Cual corazón que gotea
Lentas lágrimas pálidas
Bajo esa máscara de perlas
Ahoga un gran grito rojo
Estrangula al aullante
Ciclón en remolinos de la sangre
El pájaro púrpura abatido
Del árbol de la vida
Los pulpos del vértigo
Con todos sus brazos lo estrechan
Una agonía presa
De besos de ventosas
Palpita y se estremece
Con apagadas plumas
En su última sacudida
Agita un ala rota
Denunciando la presencia
Inmóvil de las puertas
Roger Gilbert-Lecomte (Francia, 1907-1943)
sábado, 27 de diciembre de 2014
lunes, 22 de diciembre de 2014
EL NACIMIENTO DE LA TRAGEDIA, O CINCO ENSAYOS SOBRE LA FILOSOFIA DEL SIGLO XIX, por David Alberto Campos
Dedicado a Luis
Fernando Campos Vargas y Jair Velasco Acosta, de quienes tanto he aprendido.
David
Alberto Campos Vargas*
INTRODUCCIÓN
Convencido, hoy más que nunca, de la tragedia
que significó para la Humanidad el aceptar, de manera acrítica y fanática, los
cuatro supuestos básicos de la filosofía del siglo XIX (ateísmo, materialismo,
positivismo extremo y antropocentrismo a ultranza), escribo esta breve colección
de ensayos a propósito de ella.
Son ensayos referidos a los autores más
representativos (los que contaron con mayor popularidad en realidad, ya que no
fueron precisamente los más lúcidos o más acertados en sus apreciaciones, pero
sí los más difundidos y comentados) de un siglo (el XIX) que para muchos (Hegel
incluido) representó la cúspide…y que terminó siendo la antesala del fracaso más
estruendoso de la especie humana (el XX).
El nombre lo tomé prestado de Nietzsche, uno
de aquellos autores “célebres”. Me pareció adecuado por el doble sentido que
entraña, y que pretendo mostrar. El título de la opera prima del filólogo (que no filósofo) alemán me parece bien
ilustrativo para el pensamiento del siglo XIX, pues preparó la tragedia que iba
a ser el convulsionado y sangriento siglo XX.
1. MARX: PECADO
CAPITAL
Creo que Marx, junto a otros “filósofos” del
siglo XIX (que filósofos no fueron muchos de ellos, sino diletantes, muy valientes
–por no decir descarados- divulgadores de doxa,
de mera opinión), fue un hombre sobrevalorado en el siglo XX.
Como Nietzsche y Freud (no es casualidad que
los metan con frecuencia en el mismo costal), se trató de un intelectual
trabajador, no me cabe duda que hasta bienintencionado, pero a la postre un
gran culpable. ¿Culpable? Sí, querido lector. El gran desastre que significó
para el planeta Tierra el siglo XX fue preparado por los prejuicios y las
opiniones más generalizadas del siglo XIX.
¿Desastre? Sí, el siglo XX fue un desastre. El
siglo con más muertes violentas en toda la Historia. El siglo de dos nefastas
guerras mundiales y decenas de guerras “locales” generadoras de sufrimiento,
desplazamiento forzado, viudez, orfandad, malnutrición, atraso educativo. El
siglo del gran desastre ecológico causado por la soberbia humana. El siglo de
la derrota de los ideales de virtud y bondad. El siglo del secularismo, de la
subversión, del terrorismo a gran escala. El siglo del triunfo del materialismo
y el ateísmo. El siglo de la completa idolatría del mercado y del dinero. El
siglo de la pérdida de la esperanza, el siglo del caos, en fin: la verdadera
época de oscuridad y tinieblas (desplazando así al Medioevo de tan triste
posición). Ese paradójico siglo de
devastación que fue el XX se fue fraguando en el siglo XIX.
No creo equivocarme si afirmo que nuestro
siglo, el XXI, y la neoposmodernidad inherente al mismo, es producto de todo el
pensamiento de la segunda mitad del siglo XX: Popper, Russell y Wittgenstein en
cuanto a la filosofía de la ciencia, el afán por la precisión del lenguaje y el
tremendo avance de la lógica matemática; Sagan y Cocteau en lo respectivo a la
toma de conciencia de que el animal humano no es ni el superior jerárquico de
los seres, ni está solo en el Universo, y que no tiene derecho a ir explotando
y contaminando todo por ahí; Friedman, Hayek y Drucker en cuanto a la economía
actual, globalizada y hasta impredecible; Vattimo y MacLuhan en la
configuración conceptual de lo posmoderno (que anuncia lo neoposmoderno, su
manifestación extrema y en ocasiones reaccionaria); Dussel, Gutiérrez, Zea,
Vargas Llosa y Boff a la hora de reclamar el derecho a “voz y voto” para un
minusvalorado y mal llamado “Tercer Mundo” típicamente oprimido por la
arrogancia europea (arrogancia que se hizo más fuerte, cómo no, en la
desafortunada “filosofía” del siglo XIX, sobretodo con el totalitario,
malintencionado y sobrevalorado George Friederich Hegel); Kandel, Llinás y
Carlsson en cuanto a la comprensión del sistema nervioso y la desmitificación
de muchos conceptos en psiquiatría, psicología y neurociencias.
Asimismo, tampoco creo equivocarme si afirmo
que el mundo de 1900 a 1990 se movió al compás de lo que hicieron esos grandes
panfletistas, organizadores y agitadores (que no filósofos, in estricto senso, dada su imprecisión,
su pobre argumentación lógica, sus andamios frágiles basados en conjeturas y
corazonadas…pero sí escritores vigorosos, amenos, gustadores: por eso mismo de
tan gran influencia en las cuatro o cinco generaciones que les sucedieron),
esos cándidos y temerarios autores del siglo XIX que terminaron por hacer menos
bien que daño: el desastre ecológico a gran escala y la conducta de plaga del
animal humano como nunca antes se vio, a raíz del antropocentrismo ilimitado de
Feuerbach, Strauss, Proudhon, Freud, Marx y Nietzsche; las guerras promovidas
por el revanchismo, el patriotismo y el nacionalismo a cargo de Gentile, Croce,
Rocco y Sorel; el auge de las doctrinas racistas, nacionalistas y xenófobas fue
un triste legado de Bergson, los darwinistas radicales y el nefando darwinismo
social; la “justificación” de la revuelta armada, el internacionalismo
(eufemística forma de llamar al imperialismo) y la idealización de la lucha que
se dieron por culpa de Marx, Engels, Bakunin, Stirner y Gobineau (fíjese el
lector que hay imperialismos tanto de izquierdas como de derechas, y dese
cuenta de cómo dichos extremos se unen, porque son dos caras de la misma moneda,
y tome nota de por qué le resultó tan fácil a Stalin formar una alianza con
Hitler en 1938, cuando se firmó el horrendo “pacto de acero” que le dio luz
verde a la carnicería en Polonia, Finlandia, Letonia, Lituania, Estonia y
Ucrania); el ateísmo militante producto de Comte y los “jóvenes hegelianos” del
ala izquierda (entre los que estuvo, cómo no, Karl Marx); las purgas, los
campos de concentración y los otros intentos sistemáticos de eliminación racial
o de aniquilación de adversarios políticos a raíz de peligrosos e
irresponsables textos de Chaimberlain, Wagner, Chauvin, Mackinder y Haushofer,
de los que unos sujetos tan sociopáticos y manipuladores como Stalin, Ho Chi
Minh, Mao Zedong, Pol Pot, Goebbels y Rosenberg sacarían luego pretextos y
pseudojustificaciones para las respectivas barbarie comunista y barbarie
nacionalsocialista.
Quiero llamar la atención sobre algo
importante, que el lector inteligente habrá captado ya: todos esos belicosos y
desaforados autores, tan aptos para provocar estallidos y crisis sociales,
tienen que ver con el filósofo del Maligno, el Gran Culpable, el verdadero
Señor de las Tinieblas de la Filosofía: George Friedrich Hegel. Todo lo
monstruoso que le ocurrió a la filosofía en el siglo XIX, y a la humanidad en
el siglo XX, como el eurocentrismo, el imperialismo, el totalitarismo, el
estatismo, el antropocentrismo extremo y sus consecuencias (el ateísmo y el
daño ecológico), la instrumentalización de los considerados “inferiores” tienen
que ver con esa bestia: Hegel, el gran canalla de la Historia de la Filosofía.
Esa cosa única que fue el siglo XX, con sus luces y sus sombras, se debe en
gran medida a ese sujeto, que por alguna trágica razón resultó ser de enorme
influencia en Occidente.
Cuando hablo de luces y sombras hago
referencia a que no todo el siglo XX (es decir, no todo lo que se produjo a
raíz de lo pensado, dicho y escrito en el siglo XIX de 1820 a 1899) fue un fiasco. También hubo cosas buenas: las vanguardias literarias y estéticas (el dadaísmo,
el creacionismo, el surrealismo, el nadaísmo, etcétera) son el resultado de
Freud, Schopenhauer, Heine, Byron y Rubén Darío; el existencialismo fue
inevitable una vez entraron Schopenhauer y Kierkegaard en escena; las
matemáticas avanzaron gracias a Frege y Euler; los movimientos que lucharon por
la emancipación de sectores oprimidos de la sociedad (corrijo: los sectores más
oprimidos, porque oprimida vive toda la humanidad, partiendo del hecho de su
mera condición humana, tan defectuosa y opresora), y que obtuvieron resonadas victorias
en el siglo XX, se remontan a lo que personas como Owen, Stuart Mill, Fourier,
Saint-Simon y San Juan Bosco postularon.
Ahora bien, para no terminar incurriendo en
el error de estos movilizadores sociales (el fanatismo, la escasa visión de
conjunto, el apasionamiento exagerado, la forma monotemática y monocular de
abordar la realidad), he de reconocerles a todos ellos una cualidad general:
sabían redactar de manera sencilla. Además, como en todos ellos bullía el deseo
de controversia (no es casualidad que fueran panfletistas, tipógrafos y
cronistas sociales), redactaron sus textos de manera impactante, contundente y
convincente. Sus textos parecen piezas de oratoria. Son libros en los que es
clara la intencionalidad de llegar a un público amplio. Son claros, simples,
pensados en función de la divulgación y la propaganda. Por ello un adolescente
de pocas lecturas y poca madurez cerebral se puede volver un furibundo
nietzscheano, freudiano o marxista, quedando atrapado en una maraña de belleza
literaria innegable. Por eso hasta el más tosco de los obreros disfruta leyendo
a Proudhon o Bakunin: como no apelan al pensamiento abstracto (que requiere una
lógica formal, una formación previa, un bagaje cultural de base), sino a
realidades concretas, a lo cotidiano, a lo más básico y terreno, terminan
ofreciendo una prosa llana y fluida.
Ahora bien, creo que Marx, el discípulo más
aplicado de Hegel (porque aplicado sí era: un formidable autodidacta), tomó del
Gran Culpable las herramientas más inadecuadas y muchos de los prejuicios más
gruesos, los mezcló con sus propias observaciones económicas (hasta ahí el daño
y el error no fueron muchos), y luego se lanzó, al mejor estilo de su maestro
(totalitario, soberbio, jactancioso, pretendiendo tener la “fórmula secreta”
para comprender el Universo), a producir uno de los más tristes esperpentos de
la filosofía.
De ahí el título de este ensayo: el bienintencionado
Marx, ansioso como estuvo por figurar en la Historia de la Filosofía, y
bastante acomplejado por la posibilidad de no obtener jamás la celebridad de su
imago paterna inconsciente, Hegel, se
lanzó a escribir de todo y de todos los tópicos, perdiendo precisión y
veracidad. Y le salió, a la postre, el tiro por la culata.
Si Marx se hubiera dedicado, con mayor
profundidad, a escribir de lo que realmente sí sabía (de Economía), tal vez
hubiera logrado ser el economista más interesante de todos los tiempos. Pero
como no pudo zafarse de su complejo de inferioridad frente a su idolatrado Hegel
(insisto: esta es mi posición…no tiene por qué creer el lector que eso es
verdad…la verdad sólo está en Dios, no en las producciones humanas: cosa que no
entendieron muchos de los arrogantes y antropocentristas autores desde el siglo
XIX), se arriesgó en demasía. Fue así como Marx se metió en la trampa,
dedicándose a hablar, muchas veces sin ton ni son, un montón de cosas absurdas,
sesgadas o por lo menos especulativas alrededor de todos los tópicos de la Filosofía.
Cuando todavía tenía la ventaja que el Tiempo
concede a todos los filósofos después de su muerte (esos años de gracia en los
que se consideran válidas sus ideas y se les da una oportunidad a nivel
epistémico, permitiéndoles erigirse como paradigmas), Marx estuvo muy de moda.
Me aventuraría a decir que fue junto a Darwin, Freud y Nietzsche el autor más
citado en todo el siglo XX. Hasta contó con la suerte de tener la oportunidad
de poner a prueba (que no tuvieron ni Tomás Moro, ni Agustín de Hipona, ni
Aristóteles, ni Platón), en distintos contextos, en diferentes naciones y en
diferentes coyunturas sociopolíticas, todo su andamiaje teórico (marxismo,
materialismo histórico, materialismo dialéctico, socialismo). Muchos incautos
cayeron fascinados por su propuesta, y hasta malograron sus vidas en aras de
tan chueco espejismo. Muchos se ideologizaron, fanatizaron e idiotizaron
(porque las tres cosas van de la mano, como demuestra la experiencia clínica en
psicología) a tal punto que terminaron matando y haciéndose matar. Incluso he
visto que hasta la generación inmediatamente anterior a la mía muchos jóvenes
creían, ingenuamente, en el “milagro Marxista” (cosa paradójica, para un hombre
que fue siempre ateo como Marx, el ser elevado a calidad de ídolo religioso por
miles de tontos alrededor de todo el mundo).
Desnudados sus gruesos errores metodológicos
(1,2), exhibido el carácter de falacia de muchos de sus postulados (3,4,5),
visto a todas luces el fracaso de sus propuestas políticas y económicas
(6,7,8,9) y desprestigiado ya su sistema, veo ahora, a finales del 2014, cómo
un sujeto como Marx terminó siendo su propio victimario. Si hubiera sido menor
su narcisismo, acaso todavía tendría vigencia (como la tienen Keynes o Schumpeter,
quienes siempre tuvieron claro que eran economistas
y que sus ideas eran ideas
económicas, no siempre extrapolables a todas las realidades ni mucho menos
generalizables o aplicables en todos los contextos filosóficos). Pero pagó cara
su arrogancia. Y repito, le salió el tiro por la culata.
