miércoles, 29 de octubre de 2014

RUMPELSTILTSKIN, por los Hermanos Grimm

Había una vez un molinero pobre que tenía una hija muy hermosa. Un día sucedió que tenía que ir a hablar con el rey, y para parecer más importante le dijo:
- Tengo una hija que puede hilar la paja y convertirla en oro.
- Esa es una habilidad que me complace, - le dijo el rey al molinero - si tu hija es tan lista como dices, tráela mañana a mi palacio y lo comprobaremos. 

Cuando trajeron a la muchacha, el rey la llevó a una habitación llena de paja, le dio una rueca y una bobina y dijo:
- Ponte a trabajar, y si mañana por la mañana no has convertido toda esta paja en oro durante la noche, morirás. 

Entonces él mismo cerró la puerta con llave, y la dejó sola. La hija del molinero se sentó sin poder hacer nada por salvar su vida. No tenía ni idea de cómo hilar la paja y convertirla en oro, y se asustaba cada vez más, hasta que por fin comenzó a llorar.

Pero de repente la puerta se abrió y entró un hombrecillo:
- Buenas tardes señorita molinera, ¿por qué estás llorando tanto? 
- ¡Ay de mí!, - contestó la chica - tengo que hilar esta paja y convertirla en oro pero no sé como hacerlo.
- ¿Qué me darás - dijo el hombrecillo - si lo hago por ti? 
- Mi collar. - dijo ella.

El hombrecillo cogió el collar, se sentó en la rueca y whirr, whirr, whirr tres vueltas y la bobina estaba llena.
Puso otra y whirr, whirr, whirr tres vueltas y la segunda estaba llena también. Y siguió así hasta el amanecer, cuando toda la paja estaba hilada, y todas las bobinas llenas de oro.
Al despertar el día el rey ya estaba allí, y cuando vio el oro quedó atónito y encantado, pero su corazón se volvió más avaricioso. Llevó a la hija del molinero a otra habitación mucho más grande y llena de paja, y le ordenó y le ordenó que la hilara en una noche si apreciaba su vida.

La chica no sabía que hacer, y estaba llorando cuando la puerta se abrió de nuevo. El hombrecillo apareció y dijo:
- ¿Qué me darás si hilo esta paja y la convierto en oro? - preguntó él.
- El anillo que llevo en mi dedo - contestó ella.

El hombrecillo cogió el anillo, y empezó otra vez a hacer girar la rueca, y por la mañana había hilado toda la paja y la había convertido en brillante oro. El rey se regocijó más allá de toda medidas cuando lo vio. Pero como no tenía suficiente oro, llevó a la hija del molinero a otra sala llena de paja aun más grande que la anterior, y dijo:
- Tienes que hilar esto en el transcurso de esta noche, si lo consigues serás mi esposa. 
"A pesar de ser la hija de un molinero, " pensó, " no podré encontrar una esposa más rica en el mundo. "
Cuando la chica se quedó sola el hombrecillo apareció por tercera vez, y dijo:
- ¿Qué me darás si hilo la paja esta vez?
- No me queda nada que darte. - respondió la muchacha.
- Entonces prométeme, que si te conviertes en reina, me darás tu primer hijo. 
" Quién sabe si eso ocurrirá alguna vez. " pensó la hija del molinero. Y no sabiendo como salir de aquella situación le prometió al hombrecillo lo que quería. Y una vez más hiló la paja y la convirtió en oro.
Cuando el rey llegó por la mañana, y se encontró con todo el oro que habría deseado, se casó con ella y la preciosa hija del molinero se convirtió en reina.

Un año después, trajo un precioso niño al mundo y en ningún momento se acordó del hombrecillo. Pero de repente vino a su cuarto y le dijo:
- Dame lo que me prometiste. 

La reina estaba horrorizada y le ofreció todas las riquezas del reino si le dejaba a su hijo. Pero el hombrecillo dijo:
- No, algo vivo vale para mí más que todos los tesoros del mundo. 

La reina empezó a lamentarse y a llorar, tanto que el hombrecillo se compadeció de ella:
- Te daré tres días, - dijo - si para entonces has descubierto mi nombre, entonces conservarás a tu hijo. 

Entonces la reina pasó toda la noche pensando en todos los nombres que había oído, y mandó un mensajero a lo ancho y largo del país para preguntar por todos los nombres que hubiera. Cuando el hombrecillo llegó al día siguiente, empezó con Gaspar, Melchor, Baltazar... Dijo, uno tras otro, todos los nombres que sabía, pero en cada uno decía el hombrecillo:
- Ese no es mi nombre. 

En el segundo día había preguntado a los vecinos sus nombres, y ella repitió los más curiosos y poco comunes:
- Quizá tu nombre sea Pata de Cordero o Lazo Largo. 
Pero siempre contestó:
- No, ese no es mi nombre. 

Al tercer día el mensajero volvió y dijo:
- No he podido encontrar ningún nombre nuevo. Pero según subía una gran montaña al final de un bosque, donde el zorro y la liebre se desean las buenas noches. Allí vi aun hombrecillo bastante ridículo que estaba saltando. Dio un brinco sobre una pierna y gritó:
"Hoy hago el pan, mañana haré cerveza,
al otro tendré al hijo de la joven reina.
Ja, estoy contento de que nadie sepa
que Rumpelstiltskin me llamo."
Podéis imaginar lo contenta que se puso la reina cuando escuchó el nombre. Y cuando al poco rato llegó el hombrecillo y preguntó:
- Bien, joven reina ¿Cuál es mi nombre?. 
La reina primero dijo:
- ¿Te llamas Conrad? 
- No. 
- ¿Te llamas Harry? 
- No. 
- ¿Quizá tu nombre es Rumpelstiltskin? 
- ¡Te lo ha dicho el demonio! ¡Te lo ha dicho el demonio!, gritó el hombrecillo. Y en su enfado hundió el pie derecho en la tierra tan fuerte que entró toda la pierna. Y cuando tiró con rabia de la pierna con las dos manos se partió en dos.

Jakob Grimm (Alemania, 1785-1863) y Wilhelm Grimm (Alemania, 1786-1859)

