jueves, 29 de mayo de 2014

INTENCIÓN Y ACTUALIDAD DE EL PRÍNCIPE, por David Alberto Campos

A diferencia de cientos de académicos, politólogos y (obvio) políticos que se dejan deslumbrar por el oropel de Maquiavelo y su horroroso Príncipe,  expondré a continuación el por qué considero esta obra un punto bajo en la Filosofía de Occidente, un verdadero cáncer ideológico dentro de la tradición política, y uno de los culpables de la debacle social actual.

Lo hago, obviamente, esperando que el lector tenga en cuenta más la fuerza de los argumentos que la fuerza de la tradición académica, que, como ya he mencionado arriba, le rinde pleitesía al florentino y a su infausta obra. No se trata de un juego de amores u odios, sino de un análisis crítico y autónomo, libre de sesgos, desprejuiciado. Un análisis valiente, debo añadir, pues me estoy encontrando (y asustando) cada vez más con la tendencia a la convergencia acrítica y el temor a disentir en la sociedad neoposmoderna en construcción.

Ahora bien, aclaro que aunque El Príncipe es un desastre cultural está bien claro que es el más actual de todos los textos de su clase. De hecho, tal vez por esa brutal y descarnada actualidad es que me asquea tanto. Basta con saber mirar, y uno encuentra en todos los políticos actuales verdaderos alumnos, y aventajadísimos, de Maquiavelo.

Lo primero está en la intencionalidad misma de El Príncipe. Maquiavelo escribió esta obra con el más vil espíritu lambón y rastrero, esperando con ella ser rehabilitado políticamente y volver a gozar los placeres de la vida cortesana, a la que tanto se acostumbró. No hubo en la redacción de ese libro un aliciente espiritual o sublime; tampoco un deseo de trascendencia; es más, el mismo Maquiavelo nunca se preocupó por llevarlo a prensa (dice mucho que haya sido publicado después de su muerte). Cuando escribo un libro, usualmente lo hago con el mismo amor con el que se cría un hijo. Trabajo en él con dedicación. No espero de él ningún beneficio económico o político. Busco que él contribuya al bienestar y al mejoramiento de otras personas. Y lo presento en sociedad con alegría. El Príncipe fue para Maquiavelo una especie de bastardo poco agraciado, feo y usado como objeto, creado con fines egoístas. Es una pena, de hecho, que sea más conocido que sus Retratos de las cosas de Alemania, libro mucho más concienzudo y argumentado, o que su Mandrágora, pieza de verdadero alto nivel literario.  

Pasando a su contenido, a todas luces se nota su alta peligrosidad y su poder corrosivo. Tampoco se trata de achacarle todas las culpas de los males políticos de Occidente, pero es bien cierto que muchos déspotas se han encargado de aplicar “juiciosamente” sus máximas, sacrificando millares de vidas (1). No extraña que los peores tiranos del siglo XX (Stalin, Hitler, Mao, Pol Pot, Kim Jong Il, Bokassa) hubieran declarado ser asiduos lectores de El Príncipe (cosa muy llamativa, además, en personas que leían más bien poco, como el dictador Bokassa): sin duda hallaron en el ponzoñoso libro algunas “buenas ideas” para oprimir más a sus pueblos (2,3).  

Otros han intentado “justificarse” con El Príncipe en su oportunismo, su falta de ética y su falta de escrúpulos a la hora de hacer política. Insisto: el libro no es en sí mismo pernicioso, aunque esté lleno de veneno. El libro, como fue escrito por Maquiavelo con la intención ruin de ganarse el favor de un poderoso y con la esperanza de ser de nuevo un cortesano “bien posicionado”, ya venía viciado. Ahora bien, el ser humano es un ser viciado (y vicioso) por naturaleza. ¿El resultado? El dichoso libro brindó un aparato teórico de soporte a la ya torcida naturaleza humana. Torcida naturaleza que en política se ha expresado, desde tiempo inmemorial (porque no vamos a decir que en el pasado no hubo mentirosos ni hampones en el mundo político).

Ya con El Príncipe en sus manos, los cafres pudieron sacar pecho. Ahora su maldad era astucia. Ahora su conducta disociadora obedecía a una máxima (“Divide y reinarás”). Ahora su conducta inmoral y degradada podía presentarse como una conducta “estratégica” (“El fin justifica los medios”). Ahora su falta de solidaridad y oportunismo podía llamarse “dote de estadista” (“No te acerques al príncipe que está cayendo, porque te arrastrará consigo”).

¿Que si es actual El Príncipe? ¡Pues claro! Actualísimo. En la actualidad es muy raro el político que no lo haya tenido como libro de cabecera. Todo el mundo habla de él. Es un libro citado, comentado, releído y manido como pocos. Qué pesar me da que tantas joyas de la Literatura sean prácticamente desconocidas, en tanto que esta excrecencia del pensamiento occidental (ya de por sí egotista, idealizador del individualismo brutal, mistificador de la violencia y del poder de las armas) sea reverenciada hasta por los estudiosos.

Por doquier uno ve su actualidad: como cuando un Primer Ministro europeo despilfarra el presupuesto de su país (a cuyos contribuyentes golpea con altos impuestos) paseando en un crucero con prostitutas, o una Presidenta latinoamericana reparte millones de dólares para hacerse reelegir (millones que pudo haber invertido en salud o educación para su pueblo), o un dictador africano decide acribillar a miles de opositores (sin pestañear, y haciendo gala de su “fuerza”), y luego salen a decir, de manera descarada y por todos los medios de comunicación (cada uno con su estilo: el tribal “macho dominante” africano, el degenerado y alcoholizado europeo, la gritona y gesticulante latina) que lo que hacen lo hacen “por el bien de la nación”. Sí, eso es la justificación de los medios. Sí, son unos príncipes.  

Pero insisto: el ser actual o influyente, no hace “bueno” un libro. Ni provechoso para el espíritu. Mucha bazofia pseudoliteraria es actual, y se vende por millares. Muchas veces lo falso es ampliamente consumido. ¿Pero qué se puede esperar, con semejantes bestias de consumidores? ¡Son seres humanos! En ellos todo se despliega como violencia, como muerte, como destrucción. Hasta lo erótico se tiñe de violencia. ¿Qué se puede esperar entonces, cuando tienen en sus manos un constructo que les da luz verde para sus fechorías?

Por último, hago un llamado a la reflexión, a la serenidad. ¿Vale la pena seguir exaltando los valores propuestos en El Príncipe? ¿No hemos tenido ya bastante con todas las guerras, luchadas con armas cada vez más letales y aterradoras? ¿No hemos aprendido aún que no hay nada más nocivo para las democracias que el juego hipócrita de los príncipes? ¡Es hora de despertar!, ¡Es hora de salir de esa maquiavélica pesadilla!  

David Alberto Campos Vargas (Colombia, 1982) 


