Sarita me sacó del fango, porque antes de conocerla el porvenir de la Humanidad me tenía sin cuidado. Ella me mostró el camino del espíritu, me hizo entender que todos los hombres somos iguales, que el único ideal digno es la lucha de clases y la victoria del proletariado; me hizo leer a Marx, a Engels y a Carlos Fuentes, ¿y todo para qué? Para destruirme después con su indiscreción.
No quiero discutir otra vez por qué acepté una beca de la Fundación Katz para ir a estudiar en los Estados Unidos. La acepté y ya. No me importa que los Estados Unidos sean un país en donde existe la explotación del hombre por el hombre, ni tampoco que la Fundación Katz sea el ardid de un capitalista (Katz) para eludir impuestos. Solicité la beca, y cuando me la concedieron la acepté; y es más, Sarita también la solicitó v también la aceptó. ¿Y qué?
Todo iba muy bien hasta que llegamos al examen médico... No me atrevería a continuar si no fuera porque quiero que se me haga justicia. Necesito justicia. La exijo. Así que adelante...
La Fundación Katz sólo da becas a personas fuertes como un caballo y el examen médico es muy riguroso.
No discutamos este punto. Ya sé que este examen médico es otra de tantas argucias de que se vale el FBI para investigar la vida privada de los mexicanos. Pero adelante. El examen lo hace el doctor Philbrick, que es un yanqui que vive en las Lomas (por supuesto), en una casa cerrada a piedra y cal y que cobra... no importa cuánto cobra, porque lo pagó la Fundación. La enfermera, que con seguridad traicionó la Causa, puesto que su acento y rasgos faciales la delatan como evadida de la Europa Libre, nos dijo a Sarita y a mí, que a tal hora tomáramos tantos más cuantos gramos de sulfato de magnesia y que nos presentáramos a las nueve de la mañana siguiente con las “muestras obtenidas” de nuestras dos funciones.?
¡Ah, qué humillación) ¡Recuerdo aquella noche en mi casa, buscando entre los frascos vacíos dos adecuados para guardar aquello! ¡Y luego, la noche en vela esperando el momento oportuno! ¡Y cuando llegó, Dios mío, qué violencia! (Cuando exclamo Dios mío en la frase anterior, lo hago usando de un recurso literario muy lícito, que nada tiene que ver con mis creencias personales.)
Cuando estuvo guardada la primer muestra, volví a la cama y dormí hasta las siete, hora en que me levanté para recoger la segunda. Quiero hacer notar que la orina propia en un frasco se contempla con incredulidad; es un líquido turbio (por el sulfato de magnesia) de color amarillo, que al cerrar el frasco se deposita en pequeñas gotas en las paredes de cristal. Guardé ambos frascos en sucesivas bolsas de papel para evitar que alguna mirada penetrante adivinara su contenido.
Salí a la calle en la mañana húmeda, y caminé sin atreverme a tomar un camión, apretando contra mi corazón, como San Tarsicio Moderno, no la Sagrada Eucaristía, sino mi propia mierda. (Esta metáfora que acabo de usar es un tropo al que llegué arrastrado por mi elocuencia natural y es independiente de mi concepto del hombre moderno.) Por la Reforma llegué hasta la fuente de Diana, en donde esperé a Sarita más de la cuenta, pues habla tenido cierta dificultad en obtener una de las nuestras. Llegó como yo, con el rostro desencajado y su envoltorio contra el pecho. Nos miramos fijamente, sin decirnos nada, conscientes como nunca de que nuestra dignidad humana había sido pisoteada por las exigencias arbitrarias de una organización típicamente capitalista. Por si fuera poco lo anterior, cuando llegamos a nuestro destino, la mujer que había traicionado la Causa nos condujo al laboratorio y allí desenvolvió los frascos ¡delante de los dos! y les puso etiquetas. Luego, yo entré en el despacho del doctor Philbrick y Sarita fue a la sala de espera.
Desde el primer momento comprendí que la intención del doctor Philbrick era humillarme. En primer lugar, creyó, no sé por qué, que yo era ingeniero agrónomo y por más que insistí en que me dedicaba a la sociología, siguió en su equivocación; en segundo, me hizo una serie de preguntas que salen sobrando ante un individuo como yo, robusto y saludable física y mentalmente: ¿qué caso tiene preguntarme si he tenido neumonía, tifoidea o gonorrea? Y apuntó mis respuestas, dizque minuciosamente, en unas hojas que le había mandado la Fundación a propósito. Luego vino lo peor. Se levantó con las hojas en la mano y me ordenó que lo siguiera. Yo lo obedecí. Fuimos por un pasillo oscuro en uno de cuyos lados había una serie de cubículos, y en cada uno de ellos, una mesa clínica y algunos aparatos. Entramos en un cubículo: él corrió la cortina y luego, volviéndose hacia mí, me ordenó despóticamente: “Desvístase.” Yo obedecí, aunque ya mi corazón me avisaba que algo terrible iba a suceder. Él me examinó el cráneo aplicándome un diapasón en los diferentes huesos; me metió un foco por las orejas y miró para adentro; me puso un reflector ante los ojos y observó cómo se contraían mis pupilas y, apuntando siempre los resultados, me oyó el corazón, me. hizo saltar doscientas veces y volvió a oírlo; me hizo respirar pausadamente, luego, contener la respiración, luego, saltar otra vez doscientas veces. Apuntaba siempre. Me ordenó que me acostara en la cama y cuando obedecí, me golpeó despiadadamente el abdomen en busca de hernias, que no encontró; luego, tomó las partes más nobles de mi cuerpo y a jalones las extendió como si fueran un pergamino, para mirarlas como si quisiera leer el plano del tesoro. Apuntó, otra vez. Fue a un armario y tomando algodón de un rollo empezó a envolverse con él dos dedos. Yo lo miraba con mucha desconfianza.
—Hínquese sobre la mesa —me dijo.
Esta vez no obedecí, sino que me quedé mirando aquellos dos dedos envueltos en algodón. Entonces, me explicó:
—Tengo que ver si tiene usted úlceras en el recto.
El horror paralizó mis músculos. El doctor Philbrick me enseñó las hojas de la Fundación que decían efectivamente “úlceras en el recto”; luego, sacó del armario un objeto de hule adecuado para el caso, e introdujo en él los dedos envueltos en algodón. Comprendí que había llegado el momento de tomar una decisión: o perder la beca, o aquello. Me subí a la mesa y me hinqué.
—Apoye los codos sobre la mesa.
Apoyé los codos sobre la mesa, me tapé las orejas, cerré los ojos y apreté las mandíbulas. El doctor Philbrick se cercioró de que yo no tenía úlceras en el recto. Después, tiró a la basura lo que cubriera sus dedos y salió del cubículo, diciendo: “Vístase.”
Me vestí y salí tambaleándome. En el pasillo me encontré a Sarita ataviada con una especie de mandil, que al verme (supongo que yo estaba muy mal) me preguntó qué me pasaba.?
—Me metieron el dedo. Dos dedos?
—¿Por dónde??
—¿Por dónde crees, tonta??
Fue una torpeza confesar semejante cosa. Fue la causa de mi desprestigio. Llegado el momento de las úlceras en el recto, Sarita amenazó al doctor Philbrick con llamar a la policía si intentaba revisarle tal parte; el doctor, con la falta de determinación propia de los burgueses, la dejó pasar como sana, y ella, haciendo a un lado las reglas más elementales del compañerismo, salió de allí y fue a contarle a todo el mundo que yo me había doblegado ante el imperialismo yanqui.
