viernes, 26 de septiembre de 2014

El Cóndor Viejo, por Julio Flórez

        A Rafael Pombo.

        I

        En una roca de la sierra umbría
        Vive un cóndor ya viejo y desplumado,
        Que contempla la bóveda vacía
        Con tan honda y tenaz melancolía,
        Cual si estuviese allí petrificado.
        Ya no puede volar y cuando empieza
        La blanca nube a coronar la altura,
        Envidioso la mira y con tristeza
        Inclina taciturno la cabeza
        Sobre su roca inconmovible y dura.



        II

        Sirve de escarnio a los demás cóndores
        Que anidan en las cumbres de granito,
        Y que, del hondo espacio triunfadores,
        Bañan su cuello en mares de colores
        Al desgarrar la aurora el infinito.
        En la noche, en los hondos agujeros
        De su peñón, donde las brisas suaves
        Se refugian, él sueña cosas graves:
        Ya, que eleva en el aire los corderos,
        Ya, que agarra en las nubes a las aves.



        III

        Mas se mira las alas compungido
        Y no halla en ellas ni siquiera rastro
        De aquel tiempo en que hubiera hasta podido
        Colgar su enorme y silencioso nido
        De las rubias pestañas de los astros;
        Cuando, al lanzarse en inauditos vuelos
        Rozaba con el arco de sus plumas
        Los bruñidos cristales de los hielos,
        Al hundirse en el polvo de las brumas
        Bajo el zafiro inmenso de los cielos;



        IV

        Cuando, el rugir del rey de los titanes,
        El hondo mar que eterna rabia alienta,
        Llegaba a los ignívomos volcanes
        Por sentir estertores de tormenta
        Y escuchar aleteos de huracanes,
        Cuando, ávido de luz, a ambientes puros,
        Del Sol siguiendo el luminoso paso,
        Desde los altos peñascales duros
        Iba a alumbrar sus ojos verdioscuros
        En los rojos incendios del ocaso.



        V

        Yo conozco un poeta desplumado
        Como el cóndor aquel, cuya presencia
        Es un mísero escombro del pasado
        ¡Ya no puede volar! Hoy vive atado
        A la roca fatal de la impotencia.
        Eso pensé de ti; mas hoy que he visto
        Que tú, viejo cóndor, con rudo aliento,
        Subes aún rasgando el firmamento,
        Presa del más atroz remordimiento.



        VI

        El mismo eres de ayer. La artera bala
        Que cierto cazador disparó un día
        Contra ti, no logró romperte el ala;
        No eres momia ambulante todavía;
        ¡Tu espíritu inmortal vigor exhala!
        Perdóname poeta, si atrevido
        Quise herirte también; fúlgidos rastros
        Nos dejas al volar; ¡no estás vencido!
        ¡Puedes aún colgar tu enorme nido
        De las rubias pestañas de los astros!



      Julio Flórez (Colombia, 1867-1923)

domingo, 21 de septiembre de 2014

Caen uvas en orgía de rodadero, descomponiéndose como sangre, por Luis Fernando Campos

Caen uvas en orgía de rodadero,
Descomponiéndose como sangre.
Cuando nacen no mueren, y cuando yo duermo
Ya no esperan nada del vacío.

Resbalan también cerezas por el río interminable
Que produce un sinfín de mariposas,
Las cuales mueren prestas a nacer, reviviendo,
En sueños espaciados y como inexistentes.

El cielo va hiriendo la tierra con sabor a muerte,
Así como el mar va rompiendo el aire y lo habita.
Las uvas caen como leucocitos en mi boca,
Y yo habito tan lejano y tan imperceptible en tu mirada…

Esperaría ver en algunos ojos reflejada la nube de mi destierro,
De la tristeza que no se va y que nació conmigo solipsista,
Que quiero quemar con fuego férrico y de azufre,

Que intento ignorar todos los días.

Luis Fernando Campos (Colombia, 1998)

Caen del cielo las cenizas..., por Luis Fernando Campos

Caen del cielo las cenizas de tu mirada ausente,
Y el río que alguna vez fue y no renacerá es una vida.
Cuando el sol se descompone en tiempo presente
El barco se extingue entre las caras partidas.

Cargo al pasado con grilletes rojos y morados,
Pues la mirada es sórdida, abyecta, aterradora.
Cuando no crecen raíces de minerales corrosivos, salados,
Saluda sombría la lira al mascarón de la aurora.

No creo en el perdón de los pecados, ni en la vida eterna.
No creo que exista otro infierno que el que se puede ya vivir.
Pues corta es la vida y largo el sufrimiento,

Y la corona de espinas coróname a mí.

Luis Fernando Campos (Colombia, 1998)

Atisbo de alegría en medio de la desesperación, por Luis Fernando Campos

Porque como cascadas de hielo y nieve,
Surgen golpes de recuerdo de un río desbordante,
Ayúdame a cultivar de la enredadera en el patio
Las cosas bellas que veo en tu jardín.
                                     