martes, 21 de octubre de 2014

Santa Teresa de Jesús, por Joseph Ratzinger

Queridos amigos, hoy celebramos la fiesta de Santa Teresa de Jesús (Teresa de Ávila). Queremos felicitar a todas las amigas que se llaman Teresa y desearles que el Señor las bendiga especialmente en el día de su patrona.
Les ofrecemos a continuación la vida de Santa Teresa narrada por nuestro querido Papa emérito Benedicto XVI:
“Santa Teresa de Ávila (de Jesús) representa una de las cimas de la espiritualidad cristiana de todos los tiempos.
Nace en Ávila, España, en 1515, con el nombre de Teresa de Ahumada. En su autobiografía ella misma menciona algunos detalles de su infancia: su nacimiento de «padres virtuosos y temerosos de Dios», en el seno de una familia numerosa, con nueve hermanos y tres hermanas.
Todavía niña, cuando tiene menos de nueve años, lee las vidas de algunos mártires que le inspiran el deseo del martirio, hasta el punto de que improvisa una breve huida de casa para morir mártir y subir al cielo; «quiero ver a Dios» dice la pequeña a sus padres.
Algunos años más tarde, Teresa hablará de sus lecturas de la infancia y afirmará que en ellas descubrió la verdad, que resume en dos principios fundamentales: por un lado «el hecho de que todo lo que pertenece al mundo de aquí, pasa»; y, por otro, que sólo Dios es «para siempre, siempre, siempre», tema que se reitera en la famosísima poesía:
«Nada te turbe,
nada te espante;
todo se pasa.
Dios no se muda;
la paciencia todo lo alcanza;
quien a Dios tiene
nada le falta.
¡Sólo Dios basta!».
Al quedar huérfana de madre a los 12 años, pide a la santísima Virgen que le haga de madre.
Aunque en la adolescencia la lectura de libros profanos la había llevado a las distracciones de una vida mundana, la experiencia como alumna de las religiosas agustinas de Santa María de las Gracias de Ávila y la lectura de libros espirituales, sobre todo clásicos de la espiritualidad franciscana, le enseñan el recogimiento y la oración.
A la edad de 20 años, entra en el monasterio carmelita de la Encarnación, también en Ávila; en la vida religiosa toma el nombre de Teresa de Jesús.
Tres años después, enferma gravemente; tanto que permanece cuatro días en coma, aparentemente muerta. Incluso en la lucha contra sus enfermedades, la santa ve el combate contra las debilidades y las resistencias a la llamada de Dios: «Deseaba vivir —escribe—, que bien entendía que no vivía, sino que peleaba con una sombra de muerte, y no había quien me diese vida, y no la podía yo tomar; y quien me la podía dar tenía razón de no socorrerme, pues tantas veces me había tornado a sí y yo dejádole» (Vida 8, 2).
En la Cuaresma de 1554, a los 39 años, Teresa alcanza la cima de la lucha contra sus debilidades. El descubrimiento fortuito de la estatua de «un Cristo muy llagado» (Vida 9, 1) marca profundamente su vida. La santa, que en aquel período encuentra profunda consonancia con el san Agustín de las Confesiones, describe así el día decisivo de su experiencia mística: «Acaecíame... venirme a deshora un sentimiento de la presencia de Dios, que en ninguna manera podía dudar que estaba dentro de mí, o yo toda engolfada en él» (Vida 10, 1).
Paralelamente a la maduración de su interioridad, la santa comienza a desarrollar concretamente el ideal de reforma de la Orden carmelita: en 1562 funda en Ávila, con el apoyo del obispo de la ciudad, don Álvaro de Mendoza, el primer Carmelo reformado, y poco después recibe también la aprobación del superior general de la Orden, Giovanni Battista Rossi.
En los años sucesivos prosigue las fundaciones de nuevos Carmelos, en total diecisiete. Es fundamental el encuentro con san Juan de la Cruz, con quien, en 1568, constituye en Duruelo, cerca de Ávila, el primer convento de Carmelitas Descalzos. En 1580 obtiene de Roma la erección como provincia autónoma para sus Carmelos reformados, punto de partida de la Orden religiosa de los Carmelitas Descalzos.
La vida terrena de Teresa termina precisamente mientras está comprometida en la actividad de fundación. En efecto, en 1582, después de haber constituido el Carmelo de Burgos y mientras se encuentra camino de regreso a Ávila, muere la noche del 15 de octubre en Alba de Tormes, repitiendo humildemente dos expresiones: «Al final, muero como hija de la Iglesia» y «Ya es hora, Esposo mío, de que nos veamos».
Una existencia consumida dentro de España, pero entregada por toda la Iglesia. Beatificada en 1614 por el Papa Pablo V y canonizada por Gregorio XV en 1622, el siervo de Dios Pablo VI la proclama «doctora de la Iglesia» en 1970.
Teresa de Jesús no tenía una formación académica, pero siempre sacó provecho de las enseñanzas de teólogos, literatos y maestros espirituales. Como escritora, siempre se atuvo a lo que personalmente había vivido o había visto en la experiencia de otros (cf. Prólogo al Camino de perfección), es decir, a la experiencia.
Teresa teje relaciones de amistad espiritual con numerosos santos, en particular con san Juan de la Cruz. Al mismo tiempo, se alimenta con la lectura de los Padres de la Iglesia, san Jerónimo, san Gregorio Magno, san Agustín.
Entre sus principales obras hay que recordar ante todo la autobiografía, titulada Libro de la vida, que ella llama Libro de las misericordias del Señor. Compuesta en el Carmelo de Ávila en 1565, refiere el itinerario biográfico y espiritual, escrito, como afirma la propia Teresa, para someter su alma al discernimiento del «Maestro de los espirituales», san Juan de Ávila.
El objetivo es poner de relieve la presencia y la acción de Dios misericordioso en su vida: por esto, la obra refiere a menudo su diálogo de oración con el Señor. Es una lectura que fascina, porque la santa no sólo cuenta, sino que muestra que revive la experiencia profunda de su relación con Dios. (…)
La obra mística más famosa de santa Teresa es el Castillo interior, escrito en 1577, en plena madurez. Se trata de una relectura de su propio camino de vida espiritual y, al mismo tiempo, de una codificación del posible desarrollo de la vida cristiana hacia su plenitud, la santidad, bajo la acción del Espíritu Santo. Teresa se refiere a la estructura de un castillo con siete moradas, como imagen de la interioridad del hombre, introduciendo, al mismo tiempo, el símbolo del gusano de seda que renace mariposa, para expresar el paso de lo natural a lo sobrenatural. (…)
No es fácil resumir en pocas palabras la profunda y articulada espiritualidad teresiana. Quiero mencionar algunos puntos esenciales. En primer lugar, santa Teresa propone las virtudes evangélicas como base de toda la vida cristiana y humana: en particular, el desapego de los bienes o pobreza evangélica, y esto nos atañe a todos; el amor mutuo como elemento esencial de la vida comunitaria y social; la humildad como amor a la verdad; la determinación como fruto de la audacia cristiana; la esperanza teologal, que describe como sed de agua viva.
Sin olvidar las virtudes humanas: afabilidad, veracidad, modestia, amabilidad, alegría, cultura. En segundo lugar, santa Teresa propone una profunda sintonía con los grandes personajes bíblicos y la escucha viva de la Palabra de Dios. Ella se siente en consonancia sobre todo con la esposa del Cantar de los cantares y con el apóstol san Pablo, además del Cristo de la Pasión y del Jesús eucarístico.
Asimismo, la santa subraya cuán esencial es la oración; rezar, dice, significa «tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama» (Vida 8, 5). La idea de santa Teresa coincide con la definición que santo Tomás de Aquino da de la caridad teologal, como «amicitia quaedam hominis ad Deum», un tipo de amistad del hombre con Dios, que fue el primero en ofrecer su amistad al hombre; la iniciativa viene de Dios.
La oración es vida y se desarrolla gradualmente a la vez que crece la vida cristiana: comienza con la oración vocal, pasa por la interiorización a través de la meditación y el recogimiento, hasta alcanzar la unión de amor con Cristo y con la santísima Trinidad.
Obviamente no se trata de un desarrollo en el cual subir a los escalones más altos signifique dejar el precedente tipo de oración, sino que es más bien una profundización gradual de la relación con Dios que envuelve toda la vida.
Más que una pedagogía de la oración, la de Teresa es una verdadera «mistagogia»: al lector de sus obras le enseña a orar rezando ella misma con él; en efecto, con frecuencia interrumpe el relato o la exposición para prorrumpir en una oración.
Otro tema importante para la santa es la centralidad de la humanidad de Cristo. Para Teresa, de hecho, la vida cristiana es relación personal con Jesús, que culmina en la unión con Él por gracia, por amor y por imitación. De aquí la importancia que ella atribuye a la meditación de la Pasión y a la Eucaristía, como presencia de Cristo, en la Iglesia, para la vida de cada creyente y como corazón de la liturgia.
Santa Teresa vive un amor incondicional a la Iglesia: manifiesta un vivo «sensus Ecclesiae» frente a los episodios de división y conflicto en la Iglesia de su tiempo. Reforma la Orden carmelita con la intención de servir y defender mejor a la «santa Iglesia católica romana», y está dispuesta a dar la vida por ella (cf. Vida 33, 5).
Un último aspecto esencial de la doctrina teresiana, que quiero subrayar, es la perfección, como aspiración de toda la vida cristiana y meta final de la misma. La santa tiene una idea muy clara de la «plenitud» de Cristo, que el cristiano revive. Al final del recorrido del Castillo interior, en la última «morada» Teresa describe esa plenitud, realizada en la inhabitación de la Trinidad, en la unión con Cristo a través del misterio de su humanidad.
Queridos hermanos y hermanas, santa Teresa de Jesús es verdadera maestra de vida cristiana para los fieles de todos los tiempos. En nuestra sociedad, a menudo carente de valores espirituales, santa Teresa nos enseña a ser testigos incansables de Dios, de su presencia y de su acción; nos enseña a sentir realmente esta sed de Dios que existe en lo más hondo de nuestro corazón, este deseo de ver a Dios, de buscar a Dios, de estar en diálogo con él y de ser sus amigos. Esta es la amistad que todos necesitamos y que debemos buscar de nuevo, día tras día.
Que el ejemplo de esta santa, profundamente contemplativa y eficazmente activa, nos impulse también a nosotros a dedicar cada día el tiempo adecuado a la oración, a esta apertura hacia Dios, a este camino para buscar a Dios, para verlo, para encontrar su amistad y así la verdadera vida; porque realmente muchos de nosotros deberían decir: «no vivo, no vivo realmente, porque no vivo la esencia de mi vida».
Por esto, el tiempo de la oración no es tiempo perdido; es tiempo en el que se abre el camino de la vida, se abre el camino para aprender de Dios un amor ardiente a él, a su Iglesia, y una caridad concreta para con nuestros hermanos. Gracias”.