domingo, 25 de mayo de 2014

El cuento de la isla desconocida, por José Saramago

Un hombre llamó a la puerta del rey y le dijo, Dame un barco. La casa del rey tenía muchas más puertas, pero aquélla era la de las peticiones. Como el rey se pasaba todo el tiempo sentado ante la puerta de los obsequios (entiéndase, los obsequios que le entregaban a él), cada vez que oía que alguien llamaba a la puerta de las peticiones se hacía el desentendido, y sólo cuando el continuo repiquetear de la aldaba de bronce subía a un tono, más que notorio, escandaloso, impidiendo el sosiego de los vecinos (las personas comenzaban a murmurar, Qué rey tenemos, que no atiende), daba orden al primer secretario para que fuera a ver lo que quería el impetrante, que no había manera de que se callara. Entonces, el primer secretario llamaba al segundo secretario, éste llamaba al tercero, que mandaba al primer ayudante, que a su vez mandaba al segundo, y así hasta llegar a la mujer de la limpieza que, no teniendo en quién mandar, entreabría la puerta de las peticiones y preguntaba por el resquicio, Y tú qué quieres. El suplicante decía a lo que venía, o sea, pedía lo que tenía que pedir, después se instalaba en un canto de la puerta, a la espera de que el requerimiento hiciese, de uno en uno, el camino contrario, hasta llegar al rey. Ocupado como siempre estaba con los obsequios, el rey demoraba la respuesta, y ya no era pequeña señal de atención al bienestar y felicidad del pueblo cuando pedía un informe fundamentado por escrito al primer secretario que, excusado será decirlo, pasaba el encargo al segundo secretario, éste al tercero, sucesivamente, hasta llegar otra vez a la mujer de la limpieza, que opinaba sí o no de acuerdo con el humor con que se hubiera levantado.
Sin embargo, en el caso del hombre que quería un barco, las cosas no ocurrieron así. Cuando la mujer de la limpieza le preguntó por el resquicio de la puerta, Y tú qué quieres, el hombre, en vez de pedir, como era la costumbre de todos, un título, una condecoración, o simplemente dinero, respondió. Quiero hablar con el rey, Ya sabes que el rey no puede venir, está en la puerta de los obsequios, respondió la mujer, Pues entonces ve y dile que no me iré de aquí hasta que él venga personalmente para saber lo que quiero, remató el hombre, y se tumbó todo lo largo que era en el rellano, tapándose con una manta porque hacía frío. Entrar y salir sólo pasándole por encima. Ahora, bien, esto suponía un enorme problema, si tenemos en consideración que, de acuerdo con la pragmática de las puertas, sólo se puede atender a un suplicante cada vez, de donde resulta que mientras haya alguien esperando una respuesta, ninguna otra persona podrá aproximarse para exponer sus necesidades o sus ambiciones. A primera vista, quien ganaba con este artículo del reglamento era el rey, puesto que al ser menos numerosa la gente que venía a incomodarlo con lamentos, más tiempo tenía, y más sosiego, para recibir, contemplar y guardar los obsequios. A segunda vista, sin embargo, el rey perdía, y mucho, porque las protestas públicas, al notarse que la respuesta tardaba más de lo que era justo, aumentaban gravemente el descontento social, lo que, a su vez, tenía inmediatas y negativas consecuencias en el flujo de obsequios. En el caso que estamos narrando, el resultado de la ponderación entre los beneficios y los perjuicios fue que el rey, al cabo de tres días, y en real persona, se acercó a la puerta de las peticiones, para saber lo que quería el entrometido que se había negado a encaminar el requerimiento por las pertinentes vías burocráticas. Abre la puerta, dijo el rey a la mujer de la limpieza, y ella preguntó, Toda o sólo un poco.
El rey dudó durante un instante, verdaderamente no le gustaba mucho exponerse a los aires de la calle, pero después reflexionó que parecería mal, aparte de ser indigno de su majestad, hablar con un súbdito a través de una rendija, como si le tuviese miedo, sobre todo asistiendo al coloquio la mujer de la limpieza, que luego iría por ahí diciendo Dios sabe qué, De par en par, ordenó. El hombre que quería un barco se levantó del suelo cuando comenzó a oír los ruidos de los cerrojos, enrolló la manta y se puso a esperar. Estas señales de que finalmente alguien atendería y que por tanto el lugar pronto quedaría desocupado, hicieron aproximarse a la puerta a unos cuantos aspirantes a la liberalidad del trono que andaban por allí, prontos para asaltar el puesto apenas quedase vacío. La inopinada aparición del rey (nunca una tal cosa había sucedido desde que usaba corona en la cabeza) causó una sorpresa desmedida, no sólo a los dichos candidatos, sino también entre la vecindad que, atraída por el alborozo repentino, se asomó a las ventanas de las casas, en el otro lado de la calle. La única persona que no se sorprendió fue el hombre que vino a pedir un barco. Calculaba él, y acertó en la previsión, que el rey, aunque tardase tres días, acabaría sintiendo la curiosidad de ver la cara de quien, nada más y nada menos, con notable atrevimiento, lo había mandado llamar. Dividido entre la curiosidad irreprimible y el desagrado de ver tantas personas juntas, el rey, con el peor de los modos, preguntó tres preguntas seguidas, Tú qué quieres, Por qué no dijiste lo que querías, Te crees que no tengo nada más que hacer, pero el hombre sólo respondió a la primera pregunta, Dame un barco, dijo. El asombro dejó al rey hasta tal punto desconcertado que la mujer de la limpieza se vio obligada a acercarle una silla de enea, la misma en que ella se sentaba cuando necesitaba trabajar con el hilo y la aguja, pues, además de la limpieza, tenía también la responsabilidad de algunas tareas menores de costura en el palacio, como zurcir las medias de los pajes. Mal sentado, porque la silla de enea era mucho más baja que el trono, el rey buscaba la mejor manera de acomodar las piernas, ora encogiéndolas, ora extendiéndolas para los lados, mientras el hombre que quería un barco esperaba con paciencia la pregunta que seguiría, Y tú para qué quieres un barco, si puede saberse, fue lo que el rey preguntó cuando finalmente se dio por instalado con sufrible comodidad en la silla de la mujer de la limpieza, Para buscar la isla desconocida, respondió el hombre. Qué isla desconocida, preguntó el rey, disimulando la risa, como si tuviese enfrente a un loco de atar, de los que tienen manías de navegaciones, a quien no sería bueno contrariar así de entrada, La isla desconocida, repitió el hombre, Hombre, ya no hay islas desconocidas, Quién te ha dicho, rey, que ya no hay islas desconocidas, Están todas en los mapas, En los mapas están sólo las islas conocidas, Y qué isla desconocida es esa que tú buscas, Si te lo pudiese decir, entonces no sería desconocida, A quién has oído hablar de ella, preguntó el rey, ahora más serio, A nadie, En ese caso, por qué te empeñas en decir que ella existe, Simplemente porque es imposible que no exista una isla desconocida, Y has venido aquí para pedirme un barco, Sí, vine aquí para pedirte un barco, Y tú quién eres para que yo te lo dé, Y tú quién eres para no dármelo, Soy el rey de este reino y los barcos del reino me pertenecen todos, Más les pertenecerás tú a ellos que ellos a ti, Qué quieres decir, preguntó el rey inquieto, Que tú sin ellos nada eres, y que ellos, sin ti, pueden navegar siempre, Bajo mis órdenes, con mis pilotos y mis marineros, No te pido marineros ni piloto, sólo te pido un barco, Y esa isla desconocida, si la encuentras, será para mí, A ti, rey, sólo te interesan las islas conocidas, También me interesan las desconocidas, cuando dejan de serlo, Tal vez ésta no se deje conocer, Entonces no te doy el barco, Darás. Al oír esta palabra, pronunciada con tranquila firmeza, los aspirantes a la puerta de las peticiones, en quienes, minuto tras minuto, desde el principio de la conversación iba creciendo la impaciencia, más por librarse de él que por simpatía solidaria, resolvieron intervenir en favor del hombre que quería el barco, comenzando a gritar. Dale el barco, dale el barco. El rey abrió la boca para decirle a la mujer de la limpieza que llamara a la guardia del palacio para que estableciera inmediatamente el orden público e impusiera disciplina, pero, en ese momento, las vecinas que asistían a la escena desde las ventanas se unieron al coro con entusiasmo, gritando como los otros, Dale el barco, dale el barco. Ante tan ineludible manifestación de voluntad popular y preocupado con lo que, mientras tanto, habría perdido en la puerta de los obsequios, el rey levantó la mano derecha imponiendo silencio y dijo, Voy a darte un barco, pero la tripulación tendrás que conseguirla tú, mis marineros me son precisos para las islas conocidas. Los gritos de aplauso del público no dejaron que se percibiese el agradecimiento del hombre que vino a pedir un barco, por el movimiento de los labios tanto podría haber dicho Gracias, mi señor, como Ya me las arreglaré, pero lo que nítidamente se oyó fue lo que a continuación dijo el rey, Vas al muelle, preguntas por el capitán del puerto, le dices que te mando yo, y él que te dé el barco, llevas mi tarjeta. El hombre que iba a recibir un barco leyó la tarjeta de visita, donde decía Rey debajo del nombre del rey, y eran éstas las palabras que él había escrito sobre el hombro de la mujer de la limpieza, Entrega al portador un barco, no es necesario que sea grande, pero que navegue bien y sea seguro, no quiero tener remordimientos en la conciencia si las cosas ocurren mal. Cuando el hombre levantó la cabeza, se supone que esta vez iría a agradecer la dádiva, el rey ya se había retirado, sólo estaba la mujer de la limpieza mirándolo con cara de circunstancias. El hombre bajó del peldaño de la puerta, señal de que los otros candidatos podían avanzar por fin, superfluo será explicar que la confusión fue indescriptible, todos queriendo llegar al sitio en primer lugar, pero con tan mala suerte que la puerta ya estaba cerrada otra vez. La aldaba de bronce volvió a llamar a la mujer de la limpieza, pero la mujer de la limpieza no está, dio la vuelta y salió con el cubo y la escoba por otra puerta, la de las decisiones, que apenas es usada, pero cuando lo es, lo es. Ahora sí, ahora se comprende el porqué de la cara de circunstancias con que la mujer de la limpieza estuvo mirando, ya que, en ese preciso momento, había tomado la decisión de seguir al hombre así que él se dirigiera al puerto para hacerse cargo del barco. Pensó que ya bastaba de una vida de limpiar y lavar palacios, que había llegado la hora de mudar de oficio, que lavar y limpiar barcos era su vocación verdadera, al menos en el mar el agua no le faltaría. No imagina el hombre que, sin haber comenzado a reclutar la tripulación, ya lleva detrás a la futura responsable de los baldeos y otras limpiezas, también es de este modo como el destino acostumbra a comportarse con nosotros, ya está pisándonos los talones, ya extendió la mano para tocarnos en el hombro, y nosotros todavía vamos murmurando, Se acabó, no hay nada más que ver, todo es igual.
Andando, andando, el hombre llegó al puerto, fue al muelle, preguntó por el capitán, y mientras venía, se puso a adivinar cuál sería, de entre los barcos que allí estaban, el que iría a ser suyo, grande ya sabía que no, la tarjeta de visita del rey era muy clara en este punto, por consiguiente quedaban descartados los paquebotes, los cargueros y los navíos de guerra, tampoco podría ser tan pequeño que aguantase mal las fuerzas del viento y los rigores del mar, en este punto también había sido categórico el rey, que navegue bien y sea seguro, fueron éstas sus formales palabras, excluyendo así explícitamente los botes, las falúas y las chalupas, que siendo buenos navegantes, y seguros, cada uno conforme a su condición, no nacieron para surcar los océanos, que es donde se encuentran las islas desconocidas. Un poco apartada de allí, escondida detrás de unos bidones, la mujer de la limpieza pasó los ojos por los barcos atracados, Para mi gusto, aquél, pensó, aunque su opinión no contaba, ni siquiera había sido contratada, vamos a oír antes lo que dirá el capitán del puerto. El capitán vino, leyó la tarjeta, miró al hombre de arriba abajo y le hizo la pregunta que al rey no se le había ocurrido, Sabes navegar, tienes carnet de navegación, a lo que el hombre respondió, Aprenderé en el mar. El capitán dijo, No te lo aconsejaría, capitán soy yo, y no me atrevo con cualquier barco, Dame entonces uno con el que pueda atreverme, no, uno de ésos no, dame un barco que yo respete y que pueda respetarme a mí, Ese lenguaje es de marinero, pero tú no eres marinero, Si tengo el lenguaje, es como si lo fuese. El capitán volvió a leer la tarjeta del rey, después preguntó, Puedes decirme para qué quieres el barco, Para ir en busca de la isla desconocida, Ya no hay islas desconocidas, Lo mismo me dijo el rey, Lo que él sabe de islas lo aprendió conmigo, Es extraño que tú, siendo hombre de mar, me digas eso, que ya no hay islas desconocidas, hombre de tierra soy yo, y no ignoro que todas las islas, incluso las conocidas, son desconocidas mientras no desembarcamos en ellas, Pero tú, si bien entiendo, vas a la búsqueda de una donde nadie haya desembarcado nunca, Lo sabré cuando llegue, Si llegas, Sí, a veces se naufraga en el camino, pero si tal me ocurre, deberás escribir en los anales del puerto que el punto adonde llegué fue ése, Quieres decir que llegar, se llega siempre, No serías quien eres si no lo supieses ya. El capitán del puerto dijo, Voy a darte la embarcación que te conviene. Cuál, Es un barco con mucha experiencia, todavía del tiempo en que toda la gente andaba buscando islas desconocidas, Cuál, Creo que incluso encontró algunas, Cuál, Aquél. Así que la mujer de la limpieza percibió para dónde apuntaba el capitán, salió corriendo de detrás de los bidones y gritó, Es mi barco, es mi barco, hay que perdonarle la insólita reivindicación de propiedad, a todo título abusiva, el barco era aquel que le había gustado, simplemente. Parece una carabela, dijo el hombre, Más o menos, concordó el capitán, en su origen era una carabela, después pasó por arreglos y adaptaciones que la modificaron un poco, Pero continúa siendo una carabela, Sí, en el conjunto conserva el antiguo aire, Y tiene mástiles y velas, Cuando se va en busca de islas desconocidas, es lo más recomendable. La mujer de la limpieza no se contuvo, Para mí no quiero otro, Quién eres tú, preguntó el hombre, No te acuerdas de mí, No tengo idea, Soy la mujer de la limpieza, Qué limpieza, La del palacio del rey, La que abría la puerta de las peticiones, No había otra, Y por qué no estás en el palacio del rey, limpiando y abriendo puertas, Porque las puertas que yo quería ya fueron abiertas y porque de hoy en adelante sólo limpiaré barcos, Entonces estás decidida a ir conmigo en busca de la isla desconocida, Salí del palacio por la puerta de las decisiones, Siendo así, ve para la carabela, mira cómo está aquello, después del tiempo pasado debe precisar de un buen lavado, y ten cuidado con las gaviotas, que no son de fiar, No quieres venir conmigo a conocer tu barco por dentro, Dijiste que era tuyo, Disculpa, fue sólo porque me gustó, Gustar es probablemente la mejor manera de tener, tener debe de ser la peor manera de gustar. El capitán del puerto interrumpió la conversación, Tengo que entregar las llaves al dueño del barco, a uno o a otro, resuélvanlo, a mí tanto me da, Los barcos tienen llave, preguntó el hombre, Para entrar, no, pero allí están las bodegas y los pañoles, y el camarote del comandante con el diario de a bordo, Ella que se encargue de todo, yo voy a reclutar la tripulación, dijo el hombre, y se apartó.
