) que no hacen sino polarizar a la nación. Se necesita
democracia. Hay que gritarlo, a todo pulmón: ¡Lo que Colombia necesita es más
Democracia!
*Médico Psiquiatra, Historiador, MSc en
Neuropsiquiatría y Neuropsicología, Estudiante de Filosofía. Todos los derechos reservados.
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