viernes, 21 de febrero de 2014
Cuarto creciente en torrentes de sangre evanesciendo, por Luis Fernando Campos
El arrepentimiento de no haber estado un segundo más
Junto con el grito ahogado de la desesperación y la duda.
La vacilación de ver morir, desjarretado; los tendones
Cayendo por detrás y enfrente: las mordidas rojas del tiempo.
¡Oh perverso inconsciente, engañado, manipulado!
La muerte salvando la furia y la lluvia de la omisión.
El reloj palpitante, tripa vana de una vida extirpada
Sobre las manos perversas; y el sentir cruel, sempiterno
De las ilusiones abladas en el caer del sol sobre el mar.
La negación expresada en el desfallecimiento histérico
Estallando góticamente vitrales de choques neuronales;
Yéndose con la muerte algo inasible, inalcanzable.
¿Inmarcesible?
La luz de los estragos apagados, gozosos en su ignorancia,
Atormentan tu mirada, Salambó.
El velo maldito se burla de tu destino.
Luis Fernando Campos (Colombia, 1998)
miércoles, 19 de febrero de 2014
Invictus, por William Ernest Henley
Out of the night that covers me,
Black as the Pit from pole to pole,
I thank whatever gods may be
For my unconquerable soul.
In the fell clutch of circumstance
I have not winced nor cried aloud.
Under the bludgeonings of chance
My head is bloody, but unbowed.
Beyond this place of wrath and tears
Looms but the Horror of the shade,
And yet the menace of the years
Finds, and shall find, me unafraid.
It matters not how strait the gate,
How charged with punishments the scroll.
I am the master of my fate:
I am the captain of my soul.
William Ernest Henley (Inglaterra, 1849-1902)
La élite comunista de China oculta empresas en paraísos fiscales
JAN MARTÍNEZ AHRENS / FERNANDO GUALDONI / JESÚS SÉRVULO GONZÁLEZ / ANDREA RIZZI (España)
El enriquecimiento acelerado de las élites ha erosionado la credibilidad de los mandatarios comunistas, cuyas promesas de acabar con la desigualdad y la corrupción se enfrentan ahora a un nuevo escándalo: el uso masivo de paraísos fiscales por parte de sus familiares directos. EL PAÍS, junto con otros medios internacionales como The Guardian, BBC, Le Monde, Süddeutsche Zeitung o Asahi Shimbun, ha tenido acceso a una base documental obtenida por el Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación (ICIJ) que revela que al menos 13 parientes de máximos dirigentes del régimen —incluidos el actual presidente, Xi Jinping, y los ex primeros ministros Wen Jiabao y Li Peng—, así como 15 grandes empresarios y grandes compañías estatales han mantenido gran actividad en refugios fiscales.
Los registros de estas sociedades opacas, analizados en colaboración con dicho consorcio, proceden de una filtración de más de dos millones de archivos de dos gestoras (Portcullis TrustNet y Commonwealth Trust) que operan en las Islas Vírgenes Británicas. La elección de este archipiélago del Caribe por parte de la élite china no es extraña: el territorio británico de ultramar era el segundo inversor directo en China en 2010 —año hasta el que figuran registros en la base de datos filtrada—, solo por detrás de Hong Kong. Con apenas 27.000 habitantes, tiene inscritas más de un millón de sociedades, el 40% procedente de China, Hong Kong y Singapur.
la luz al menos 25 sociedades opacas creadas por la élite comunista
El examen de los datos evidencia cómo numerosos integrantes de la élite comunista han abierto sociedades offshore después de haber labrado enormes fortunas a la sombra del régimen. Esta práctica corrobora una de las debilidades sistémicas chinas: que las tres décadas transcurridas desde que Deng Xiaoping abandonó la economía central planificada y saltó al capitalismo bajo el gobierno único del Partido Comunista Chino (PCCh) han enriquecido de forma desmesurada a un sector privilegiado de la población, gracias a su cercanía al poder.
Los documentos, que llegan hasta principios de 2010, permiten constatar cómo estas tramas familiares, pertenecientes a los más altos linajes comunistas, se han aprovechado de la opacidad de las Islas Vírgenes Británicas para enviar el dinero fuera de los circuitos habituales a través de empresas creadas por ellos mismos o de su participación en otras ya constituidas. Esto facilita ocultar bienes y dinero del control oficial (China limita el movimiento de capital al extranjero a 50.000 dólares por habitante y año) e incluso beneficiarse de los privilegios fiscales de Pekín a inversores extranjeros.