Jorge Ibargüengoitia (México, 1928-1983)
domingo, 30 de noviembre de 2014
Carlos Fuentes, sobre la sociedad
"Las revoluciones las hacen los hombres de carne y hueso y no los santos y todas acaban por crear una nueva casta privilegiada"
*
"No existe la libertad, sino la búsqueda de la libertad, y esa búsqueda es la que nos hace libres"
*
"Lo que no tenemos lo encontramos en un amigo. Creo en este obsequio y lo cultivo desde la infancia. No soy en ello diferente a la mayor parte de los seres humanos"
Carlos Fuentes Macías (México, 1928-2012)
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"No existe la libertad, sino la búsqueda de la libertad, y esa búsqueda es la que nos hace libres"
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"Lo que no tenemos lo encontramos en un amigo. Creo en este obsequio y lo cultivo desde la infancia. No soy en ello diferente a la mayor parte de los seres humanos"
Carlos Fuentes Macías (México, 1928-2012)
¡Diles que no me maten!, por Juan Rulfo
-¡Diles que no me maten, Justino! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad. Así diles. Diles que lo hagan por caridad.-No puedo. Hay allí un sargento que no quiere oír hablar nada de ti. -Haz que te oiga. Date tus mañas y dile que para sustos ya ha estado bueno. Dile que lo haga por caridad de Dios. -No se trata de sustos. Parece que te van a matar de a de veras. Y yo ya no quiero volver allá. -Anda otra vez. Solamente otra vez, a ver qué consigues. -No. No tengo ganas de eso, yo soy tu hijo. Y si voy mucho con ellos, acabarán por saber quién soy y les dará por afusilarme a mí también. Es mejor dejar las cosas de este tamaño. -Anda, Justino. Diles que tengan tantita lástima de mí. Nomás eso diles. Justino apretó los dientes y movió la cabeza diciendo: -No. Y siguió sacudiendo la cabeza durante mucho rato. Justino se levantó de la pila de piedras en que estaba sentado y caminó hasta la puerta del corral. Luego se dio vuelta para decir: -Voy, pues. Pero si de perdida me afusilan a mí también, ¿quién cuidará de mi mujer y de los hijos? -La Providencia, Justino. Ella se encargará de ellos. Ocúpate de ir allá y ver qué cosas haces por mí. Eso es lo que urge. Lo habían traído de madrugada. Y ahora era ya entrada la mañana y él seguía todavía allí, amarrado a un horcón, esperando. No se podía estar quieto. Había hecho el intento de dormir un rato para apaciguarse, pero el sueño se le había ido. También se le había ido el hambre. No tenía ganas de nada. Sólo de vivir. Ahora que sabía bien a bien que lo iban a matar, le habían entrado unas ganas tan grandes de vivir como sólo las puede sentir un recién resucitado. Quién le iba a decir que volvería aquel asunto tan viejo, tan rancio, tan enterrado como creía que estaba. Aquel asunto de cuando tuvo que matar a don Lupe. No nada más por nomás, como quisieron hacerle ver los de Alima, sino porque tuvo sus razones. Él se acordaba:
Don Lupe Terreros, el dueño de la Puerta de Piedra, por más señas su compadre. Al que él, Juvencio Nava, tuvo que matar por eso; por ser el dueño de la Puerta de Piedra y que, siendo también su compadre, le negó el pasto para sus animales.
Primero se aguantó por puro compromiso. Pero después, cuando la sequía, en que vio cómo se le morían uno tras otro sus animales hostigados por el hambre y que su compadre don Lupe seguía negándole la yerba de sus potreros, entonces fue cuando se puso a romper la cerca y a arrear la bola de animales flacos hasta las paraneras para que se hartaran de comer. Y eso no le había gustado a don Lupe, que mandó tapar otra vez la cerca para que él, Juvencio Nava, le volviera a abrir otra vez el agujero. Así, de día se tapaba el agujero y de noche se volvía a abrir, mientras el ganado estaba allí, siempre pegado a la cerca, siempre esperando; aquel ganado suyo que antes nomás se vivía oliendo el pasto sin poder probarlo.
Y él y don Lupe alegaban y volvían a alegar sin llegar a ponerse de acuerdo. Hasta que una vez don Lupe le dijo:-Mira, Juvencio, otro animal más que metas al potrero y te lo mato. Y él contestó: -Mire, don Lupe, yo no tengo la culpa de que los animales busquen su acomodo. Ellos son inocentes. Ahí se lo haiga si me los mata. "Y me mató un novillo. "Esto pasó hace treinta y cinco años, por marzo, porque ya en abril andaba yo en el monte, corriendo del exhorto. No me valieron ni las diez vacas que le di al juez, ni el embargo de mi casa para pagarle la salida de la cárcel. Todavía después, se pagaron con lo que quedaba nomás por no perseguirme, aunque de todos modos me perseguían. Por eso me vine a vivir junto con mi hijo a este otro terrenito que yo tenía y que se nombra Palo de Venado. Y mi hijo creció y se casó con la nuera Ignacia y tuvo ya ocho hijos. Así que la cosa ya va para viejo, y según eso debería estar olvidada. Pero, según eso, no lo está. "Yo entonces calculé que con unos cien pesos quedaba arreglado todo. El difunto don Lupe era solo, solamente con su mujer y los dos muchachitos todavía de a gatas. Y la viuda pronto murió también dizque de pena. Y a los muchachitos se los llevaron lejos, donde unos parientes. Así que, por parte de ellos, no había que tener miedo. "Pero los demás se atuvieron a que yo andaba exhortado y enjuiciado para asustarme y seguir robándome. Cada vez que llegaba alguien al pueblo me avisaban: "-Por ahí andan unos fureños, Juvencio. "Y yo echaba pal monte, entreverándome entre los madroños y pasándome los días comiendo verdolagas. A veces tenía que salir a la media noche, como si me fueran correteando los perros. Eso duró toda la vida . No fue un año ni dos. Fue toda la vida." Y ahora habían ido por él, cuando no esperaba ya a nadie, confiado en el olvido en que lo tenía la gente; creyendo que al menos sus últimos días los pasaría tranquilos. "Al menos esto -pensó- conseguiré con estar viejo. Me dejarán en paz". Se había dado a esta esperanza por entero. Por eso era que le costaba trabajo imaginar morir así, de repente, a estas alturas de su vida, después de tanto pelear para librarse de la muerte; de haberse pasado su mejor tiempo tirando de un lado para otro arrastrado por los sobresaltos y cuando su cuerpo había acabado por ser un puro pellejo correoso curtido por los malos días en que tuvo que andar escondiéndose de todos. Por si acaso, ¿no había dejado hasta que se le fuera su mujer? Aquel día en que amaneció con la nueva de que su mujer se le había ido, ni siquiera le pasó por la cabeza la intención de salir a buscarla. Dejó que se fuera sin indagar para nada ni con quién ni para dónde, con tal de no bajar al pueblo. Dejó que se le fuera como se le había ido todo lo demás, sin meter las manos. Ya lo único que le quedaba para cuidar era la vida, y ésta la conservaría a como diera lugar. No podía dejar que lo mataran. No podía. Mucho menos ahora. Pero para eso lo habían traído de allá, de Palo de Venado. No necesitaron amarrarlo para que los siguiera. Él anduvo solo, únicamente maniatado por el miedo. Ellos se dieron cuenta de que no podía correr con aquel cuerpo viejo, con aquellas piernas flacas como sicuas secas, acalambradas por el miedo de morir. Porque a eso iba. A morir. Se lo dijeron. Desde entonces lo supo. Comenzó a sentir esa comezón en el estómago que le llegaba de pronto siempre que veía de cerca la muerte y que le sacaba el ansia por los ojos, y que le hinchaba la boca con aquellos buches de agua agria que tenía que tragarse sin querer. Y esa cosa que le hacía los pies pesados mientras su cabeza se le ablandaba y el corazón le pegaba con todas sus fuerzas en las costillas. No, no podía acostumbrarse a la idea de que lo mataran. Tenía que haber alguna esperanza. En algún lugar podría aún quedar alguna esperanza. Tal vez ellos se hubieran equivocado. Quizá buscaban a otro Juvencio Nava y no al Juvencio Nava que era él. Caminó entre aquellos hombres en silencio, con los brazos caídos. La madrugada era oscura, sin estrellas. El viento soplaba despacio, se llevaba la tierra seca y traía más, llena de ese olor como de orines que tiene el polvo de los caminos. Sus ojos, que se habían apenuscado con los años, venían viendo la tierra, aquí, debajo de sus pies, a pesar de la oscuridad. Allí en la tierra estaba toda su vida. Sesenta años de vivir sobre de ella, de encerrarla entre sus manos, de haberla probado como se prueba el sabor de la carne. Se vino largo rato desmenuzándola con los ojos, saboreando cada pedazo como si fuera el último, sabiendo casi que sería el último. Luego, como queriendo decir algo, miraba a los hombres que