Joseph Ratzinger, Papa Benedicto XVI (Alemania, 1927)

domingo, 19 de octubre de 2014

Un médico rural, por Franz Kafka

Estaba muy preocupado; debía emprender un viaje urgente; un enfermo de gravedad me estaba esperando en un pueblo a diez millas de distancia; una violenta tempestad de nieve azotaba el vasto espacio que nos separaba; yo tenía un coche, un cochecito ligero, de grandes ruedas, exactamente apropiado para correr por nuestros caminos; envuelto en el abrigo de pieles, con mi maletín en la mano, esperaba en el patio, listo para marchar; pero faltaba el caballo... El mío se había muerto la noche anterior, agotado por las fatigas de ese invierno helado; mientras tanto, mi criada corría por el pueblo, en busca de un caballo prestado; pero estaba condenada al fracaso, yo lo sabía, y a pesar de eso continuaba allí inútilmente, cada vez más envarado, bajo la nieve que me cubría con su pesado manto. En la puerta apareció la muchacha, sola, y agitó la lámpara; naturalmente, ¿quién habría prestado su caballo para semejante viaje? Atravesé el patio, no hallaba ninguna solución; distraído y desesperado a la vez, golpeé con el pie la ruinosa puerta de la pocilga, deshabitada desde hacía años. La puerta se abrió, y siguió oscilando sobre sus bisagras. De la pocilga salió una vaharada como de establo, un olor a caballos. Una polvorienta linterna colgaba de una cuerda.
Un individuo, acurrucado en el tabique bajo, mostró su rostro claro, de ojitos azules.
-¿Los engancho al coche? -preguntó, acercándose a cuatro patas.
No supe qué decirle, y me agaché para ver qué había dentro de la pocilga. La criada estaba a mi lado.
-Uno nunca sabe lo que puede encontrar en su propia casa -dijo ésta. Y ambos nos echamos a reír.
-¡Hola, hermano, hola, hermana! -gritó el palafrenero, y dos caballos, dos magníficas bestias de vigorosos flancos, con las piernas dobladas y apretadas contra el cuerpo, las perfectas cabezas agachadas, como las de los camellos, se abrieron paso una tras otra por el hueco de la puerta, que llenaban por completo. Pero una vez afuera se irguieron sobre sus largas patas, despidiendo un espeso vapor.
-Ayúdalo -dije a la criada, y ella, dócil, alargó los arreos al caballerizo. Pero apenas llegó a su lado, el hombre la abrazó y acercó su rostro al rostro de la joven. Esta gritó, y huyó hacia mí; sobre sus mejillas se veían, rojas, las marcas de dos hileras de dientes.
-¡Salvaje! -dije al caballerizo-. ¿Quieres que te azote?
Pero luego pensé que se trataba de un desconocido, que yo ignoraba de dónde venía y que me ofrecía ayuda cuando todos me habían fallado. Como si hubiera adivinado mis pensamientos, no se mostró ofendido por mi amenaza y, siempre atareado con los caballos, sólo se volvió una vez hacia mí.
-Suba -me dijo, y, en efecto, todo estaba preparado.
Advierto entonces que nunca viajé con tan hermoso tronco de caballos, y subo alegremente.
-Yo conduciré, pues tú no conoces el camino -dije.
-Naturalmente -replica-, yo no voy con usted: me quedo con Rosa.
-¡No! -grita Rosa, y huye hacia la casa, presintiendo su inevitable destino; aún oigo el ruido de la cadena de la puerta al correr en el cerrojo; oigo girar la llave en la cerradura; veo además que Rosa apaga todas las luces del vestíbulo y, siempre huyendo, las de las habitaciones restantes, para que no puedan encontrarla.
-Tú vendrás conmigo -digo al mozo-; si no es así, desisto del viaje, por urgente que sea. No tengo intención de dejarte a la muchacha como pago del viaje.
-¡Arre! -grita él, y da una palmada; el coche parte, arrastrado como un leño en el torrente; oigo crujir la puerta de mi casa, que cae hecha pedazos bajo los golpes del mozo; luego mis ojos y mis oídos se hunden en el remolino de la tormenta que confunde todos mis sentidos. Pero esto dura sólo un instante; se diría que frente a mi puerta se encontraba la puerta de la casa de mi paciente; ya estoy allí; los caballos se detienen; la nieve ha dejado de caer; claro de luna en torno; los padres de mi paciente salen ansiosos de la casa, seguidos de la hermana; casi me arrancan del coche; no entiendo nada de su confuso parloteo; en el cuarto del enfermo el aire es casi irrespirable, la estufa humea, abandonada; quiero abrir la ventana, pero antes voy a ver al enfermo. Delgado, sin fiebre, ni caliente ni frío, con ojos inexpresivos, sin camisa, el joven se yergue bajo el edredón de plumas, se abraza a mi cuello y me susurra al oído:
-Doctor, déjeme morir.
Miro en torno; nadie lo ha oído; los padres callan, inclinados hacia adelante, esperando mi sentencia; la hermana me ha acercado una silla para que coloque mi maletín de mano. Lo abro, y busco entre mis instrumentos; el joven sigue alargándome las manos, para recordarme su súplica; tomo un par de pinzas, las examino a la luz de la bujía y las deposito nuevamente.
"Sí" pienso indignado, "en estos casos los dioses nos ayudan, nos mandan el caballo que necesitamos y, dada nuestra prisa, nos agregan otro. Además, nos envían un caballerizo..."
En aquel preciso instante me acuerdo de Rosa. ¿Qué hacer? ¿Cómo salvarla? ¿Cómo rescatar su cuerpo del peso de aquel hombre, a diez millas de distancia, con un par de caballos imposibles de manejar? Esos caballos que no sé cómo se han desatado de las riendas, que se abren paso ignoro cómo; que asoman la cabeza por la ventana y contemplan al enfermo, sin dejarse impresionar por las voces de la familia.
-Regresaré en seguida -me digo como si los caballos me invitaran al viaje. Sin embargo, permito que la hermana, que me cree aturdido por el calor, me quite el abrigo de pieles. Me sirven una copa de ron; el anciano me palmea amistosamente el hombro, porque el ofrecimiento de su tesoro justifica ya esta familiaridad. Meneo la cabeza; estallaré dentro del estrecho círculo de mis pensamientos; por eso me niego a beber.
La madre permanece junto al lecho y me invita a acercarme; la obedezco, y mientras un caballo relincha estridentemente hacia el techo, apoyo la cabeza sobre el pecho del joven, que se estremece bajo mi barba mojada. Se confirma lo que ya sabía: el joven está sano, quizá un poco anémico, quizá saturado de café, que su solícita madre le sirve, pero está sano; lo mejor sería sacarlo de un tirón de la cama. No soy ningún reformador del mundo, y lo dejo donde está. Soy un vulgar médico del distrito que cumple con su deber hasta donde puede, hasta un punto que ya es una exageración. Mal pagado, soy, sin embargo, generoso con los pobres. Es necesario que me ocupe de Rosa; al fin y al cabo es posible que el joven tenga razón, y yo también pido que me dejen morir. ¿Qué hago aquí, en este interminable invierno? Mi caballo se ha muerto y no hay nadie en el pueblo que me preste el suyo. Me veré obligado a arrojar mi carruaje en la pocilga; si por casualidad no hubiese encontrado esos caballos, habría tenido que recurrir a los cerdos. Esta es mi situación.
Saludo a la familia con un movimiento de cabeza. Ellos no saben nada de todo esto, y si lo supieran, no lo creerían. Es fácil escribir recetas, pero en cambio es un trabajo difícil entenderse con la gente. Ahora bien, acudí junto al enfermo; una vez más me han molestado inútilmente; estoy acostumbrado a ello; con esa campanilla nocturna todo el distrito me molesta, pero que además tenga que sacrificar a Rosa, esa hermosa muchacha que durante años vivió en mi casa sin que yo me diera cuenta cabal de su presencia... Este sacrificio es excesivo, y tengo que encontrarle alguna solución, cualquier cosa, para no dejarme arrastrar por esta familia que, a pesar de su buena voluntad, no podrían devolverme a Rosa. Pero he aquí que mientras cierro el maletín de mano y hago una señal para que me traigan mi abrigo, la familia se agrupa, el padre olfatea la copa de ron que tiene en la mano, la madre, evidentemente decepcionada conmigo -¿qué espera, pues, la gente?- se muerde, llorosa, los labios, y la hermana agita un pañuelo lleno de sangre; me siento dispuesto a creer, bajo ciertas condiciones, que el joven quizá está enfermo.
Me acerco a él, que me sonríe como si le trajera un cordial... ¡Ah! Ahora los dos caballos relinchan a la vez; ese estrépito ha sido seguramente dispuesto para facilitar mi auscultación; y esta vez descubro que el joven está enfermo. El costado derecho, cerca de la cadera, tiene una herida grande como un platillo, rosada, con muchos matices, oscura en el fondo, más clara en los bordes, suave al tacto, con coágulos irregulares de sangre, abierta como una mina al aire libre. Así es como se ve a cierta distancia. De cerca, aparece peor. ¿Quién puede contemplar una cosa así sin que se le escape un silbido? Los gusanos, largos y gordos como mi dedo meñique, rosados y manchados de sangre, se mueven en el fondo de la herida, la puntean con sus cabecitas blancas y sus numerosas patitas. Pobre muchacho, nada se puede hacer por ti. He descubierto tu gran herida; esa flor abierta en tu costado te mata. La familia está contenta, me ve trabajar; la hermana se lo dice a la madre, ésta al padre, el padre a algunas visitas que entran por la puerta abierta, de puntillas, a través del claro de luna.
-¿Me salvarás? -murmura entre sollozos el joven, deslumbrado por la vista de su herida.
Así es la gente de mi comarca. Siempre esperan que el médico haga lo imposible. Han perdido la antigua fe; el cura se queda en su casa y desgarra sus ornamentos sacerdotales uno tras otro; en cambio, el médico tiene que hacerlo todo, suponen ellos, con sus pobres dedos de cirujano. ¡Como quieran! Yo no les pedí que me llamaran; si pretenden servirse de mí para un designio sagrado, no me negaré a ello. ¿Qué cosa mejor puedo pedir yo, un pobre médico rural, despojado de su criada?
Y he aquí que empiezan a llegar los parientes y todos los ancianos del pueblo, y me desvisten; un coro de escolares, con el maestro a la cabeza, canta junto a la casa una tonada infantil con estas palabras:
Desvístanlo, para que cure,
y si no cura, mátenlo.
Sólo es un médico, sólo es un médico...
Mírenme: ya estoy desvestido, y, mesándome la barba y cabizbajo, miro al pueblo tranquilamente. Tengo un gran dominio sobre mí mismo; me siento superior a todos y aguanto, aunque no me sirve de nada, porque ahora me toman por la cabeza y los pies y me llevan a la cama del enfermo. Me colocan junto a la pared, al lado de la herida. Luego salen todos del aposento; cierran la puerta, el canto cesa; las nubes cubren la luna; las mantas me calientan, las sombras de las cabezas de los caballos oscilan en el vano de las ventanas.
-¿Sabes -me dice una voz al oído- que no tengo mucha confianza en ti? No importa cómo hayas llegado hasta aquí; no te han llevado tus pies. En vez de ayudarme, me escatimas mi lecho de muerte. No sabes cómo me gustaría arrancarte los ojos.
-En verdad -dije yo-, es una vergüenza. Pero soy médico. ¿Qué quieres que haga? Te aseguro que mi papel nada tiene de fácil.
-¿He de darme por satisfecho con esa excusa? Supongo que sí. Siempre debo conformarme. Vine al mundo con una hermosa herida. Es lo único que poseo.
-Joven amigo -digo-, tu error estriba en tu falta de empuje. Yo, que conozco todos los cuartos de los enfermos del distrito, te aseguro: tu herida no es muy terrible. Fue hecha con dos golpes de hacha, en ángulo agudo. Son muchos los que ofrecen sus flancos, y ni siquiera oyen el ruido del hacha en el bosque. Pero menos aún sienten que el hacha se les acerca.
-¿Es de veras así, o te aprovechas de mi fiebre para engañarme?
-Es cierto, palabra de honor de un médico juramentado. Puedes llevártela al otro mundo.
Aceptó mi palabra, y guardó silencio. Pero ya era hora de pensar en mi libertad. Los caballos seguían en el mismo lugar. Recogí rápidamente mis vestidos, mi abrigo de pieles y mi maletín; no podía perder el tiempo en vestirme; si los caballos corrían tanto como en el viaje de ida, saltaría de esta cama a la mía. Dócilmente, uno de los caballos se apartó de la ventana; arrojé el lío en el coche; el abrigo cayó fuera, y sólo quedó retenido por una manga en un gancho. Ya era bastante. Monté de un salto a un caballo; las riendas iban sueltas, las bestias, casi desuncidas, el coche corría al azar y mi abrigo de pieles se arrastraba por la nieve.
-¡De prisa! -grité-. Pero íbamos despacio, como viajeros, por aquel desierto de nieve, y mientras tanto, de nuevo el canto de los escolares, el canto de los muchachos que se mofaban de mí, se dejó oír durante un buen rato detrás de nosotros:
Alégrense, enfermos,
tienen al médico en su propia cama.
A ese paso nunca llegaría a mi casa; mi clientela está perdida; un sucesor ocupará mi cargo, pero sin provecho, porque no puede reemplazarme; en mi casa cunde el repugnante furor del caballerizo; Rosa es su víctima; no quiero pensar en ello. Desnudo, medio muerto de frío y a mi edad, con un coche terrenal y dos caballos sobrenaturales, voy rodando por los caminos. Mi abrigo cuelga detrás del coche, pero no puedo alcanzarlo, y ninguno de esos enfermos sinvergüenzas levantará un dedo para ayudarme. ¡Se han burlado de mí! Basta acudir una vez a un falso llamado de la campanilla nocturna para que lo irreparable se produzca.