En los datos analizados figuran al menos 13 miembros de la denominada nobleza roja, es decir, parientes de los dirigentes de la cúpula comunista en activo, jubilados o fallecidos. Entre ellos, destacan el cuñado de Xi Jinping; el hijo y el yerno del anterior primer ministro, Wen Jiabao; la hija de su antecesor, Li Peng; un yerno del fallecido Deng Xiaoping, o el nieto del legendario comandante de la revolución Su Yu. Estas 13 personas aparecen vinculadas al menos a 25 sociedades en calidad de accionistas o directores.
El caso de Deng Jiagui, marido de Qi Qiaoqiao, hermana mayor del actual presidente chino, es emblemático de la nueva China: construyó junto a su pareja un imperio inmobiliario en Hong Kong y Shenzhen en apenas 20 años. Wen Yunsong, hijo del ex primer ministro Wen Jiabao, creó en un paraíso fiscal la empresa Trend Gold Consultants. Una investigación de The New York Times publicada en 2012 cifra la fortuna de la familia de Wen Jiabao en 2.700 millones de dólares.
Otra aristócrata que ha operado en refugios fiscales es Li Xiaolin, la hija del ex primer ministro Li Peng, quien reprimió sangrientamente las manifestaciones democráticas de Tiannanmen. La hija es conocida en su país como Power Queen (Reina de la Energía) porque controla uno de los monopolios eléctricos chinos, y porque ostenta su riqueza e influencia sin ningún pudor.
Gran parte de la actividad offshore desarrollada por la nobleza roja corresponde a la época en que su parentela ejercía el poder. Así ocurre, por ejemplo, con el hijo y el yerno del exprimer ministro Wen Jiabao, fundadores de una empresa en las Islas Vírgenes Británicas en pleno mandato del padre (2003-2013). En el caso del actual presidente, Xi Jinping —él mismo un príncipe, nombre con el que son conocidos los descendientes de los altos líderes y exlíderes del PCCh—, la constitución de la sociedad offshore coincide con su etapa como vicepresidente (2008-2013), aunque la creación de la inmobiliaria copropiedad de su cuñado Deng Jiagui fue anterior a su llegada a la presidencia en marzo del año pasado. En la base de datos no figuran el presidente ni el ex primer ministro.
También constan en los registros al menos una quincena de magnates empresariales. Muchos son protagonistas de la vertiginosa efervescencia económica experimentada por China en las dos últimas décadas. Es el caso de Ma Huateng, fundador de Tencent, el coloso de la mensajería digital, con una fortuna estimada en 10.100 millones de dólares (7.400 millones de euros).
EL PAÍS ha mantenido contacto directo con autoridades diplomáticas del país asiático para contrastar la información concerniente a los familiares de los mandatarios chinos. El Gobierno de Pekín, como ha sido su práctica habitual ante otras revelaciones periodísticas de este tipo, ha declinado dar respuesta. Los casos que se publican a partir de la investigación han sido comprobados documentalmente y este periódico dispone de los registros correspondientes.
Fuentes próximas al Gobierno chino sostienen que la apertura de sociedades en paraísos fiscales no está vinculada a un fenómeno de corrupción o delictivo e insisten en que se trata de una práctica mercantil común entre empresarios chinos para competir con firmas extranjeras que invierten en China y que el Gobierno favorece con exenciones de impuestos. Para obtener las mismas condiciones, siempre según estas fuentes, los magnates locales abren sociedades en la Islas Vírgenes Británicas, desde allí reenvían el dinero al país asiático y, reconvertido en capital extranjero, reciben beneficios fiscales. Esta práctica se ha reducido notablemente, según las mismas fuentes, que alegan que ninguno de los documentos implica directamente a mandatarios chinos, sino solo a familiares que son empresarios. En esta línea, sugieren que la salida a la luz de los datos perjudica a los líderes que luchan contra la corrupción en China.
Las gestoras Portcullis TrustNet y Commonwealth Trust han declinado dar su opinión a este periódico sobre la filtración.
Investigaciones anteriores —como la de The New York Times u otra de la agencia de noticias estadounidense Bloomberg— sobre la acumulación de bienes de la élite comunista han acarreado la imposición de barreras al trabajo periodístico de dichos medios y el bloqueo de sus ediciones digitales en China. En el último año, el régimen chino ha emprendido una cruzada contra la corrupción, el despilfarro y el enriquecimiento ilícito de sus clases política y empresarial.