Fue en 2009, cuando recorrí a pie varios
países de las antiguas repúblicas socialistas soviéticas, o de los “Estados
satélite” del régimen comunista, que me percaté del enorme daño que había
provocado el marxismo. Personas llenas de miedo, con pobre autoestima, tímidas,
casi carentes de emprendimiento y liderazgo, débiles y asustadizas. Familias
devastadas, con historias de persecución y muerte, muchas de las cuales habían
perdido a sus seres queridos por las purgas, la brutalidad policial, la
paranoia de un Estado socialista omnívoro y saturnino, que fagocitaba a sus
propios hijos. Personas faltas de fe, sin esperanza, sin regocijo alguno.
Personas a las que se les había mutilado el alma.
Jamás olvidaré cientos de personas de facciones
contraídas por el dolor psíquico, de mirada melancólica, a las que Marx quitó
una oportunidad de alegría. Como en su ateísmo guerrerista se fue frontalmente
contra Dios y las religiones, y creyó ver en el camino del espíritu algo
antagónico a su idolatrada y fetichizada materia, sugirió que se debería
erradicar eso que tan estúpidamente llamó el “opio del pueblo” (la religión).
¿Y qué logró? Quitarles el único consuelo a millares de oprimidos. Quitarles la
única oportunidad de una mejoría en su calidad de vida. Como Marx no sabía de
Psiquiatría, ni llegó a imaginar la cantidad de suicidios que provocaría el
erradicar a Dios de la vida de los hombres. Ni la cantidad de episodios
depresivos, ni de trastornos de ansiedad, ni de otros problemas médicos.
Basten ver las estadísticas para corroborar
que no es sólo una observación aislada, sino una realidad social constatada por
la estadística (10,11). El marxismo, al quitarle al hombre su religión (muchas
veces lo único con lo que cuenta a la hora de hacerle frente a las dificultades
de la vida), lo privó de la esperanza. Al negarle la existencial y
psicológicamente necesaria (12) presencia de Dios, lo llevó al pesimismo, a la
amargura y a la vivencia opaca.
Anduve por muchos sitios en los que estaban
cabezas, bustos y estatuas de Marx enmoheciéndose junto a los de otros muchos
menos bienintencionados que él, pero que usaron su doctrina para avasallar a
sus semejantes y gozar de poder casi ilimitado. Algunos ciudadanos, acaso
haciendo catarsis de muchos dolores padecidos por culpa del marxismo, los
escupían y hasta se orinaban en ellos. La inmensa mayoría ni les prestaba
atención. Puede que hoy, si es que no están cubiertos de maleza, estén ya
reducidos a escombros. Me parece ahora que esas imágenes son metáforas del
marxismo para un hombre como yo (un
hombre del siglo XXI, globalizado y cosmopolita, sin taras producidas por
ideologización o adoctrinamiento político): una doctrina oprobiosa, obsoleta,
destinada a caer, llenarse de hongos y pudrirse. Marx creyó que ese iba a ser
el destino de Dios y de la religión, pero terminó por ser el suyo propio. El
destronado fue otro. Realmente el que se ensalza (y peor aún, el que se cree
con derecho a atacar a Dios) termina humillado. Y así fue. Marx terminó,
literalmente, mordiendo el polvo. Es que con la Verdad, con el Supremo Bien, el
hombre (mortal, limitado, siempre incompleto) no puede ni siquiera osar a
igualarse. Mucho menos puede cometer la imbecilidad de atacar a ese Dios
todopoderoso e infalible.
Luego, en la medida en que he conocido el
testimonio de numerosos colegas cubanos, norcoreanos y chinos (13,14),
comprendí completamente que el marxismo fue uno de los venenos más pestilentes a
los que fue expuesto el desafortunado siglo anterior. Me tranquiliza saber que
será cuestión de tiempo el que caiga el régimen de los Castro en Cuba, pueblo
que ya no soporta más situaciones de degradación (madres de familia
prostituyéndose para llevar algo de alimento, ante lo escaso de la canasta
básica que ofrece la dictadura; jóvenes renunciando a su futuro, desempleados, sin
posibilidades mayores de salir del país; ciudadanos sin acceso a noticias del
mundo ni a internet, con el peso asfixiante de la censura y el espionaje de los
agentes del gobierno; familias enteras haciendo milagros para no desnutrirse
ante el grave racionamiento proteico-calórico impuesto, sobra decir que muy
distinto a las opíparas cenas y bacanales en las que participan Raúl, Fidel y
sus secuaces) y de franca pobreza (con salarios aún menores que los de muchos
países africanos, una economía estancada y una tendencia al monocultivo que ya
le devanaba los sesos al pobre idiota útil que fue el noble e ingenuo Ernesto
Guevara). Pero me preocupa la solidez del gobierno norcoreano, manejado con
mano férrea por otra dinastía familiar (y aprovecho para preguntarles a los poquitos
marxistas y mamertos que aún quedan en el planeta: ¿qué diferencia de fondo hay entre el comunismo y las
monarquías decimonónicas que Marx dijo atacar?), en el que se hace prisioneros
y se tortura a turistas por el simple hecho de cargar una Biblia en sus
maletas. De China, sólo puedo decir que llegará el día en que el régimen mixto
termine definitivamente insertando a esa laboriosa nación dentro del contexto
de globalización al que asiste el mundo entero en la neoposmodernidad (15), pero
que, por desgracia, hasta que no caiga el Partido Comunista se seguirán
presentando torturas y otros métodos horrendos frente a comunidades religiosas,
disidentes, opositores al régimen y minorías étnicas (16,17).
Ahora bien, cualquiera podría defender a Marx
con respecto a las atrocidades cometidas por las dictaduras comunistas y los
países de socialismo extremo como la actual Venezuela o la República Oriental
Alemana de las décadas de 1970 y 1980 (18), alegando que en realidad esos
brutales regímenes fueron producto de hombres siniestros como Stalin, Mao,
Honecker o Chávez, y no del malogrado economista. Pero es evidente que no puede
defenderse a Marx con respecto a su enorme responsabilidad (y culpabilidad) en
la cascada de violencia, terrorismo, muerte y sufrimiento provocada por su
famosa y nefasta doctrina de la lucha de clases.
Insisto: si Marx hubiera tenido más claridad
no se hubiera convertido en semejante belicoso incendiario que terminó siendo.
Como buen analista, captó una situación real de injusticia: la del trabajador despojado
de los medios de producción y empujado a vender barato su fuerza de trabajo. Y
pudo también ver su contracara: la de una minoría explotadora en virtud de su
posesión de los medios de producción, que contrata a dicho proletariado
pagándole por debajo de lo que en realidad se merece mientras se lucra de lo
producido. Claramente era una situación infame. Marx hizo el diagnóstico
correcto, pero se equivocó en el tratamiento: en vez de buscar una
transformación social por la vía evangélica, que garantizara una liberación en
coherencia con un Cristianismo bien entendido (cosa que sí haría más tarde, un
siglo después, la Teología de la Liberación, junto al boom literario, acaso la
mejor cosa salida de Latinoamérica…teología que por desgracia no tuvo ni tanta
publicidad ni tantos adeptos ni tantos cooperadores como el marxismo), buscó
una vendetta surgida del
resentimiento, la envidia y el malsano sentimiento de inferioridad (nuevamente,
otra vez dicho elemento de su personalidad nublándole el raciocinio): la lucha
de clases.
¿Cuántas muertes provocó Marx con su cuentito
de la “lucha de clases”? Innumerables. ¿Cuántas tragedias? Incontables. ¿Y qué
se logró? Nada, en absoluto. Algunos menos optimistas que yo han señalado
incluso que desencadenó una reacción ultraderechista tan violenta que terminó
por ensombrecer aún más el panorama (19).
Marx empezó con un error: empaquetar las
personas en costales llamados “clase”. Categorías completamente obtusas y
falsas para quien conoce la naturaleza del psiquismo humano. No existen clases,
sino individuos. Cada psiquismo es único, singularísimo, irrepetible. No
existen “psiquismos de clase”. En ese orden de ideas, es ridículo hablar de
“conciencia de clase” o “identidad de clase”. Pero como ya he señalado, a Marx
le gustaba dárselas de muy conocedor de todas las ciencias, confiado en sus
correrías autodidactas, y no le importó cometer un error tan garrafal. Tal vez
ni se percató de que lo cometía. La
ignorancia, una vez más, fue muy atrevida. Así, en vez de comprender a cada
trabajador como una individualidad digna y valiosa por sí misma, lo denigró al
nivel de masa, y le empaquetó dentro de una clase: el proletariado. De la
manera más burda y reduccionista, rebajó la belleza de la multiplicidad y la
heterogeneidad y la convirtió en un amasijo amorfo categorizado como “clase”.
También lo hizo con los poseedores de los medios de producción, a los que
definió como la “clase burguesa” (20).
Luego cometió una barbaridad: el suponer que
dichas clases eran antagónicas. En vez de entenderlas como potenciales
cooperadores, como aliados que pueden dialogar y beneficiarse mutuamente en un
marco de respeto por la dignidad humana y la calidad de vida, al estilo del
cooperativismo y de la doctrina social de la Iglesia (21), creyó que sólo
podían despedazarse la una a la otra. Incendiario, por supuesto. Y así empezó
toda una cadena de muerte y llanto, que se extendió como fuego incontrolable a
nivel planetario.
Fue así como Marx se hizo culpable, en
calidad de autor intelectual, de muchas prácticas terroristas y de crímenes de
guerra. De la supuesta justicia de la lucha de clases llegaron los movimientos
guerrilleros que tanto daño hicieron en Africa y América Latina, los secuestros
y los homicidios, las muertes en cautiverio, los actos terroristas. El fatídico
concepto de lucha de clases creó una zanja, una brecha cada vez mayor entre
obreros y empresarios. Hizo crecer la desconfianza y minó la colaboración.
Produjo (y produce) tantos desastres que por ese solo hecho ya Marx comparte
junto a Rosenberg, Haushofer y Goebbels un tristísimo lugar en la Historia.
No se trata de quedarse cruzados de brazos
ante la ignominiosa situación que diagnosticó Marx. Hay que tomar partido, y
con una clara vocación de servicio. Pero hay que hacerlo por una vía
genuinamente solidaria, amorosa y pacífica. No es el camino marxista,
alimentado de odio, que torna a las víctimas en victimarios. Es el camino de la
teología latinoamericana de la
liberación el que corregirá las injusticias. No el marxismo, sino el
Evangelio vivido con coherencia. Ahora bien, es muy probable que Marx ni se
hubiera dado cuenta de su error (y de sus peligrosas consecuencias, al dar una
“justificación” –así fuera falsa- al uso de la violencia) porque ni siquiera
contemplaba a Jesucristo como una opción concreta. Estaba limitado por su
ateísmo y su arrogancia antropocentrista . Por eso no supo ver las cosas que sí
verían luego Gutiérrez, Boff y Sobrino (21), por sólo mencionar algunos.
Otro detalle en el que se percibe el tufillo
de soberbia en Marx está en su rimbombante “praxis dialéctica” (22), y en su
grito, a pleno pulmón, de que por primera vez se estaban vinculando teoría y
práctica en la Filosofía. Qué gran mentira. El propio Sócrates insistió en la
necesidad de dicha coherencia. De hecho, el término praxis es originalmente suyo (23). Cualquiera que tenga dos dedos
de frente reconoce los esfuerzos por vincular la teoría a la práctica en Platón (quien en dos momentos de su vida intentó,
obviamente sin éxito, llevar a cabo el proyecto esbozado en su República y sus
Leyes), en Aristóteles (cuya cercanía a Alejandro Magno lo puso en riesgo de
muerte), en muchos de los estoicos (claramente involucrados en labores
políticas y administrativas, como Cicerón, Séneca y Marco Aurelio), en San
Agustín (quien logró combinar con maestría sus labores pastorales y teológicas
con funciones públicas, en su calidad de obispo de Hipona), en Milton y Swift (claramente
involucrados en los agitados sucesos políticos de la Inglaterra que les tocó
vivir), en Hume y Locke (este último un destacado congresista la mayor parte de
su vida)…hasta en su padre simbólico, su idolatrado/criticado Hegel, hacia el
que sintió Marx toda su vida una gran ambivalencia, se deja ver el compromiso
con la realidad concreta, el afán de situar la abstracción en el mundo real
(24).
Así que la grandilocuente afirmación marxista
de que por primera vez se estaba transformando la realidad en vez de
describirla es una gran mentira (25). Puro juego retórico. También lo de su
supuesta clave para la emancipación de los trabajadores. Ofrece mejores
perspectiva el cooperativismo (26), tanto a nivel salarial como de desarrollo
humano. Israel y Finlandia son un ejemplo innegable (27). En cambio, con más de un siglo que tuvo de
vida el marxismo no mejoró mayor cosa las condiciones de vida de los
trabajadores, pues sólo sirvió para crear estructuras paquidérmicas, burocráticas
y de reacción tardía (los sindicatos), verdaderas plataformas políticas
comunistas y en ocasiones afines a movimientos terroristas de izquierda. Dice
mucho que en el siglo XX los principales avances para los trabajadores (y no
sólo obreros fabriles, sino asalariados en general) se dieron a partir reformas
legislativas dadas desde el propio sistema capitalista y las sociedades
liberales que tanto despreció el marxismo (28).