iban junto a él. Iba a decirles que lo soltaran, que lo dejaran que se fuera: "Yo no le he hecho daño a nadie, muchachos", iba a decirles, pero se quedaba callado. "Más adelantito se los diré", pensaba. Y sólo los veía. Podía hasta imaginar que eran sus amigos; pero no quería hacerlo. No lo eran. No sabía quiénes eran. Los veía a su lado ladeándose y agachándose de vez en cuando para ver por dónde seguía el camino. Los había visto por primera vez al pardear de la tarde, en esa hora desteñida en que todo parece chamuscado. Habían atravesado los surcos pisando la milpa tierna. Y él había bajado a eso: a decirles que allí estaba comenzando a crecer la milpa. Pero ellos no se detuvieron. Los había visto con tiempo. Siempre tuvo la suerte de ver con tiempo todo. Pudo haberse escondido, caminar unas cuantas horas por el cerro mientras ellos se iban y después volver a bajar. Al fin y al cabo la milpa no se lograría de ningún modo. Ya era tiempo de que hubieran venido las aguas y las aguas no aparecían y la milpa comenzaba a marchitarse. No tardaría en estar seca del todo. Así que ni valía la pena de haber bajado; haberse metido entre aquellos hombres como en un agujero, para ya no volver a salir. Y ahora seguía junto a ellos, aguantándose las ganas de decirles que lo soltaran. No les veía la cara; sólo veía los bultos que se repegaban o se separaban de él. De manera que cuando se puso a hablar, no supo si lo habían oído. Dijo: -Yo nunca le he hecho daño a nadie -eso dijo. Pero nada cambió. Ninguno de los bultos pareció darse cuenta. Las caras no se volvieron a verlo. Siguieron igual, como si hubieran venido dormidos. Entonces pensó que no tenía nada más que decir, que tendría que buscar la esperanza en algún otro lado. Dejó caer otra vez los brazos y entró en las primeras casas del pueblo en medio de aquellos cuatro hombres oscurecidos por el color negro de la noche. -Mi coronel, aquí está el hombre. Se habían detenido delante del boquete de la puerta. Él, con el sombrero en la mano, por respeto, esperando ver salir a alguien. Pero sólo salió la voz: -¿Cuál hombre? -preguntaron. -El de Palo de Venado, mi coronel. El que usted nos mandó a traer. -Pregúntale que si ha vivido alguna vez en Alima -volvió a decir la voz de allá adentro. -¡Ey, tú! ¿Que si has habitado en Alima? -repitió la pregunta el sargento que estaba frente a él. -Sí. Dile al coronel que de allá mismo soy. Y que allí he vivido hasta hace poco. -Pregúntale que si conoció a Guadalupe Terreros. -Que dizque si conociste a Guadalupe Terreros. -¿A don Lupe? Sí. Dile que sí lo conocí. Ya murió. Entonces la voz de allá adentro cambió de tono: -Ya sé que murió -dijo-. Y siguió hablando como si platicara con alguien allá, al otro lado de la pared de carrizos: -Guadalupe Terreros era mi padre. Cuando crecí y lo busqué me dijeron que estaba muerto. Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está muerta. Con nosotros, eso pasó. "Luego supe que lo habían matado a machetazos, clavándole después una pica de buey en el estómago. Me contaron que duró más de dos días perdido y que, cuando lo encontraron tirado en un arroyo, todavía estaba agonizando y pidiendo el encargo de que le cuidaran a su familia. "Esto, con el tiempo, parece olvidarse. Uno trata de olvidarlo. Lo que no se olvida es llegar a saber que el que hizo aquello está aún vivo, alimentando su alma podrida con la ilusión de la vida eterna. No podría perdonar a ése, aunque no lo conozco; pero el hecho de que se haya puesto en el lugar donde yo sé que está, me da ánimos para acabar con él. No puedo perdonarle que siga viviendo. No debía haber nacido nunca". Desde acá, desde fuera, se oyó bien claro cuando dijo. Después ordenó: -¡Llévenselo y amárrenlo un rato, para que padezca, y luego fusílenlo! -¡Mírame, coronel! -pidió él-. Ya no valgo nada. No tardaré en morirme solito, derrengado de viejo. ¡No me mates...! -¡Llévenselo! -volvió a decir la voz de adentro. -...Ya he pagado, coronel. He pagado muchas veces. Todo me lo quitaron. Me castigaron de muchos modos. Me he pasado cosa de cuarenta años escondido como un apestado, siempre con el pálpito de que en cualquier rato me matarían. No merezco morir así, coronel. Déjame que, al menos, el Señor me perdone. ¡No me mates! ¡Diles que no me maten!. Estaba allí, como si lo hubieran golpeado, sacudiendo su sombrero contra la tierra. Gritando. En seguida la voz de allá adentro dijo: -Amárrenlo y denle algo de beber hasta que se emborrache para que no le duelan los tiros. Ahora, por fin, se había apaciguado. Estaba allí arrinconado al pie del horcón. Había venido su hijo Justino y su hijo Justino se había ido y había vuelto y ahora otra vez venía. Lo echó encima del burro. Lo apretaló bien apretado al aparejo para que no se fuese a caer por el camino. Le metió su cabeza dentro de un costal para que no diera mala impresión. Y luego le hizo pelos al burro y se fueron, arrebiatados, de prisa, para llegar a Palo de Venado todavía con tiempo para arreglar el velorio del difunto. -Tu nuera y los nietos te extrañarán -iba diciéndole-. Te mirarán a la cara y creerán que no eres tú. Se les afigurará que te ha comido el coyote cuando te vean con esa cara tan llena de boquetes por tanto tiro de gracia como te dieron. Juan Rulfo (México, 1918-1986) |
No oyes ladrar a los perros, por Juan Rulfo
—Tú que vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna luz en alguna parte.
—No se ve nada.
—Ya debemos estar cerca.
—Sí, pero no se oye nada.
—Mira bien.
—No se ve nada.
—Pobre de ti, Ignacio.
La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo, trepándose a las piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla del arroyo. Era una sola sombra, tambaleante.
La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda.
—Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron que Tonaya estaba detrasito del monte. Y desde qué horas que hemos dejado el monte. Acuérdate, Ignacio.
—Sí, pero no veo rastro de nada.
—Me estoy cansando.
—Bájame.
El viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin soltar la carga de sus hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quería sentarse, porque después no hubiera podido levantar el cuerpo de su hijo, al que allá atrás, horas antes, le habían ayudado a echárselo a la espalda. Y así lo había traído desde entonces.
—¿Cómo te sientes?
—Mal.
Hablaba poco. Cada vez menos. En ratos parecía dormir. En ratos parecía tener frío. Temblaba. Sabía cuándo le agarraba a su hijo el temblor por las sacudidas que le daba, y porque los pies se le encajaban en los ijares como espuelas. Luego las manos del hijo, que traía trabadas en su pescuezo, le zarandeaban la cabeza como si fuera una sonaja. Él apretaba los dientes para no morderse la lengua y cuando acababa aquello le preguntaba:
—¿Te duele mucho?
—Algo —contestaba él.
Primero le había dicho: "Apéame aquí... Déjame aquí... Vete tú solo. Yo te alcanzaré mañana o en cuanto me reponga un poco." Se lo había dicho como cincuenta veces. Ahora ni siquiera eso decía. Allí estaba la luna. Enfrente de ellos. Una luna grande y colorada que les llenaba de luz los ojos y que estiraba y oscurecía más su sombra sobre la tierra.
—No veo ya por dónde voy —decía él.
Pero nadie le contestaba.
E1 otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin sangre, reflejando una luz opaca. Y él acá abajo.
—¿Me oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien.
Y el otro se quedaba callado.
Siguió caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego se enderezaba para volver a tropezar de nuevo.
—Este no es ningún camino. Nos dijeron que detrás del cerro estaba Tonaya. Ya hemos pasado el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga que está cerca. ¿Por qué no quieres decirme qué ves, tú que vas allá arriba, Ignacio?
—Bájame, padre.
—¿Te sientes mal?
—Sí
—Te llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quien te cuide. Dicen que allí hay un doctor. Yo te llevaré con él. Te he traído cargando desde hace horas y no te dejaré tirado aquí para que acaben contigo quienes sean.
Se tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a enderezarse.
—Te llevaré a Tonaya.
—Bájame.
Su voz se hizo quedita, apenas murmurada:
—Quiero acostarme un rato.
—Duérmete allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.
La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La cara del viejo, mojada en sudor, se llenó de luz. Escondió los ojos para no mirar de frente, ya que no podía agachar la cabeza agarrotada entre las manos de su hijo.
—Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque usted fue su hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado tirado allí, donde lo encontré, y no lo hubiera recogido para llevarlo a que lo curen, como estoy haciéndolo. Es ella la que me da ánimos, no usted. Comenzando porque a usted no le debo más que puras dificultades, puras mortificaciones, puras vergüenzas.
Sudaba al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el sudor seco, volvía a sudar.
—Me derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas que le han hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien, volverá a sus malos pasos. Eso ya no me importa. Con tal que se vaya lejos, donde yo no vuelva a saber de usted. Con tal de eso... Porque para mí usted ya no es mi hijo. He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí me tocaba la he maldecido. He dicho: “¡Que se le pudra en los riñones la sangre que yo le di!” Lo dije desde que supe que usted andaba trajinando por los caminos, viviendo del robo y matando gente... Y gente buena. Y si no, allí esta mi compadre Tranquilino. El que lo bautizó a usted. El que le dio su nombre. A él también le tocó la mala suerte de encontrarse con usted. Desde entonces dije: “Ese no puede ser mi hijo.”
—Mira a ver si ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo desde allá arriba, porque yo me siento sordo.
—No veo nada.
—Peor para ti, Ignacio.
—Tengo sed.
—¡Aguántate! Ya debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es muy noche y han de haber apagado la luz en el pueblo. Pero al menos debías de oír si ladran los perros. Haz por oír.
—Dame agua.
—Aquí no hay agua. No hay más que piedras. Aguántate. Y aunque la hubiera, no te bajaría a tomar agua. Nadie me ayudaría a subirte otra vez y yo solo no puedo.
—Tengo mucha sed y mucho sueño.
—Me acuerdo cuando naciste. Así eras entonces.
Despertabas con hambre y comías para volver a dormirte. Y tu madre te daba agua, porque ya te habías acabado la leche de ella. No tenías llenadero. Y eras muy rabioso. Nunca pensé que con el tiempo se te fuera a subir aquella rabia a la cabeza... Pero así fue. Tu madre, que descanse en paz, quería que te criaras fuerte. Creía que cuando tú crecieras irías a ser su sostén. No te tuvo más que a ti. El otro hijo que iba a tener la mató. Y tú la hubieras matado otra vez si ella estuviera viva a estas alturas.
Sintió que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de apretar las rodillas y comenzó a soltar los pies, balanceándolo de un lado para otro. Y le pareció que la cabeza; allá arriba, se sacudía como si sollozara.
Sobre su cabello sintió que caían gruesas gotas, como de lágrimas.
—¿Lloras, Ignacio? Lo hace llorar a usted el recuerdo de su madre, ¿verdad? Pero nunca hizo usted nada por ella. Nos pagó siempre mal. Parece que en lugar de cariño, le hubiéramos retacado el cuerpo de maldad. ¿Y ya ve? Ahora lo han herido. ¿Qué pasó con sus amigos? Los mataron a todos. Pero ellos no tenían a nadie. Ellos bien hubieran podido decir: “No tenemos a quién darle nuestra lástima”. ¿Pero usted, Ignacio?
Allí estaba ya el pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna. Tuvo la impresión de que lo aplastaba el peso de su hijo al sentir que las corvas se le doblaban en el último esfuerzo. Al llegar al primer tejaván, se recostó sobre el pretil de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo hubieran descoyuntado.
Destrabó difícilmente los dedos con que su hijo había venido sosteniéndose de su cuello y, al quedar libre, oyó cómo por todas partes ladraban los perros.
—¿Y tú no los oías, Ignacio? —dijo—. No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza.
Juan Rulfo (México, 1918-1986)
—No se ve nada.
—Ya debemos estar cerca.
—Sí, pero no se oye nada.
—Mira bien.
—No se ve nada.
—Pobre de ti, Ignacio.
La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo, trepándose a las piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla del arroyo. Era una sola sombra, tambaleante.
La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda.
—Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron que Tonaya estaba detrasito del monte. Y desde qué horas que hemos dejado el monte. Acuérdate, Ignacio.
—Sí, pero no veo rastro de nada.
—Me estoy cansando.
—Bájame.
El viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin soltar la carga de sus hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quería sentarse, porque después no hubiera podido levantar el cuerpo de su hijo, al que allá atrás, horas antes, le habían ayudado a echárselo a la espalda. Y así lo había traído desde entonces.
—¿Cómo te sientes?
—Mal.
Hablaba poco. Cada vez menos. En ratos parecía dormir. En ratos parecía tener frío. Temblaba. Sabía cuándo le agarraba a su hijo el temblor por las sacudidas que le daba, y porque los pies se le encajaban en los ijares como espuelas. Luego las manos del hijo, que traía trabadas en su pescuezo, le zarandeaban la cabeza como si fuera una sonaja. Él apretaba los dientes para no morderse la lengua y cuando acababa aquello le preguntaba:
—¿Te duele mucho?
—Algo —contestaba él.
Primero le había dicho: "Apéame aquí... Déjame aquí... Vete tú solo. Yo te alcanzaré mañana o en cuanto me reponga un poco." Se lo había dicho como cincuenta veces. Ahora ni siquiera eso decía. Allí estaba la luna. Enfrente de ellos. Una luna grande y colorada que les llenaba de luz los ojos y que estiraba y oscurecía más su sombra sobre la tierra.
—No veo ya por dónde voy —decía él.
Pero nadie le contestaba.
E1 otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin sangre, reflejando una luz opaca. Y él acá abajo.
—¿Me oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien.
Y el otro se quedaba callado.
Siguió caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego se enderezaba para volver a tropezar de nuevo.
—Este no es ningún camino. Nos dijeron que detrás del cerro estaba Tonaya. Ya hemos pasado el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga que está cerca. ¿Por qué no quieres decirme qué ves, tú que vas allá arriba, Ignacio?
—Bájame, padre.
—¿Te sientes mal?
—Sí
—Te llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quien te cuide. Dicen que allí hay un doctor. Yo te llevaré con él. Te he traído cargando desde hace horas y no te dejaré tirado aquí para que acaben contigo quienes sean.
Se tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a enderezarse.
—Te llevaré a Tonaya.
—Bájame.
Su voz se hizo quedita, apenas murmurada:
—Quiero acostarme un rato.
—Duérmete allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.
La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La cara del viejo, mojada en sudor, se llenó de luz. Escondió los ojos para no mirar de frente, ya que no podía agachar la cabeza agarrotada entre las manos de su hijo.
—Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque usted fue su hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado tirado allí, donde lo encontré, y no lo hubiera recogido para llevarlo a que lo curen, como estoy haciéndolo. Es ella la que me da ánimos, no usted. Comenzando porque a usted no le debo más que puras dificultades, puras mortificaciones, puras vergüenzas.
Sudaba al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el sudor seco, volvía a sudar.
—Me derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas que le han hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien, volverá a sus malos pasos. Eso ya no me importa. Con tal que se vaya lejos, donde yo no vuelva a saber de usted. Con tal de eso... Porque para mí usted ya no es mi hijo. He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí me tocaba la he maldecido. He dicho: “¡Que se le pudra en los riñones la sangre que yo le di!” Lo dije desde que supe que usted andaba trajinando por los caminos, viviendo del robo y matando gente... Y gente buena. Y si no, allí esta mi compadre Tranquilino. El que lo bautizó a usted. El que le dio su nombre. A él también le tocó la mala suerte de encontrarse con usted. Desde entonces dije: “Ese no puede ser mi hijo.”
—Mira a ver si ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo desde allá arriba, porque yo me siento sordo.
—No veo nada.
—Peor para ti, Ignacio.
—Tengo sed.
—¡Aguántate! Ya debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es muy noche y han de haber apagado la luz en el pueblo. Pero al menos debías de oír si ladran los perros. Haz por oír.
—Dame agua.
—Aquí no hay agua. No hay más que piedras. Aguántate. Y aunque la hubiera, no te bajaría a tomar agua. Nadie me ayudaría a subirte otra vez y yo solo no puedo.
—Tengo mucha sed y mucho sueño.
—Me acuerdo cuando naciste. Así eras entonces.
Despertabas con hambre y comías para volver a dormirte. Y tu madre te daba agua, porque ya te habías acabado la leche de ella. No tenías llenadero. Y eras muy rabioso. Nunca pensé que con el tiempo se te fuera a subir aquella rabia a la cabeza... Pero así fue. Tu madre, que descanse en paz, quería que te criaras fuerte. Creía que cuando tú crecieras irías a ser su sostén. No te tuvo más que a ti. El otro hijo que iba a tener la mató. Y tú la hubieras matado otra vez si ella estuviera viva a estas alturas.