La filtración saca a la luz la colaboración de importantes entidades financieras, como UBS y Credit Suisse, en el flujo de dinero hacia los paraísos fiscales. Pero sobre todo revela el desdoblamiento ideológico del sistema chino, que en el interior del país actúa como guardián de una férrea disciplina económica, pero en el exterior se convierte en un usuario compulsivo de los servicios y privilegios que facilita la opacidad de los paraísos fiscales.
Los cables de Wikileaks publicados en 2010 por este diario y otras cuatro cabeceras internacionales ya daban algunas pistas sobre el sospechoso enriquecimiento de las familias de los máximos dirigentes chinos. Un informe secreto enviado a Washington desde el consulado de Shanghái en 2007 recoge declaraciones de una fuente que señala que “la familia de Wen es un notable dolor de cabeza político para el [entonces] primer ministro” y el “disgusto” del mismo con los negocios de sus allegados.
En otro cable, un viejo amigo del actual presidente sostiene que Xi Jinping “no es corrupto y no está para nada interesado en el dinero”, pero podría “ser corrompido por el poder”. La fuente describe a Xi Yuanping —hermano del dirigente— como “muy rico” y destaca su costumbre de “exhibir joyas y ropa de diseño”.
Uno de los sectores chinos más activos en la creación de firmas en los paraísos fiscales es el petrolero, según los documentos filtrados. La trinidad energética —Petrochina, Sinopec y China National Offshore Oil Corporation (CNOOC)— es la punta de lanza y el sustento de la pujanza económica del país, y sus dirigentes están entre los más influyentes dentro de la élite local. Tanto es así, que varios expertos afirman que los altos cargos de la industria energética tienen un grupo propio dentro del aparato del PCCh. Muchos de los dirigentes que conforman la “facción petrolera” han sido formados en universidades occidentales y cuentan con una amplia experiencia internacional. Y aunque son designados por el Politburó, tienen autonomía para gestionar a las empresas tanto desde el punto de vista financiero como estratégico. La base de datos muestra que las petroleras y sus directivos establecieron docenas de empresas en las Islas Vírgenes Británicas, las Islas Cook y otras jurisdicciones extraterritoriales entre 1995 y 2008, aunque no hay pruebas de que hayan participado en actos ilegales.
Los documentos sobre las actividades opacas de la élite china remiten a uno de los problemas fundamentales del gigante asiático: el fuerte aumento de la desigualdad social. Los dirigentes comunistas temen el malestar y las protestas que el desigual reparto de la renta puede inducir, hasta el punto de haber convertido el asunto en una auténtica prioridad política. Pese a ello, la acumulación de riqueza en pocas manos no deja de crecer: el número de mil millonarios en el país asiático ha pasado en una década de cero a 315. Y la afluencia del dinero fácil a las élites políticas es tal que 153 de las 1.000 personas incluidas en la lista de los más ricos de China son diputados de la Asamblea Popular Nacional o de su órgano consultivo. En esta línea, los 20 miembros más opulentos de esta asamblea acumulaban en 2012 un patrimonio de 62.200 millones de dólares, es decir, 46 veces más que los 20 congresistas estadounidenses más acaudalados, según datos de Roll Call, un centro de información especializado en la política de Washington.
Además de ser causa de indignación popular, la salida ilícita de capitales es un factor que potencia la desigualdad, porque reduce la capacidad de recaudación y por tanto de redistribución por parte del Estado. La cuantificación exacta de los movimientos ocultos de capitales es hoy en día imposible, pero la organización sin ánimo de lucro Global Financial Integrity, un centro de estudios estadounidense, ha calculado que en 2011 —último año disponible— salieron ilegalmente de China unos 150.000 millones de dólares, casi un 12% del PIB español.
Tomado de: El País, Madrid, 22 ENE 2014
sábado, 8 de febrero de 2014
Explosión en la Catedral, por Luis Fernando Campos
El sonido de campanas adornaba el lóbrego ambiente de la Iglesia gótica. Murmullos de voces se reconocían, y el gentío caminaba, como una horda de chimpancés, absorto en problemas inútiles, en rumores y pensamientos pasajeros. Todo se veía fácil, claro. Gabriel miraba al cielo, queriendo comprender la eternidad desde un balcón redondo, y contemplaba con pesar el tumulto de hombres.