Como ya he señalado, el “internacionalismo”
marxista es un eufemismo para designar un tipo de imperialismo. Bajo esa excusa
del internacionalismo se despedazó a Polonia en 1939, como el lector recordará
que expliqué al inicio de este ensayo. Y bajo esa excusa, una vez fueron
barridas las malignas huestes de Hitler, se volvió a aplastar al pueblo polaco entre
1945 y 1946 (29): el gobierno marxista ruso se encargó de aniquilar a los
heroicos patriotas de la resistencia polaca, para poner marionetas suyas a
liderar al país, y ponerlo en la órbita soviética (30,31). También dicho
internacionalismo hizo derramar sangre inocente en Hungría, Albania, Rumania y
la antigua Checoslovaquia (32). Provocó la crisis de los misiles en 1962. Y
numerosos conflictos bélicos en Africa y Medio Oriente a lo largo de todo el
siglo XX. No me venga ahora un mamerto a decir que también hay una excusa en el
imperialismo estadounidense, o en el neocolonialismo inglés. Estados Unidos e
Inglaterra también son culpables. También están sucios ante la Humanidad y la
Historia. Pero sería bastante inmaduro pretender tapar con esas culpas la culpa
del marxismo.
Lo que Marx sí hizo muy bien fue lo
estrictamente económico. Si se hubiera dedicado a ello, en vez de especular
tanto en otros ámbitos, estaría aún vigente y no hablaríamos los científicos en
el siglo XXI de su sistema como un anacronismo que estuvo muy de moda pero que
demostró ser tan falso como la frenología (que, dicho sea de paso, también gozó
su momento de celebridad, su luna de miel paradigmática). Lo que dijo con
respecto a la plusvalía es innegable. Sí hay una plusvalía, algo que el empresario
jamás paga a su trabajador, y que termina siendo ganancia para él a costa de no
pagársela a quien ha puesto su esfuerzo, su mano de obra.
También acertó en la importancia de los
factores económicos en la vida social, señalando la forma en que el sistema de
producción (y el quién tiene los medios de producción, es decir, la sartén por
el mango) determina muchas de las características de las sociedades. Falló
estruendosamente, eso sí, al suponer que la dictadura del proletariado y el
comunismo iban a permitir una sociedad sin clases, justa y libre. Nada más
alejado de la realidad que semejante pamplinada. Muchos idealistas del siglo XX
(los que sobrevivieron, pues a muchos los torturaron, encarcelaron y fusilaron
esos mismos regímenes socialistas que alguna vez idolatraron) se “cambiaron de
bando” como Vargas Llosa o Camus, tan pronto encontraron que el comunismo no
era sino quitar del poder a un grupo para poner a otro (a veces hasta más
corrupto), una pérdida de las libertades básicas y de la dignidad del ser
humano, una oportunidad para la violación a los derechos fundamentales y un
camino de opresión, atraso y miseria.
Por otra parte, Marx no pudo (o quiso) ver el
gran daño ecológico de la vía comunista, por su excesivo énfasis en el trabajo
humano y en el sentido en que (por antropocentrismo imperdonable) hace de los
ecosistemas meros “recursos” al servicio del hombre y de su cultura.
Obviamente, como todos los filósofos del siglo XIX (sumamente imbuidos de
antropocentrismo, a tal punto que endiosaron al hombre y creyeron derrotar a
Dios), Marx pone a los seres de los reinos animal, vegetal y mineral muy por
debajo de la bestia humana, a la que considera con licencia para tomar y usar
(idea de la que Engels, su perrillo faldero, se servirá también en varios
textos). Si algún chairo tiene dudas al respecto, sirva de ejemplo la brutal
deforestación realizada en la tundra rusa para construir los dichosos “centros
de industria pesada” que querían los dirigentes del Politburó en sus fracasados
Planes Quinquenales.
Pero tampoco podemos
dejarnos enceguecer por el factor netamente económico. En su materialismo
ramplón y su limitadísima cosmovisión (no me equivocaría si lo tildo de
reduccionista) Marx no supo ver que habían otros factores mediando las relaciones
sociales y la estructura y los dinamismos propios de las sociedades. Se
equivocó al creer que las relaciones sociales eran meras relaciones de
producción, condicionadas por la conexión económica entre los hombres. Llegó a
creer, el muy tarado, que hasta el arte, la filosofía y el comportamiento se
podían entender solamente desde lo económico, incurriendo en un error garrafal.
El arte, la filosofía, el comportamiento, y todo lo que llamamos cultura depende de muchos otros factores
(los valores, la forma en la que se desenvuelve la vida espiritual, los
elementos anímico-afectivos, los paradigmas dominantes, los instintos y las
pulsiones, los procesos de educación y formación recibidos, etcétera), y no
sólo lo económico, que para Marx es de una relevancia subordinante. Se nota que
nunca entendió el verdadero Evangelio, si es que alguna vez lo leyó. Le hizo
falta comprender que “No sólo de pan vive el hombre”.
En conclusión, Marx se perdió la oportunidad
de indagar con mayor profundidad y objetividad sus propios conceptos
económicos. Se lanzó, sin tener los fundamentos suficientes, a escribir sobre
filosofía, historia, antropología, religión y política…produciendo una bazofia
que aunque fascinó a muchos incautos en los siglos XIX y XX hoy por hoy produce
una compasiva sonrisa. Acaso lo motivaron nobles ideales, y no me cabe duda de
su bonhomía, pero su principal legado, el comunismo, fue junto al nazismo (el
otro gran totalitarismo del siglo XX) una de las peores atrocidades producidas
y padecidas por la humanidad en todo su devenir.
¿Culpable Marx? Mil veces culpable. En cada
universitario desaparecido en Corea del Norte. En cada religioso tibetano al
que las autoridades chinas le extraen sus órganos para hacer transplantes. En
cada hombre huérfano, desnutrido y deprimido de alguna de esas azotadas ex
repúblicas socialistas. En cada húngaro, alemán, checo o rumano asustadizo y
paranoide, incapaz aún ahora, en pleno siglo XXI, de reunirse y participar en
una fiesta, por temor a la delación y la tortura. En cada cubano que se ahoga cada
mes intentando escapar de esa desdichada isla en la que la miseria es la norma.
En cada colombiano secuestrado, torturado y/o desaparecido por las guerrillas.
En cada ciudadano amordazado, mutilado, golpeado y espiado por los gobiernos
comunistas alrededor del orbe.
¿Marx pecador? Un millón de veces. Espero que
sus buenas intenciones (de las que está empedrado el camino al Infierno, dijo
Dante) lo estén ayudado algo, como atenuantes, en donde quiera que se encuentre
ahora (difícilmente será el Reino de los Cielos, en el que nunca creyó).
REFERENCIAS
(1) Sabine, G. Historia de la Teoría
Política, México, 1989
(2) Watson, P. Historia intelectual del siglo
XX, New York, 2010
(3) Bobbio, N. El futuro de la democracia,
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(4) Rounes, D. Diccionario de Filosofía,
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(5) Uprimmy, L. Teorías del Estado, Bogotá,
1990
(6) Campos, D.A. Los crímenes del comunismo,
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(7) Campos, D.A. Breve historia de la
Filosofía, Bogotá, 2012
(8) Meyer, J. Perestroika, Londres, 2009
(9) Houn, F. Breve historia del comunismo
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(10) Schultz, T. Deutschland 1960-1989,
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(11) Campos, D.A. Los crímenes del comunismo,
Bogotá, 2012
(12) Jung, C. El hombre y sus símbolos,
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(13) Campos, D.A. Psiquiatría y política en
regímenes totalitarios: una combinación para la muerte, Cali, 2012
(14) Arriagada, L. La verdadera Cuba,
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(15) Campos, D.A. Reflexiones sobre la
Neoposmodernidad, Bogotá, 2013
(16) García, J. China, Bogotá, 2002
(17) Campos, D.A. Psiquiatría y política en
regímenes totalitarios: una combinación para la muerte, Cali, 2012
(18) Campos, D.A. Bolívar, Libertador.
Chávez, payaso imitador. Bogotá, 2008
(19) Vargas Llosa, M. El pez en el agua,
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(20) Naranjo, V. Teoría constitucional e
instituciones políticas, Bogotá, 1993
(21) Lois, J. Teología de la Liberación:
opción por los pobres, San José de Costa Rica, 1988
(22) Salazar, R. Filosofía Contemporánea,
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(23) Rosenthal, I. Diccionario de
Filosofía, Bogotá, 1995
(24) Copleston, F. Historia de la
Filosofía, Londres, 1970
(25) Campos, D.A. Breve Historia de la
Filosofía, Bogotá, 2012
(26) Castillo, G. Sistemas económicos y
soluciones económicas, Bogotá, 1997
(27) Vainroj, M. Situación político-económica
mundial, Tel Aviv, 2013
(28) Vargas Llosa, A. El nuevo idiota
latinoamericano, Bogotá, 2014
(29) Churchill, W. Memorias, Paris, 2009
(30) Churchill, W. La Segunda Guerra
Mundial, Londres, 2012
(31) Wojtjla, K. Cuadernos personales
1962-2003, Madrid, 2014
(32) Pijoan, J. Historia del Mundo,
Barcelona, 1965
(33) Christensen, J. Marx und Europa,
Berlín, 2008
2. NIETZSCHE: EL
OCASO DE UN ÍDOLO
Nietzsche es, en mi opinión, el más
sobrevalorado de los “filósofos de la sospecha”. Al menos Marx ofrece algunos
interesantes conceptos económicos, como el de plusvalía o el de valor de
cambio, y Freud estará siempre vigente por la técnica psicoanalítica, tan útil
para tratar trastornos histriónicos de personalidad, y por nociones como las de
inconsciente y mecanismos de defensa, que persistirán por siempre. Pero en
Nietzsche no se encuentra nada de provecho.
En ese orden de ideas, puede que en el
próximo siglo (si es que la Humanidad no se ha hecho trizas antes, con su mala
conducta) los filósofos y científicos se pregunten, con toda sinceridad, cómo
diablos logró hechizar a tanta gente. Como ya he enunciado anteriormente, puede
que la tremenda difusión que tuvieron sus obras (después de muerto, porque en
vida fue un escritor de éxito muy parco), como sucedió con otros autores del
siglo XIX, estribó en que fueron escritas de forma contundente, impactante: en
estilo panfletario.
De ese modo, asumiendo posturas
“extremas”, claramente contestatarias y “rebeldes”, Nietzsche se ganó por medio
de la polémica lo que nunca hubiera podido ganar por medio de la argumentación.
Algo similar, si el lector me permite la comparación, a lo que ocurrió con
James Dean. Un actor bueno, pero no tanto, que con encarnar el arquetipo del
“inconforme”, cuando no del “rebelde sin causa”, y con morirse joven, consiguió
una inmortalidad de otra forma inexplicable. Nietzsche vivió locamente y murió,
efectivamente, completamente chiflado. Se contagió de sífilis y quién sabe
cuántas cosas más. Fue amigo de gente tan bizarra como los Wagner, infortunado
en el amor y también en el juego, enfermero voluntario, dipsómano empedernido, un
aventurero e hipersensible lo suficientemente débil como para no atreverse
nunca a hacer grandes viajes, pero lo suficientemente caótico como para
procurarse (y encontrar) una muerte temprana.
Un sujeto así, con una trayectoria al
mismo tiempo desordenada y fascinante (si tenemos en cuenta que escribía
prolíficamente, y unos textos muy sabrosos, claramente valiosos desde un punto
de vista estrictamente literario, en los ratos en los que estaba sobrio y tenía
ráfagas de lucidez), no hubiera podido florecer en los tiempos de Sócrates (y
él mismo lo sabía, por lo que se dedicó a atacar, entre otras cosas, a la
filosofía ática) ni mucho menos en los de Santo Tomás (seguramente hubiera sido
mendigo, o hubiera terminado en algún calabozo real), pero, obviamente, estaba
destinado a causar sensación en el siglo XIX.
El lector puede seguirme: Miranda,
Nariño, La Fayette, Bolívar, Beethoven, Shelley, Byron, Humboldt, Poe, Verlaine,
Rimbaud, Rubén Darío, Dostoievski, Martí, Nietzsche…una enorme lista de héroes
para los que se edificó teóricamente, de manera muy conveniente y oportuna en
el tiempo, todo el andamiaje del Romanticismo (1,2). El mundo, en especial
Occidente, algo cansado del discurso racionalista del siglo XVIII, y a la
expectativa siempre, estaba listo para la gente que supiera prender la antorcha.
Y sí que hubo gente de esa, en especial
en el siglo XIX. Siglo de agitadores. De escritores apresurados, panfletarios,
polémicos, carentes de sistematización pero llenos de fuego y vigor.
Revolucionarios, o al menos revoltosos. En América, fue un hecho sumamente
providencial el que dichos intelectuales “fogosos” se hubieran sincronizado,
histórica y afectivamente. De otro modo, hubiese sido mucho más lenta y larga
la emancipación de España. En Europa, aparte de las revueltas de índole
socialista (que no tuvieron mucho éxito, como el mismo Marx reconoció), dichos
héroes románticos no tuvieron triunfos militares o políticos tan resonantes (si
el lector está pensando en Byron, he de recordarle que la independencia de
Grecia se logró sin que él hubiera disparado un solo tiro, pues murió de
paludismo antes de llegar). Pero como Occidente se movía (y aún se mueve) al
ritmo europeo (“de la metrópoli”, diría Dussel), todos ellos llegaron a ser
mundialmente famosos.
En especial Nietzsche, un formidable
escritor. Un hombre brillante, realmente. Sólo se quedó, en la Europa de su
tiempo, detrás de titanes como Tolstoi, Dostoievski, Chéjov y Pushkin (qué
curioso, Rusia producía literatos excelentes antes del comunismo, que empezó a
dictaminar cómo se debería escribir, qué era “arte burgués” y qué era “arte
proletario”, qué era permitido y qué era prohibido…y acabó con todo el
talento). Lo digo en serio. Lo admiro como escritor. Me leí todos sus textos.
Desde la adolescencia hasta el internado en Medicina, me deleité en sus libros.
Todavía hoy le conservo un especial cariño a Así hablaba Zaratustra y La
gaya ciencia. Y si ese encanto ejerció en mí, un hombre de época y
cosmovisión tan diferente, ¿qué no habrá provocado en hombres y mujeres más
cercanos a él, tanto en lo temporal como en lo ideológico?