Así, anhelante, como poseída por inspiración divina,
En un sitio bello y pálido, de luces claras, verde,
Eres tú la negra amasando encarnada en cuerpo sin alma
Renace el instinto, la mordida, las campanas de la vida

Aunque oh tristeza de verte
Abatida como yo
Contemplo el amor de tu acción,
La paciencia en tu brazo.

Así como se agitan las carnes
Y se bombardea la sangre,
Así vive el arte y la comida
La sangre roja creadora.

En tus venas contradictorias un nuevo espíritu vive,
Que va amasando y esparciendo trocitos de canela  sobre el cristal.

Arma poquito a poco, esparce y frunce la masa
Y luego con un cuchillo, dulce y rojo como la nieve
-Como el verte en mis poemas- o el recuerdo inconsciente y libre
La vida en el compás perfecto y la estancia admirable de Rafael

Así esparciendo, buscando en el vacío, vas haciendo aquello que los artistas imitamos,
Pues con mariposa concentración y destreza únicas, compones, de un buen material,
Una buena comida: haces de lo que ya fuese bello, algo hermoso y sublime.

¿Pensando en tus hijos tal vez? La canelita se huele desde lejos.
¿Esperando las luces de la luna? Y aunque intentas buscar algo en mi mirada,
Tal vez tus problemas, el resto del mundo, o simplemente el vacío, meditando.


 Luis Fernando Campos (Colombia, 1998)