La mujer de la limpieza fue a la oficina del capitán para recoger las llaves, después entró en el barco, dos cosas le valieron, la escoba del palacio y el aviso contra las gaviotas, todavía no había acabado de atravesar la pasarela que unía la amurada al atracadero y ya las malvadas se precipitaban sobre ella gritando, furiosas, con las fauces abiertas, como si la fueran a devorar allí mismo. No sabían con quién se enfrentaban. La mujer de la limpieza posó el cubo, se guardó las llaves en el seno, plantó bien los pies en la pasarela y, remolineando la escoba como si fuese un espadón de los buenos tiempos, consiguió poner en desbandada a la cuadrilla asesina. Sólo cuando entró en el barco comprendió la ira de las gaviotas, había nidos por todas partes, muchos de ellos abandonados, otros todavía con huevos, y unos pocos con gaviotillas de pico abierto, a la espera de comida, Pues sí, pero será mejor que se muden de aquí, un barco que va en busca de la isla desconocida no puede tener este aspecto, como si fuera un gallinero, dijo. Tiró al agua los nidos vacíos, los otros los dejó, luego veremos. Después se remangó las mangas y se puso a lavar la cubierta. Cuando acabó la dura tarea, abrió el pañol de las velas y procedió a un examen minucioso del estado de las costuras, tanto tiempo sin ir al mar y sin haber soportado los estirones saludables del viento. Las velas son los músculos del barco, basta ver cómo se hinchan cuando se esfuerzan, pero, y eso mismo les sucede a los músculos, si no se les da uso regularmente, se aflojan, se ablandan, pierden nervio. Y las costuras son los nervios de las velas, pensó la mujer de la limpieza, contenta por aprender tan de prisa el arte de la marinería. Encontró deshilachadas algunas bastillas, pero se conformó con señalarlas, dado que para este trabajo no le servían la aguja y el hilo con que zurcía las medias de los pajes antiguamente, o sea, ayer. En cuanto a los otros pañoles, enseguida vio que estaban vacíos. Que el de la pólvora estuviese desabastecido, salvo un polvillo negro en el fondo, que al principio le parecieron cagaditas de ratón, no le importó nada, de hecho no está escrito en ninguna ley, por lo menos hasta donde la sabiduría de una mujer de la limpieza es capaz de alcanzar, que ir por una isla desconocida tenga que ser forzosamente una empresa de guerra. Ya le enfadó, y mucho, la falta absoluta de municiones de boca en el pañol respectivo, no por ella, que estaba de sobra acostumbrada al mal rancho del palacio, sino por el hombre al que dieron este barco, no tarda que el sol se ponga, y él aparecerá por ahí clamando que tiene hambre, que es el dicho de todos los hombres apenas entran en casa, como si sólo ellos tuviesen estómago y sufriesen de la necesidad de llenarlo, Y si trae marineros para la tripulación, que son unos ogros comiendo, entonces no sé cómo nos vamos a gobernar, dijo la mujer de la limpieza.
No merecía la pena preocuparse tanto. El sol acababa de sumirse en el océano cuando el hombre que tenía un barco surgió en el extremo del muelle. Traía un bulto en la mano, pero venía solo y cabizbajo. La mujer de la limpieza fue a esperarlo a la pasarela, antes de que abriera la boca para enterarse de cómo había transcurrido el resto del día, él dijo, Estate tranquila, traigo comida para los dos, Y los marineros, preguntó ella, Como puedes ver, no vino ninguno, Pero los dejaste apalabrados, al menos, volvió a preguntar ella, Me dijeron que ya no hay islas desconocidas, y que, incluso habiéndolas, no iban a dejar el sosiego de sus lares y la buena vida de los barcos de línea para meterse en aventuras oceánicas, a la búsqueda de un imposible, como si todavía estuviéramos en el tiempo del mar tenebroso, Y tú qué les respondiste, Que el mar es siempre tenebroso, Y no les hablaste de la isla desconocida, Cómo podría hablarles de una isla desconocida, si no la conozco, Pero tienes la certeza de que existe, Tanta como de que el mar es tenebroso, En este momento, visto desde aquí, con las aguas color de jade y el cielo como un incendio, de tenebroso no le encuentro nada, Es una ilusión tuya, también las islas a veces parece que fluctúan sobre las aguas y no es verdad, Qué piensas hacer, si te falta una tripulación, Todavía no lo sé, Podríamos quedarnos a vivir aquí, yo me ofrecería para lavar los barcos que vienen al muelle, y tú, Y yo, Tendrás un oficio, una profesión, como ahora se dice, Tengo, tuve, tendré si fuera preciso, pero quiero encontrar la isla desconocida, quiero saber quién soy yo cuando esté en ella, No lo sabes, Si no sales de ti, no llegas a saber quién eres, El filósofo del rey, cuando no tenía nada que hacer, se sentaba junto a mí, para verme zurcir las medias de los pajes, y a veces le daba por filosofar, decía que todo hombre es una isla, yo, como aquello no iba conmigo, visto que soy mujer, no le daba importancia, tú qué crees, Que es necesario salir de la isla para ver la isla, que no nos vemos si no nos salimos de nosotros, Si no salimos de nosotros mismos, quieres decir, No es igual. El incendio del cielo iba languideciendo, el agua de repente adquirió un color morado, ahora ni la mujer de la limpieza dudaría que el mar es de verdad tenebroso, por lo menos a ciertas horas.
Dijo el hombre, Dejemos las filosofías para el filósofo del rey, que para eso le pagan, ahora vamos a comer, pero la mujer no estuvo de acuerdo, Primero tienes que ver tu barco, sólo lo conoces por fuera. Qué tal lo encontraste, Hay algunas costuras de las velas que necesitan refuerzo, Bajaste a la bodega, encontraste agua abierta, En el fondo hay alguna, mezclada con el lastre, pero eso me parece que es lo apropiado, le hace bien al barco, Cómo aprendiste esas cosas, Así, Así cómo, Como tú, cuando dijiste al capitán del puerto que aprenderías a navegar en la mar, Todavía no estamos en el mar, Pero ya estamos en el agua, Siempre tuve la idea de que para la navegación sólo hay dos maestros verdaderos, uno es el mar, el otro es el barco, Y el cielo, te olvidas del cielo, Sí, claro, el cielo, Los vientos, Las nubes, El cielo, Sí, el cielo.
En menos de un cuarto de hora habían acabado la vuelta por el barco, una carabela, incluso transformada, no da para grandes paseos. Es bonita, dijo el hombre, pero si no consigo tripulantes suficientes para la maniobra, tendré que ir a decirle al rey que ya no la quiero, Te desanimas a la primera contrariedad, La primera contrariedad fue esperar al rey tres días, y no desistí, Si no encuentras marineros que quieran venir, ya nos las arreglaremos los dos, Estás loca, dos personas solas no serían capaces de gobernar un barco de éstos, yo tendría que estar siempre al timón, y tú, ni vale la pena explicarlo, es una locura, Después veremos, ahora vamos a cenar. Subieron al castillo de popa, el hombre todavía protestando contra lo que llamara locura, allí la mujer de la limpieza abrió el fardel que él había traído, un pan, queso curado, de cabra, aceitunas, una botella de vino. La luna ya estaba a medio palmo sobre el mar, las sombras de la verga y del mástil grande vinieron a tumbarse a sus pies. Es realmente bonita nuestra carabela, dijo la mujer, y enmendó enseguida, La tuya, tu carabela, Supongo que no será mía por mucho tiempo, Navegues o no navegues con ella, la carabela es tuya, te la dio el rey, Se la pedí para buscar una isla desconocida, Pero estas cosas no se hacen de un momento para otro, necesitan su tiempo, ya mi abuelo decía que quien va al mar se avía en tierra, y eso que él no era marinero, Sin marineros no podremos navegar, Eso ya lo has dicho, Y hay que abastecer el barco de las mil cosas necesarias para un viaje como éste, que no se sabe adónde nos llevará, Evidentemente, y después tendremos que esperar a que sea la estación apropiada, y salir con marea buena, y que venga gente al puerto a desearnos buen viaje, Te estás riendo de mí, Nunca me reiría de quien me hizo salir por la puerta de las decisiones, Discúlpame, Y no volveré a pasar por ella, suceda lo que suceda. La luz de la luna iluminaba la cara de la mujer de la limpieza, Es bonita, realmente es bonita, pensó el hombre, y esta vez no se refería a la carabela. La mujer, ésa, no pensó nada, lo habría pensado todo durante aquellos tres días, cuando entreabría de vez en cuando la puerta para ver si aquél aún continuaba fuera, a la espera. No sobró ni una miga de pan o de queso, ni una gota de vino, los huesos de las aceitunas fueron a parar al agua, el suelo está tan limpio como quedó cuando la mujer de la limpieza le pasó el último paño. La sirena de un paquebote que se hacía a la mar soltó un ronquido potente, como debieron de ser los del leviatán, y la mujer dijo, Cuando sea nuestra vez, haremos menos ruido. A pesar de que estaban en el interior del muelle, el agua se onduló un poco al paso del paquebote, y el hombre dijo, Pero nos balancearemos mucho más. Se rieron los dos, después se callaron, pasado un rato uno de ellos opinó que lo mejor sería irse a dormir. No es que yo tenga mucho sueño, y el otro concordó, Ni yo, después se callaron otra vez, la luna subió y continuó subiendo, a cierta altura la mujer dijo, Hay literas abajo, y el hombre dijo, Sí, y entonces fue cuando se levantaron y descendieron a la cubierta, ahí la mujer dijo, Hasta mañana, yo voy para este lado, y el hombre respondió, Y yo para éste, hasta mañana, no dijeron babor o estribor, probablemente porque todavía están practicando en las artes. La mujer volvió atrás, Me había olvidado, se sacó del bolsillo dos cabos de velas, Los encontré cuando limpiaba, pero no tengo cerillas, Yo tengo, dijo el hombre. Ella mantuvo las velas, una en cada mano, él encendió un fósforo, después, abrigando la llama bajo la cúpula de los dedos curvados la llevó con todo el cuidado a los viejos pabilos, la luz prendió, creció lentamente como la de la luna, bañó la cara de la mujer de la limpieza, no sería necesario decir que él pensó, Es bonita, pero lo que ella pensó, sí, Se ve que sólo tiene ojos para la isla desconocida, he aquí cómo se equivocan las personas interpretando miradas, sobre todo al principio. Ella le entregó una vela, dijo, Hasta mañana, duerme bien, él quiso decir lo mismo, de otra manera, Que tengas sueños felices, fue la frase que le salió, dentro de nada, cuando esté abajo, acostado en su litera, se le ocurrirán otras frases, más espiritosas, sobre todo más insinuantes, como se espera que sean las de un hombre cuando está a solas con una mujer. Se preguntaba si ella dormiría, si habría tardado en entrar en el sueño, después imaginó que andaba buscándola y no la encontraba en ningún sitio, que estaban perdidos los dos en un barco enorme, el sueño es un prestidigitador hábil, muda las proporciones de las cosas y sus distancias, separa a las personas y ellas están juntas, las reúne, y casi no se ven una a otra, la mujer duerme a pocos metros y él no sabe cómo alcanzarla, con lo fácil que es ir de babor a estribor.
Le había deseado buenos sueños, pero fue él quien se pasó toda la noche soñando. Soñó que su carabela navegaba por alta mar, con las tres velas triangulares gloriosamente hinchadas, abriendo camino sobre las olas, mientras él manejaba la rueda del timón y la tripulación descansaba a la sombra. No entendía cómo estaban allí los marineros que en el puerto y en la ciudad se habían negado a embarcar con él para buscar la isla desconocida, probablemente se arrepintieron de la grosera ironía con que lo trataron. Veía animales esparcidos por la cubierta, patos, conejos, gallinas, lo habitual de la crianza doméstica, comiscando los granos de millo o royendo las hojas de col que un marinero les echaba, no se acordaba de cuándo los habían traído para el barco, fuese como fuese, era natural que estuviesen allí, imaginemos que la isla desconocida es, como tantas veces lo fue en el pasado, una isla desierta, lo mejor será jugar sobre seguro, todos sabemos que abrir la puerta de la conejera y agarrar un conejo por las orejas siempre es más fácil que perseguirlo por montes y valles. Del fondo de la bodega sube ahora un relincho de caballos, de mugidos de bueyes, de rebuznos de asnos, las voces de los nobles animales necesarios para el trabajo pesado, y cómo llegaron ellos, cómo pueden caber en una carabela donde la tripulación humana apenas tiene lugar, de súbito el viento dio una cabriola, la vela mayor se movió y ondeó, detrás estaba lo que antes no se veía, un grupo de mujeres que incluso sin contarlas se adivinaba que eran tantas cuantos los marineros, se ocupan de sus cosas de mujeres, todavía no ha llegado el tiempo de ocuparse de otras, está claro que esto sólo puede ser un sueño, en la vida real nunca se ha viajado así. El hombre del timón buscó con los ojos a la mujer de la limpieza y no la vio. Tal vez esté en la litera de estribor, descansando de la limpieza de la cubierta, pensó, pero fue un pensar fingido, porque bien sabe, aunque tampoco sepa cómo lo sabe, que ella a última hora no quiso venir, que saltó para el embarcadero, diciendo desde allí, Adiós, adiós, ya que sólo tienes ojos para la isla desconocida, me voy, y no era verdad, ahora mismo andan los ojos de él pretendiéndola y no la encuentran. En este momento se cubrió el cielo y comenzó a llover y, habiendo llovido, principiaron a brotar innumerables plantas de las filas de sacos de tierra alineados a lo largo de la amurada, no están allí porque se sospeche que no haya tierra bastante en la isla desconocida, sino porque así se ganará tiempo, el día que lleguemos sólo tendremos que trasplantar los árboles frutales, sembrar los granos de las pequeñas cosechas que van madurando aquí, adornar los jardines con las flores que abrirán de estos capullos. El hombre del timón pregunta a los marineros que descansan en cubierta si avistan alguna isla desconocida, y ellos responden que no ven ni de unas ni de otras, pero que están pensando desembarcar en la primera tierra habitada que aparezca, siempre que haya un puerto donde fondear, una taberna donde beber y una cama donde folgar, que aquí no se puede, con toda esta gente junta. Y la isla desconocida, preguntó el hombre del timón, La isla desconocida es cosa inexistente, no pasa de una idea de tu cabeza, los geógrafos del rey fueron a ver en los mapas y declararon que islas por conocer es cosa que se acabó hace mucho tiempo, Debieron haberse quedado en la ciudad, en lugar de venir a entorpecerme la navegación, Andábamos buscando un lugar mejor para vivir y decidimos aprovechar tu viaje, No son marineros, Nunca lo fuimos, Solo no seré capaz de gobernar el barco, Haber pensado en eso antes de pedírselo al rey, el mar no enseña a navegar. Entonces el hombre del timón vio tierra a lo lejos y quiso pasar adelante, hacer cuenta de que ella era el reflejo de otra tierra, una imagen que hubiese venido del otro lado del mundo por el espacio, pero los hombres que nunca habían sido marineros protestaron, dijeron que era allí mismo donde querían desembarcar, Esta es una isla del mapa, gritaron, te mataremos si no nos llevas. Entonces, por sí misma, la carabela viró la proa en dirección a tierra, entró en el puerto y se encostó a la muralla del embarcadero, Pueden irse, dijo el hombre del timón, acto seguido salieron en orden, primero las mujeres, después los hombres, pero no se fueron solos, se llevaron con ellos los patos, los conejos y las gallinas, se llevaron los bueyes, los asnos y los caballos, y hasta las gaviotas, una tras otra, levantaron el vuelo y se fueron del barco, transportando en el pico a sus gaviotillas, proeza que no habían acometido nunca, pero siempre hay una primera vez. El hombre del timón contempló la desbandada en silencio, no hizo nada para retener a quienes lo abandonaban, al menos le habían dejado los árboles, los trigos y las flores, con las trepadoras que se enrollaban a los mástiles y pendían de la amurada como festones. Debido al atropello de la salida se habían roto y derramado los sacos de tierra, de modo que la cubierta era como un campo labrado y sembrado, sólo falta que caiga un poco más de lluvia para que sea un buen año agrícola. Desde que el viaje a la isla desconocida comenzó, no se ha visto comer al hombre del timón, debe de ser porque está soñando, apenas soñando, y si en el sueño les apeteciese un trozo de pan o una manzana, sería un puro invento, nada más. Las raíces de los árboles están penetrando en el armazón del barco, no tardará mucho en que estas velas hinchadas dejen de ser necesarias, bastará que el viento sople en las copas y vaya encaminando la carabela a su destino. Es un bosque que navega y se balancea sobre las olas, un bosque en donde, sin saberse cómo, comenzaron a cantar pájaros, estarían escondidos por ahí y pronto decidieron salir a la luz, tal vez porque la cosecha ya esté madura y es la hora de la siega. Entonces el hombre fijó la rueda del timón y bajó al campo con la hoz en la mano, y, cuando había segado las primeras espigas, vio una sombra al lado de su sombra. Se despertó abrazado a la mujer de la limpieza, y ella a él, confundidos los cuerpos, confundidas las literas, que no se sabe si ésta es la de babor o la de estribor. Después, apenas el sol acabó de nacer, el hombre y la mujer fueron a pintar en la proa del barco, de un lado y de otro, en blancas letras, el nombre que todavía le faltaba a la carabela. Hacia la hora del mediodía, con la marea, La Isla Desconocida se hizo por fin a la mar, a la búsqueda de sí misma.