Bajo los torreones insondables y el Olimpo mítico, eterno, habitaba algo parecido a un hálito entre el alto techo, el cual, por su singular construcción, expelía en medio de las losas del baluarte divino un soplido fuerte y constante, de tal forma que sobre las escaleras que cada vez conducían a un piso más elevado, en cierto piso de estos y a la derecha, se podía contemplar en el centro un hoyo que dejaba comunicar y saborear este soplido, que era diáfano e imperceptible como los Dioses.
Voces irreflexivas curtían y dañaban el sagrado ambiente; piedras calizas llenas de historia se incrustaban en el muro; ellas impávidas, cínicas, contemplaban el cuadro, desmemoriadas, inertes, carentes de sufrimiento. La cálida luz lunar no aplacaba el fuerte deseo de suicidio en Gabriel, quien temblaba de miedo más que de frío, temiendo de Dios un castigo más recio y vívido que el dulzor o el placer de abandonar su cuerpo.
La cárcel del alma invadíalo, cortábalo, limitábalo. El alma: otra pregunta, pero Gabriel negaba que importara que fuera o que no fuera. Seguro de Dios y de su muerte –porque no de su vida-, contemplaba en las lejanías a la cruel luna, que se posaba suavemente sobre su campo foveal, mirándolo.
Las palabras encierran y asesinan al pensamiento. Es mejor dejarlas ir, dolorosas, contaminantes. A veces el silencio otorga cierto placer masoquista al sufriente. ¿Dejarlo? No lo sé, pero si le preguntasen a Gabriel, sin embargo, lo diría sin dudar, porque allá… respondería sin la más mínima vacilación, sin duda: Déjenme. Quiero sufrir. El silencio que se clava entre mi pecho y renace como fuego de ira, llama en soberbia, es el único alimento verdadero, el único suspiro, la única verdad. El sufrimiento y la penuria humana no se miden por cantidad. ¿Sería posible decir que sufren más mil hombres muertos que uno que está muerto en su alma? El alma de Gabriel se resistía a estar atada un segundo más; quería volar, quería probar las llamas del infierno.
Versos y recuerdos cantaban en su mente, y él, sin querer apagarlos, sino con más decisión aún, buscó en su bolsillo la billetera. Había subido en silencio, fingiendo palabras amables y felicidad inexistente. ¿Para qué aplazar el dolor? La alta Iglesia recordaba lo imposible, lo inefable del mundo, del universo, de Dios. Gabriel sentía el viento inundar su cara y sus oídos, su chaqueta y camisa se agitaban con el paso del viento. Palomas volaban frente a sus ojos, hasta desaparecer en el Oriente; palomas que hace poco tiempo se habían posado, silenciosas, sobre las tejas mohosas del sagrado.
Gabriel quería probar las llamas del infierno, quería conocer
O desconocer.
Hurgó en su billetera, de forma suave y lenta, y encontró cinco monedas de plata. Se aseguró de que no hubiera nadie. Estaba en lo más alto de la catedral, y un grupo iba con él (no él con el grupo). La histeria se ridiculizó y patetizó en sus pensamientos. Deleznó al narcisismo, aborreció –y con esto a muchos- a la Vida. Se hubiera reído de sí mismo, si no estuviera ardiendo en el zarzal del limbo terrestre. Hubiera despreciado al ser humano, pero algo en su carne se lo impedía; y recordaba: No lo has hecho. Tienes miedo. Y aunque intentaba negar esto con su alma rebelde, ¿en aras de qué mentir en el dehors de la existencia? ¿Para qué prolongar el dolor?
Este último corredor, redondo y estrecho, representaba la cúspide del ancho y luengo santuario de Dios.
En Dios.
El vacío de la existencia se condensaba en su mente, gris y nublada como la noche. El soberbio volcán estaba oculto por las tinieblas de sus pensamientos. Se unió con la tierra, pero se separó de ella. Sin que Gabriel se diera cuenta, ego sum nihil, ahora no había nadie arriba: ellos, en sus mentes pasajeras, banales, se habían alejado ya completamente de él, pues uno de ellos se había encargado de cerrar el candado del otro lado de la puerta. Ahora sólo su alma, contradictoria, podía salvarlo del fatal destino.