Sol menor, por Luis Fernando Campos

Las arenas son el tiempo y mis manos se escurren al palparlas, al ver los relojes muertos de los cuervos, las prohibiciones de mi mente escurridiza. Al principio tildaba estas, mis ideas, como irreales y paranoides, vil resistencia inconsciente, pero nunca he tenido buena suerte, cada vez peor desde el día que liberé mis instintos contra ese. inconcebible, indescifrable, único y abstracto, criptomnesias vagas y sin embargo no los he querido para nada, infames escorias, todavía me veo con cinco años y matando hormigas con verdes hojas sobre espaldas de hierro. Provocábales yo mismo y con fruición una operación sangrienta a cada una de sus patitas, arrojábales escupitazos para luego cercenarlas con la punta del dedo del meñique izquierdo. ¡Con cuánto asco veía yo a las aves sumergirse en aquel su telón supraterreno recorriendo los pueblos y buscando carne para comer o reproducirse! Mas las razones de este aborrecimiento eran de corte existencial, indicábame yo mismo y con claridad qué límite no debía sobrepasar jamás si no quería verme en el futuro atado a mis pasiones, entregándome a ellas para curtir mi alma, sin otro pasatiempo que la vida en aras de la muerte, pues pensar en sobrevivir es abrir la puerta del infierno gótico donde se reparten las góndolas nocturnas pedazos de cartílagos, tendones, huesos sorbidos del ébola y la tisis, es abrir los ojos para cerrarlos, pensar en el obelisco infragmentable -pares de ojivas como el Ichtis derrumbándose-, es aplazar una condena que está escrita con sangre en nuestro destino, catalizar lo pútrido en el cristal insondable que aún retumba en los oídos del muerto, los ojos del ansioso y los pies del inválido, sacrificar el cuerpo por su excremento, valorar la piel por sus órganos y preferir la carne por sobre su alma. Pero insisto, sólo por eso me repugnaban tanto los animales, su esforzado trabajo inútil eran para mí una antiapología poética: nunca un sentimiento de rencor como el que me invade ahora en las noches de insomnio ausentes de estrellas y ausentes también del resplandor divino que ilumina las llanuras de mi corazón, porque es ahora y no antes cuando comienza a hervir la sangre entre mi pecho minutos antes de la medianoche, las manos se hinchan de arterias venosas y venas moradas de arterias de colores azulosos donde conviven ligamentos fracturables arropando débiles huesecillos -se rinden pero persisten antes de rendirse- y entonces la imagen del lobo, del sapo destripado, de las gotitas espesas cayendo por la fría pared de mi cuarto antes de dormir arrullándome, porque eso es cierto y nunca cambia desde que mataba hormigas, cuando mis padres antes de ser fríos como la llave del lavamanos todas las noches la fría pared de mi cuarto me arrulla y me arrullaba, y concilio el sueño por unas horas, no más que unas cuantas horas, nunca más de seis, apenas tres para mantenerme vivo y pensar correctamente, para no sentir que las ideas se enlazan fantasiosamente unas con otras y poder mirar al vacío y pensar en Dios (pensar en Dios y sentir un vacío) para vivir en la muerte un preludio mozartiano y para mi subrepticia condena. Claro que esas son las horas que mejor paso, en las que con unas reminiscencias de música insondable siento la ansiedad del que no vive, la ansiedad de aquel que nace y muere en el plexo solar de la Tierra y que me conmueve cada vez que pienso que quizá ando en un tren donde ya han muerto todos y viajan en el tiempo contemplando el pasado de tragedias y de amargas comedias donde yo soy el único vivo, el único que espera a que caiga el telón del teatro para que mi cráneo ruede con su estela de bilis blasfema sobre los no existentes y lejanos espectadores. Todas las noches la pared fría de mi cuarto me arrulla junto con los violines lejanos de voces sordas y cerebros distintos maquinando igual que el mío, a veces hasta más fuerte que el mío, y entonces pienso que tal vez estoy en un tren lleno de gente muerta, esperando, hasta el fin de los tiempos, la próxima y última estación, nada importa si la muerte me acoge con sus fúnebres ramos y la carne me tienta con sus frescos racimos pues experimento la ansiedad que no es ansiedad y muero poco a poco viviendo con una pared fría, sueños interminables, porque si de algo está hecha mi vida es de sueños y de obsesiones inacabables, de pensamientos que giran inevitablemente en mi cabeza y están hechos de explosiones, comienzo a contar cuántos adverbios hay en cada frase, cuántos adjetivos,  improviso sonetos en un trance pre-REM viajando en el tren de muertos que espera llegar al fin a aquella parada en la que debo morir cruelmente, como siempre me lo han indicado las cartas del tarot, nunca me cambian, siempre salen invertidas como si no las hubiera barajado, el ermitaño arriba y el retorno abajo, la torre en el centro, el carro como yéndose a perseguir el sol en su nacimiento y el mago esperándolo en el poniente, y entonces estoy cada vez más seguro de que este tren no me lleva a otra parte que a mi destino y su repetición- apenas me asomaré por la puerta, le haré una señal al conductor para que espere, veré a través de los oxidados rieles y el polvo entrando a mis ojos para contemplar mi muerte en primera persona, para satisfacerme, para compartir ya no la sombra propia de los seres vivos sino con la de los pecadores que se redimen o que intentan hacerlo aunque no puedan, abrazar a mi compañero y preguntarle Hombre, cómo va la estadía en el infierno, y el otro Bastante bien, el problema es que aún no encuentro los baños, y yo le diré, Es cierto, es cierto, mi problema es que nunca puedo abandonar mi vida… , quizá lo mejor sea que la pared fría de mi cuarto me siga arrullando, y yo siga castigando animales en mi mente ¡no más que en mi mente! en mi mente y en la de nadie más, ya tengo dicho antes que sólo mi mente es la imprescindible, la que no se pierde nada de lo que pasa, la que siempre existió y nunca dejará de existir, la única de la que no me puedo alejar, eso es, dejar ya de pegarle a esos pobres animales, pues es eso lo que me tiene jodido, eso es lo que me tiene al borde del precipicio, de la muerte, del suicidio existencial, es eso lo que me tiene viendo las nubes toda la tarde, lo que hace que todo aquel que pase y mire hacia mí, confirme en unas pocas sentencias que estoy loco, que mi lugar no es este sino un frenocomio, pues cómo pude haber matado a ese perro, como pude haberlo atropellado tan despiadadamente sabiendo que se aproximaba con inocencia a lamer la puntita de la llanta delantera del carro, yo como queriendo retribuirle el beso desde mi aparato electrónico apreté el acelerador, levantándole la quijada e hiriéndolo de muerte, dejándolo botado en medio de la carretera, levantarme y decirle que no se preocupe, ya entrará en el tren del que seguramente acaba de haberse bajado, quijadas no hay sino una pero no hay nada que hacer, más bien hablemos de las cosas prácticas, Señor Lobo, Usted cómo la ha pasado en el infierno, ¿Acaso no me puede responder, “ahora sólo veo la luna y mi tremenda soledad, la ansiedad de quedarme sentado esperando en el trancón, de que no se acaben los momentos, de que de repente pare el tren y sea la última escena, de que me vuelva a subir ya sin sombra y de que la pared de mi cuarto no pueda seguir arrullándome cada noche”? En verdad, al sentir al tiempo transcurrir entre mis recuerdos, ya no le encuentro orden a mis pensamientos ni cuatro patas al gato, ya no encuentro paz y tengo un demonio adentro, lleno de obsesiones, de sueños eternos y de oportunidades malgastadas.

Ahora sólo lloro y escribo con sangre sobre las oxidadas puertas del vagón del tren.

Luis Fernando Campos Vargas (Colombia, 1998)

Alguna vez soñé con extinguir el invierno y saludar la primavera... Luis Fernando Campos

Alguna vez soñé con extinguir el invierno y saludar la primavera,
Alguna vez soñé, alguna vez soñé, y no fue la primera.

Alguna vez soñé encontrar las luces que se asoman bajo el hielo,
Y creí encontrar un refugio sagrado, pero no era más que una quimera.

Alguna vez soñé encontrar la verdad y la bondad escondidas en dos ojos,
Pero esos ojos se quebraron una y mil veces, y no era la vez primera.

Alguna vez soñé con ser eterno, y otras tantas soñé por el perdón,
¿Pero cómo alejarme de la pena eterna, cómo soportar mi corazón?

Alguna vez pensé en llorar una a una las gotas de mi pasado y sembrar
La tristeza eterna que eterna habita mi corazón, aunque no viera
Nunca más el verano, ni el invierno, ni el otoño,

Aunque no viera nada más que a la fría primavera.

Luis F. Campos (2014)