Por eso muchas de las mejores luminarias
europeas del siglo XX (Jaspers, Sartre, Camus, Mann, Böll, Lacan, Foucault,
Derrida) se sintieron siempre atraídos por él. Es por eso que en las facultades
de Filosofía latinoamericanas, donde tristemente se desconoce a los autores
propios y se le rinde pleitesía a todo lo que sea europeo, y donde (¡además!)
las cosas llegan con bastantes años de retraso (me parece ridículo, como ya he
dicho antes, que en muchos currículos se tenga a Nietzsche dentro de la
filosofía “contemporánea”…¿qué de contemporáneo tiene un sujeto así?... su
mundo dista del mío de manera abismal, como seguramente para él lo estaba el
mundo de Descartes), todavía se le rinde un tributo exorbitado.
Pero insisto, una cosa es el Nietzsche
escritor (siempre fresco, siempre provocador, cambiante, camaleónico, de agudas
observaciones y finísimo sentido del humor) y otra cosa el Nietzsche pensador.
Creo que a la Humanidad le hubiera ido mejor si hubiera establecido bien dicha
diferencia. Se habría evitado bastante sangre derramada, bastante dolor,
bastante canallada. No lo quiso así.
Ahora, en pleno siglo XXI, creo que ya
basta de tanta idolatría. Creo que es sano separar la paja del trigo. Buscar
ideas brillantes, o peor, guías o principios para hacer filosofía, o ética, o
ciencia, en Nietzsche, es como buscarlos en Poe o Kafka. Una cosa es aplaudir
al literato, y otra el acto (bien estúpido, por cierto) de reverenciarlo como
ideólogo.
Claro que ha habido casos maravillosos,
excepcionales, de grandes filósofos que han sido también grandes literatos.
Platón fue uno de ellos. También Voltaire. Puede que Sartre, o Vargas Llosa,
pero ya se me hace que estos últimos, como filósofos, se quedan un poco cortos.
Pero sin lugar a dudas Nietzsche no fue un Platón.
¿Qué se puede decir de su “filosofía”?
Falta de método, mucho más doxológica que argumentativa, inconsistente,
contradictoria, floja…Un gran canto escrito de manera lírica, que se reiteró
muchas veces. De hecho, Nietzsche siempre dijo lo mismo, pero de diferente
forma cada vez (y tal vez también por eso pudo llegar a un público tan grande y
variopinto).
Siempre, siempre lo mismo. Nietzsche
escribió un mismo libro una veintena de veces. Por eso es tan fácil reconocer
las constantes en su pensamiento: a) existencia de dos grandes fuerzas
gobernando el arte y la vida humana: la apolínea y la dionisiaca; b) escisión
de dichas fuerzas por el triunfo de la racionalidad de Sócrates y el optimismo
de Eurípides; c) necesidad de la tragedia en la vida, para acceder a la
catarsis, la orgía y la liberación; d) necesidad de afirmación de la vida y de la
expresión de lo primitivo; e) necesidad de despertar y exacerbar las “fuerzas
de la naturaleza” y lo instintivo en el hombre; f) apología a la fuerza, a la
voluntad, a la capacidad de dominación; g) aceptación del mundo en su
manifestación inmediata, en su dificultad, sin esperanzas en vidas posteriores
o recompensas en el más allá; h) necesidad de abandonar la “moral de esclavos”
y acceder a una moral del “superhombre”, en la que la autonomía y la
autodeterminación plenas van de la mano con el poder y el dominio sobre los
otros; i) necesidad de acoger en su plenitud la vida, como lo hacen los
animales; j) odio acérrimo a la religión, especialmente al Cristianismo; k)
deslegitimación del ejercicio racional y analítico como algo que “desconecta”
de la vida (3,4,5).
De ese manojo de ideas, sazonado con una
labia inconfundible y presentado de forma casi rocambolesca, a lo largo de
distintos libros y otras deyecciones literarias, Nietzsche le ofreció a la
Humanidad un aspecto peligrosísimo de sí misma, y le dio la ocasión de sacar lo
peor de sí. Todo lo que el ser humano tiene de peligroso, de feroz y horrible
(6,7).
Con su lengua viperina, Nietzsche les
lavó el cerebro a sus lectores y se los llenó de peligrosos prejuicios: que la
voluntad de poder lo podía todo y lo
rebasaba todo (y sí que le hicieron caso todos los tiranos del siglo XX, tanto
monarcas como dictadores y presidentes); que la voluntad era superior a la
razón (entenderá el lector por qué era el autor de cabecera de Hitler); que la
vida tenía imperiosos deseos de expansión. De eso tomó atenta nota el
expansionismo mundial. La falacia nietzscheana “justificó” lo injustificable.
Los poderosos se creyeron con derecho a invadir y someter, escudados en la
“inevitabilidad” del dominio de los débiles a cargo de los fuertes.
No en vano Hitler buscó en Nietzsche y
Haushofer inspiración para sus dos bodrios, dos libros plagados de odio,
mentiras y pseudofilosofía (8, 9,10), y para sus discursos, que obviamente
(¿qué más se puede esperar de el ser humano?) electrizaron a millares. Ya los
europeos venían preparados intelectualmente, con Nietzsche y sus secuaces
(Marx, Freud, y los demás agitadores del siglo XIX) , para todas las ideologías
totalitaristas, expansionistas y militaristas que trajo el siglo XX.
Ahí están Nietzsche y su furibundo
anticristianismo (¿cómo no le iba a molestar tanto una religión basada en el
amor, la fraternidad, el perdón, la humildad y el servicio desinteresado a los
demás?) . Nietzsche y su individualismo (11), modelos para todo tipo de
canallas (de Mussolini a Stalin, de Guillermo II a Truman, de Andropov a
Kissinger, amén del mismísimo ayudante de Satán, Adolfo Hitler) . Por eso me
parece un corpus teórico tan deleznable.
Por fortuna, los filósofos del siglo XXI
parecen no estar tan hechizados por Nietzsche. No le comen tanto cuento como
sus antepasados. Los científicos de la neoposmodernidad, obviamente, nos reímos
de sus especulaciones y sus torpes intentos por abarcar fenómenos como la vida
o el psiquismo humano. Puede que en unos siglos apenas se lo cite, y se lo cite
para criticarlo, como uno de los peores incitadores a la violencia que el mundo
intelectual hubiese conocido. En ese orden de ideas, merece su ocaso. Y merecerá el ostracismo venidero.
REFERENCIA
(1) Veiravé, A. Literatura
Hispanoamericana, Buenos Aires, 1980
(2) Marcos, C. Literatura Universal,
Madrid, 1970
(3) Rosenthal, I. Diccionario de
Filosofía, Bogotá, 1995
(4) Copleston, F. Historia de la
Filosofía, Londres, 1970
(5) Campos, D.A. Breve Historia de la
Filosofía, Bogotá, 2012
(6) Campos, D.A. Conversaciones con
Tommy, inédito
(7) Campos, D.A. María, la grandeza de
obedecer a Dios, Armenia, 2014
(8) Campos, D.A. Psicopatología en los
orígenes del Nacionalsocialismo, Bogotá, 2013
(9) Hitler, A. Mi Lucha, Bogotá, 1995
(10)
Hitler, A. The second book, Londres, 2010
(11) Salazar, R. Filosofía Contemporánea,
Bogotá, 2013
3. FREUD: EL MALESTAR
Y LA INCULTURA
Otro gran saltimbanqui del siglo XIX fue
Freud. Acaso se deba al orden y la sistematización con los que formó su corpus
teórico (algo esperable para su propia personalidad obsesiva), que durante años
muchos académicos, y la opinión pública en general, quedaron embobados con sus
suposiciones. Hoy sabemos que no fueron sino eso, suposiciones, meras
especulaciones, y que su creatividad literaria se encargó de darles un tapiz
tan elegante que llegaron a pasar por verdades.
¿Cómo lo consiguió el doctor Freud? Dándole a
ese cúmulo de prejuicios, sesgos de observación y generalizaciones incorrectas
una cobertura formal de cientifismo, apelando a todo lo que la mecánica, la
medicina y la física de su tiempo le permitieron. Así, sus falacias adquirieron
un carácter “respetable” y “académico” que de otro modo jamás hubiera sido
posible. Organizando, como ya se ha dicho, todo tan minuciosamente que hasta la
pieza más insólita terminó empatando (así fuese a los trancazos) con todo lo
demás. Y si a eso sumamos su voluntad de toro, y el modo tan personal en el que
se tomó todo a lo largo de su vida, tenemos el infeliz resultado.
¿Resultado infeliz?, se preguntará el lector.
Sin duda alguna. Mantuvo a la psiquiatría, a la psicología y a las
neurociencias dormidos durante más de cinco décadas. Impidió el verdadero
avance científico en disciplinas tan importantes, en las que tanto hay aún por
descubrir. Y todo por sus talentos como escritor. El propio Jung, que en su
juventud cayó en sus redes, declaró luego que del constructo freudiano se podía
sacar mucho para la creación literaria, pero muy poco para la medicina (1).
Freud engañó a todo el mundo, y le hizo tragarse hasta a la comunidad
científica patrañas como el complejo de Edipo, la ansiedad de castración y la
envidia del pene.
Todo por esa tozudez y esa hipersensibilidad
que lo hicieron batirse siempre como un gladiador. Sí. Freud ni siquiera
aceptaba leves críticas a su doctrina, sino que se las tomaba a pecho y se
convertía en el más feroz de los cruzados, combatiendo sin descanso a su
“adversario” (muchas veces un amigo o un devoto discípulo, cuyo único pecado
era controvertirlo en algún punto) hasta verlo derrotado.
Si aparece alguno de sus escuderos (que
todavía los tiene, especialmente en el Cono Sur) e intenta controvertirme al
respecto, le recordaré que Freud, en su calidad de Sumo Pontífice del
Psicoanálisis, persiguió y expulsó a Adler, a Rank y a Ferenczi de su selecto
círculo (2). A Adler le hizo bien la salida, porque se zafó de la camisa de
fuerza de las concepciones psicoanalíticas clásicas y desplegó su originalidad.
Rank y Ferenczi no corrieron la misma suerte. Jones, el incondicional “matón”de
Freud, hasta lanzó calumnias contra ellos, intentando desprestigiarlos (3). Le
recordaré la forma brutal con la que trató a Jung cuando éste empezó a pensar
por sí mismo, hasta hacerlo renunciar a la presidencia de la Asociación
Psicoanalítica Internacional. Le refrescaré la memoria con detalles que dicen
mucho (y no precisamente cosas buenas) del carácter de Freud, como que rompía
sus amistades (sirvan los casos de Breuer y Fliess) tan pronto dejaban de
seguirlo incondicionalmente en sus especulaciones, o el enfermizo hecho de
haber mandado hacer unas argollas y unos ritos iniciáticos para sus “fieles
seguidores”.
Así como a Marx, a Freud lo mató el hecho de
haber querido universalizar sus hallazgos. Le faltó también humildad. Así como
Marx perdió la oportunidad de ser el mejor economista de todos los tiempos,
Freud perdió la de ser el mejor psiquiatra. No sería tanto su desprestigio
actual si hubiera sido científicamente honesto y hubiera señalado que sus
hallazgos correspondían a pacientes de estructura histérica de personalidad,
con unos estilos cognitivos y una crianza particulares, dentro de una época
también determinante. No le caerían tan duro los actuales filósofos de la
ciencia, si hubiera especificado que su muestra poblacional era escasa, que
correspondía a una población específica (sus pacientes, suficientemente
distintos de la población general), que hizo deducciones no siempre muy
seguras. Se le habría perdonado eso, y hasta sus pequeñeces personales,
teniendo en cuenta su originalidad, dedicación, laboriosidad y esfuerzo. Pero
no lo quiso así, por su propio talante combativo. Ahí están las consecuencias.
El que a hierro mata, a hierro muere.
Así como de manera incorrecta creyó
universales (presentes en todos los seres humanos) los signos y síntomas de sus
pacientes, también Freud creyó universalizable su técnica, el Psicoanálisis. Desconocer
la utilidad de la terapia psicoanalítica es una estupidez; milares de personas,
en todo el mundo, han obtenido alivio a su sufrimiento, consuelo a sus
desdichas y conocimiento de sí mismos gracias a la terapia que inventó Freud
(4,5,6,7). Si dicha técnica falla, es porque se le utiliza fuera de los
contextos clínicos a los que estuvo siempre dirigida: las neurosis (8,9). Me
parece un desliz imperdonable que el propio Freud, que tanto advertía a sus
estudiantes sobre los riesgos de hacer acrobacias deliberadas con su técnica,
como usarla para otros trastornos médicos, y que les aconsejaba incluso
seleccionar cuidadosamente a qué tipo de personas proponérsela, la haya
aplicado a diestra y siniestra y para lo más variopinto.
Por ese error, la generalización de lo que
nunca, jamás puede ser generalizable (una situación específicamente médica, del
ámbito clínico, para el tratamiento de enfermedades mentales circunscritas),
Freud dijo tantas sandeces sobre Dios, los hombres, las mujeres, la cultura, el
arte, la personalidad de los artistas que “analizó” (muchas veces, como cuando
se atrevió a abrir la bocaza sobre Miguel Ángel o Leonardo, sin haber llegado a
conocerlos y sin haberlos tenido a cargo como terapeuta), el significado de las
obras literarias y otros productos culturales, etcétera.
Hoy en día es claro que su interpretación de
los sueños, aunque novedosa para su época, es hoy en día arcaica y limitada,
por no decir falsa, pues no tiene en cuenta que la simbología es idiosincrática
y sujeta a variaciones aún dentro del mismo sujeto (10). También que muchas de
las cosas que él creyó ver en la arquitectura, la mitología o las artes
plásticas (11) fueron producto de su gran imaginación, y de su poderoso deseo
de hallar corroboración empírica a sus elucubraciones.
Su abordaje del complejo de Edipo también
resultó ser erróneo. Primero, no es universal, sino típico de personalidades
neuróticas, habitualmente del cluster B de los trastornos de personalidad (12).
Segundo, es vivido más intensamente por los padres que por los hijos, tal como
teorizó Bion, y de forma completamente diferente a como hipotetizó Freud (13).
Tercero, su concepción tanto del complejo de Edipo como del complejo de Electra
está sumamente teñida de prejuicios
(casi siempre machistas, aunque en ocasiones hembristas), de supuestos nunca
contrastados con la evidencia y hasta de sus propias vivencias (su relación tan
cargada de ambivalencia con Jakob, su padre, y tan cargada de afecto con
Amalia, su madre).