Sintió que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de apretar las rodillas y comenzó a soltar los pies, balanceándolo de un lado para otro. Y le pareció que la cabeza; allá arriba, se sacudía como si sollozara.
Sobre su cabello sintió que caían gruesas gotas, como de lágrimas.
—¿Lloras, Ignacio? Lo hace llorar a usted el recuerdo de su madre, ¿verdad? Pero nunca hizo usted nada por ella. Nos pagó siempre mal. Parece que en lugar de cariño, le hubiéramos retacado el cuerpo de maldad. ¿Y ya ve? Ahora lo han herido. ¿Qué pasó con sus amigos? Los mataron a todos. Pero ellos no tenían a nadie. Ellos bien hubieran podido decir: “No tenemos a quién darle nuestra lástima”. ¿Pero usted, Ignacio?
Allí estaba ya el pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna. Tuvo la impresión de que lo aplastaba el peso de su hijo al sentir que las corvas se le doblaban en el último esfuerzo. Al llegar al primer tejaván, se recostó sobre el pretil de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo hubieran descoyuntado.
Destrabó difícilmente los dedos con que su hijo había venido sosteniéndose de su cuello y, al quedar libre, oyó cómo por todas partes ladraban los perros.
—¿Y tú no los oías, Ignacio? —dijo—. No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza.
Juan Rulfo (México, 1918-1986)
sábado, 29 de noviembre de 2014
El mal fotógrafo, por Juan Villoro
Recuerdo a mi padre alejarse del grupo donde se servía limonada. En las playas o los jardines, siempre tenía algún motivo para apartarse de nosotros, como si los niños causáramos insolación y tuviese que buscar sombra en otra parte.
Puedo ver su cara recortada en el quicio de una puerta, fumando con desgano, con la rutina parda del adicto que hace mucho dejó de disfrutar el vicio. Nunca se quitaba la corbata. Para él las vacaciones eran el momento en que se manchaba la corbata y no le importaba. Sólo se ponía otra al volver al trabajo.
Supongo que nunca se adaptó a nosotros. Nos tomaba en cuenta con la calmosa dedicación con que alguien deja caer gotas azules en un acuario.
También el verdadero sol lo molestaba. Le sacaba pecas en los antebrazos, cubiertos de vellos rojizos. No era un hombre de intemperie. Lo único que disfrutaba de las vacaciones era el trayecto, las muchas horas a bordo del coche. Entonces cantaba una canción sobre un caballo de carreras. Aunque el caballo perdía siempre, su voz sonaba feliz y libre. Una voz hecha para el camino.
Distanciarse estaba en su carácter. Nunca lo vimos tomar una fotografía, pero las fotos que encontramos muchos años después deben ser suyas. Estuvo suficientemente cerca y suficientemente lejos de nosotros para retratarnos. Lo imagino con una de esas cámaras que se colgaban del hombro y tenían estuche de cuero.
Las fotos recogen jardines olvidados y casas donde tal vez dormimos una noche, en camino a otra parte. Entonces éramos más rubios, más blancos, más antiguos. Una época pálida, antes de que la fotografía a color se volviera enfática. A mi padre le iban bien esos tonos indecisos, donde un coche azul parecía más gris de lo que era.
Nadie guardó las fotos en un álbum, tal vez porque eran malas, tal vez porque pertenecían a una época que se volvió complicado recordar.
En las tomas aparecen objetos que sólo a mi padre le hubiera interesado retratar. Las bancas, los postes de luz, los tejados, los coches –sobre todo los coches– sobreviven mejor que nosotros. Ciertas fotos oblicuas o movidas parecen tomadas desde un auto en movimiento.
El dato final y decisivo para asociarlas con mi padre es que después no hubo otras. Una tarde subió a su Studebaker y no volvimos a saber de él.
Las fotografías aparecieron en un desván, dentro de una maleta con correas, estampada con nombres de hoteles a los que no fuimos nosotros. Supongo que las dejó ahí para que lo conociéramos de otro modo, para que supiéramos lo mal fotógrafo que había sido, cuán frágil era su pulso, la falta de concentración que determinaba su mirada. Un detective a sueldo hubiera hecho mejor trabajo.
¿Es posible que el autor de las fotografías sea otro? No lo creo. La torpeza, el desapego, la atención vacilante son una firma clara.
De mi padre sabemos lo peor: huyó; fuimos la molestia que quiso evitarse. Las fotos confirman su dificultad para vernos. Curiosamente, también muestran que lo intentó. Con la obstinación del mediocre, reiteró su fracaso sin que eso llegara a ser dramático. Nunca supimos que sufriera. Ni siquiera supimos que fotografiaba.
Hubo un tiempo en que vivimos con un fotógrafo invisible. Nos espiaba sin que ganáramos color. Que alguien incapaz de enfocar nos mirara así, revela un esfuerzo peculiar, una forma secreta del tesón. Mi padre buscaba algo extraviado o que nunca estuvo ahí. No dio con su objetivo, pero no dejó de recargar la cámara. Sus ojos, que no estaban hechos para vernos, querían vernos.
Las fotos, desastrosas, inservibles, fueron tomadas por un inepto que insistía.
Una tarde subió al Studebaker. Supongo que cantó su canción del caballo, una y otra vez, hasta que en un recodo solitario ganó, al fin, una carrera.
Juan Villoro (México, 1956)
A Asunción, por Manuel Acuña
Mire usted, Asunción: aunque algún ángel
Metiéndose envidioso,
Conciba allá en el cielo el mal capricho
De venir por la noche a hacerle el oso
Y en un acto glorioso
Llevársela de aquí, como le ha dicho
No sé qué nigromante misterioso,
No vaya usted, por Dios, a hacerle caso,
Ni a dar con el tal ángel un mal paso;
Estése usted dormida,
Debajo de las sábanas metida,
Y deje usted que la hable
Y que la vuelva a hablar y que se endiable,
Que entonces con un dedo
Puesto sobre otro en cruz, ¡afuera miedo!
No vaya ustéd a rendirse
Ante el ruego o las lágrimas y a irse...
Que donde usted nos deje
Por seguir en el vuelo a su Tenorio,
Después irá a llorar al purgatorio
Sin tener quien la mime, aunque se queje...
Conque mucho cuidado
Si siente usted un ángel a su lado,
Que yo, como su amigo,
Con tal que usted, Asunción, me lo permita,
Le aconsejo y le digo
Que después de Rosario y Margarita
No admita usted más ángeles consigo.
Estése usted con ellas
Compartiendo delicias e ilusiones
Todas las horas tienen que ser bellas;
Viva usted muchos años
(Como un humilde criado le diría)
Y mañana que sola o entre extraños
Se encuentre por desgracia en este día,
Si busca usted una alma que la ame,
Llame usted a mi pecho, y conque llame,
Si no estoy muerto encontrará la mía.
Manuel Acuña (México, 1849-1873)
Metiéndose envidioso,
Conciba allá en el cielo el mal capricho
De venir por la noche a hacerle el oso
Y en un acto glorioso
Llevársela de aquí, como le ha dicho
No sé qué nigromante misterioso,
No vaya usted, por Dios, a hacerle caso,
Ni a dar con el tal ángel un mal paso;
Estése usted dormida,
Debajo de las sábanas metida,
Y deje usted que la hable
Y que la vuelva a hablar y que se endiable,
Que entonces con un dedo
Puesto sobre otro en cruz, ¡afuera miedo!
No vaya ustéd a rendirse
Ante el ruego o las lágrimas y a irse...
Que donde usted nos deje
Por seguir en el vuelo a su Tenorio,
Después irá a llorar al purgatorio
Sin tener quien la mime, aunque se queje...
Conque mucho cuidado
Si siente usted un ángel a su lado,
Que yo, como su amigo,
Con tal que usted, Asunción, me lo permita,
Le aconsejo y le digo
Que después de Rosario y Margarita
No admita usted más ángeles consigo.
Estése usted con ellas
Compartiendo delicias e ilusiones
Todas las horas tienen que ser bellas;
Viva usted muchos años
(Como un humilde criado le diría)
Y mañana que sola o entre extraños
Se encuentre por desgracia en este día,
Si busca usted una alma que la ame,
Llame usted a mi pecho, y conque llame,
Si no estoy muerto encontrará la mía.