Franz Kafka (República Checa, 1883-1924)

viernes, 10 de octubre de 2014

La Máscara, por Luis Fernando Campos

PRELUDIO

Escucho al viento arrastrando la flor de lis:
Quisiera atrapar al sueño hecho mariposa
Para vivir como lo hicieron otros,
O vivir como quisiera yo.

I.                 EL SÁTIRO

Un sátiro canta en el apartado bosque,
Su máscara roja puestecita en la cara,
Un pie en el suelo y otro mirando al ocaso,
Sus dedos moviéndose en la flauta de madera.

Su mascarita, ¡Su bella mascarita!
Sube en las esquinas como río consumado
En curvas fuertes que caen sobre su frente
Y aunque es rojo, rojísimo, rojo,
Tiene unas rayitas que atraviesan el mimbre,
Y los pajaritos, con grandes alas nadadoras,
Caminan entre las hormigas y el ámbar rosado,
Alegran la tarde y la melodía profana,
Los saltos cubiertos de furia y la mascarita.

Algo así es este peculiar objeto,
Es grácil y alargado a los lados;
Está simétricamente dividido,
Como embadurnado en rojas astromelias,
Bajo los rojos latidos de la brasa y el sol.

II.               DULCE MELODÍA

Al ritmo de las notas de plata,
En el bosque verde, renaciente y tornasol,
Cantando con tu flauta sentimientos,
Consumiendo al bosque de cenizas habitas.

El bosque es pequeño y verde, su vida incólume
Renace en cada esquina de cada uno de los troncos,
Huele a ti y a tu recuerdo en el espejo del mar y del cielo.

Alrededor del sátiro hay una leve sombra,
Y su instrumento es carmesí y alargado.
A veces se pone la flauta de corbata
Y su risa se despliega, se burla de mis cenizas.
Mira en la lejanía, y sin embargo, embebido,
Parece ciego del verde del bosque
O del azul del cielo y de una mirada.