Ahora bien, su concepción de la cultura
también es una metida de pata soberana. Para Freud, el constructo cultural no
es sino un instrumento de control, un aparato que aplasta y asfixia al hombre y
no le permite actuar sus verdaderos impulsos (14). En vez de ver lo grandioso
de la cultura, como teatro en el cual se plasma el sí mismo y se accede a la
inmortalidad (15), Freud la considera un oprobio, una “castración” si se quiere
usar su jerga.
En vez de captar lo maravilloso de la
cultura, en su doble función (creación del hombre y al mismo tiempo fuerza
creadora que lo moldea) y en sus posibilidades (la eternidad, la permanencia,
la trascendencia, si cada hombre logra crear productos culturales relevantes,
convincentes e influyentes, si se trata de ideas, o llamativos, originales o
sublimes, si se trata de producciones artísticas o literarias), como he venido
sosteniendo desde hace más de una década, el atolondrado Freud se quedó sólo
con la cara negativa de la cultura. Sólo pudo ver represión en ella.
Creo que el pobre estaba tan obsesionado con
la idea de la represión y la neurosis, que efectivamente había visto como fenómenos
clave dentro de su trabajo psicoterapéutico con mujeres histéricas
centroeuropeas de finales del siglo XIX, que le pareció que podía aplicarla a
todas las situaciones humanas. ¡Craso error! Así como dijo tantos disparates,
hoy en día ya descalificados por la antropología y la arqueología, en su
bellamente escrita pero estúpidamente fundamentada Totem y tabú (16), a propósito de la represión y la prohibición
(venidas, supuestamente, del parricidio y de cierto complejo de Edipo
tribal…pura especulación), en El provenir
de una ilusión y El malestar en la
cultura postula que la cultura no es sino una suma de fuerzas coercitivas
que “frenan” a tiempo a la bestia humana.
Creo que es pertinente mencionar que si
dependiera de la sociedad y la cultura el permitir la inhibición y la
sublimación de ciertas tendencias, entonces no habría salvación posible para
los desafortunados que vivieran en culturas cuya laxitud moral o cuya
imperfección sociológica no lo permiten. Dicho de otro modo, para Freud un
pobre niño nacido en una comuna violenta de Medellín estaría inevitablemente
condenado a convertirse en sicario, por el sólo hecho de vivir en una sociedad (una
pequeña comunidad, para ser más exactos) en la que el oficio de “gatillero” o
matón no es sólo válido, sino también respetable y encomiable, y en la que la
ética es materialista y utilitarista al extremo, mafiosa, asociada a una
concepción del hombre como un macho feroz que es exitoso en la medida en que
amase mucho dinero (y dinero fácil) y destruya a todos sus enemigos (en
especial si éstos son abanderados de ideas como institucionalidad, legalidad u
honestidad), que obviamente tiene una moral del “papayazo” en la que
expresiones como “aproveche el cuarto de hora mijo” y “por la plata baila el
perro”, de las que ya me he ocupado en otro ensayo (17) son la consecuencia
lógica. Esa inevitabilidad es la que demuestra cuán equivocado estaba Freud con
su determinismo. La verdad es que después de haber trabajado en Medellín por un
año, y de tener el testimonio cercano de mi esposa (que trabajó dos años con
dicha población), me encontré con un montón de gente buena, decente, honrada,
veraz, derecha a rajatabla. ¿Qué me mostró eso? Que así la cultura falle en su
acción represiva o coercitiva, hay muchos otros mecanismos por los cuales un
ser humano puede inhibirse a sí mismo en muchas de sus respuestas instintivas
(la violenta en este caso). Y que…la cultura no era tan poderosa ni tan
influyente como creyó Freud.
De otro lado, en culturas francamente
abiertas en lo sexual, como es el caso de ciertas comunidades juveniles de
Berlín, Londres o Hamburgo, o ciudades como Amsterdam de noche, también pude
constatar cómo había un montón de personas pudorosas, recatadas y hasta
conservadoras en lo sexual. De nuevo, la evidencia poderosa de que las fuerzas
individuales son aún más poderosas que las sociales, y que lo micro no se deja
aplastar por lo macro, como le pareció a Freud que sí ocurría.
Atento, querido lector. La cultura no es tan
poderosa ni tan influyente, no tiene esa eficacia que Freud creyó (o supuso,
encerrado como estaba en sus propios laberintos sin salida teóricos, dado su
tozudo apego a sus conceptos de represión y neurosis…conceptos que le habían
sido útiles con cierto tipo de pacientes, y en una época, pero que no le fueron
útiles en otras circunstancias, sino que lo empujaron a hipotetizar todo tipo
de ridiculeces). Creer lo contrario fue uno de los errores del padre del
psicoanálisis, y de muchos humanistas y científicos sociales a lo largo del
siglo XX.
Para dar otro ejemplo contudente, por si el
lector no ha quedado convencido con los anteriores: téngase en cuenta cómo
persistió el espíritu devoto y religioso en Rusia, a pesar de que ése fue uno
de los tópicos que se propuso eliminar la oficialidad dominante estructurada en
una dictadura férrea, atea, militarizada y asfixiante (ahí no me va a decir el
lector que hubo mano blanda, ni falta de censura); tan pronto cayó el
comunismo, se hizo evidente que ni ocho décadas de persecuciones, torturas,
lavado de cerebro e ideologización (hasta haciendo un criminal uso de las
instituciones pedagógicas y los medios de comunicación) sirvió contra el enorme
poder del sujeto, del individuo, al que ni el peor de los totalitarismos puede
someter por completo. Insisto: la cultura
moldea al hombre, pero el hombre no sólo se moldea a partir de la cultura, y no
sólo es lo que aprende o la sociedad le presenta.
El lector ha comprobado ya cómo la cultura es
insuficiente a la hora de formar seres humanos (por sí misma, y sin el concurso
de otros factores no lo logra). Veamos ahora cómo la cultura, en vez de
enfermar al hombre, como consideró siempre el alelado Freud (18), es un factor
de promoción de su salud física y mental. La cultura, ese entramado de
producciones humanas (y también extra-humanas, como espero abordar en otro
trabajo posteriormente: otras especies, que siempre se minusvaloraron por culpa
del antropocentrismo reinante en la Filosofía de Occidente, también han
provocado enormes avances culturales) tendientes a expresar todo lo que se
pueda imaginar, escribir, reflexionar y actuar, en últimas, todo lo que un ser
vivo logre obrar, es medio y oportunidad de expresión.
Hombre y cultura tienen la potencialidad de
ser un binomio fantástico; son una oportunidad creativa y trascendente.
Creativa, en tanto que en ella plasmamos todo lo que ideamos, soñamos,
inventamos y escribimos (incluida la música, la más universal de las
literaturas). Trascendente, en tanto que en ella logramos la verdadera
inmortalidad, produciendo cosas que ni siquiera el paso del tiempo modifica (a
diferencia de lo que ocurre con nuestro acervo genético).
Pobre de aquel que cree que se perpetúa en
sus hijos. Un hijo apenas comparte el 50% de los genes con uno…¡ni qué decir de
ideas, valores y aficiones! Pero la distancia se hace mayor aún cuando se trata
de un nieto (25% de similitud genotípica) o de un biznieto (que no llega ni al
15%). Al cabo de cinco generaciones, del iluso que haya creído que se
“inmortalizaba” en su descendencia (19)
no queda mucho a nivel genético. Menos aún en otros niveles. Por ejemplo, por
muy grande que sea el cariño que uno le tenga a su padre, realmente alcanza a
recordar sólo el 20 o 30% de su historia de vida (y de ahí a comprender su
devenir, a comprender su vivencia, hay otro abismo enorme, tal vez insalvable).
Se recuerda menos aún al abuelo. De un tatarabuelo, realmente, sólo quedan
algunos retratos, alguna anécdota (seguramente contaminada de una que otra
mentira), tal vez el nombre. Después de eso…difícil, muy difícil que un chozno
lo recuerde a uno, a no ser que uno haya sido un prócer, o un escritor, u otra
figura ilustre (en cuyo caso, no se es inmortal por lo biológico, sino por lo
cultural: por lo que se hizo, bien sea una obra de arte, bien sea un proyecto
político, o un libro, o una canción, etcétera).
Por eso es tonto quedarse con la visión
freudiana, tan miope y unilateral, de la cultura. De hecho, más que
reprimirnos, la cultura nos libera, nos permite creer, nos permite expresarnos.
Nos permite ser. Nos permite sobrevivir. No hay nada de terrible en
ello. No hay nada de espantoso en la cultura. Si Freud se imaginó que sus
pacientes neuróticos lo eran sólo por el hecho de estar expuestos a la cultura,
se equivocó gruesamente. De hecho, le faltó asomarse un poco más a la calle,
salir del consultorio, y constatar que en la misma sociedad y la misma cultura
un millar de contemporáneos y coterráneos suyos lo pasaban bastante bien, y
vivían sus vidas sin trastornos psíquicos mayores.
Por supuesto que hay unos mínimos, unas
reglas básicas que gracias a Dios existen. Esos mínimos que garantizan la vida
en sociedad, que exige no traspasar ciertos límites del prójimo. Es evidente
que no se puede matar. Que no se puede violar. Que no se puede atentar contra
la propiedad de l otro (ni por hurto, ni por estafa, ni por otros viles
medios). Que no se puede engañar al otro (empezando por el cónyuge), pues dicho
engaño genera dolor, sufrimiento y desencanto. Si en esas normas fundamentales
Freud vio coerción y represión indeseables, es evidente que el enfermo era
Freud.
De ese modo, al enfrentarse con la cultura
Freud le apostó a la irracionalidad, al primitivismo y la barbarie. Si nuestro
mundo no tuviera esos mínimos de cultura, la humanidad sería aún más asquerosa,
más peligrosa, más incontrolable de lo que realmente es. Si en otros textos
(20) hablo con preocupación de la bestia humana, y de la bestialidad humana,
¿qué podría decir de un mundo y una humanidad freudianos? Que serían una
peligrosa jungla y unos monstruos asesinos. Parafraseándome, no habría un
Mozart por cada cien Calígulas, sino ciento un bellacos más peligrosos y
dañinos que Calígula.
Freud, el gran pelotudo de la psiquiatría, no
supo ver que su anhelada sociedad sin cultura sería una pesadilla en la que hombres
y mujeres andarían enseñándose los dientes con furor en ciertas circunstancias,
y con lascivia en otras, tal vez completamente desnudos (o vestidos de forma
barbárica, en caso de sitios con temperatura fría), sin un código ético, engañándose,
robándose y asesinándose mutuamente, o masturbándose y montándose unos a otros,
sin consideraciones como matrimonio, familia o sociedad.
Por eso también es culpable del desastre del
siglo XX. Su culto a la irracionalidad permitió, en cierto sentido, el triunfo
de la irracionalidad, encarnada en el Partido Nacionalsocialista. Todo ese
culto a la fuerza bruta, toda esa violencia bestial,
toda esa cantidad de orgías y prácticas paganas, similares a las bacanales por las
que suspiraba Nietzsche, aunadas a rituales claramente satanistas, en las que
se sacrificaban vidas humanas y se mezclaban elementos druídicos y teosóficos
(21,22). Toda esa emotividad desbordada, dramática, de millares de borregos
dominados por la pasión, lanzándose a la ruina. Todo ese triunfo de la emoción
sobre la razón que permitió el ascenso de Hitler. A favor de Freud, eso sí, y
como atenuante de su culpa, está el hecho de que él mismo, por no ser un autor
grato a la jerarquía nazi (y además por ser de ascendencia judía), sufrió
persecución y agravios de parte de esos truhanes.
Otras corrientes de irracionalidad sin
límites, y de “contra-cultura”, que pulularon entre 1955 y 1980, también
encontraron “justificación” en Nietzsche y Freud, fueron menos dramáticas y
dañinas que el nazismo pero a largo plazo también hicieron estragos: causaron
infidelidades, promiscuidad (y aumento exorbitante en la prevalencia de las
enfermedades de transmisión sexual), desintegración familiar, abuso y acoso
sexual, difusión de un estilo de vida que hacía una apología a la pereza, al
consumo de alucinógenos y a la negligencia existencial.
Se dice de Freud que fue creyente en su fuero
íntimo, más allá de las imbecilidades que habló de Dios y de la forma muchas
veces atrevida con la que abordó los temas religiosos (como siempre, pecando de
generalizaciones indebidas). Por aprecio hacia un colega, sólo puedo desear que
ojalá hubiera sido cierto. Un hombre genuinamente creyente detrás de una
fachada agnóstica y “científica”. De lo contrario, lo debe estar pasando
bastante mal en este instante.
REFERENCIAS
(1) Jung, C.G. Correspondencia escogida y
apuntes personales, Zurich, 2009
(2) Leahey, T. Historia de la Psicología,
Boston, 2005
(3) Balint, M. Correspondencia, Londres, 2010
(4) Gonzalez, P. Sobre Psicoanálisis, Bogotá,
2012
(5) Etchegoyen, H. La Técnica Psicoanalítica,
Buenos Aires, 1990
(6) Fiorini, H. Nociones de Psicoanálisis,
Buenos Aires, 2001
(7) Campos, D.A. Tratado de Psicopatología,
Bogotá, 2011
(8) Santaella, U. Psicodinamia, Bogotá, 2008
(9) Santacruz, H. Tratado de Psiquiatría,
Bogotá, 2010
(10) Campos, D.A. Psicoterapia Jungiana en
nuestros días, Bogotá, 2012
(11) Freud, S. Psicoanálisis del arte,
Madrid, 2008
(12) Campos, D.A. Tratado de Psicopatología,
Bogotá, 2011
(13) Auli, J. Comunicación personal
(14) Freud, S. El malestar en la cultura,
Bogotá, 2003
(15) Campos, D.A. De la Inmortalidad, Bogotá,
2000
(16) Freud, Tótem y Tabú, Madrid, 1976
(17) Campos, D.A. El príncipe y el pensar
colombiano, Armenia, 2014
(18) Freud, S. Obras completas, Madrid, 2001
(19) Dawkins, R. El gen egoísta, Nueva York,
2000
(20) Campos, D.A. Conversaciones con Tommy,
inédito.