Manuel Acuña (México, 1849-1873)
Palpar, por Octavio Paz
Mis manos
abren las cortinas de tu ser
te visten con otra desnudez
descubren los cuerpos de tu cuerpo
Mis manos
inventan otro cuerpo a tu cuerpo.
Octavio Paz (México, 1914-1998)
abren las cortinas de tu ser
te visten con otra desnudez
descubren los cuerpos de tu cuerpo
Mis manos
inventan otro cuerpo a tu cuerpo.
Octavio Paz (México, 1914-1998)
Monólogo, por Octavio Paz
Bajo las rotas columnas,
entre la nada y el sueño,
cruzan mis horas insomnes
las sílabas de tu nombre.
Tu largo pelo rojizo,
relámpago del verano,
vibra con dulce violencia
en la espalda de la noche.
Corriente oscura del sueño
que mana entre rüinas
y te construye de nada:
amargas trenzas, olvido,
húmeda costa nocturna
donde se tiende y golpea
un mar sonámbulo, ciego.
Octavio Paz (México, 1914-1998)
entre la nada y el sueño,
cruzan mis horas insomnes
las sílabas de tu nombre.
Tu largo pelo rojizo,
relámpago del verano,
vibra con dulce violencia
en la espalda de la noche.
Corriente oscura del sueño
que mana entre rüinas
y te construye de nada:
amargas trenzas, olvido,
húmeda costa nocturna
donde se tiende y golpea
un mar sonámbulo, ciego.
Octavio Paz (México, 1914-1998)
Dice Rubén, por Jaime Sabines
Dice Rubén que quiere la eternidad, que pelea por esa memoria de los hombres para un siglo, o dos, o veinte. Y yo pienso que esa eternidad no es más que una prolongación, menguada y pobre, de nuestra existencia.
Hay que estar frente a un muro. Y hay que saber que entre nuestros puños que golpean y el lugar del golpe, allí está la eternidad.
Creer en la supervivencia del alma, o en la memoria de los hombres, es lo mismo que creer en Dios, es lo mismo que cargar su tabla mucho antes del naufragio.
Jaime Sabines (México, 1926-1999)
Hay que estar frente a un muro. Y hay que saber que entre nuestros puños que golpean y el lugar del golpe, allí está la eternidad.
Creer en la supervivencia del alma, o en la memoria de los hombres, es lo mismo que creer en Dios, es lo mismo que cargar su tabla mucho antes del naufragio.
Jaime Sabines (México, 1926-1999)
Espacio y Tiempo, por Amado Nervo
Espacio y tiempo, barrotes
de la jaula
en que el ánima, princesa
encantada,
está hilando, hilando cerca
de las ventanas
de los ojos (las únicas
aberturas por donde
suele asomarse, lánguida).
Espacio y tiempo, barrotes
de la jaula;
ya os romperéis, y acaso
muy pronto, porque cada
mes, hora, instante, os mellan,
¡y el pájaro de oro
acecha una rendija para tender las alas!
La princesa, ladina,
finge hilar; pero aguarda
que se rompa una reja...
En tanto, a las lejanas
estrellas dice: «Amigas
tendedme vuestra escala
de la luz sobre el abismo.»
Y las estrellas pálidas
le responden: «¡Espera,
espera, hermana,
y prevén tus esfuerzos:
ya tendemos la escala!»
Amado Nervo (México, 1870-1919)
de la jaula
en que el ánima, princesa
encantada,
está hilando, hilando cerca
de las ventanas
de los ojos (las únicas
aberturas por donde
suele asomarse, lánguida).
Espacio y tiempo, barrotes
de la jaula;
ya os romperéis, y acaso
muy pronto, porque cada
mes, hora, instante, os mellan,
¡y el pájaro de oro
acecha una rendija para tender las alas!
La princesa, ladina,
finge hilar; pero aguarda
que se rompa una reja...
En tanto, a las lejanas
estrellas dice: «Amigas
tendedme vuestra escala
de la luz sobre el abismo.»
Y las estrellas pálidas
le responden: «¡Espera,
espera, hermana,
y prevén tus esfuerzos:
ya tendemos la escala!»
Amado Nervo (México, 1870-1919)
POSIBLES CONSECUENCIAS ECONÓMICAS DE UN ACUERDO DE PAZ ENTRE EL GOBIERNO COLOMBIANO Y LAS FARC, por David Alberto Campos
Mi postura
ha sido siempre la misma: bienvenida la Paz. Así, en mayúsculas. La verdadera
Paz, que trae concordia, cooperación y amor solidario. La que emana de una
completa comunión del hombre con lo trascendente, que se ve reflejada en una
armónica relación con el resto de seres vivientes. Dicha Paz es, en mi
concepto, mucho más que un armisticio o que esas famosas transacciones que
algunos pretenden mostrar como “paz”, con fines electoreros o comerciales.
Ahora bien,
si ante la dificultad de encontrar la Paz el hombre sólo consigue firmar acuerdos
de no agresión, pues vale. Algo es algo. Pero es difícil conseguir siquiera
un acuerdo de no agresión si ambas partes, además frágiles en lo ético (un
gobierno corrupto y un grupo terrorista que trafica con estupefacientes), se
obstinan en permanecer atrincherados en la mutua desconfianza. No sirve
intentar negociar en La Habana si en Colombia continúan los disparos. No ayudan
los secuestros, los chantajes, la falta de amplitud, la
mezquindad y los actos poco coherentes.
De terminar en nada esta nueva intentona, el balance
económico no sería sino desfavorable. Los meros costos de desplazamiento de negociadores
y grupos invitados han sido altísimos. Sólo a principios de 2014 la cifra ya
había superado los 15 billones de pesos. Igual que con el gobierno Pastrana
(1998-2002), habríamos asistido (y de nuevo como impotentes espectadores, pues
esa es la característica de las democracias representativas: todo sucede sin
que el grueso de la población puede hacer algo al respecto, porque ni siquiera
es genuinamente consultado o convocado) a una farsa triste, de muchos ires y
venires y nulos resultados. Lo único que habrá dejado tanta (y tan costosa)
parafernalia habrá sido el espectáculo bochornoso que el santismo y el uribismo
protagonizaron en las presidenciales de 2014. De terminar así, las negociaciones de La Habana se
añadirán en el inconsciente colectivo colombiano a una serie de eventos
generadores de desesperanza, como un hito más de esperanzas fallidas.
Sin embargo,
creo que vale la pena seguirlo intentando. De no ser así, una sociedad ya de
por sí empantanada en lógicas de agresión y violencia puede terminar por
volverse completamente adversa a posteriores intentos de negociación (ya actualmente
es bastante incrédula; cuando hablo de adversa estoy refiriéndome a una
sociedad en activa oposición, una opinión pública francamente hostil, que
condicionaría incluso a los gobiernos de manera negativa, privándolos de
cualquier búsqueda de acuerdo).
Si el grupo
terrorista cesara sus hostilidades y actos vandálicos, liberara a todos sus
secuestrados, y dejara de extorsionar e intimidar a la población civil, podría
ser mejor la perspectiva. Si el gobierno inútil dejara de realizar maniobras
para perpetuar en las esferas de dominio a una oligarquía degenerada y
narcisística, y deja de ejecutar operaciones militares en contra de quienes
dice estar negociando, podría salvar algo de este nuevo proceso.
Pensemos
ahora en el segundo escenario. En caso de concretarse las negociaciones de paz
entre el gobierno colombiano y las FARC, y lograrse al menos una tregua con
desmovilización de la mayoría de los terroristas, el panorama económico también
sería un desafío para los sectores productivos de Colombia. Para comenzar, se
calcula que se iría la tercera parte del presupuesto general de la nación
solamente en la reparación de las víctimas (unos 54 billones de pesos), otros
10 billones en los imprescindibles procesos de resocialización y reinserción
social (tanto de víctimas como de victimarios), y otros 5 billones en tareas de
reinserción laboral de los mismos.