Luis Fernando Campos Vargas (Colombia, 1998)


La Primavera, por Luis Fernando Campos

Alguna vez soñé con extinguir el invierno y saludar la primavera,
Alguna vez soñé, alguna vez soñé, y no fue la primera.

Alguna vez soñé encontrar las luces que se asoman bajo el hielo,
Y creí encontrar un refugio sagrado, pero no era más que una quimera.

Alguna vez soñé encontrar la verdad y la bondad escondidas en dos ojos,
Pero esos ojos se quebraron una y mil veces, y no era la vez primera.

Alguna vez soñé con ser eterno, y otras tantas soñé por el perdón,
¿Pero cómo alejarme de la pena eterna, cómo soportar mi corazón?

Alguna vez pensé en llorar una a una las gotas de mi pasado y sembrar
La tristeza eterna que habita mi corazón, aunque no viera
Nunca más el verano, ni el invierno, ni el otoño,

Aunque no viera nada más que a la fría primavera.

Luis Fernando Campos Vargas (Colombia, 1998)

jueves, 9 de octubre de 2014

MARÍA: LA GRANDEZA DE OBEDECER A DIOS, por David Alberto Campos

I

Vivimos tiempos de egolatría. Tiempos de narcisismo patológico. Tiempos de afán desmedido por el lucro, la fama y la belleza aparente (la corporal). Tiempos sazonados de malsano individualismo, de preocupante ausencia de solidaridad. Tiempos de pequeñez moral. De estrechez psíquica y pobrísimas motivaciones. 

En consecuencia, un ejemplo tan grande como el de la Virgen María suscita controversia y franca hostilidad, sobretodo en los corazones más estrechos. Una declaración tan hermosa, tan sublime, como He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra es incomprendida, atacada y ridiculizada por sujetos pérfidos e ignorantes.

Esa declaración entraña una sabiduría enorme: adecuándose a Dios (a la totalidad de la existencia), se logra conocerlo. Aceptando todos Sus designios, se logra entenderlo (aunque sea parcialmente, dentro de las limitaciones propias de la episteme humana). Haciéndose su esclavo (y su perfecto esclavo: dejándolo ser Dios, obedeciéndolo sin temores, sin cláusulas, sin prevenciones, plenamente), se logra la libertad completa.

María lo logró. Aceptó y ganó la gloria. Haciéndose esclava de Dios se hizo la más libre entre las criaturas humanas, porque el servicio a Dios no se parece nada a la esclavitud humana (que envilece, denigra, explota) sino que libera y amplía los horizontes y las mejores posibilidades de la especie.

II   

Obviamente, para estos tiempos de tanto egoísmo es inaceptable la existencia de Dios. El hombre del siglo XXI, inflado de arrogancia, se cree en la cúspide del Universo y se corona a sí mismo “amo y señor” de todo lo existente.
Este ateísmo antropocéntrico y antropoidólatra, que ha ido ganando enorme fuerza desde el siglo XIX, se convierte ahora en la peor amenaza para el hombre: le hace creer que no tiene límites, que puede hacer con el resto de seres lo que le plazca. Por eso, en el clímax de su soberbia, va corriendo una loca carrera hacia la autodestrucción.

El antídoto nos lo ofrece María. Nadie como ella a la hora de acatar los designios de Dios. Obviamente, al mencionarla a Ella levantan la ceja algunos. “¿María?”, preguntan con sorna. Porque a ellos no les cabe María en la cerrada cabecita. Ella es demasiado grande y demasiado humilde para ellos. Ellos son pequeñez y arrogancia. Ellos son la triste evidencia de la soberbia de un siglo XXI manchado de ateísmo hecho antropocentrismo y antropoidolatría.

Ellos no comprenden a María. Y, en consecuencia, distorsionan esas palabras tan sabias y prudentes del Fiat. Vale la pena meditarlas. He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra. Palabras de santidad infinita, que engloban la aceptación de todo lo que Dios disponga. Palabras de generosidad infinita, pues implican la inauguración de la era mesiánica: con ellas la Virgen aceptó su misión (permitir a Dios hacerse hombre, para redimir a una humanidad tan pecadora). Pero para los arrogantes, dicha aceptación que nace de la humildad es intolerable.

III

Ser “esclavo” de Dios como la Virgen María es algo censurable, mal visto en esta época. Insisto: tiempos de egolatría. ¿Cómo ha de extrañarnos, si buena parte de la gente no está dispuesta ni a reconocer a Dios (y mucho menos a aceptar sus designios)?

Lo patético es que quienes se niegan a ser esclavos de Dios se pierden de la total liberación. Y, paradójicamente, se hacen esclavos de miles de necedades.

Podemos constatarlo, a diario: abundan los esclavos de una dieta, de un trabajo, de un partido, de un club, de una ideología, de un modelo de belleza, de una adicción, etcétera. Esclavos tristes, sufrientes, confundidos, menesterosísimos. Esclavos que andan mendigando aprobación. ¡Pobres! Si comprendieran a María, entenderían que al ser esclavos del Señor dejarían de ser esclavos de tantas bobadas. Si siguieran a María, estarían libres de tantas cosas que esclavizan a diario. Pero la egolatría los ciega, y por eso continúan adheridos a sus cadenas. Prefieren darle la espalda al Señor, el Libertador de Libertadores.   

IV

En estos tristes tiempos, el hombre se conduce como un predador apocalíptico. Saquea y contamina todo lo que encuentra a su paso (y lo más horrendo es que se cree con derecho a hacerlo), poniendo en jaque al resto de habitantes del planeta.

Pero parece no importarle. Porque destila soberbia. No le importan los otros, así sean sus hijos o los hijos de sus hijos. Ahí va, en una loca carrera hacia la muerte, consumiendo (exprimiendo, agotando, expoliando) y haciendo dinero. Y claro, sin Dios ni ley, porque al narcisismo patológico no le importan ni Dios ni las leyes.

¿Cómo se explica lo anterior? Es lógico: si el narciso anda por el mundo creyéndose lo máximo, por supuesto que le queda difícil aceptar la existencia de un ser mejor. Ni hablar de un ser perfecto. Por eso le parece dolorosísima, aborrecible, a veces hasta impensable la existencia de Dios. El narciso, inflado de arrogancia, no concibe la existencia de un ser superior a él. Y en cuanto a las leyes, como el tonto se cree superior a ellas (o se considera con derecho a revocarlas o violarlas, porque en su psiquismo es el de un niñito consentido que se cree rey del mundo), actúa sin tenerlas en cuenta.

Siendo ésta la situación, ¿cómo va a extrañarnos que a un narciso le cueste tanto trabajo siquiera el contemplar ser un esclavo de Dios? Y en ese orden de ideas, ¿cómo va a extrañarnos que a un narciso le parezca censurable una actitud mariana como es la de postrarse ante Dios y ofrecerse a Él?
Y, obviamente, ¿cómo va a extrañarnos que esta época de culto a sí mismo, este siglo permeado de narcisismo enfermo, ataque a María por ser justamente la discípula perfecta, la más obediente entre los más obedientes? 

Por eso en el siglo XXI, heredero de los dos siglos anteriores en cuanto al antropocentrismo, y exponente máximo de la antropoidolatría, asistimos a la debacle ecológica inminente. Y, también, al ataque más fiero a la figura de la Virgen y al propio arquetipo mariano.

V

Y es que alejado de Dios, el hombre se comporta de modo deplorable. Ejerce una dictadura sobre las otras formas de vida. Maltrata ecosistemas. Daña. Corrompe. Aniquila. Se olvida que su función es la de preservar la obra de la Causa Primera, del Punto Inicial de la Historia del Universo, del Sumo Bien: el Señor.

En cambio, cuando tiende a Dios el hombre se supera a sí mismo, se dirige a lo bello, se hace mejor persona. Se comporta adecuadamente: considerado, amoroso con los miembros de su especie y con los de otras, con otros ecosistemas, con el cosmos. Protege. Conserva. Le apuesta a la Vida. Siente cariño por la obra de Dios, el origen del Universo. Y la respeta y trata con cariño.

Cerca de Dios, el hombre se eleva, se supera a sí mismo, aparta de sí la nefasta influencia del Maligno (cuyo gravísimo error fue haberse alejado de su Señor…y cuyo pírrico consuelo, después de su caída, humillación y derrota, es tratar de alejar a otros seres de Dios).