José Saramago (Portugal, 1922-2010)

¿ES EL PENSAMIENTO POLÍTICO Y ECONÓMICO DE PLATÓN Y ARISTÓTELES APLICABLE EN NUESTROS DÍAS?, por David Alberto Campos


Es posible que esta pregunta nos la hayamos hecho alguna vez en la vida. Nuestra época, enmarcada dentro de ciertos patrones que la hacen única (el relativismo, la certeza de que la verdad no es única ni está en un solo lado, el ecologismo, la globalización, la desconfianza en las instituciones, el cosmopolitismo, el desprestigio de los nacionalismos y los autoritarismos de diversa índole, la diversidad sexual y la búsqueda de la libertad en todas las esferas, tanto en lo público como en lo privado), bien puede ser llamada Neoposmodernidad, tal como he insistido en anteriores ensayos (1,2). Así, en un mundo conectado en el que nos enteramos al instante de lo que está sucediendo en cualquier lugar, y en el que podemos interactuar tan fácilmente con todo tipo de personas, podríamos suponer que lo escrito por los dos más grandes filósofos de la antigüedad es caduco, o cuando menos anacrónico.
Sin embargo, estoy convencido que podemos afirmar justamente lo contrario. Platón y Aristóteles están más vigentes que nunca. Sólo hay que saber adaptarlos a los contextos y las situaciones de la Neoposmodernidad. El abismo (generacional, tecnológico, cultural, político) entre estos maestros y nosotros es innegable. La diferencia empieza en el mismo concepto de polis: lo que ellos conocieron fue una ciudad-Estado de población pequeña si se le compara con una capital de nuestros días, en la que los ciudadanos se conocían o cuando menos tenían algún tipo de cercanía física en su cotidianidad (algo que rara vez se da en la actualidad), que incluía al ciudadano en todas las esferas de su vida (3). Para Platón y Aristóteles era simplemente inimaginable que un ser humano se pudiera desarrollar plenamente fuera de dicha polis (4).  
En mi opinión, puede seguir siendo cierto que un ser humano no pueda desarrollarse en todas sus dimensiones fuera de la polis, pero si y sólo si se entiende la polis desde una perspectiva mucho más amplia que la de una simple ciudad-Estado. Si bien los antiguos muchas veces ni siquiera salían, en toda su vida, de su ciudad de origen, la Neoposmodernidad nos ofrece un panorama bien diferente. Hoy en día es bastante frecuente domiciliarse y hasta morir bien lejos de donde se nace. Se puede viajar con gran facilidad. Se vive una realidad planetaria. Somos, como se vaticinó hace algunas décadas (5), una “aldea global”. 
O sea que a la polis hay que entenderla en términos amplios, globalizados, y no como lo hacían los griegos en la antigüedad, que se restringían al lugar geográfico donde moraban y se concebían a sí mismos con cierto provincianismo, creyendo que su polis era la polis. Más allá de otras consideraciones, como que dicho provincianismo acaso impidiera que los griegos se estructuraran como un Estado nacional en la época de Platón o Aristóteles (6), está el hecho que hoy en día sólo sería hipotética una sociedad así de cerrada, desconectada del mundo, autárquica y aislada. En la realidad, y en esta época, semejante sociedad no podría existir.
Hecha entonces la anterior salvedad, viene siendo bastante clara la actualidad y la vigencia del pensamiento político y económico de Platón y Aristóteles en nuestros días. Podemos, los hombres y mujeres libres del siglo XXI, agradecerles lo bello de la democracia: la posibilidad (al menos jurídica…no podemos caer en sentimentalismos fatuos y creer que las cosas funcionan a las mil maravillas, porque no es cierto) de tener voz y voto, el derecho a participar y opinar en política, la libertad para reflexionar sobre el estado de las cosas en los campos político-económicos (7). Todos podemos aspirar a cargos públicos (ahora bien, esto no implica necesariamente que vayamos a ganar, porque las democracias actuales también tienen sus vicios y defectos, como el de requerir enormes maquinarias y aparatos publicitarios y de mercadeo). Podemos hablar, compartir nuestras ideas, debatir, discutir sobre la actividad en la polis, y sobre la polis misma.
En dichas polis se fue consolidando la idea de que en la función de gobierno cabían la participación y el esfuerzo mancomunados. En dichas polis se fue afirmando la idea (que hace parte ya del acervo colectivo de la Humanidad) de que la participación era un bien necesario. Y por eso las polis son la nuez de las democracias. Eso es justamente lo que aplastan los totalitarismos (8), sempiternos enemigos de la democracia: callan a la gente, no la dejan expresarse, no le permiten participación, le exigen un acatamiento acrítico de lo que manden, le imponen una sumisión y una entrega totales (9).
La virtud, tan cara a Platón como a Aristóteles (10), tiene pleno sentido en nuestra época. Ya hemos sido testigos de los desastres derivados de esa escisión entre virtud y política iniciada por algunos sofistas (11), agrandada por Maquiavelo (12) y definitivamente asentada por Hume (13). Como seres humanos, ya estamos hartos de los excesos de nuestros gobernantes (excesos de toda índole, que van desde la corrupción lisa y llana del peculado o el prevaricato hasta la más sutil manipulación de la información, pasando por situaciones de nepotismo mal disimulado y de abusos de poder).
En todo el orbe, la escisión entre virtud y política (cosa que jamás hubieran imaginado Platón y Aristóteles) ha traído nefastas consecuencias. Podemos observar, por ejemplo, la historia del convulsionado y escalofriante siglo XX: Si la virtud no hubiera sido dejada de lado, ¿podrían haberse dado fenómenos como el totalitarismo a gran escala?; ¿podrían haberse erigido en instituciones todopoderosas organizaciones como el partido comunista, el partido fascista o el partido nacionalsocialista?; ¿podrían haberse dado dos grandes y sangrientas guerras mundiales, además de otras muchas guerras locales y civiles? Estoy convencido que no. De hecho, el común denominador de todos los tiranos del siglo XX (carniceros desconsiderados y ególatras, culpables de haber sacado lo peor del ser humano en toda su Historia) fue el de haber creído que estaban por encima de la virtud y los valores fundamentales que protegen la dignidad humana, por una supuesta “misión” o un supuesto “fin” históricos.
Situémonos ahora en América Latina. No solamente las putrefactas dictaduras, sino también los nauseabundos gobiernos democráticamente elegidos, tienden de manera preocupante a la corrupción, al nepotismo, al abuso e poder y a la dirección irresponsable (en la que la egolatría del dirigente despilfarra los ya de por sí limitados recursos de las naciones tercermundistas). ¿Y a qué se debe eso? De nuevo, a la nefasta disociación entre virtud y política. ¡Cuánta falta hacen Platón y Aristóteles en estas desdichadas tierras, de malditos gobernantes! Ojalá nuestros políticos fueran más platónicos en su obrar.
De otro lado, como señala Márquez (14), si nos atenemos a la visión pluralista, genuinamente democrática y tolerante de Habermas, Arendt, Popper y Maturana, nos encontramos inevitablemente con los grandes maestros griegos a la hora de pensar la política. ¿De qué manera? En tanto que es en la vida activa en la polis, es decir, en la acción política, que todos participamos en al participación y realización del llamado “interés general”. Si nos quedamos de brazos cruzados estamos dejando a la polis en manos peligrosas. Si, por el contrario, nos animamos y entramos en ella (cada quien a su manera, eso es lo bonito de la Neoposmodernidad: a través de las redes sociales, o de un periódico, o de una emisora, o de un programa de televisión, o de una producción artística, o de un blog, o de nuestra propia labor como maestros, etcétera), así no hagamos parte del farsante juego de la política “tradicional” (en el que se engaña, se miente y se manipula a los incautos con maquinarias y discursos elaborados para favorecer a ciertos sectores, y no a toda la sociedad), estamos contribuyendo a una democracia más humana, menos frágil, más sublime acaso.
No importa si no salimos elegidos. Como ya he señalado, esto es parte del juego, y en el juego de la democracia no siempre triunfa la razón. Hay mucho de manipulación y mascarada. Pero al menos no tendremos el cargo de conciencia de no haberlo intentado, y de haber permitido que sujetos corruptos y mediocres llegaran a esos cargos de gobierno más fácilmente aún. Y, en caso de que decidamos participar en política si vincularnos con ningún proceso electoral específico (es más, así sea desmarcados de cualquier proceso político “tradicional”, como completos outsiders del sistema), siempre es bueno y sano para la sociedad que no nos quedemos callados. Porque la pobreza, la injusticia y la violencia, tres realidades pecaminosas y por desgracia frecuentes en Colombia y América Latina, también se perpetúan con el silencio cómplice.