En caso de
implementarse los acuerdos de La habana, el Estado colombiano tendría que
correr con todos los gastos, pues de las FARC no hay información clara sobre
propiedades, cuentas en el extranjero, activos financieros y dinero físico
escondido, además de los millones de dólares que obtiene cada año traficando
con sustancias ilícitas. Sería ingenuo, por no decir estúpido, suponer que
sus cabecillas revelarían al gobierno todos los detalles al respecto. Así que
el desangre económico para Colombia no sería despreciable. ¿Y quiénes
contribuirían, por vía impositiva, a paliar semejante situación? Los ciudadanos
con algún tipo de ingreso gravable, por supuesto. Se perpetraría así otra
canallada contra la ciudadanía colombiana: aparte de poner muertos,
secuestrados y extorsionados durante casi seis décadas, pondrá sus recursos
(ganados con esfuerzo, además, si se tiene en cuenta que la mayoría de los
gravámenes saldrán de la clase media y de la clase media emergente: la gente
que con grandes sacrificios logró educarse y salir de la pobreza) para mantener
a los que otrora fueron sus victimarios.
Lo que
vendría sería un aumento en los impuestos directos e indirectos, sobretodo a
las clases asalariadas: aumentarían el impuesto al patrimonio, la retención a
la fuente, los impuestos al valor agregado y al consumo, etcétera. También
aumentarían, por supuesto, el costo de la canasta familiar y de la gasolina.
El lector ya
habrá advertido que dicha dirección (aumento de gravámenes) afectaría el
consumo del colombiano promedio, con lo que la economía se desaceleraría y
muchos sectores de la economía (bienes y servicios, hotelería, turismo)
saldrían golpeados. Un optimista opinaría que con un aumento de inversión
extranjera se arreglaría el problema, pero ya está demostrado que las medidas
instauradas al respecto no rinden tantos frutos como se esperaba.
Algunos
analistas han advertido, además, que mientras que al colombiano promedio se le
daría garrote en lo impositivo, a las FARC se le daría en bandeja la ocasión de
blanquear casi todos sus dineros (producto de actividades ilícitas como
narcotráfico, desplazamiento forzado, homicidio, secuestro y extorsión), ante
la preocupante ausencia de supervisión o control (el tópico ni se ha planteado
en los diálogos de La Habana), con lo que sus malas prácticas, una vez más,
serían premiadas. Esto sin contar con que tendrían su propio canal de
televisión, curules en el Congreso y otras prebendas, con lo cual se
convertirían en uno de los más poderosos grupos económicos del país (paradójico
para una guerrilla que se autodenomina marxista, pero nada fuera de lo común
teniendo en cuenta la larga historia de sinsentidos, ridiculeces y absurdos de
la vida política en Colombia).
Ahora bien,
desde una óptica más optimista, el cese al fuego definitivo entre el gobierno y
las FARC permitirían aumentar la calidad de vida de los colombianos si se
observa el asunto más desde lo social que desde lo económico. Aumentaría la
sensación de seguridad, se reducirían los trastornos de ansiedad y otras
enfermedades mentales asociadas con la vivencia de tener el terrorismo en casa.
Se lograría cierta distensión, cierta necesarísima relajación en el psiquismo
nacional.
De otro
lado, una eventual tregua redundaría en ventajas como el redireccionamiento de
varios billones de pesos, en la actualidad dedicados a las fuerzas militares y
de inteligencia, hacia otros ítems como la vivienda, la infraestructura
vial y la salud, que necesitan urgentemente una ayuda eficiente del Estado.
En
conclusión, firmar un eventual acuerdo
en La Habana no sería la solución a los problemas de Colombia, como el hábil y
manipulador Juan Manuel Santos insinuó a lo largo de su campaña reeleccionista,
sino apenas un hito en el camino. Así como se resolverían algunas cosas,
aparecerían nuevos desafíos. El varillazo al bolsillo de los colombianos se
haría sentir, y muchos hogares (sobretodo, insisto, los de clase media y clase
media emergente) se verían francamente golpeados. Puede que con ello aumente
aún más la diferencia entre ricos y pobres, ya de por sí escandalosa tanto en
este país como en otros del contexto latinoamericano. Pero también es cierto
que no firmar nada sería el peor de los escenarios posibles, por tanto dinero
que ya se ha gastado en el asunto.
Sólo queda fomentar
entre la ciudadanía un estilo de vida en el que el ahorro, la austeridad y la
organización (cosas a las que está aún muy poco habituado el colombiano común y
corriente) sean consubstanciales al funcionamiento de cada hogar. Sólo así,
esta misma ciudadanía podrá hacer frente a la marea.
David Alberto Campos Vargas (Colombia, 1982)
miércoles, 26 de noviembre de 2014
Duele mucho, por Luis Fernando Campos
A las tres de la mañana ladra un perro en mi cabeza,
A las tres de la mañana miro al tótem enmascarado.
Tú eres el viejo que reza y son las tres de la mañana,
Eres el viejo que reza por las almas que no te han
perdonado.
Eres la mirada que duda en mirar cuarto por cuarto
Las cruces grises del cenicero apagado;
Que apenas si encuentra por quién derramar
Otro par de ojos, otro par de ríos acabados.
¡Y tienes los dientes de arena con los ojos como cirios,
Tienes los dientes de dulce y de sangre salpicados!
¡Tienes un jardín de Babilonia con rosas y lirios
Regalado a un orbe desamparado!
Es hora de contarte, hombre, la historia de un asesinato
Con sangre púrpura y de cobre bruñido,
Tres fuegos de tres lomos de cerdo ceñidos,
Que alumbran de llamas al pobre camposanto.
Tú has sido el olvido sin refugio,
El sonido de las campanas bajo el porche.
Has sido el olvido que no bebe del cáliz salado
Destilado de sueños de amor en la noche.
Un torrente de
sacrificio, de velas raídas,
Furiosas ballenas vomitando sin cesar.
Un fulgor que se apaga, una oscuridad brillante.
Tres hálitos entre el sucio túmulo.
Gotas de cielo y corazón desterrado, querido amigo,
Cripta asquerosa que adora al crucificado.
Padre, querido padre, duele mucho haberte despreciado…
Duele mucho llorar los días que me has perdonado…
Luis Fernando Campos Vargas (Colombia, 1998)
miércoles, 19 de noviembre de 2014
REFLEXIONES PERSONALES SOBRE LA FILOSOFÍA ACTUAL, por David Alberto Campos Vargas
La filosofía actual
tiene un común denominador: su tremendo interés por el lenguaje.
Ahí,
en ese punto de encuentro, se hermanan autores aparentemente
disímiles como Ricoeur y Wittgenstein, Russell y Habermas. El
lenguaje, al que siempre se le prestó atención en círculos
literarios pero que necesitaba una completa revalorización en
terrenos estrictamente filosóficos, tuvo al fin en el siglo XX su
gran oportunidad.
En
otros artículos he enfatizado la necesidad de evitar la frecuente
idolatrización que se le hace a los autores y al pensamiento del
siglo XIX en general (3), pues, como he mostrado en otros textos, con
dichos autores y corrientes venía todo el veneno (el
antropocentrismo a ultranza, el materialismo, el ateísmo, el
narcisismo patológico) que terminaría dañando a la Humanidad en
ese sangriento y triste siglo que fue el siglo XX (4,5,6).
Es cierto que hay que
reconocerles a ellos, en especial a los que yo llamo “sospechosos
maestros” (haciendo algo de burla al típico apelativo de “maestros
de la sospecha” con el que se les conoce), una tremenda capacidad
de trabajo, un innegable talento literario y un excelente uso de la
pluma (por algo fueron tan influyentes), pero ya es hora de que la
Humanidad se vaya quitando la venda y vaya valorándolos en sus
justas dimensiones.
El siglo XX, siglo de
dolor, consternación y tragedias, fue producto de toda esa explosión
(bastante teñida de fanatismo, y de improvisación, y en cambio muy
carente de estructuración lógica y de estructuración
argumentativa) intelectual vivida en el siglo XIX. Pero también, y
eso es lo hermoso de la Historia, nos permitió vivir momentos
fascinantes.
Entenderá
el lector que quiero, en este ensayo, rescatar también los logros
del hombre en el siglo XX. Así como hubo dictaduras y exterminio,
también hubo desarrollos en terrenos como el derecho universal al
sufragio, la valoración de la diferencia y el derecho a la
divergencia, la superación del racismo (o, si el lector no quiere
ser tan optimista, al menos del racismo a nivel formal, aparente y
jurídico). Así como hubo bombas atómicas y V-2, también nos
encontramos al hombre en la Luna. Así como hubo masacres y
violencia, también hubo computadores, internet y una aceleración
interesante en el proceso de globalización (7).