¿Y quién, entre todas las criaturas, se ha acercado a Dios con mayor precisión, entrega y confianza? Pues María. Imitemos entonces a María, la llena de gracia. La que supo, más que nadie, obedecer a Dios.

VI

Confianza plena en el Señor. Entrega plena al Señor. Servicio pleno al Señor, en el Señor, con el Señor. Eso fue la Santísima Virgen.

Servicio al Señor: una vida devota, dedicada, consagrada exclusivamente al Dios único y verdadero.

Servicio en el Señor: toda una existencia de testimonio, dando muestra de la verdadera coherencia entre la teoría y la práctica, entre el decir y el hacer. Un recorrido en el que se reflejó pulcramente, nítidamente, el ser de Dios (el Amor).

Servicio con el Señor: un constante caminar a Su lado (¡nada menos que haberlo llevado en su vientre, que haberlo cuidado en la infancia, que haberlo seguido en su adultez, que haberlo acompañado en su pasión y en su resurrección!).

Y volvemos a donde partimos: ser esclavos del Señor es aceptarlo todo de Él, ponernos a Su servicio, entregar nuestras vidas a Él. Sólo así tenemos vida eterna. Como María, la siempre pura, la siempre sublime, la única que ha llegado ipso facto, sin haber experimentado la putrefacción y la caducidad de la muerte, al Reino de los Cielos.

VII

Sí. La asunción de María es un misterio esperanzador. Una ventana hacia la totalidad de la Vida misma: Dios. Y he aquí una bella realidad: sólo a través de un completo anonadarse ante la grandeza del Señor, se obtiene el premio máximo.

Por eso la esclava del Señor fue la más privilegiada de las criaturas. Por su pureza y apertura a Dios tuvo el gran honor de recibirlo en su seno, de verlo nacer como encarnación humana, de seguir aprendiendo de él a medida que crecía, de acompañarlo en su pasión y en su resurrección. Siempre, junto a Él.

Hay que meditarlo, lentamente. La actitud mariana es la auténtica liberación femenina, la auténtica liberación masculina, la auténtica liberación humana. Es hacerse libre, completamente libre, al rechazar la esclavitud de las cosas humanas y materiales y entregarse de lleno al servicio de Dios.
Sí, esclava, pero de Dios. No de las tonterías de este mundo. Al ser esclava del Señor, se hizo libre en el Señor. Pidámosle a Dios compartir ese privilegio.

VIII

Tenemos entonces la encrucijada: o se opta por lo perecedero (por el mundo de lo visible y corruptible, por la materia que tiende a al caducidad y la entropía), o se opta por lo imperecedero (lo eterno, lo perdurable, lo infinito). O se opta por alejarse de Dios, y por inflarse de arrogancia y vivir como si Él no existiese, o se opta por acercarse a Dios y reconocer Su poder y Su belleza.

Si tomamos el primer camino, que no nos extrañe vernos de frente con la muerte, con la obsolescencia. Si tomamos ese camino de fatalidad, que no nos sorprenda estar repitiendo sandeces como que Dios ha muerto, como que Dios no existe o como que Dios es un producto de la mente humana. Y, en consecuencia, que no nos sorprenda el terminar siendo víctimas del propio pantano del mundo material y de sus cadenas.

Los que le apuestan todo al mundo material, terminan identificándose con él. Y el mundo material es finito, susceptible de falla y defecto, obsolescente, enfermable, corruptible, perecedero. 

Por el contrario, quienes reconocen la realidad del mundo suprasensible tienen vida eterna. Y no es casualidad que hasta sus vidas terrenas estén llenas de momentos de dicha, de salud, de entusiasta apostolado, de alegría vigorosa en el Señor. Y si son de los pocos que perseveran en una vida pulcra, de amor y entrega totales a Dios, logran el premio máximo: una vida eterna junto a Él.

IX

He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí, según tu palabra. Gran inteligencia. ¿Cuántas veces hemos dejado que Dios haga en nosotros? ¿Le hemos permitido actuar?

María permitió actuar al Señor, y se encontró con los mayores honores: portar a Dios mismo, verlo nacer, cuidarlo, escucharlo, aprender de Él, acompañarlo, verlo resucitado, verlo ascendido, divulgar Su palabra, reencontrarse con Él en Su Reino.

Nosotros saldríamos muy beneficiados de ser tan obedientes como María. Pero ello implica ser humildes. Por eso nos cuesta tanto. ¡Tenemos tanta basura en nuestras mentes, tantos prejuicios, tantos memes y arquetipos tan humanos, tan terrenos, tan limitados!

Y cuesta más aún en esta época, en la que muchos han hecho de sí mismos sus propios ídolos. Época de culto a la belleza corporal, de narcisismo enfermo, de egoísmo y desconsideración del otro. ¡Obvio! Si abundan los que no se conmueven con la necesidad del prójimo, ni con la Naturaleza, ¿cómo va a extrañarnos que vociferen, a pleno pulmón, que no están dispuestos a ser esclavos del Señor? Y en consecuencia, ¿cómo va a extrañarnos que se molesten ante la imagen de la Virgen María, si ellos son su anti-testimonio?

X

Aprendamos de María, y en humilde y permanente contacto con Dios, el Supremo Bien, tratemos de ser tan buenos como ella. Tan generosos. Tan abiertos a las misiones que el Señor nos encomiende.

Esclavos del Señor. Entregados a Él. Sin rastro de soberbia. Obedientes. Y, gracias a ello, receptores de Sus infinitos dones. ¿Somos esclavos del Señor?. ¿Hemos tratado, al menos un día en nuestras vidas?

Busquémoslo a Él. Vivámoslo a Él. Permitámosle a Él que nos guíe, sin soberbia.


Anhelemos ser esclavos del Señor, como María. Ellos son tan buenos que nos liberarán de todas las demás esclavitudes humanas, nos abrazarán amorosamente, nos llevarán por sendas de infinita felicidad. 

David Alberto Campos Vargas (Colombia, 1982)