Y, en ese orden de ideas, si participamos tal vez contribuyamos a hacer de esta triste República de Colombia (y nótese que en vez de “Colombia” puede ir cualquier país de esta sufrida Latinoamérica) algo más similar a la República que soñó Platón: una República en la que el bien común sea la meta de todos, y en la que la verdad (esto es, veracidad, y no hipocresía ni mercadotecnia) y la virtud brillen por sí mismas.   
David Alberto Campos Vargas (Colombia, 1982)

sábado, 24 de mayo de 2014

¿Merece Santos una reelección?, por David Alberto Campos

Con respecto al gobierno Santos (2010-2014) creo que el equilibrio, la mesura y la prudencia son indispensables para no caer en la alabanza o la crítica sin criterio. En un país tan dado a las polarizaciones como Colombia, en el que se viven los procesos electorales con más pasión de la debida, y en el que se hacen con frecuencia escisiones masivas, esquizoparanoides, en las que sólo se logran ver los aspectos positivos (si hay simpatía o favoritismo) o los aspectos negativos (en caso contrario) de algo, considero que se debe valorar con responsabilidad y justicia las cosas. Sólo así se evita caer en la crítica feroz, que no contempla nada bueno o valioso de aquello que está atacando, o en la crítica permisiva y sosa, que se dedica a elogiar hasta lo indefendible. Hay que elogiarle su empeño, al menos al inicio de su gobierno (cuando todavía gozaba de las mieles de la "Unidad Nacional" y no tenía una oposición significativa), a la hora de conseguir personas capaces y bien formadas para la conformación de equipos técnicos,tanto a la cabeza de sus ministerios como en la burocracia en general. Asimismo, que logró distensionar la relación con Venezuela, que en el ochienio de Uribe estuvo a punto de desembocar en una guerra fratricida. De otro lado, su “prosperidad democrática” nunca fue tal: no hubo ni prosperidad, ni democracia. El país continuó con sus preocupantes índices de desigualdad, pobreza y desempleo. Eso sí, como buen zorro que es, Santos se inventó la manera de maquillar los resultados y hacer ver (a los ingenuos, obviamente) que la pobreza no era pobreza, y que el desempleo no era desempleo. La estadística le dio una manito: al considerar que un vendedor ambulante o que un subempleado sin seguridad social y recibiendo un salario inferior al mínimo legal podían ser catalogados como “empleados”, ¡eureka!, “el desempleo disminuyó”. Lo mismo con las cifras de la pobreza: con el método adecuado de cuantificación y calificación, se vería que en Colombia la pobreza es alarmante, pecaminosa (si se le compara con el lujo y el derroche que se observa en ciertos segmentos económicos); pero como desde Presidencia se presionó al Departamento de Planeación Nacional para modificar la encuesta, al final los resultados fueron sorprendentes. Cualquier lelo puede suponer, leyendo esas cifras viciadas, que Colombia no es tercermundista. De otro lado, además de la ausencia de equidad y prosperidad, el gobierno Santos se raja en democracia. Reprimió brutalmente las protestas de estudiantes (hubo varios casos de homicidios, inclusive) y campesinos (con violaciones flagrantes al Derecho Internacional en algunos casos). Puso el aparato policial y de inteligencia en contra de gremios y sindicatos (muchos líderes aparecieron “misteriosamente” muertos), así como a espiar a las figuras sobresalientes de la oposición. Pero no me extraña. Él mismo, como Ministro de Defensa en el gobierno de Alvaro Uribe (con quien ahora aparenta ser un enconado rival, cuando en realidad se han favorecido mutuamente en muchas ocasiones), estuvo a cargo de las famosas “chuzadas” (intervenciones y espionaje) a las líneas telefónicas de periodistas, líderes sindicales, dirigentes de izquierda y centro-izquierda . Y también como Ministro de Defensa de Uribe estuvo implicado en los tristes casos de “falsos positivos” (hombres de estatus económico bajo a los que los hicieron pasar por guerrilleros para poderlos dar de baja y ufanarse de “estar golpeando a la guerrilla”) que enlodaron al país en el escenario global. Yo mismo advertí lo peligroso que sería votar por un sujeto tan sociopático, mentiroso y manipulador como Santos, en un artículo de 2010, pero el pueblo colombiano, ciego y fanático, excesivamente apasionado como de costumbre, le creyó. Y le votó masivamente. Ahora no está sino pagando las consecuencias. Eso sí, lamentándose. Ya tarde, como siempre. ¿Qué otra promesa dejó Santos sin cumplir? En su discurso de posesión prometió “proporcionarles a todos –sin excepción, y desde la primera infancia- una nutrición y una educación de calidad”. Es notoria la brecha entre su promesa y la realidad. No se trata ni siquiera de una brecha, sino de un abismo. La educación en Colombia va por muy mal camino: los colegios se han convertido en verdaderos campos de batalla en los que el matoneo y la violencia en todas sus expresiones (que refleja la violencia que esos niños ven en sus hogares, en los medios de comunicación, y en toda esta sociedad putrefacta); se han vuelto ya frecuentes el tráfico de psicotóxicos y el reclutamiento de niños y niñas para la prostitución y la pornografía en las instituciones educativas; la calidad, que había ido desmejorando, se desplomó en este cuatrienio a tal punto que ya se están graduando personas con gruesas fallas en lectoescritura, comprensión lectora y pensamiento abstracto; pocas Universidades son lo suficientemente serias con sus maestros y estudiantes, y ofrecen currículos flojos, impresentables en el exterior dada su pobre calidad. No fue una sorpresa, para los que ejercemos la docencia, que Colombia recientemente ocupara el último puesto en las pruebas PISA. ¿Qué se podía esperar, además, de un gobierno que pone a la cabeza del Ministerio de Educación a una oligarca completamente ajena a los intereses nacionales, plutócrata de reconocida trayectoria en la Cámara de Comercio de Bogotá, que no tiene conocimiento alguno de la realidad educativa del país?, ¿Qué le va a importar la educación a una mujer de su calaña, que llegó a ese cargo por ser íntima amiga de la esposa del presidente Santos y no por méritos en el campo pedagógico, y que pertenece a una “élite” a la que le conviene mantener a la enorme masa poblacional colombiana sumida en la estupidez y la ignorancia, para manipularla a su antojo? En consonancia con lo anterior, otra promesa no cumplida de Santos fue la de exigir en educación “los más altos estándares” y “la evaluación rigurosa de estudiantes y profesores”, encontrándonos con un panorama desolador en el que la investigación se hace, incluso a nivel de educación superior, por iniciativa privada y consagración personal, y no con el apoyo de Presidencia (que prefiere derrochar el presupuesto en bagatelas populistas, sólo con el fin electorero de hacerse reelegir, sacrificando el futuro de una nación entera en aras de un interés egoísta y narcisístico). Salvo un puñado de instituciones universitarias, la educación pública en Colombia ha caído mucho, y se puede afirmar que le apunta a la mediocridad en todas sus líneas. Ya Santos había perjudicado enormemente la educación quitándole fondos (para invertirlos en su propia campaña de reelección), y ahora que se ve acorralado en las encuestas, y sólo para intentar “ganarse” algunos profesores de instituciones públicas (a los que no ha hecho sino darles garrote durante su gobierno, recortándoles hasta sus beneficios en salud y jubilación), prometió hacer más laxo el sistema de calificación y evaluación docente. De este modo, empeorará la mediocridad educativa colombiana. Santos también le mintió al país cuando dijo que no incrementaría los impuestos durante su gobierno, en su primer debate contra Mockus. Con el impuesto de renta, golpeó duramente a la clase media colombiana (que es, entre otras cosas, la que sostiene al país en términos tributarios). Tampoco cumplió con eliminar el impuesto del 4x1000 a los movimientos financieros. De otro lado, ha decaído el incentivo a los pequeños y medianos empresarios en su gobierno. Total: una economía en crisis. En cuanto a la salud, puedo hablar con completo conocimiento de causa porque soy médico. He visto muchas veces cómo su gobierno se ha negado a dialogar con las asociaciones médicas y científicas del país. He sufrido en carne propia el abandono en el que se encuentran puestos de salud, clínicas y hospitales. He visto cómo el Plan Obligatorio de Salud es insuficiente. He sido testigo de muchas muertes de pacientes, muertes evitables si hubiesen tenido a tiempo sus medicamentos. He leído cosas escandalosas a propósito de la ineficiencia y la inoperancia de las Empresas Promotoras de Salud. Me han puesto todo tipo de trabas cuando he solicitado exámenes o medicamentos no incluidos dentro del Plan Obligatorio de Salud a mis pacientes. Pero eso sí, me dan un sablazo mensualmente, descontándome el 10% de mi magro salario (pues en este pobre país manejado por cafres y atemorizado por violentos la labor de un psiquiatra es menos valorada que la de un estilista), “para la salud de los colombianos”. Qué gran bufón es Santos. Aún recuerdo una frase que dijo, hipócritamente, cuando se posesionó el 7 de agosto de 2010, y que había dicho también en uno de los debates durante la campaña: “Trabajaremos para que tengan una salud de calidad”. ¡Qué doblez!. Veamos la gestión Santos en asuntos de Seguridad y Paz. Siguen las incursiones ilegales, sobretodo de grupos terroristas, en las fronteras colombo-venezolana y colombo-ecuatoriana. Continúa el tráfico de estupefacientes en la frontera colombo-panameña, además de las ya mencionadas. Miles de familias siguen siendo afectadas por el secuestro, la extorsión, la violencia pura y dura. Han aumentado los ataques con ácido. Se han incrementado los homicidios asociados a asalto callejero. Los grupos paramilitares y de extrema derecha se han fortalecido. El EPL y el ELN volvieron a tomar fuerza. Las FARC volvieron a una estrategia de despliegue nacional. El crimen organizado se ha fortalecido, y avanza hora hacia una nueva modalidad, más disimulada: los grandes capos se están volviendo inversionistas de la industria inmobiliaria (encareciendo, de paso, el costo de los bienes raíces y del costo de la vida). En este punto, el programa de Santos (del que cito textualmente: “A todas las organizaciones legales las defenderemos y a las ilegales las seguiremos combatiendo sin tregua ni cuartel”) se rajó de nuevo. De otro lado, con respecto a los supuestos “Diálogos de Paz”, tengo varias anotaciones: a) no se puede hablar de Paz in estricto senso, pues se trataría simplemente de un acuerdo que, a lo más, conduciría a una tregua entre un grupo subversivo (en el caso de los diálogos de La Habana, llenos de altibajos y dilaciones, con las FARC) y el Estado colombiano…continuaría la violencia (en todas sus manifestaciones) a nivel de familia, comunidad y nación, pues este sigue siendo un país con mala salud mental, patológicamente agresivo y tanático; b) no se puede ser tan ingenuo como para creer que un acuerdo (si es que los empantanados diálogos terminan, algún día, en algún acuerdo) nos garantizarían que serán cumplidos a cabalidad por ambas partes; c) aún si se logra un acuerdo, continuaría la violencia ejercida por otros grupos terroristas, y por desmovilizados de las FARC que no se reintegren a la sociedad sino que busquen otras organizaciones al margen de la ley; d) pese a que parecía al inicio una agenda seria y puntual, la realidad ha mostrado que ambas partes tienen menos disposición y menos voluntad de llegar a una tregua de lo que inicialmente mostraron. Y, por último, una reflexión personal: me parece inmoral que un gobierno flojo y desprestigiado intente hacer uso electoral de algo que no tiene que ir manchado con ningún cariz político. A Santos le ha faltado consistencia y liderazgo. Ha sido ambivalente, en ocasiones flojo (irónicamente, con el crimen organizado y el terrorismo) y en otras barbárico (tristemente, cuando los que han protestado son estudiantes o campesinos). No ha sabido ni podido hacerle frente a los paros agrarios, y se ha mostrado muy torpe a la hora de tratar a la oposición (una oposición variopinta, que incluye tanto a la centroizquierda como al uribismo), cayendo en el insulto personal en ocasiones. En el plano internacional, ha dejado pasar la oportunidad de posicionar a Colombia en la región, y se ha mostrado bastante tonto al manejar los problemas limítrofes con Nicaragua y Ecuador. En conclusión, a Santos le ha quedado grande su cargo. Su gobierno ha sido, desde muchos ángulos, un retroceso a la época Samper-Pastrana. Espero que un inepto así no logre reelegirse. David Alberto Campos Vargas (Colombia, 1982)