Y
dentro de los grandes logros del siglo XX están, cómo no, los
avances filosóficos. Es cierto que, desde cierta óptica, uno podría
pensar que se amordazó a la Filosofía (8), que se le privó de sus
grandes problemas (verbigracia qué es el bien y qué es el mal,
quién es Dios y cómo definirlo, qué es estético y qué es
antiestético, etcétera), que se le restringió a un pequeño
círculo de acción (más cerrado aún que el que le había dejado
Kant), que se le mutiló en aras de engrandecer a la ciencia. Pero
también es cierto que, en ese mismo orden de ideas, se le dotó de
unas herramientas que no sólo la robustecieron, sino que también le
aseguraron una larga vida.
Así
es. Con ese afán, no digamos meramente metodológico, sino
existencial, estos héroes de la Filosofía quisieron devolverle los
elementos de los que la habían despojado los diletantes del siglo
XIX: su credibilidad, su rigurosidad, su armazón
lógico-argumentativo, su cercanía con la ciencia.
Y
digo héroes, porque salvaron a la Filosofìa de una muerte segura.
Le dieron cuidados intensivos, después de los estragos provocados
por sus antecesores directos (que tristemente se quedaron en su
dimensión de movilizadores sociales, pero descuidaron el elemento
lógico formal necesario para hacer filosofía y no simplemente
deyecciones de doxa, tal
vez por su misma condición de panfletistas y agitadores), y la
libraron de un final trágico: el de verse relegada por científicos
e intelectuales a un simple pasatiempo ocioso y amorfo.
Gracias
a ellos, en especial a los representantes de la filosofía analítica,
nuestra amada hija de Thales no se convirtió en simple rincón
literario, y se aseguró un puesto entre las ciencias serias y no en
el camposanto de los sinsentidos (vale decir, de las opiniones
aventuradas, los absurdos y las ridiculeces).
¿Cabe
decirle neo-escolasticismo a ese intento? Algunos historiadores
sucumbieron a esa tentación. Yo no la comparto. Es cierto que los
filósofos volvieron a escribir haciendo un esfuerzo argumentativo,
basándose en razones y no en intuiciones (ni mucho menos
ocurrencias, como sí lo hizo el logorreico y atolondrado Nietzsche),
haciendo un esfuerzo concienzudo por llegar a la verdad usando la
lógica. Claro, desde ese punto de vista, sería algo sandio el no
recordar a Aristóteles o a santo Tomás de Aquino. Pero también es
cierto que, a diferencia de los escolásticos, estos heroicos
filósofos no se preocuparon mucho de Dios, ni le dieron un estatus
privilegiado a la Teología o a los grandes (y tradicionales)
problemas teológicos, ni le concedieron a la fe o a la revelación
validez alguna. Muchos, además, eran unos ateos convencidos. Todos,
en cambio, muy respetuosos de la ciencia y sus reglas. Por eso creo
que el término “neoescolástico” es desafortunado, incluso para
los escasos creyentes de la filosofía del siglo XX como Maritain.
Tampoco
me deja contento el término “actual”. ¿Por qué? Porque en
menos de un siglo quedará desfasado. Además, siempre me ha
inquietado la pregunta: ¿qué es lo actual? ¿Lo que está
sucediendo, lo que sucedió hace 20 años? ¿Son actuales filósofos
ya fallecidos hace más de cinco décadas? Creo que lo más adecuado
es llamarlos filósofos de la posmodernidad. Claro, podrá pensar el
lector que así como los términos “actual” o “contemporáneo”
son bastante ambiguos, también lo son conceptos como “moderno” o
“posmoderno”. Pero permítame decirle que, así como pueden
perder significación en cuanto a lo cronológico (es posible que en
20 siglos, si no se ha extinto ya, la Humanidad vea al Medioevo ya
dentro de la Edad Antigua, y así con las otras épocas de la
Filosofía), conservan aún significación en cuanto a los criterios
epistemológicos y la cosmovisión implícita en ellos.
Estos
filósofos posmodernos tienen en común, como ya he mencionado, su
interés por el lenguaje. Un lenguaje que algunos ven como un
escenario en el cual se posibilita la representación del mundo
(Wittgenstein, Husserl); que otros perciben como una variedad casi
infinita, metafórica, de distintas acepciones (Ricoeur, Derrida);
que otros aprovechan como un motor social formidable, hecho para la
comunicación y la acción (Escuela de Frankfurt); un lenguaje al que
piden también veracidad, precisión y claridad (Russell, Whitehead)
para que sirva realmente,
de manera genuina, a la hora de intentar entender al mundo, y a
nosotros mismos.
Los diferencian, por
supuesto, los derroteros que cada una de las escuelas toma en aras de
un mayor énfasis en lo epistemológico visto desde el binomio
sujeto-objeto (como Husserl y los fenomenólogos, para quienes es
clave el sujeto que vivencia, es decir, lo experiencial), o de un
mayor compromiso político (como Adorno y sus discípulos), o de una
comprensión lógico-matemática de la vida (como sucede con los
filósofos analíticos) claramente distinta de la versatilidad,
pluralidad y totipotencialidad casi poética de los hermenéuticos.
¿Qué
he aprendido de estos filósofos posmodernos? Enormidad. Sin duda,
hay mucho qué leer y mucho qué aprender de ellos. Ya había tenido
una especial cercanía con Jaspers, pero Husserl y los otros
fenomenólogos me parecen fascinantes en tanto que replantean el
viejo problema cartesiano y se interesan por cómo conocemos ese
mundo de las cosas, de “lo dado” (o “mundo de la vida”, como
lo llamaba magistralmente el padre de la Fenomenología). Más allá
de si existe o no una conciencia o una genuina intencionalidad (cosa
que aún es objeto de estudio de la medicina, especialmente de la
neurofisiología), al menos sí tenemos claro que conocemos un mundo
que se nos presenta,
querámoslo o no. De los
hermenéuticos me parece fascinante, en mi calidad de escritor, algo
que ya había abordado a propósito de la polisemia y sus
posibilidades (9). Y como médico psiquiatra, me alertan sobre la
enorme posibilidad de trabajo con una herramienta tan flexible,
plural y vasta como el lenguaje (y también sobre el enorme riesgo de
fallas en la comunicación, imprecisiones y malentendidos: lo que hay
que evitar, justamente, situándose en el contexto de nuestro
interlocutor, sea el paciente o su familia, y captando sus propios
códigos y pre-saberes). De la Filosofía Analítica creo que es
formidable su intención de lograr una filosofía sistemática,
precisa y estructurada, sólida, fuerte, lista para hacerle frente a
los desafíos de esta época dominada por la ciencia (cosa que,
lastimosamente en mi concepto, no ha podido lograr aún la Teología,
en buena medida por la mediocridad de muchos teólogos, que se toman
muy a pecho aquello de “creer para conocer” y ponen excesivo
énfasis en la fe, descuidando el siempre necesario riguroso
raciocinio). Y por este solo hecho, como filósofo, le estaré
eternamente agradecido (¿quién no honra al que prolonga la vida de
su amada?).
Para
finalizar, creo que conocer más de la Escuela de Frankfurt, todavía
activa y fecunda especialmente gracias a Jürgen Habermas, nos permitirá a todos los colombianos un horizonte amplio a la hora de entender al hombre en su
pluralidad, y nos enseñará verdaderos caminos de tolerancia y
respeto a la diferencia, tan necesarios para cimentar el país que deseamos.
David Alberto Campos Vargas (Colombia, 1982)
REFERENCIAS
(1) Coppleston,
F. Historia de la Filosofía, Madrid, 1990
(2)
Serrano, J.A. Filosofía actual: en perspectiva latinoamericana
(3)
Campos, D.A. El
nacimiento de la tragedia, o cinco ensayos sobre la filosofía del
siglo XIX, inédito.
(4)
Campos, D.A. Los crímenes del comunismo, Bogotá, 2013
(5)
Campos, D.A. Nuevo Milenio es
Neoposmodernidad, Bogotá, 2013
(6)
Campos, D.A. Psicopatología en
los orígenes del nacionalsocialismo, Bogotá, 2013
(7) Watson, P. Historia
intelectual del siglo XX, Nueva York, 2008
(8) Campos, L.F.
Filosofía del siglo XX, Bogotá, 2014
(9) Campos, D.A. Sobre el
giro lingüístico y sus posibilidades, Bogotà, 2012
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