lunes, 6 de octubre de 2014

Joseph Ratzinger, sobre San Francisco de Asís

"Nacióle un sol al mundo". Con estas palabras, el poeta italiano Dante Alighieri alude en la Divina Comedia al nacimiento de Francisco, que tuvo lugar a finales de 1181 o a principios de 1182, en Asís.
Francisco pertenecía a una familia rica —su padre era comerciante de telas— y vivió una adolescencia y una juventud despreocupadas, cultivando los ideales caballerescos de su tiempo.
A los veinte años tomó parte en una campaña militar y lo hicieron prisionero. Enfermó y fue liberado. A su regreso a Asís, comenzó en él un lento proceso de conversión espiritual que lo llevó a abandonar gradualmente el estilo de vida mundano que había practicado hasta entonces.
Se remontan a este período los célebres episodios del encuentro con el leproso, al cual Francisco, bajando de su caballo, dio el beso de la paz, y del mensaje del Crucifijo en la iglesita de San Damián. Cristo en la cruz tomó vida en tres ocasiones y le dijo: "Ve, Francisco, y repara mi Iglesia en ruinas".
Este simple acontecimiento de escuchar la Palabra del Señor en la iglesia de san Damián esconde un simbolismo profundo. En su sentido inmediato, san Francisco es llamado a reparar esta iglesita; pero el estado ruinoso de este edificio es símbolo de la situación dramática e inquietante de la Iglesia en aquel tiempo, con una fe superficial que no conforma y no transforma la vida, con un clero poco celoso, con el enfriamiento del amor; una destrucción interior de la Iglesia que conlleva también una descomposición de la unidad, con el nacimiento de movimientos heréticos.
Sin embargo, en el centro de esta Iglesia en ruinas está el Crucifijo y habla: llama a la renovación, llama a Francisco a un trabajo manual para reparar concretamente la iglesita de san Damián, símbolo de la llamada más profunda a renovar la Iglesia de Cristo, con su radicalidad de fe y con su entusiasmo de amor a Cristo.
Este acontecimiento, que probablemente tuvo lugar en 1205, recuerda otro acontecimiento parecido que sucedió en 1207: el Papa Inocencio III vio en sueños que la basílica de San Juan de Letrán, la iglesia madre de todas las iglesias, se estaba derrumbando, y un religioso pequeño e insignificante la sostenía con sus hombros para que no cayese.
Es interesante observar, por una parte, que no es el Papa quien ayuda para que la iglesia no se derrumbe, sino un pequeño e insignificante religioso, que el Papa reconoce en Francisco cuando éste lo visita. Inocencio III era un Papa poderoso, de gran cultura teológica y gran poder político; sin embargo, no es él quien renueva la Iglesia, sino el pequeño e insignificante religioso: es san Francisco, llamado por Dios.
Pero, por otra parte, es importante observar que san Francisco no renueva la Iglesia sin el Papa o en contra de él, sino sólo en comunión con él. Las dos realidades van juntas: el Sucesor de Pedro, los obispos, la Iglesia fundada en la sucesión de los Apóstoles y el carisma nuevo que el Espíritu Santo crea en ese momento para renovar la Iglesia. En la unidad crece la verdadera renovación.
Volvamos a la vida de san Francisco. Puesto que su padre Bernardone le reprochaba su excesiva generosidad con los pobres, Francisco, ante el obispo de Asís, con un gesto simbólico se despojó de sus vestidos, indicando así que renunciaba a la herencia paterna: como en el momento de la creación, Francisco no tiene nada más que la vida que Dios le ha dado, a cuyas manos se entrega.
Desde entonces vivió como un eremita, hasta que, en 1208, tuvo lugar otro acontecimiento fundamental en el itinerario de su conversión. Escuchando un pasaje del Evangelio de san Mateo —el discurso de Jesús a los Apóstoles enviados a la misión—, Francisco se sintió llamado a vivir en la pobreza y a dedicarse a la predicación.
Otros compañeros se asociaron a él y en 1209 fue a Roma, para someter al Papa Inocencio III el proyecto de una nueva forma de vida cristiana. Recibió una acogida paterna de aquel gran Pontífice, que, iluminado por el Señor, intuyó el origen divino del movimiento suscitado por Francisco.
El "pobrecillo" de Asís había comprendido que todo carisma que da el Espíritu Santo hay que ponerlo al servicio del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia; por lo tanto, actuó siempre en plena comunión con la autoridad eclesiástica. (...)
Francisco y sus frailes, cada vez más numerosos, se establecieron en "la Porziuncola", o iglesia de Santa María de los Ángeles, lugar sagrado por excelencia de la espiritualidad franciscana. También Clara, una joven de Asís, de familia noble, se unió a la escuela de Francisco. Así nació la Segunda Orden franciscana, la de las clarisas, otra experiencia destinada a dar insignes frutos de santidad en la Iglesia.
También el sucesor de Inocencio III, el Papa Honorio III, con su bula Cum dilecti de 1218, sostuvo el desarrollo singular de los primeros Frailes Menores, que iban abriendo sus misiones en distintos países de Europa, e incluso en Marruecos.
En 1219 Francisco obtuvo permiso para ir a Egipto a hablar con el sultán musulmán Melek-el-Kâmel, para predicar también allí el Evangelio de Jesús. Deseo subrayar este episodio de la vida de san Francisco, que tiene una gran actualidad. En una época en la cual existía un enfrentamiento entre el cristianismo y el islam, Francisco, armado voluntariamente sólo de su fe y de su mansedumbre personal, recorrió con eficacia el camino del diálogo.
Las crónicas nos narran que el sultán musulmán le brindó una acogida benévola y un recibimiento cordial. Es un modelo en el que también hoy deberían inspirarse las relaciones entre cristianos y musulmanes: promover un diálogo en la verdad, en el respeto recíproco y en la comprensión mutua.
Parece ser que después, en 1220, Francisco visitó la Tierra Santa, plantando así una semilla que daría mucho fruto: en efecto, sus hijos espirituales hicieron de los Lugares donde vivió Jesús un ámbito privilegiado de su misión. Hoy pienso con gratitud en los grandes méritos de la Custodia franciscana de Tierra Santa.
A su regreso a Italia, Francisco encomendó el gobierno de la Orden a su vicario, fray Pietro Cattani, mientras que el Papa encomendó la Orden, que recogía cada vez más adhesiones, a la protección del cardenal Ugolino, el futuro Sumo Pontífice Gregorio IX. Por su parte, el Fundador, completamente dedicado a la predicación, que llevaba a cabo con gran éxito, redactó una Regla, que fue aprobada más tarde por el Papa.
En 1224, en el eremitorio de la Verna, Francisco ve el Crucifijo en la forma de un serafín y en el encuentro con el serafín crucificado recibe los estigmas; así llega a ser uno con Cristo crucificado: un don, por lo tanto, que expresa su íntima identificación con el Señor.
La muerte de Francisco —su transitus— aconteció la tarde del 3 de octubre de 1226, en "la Porziuncola". Después de bendecir a sus hijos espirituales, murió, recostado sobre la tierra desnuda. Dos años más tarde el Papa Gregorio IX lo inscribió en el catálogo de los santos. (...)
Se ha dicho que Francisco representa un alter Christus, era verdaderamente un icono vivo de Cristo. También fue denominado "el hermano de Jesús". De hecho, este era su ideal: ser como Jesús; contemplar el Cristo del Evangelio, amarlo intensamente, imitar sus virtudes.
En particular, quiso dar un valor fundamental a la pobreza interior y exterior, enseñándola también a sus hijos espirituales. La primera Bienaventuranza en el Sermón de la montaña —Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos (Mt 5, 3)— encontró una luminosa realización en la vida y en las palabras de san Francisco.
Queridos amigos, los santos son realmente los mejores intérpretes de la Biblia; encarnando en su vida la Palabra de Dios, la hacen más atractiva que nunca, de manera que verdaderamente habla con nosotros.
El testimonio de Francisco, que amó la pobreza para seguir a Cristo con entrega y libertad totales, sigue siendo también para nosotros una invitación a cultivar la pobreza interior para crecer en la confianza en Dios, uniendo asimismo un estilo de vida sobrio y un desprendimiento de los bienes materiales.
En Francisco el amor a Cristo se expresó de modo especial en la adoración del Santísimo Sacramento de la Eucaristía. En las Fuentes franciscanas se leen expresiones conmovedoras, como esta:
"¡Tiemble el hombre todo entero, estremézcase el mundo todo y exulte el cielo cuando Cristo, el Hijo de Dios vivo, se encuentra sobre el altar en manos del sacerdote! ¡Oh celsitud admirable y condescendencia asombrosa! ¡Oh sublime humildad, oh humilde sublimidad: que el Señor del mundo universo, Dios e Hijo de Dios, se humilla hasta el punto de esconderse, para nuestra salvación, bajo una pequeña forma de pan!" (Francisco de Asís, Escritos).
Me gusta recordar también una recomendación que Francisco dirigió a los sacerdotes: "Siempre que quieran celebrar la Misa ofrezcan purificados, con pureza y reverencia, el verdadero sacrificio del santísimo Cuerpo y Sangre de nuestro Señor Jesucristo" (ib., 399).
Francisco siempre mostraba una gran deferencia hacia los sacerdotes, y recomendaba que se les respetara siempre, incluso en el caso de que personalmente fueran poco dignos. Como motivación de este profundo respeto señalaba el hecho de que han recibido el don de consagrar la Eucaristía.
Queridos hermanos en el sacerdocio, no olvidemos nunca esta enseñanza: la santidad de la Eucaristía nos pide ser puros, vivir de modo coherente con el Misterio que celebramos.
Del amor a Cristo nace el amor hacia las personas y también hacia todas las criaturas de Dios. Este es otro rasgo característico de la espiritualidad de Francisco: el sentido de la fraternidad universal y el amor a la creación, que le inspiró el célebre Cántico de las criaturas. Es un mensaje muy actual. (...)
Francisco nos recuerda que en la creación se despliega la sabiduría y la benevolencia del Creador. Él entiende la naturaleza como un lenguaje en el que Dios habla con nosotros, en el que la realidad se vuelve transparente y podemos hablar de Dios y con Dios.
Querido amigos, Francisco fue un gran santo y un hombre alegre. Su sencillez, su humildad, su fe, su amor a Cristo, su bondad con todo hombre y toda mujer lo hicieron alegre en cualquier situación. En efecto, entre la santidad y la alegría existe una relación íntima e indisoluble.
Un escritor francés dijo que en el mundo sólo existe una tristeza: la de no ser santos, es decir, no estar cerca de Dios. Mirando el testimonio de san Francisco, comprendemos que el secreto de la verdadera felicidad es precisamente: llegar a ser santos, cercanos a Dios.
Que la Virgen, a la que Francisco amó tiernamente, nos obtenga este don. Nos encomendamos a ella con las mismas palabras del "Poverello" de Asís: "Santa Virgen María, no ha nacido en el mundo entre las mujeres ninguna semejante a ti, hija y esclava del altísimo Rey sumo y Padre celestial, Madre de nuestro santísimo Señor Jesucristo, esposa del Espíritu Santo: ruega por nosotros... ante tu santísimo Hijo amado, Señor y maestro".
Joseph Ratzinger, Benedicto XVI (Alemania, 1927)

Sigmund Freud, sobre su perro Topsy

"Los motivos por los que se puede querer tanto a un animal como quiero a Topsy, con tanta intensidad; se trata de un afecto sin ambivalencia, de la simplicidad de una vida liberada de los insoportables conflictos de la cultura, los perros son más simples, no tiene la personalidad dividida, la maldad del hombre civilizado, la venganza del hombre contra la sociedad por las restricciones que ella impone.