(21) Sabine, G. Historia de la Teoría
Política, México, 1989
(22) Tolland,
P. Hitler, Londres, 2011
4.
CONCLUSIÓN: ASÍ HABLABA EL ANTICRISTO
El siglo XIX, una ebullición subversiva y
caótica, sólo podía desencadenar algo tan agitado y peligroso como el siglo XX.
Y fue un engaño. El más triste de los
espejismos. El derrumbe de todas las ilusiones.
He aquí un poema, que se me acaba de ocurrir
a propósito de esa estafa, de esa gran caída:
LA CAÍDA
¿A dónde irás, pobre hombre?
¿Dónde podrás recostar tu cabeza
Llena de tumores y excrecencias?
Perdido, y creyéndote encontrado,
Renegaste de Dios y te apartaste
De una senda segura y prudente.
Despistado, y creyéndote sabio
Te acercaste tú mismo a la espada.
Creíste ver cimas
Donde sólo había abismos.
¿Dónde irás, hijo maldito de Caín,
Hombre de los siglos XIX y XX?
Nada es seguro, ¿cierto?
Tú mismo erraste el camino
Y andas dando tumbos
Llorando a veces
(cuando la soberbia no alcanza
a alimentarte la negación).
Rezando casi nunca, pero esperando que
alguien rece
Y esperando el milagro en el que no crees.
Caminando solo: a los otros los aniquilaste.
¿Progreso?
¿Hubo progreso, pobre hombre?
Y yo mismo le contesto al poema, contestándome:
no, ninguno. Ningún progreso. Esa falacia en la que fueron encadenando todos
los propagandistas y panfletistas que fueron casi todos los “filósofos” del
siglo XIX, la de una historia ascendente, “dialéctica”, predecible e inevitablemente
encaminada hacia la mejoría, terminó por derrumbarse ante la cruda realidad del
siglo XX.
¿Pudo ser una estética modernista en un siglo
XX lleno de mutilados, de cadáveres tostados, de ciudades bombardeadas? En modo
alguno. ¿Pudo ser la belle epoque en
un siglo XX en el que los cañonazos destrozaron fachadas y vitrales? Jamás.
El siglo XIX se olvidó de Dios y el hombre se
creyó él mismo un dios todopoderoso. ¿Qué logró? Morder el polvo. Darse cuenta
que sabía muy poco, que conocía muy poco, que predecía muy poco, que gobernaba,
definitivamente, muy poca cosa. Descubrió, algo atónito, y después de
dolorosísimas experiencias, que no podía gobernarse ni a sí mismo.
Sirva de ejemplo la evolución de Rubén Darío,
un hombre universal y cosmopolita (diríamos globalizado, en la jerga
neoposmoderna), muy de su época. Un sujeto que vivió en carne propia las
supuestas glorias y las definitivas debacles de sus contemporáneos. Del
optimismo (con cierta dosis de antropocentrismo, confianza desmesurada en la Humanidad
y el progreso, y la “certeza” de estar viviendo una “bella época”) de Prosas profanas a la desilusión, el
realismo y la madurez (que sólo da el experimentar el dolor y el despedirse de
la ingenuidad juvenil) de Cantos de vida
y esperanza (1,2).
Lo mismo puede percibir el lector en otro
formidable poeta, Vicente Huidobro. Del efectismo y la complejidad
arquitectónica de sus primeros escritos, asistimos al grito desgarrado,
claramente existencialista, de un hombre sensible que experimenta la brutalidad
de dos guerras mundiales (y, de hecho, muere a raíz de las complicaciones de
una herida en la cabeza recibida en la Segunda) y echa por tierra todo, y no se
reconoce a sí mismo, ni a sus congéneres, en medio de la devastación (3).
Como expondré en el último ensayo, retomando
la tesis de Jaspers (4), el existencialismo, al menos en sus modalidades
alemana y francesa, es un producto inevitable de las especulaciones del siglo
XIX y las atrocidades del siglo XX. Lejos ya de las búsquedas espirituales de
Kierkegaard, el verdadero gran existencialista (5,6), el existencialismo
franco-alemán del siglo XX no es sino un vitalismo herido, hecho añicos ante la
evidencia del fracaso total de esa colcha de retazos que fue el pensamiento del
siglo XIX.
Pero a diferencia, de Jaspers, creo que no
sólo Nietzsche, sino todos los “filósofos de la sospecha” nutren al
existencialismo franco-alemán del siglo XX. Y es claramente distinta mi opinión
con respecto a ellos. Mientras el doctor Jaspers, hipnotizado por la pluma de Nietzsche,
se dejó obnubilar por semejante oropel, el lector ya a estas alturas tiene muy
claro que yo no comparto la opinión de los que idolatran a esas grandes
bestias, esos imbéciles que irresponsablemente contribuyeron a que la humanidad
diera otro paso hacia el abismo, hacia su propia aniquilación.
El demente Nietzsche (sí, tenía el cerebro
hecho puré, gracias a la neurosífilis…para que el lector vaya tomando nota de
la empobrecida lucidez mental, la deteriorada capacidad de juicio y el entorpecido
raciocinio que tenía el pobre diablo, al que muchos sandios veneraron y aún
veneran) creyó que el Anticristo era San Pablo (7), cuando el Tarsiota no hizo
sino bregar por difundir las enseñanzas de Jesucristo, ha habido muchos Anticristos, y a decir
verdad, fue muy distinto su obrar al de otros muchos Anticristos que han pasado
por este planeta, incluyendo a Nietzsche y los otros dos “maestros de la
sospecha”.
Sí, los Anticristos son muchos. Todos
aquellos que por comisión u omisión persigan a Jesucristo o sus fieles (vale
decir, su Iglesia). Así, el Anticristo está encarnado, en cada época, por
muchas personas. Vale la pena incluso preguntarse, como San Agustín de Hipona
(8), si en nuestras vidas (es decir, con nuestras acciones) no estamos siendo agentes
del Mal, o Anticristos. San Agustín nos advierte sobre el peligro que hay en
creer que somos buenos cuando en realidad no actuamos cristianamente y no
amamos de verdad al otro. Nos dice, para ponerlo más claramente, que si no
profesamos con coherencia a Cristo en nuestras vidas, tomando una opción de
amor y perdón genuina, le estamos en realidad haciendo el juego a Satanás.
La naturaleza del Anticristo, tan misteriosa
como la muy temible naturaleza del Maligno, y vinculada a ésta (9), no es única
e indivisible sino que es una realidad múltiple y variopinta, constituida por
una extensa muchedumbre de enemigos de Dios, de la religión y de todo lo que
huela a espiritualidad o devoción.
Lástima que el concepto del Anticristo haya
sido tan manoseado por tantos predicadores evangélicos o milenaristas
ignorantes, por tantos escribidores y periodistas de cloaca, y por tantos
“pastores” interesados en lucrarse a costa del miedo, la escasa formación
académica y la superstición de sus marionetas. Por eso el lector debe permitirme
que le exponga de manera breve y sintética mi tesis (los maestros de la
sospecha como Anticristos preparadores de otros Anticristos del siglo XX, y
todos los anteriores dentro de una larga cadena de Anticristos a lo largo de la
Historia), antes de creer que se trata de otra bazofia cargada de especulación
y fanatismo, de ésas que aparecen en internet a diario.
Como estaba acostumbrado, en su enferma
verborrea, a ir escribiendo lo que se le iba ocurriendo, Nietzsche ni siquiera
se dio cuenta de las bestialidades que opinó (opinó, pues nunca argumentó y
nunca sustentó sus sandeces). Es decir, nunca se dio real cuenta del inmenso
mal que estaba haciendo. De los errores que estaba difundiendo. De los
desastres que estaba preparando. Acaso vislumbró su poder subversivo, pero
seguramente no previó la colosalidad que adquiriría.
Uno de sus textos más imperfectos, sesgados y
cargados de errores, fue El Anticristo (10). En él, se lanzó a completar su
“misión”, evidente en todas sus obras (11): demoler los cimientos de la misma
cultura occidental: la racionalidad y la moral cristiana. Aunque uno pudiera
excusarle ese último libro, dada su evidente demencia, es evidente que no se le
puede absolver de la culpa derivada de todos los daños y males provocados por todos
los libros que escribió. En todos ellos, pululan tesis centrales compartidas
por Marx y Freud: antropocentrismo, negación de Dios, secularización,
materialismo.
Así no habló Zaratustra, que en verdad fue un
hombre bueno, sumamente respetuoso de Dios. Así habló Nietzsche, el trastornado,
el resentido, el combativo enemigo de la Iglesia. Así habló el Anticristo, y
así hablaron sus otros dos colegas Anticristos (así el uno creyera que hablaba
de historia y el otro de psicoterapia), y así siguieron hablando (y pensando, y
lo que es peor, obrando) sus discípulos, muchos otros Anticristos, a lo largo
del siglo XX.
Repito entonces los pilares del pensamiento
de los “maestros de la sospecha”: a) antropocentrismo, b) negación de Dios, c)
secularización, d) materialismo. Los mismos pilares ideológicos del siglo XX,
asociados además a todos sus conflictos bélicos, sus Estados totalitarios y sus
demás desgracias y calaveradas.
Con respecto al antropocentrismo, los tres
Anticristos son unos paladines de la divinización del Hombre: Nietzsche a
través de su exaltación de la fuerza, la voluntad de poder y la autonomía (y
con su propuesta de “superhombre” ajeno a Cristo, a cualquier idea de Dios que
no sea el mismo Hombre exaltado e idealizado); Freud por el camino de la
“madurez” que implica el “superar” temores infantiles y, supuestamente, dejar
de necesitar la figura de un “padre simbólico” (un hombre ateo, que no necesita
de Dios, es esta triste visión de un hombre “maduro”…¡como si no viéramos a
diario miles de ateos inmaduros!); Marx por la vía de una apología del hombre
como si éste fuera la cima de todos los seres, y como si Dios no fuera sino una
falsedad imaginada por él mismo.
Estas barbaridades, obviamente, tuvieron su
eco en el siglo XX. Sirvan de ejemplo Fromm, Lacan, Althusser, que además
combinaban simpatías por los tres Anticristos abordados en este trabajo. La
suposición de que los hombres “podemos
ser como dioses”, tan cara a Fromm (12), se desprestigió completamente con la
evidencia clara de que los seres humanos eran un desastre (en especial con la
Segunda Guerra Mundial, que mostró lo peor de la especie).
La negación de Dios fue de la mano con la
creencia (refutada por la experiencia, por cierto…me sorprende la idiotez de
los que todavía se creen el cuento) de la “divinidad del hombre”. El siglo XIX,
ya desde Comte, se dedicó a enviarle dardos a Dios. Huelga decir que Dios, como
ser Omnipotente y Todopoderoso, tal vez ni prestó atención a semejantes
chiquilladas de tan patéticas criaturas. Pero esas patéticas criaturas sí se
consideraron, desde entonces, con todo el derecho a maldecir al Señor. Y lo
siguen haciendo, olímpicamente. Con ello se preparan su propio castigo (13).
Los “maestros de la sospecha” fueron
abanderados del ataque a Dios (estéril en ambos sentidos: ni puede hacerle daño
a Él, ni favorece a la desdichada bestia humana) y contribuyeron a que esta
patética especie se inflara más de orgullo, y prosiguiera en su actividad de
plaga, barriendo con los demás seres y ecosistemas del planeta (14). Marx vio
siempre a Dios como un mito, una mentira, un engaño que además contribuía a
perpetuar la explotación de la clase obrera. Freud lo consideró desde una
perspectiva edípica, caricaturizando al Señor como un padre rabioso y
caprichoso, pero necesario para proteger a un hijo indefenso…que cuando crece,
ya no le necesita más, pues puede valerse por sí mismo. Nietzsche, de otro
lado, gritó a los cuatro vientos que estaba muerto, y propuso hacer un hombre (el
patético übermann, terrible concepto
que le traería grandes desgracias a la nación alemana) capaz de ocupar su lugar
(15).
Pero ahí no terminó el daño. Abanderados del
ateísmo militante y la secularización a ultranza, echaron por tierra hasta los
aspectos positivos del trabajo social de la Iglesia, y sembraron el clima
intelectual para toda clase de persecuciones posteriores (incluidas,
obviamente, las de intelectuales no mamertos, a los que desde entonces se tilda
de “reaccionarios” y “burgueses”, y se les tortura, encarcela, fusila con
fruición). De hecho, a finales el siglo XIX y a lo largo de todo el siglo XX,
el mamertismo mundial se hizo tristemente célebre por echar por tierra un
sinnúmero de instituciones de servicio social (escuelas, universidades,
hospitales, geriátricos, comedores comunitarios, hogares de paso), que venían
siendo útiles desde el siglo XV, por el simple hecho de estar bajo la guía de
órdenes religiosas. Sobra decir que quienes hicieron quebrar o simplemente clausuraron
dichas instituciones, de manera unilateral y atendiendo solamente a su furor
anticlerical, luego no fueron capaces de ofrecer una mejor alternativa al
pueblo que decían representar (16, 17).
¿Desea un ejemplo el lector? En América
Latina solamente, desde Tijuana hasta Punta Arenas, gobiernos populistas,
demagógicos, corruptos y muchas veces con cariz de dictadura (18) se dieron a
la tarea de erradicar todo lo que sonara a Cristianismo (especialmente a
Catolicismo), así fuera útil, y se dedicaron sin descanso a la censura a los
religiosos, al asesinato de sacerdotes y la confiscación de sus propiedades (19,20).
Ni qué decir de Italia, donde la monarquía de Víctor Manuel, en especial bajo
las intrigas orquestadas por el siniestro conde Cavour y las presiones del
sanguinario canciller Bismarck, se dio a la funesta labor de acabar y
obstaculizar lo que muchos religiosos hacían a favor de las clases más
necesitadas (21,22). O de Rusia, y todas las otras desdichadas repúblicas que
cayeron bajo la maldición marxista, donde el asesinato de clérigos y el cierre
de conventos, monasterios e iglesias fue abierta política de Estado (23). Si
quiere más ejemplos, sólo revise la historia del despaturrado siglo XX.