Arrojó la primera moneda. Tenía miedo, no quería hacerlo. El momento parecía ser inapropiado; y sin embargo, sin justificación alguna, su cuerpo obedeció, y la mano, estirándose, dejó caer la argéntea pieza.
Describió una pequeña parábola, como atraída por una fuerza magnética, cayendo no muy lejos de sí, sobre el tejado rúnico. Dispuso de la segunda moneda. Esta era resplandeciente, y Gabriel la contempló, como con pesar, durante unos segundos. Al caer golpeó de nuevo, en frente, el tejado, pero un poco más lejana que la anterior. Escuchó el sonido único, y lo consideró fuertemente. Quizá Moloch lo perdonara. Buscó una salida al corredor, a su vida. Las personas en la plaza seguían comprando baratijas, sin la más mínima sospecha de lo que estaba sucediendo.
Saltó sobre la baranda que lo cuidaba de la caída. Agachado, para mantener equilibrio, su corazón redobló su ritmo. De nuevo vaciló. Doblado como en dos piezas, sin embargo, tuvo la valentía de buscar en su bolsillo la tercera pieza de metal. Temió un desliz, un movimiento en falso, pero allí estaba, en su mano. Algo oxidada, la lanzó, con tal fuerza e ímpetu que logró escapar del viento concéntrico que había hecho devolver las monedas al sitio de donde fueron lanzadas. La luna miraba, y no decía nada: parecía burlarse de ese hombre y sus monedas. La muerte no estaba lejana. Un tercer sonido le advirtió que la moneda había finalizado su trayecto. Su corazón parecía una bomba, y temió al Olimpo, a la eternidad. Se preguntó si tenía sentido llevar a cabo su cometido, consciente de lo corta que era cualquier vida comparada con la muerte, incesable, inmarcesible. Dejó las monedas, y miró a su alrededor. Nada de esto tenía sentido. Irguiéndose para atrás, bajó de la baranda al corredor, queriendo acabar el jueguito rídiculo del suicida gargolario. Un puñal fue clavado en su espalda, y su mirada se volvió roja, temblorosa. Quiso darse la vuelta para ver al asesino, y se maldijo por haber querido quitarse la vida hace unos minutos y ahora odiar al que le había hecho el favor. No logró ver más que materia inerte, y sin embargo otro corte desgarró su garganta. Profirió gritos encharcados de sangre, agonizantes, impotentes. Estaba seguro de que nadie lo escucharía, porque el río que salía bajo su mentón impedía al sonido de la angustia final conglomerarse y hacerse fuerte, audible. Cayó sobre sus rodillas.
La autopsia no arrojó nada convincente.
Luis Fernando Campos Vargas
viernes, 7 de febrero de 2014
El mal escritor, por Luis Fernando Campos
Se debaten entre letras erráticas pasiones desconocidas o inconscientes. Se concibe un mundo de desastres y de eternos errores y malas correcciones. Intuye una mala pronunciación, un mal énfasis, un párrafo mal estructurado. Hay cierta desilusión que no es frustrante por no hacer un pleonasmo, hay cierto deseo de fuego y de anonimato.
En el escritorio no se termina de borrar ni de pensar qué horrible, en la historia se ven flaquezas y se desespera. Crecen las ganas de aniquilar una creación tan espantosa. No es fácil sobrellevar la presión de sentirse otra sombra de los grandes, de sentirse un puro soñador, un imitador.
Son las mismas letras, y las mismas palabras, pero qué lejano de los grandes, qué vacuo texto, y ¿valdrá la pena renovar algo tan deforme, tan deleznable? El escritor prefiere borrar antes que publicar, prefiere taparse los ojos, comenzar otra obra. Las palabras vanas pesan en la hoja y recuerdan lo lejano que estás de Neruda, de Dante.
Las distracciones llegan y las ideas se acaban, y uno se siente tan mediocre, tan mal preparado. Esas palabras muy seguramente se verían mejor prendiendo una fogata, que insultando el idioma. ¡Qué tristeza, qué dolor! Es aniquilar una parte nuestra que creíamos valiosa.
Pero ya no lo es.
Ser mal escritor es una contradictio in adjectio, así como jurar y perjurar que se hace arte con exhibiciones penosas o intentos mediocres de satisfacer una necesidad esnob de placer estético completamente artificial e histérico. Ser mal escritor es publicar sin revisar, es no atreverse a borrar ni a releer, es un afán, un ansia por la inmortalidad, que recuerda el verso Borgiano:
Miro a los ambiciosos, y quisiera entenderlos.