martes, 20 de mayo de 2014

QUÉ OLVIDADIZOS SOMOS…, por Ana Ximena Murillo Mosquera

Mantenemos ocupados y dizque preocupados… Deténte solo un instante y piensa en la vida que llevas; ahora que ves? El mundo es una paradoja constante, Por la cual contribuimos a que la paradoja crezca, permanezca y sea cada vez mas y mas grande. Sueña con utopías, sueña con que en el mundo habrá plena justicia, Sueña, sueña sin temor. Tan solo te digo que sueña si, pero no te quedes soñando. Ana Ximena Murillo Mosquera (Colombia, 1980)

sábado, 17 de mayo de 2014

Colombia 2014: Sobre la guerra sucia en la campaña presidencial, por David Alberto Campos

Terrible el fenómeno de "guerra sucia" en la actual campaña presidencial. Ya sabía que la política en Colombia era una podredumbre sin parangón, pero me entristece profundamente constatar que el odio, la violencia y la ignorancia también se tomaron las redes sociales. Asquea que el único periodismo independiente, el que está a cargo de blogueros, líderes de opinión y sobretodo ciudadanos independientes y pensantes (al menos lo fueron hasta el 2014), también se vea envuelto en escándalos y untado de la peor brea: la de la política "institucional" o "tradicional" de este pobre país, cada vez más empantanado. Ahora que se han revelado escalofriantes historias de "hackers" y de dueños de cuentas haciendo de mercenarios, considero que las redes sociales han perdido mucha credibilidad a la hora de ser tenidas en cuenta como "expresión libre de la ciudadanía". También los compraron, qué horror. Por lo pronto, contribuiré con un granito de arena: me abstendré de volver a opinar en este medio del badulaque que es dizque nuestro presidente, o de los otros candidatos. Así no me podrán citar mercenarios de ningún bando. Al fin y al cabo, todos caben en la misma costalada inmunda: son hipócritas, son políticos, miembros de esa clase cloacal que se autoproclama "clase dirigente" y que (obvio) recluta sumisos "dirigidos" entre los crédulos e idiotas. Hasta los mejor intencionados están salpicados de algo malo. Tocará hablar de fútbol (qué espanto, porque el propio Mundial ya está mancillado con los desalojos y la brutalidad policial ejercida contra la población que no se quiere mostrar a los turistas). Además, por lo que he visto y leído no existe en la infausta "tierra de Colón" (hasta por ahí empezó mal la cosa...) un solo político honesto que esté vivo (si conocen alguno, cuéntenme de él o ella, por el Inbox para evitar garroteras entre lectores polarizados...y hasta hago el viaje para ir a conocerlo/a). Los políticos que admiro son de otras latitudes y de otras épocas. Nada de esta escoria. ¡Y pobre patria boba esta republiqueta , sumida en la corrupción y la cultura mafiosa, en la que todo tiene un precio! Lo que le espera no es nada halagüeño. Cuando todo se puede comprar o vender, ya se ha perdido el sentido ético en una sociedad. PD: Y no me vengan algunos sandios a decir ahora que no es patriótico afirmar cosas así. Si creen que amar la nación es taparse los ojos y gritar a pleno pulmón que somos "el país más feliz del mundo", están completamente equivocados. Y son cómplices. En buena medida, son el negacionismo y el pseudopatriotismo (tan típicos de todo pueblo imbécil) los que permiten que se perpetúen los males. Nada mejor que la mirada reflexiva, libre de prejuicios y fanatismos. David Alberto Campos Vargas (Colombia, 1982)