Otro legado de esos tres tristes tigres fue
el materialismo a ultranza. Ya lo habían prefigurado los empiristas y los
sensualistas (24), pero con ellos, los “maestros de la sospecha” (los sospechosos maestros, los llamaría yo),
casi se acaba para siempre cualquier noción referida al espíritu. Fue la salvadora
intervención de Marcel, Levinas, Mounier y Maritain la que evitó que la
Humanidad terminara creyendo que la realidad era sólo lo que los sentidos
captaban.
Marx pontificó que lo que no fuera materia no
tenía existencia (también por eso está desprestigiado hoy ante la comunidad
científica), e insistió en que el hombre sólo estaba para trabajar, comer,
beber, reproducirse, dormir y defecar (ya entenderá el lector por qué tantos
intelectuales y artistas se suicidaron, o fueron asesinados o inducidos al suicidio
en los países comunistas). Nietzsche creyó matar a Dios y a la moral cristiana,
escindiendo de entrada la naturaleza trascendente del hombre. Freud, como Marx,
se centró tanto en la bestialidad humana que no pudo concebirla más allá de sus
pulsiones.
¿Qué pasó después? Ante la embestida
materialista, y sus resultados (cinco generaciones perdidas, de sueños y
ambiciones mutilados por la guerra), y las desgracias del estilo de vida
materialista (tanto en su versión estadounidense, consumista y desenfrenada,
como en su versión soviética, reprimida y desencantada), la Humanidad se
encontró vacía. Sedienta de Dios. ¿Pero dónde iba a encontrarlo, si esos
desgraciados lo habían negado? Ansiosa de algo trascendente, pero tan aturdida
por el ateísmo militante de los sospechosos maestros que sentía algo de
“vergüenza académica” y no se atrevía abiertamente a volver a los rituales
religiosos de antaño.
El otro elemento fue por la desintegración de
los hogares promovida por el ataque a la tradición y a los valores cristianos. Como
la familia fue el blanco de todo ese ateísmo y todo ese materialismo a
ultranza, empezaron a verse divorcios, separaciones, y estragos asociados (en
especial, la multiplicación de los trastornos psiquiátricos infantiles).
Apareció una generación sumamente despistada, hacia 1960. Una generación
deprivada de afecto, de estabilidad y de autoestima. Una generación con graves
problemas de cohesión del self, con severos trastornos de personalidad,
carenciada, insegura, deseosa de rebelarse contra todo en su búsqueda de algún
tipo de identidad. Como no tuvo un adecuado modelo de Dios (recuerde el lector
lo ya dicho: los padres y abuelos de esos despistados jóvenes tampoco tenían
mucha idea de Dios, ni de religión, ni de trascendencia), dicha generación cayó
redonda ante la peor engañifa “espiritual” de todos los tiempos: la Nueva Era.
Esos carenciados, realmente golpeados
jóvenes, no tuvieron muchas opciones. O se convertían en idiotas útiles del
marxismo (que ya mostraba señales de debilidad y resquebrajamiento en Europa,
pero se presentaba en América Latina, donde todo suele llegar con décadas de
retraso, como una “novedosa” opción política), o caían en la drogadicción, el
abandono y la suciedad del hipismo. Poco educados (no les llegan ni a los tobillos
a las generaciones actuales, en términos de especializaciones, maestrías,
doctorados y postdoctorados), y profundamente interesados en buscar y
experimentar cosas nuevas (si hay alguna palabra que los defina con precisión
es ésa: buscadores), esos jóvenes de
las décadas de 1960 y 1970 encontraron en el discurso sincrético de la “Era de
Acuario” (25) lo que no habían encontrado en sus hogares.
Con la Nueva Era se completa el legado de
Marx, Nietzsche y Freud. Sólo ahí encontró una generación confundida, embobada
(sin quererlo: la culpa real fue de las generaciones que la precedieron, y que
no tuvieron nada mejor para ofrecerle) con el veneno del siglo XIX (recapitulo:
antropocentrismo, negación de Dios, secularización y materialismo), una
oportunidad para satisfacer su natural, biológico e innegable anhelo de Dios.
No fue gratuito, entonces, que en esa década
de 1960 cobrara tanta fuerza la “Nueva Era”. Se dieron todas las circunstancias
a favor: una generación insatisfecha y con una enorme búsqueda de novedad; el
antropocentrismo, que clamaba por una espiritualidad centrada en el hombre; la
negación de Dios, muy acorde con conceptos como que no hay una divinidad
propiamente dicha, sino que hay que descubrir la divinidad que todos los
hombres llevan dentro de sí; el materialismo, que reducía las manifestaciones
teológicas a “energías” y manifestaciones de minerales y otros fetiches; el
secularismo, que planteaba una vivencia espiritual afuera de cualquier religión
organizada (26,27,28,29,30).
Y así fue como la triada
Marx-Nietzsche-Freud, y toda la caterva de sicofantes del siglo XIX, le legaron
al mundo una religiosidad mediocre, obtusa: la única posible para un mundo que
había sepultado a Dios y había endiosado al hombre. Una religiosidad de
pacotilla, que une elementos egipcios con esoterismo del más barato, que se
muestra ávida tanto de meditación trascendental como de quiromancia y tarot.
Una farsa que hermana a farsantes y pseudo-masones como Wilmhurst con luciferinos
y satanistas al estilo de los esposos Bailey, a esquizofrénicos como Collins
con racistas como Blavatsky, a neonazis y a falsos budistas que ni saben qué es
el óctuple sendero, a señoras ricas con deseos de hacer yoga para negar su
envejecimiento y a charlatanes de toda índole deseosos de hacerese pasar por
gurúes.
La Nueva Era, entonces, siendo un producto de
los “filósofos de la sospecha”, termina yéndose, paradójicamente, contra ellos.
En ella cabe toda la superstición, toda la ignorancia y toda la superchería que
tanto asqueaban a Freud (31,32, 33, 34,
35). En ella está representado el elemento más burgués y clasista, el enemigo
que hacía resoplar (y acaso suspirar de envidia) al pobretón de Marx. En ella
está lo más opuesto a la ética nietzscheana: no son “superhombres”, ni siquiera
“leones”, sino veganos y sumisos corderos con voz aflautada.
Me río entonces, e invito al lector a soltar
también una sonora carcajada, al constatar esa irónica vuelta del destino. Ni
el mismo Marx, al que tanto le gustaba jugar a hacer profecías (y no le resultó
ni una), hubiera adivinado jamás esa jauría de astrólogos, esquizotípicos e
histriónicos invadiendo hasta el espacio privado de las gentes. Ni ese montón
de damas ociosas que pasan el día entre mindfulness, runas, cantos hinduistas y
pilates, hablando mal del vulgo maloliente y “atrevido” que les hace miradas
pícaras mientras ellas andan buscando el nirvana
con las pantorrillas en la nuca.
La Nueva Era, un chiste aún viviente (pasarán
otras dos generaciones inmersas en eso, mientras terminan de desencantarse de
sus propias falacias), es la moderna Torre de Babel: toda la arrogancia humana
cabe ahí, en esa pretensión ridícula de querer ser dioses, o peor aún, de
creerse ya dioses (o en trance de descubrir la “propia divinidad”, en un
proceso narcisístico pseudointrospectivo, que sazonan de budismo barato y
cursilerías de “maestros ascendidos” o por ascender, santones no tan santos, de
esos que andan en limosinas).
Así, en ese culto a “lo oculto”, en medio de
una logorrea y un sinfín de publicaciones de muy escasa calidad (de esas mismas
que leían Hitler, Rosenberg y Hess, otras “luminarias” del siglo XX, en sus
años mozos), combinando la pretensión de erigirse en ideología universal y al
mismo tiempo el egoísmo de un estilo de vida “de burbuja” en el que no importa
el sufrimiento del prójimo o las injusticias del mundo porque sólo se busca el
confort personal (así disfracen esto con eufemismos como “opción personal” o
“camino individual”), la bestia humana “convertida” en divinidad (me da risa
solamente escribirlo) va en su ateísmo caminando rápidamente hacia su final.
La Nueva Era coronó, después de las dos
guerras mundiales, el desastre ecológico, el aumento en las tasas de
drogadicción y suicidio, la aparición (o, si es que estuvo oculto en el África
desde mucho antes, la dispersión) del VIH,
los totalitarismos (socialistas, nacionalsocialistas, comunistas,
facistas, populistas), los trastornos mentales secundarios a la descomposición
de las familias, y muchos otros entuertos y errores, ese siglo de ruindad,
paradoja y contradicciones que fue el siglo XX. Siglo que, como he venido
sosteniendo a lo largo de todo este escrito, no es sino el hijo psicótico del
siglo XIX.
REFERENCIAS
(1) Darío, R. Prosas profanas, México, 1995
(2) Darío, R. Cantos de vida y esperanza,
Madrid, 2000
(3) Huidobro, V. Antología poética, Santiago
de Chile, 2006
(4) Jaspers, K. Nietzsche y el cristianismo,
México, 2008
(5) Campos, D.A. Breve Historia de la
Filosofía, Bogotá, 2012
(6) Salazar, R. Filosofía Contemporánea,
Bogotá, 2013
(7) Nietzsche, F. El Anticristo, Bogotá, 1990
(8) Klinger, P. Agustin von Hipona, Berlin, 1978
(9) Campos, D.A. Sobre el Maligno, inédito
(10) Zuñiga, M. Lecciones de Teología,
Bogotá, 2013
(11) Congar, Y. Jesucristo, Paris, 1990
(12) Fromm, E. Y seréis como dioses, Madrid,
2012
(13) Campos, D.A. Reflexiones sobre las
apariciones de la Virgen en Garabandal, Armenia, 2014
(14) Campos, D.A. María, la grandeza de obedecer
a Dios, Armenia, 2014
(15) Nietzsche, F. Complete Works, Londres, 2007
(16) Mendoza, P.A., Montaner, C.,Vargas
Llosa, A. El perfecto idiota latinoamericano, Madrid, 2012
(17) Campos, D.A. El Mamerto, Bogotá, 2013
(18) Mendoza, P.A., Montaner, C.,Vargas
Llosa, A. El perfecto idiota latinoamericano, Madrid, 2012
(19) Mendoza, P.A., Montaner, C.,Vargas
Llosa, A. El nuevo idiota iberoamericano, Madrid, 2014
(20) Campos, D.A. Breve Historia del
Cristianismo en América Latina, Bogotá, 2012
(21) Salesman, E. San Juan Bosco, Madrid,
2003
(22) Gentile, C. Historia de Italia, Roma,
1994
(23) Schulz, T. Europa 1910-1990, Berlín,
2005
(24) Wedling, J. Historia de la Filosofía,
Madrid, 1979
(25) Bonta, S. Las raíces de la nueva Era,
Madrid, 2012
(26) Wilmhurst, W. The meaning of Masonry, New York, 2010
(27) Bailey, F. The spirit of Masonry
(28) Bailey, A. La reaparición de Cristo,
Bogotá, 2013
(29) Bailey, A. La exteriorización de la
Jerarquía
(30) Hall, M. Las claves perdidas de la
masonería, Madrid, 2013
(31) Creme, B. La reaparición del Cristo y
los Maestros de Sabiduría, Bogotá, 2010
(32) Rudyar, D. Teosophy, New York, 2012
(33) Spangler, D. Reflexiones sobre el Cristo,
Madrid, 2008
(34) Blvatsky, H. Isis sin velo, México, 2002
(35) Blavatsky, H. La doctrina secreta,
México, 2002
5.
EXISTENCIALISMO ALEMÁN Y EXISTENCIALISMO FRANCÉS: LOS COLETAZOS DE LA TRAGEDIA
INTRODUCCIÓN
El existencialismo, aunque extendió sus
tentáculos hasta bien entrado el siglo XX (alcanzaron a ser existencialistas
Marcel y Levinas), puede ser visto como el coletazo final de toda la filosofía
del siglo XIX, especialmente del vitalismo.
Ya Jaspers, uno de los mejores exponentes de
la fenomenología y el existencialismo alemanes (1), se había percatado de ello
y consideraba a Nietzsche el precursor del existencialismo (2,3). No se
equivocó, pues el énfasis nietzscheano en ciertas categorías (vida, deseo,
autonomía, poder, existencia, experiencia, voluntad) es también visible en los
autores del existencialismo francés y del existencialismo alemán del siglo XX.
¿Por qué hablo de existencialismo francés y
de existencialismo alemán? Porque han habido muchos existencialismos, incluido
el latinoamericano, sólo que menos publicitados.
Continuando con la idea, Nietzsche (y también
Freud, sólo que la influencia de éste último fue menor, acaso por el aura
médica de la que no podían escapar sus escritos), como adalid de la
irracionalidad y el instinto, sirvió de leitmotiv
a Sartre y a Camus (en el existencialismo francés) tanto como a Jaspers y
Heidegger.
Ahora bien, el hecho de que reconozca la
influencia de Nietzsche en ellos no desdice mi postura frente a Nietzsche en el
ensayo 3. Por el contrario, sigo convencido que fue un autor sobrevalorado y
mucho menos valioso de lo que creyeron muchos a lo largo del siglo XX. Es algo
muy distinto ser valioso a ser influyente. Por ejemplo, Napoleón pudo ser más
influyente que Lamartine, pero fue mucho menos valioso: Lamartine creó poesía,
creó belleza, procuró para sus semejantes mucho más bien que Bonaparte.
Nietzsche fue tremendamente influyente, aún
sin ser muy valioso. No dijo verdades (sino especulaciones), no hizo avanzar a
la Humanidad (sino que, por el contrario, hizo una apología de lo peor de ella,
de su barbarie, de su afán de poder y dominio), no resolvió ninguno de los
problemas de la filosofía o de la ciencia (al contrario, los consideró
irrelevantes, rehusando a cualquier abordaje racional). Ni siquiera fue
original en sus ideas. Verbigracia, de la vida instintiva hablaron más, y
mejor, autores como Fechner, Lotze, Spir o von Hartmann. Sí, unos
contemporáneos suyos mucho menos conocidos y leídos, reconocerá el lector.