Porque los que más quieren un éxito efímero y de bestseller en Estados Unidos, más rápido pasan al olvido, y en cambio al que corrige, al que busca le mot juste, al Borges avergonzando de su falta de inspiración y su “injusta fama”, difícilmente se le olvida: porque parece petulante y ridículo el escribidor que busca infaustas historias, inverosímiles, narrando la estereotipada aventura de un héroe; da desconfianza un título demasiado pretencioso o una contraportada que se ufana de destilar mucho. ¡Si supieran que el dulce está en el cómo se cuenta, qué se dice y qué no, y con qué acento, qué musicalidad! Se esmeran en llenar cuadernos, en lanzar verborrea mediocre con frases malas y prefabricadas, y pretenden durar en la memoria de alguien más que ellos mismos.
Los hay quienes publican por montones, y nada les sale bien y su edición no les da ni lo justo para el arroz. Los hay quienes destrozan párrafos y párrafos, y repiten el mismo cuento de manera enfermiza. Buscan el adjetivo, y tremendas horas de reflexión tardan decidiendo entre el tachón o el riesgo a la vergüenza, a la ignominia.
Pero me compadezco de ellos, y me compadezco de ellos porque ahí veo a Fiódor Dostoievski, ahí veo a Gustave Flaubert y a Virgilio, ahí veo a Vargas Llosa. Y luego pienso, el error gramatical no está en la relación del adjetivo con el tan respetado nombre, el mal con el escritor, sino en el puro adjetivo, en el mal. Porque quien se da cuenta del valor de cada palabra, quien valora el tiempo del lector, quien se exige, es en verdad el comienzo de un buen escritor. ¡Dios, danos la paciencia para ser estos malos escritores, para borrar, para tachar, para cambiar una historia y para demolerla, para mandarla a las llamas y reconstruirla, sin temor, con valentía! Quiero ser de esta clase de “malos” escritores. No quiero publicar mil páginas con dos o tres frases buenas, no quiero buscar historias increíbles que resulten penosas y patéticas, no quiero un novelón de sobremesa ni un cuentito de amor huachafo. Quiero sentirme orgulloso por haber gastado horas, por saberme oraciones de mis cuentos, de mis poemas de memoria. ¡Cuánto placer nos da el leer un poema que se hizo con esmero, en una tarde larga, y que sin embargo no se le nota tedioso, ni excesivamente largo, sino que se le ve claro y sublime!
Borrar, reescribir, (frustrarse, quizá,) leer y quemar, repetir, buscar ideas, sentirse contento con el resultado: ese es el camino a la inmortalidad.
Luis Fernando Campos Vargas
martes, 4 de febrero de 2014
El que inventó la pólvora, por Carlos Fuentes
Uno de los pocos intelectuales que aún existían en los días anteriores a la catástrofe, expresó que quizá la culpa de todo la tenía Aldous Huxley. Aquel intelectual -titular de la misma cátedra de sociología, durante el año famoso en que a la humanidad entera se le otorgó un Doctorado Honoris Causa, y clausuraron sus puertas todas las Universidades-, recordaba todavía algún ensayo de Music at Night: los snobismos de nuestra época son el de la ignorancia y el de la última moda; y gracias a éste se mantienen el progreso, la industria y las actividades civilizadas. Huxley, recordaba mi amigo, incluía la sentencia de un ingeniero norteamericano: «Quien construya un rascacielos que dure más de cuarenta años, es traidor a la industria de la construcción». De haber tenido el tiempo necesario para reflexionar sobre la reflexión de mi amigo, acaso hubiera reído, llorado, ante su intento estéril de proseguir el complicado juego de causas y efectos, ideas que se hacen acción, acción que nutre ideas. Pero en esos días, el tiempo, las ideas, la acción, estaban a punto de morir.