Un perro tiene la belleza de una existencia completa en si misma, y sin embargo a pesar de todas las divergencias en cuanto a desarrollo orgánico, existe el sentimiento de una afinidad íntima, de una solidaridad indiscutible. A menudo cuando acaricio a Topsy me he sorprendido tarareando una melodía, que pese a mi mal oído, reconocí como el Aria de Don Juan. 

Mucho más agradables son las emociones simples y directas de un perro, al mover la cola de placer o ladrar expresando displacer. Nos recuerda a los héroes de la antiguedad, será por eso que a muchos se los bautiza con el nombre de 
alguno de esos héroes ... "

Sigmund Freud (República Checa, 1856-1939)

viernes, 3 de octubre de 2014

Los motivos del lobo, por Rubén Darío

El varón que tiene corazón de lis,
alma de querube, lengua celestial,
el mínimo y dulce Francisco de Asís,
está con un rudo y torvo animal,
bestia temerosa, de sangre y de robo,
las fauces de furia, los ojos de mal:
el lobo de Gubbia, el terrible lobo,
rabioso, ha asolado los alrededores;
cruel ha deshecho todos los rebaños;
devoró corderos, devoró pastores,
y son incontables sus muertes y daños.
Fuertes cazadores armados de hierros
fueron destrozados. Los duros colmillos
dieron cuenta de los más bravos perros,
como de cabritos y de corderillos.
Francisco salió:
al lobo buscó
en su madriguera.
Cerca de la cueva encontró a la fiera
enorme, que al verle se lanzó feroz
contra él. Francisco, con su dulce voz,
alzando la mano,
al lobo furioso dijo: ¡Paz, hermano
lobo! El animal
contempló al varón de tosco sayal;
dejó su aire arisco,
cerró las abiertas fauces agresivas,
y dijo: ¡Está bien, hermano Francisco!
¡Cómo! ?exclamó el santo?. ¿Es ley que tú vivas
de horror y de muerte?
¿La sangre que vierte
tu hocico diabólico, el duelo y espanto
que esparces, el llanto
de los campesinos, el grito, el dolor
de tanta criatura de Nuestro Señor,
no han de contener tu encono infernal?
¿Vienes del infierno?
¿Te ha infundido acaso su rencor eterno
Luzbel o Belial?
Y el gran lobo, humilde: ¡Es duro el invierno,
y es horrible el hambre! En el bosque helado
no hallé qué comer; y busqué el ganado,
y en veces comí ganado y pastor.
¿La sangre? Yo vi más de un cazador
sobre su caballo, llevando el azor
al puño; o correr tras el jabalí,
el oso o el ciervo; y a más de uno vi
mancharse de sangre, herir, torturar,
de las roncas trompas al sordo clamor,
a los animales de Nuestro Señor.
Y no era por hambre, que iban a cazar.
Francisco responde: En el hombre existe
mala levadura.
Cuando nace viene con pecado. Es triste.
Mas el alma simple de la bestia es pura.
Tú vas a tener
desde hoy qué comer.
Dejarás en paz
rebaños y gente en este país.
¡Que Dios melifique tu ser montaraz!
-Está bien, hermano Francisco de Asís.
-Ante el Señor, que todo ata y desata,
en fe de promesa tiéndeme la pata.
El lobo tendió la pata al hermano
de Asís, que a su vez le alargó la mano.
Fueron a la aldea. La gente veía
y lo que miraba casi no creía.
Tras el religioso iba el lobo fiero,
y, baja la testa, quieto le seguía
como un can de casa, o como un cordero.
Francisco llamó la gente a la plaza
y allí predicó.
Y dijo: -He aquí una amable caza.
El hermano lobo se viene conmigo;
me juró no ser ya vuestro enemigo,
y no repetir su ataque sangriento.
Vosotros, en cambio, daréis su alimento
a la pobre bestia de Dios. -¡Así sea!,
contestó la gente toda de la aldea.
Y luego, en señal
de contentamiento,
movió testa y cola el buen animal,
y entró con Francisco de Asís al convento.
Algún tiempo estuvo el lobo tranquilo
en el santo asilo.
Sus bastas orejas los salmos oían
y los claros ojos se le humedecían.
Aprendió mil gracias y hacía mil juegos
cuando a la cocina iba con los legos.
Y cuando Francisco su oración hacía,
el lobo las pobres sandalias lamía.
Salía a la calle,
iba por el monte, descendía al valle,
entraba en las casas y le daban algo
de comer. Mirábanle como a un manso galgo.
Un día, Francisco se ausentó. Y el lobo
dulce, el lobo manso y bueno, el lobo probo,
desapareció, tornó a la montaña,
y recomenzaron su aullido y su saña.
Otra vez sintióse el temor, la alarma,
entre los vecinos y entre los pastores;
colmaba el espanto los alrededores,
de nada servían el valor y el arma,
pues la bestia fiera
no dio treguas a su furor jamás,
como si tuviera
fuegos de Moloch y de Satanás.
Cuando volvió al pueblo el divino santo,
todos lo buscaron con quejas y llanto,
y con mil querellas dieron testimonio
de lo que sufrían y perdían tanto
por aquel infame lobo del demonio.
Francisco de Asís se puso severo.
Se fue a la montaña
a buscar al falso lobo carnicero.
Y junto a su cueva halló a la alimaña.
-En nombre del Padre del sacro universo,
conjúrote -dijo-, ¡oh lobo perverso!,
a que me respondas: ¿Por qué has vuelto al mal?
Contesta. Te escucho.
Como en sorda lucha, habló el animal,
la boca espumosa y el ojo fatal:
-Hermano Francisco, no te acerques mucho…
Yo estaba tranquilo allá en el convento;
al pueblo salía,
y si algo me daban estaba contento
y manso comía.
Mas empecé a ver que en todas las casas
estaban la Envidia, la Saña, la Ira,
y en todos los rostros ardían las brasas
de odio, de lujuria, de infamia y mentira.
Hermanos a hermanos hacían la guerra,
perdían los débiles, ganaban los malos,
hembra y macho eran como perro y perra,
y un buen día todos me dieron de palos.
Me vieron humilde, lamía las manos
y los pies. Seguía tus sagradas leyes,
todas las criaturas eran mis hermanos:
los hermanos hombres, los hermanos bueyes,
hermanas estrellas y hermanos gusanos.
Y así, me apalearon y me echaron fuera.
Y su risa fue como un agua hirviente,
y entre mis entrañas revivió la fiera,
y me sentí lobo malo de repente;
mas siempre mejor que esa mala gente.
y recomencé a luchar aquí,
a me defender y a me alimentar.
Como el oso hace, como el jabalí,
que para vivir tienen que matar.
Déjame en el monte, déjame en el risco,
déjame existir en mi libertad,
vete a tu convento, hermano Francisco,
sigue tu camino y tu santidad.
El santo de Asís no le dijo nada.
Le miró con una profunda mirada,
y partió con lágrimas y con desconsuelos,
y habló al Dios eterno con su corazón.
El viento del bosque llevó su oración,
que era: Padre nuestro, que estás en los cielos…

Rubén Darío (Nicaragua, 1867-1916)