Lo que sí hizo bien Nietzsche fue escribir. Y
lo hizo febril, apasionadamente. Y sus textos, aunque flojos en contenido, son
tremendamente sabrosos. ¿Cómo no iba a ser influyente? ¿Cómo no iba a calar en
sus ávidos lectores, un autor tan gustador?
Jaspers, como Nietzsche, vio ante las
dificultades de la vida cierto horizonte “trágico”. Sólo que él lo abordó desde
la psicopatología, visualizando las atormentadas búsquedas que de sí mismo hace
el hombre, en su camino hacia la individuación. Mientras que Nietzsche brindó
por rendirse y aceptar las dificultades de la vida (y ojalá en un estado de
embriaguez), Jaspers abogó por la lucha desesperada ante la situación límite,
que permite trascender las preocupaciones y menudencias cotidianas, y acceder a
un horizonte de existencia plena, profunda.
Mientras que Nietzsche vio en el sufrimiento
de la vida una oportunidad más para encogerse de hombros y asumir una actitud
pesimista, Jaspers encontró una oportunidad para la iluminación de la
existencia (4). Mejor dicho, allí donde Nietzsche encontró un motivo para
aborrecer a Dios y morirse, como la mujer de Job, Jaspers encontró un camino de
esperanza, una oportunidad para reencontrarse con lo divino y trascendente.
A mi entender, Jaspers no tenía nada que
envidiarle a Nietzsche. A diferencia del trastornado filólogo, el siempre
acertado Jaspers escribió sobre conceptos mucho más pertinentes tanto en
filosofía como en ciencias políticas y psiquiatría. Pero, de manera incomprensible,
Jaspers se plegó ante Nietzsche. Porque de alguna forma el “taquillero”
Nietzsche convenció tanto a las siguientes dos generaciones de filósofos, que
muchos terminaron por creerlo su maestro. De ahí que hasta Jaspers viera en él
una especie de padre simbólico (5).
Hago votos para que algún día la Humanidad
descubra y lea a Jaspers como toca. Para mí fue un honor el haber divulgado su
pensamiento en la Facultad de Medicina de la Universidad Javeriana (donde no
tenían ni idea de él, pese a ser uno de los psiquiatras y pensadores más
ilustres del siglo XX) mientras fui Interno y Residente de Psiquiatría, y el
haber creado un grupo de estudios todavía vigente (6).
Fue una lástima que la mala prensa que le
hicieron muchos mamertos en América Latina, que nunca le perdonaron el hecho de
que denunciara públicamente los excesos del comunismo en Alemania Oriental, y
los peligros de una Guerra Fría en la que los bloques en contienda jugaron
irresponsablemente a acumular armas de destrucción masiva (7,8). Por dicha mala
prensa llegó a conocerse muy poco en las Universidades latinoamericanas, pues
(como el lector podrá recordar) muchos catedráticos universitarios de este
subcontinente fueron militantes de izquierda acérrimos hasta hace muy poco,
sobretodo en las instituciones públicas. También fue una lástima que hubiera
sido tan tortuosa la traducción de sus libros al castellano. Aún hay muchos
textos en espera.
Heidegger fue otro eximio representante del
existencialismo alemán. También, como a Nietzsche, le interesó la vida, pero
dentro de la categoría de la temporalidad, la vivencia interior de cada hombre.
Y así como a Nietzsche, la interesaba la dimensión humana más espontánea,
vivencial y anímica (9,10).
El sentido trágico de la vida fue abordado
por Heidegger como un componente inevitable de la vida del hombre, de su ser en
el mundo (otro eco nietzscheano). Insistió siempre en la necesidad de captar el
sentido de la existencia aceptando la propia finitud, la mortalidad, la
transitoriedad. Pero a diferencia del rabioso anticristianismo de Nietzsche,
Heidegger optó por una postura agnóstica, menos histriónica, en la que
simplemente se desconoce si existe o no un más allá, y en la que se toma, de
cara a la muerte, plena conciencia del enorme valor de cada instante de la vida
(11,12).
Heidegger le apostó a una consideración de la
existencia desde la perspectiva de la muerte: el ser para la muerte fue su concepto más reiterado a lo largo de su
obra. Un ser que, ante la seguridad de que es mortal, debe encontrar la
plenitud y la significación de cada momento de la vida (13). En el cómo hacer
dicha liberación, Heidegger volvió a usar a Nietzsche, apelando a su
irracionalidad, y propugnando que el hombre debía deshacerse de todos los
ideales y de todos los “ídolos de la existencia social” (14).
En cuanto a su ontología, Heidegger se saltó
en cierto modo la situación establecida por Kant de “la cosa en sí” (el
noúmeno, la esencia de cada cosa, lo incognoscible de cada cosa) y “la cosa para mí” (el fenómeno, lo que el sujeto
puede percibir y conocer de cada cosa, lo cognoscible de cada ser) y se
interesó, de manera central, en “lo dado”, en las cosas del mundo que se le dan
al sujeto, y cómo se le dan, y cómo este sujeto las vivencia (15,16).
Dentro de esa armazón ontológica
heideggeriana (en la que las cosas se le imponen al sujeto, se le dan, puesto
que el mundo es un “mundo de cosas” en el que inevitablemente el sujeto se
encuentra existiendo), y teniendo en cuenta además su énfasis en la tierra (el
terruño, el país donde se ha nacido) y en la correlación entre la
pertenencia/tenencia de la tierra y el propio sentido de identidad, estuvo
también un peligroso germen. Vale la pena que el lector recuerde que Heidegger
estuvo de acuerdo con las ridiculeces nazis estilo lebensraum y que fue un
partidario ardiente de Hitler (17).
A diferencia de Jaspers, que fue siempre un
defensor de los derechos humanos y tuvo que enfrentarse a varias dificultades
por su postura crítica frente al nacionalsocialismo (a tal punto que perdió su
puesto como catedrático, fue censurado como autor en el III Reich, y tuvo que
vivir escondido junto a su esposa judía durante dicho periodo de terror en
Alemania), el campechano Heidegger se casó enseguida con una doctrina burda,
que enfatizaba la importancia del suelo y los “lazos de sangre”, y que tenía
elementos de patriotismo que al propio Heidegger seguro le recordaban su propio
carácter provinciano y regionalista. De ahí la crítica posterior de Jaspers
(18), que siempre le enrostró a Heidegger su adhesión al nazismo, y sus muy
censurables prácticas como académico
(entre las que estuvo el despido de profesores judíos y de opositores al
macabro régimen de Hitler, como Jaspers).
El propio Heidegger reconoció su error, ya en
su senectud, pero aún así conservó la altivez de muchos jerarcas nazis juzgados
en Nüremberg (19), minimizando su responsabilidad y reduciendo su mea culpa al mero reconocimiento de que
había cometido un simple “desliz” (20). Este punto, creo yo, y su harto
censurable conducta ética (además de nazi, fue un sujeto racista, machista,
infiel y eurocentrista), deberían disuadirlo a uno de hacerle tantas venias
como (tristemente) uno ve que muchos filósofos latinoamericanos le hacen.
Pasemos ahora al existencialismo francés,
también marcado por Nietzsche (reitero, no por el valor de sus ideas, sino por
la popularidad de sus textos). Uno de sus más notables autores, Camus, llevó al
campo de la novela el concepto nietzscheano de tragedia. En El extranjero y La peste, por citar sólo dos de sus obras, puso de relieve la
situación ya de por sí trágica que implica el absurdo de la existencia humana,
siempre sumergida en situaciones absurdas y condiciones absurdas (21,22).
Camus se centró en cómo la existencia está
muchas veces impregnada de absurdo, sometida a lo impredecible y azaroso, al
sinsentido: una vida en la que difícilmente se puede realizar una actividad
finalista o encaminada a determinado objetivo, porque siempre está sometida a
la marea de lo irracional. Así, como Sísifo, el hombre de Camus es un pobre
sujeto que trabaja en vano, que se esfuerza y no consigue mayor cosa, que
realiza su actividad en medio del absurdo (23).
Como buen ateo, Camus fue un desesperanzado
absoluto. Convencido de que el único problema filosófico real era el del
suicidio, con un sujeto débil ante un universo que simplemente está y sobre el que no se puede ejercer
mayor influencia, terminó llevando el pesimismo del siglo XIX a sus máximos
niveles.
En lo personal, siento cariño y lástima por
Camus. Todo parece indicar que era un buen hombre. Sus intervenciones
políticas, en contra del totalitarismo soviético y del colonialismo, así como
su carácter franco y honesto, además de su indiscutible talento literario, lo
hacen un personaje de gran valía. Su vida y su muerte fueron el mejor ejemplo
del absurdo existencial del que él tanto escribió: después de una meteórica
carrera, y tras recibir el Nobel de Literatura siendo aún un hombre joven,
terminó matándose en un accidente automovilístico.
Opuesto en ocasiones a Camus, sobretodo por
un mamertismo del que no se apartó nunca, Sartre fue la figura del existencialismo
francés más reconocida internacionalmente. Su distanciamiento de Camus se
acentuó a raíz del descubrimiento de campos de concentración soviéticos, y de la
denuncia de muchos refugiados rusos, armenios y ucranianos de cómo Stalin
cometía todo tipo de atropellos (24,25). Mientras que Camus, izquierdista
moderado, no se hizo el desentendido ante semejantes crímenes, Sartre, mucho
más fanático, optó por la “disciplina de partido” y simplemente negó los
horrores provocados por el comunismo (26).
Es probable que esa postura inflexible de
Sartre, que tantas simpatías le ganó en los años turbulentos del siglo pasado,
en los que todo se veía o en blanco o en negro (verbigracia,
materialismo-idealismo, izquierda-derecha, comunismo-fascismo) y en los que la
gente era víctima de un maniqueísmo extremo en el terreno político (una
posición esquizo-paranoide en la que los buenos y los malos se clasificaban
según su simpatía hacia determinado partido, y ante la que no cabían términos
medios, sino posturas extremas, algo así como “o están con nosotros o están
contra nosotros”), sea hoy por hoy una de las causas de cierto (injusto) desdén
por su obra.
Lo señalo como injusto porque su obra (tanto
en su trayectoria vital, como en su producción filosófica y literaria) me
parece de alto valor. Es cierto que Sartre pecó de fanatismo, pero también es
cierto que participó en la Resistencia francesa durante los años de la
ocupación nazi y que trabajó activamente por la paz en su calidad de miembro
del Consejo Mundial de Paz (27).
De sus ideas, que también son ecos de
Nietzsche (y de Kierkegaard, y de Marx), destaca una concepción del hombre como
“ser para sí”, cuya vida está siempre en proceso, haciéndose, en la medida en
que siempre está eligiendo (28). Es decir, Sartre toma de Nietzsche el concepto
de un hombre inmerso en dificultades, pero a diferencia de Camus, que lo da
todo por perdido, insiste en que ese mismo hombre es libre en todo caso, y
puede elegir (29).
Creo que esto es clave. En vez de entender al
hombre como simple víctima, Sartre le da un sentido de responsabilidad: es
responsable de todo lo que hace, se construye con sus actos, se determina a sí
mismo y se realiza en la medida en la que va optando por determinadas acciones
a lo largo de su vida.
Es posible que Nietzsche haya querido decir
algo parecido con su superhombre autónomo y dueño de sí mismo, alejado de la
sumisión y el gregarismo de la “moral de esclavos”. Pero Sartre le da un toque
más realista a dicha situación. No habla de superhombres, sino de hombres de
carne y hueso, con “esperanzas abortadas y esperas inútiles”. Y más optimista,
pues considera que se construyen en la medida en que realizan actos (y realizan
dichos actos, y no otros, en la medida en que escogen hacerlos).
De este modo, con Sartre el existencialismo
logra un interesante empoderamiento. Ya no se trata de un sujeto inerme, solo y
débil en medio de la tormenta de la vida, sino de un sujeto con capacidad de
decisión. Me imagino que Sartre, con su vida, fue una buena muestra de ese
hombre corajudo y decidido que plasmó en sus escritos.
REFERENCIAS
(1) Campos, D.A. El
pensamiento político de Karl Jaspers en la posmodernidad, Bogotá, 2008
(2) Jaspers, K.
Historia de la Filosofía, Buenos Aires, 2000
(3) Jaspers, K. Nietzsche y el
cristianismo, Buenos Aires, 2002
(4) Jaspers, K. Psicología de las
concepciones del mundo, Madrid, 1998
(5) Jaspers, K. Filosofía, Madrid, 1998
(6) Campos, D.A. Karl Jaspers: un héroe,
Bogotá, 2008
(7) Campos,
D.A. El pensamiento político de Karl Jaspers en la posmodernidad, Bogotá, 2008
(8) Jaspers, K. La
bomba atómica y el futuro de la humanidad, Madrid, 1975
(9) Salazar, R. Filosofía contemporánea,
Bogotá, 2013
(10) Heidegger, M. Serenidad, Buenos Aires,
1999
(11) Heidegger, M. Ser y Tiempo, Madrid, 2008
(12) Rosenthal, I. Diccionario de Filosofía,
Bogotá, 1995
(13) Klimke, J. Historia de la Filosofía,
Buenos Aires, 2004
(14) Heidegger, M. La cosa, Buenos Aires,
2004
(15) Runes, D. Nociones de Filosofía,
Barcelona, 2011
(16) Jaspers, K. La Universidad alemana,
Madrid, 2005
(17) Heidegger, M., Jaspers, K.
Correspondencia, Madrid, 2007
(18) Idem
(19) Adams, J. The Nuremberg Trials, Nueva York, 2005
(20) Campos, D.A.
Breve Historia de la Filosofía, Bogotá, 2012
(21) Camus, A. La
peste, Bogotá, 2000
(22) Camus, A. El
extranjero, Bogotá, 1997
(23) Camus, A. El
mito de Sísifo, Buenos Aires, 1985
(24) Watson, P.
Historia intelectual del siglo XX, Londres, 2008
(25) Campos, D.A. Los
crímenes del comunismo, Bogotá, 2013
(26) Feinman, P.
Lecciones de Filosofía, Buenos Aires, 2012
(27) Rosenthal, I. Diccionario de
Filosofía, Bogotá, 1995
(28) Sartre, J.P. El existencialismo es un
Humanismo, Bogotá, 2009
(29) Idem
David Alberto Campos Vargas (Colombia, 1982)
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