lunes, 12 de mayo de 2014

En el centenario de la muerte de Rufino José Cuervo, por Fernando Vallejo

Bajé en la estación del Père Lachaise, caminé unas calles y entré en la ciudad de los muertos: tumbas y tumbas y tumbas de muertos y muertos y muertos: Joseph Courtial, Victor Meusy, George Visinet, Familia Faucher, Familia Flamant, Familia Morel, Familia Bardin… La lápida del señor Visinet dice: “Administrador de la Compañía de Gas en Saint Germain en Leye, crítico dramático y musical del Journal de Rouen, 1845-1914”. Murió pues, sacando cuentas, cuando empezaba la Gran Guerra, tres años después de ti, y a los 69 años, de dos más que tú. ¿Y ese sargento Hoff de la tumba de enfrente? No tiene lápida ni fechas. Le han levantado en cambio, junto a la tumba, una estatua: la de un soldadito de quepis, fusil en la mano izquierda y saludando con la derecha al cielo. ¿A Dios? Dios no existe, y si existe le salen sobrando los saludos de los soldaditos franceses muertos por la patria y la gloria de Francia. ¡La gloria, la patria! Antiguallas del siglo XIX que dan risa en el XXI. Hoy la gloria es el éxito y la patria un equipo de fútbol. Para ti la patria eran la religión y el idioma. Para mí, la religión del idioma pues otra no he tenido. ¿Pero cuál de tantos, si hay miles? Pues este en que hablo y pienso junto con veintidós países que por sobre la separación de ríos y montañas y selvas y fronteras y hasta la del mar inmenso en cuya otra orilla se encuentra España todavía nos entendemos. Mi patria tiene mil años y se extiende por millones de kilómetros y nadie la ha querido tanto como tú. Por ti, de niño, aprendí a quererla. Nos une pues un mismo amor. Ahora voy por la Avenida Lateral Sur a la altura de la Décima División y el Camino del Padre Eterno, un sendero. Entonces vi un pájaro negro, hermoso. No, “hermoso” es pleonasmo, sobra. Todos los animales son hermosos. Éste es un cuervo, un pájaro negro de alma blanca que tiene el don de la palabra. Y ahora me está diciendo: “Por allí”. Tumbas y tumbas y mausoleos y monumentos, y fechas sobre las lápidas y epitafios junto a las fechas, infatuados, necios, presumiendo de lo que fueron los que ya no son. Músicos, generales, políticos, escritores, poetas, oradores… Y muertos y más muertos y más muertos. Y los monumentos… Monumento a los caídos en la guerra de 1870 por Francia. Monumento a los soldados parisienses muertos en el Norte de África por Francia. Monumento a los polacos muertos por Francia. Monumento a los combatientes rusos muertos por Francia. Monumento a los soldados españoles muertos por la libertad de Francia. Monumento a los jóvenes voluntarios muertos por la resistencia de Francia... Por lo visto Francia no es una patria: es una masacre. Ah, y esta advertencia majadera en las tumbas de los ricos: “concession à perpétuité”: concesión a perpetuidad. O sea que el muerto es dueño de su tumba por toda la eternidad, de Dios o del Big Bang o de lo que sea. ¿Y los pobres, los del común, los que si hoy comen mañana quién sabe, sin tumba a perpetuidad, ésos qué? Se van. Al llegar a la Avenida de Saint Morys otro cuervo me indicó: “Por ahí”. Y cuando desemboqué en la Avenida Transversal Primera otro más: “A la derecha”. Y luego otro: “A la izquierda”. Y de relevo en relevo, de árbol en árbol los cuervos me fueron guiando hasta la División Noventa, un laberinto de senderos y de tumbas. ¿Y ahora? ¿Por dónde sigo? En el paisaje desolado de los árboles sin hojas del invierno y las tumbas con cruces silenciosas que a mí por lo demás nunca me han dicho nada, una bandada de cuervos rompió a volar, cantándole a la incierta vida por sobre la segura muerte. ¿Qué me dicen con sus graznidos y su vuelo? Ya sé. Los cuervos dicen su nombre, dicen tu nombre. Uno se separó de la bandada y se posó sobre una tumba, la más humilde, y me dio un vuelco el corazón: había llegado. Al acercarme a la tumba el cuervo, sin mirarme, levantó el vuelo. En ese instante recordé el del poema de Poe que decía “Nunca más”. Los cuervos parecen muchos pero no, son uno solo, eterno, que se repite. Con la punta del paraguas me di a raspar el musgo que cubría la tumba y fue apareciendo una cruz trazada sobre el cemento. Bajo el brazo horizontal de la cruz, al lado izquierdo, fue apareciendo el nombre de tu hermano Ángel: “…né…. Bogotá”. ¿El qué? El 7, tal vez, no se alcanza a leer, “de marzo de 1838. Mort… Paris…” ¿el 24? (tampoco se alcanza a leer) “de abril de…” Falta el año, lo borró el tiempo, pero yo lo sé: 1896, el mismo en que se mató Silva, el poeta, nuestro poeta, y por los mismos días pero en Bogotá, de un tiro en el corazón. Y nada más, sin epitafio ni palabrería vana, en francés escueto mezclado con español. A la izquierda de tu hermano y a la derecha del brazo vertical de la cruz estás tú: “…né en Bogotá el 19 de septiembre de 1844 mort en Paris el 17 de julio de 1911”. Así, sin puntuación ni más indicaciones, en la misma mezcla torpe de español con francés como lo estoy diciendo. Me arrodillé ante la tumba para anotar lo que decía y poder después contárselo a ustedes esta noche, y entonces descubrí que sobre el murito delantero habían escrito: “105 – 1896”. ¿Ciento cinco qué es? ¿Acaso el número de la tumba de esa línea de esa división? ¿Y 1896 el año en que la compraste para enterrar ahí a tu hermano? Quince años después, el 17 de julio de 1911, alguien te llevó a esa tumba. ¿Pero quién? Inmediatamente a la derecha de la tumba tuya está la de dos hermanas muertas poco después de ti y a escasos meses la una de la otra: Merecedes de Posada, “fallecida en París el 30 de febrero de 1912” y Ercilia de Posada, “fallecida el 25 de septiembre de 1912”. ¿Fueron ellas? ¿Eran tus amigas? ¿Colombianas? ¿Y por eso están ahí a tu lado? ¿Cuándo nacieron? No lo dicen sus lápidas. ¿Y dónde? Tampoco. Algún día lo averiguaré, si es que hay para mí algún día. “Dejad que los muertos entierren a sus muertos” dice el evangelio. Habrá que ver. De los hechos exteriores de tu vida he llegado a saber algo: a los 21 años escribiste con Miguel Antonio Caro una Gramática latina para uso de los que hablan castellano. A los 22, tus Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano. A los 23 montaste con Ángel una fábrica de cerveza. A los 27 empezaste el Diccionario de construcción y régimen de la lengua castellana. A los 33 hiciste con Ángel tu primer viaje a Europa, de un año. A los 36 vendiste la fábrica y de nuevo, con él, te fuiste por segunda vez a Europa, ahora para no volver. Ese segundo viaje de los dos hermanos terminó en esa tumba de ese cementerio del Père Lachaise que he encontrado cubierta de musgo y de que les estoy hablando. Y sé las calles de París donde viviste y conozco los edificios: 10 rue Saint Georges, 3 rue Meisonier, 4 rue Frédéric Bastiat, 2 rue Largillière, 18 rue de Siam. Y tus barcos. Ese vapor Amérique de la Compañía General Trasatlántica en que te fuiste la primera vez y en el que dieciocho años después, frente al muelle de Puerto Colombia acabado de estrenar, habría de naufragar tu amigo Silva, que volvía de Venezuela, de donde te pedía por carta plata. Y el vapor La France, que traía a Colombia ejemplares recién impresos del primer tomo de tu Diccionario y que se incendió en Martinica… ¡El destino, el hado, el fatum, que juega con nosotros y reparte como quiere la baraja! ¿Cómo pudiste vivir veintinueve años lejos de Colombia sin volver? ¿Y quince solo, sin tu hermano a quien tanto amabas? ¿Y quién trajo de París a Bogotá tu biblioteca? ¿Y por qué dejaste el Diccionario empezado? Nadie en los mil años de la lengua castellana ha intentado una empresa más grande, desmesurada y hermosa. ¡Molinitos de viento a mí! Tú quisiste apresar un río: el río caudaloso de este idioma. Hoy el río se ha enturbiado, para siempre, sin remedio, ¡pero qué puedo hacer! De los vicios de lenguaje que censuraste en tus Apuntaciones ni uno se ha corregido, todos han perdurado. Y lo que estaba bien se dañó, y lo que estaba mal se empeoró, y de mal en peor, empobreciéndose, anglizándose, este idioma que un día fuera grande terminó por convertirse en un remolino de manos. Hoy del presidente para abajo así es como hablan: gesticulan, manotean, y él da el ejemplo. Si lo vieras, tú que conociste a Caro, manoteando en un televisor (una caja estúpida que escupe electrones). Y el antropoide gesticulante, el homínido semimudo que perdió el don de la palabra aunque todavía le quedan rastros evolutivos de las cuerdas vocales, por el gaznate por el que respira o por el tubo por el que traga, no se sabe, invoca el nombre de Dios: “Dios, Dios, Dios, Farc, Farc, Farc” repite obsesivamente como alienado. Tiene un vocabulario escaso, de cien palabras. Mueve los brazos, tiesos, para adelante como empujando un tren. Ah no, ya tren no queda: como empujando a Colombia cual carrito de supermercado. ¡Qué bueno que te fuiste! ¡Qué bueno que no volviste! ¡Qué bueno que te moriste! No hubieras resistido la impudicia de estos truhanes mamando de Colombia e invocando el nombre de Dios. Dios no existirá, pero hay que respetarlo. Pero no vine a hablar de miserias, vine a hablar de ti, que eras grande. Y de tus Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano que estudié de niño y que decidieron mi vida: me las regaló mi papá. Mi padre, como dicen los elegantes. Seis ediciones de ellas hiciste y miles las leyeron. Pues en ninguno dejaron tan honda huella como en mí, y por eso esta noche, desde aquí, te estoy hablando. Las estudiaba para aprender a escribir, pero no, para eso no eran: eran para enseñar a querer a este idioma. Y eso aprendí de ti. Nos une pues, como te dije, un mismo amor. Dicen que con tus Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano empieza la dialectología en este idioma. ¡Qué va! La dialectología es una pobre ciencia, si es que lo es. En todas las regiones de todos los idiomas se habla con palabras locales. Y no sólo difieren en el lenguaje las regiones, también los individuos. No hay dos que hablen igual, uno es como habla, cada quien es sus palabras. Eso de “bogotano” que le pusiste al título no era más que modestia tuya. Tu libro no era bogotano, valía para toda la lengua castellana, a la que pretendías, con él, salvarle el alma. ¡Cuánta agua no ha arrastrado el río en estos cien años que han pasado desde que te fuiste! Quiero decir para siempre, para el nunca jamás. Para no perderme en un recuento interminable de pequeñeces y miserias, te diré que la patria que hoy preside el de las manos se reduce a esto aparte de él: dos cantantes, hombre y mujer, que berrean bailando con un micrófono; un corredor de carros que hunde con el pie derecho un acelerador; y los once adultos infantiles de la Selección Colombia que mientras juegan van escribiendo con los pies (con “sus pieses”), en el polvo de la cancha, su divisa: Victi esse nati sumus: nacidos para perder. Tu Colombia se nos volvió un remolino de manos y pies. ¿Y si el remolino lo convirtiéramos en energía quijotesca, eólica, enchufándoles por detrás baterías a esos molinos de viento? Podría ser… ¡Ah, y se me están olvidando los candidatos! La palabra viene del latín candidatus, que a su vez viene de candidus, que significaba blanco, porque los que aspiraban a los cargos públicos en la antigua Roma se vestían con una toga blanca. Candidus designaba el color blanco brillante (albus el blanco opaco) y venía a su vez de candere, brillar, arder, del que sacó el español candelabro y candela, la vela, que nos da luz. Ah no, ya no: nos daba. ¡Cuánto hace que se acabaron! Todo pasa, nada queda y se va el tren. Candidato viene pues de candidatus, el que viste de blanco. El Diccionario de autoridades, el primero que hizo la Academia Española de la Lengua, lo definía hace tres siglos así: “El que pretende y aspira o solicita conseguir alguna dignidad, cargo o empleo público honorífico. Es voz puramente latina y de rarísimo uso”. ¿Honorífico? ¿Y de rarísimo uso? Sería a principios del siglo XVIII, señorías, hoy aquí es moneda falsa de curso corriente tan común como sicario. ¡Qué impredecible es el idioma, cuánto cambian con el tiempo las palabras! ¡Que candidato esté emparentado con cándido, que quiere decir sin malicia ni doblez, puro, inmaculado, limpio, límpido, albo! Lo negro hoy dándoselas de blanco… Las engañosas palabras, las deleznables palabras, las efímeras palabras que llenaron tu vida, capaces de apresar en su fugacidad cambiante toda la pureza y toda la ignominia. No mucho antes de que nacieras, y cuando nuestra independencia de España estaba todavía en veremos, ya andábamos matándonos los unos con los otros divididos en centralistas y federalistas. En 1840, cuatro años antes de que nacieras, nos estábamos matando en la Guerra de los Supremos o de los Conventos. En 1851, cuando ibas a la escuela, nos estábamos matando en la guerra entre José Hilario López, liberal, y los conservadores. En 1854, cuando siendo todavía un niño acababas de perder a tu padre, nos estábamos matando en la guerra de los gólgotas contra los draconianos. En 1860, a tus dieciséis años y siendo ya amigo de Miguel Antonio Caro, un joven como tú, nos estábamos matando en la guerra de los conservadores centralistas contra los liberales federales. En 1876, cuando ya habías publicado tus Apuntaciones críticas y montado la fábrica de cerveza, nos estábamos matando en la guerra entre los conservadores de la oposición y los radicales del gobierno. Te fuiste luego a París y siguieron las cosas como las dejaste: en 1885 nos estábamos matando en la guerra entre los radicales librecambistas y los conservadores proteccionistas. En 1895 nos estábamos matando en la guerra entre los rebeldes liberales y el gobierno de la Regeneración, que había ido a dar a las manos nadie menos que de tu amigo Caro. Entre 1899 y 1902 nos estábamos matando en la Guerra de los Mil Días. El siglo XX empezó pues como acabó el XIX, y así siguió: matándonos por los puestos públicos en pos de la presidencia, supremo bien. Pasándoles revista a quienes en un momento u otro se cruzaron por tu vida aquí en Colombia antes de que te fueras, me encuentro a: Miguel Antonio Caro, José Manuel Marroquín, Marco Fidel Suárez, José Vicente Concha, Carlos Holguín, Jorge Holguín… Caro, presidente. Marroquín, presidente. Suárez, presidente. Concha, presidente. Los Holguín, presidentes. ¡Carajo! ¿Es que en este país nunca ha habido gente decente? Tu amigo Caro, el latinista, el humanista, el impoluto, de presidente, ¿despachándose con el cucharón? De no creer. Habiéndose manchado Caro las manos con el poder, en el oscuro siglo XIX nuestro sólo brilla una luz: tú. El resto son guerras, guerritas, alzamientos, sublevaciones, revoluciones… Rapiña de tinterillos en busca de empleo público: de un “destino”, como se decía hasta hace poco aquí. ¿El destino, que es tan grande, significando tan poca cosa? ¡Bendito el honorable oficio de cervecero que te permitió irte! Irse, irse, irse. En estos últimos años se han ido cuatro millones. Yo en total he vivido afuera 42 años, doce más que tú. Pero tú te fuiste para no volver, y yo he vuelto cien veces. Me voy para volver, vuelvo para irme, y así he vivido, sin acabar de irme, sin poder quedarme, sin saber por qué. En tiempos de Oudin el gramático, el que tradujo por primera vez el Quijote al francés y el que escribió la más famosa de las muchas gramáticas castellanas para uso de los franceses que se componían en los siglos XVI y XVII, en francés se usaba “irse” para significar “morirse”. Dicen que en su lecho de muerte Oudin se preguntó, planteándose un problema de gramática: “Je m’en vais ou je m’en va?, pour le bien ou pour le mal”, y murió. No traduzco sus palabras porque los problemas de gramática no se pueden traducir, son propios de cada lengua. Tenía que ver con nuestro verbo “ir” con pronominal, “irse” para significar “morirse”. ¡Qué hermosa muerte para un gramático! ¿Y tú? ¿Cómo te fuiste? Nadie lo ha contado, nunca se sabrá. Desde una tumba humilde del Père Lachaise cubierta de musgo, un cuervo alza el vuelo sin mirarme. Si cierro los ojos, lo vuelvo a ver. ¿Saben cómo define “destino” el Diccionario de la Academia? “Hado, lo que nos sucede por disposición de la Providencia”. ¡Cuál Providencia! ¿La que nos manda hambrunas y terremotos? Por Dios, señorías, no sean ingenuos. El Diccionario de la Academia es realista, clerical, peninsular, de parroquia, de campanario, de sacristán, arrodillado a Dios y al Rey que fue el que les puso edificio propio. Y acientífico, con a privativa. ¡Qué lejos de la obra de arte tuya! Van los señores académicos por la edición veintitantas, camino de la trigésima, y aunque de todas no hacen una, como no aprenden acaban de sacar su Gramática: veinticinco kilos y medio de gramática en dos ladrillos sólidos, compactos. Pa comprarlos hay que llevar carrito de supermercado. Salvo que los adquiera usted comprimidos en un “compact disc”… La única forma de apresar el río atropellado del cambiante idioma, señorías, es la que se le ocurrió aquí a mi paisano, en una pobre aldea de treinta y cinco mil almas sucias y alcantarillas que corrían por la mitad de las calles, en un momento de iluminación: el Diccionario de construcción y régimen de la lengua castellana. ¿Saben dónde está la genialidad suya? En que volvió al diccionario una gramática y a la gramática una obra de arte. La que no había ni soñado nadie: ni Nebrija, ni Valdés, ni el Brocense, ni Salvá, ni su admirado Andrés Bello, que era lo mejorcito que había producido esta América hispana antes de que apareciera él. El idioma no cabe en un diccionario ni en un manual de gramática porque es escurridizo y burletero, y cuando uno cree que lo tiene en las manos se le fue. ¿Y en un diccionario que fuera a la vez léxico y gramática? ¡Ah, así la cosa cambia! Así la cosa es otra cosa. Cabe porque cabe. Y ése fue el hallazgo de mi paisano, iluminado por Dios. Ahí tienen el Diccionario de construcción y régimen de la lengua castellana en prueba del milagro y de la maravilla que había llegado a ser, de tumbo en tumbo, en mil ochocientos cincuenta tumultuosos años este idioma antes del remolino de manos. Ahí están el Cid, el Arcipreste, la Celestina, Cervantes, don Juan Manuel, Quevedo, Garcilaso, los Argensola, el padre Mariana, Saavedra Fajardo, Moratín, Larra, Jovellanos, y todo apresado en unos cuantos centenares de monografías de palabras, pero eso sí, palabras claves, que viene del latín clavis, que significa llave, que es la que abre las puertas: un diccionario histórico y sintáctico a la vez en que el léxico se vuelve gramática y la gramática historia, la de una raza. Con esas palabras claves, palabras mágicas, se forman los miles y miles de expresiones y frases hechas que es lo que en última instancia son los idiomas. Vocablos prodigiosos de los que mi paisano iba a hacer sugrir, porque sabía que estaba encerrado en ellos, el genio de la lengua castellana. Como en las Mil y una noches Aladino (un niño travieso y libertino, un bribonzuelo proclive a todos los vicios y muy dado a la pillería, la rebeldía y la maldad) hace surgir de una lámpara vieja, con tan sólo frotarla, el genio caprichoso del Islam. Señorías: ¿cómo es que dice el lema de su Academia? ¿”Limpia, fija y da esplendor”? ¡Cómo van a pretender ustedes fijar un idioma, eso sería matarlo! Un río que no fluye está muerto. No se dejen embaucar por las palabras porque las hay engañosas y hasta el más listo cae. De un tiempo para acá, en las sucesivas ediciones de su Diccionario, que nunca estuvo bien pero que se podía medio arreglar, por alcahuetería y manga ancha de ustedes me están dejando entrar en él, sancionadas con su autoridad, entre anglicismos y anglicismos las palabras más espurias, más malnacidas, más bastardas, sin velar por lo que la Providencia les confió. De lo que se trata es de impedir que nos empuerquen el río, no de fijarlo. Aprendan de las Apuntaciones de mi paisano y de su Diccionario. Se me paran en la orilla del río, señorías, y cuidan de que nadie, pero nadie nadie, y cuando digo nadie es ni el rey, tire basura al agua: un toper por ejemplo, o un CD, o un spray, un celular, un bolígrafo, un qué galicado, un condón… Voy a contar ahora una historia hermosa con final triste que empieza hace 40 años, cuando llegué a México, y acaba catorce años después, en el terremoto que me tiró el piano a la calle, un Steinway, y me tumbó la casa mientras zarandeaba a la ciudad de los palacios como calzón de vieja restregado por lavandera borracha. Me habían ponderado mucho las librerías de anticuarios que hay en las calles de Donceles y República de Cuba en el centro, inmensos cementerios de libros viejos, de libros muertos, y por desocupación fui a conocerlas. Entro a una de tres pisos, enorme, le echo un vistazo ¡y qué veo! Un par de libros grandes que me llaman desde un estante: los dos tomos de la edición francesa, la primera, y por casi un siglo la única, del Diccionario de construcción y régimen de la lengua castellana de mi amado paisano que dejó en él media vida, impresos en París por Roger y Chernoviz bajo su cuidado y pagados con su plata, corrigiendo el pobre durante años, día y noche, erratas y más erratas en una jungla de letras menuditas y mil signos tipograficos: el uno de 1886 y el otro de 1893. Fue el destino, señorías, la Divina Providencia como lo llaman ustedes, y yo estoy equivocado, siempre he estado equivocado, y ustedes tienen la razón. Son dos volúmenes en octavo y a dos columnas compactas: el primero con las letras A y B, de 900 páginas; y el segundo con las letras C y D, de 1348 páginas. Pensé en Wojtyla, Juan Pablito, el muy amado, y me lo imaginé curioseando en una tregua de sus viajes en los archivos vaticanos y que se encuentra ¿qué? La carta de Cristo a Abgarus, el toparca, el rey de Edesa, de la que nos habla el obispo Eusebio, el primer historiador de la Iglesia, escrita en siríaco (una especie de arameo), diciéndole que no va a poder ir porque lo está llamando el Padre Eterno, pero que le va a mandar a uno de sus discípulos, muy confiable, para que lo cure. Casi caigo muerto. “¿Y cuánto valen los dos tomos, señor?” –le pregunté angustiado al librero, sabiendo que no tendría nunca con qué pagarlos. “Tanto” –contestó el viejo malhumorado: una bicoca: respiré. Saqué humildemente los billetes del bolsillo de mi ropa rota y se los di. Me está volviendo a palpitar el corazón descontrolado ahora y se me van a volver a salir las lágrimas. Apreté los dos volúmenes contra el pecho, salí y me fui, a mi casa, a guardar como un tesoro mi tesoro. Pero como no todo en esta vida es dicha… Corrió el tiempo y llegó el año infausto del 85 y con él el terremoto, que empezó suavecito, suavecito y fue in crescendo. Tas, tas, tas, iba cayendo de la alacena de la cocina loza: vasos, tazas, platos, copas, cucharones, cucharas... El pandemónium. El cuarto, la sala, la cocina zarandeándose (que viene del onomatopéyico zaranda). Las paredes se agrietaron, los vidrios se rajaron, los techos se cuartearon, el sanitario se vació. ¿Y el Steinway, qué pasó? ¿Qué pasó con el Steinway negro mate abrillantado día a día con amor y con aceite 3 en 1 y que habías comprado nuevecito en una devaluación por otra bicoca? Pues el Steinway negro mate abrillantado día a día con amor y con aceite 3 en 1 y que había comprado nuevecito en una devalución por otra bicoca, como vino se fue: por el ventanal de la calle a la calle, siete pisos abajo que se cuentan rápido: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete: do, mi, sol, do… Cayó sobre el pavimento de la Avenida Ámsterdam dando un acorde esplendoroso que mi oído absoluto de inmediato reconoció: Tónica. Do mayor. ¿Y el diccionario, dónde acabó el diccionario? Donde acabó el piano. En mi recuerdo adolorido una nube de polvo asciende ahora del pavimento del mismo modo, pero en sentido contrario, como cae un telón. En lo que va desde que te fuiste, tres cosas nobles respecto a ti, que dicen bien de Colombia: una Ley de 1911 y de un gobierno conservador que para honrar tu memoria ordenó que te esculpieran una estatua: la que hoy está en el jardincito aquí abajo de tu casa, de la Calle 10, antigua calle de la Esperanza, en este barrio de La Candelaria, obra del escultor francés Verlet. Dos: una segunda ley, de 1942 y de un gobierno liberal, en virtud de la cual se creaba el Instituto que lleva tu nombre con el fin de continuar y difundir tu obra. Felicitaciones honorables congresistas de Colombia, liberales y conservadores, representantes y senadores, desinteresados padres de la patria. Si en algo los he ofendido alguna vez, retiro mis palabras. Cincuenta y dos años después de la segunda ley, unos cuantos apóstoles de tu obra que ya murieron, trabajando con fe en ti, con devoción y amor a tu obra, terminaron en 1994 tu Diccionario. Y en fin, el 28 de octubre de 2006 a las 8 de la noche y en el Gimnasio Moderno de esta ciudad, durante las celebraciones de unos malpensantes que ni lo eran tanto, ante 550 humanos y 20 perros silenciosos un loquito de estos que produce la tierra te canonizó. Que en sus doscientos años de historia, dijo, este país no había producido uno más bueno ni más noble ni más generoso ni más bondadoso y de corazón más grande que tú. Ese mismo, en Berlín, un año antes, en el Instituto Cervantes, había canonizado a Cervantes. Que con ustedes dos, dice, se inicia un nuevo santoral, uno verdadero, de verdaderos santos. El problema que tiene ahora es que como el año tiene 365 días y se necesita un santo para cada día, sin repetir, le están faltando 363 santos y no encuentra con quien seguir. Ah, y que cuando llegue a la presidencia, a la plaza central de esta Atenas suramericana capital del país de los doctores la va a volver a llamar con su antiguo nombre, Plaza Mayor, como debe ser, y le va a quitar el del venezolano sanguinario y ambicioso que le pusieron en mala hora. Y que el bronce de ése, que le esculpió Tenerani, lo va a mandar, junto con la espada colgante que lleva al cinto y que nunca usó, a hacerle compañía a Stalin y a Lenin en el basurero de las estatuas. Para ponerte a ti. Yo digo que no, que afuera a la intemperie como vulgar político no: adentro, en la catedral, en vez de un falso santo. ¿A cómo estamos? ¿A 3 de febrero de 2011 con “de”? ¿O del 2011 con “del”? Ya no estás y no tengo a quién preguntarle. Desde niño te llamé diciéndote de “don”, que es como te decía Colombia. Puesto que mi señora Muerte en cualquier momento me llama, permíteme llamarte ahora tan sólo con tu nombre para contarte que aquí, a ti, el más humilde, el más bueno, el más noble de nosotros, el que no conoció el rencor ni el odio pues sólo la bondad cabía en su corazón generoso, que no ocupaste cargos públicos ni le impusiste la carga dolorosa de la vida a nadie, aquí ya todos te olvidaron. Yo nunca, Rufino José. Fernando Vallejo (Colombia, 1942)