La situación, intrínsecamente, no era nueva. Sólo que, hasta entonces, habíamos sido nosotros, los hombres, quienes la provocábamos. Era esto lo que la justificaba, la dotaba de humor y la hacía inteligible. Éramos nosotros los que cambiábamos el automóvil viejo por el de este año. Nosotros, quienes arrojábamos las cosas inservibles a la basura. Nosotros, quienes optábamos entre las distintas marcas de un producto. A veces, las circunstancias eran cómicas; recuerdo que una joven amiga mía cambió un desodorante por otro sólo porque los anuncios le aseguraban que la nueva mercancía era algo así como el certificado de amor a primera vista. Otras, eran tristes; uno llega a encariñarse con una pipa, los zapatos cómodos, los discos que acaban teñidos de nostalgia, y tener que desecharlos, ofrendarlos al anonimato del ropavejero y la basura, era ocasión de cierta melancolía.
Nunca hubo tiempo de averiguar a qué plan diabólico obedeció, o si todo fue la irrupción acelerada de un fenómeno natural que creíamos domeñado. Tampoco, dónde se inició la rebelión, el castigo, el destino -no sabemos cómo designarlo. El hecho es que un día, la cuchara con que yo desayunaba, de legítima plata Christoph; se derritió en mis manos. No di mayor importancia al asunto, y suplí el utensilio inservible con otro semejante, del mismo diseño, para no dejar incompleto mi servicio y poder recibir con cierta elegancia a doce personas. La nueva cuchara duró una semana; con ella, se derritió el cuchillo. Los nuevos repuestos no sobrevivieron las setenta y dos horas sin convertirse en gelatina. Y claro, tuve que abrir los cajones y cerciorarme: toda la cuchillería descansaba en el fondo de las gavetas, excreción gris y espesa. Durante algún tiempo, pensé que estas ocurrencias ostentaban un carácter singular. Buen cuidado tomaron los felices propietarios de objetos tan valiosos en no comunicar algo que, después tuvo que saberse, era ya un hecho universal. Cuando comenzaron a derretirse las cucharas, cuchillos, tenedores, amarillentos, de alumno y hojalata, que usan los hospitales, los pobres, las fondas, los cuarteles, no fue posible ocultar la desgracia que nos afligía. Se levantó un clamor: las industrias respondieron que estaban en posibilidad de cumplir con la demanda, mediante un gigantesco esfuerzo, hasta el grado de poder reemplazar los útiles de mesa de cien millones de hogares, cada veinticuatro horas.
El cálculo resultó exacto. Todos los días, mi cucharita de té -a ella me reduje, al artículo más barato, para todos los usos culinarios- se convertía, después del desayuno, en polvo. Con premura, salíamos todos a formar cola para adquirir una nueva. Que yo sepa, muy pocas gentes compraron al mayoreo; sospechábamos que cien cucharas adquiridas hoy serían pasta mañana, o quizá nuestra esperanza de que sobrevivieran veinticuatro horas era tan grande como infundada. Las gracias sociales sufrieron un deterioro total; nadie podía invitar a sus amistades, y tuvo corta vida el movimiento, malentendido y nostálgico, en pro de un regreso a las costumbres de los vikingos.
Esta situación, hasta cierto punto amable, duró apenas seis meses. Alguna mañana, terminaba mi cotidiano aseo dental. Sentí que el cepillo, todavía en la boca, se convertía en culebrita de plástico; lo escupí en pequeños trozos. Este género de calamidades comenzó a repetirse casi sin interrupciones. Recuerdo que ese mismo día, cuando entré a la oficina de mi jefe en el Banco, el escritorio se desintegró en terrones de acero, mientras los puros del financiero tosían y se deshebraban, y los cheques mismos daban extrañas muestras de inquietud... Regresando a la casa, mis zapatos se abrieron como flor de cuero, y tuve que continuar descalzo. Llegué casi desnudo: la ropa se habla caído a jirones, los colores de la corbata se separaron y emprendieron un vuelo de mariposas. Entonces me di cuenta de otra cosa: los automóviles que transitaban por las calles se detuvieron de manera abrupta, y mientras los conductores descendían, sus sacos haciéndose polvo en las espaldas, emanando un olor colectivo de tintorería y axilas, los vehículos, envueltos en gases rojos, temblaban. Al reponerme de la impresión, fijé los ojos en aquellas carrocerías. La calle hervía en una confusión de caricaturas: Fords Modelo T, carcachas de 1909, Tin Lizzies, orugas cuadriculadas, vehículos pasados de moda.
La invasión de esa tarde a las tiendas de ropa y muebles, a las agencias de automóvil, resulta indescriptible. Los vendedores de coches -esto podría haber despertado sospechas- ya tenían preparado el Modelo del Futuro, que en unas cuantas horas fue vendido por millares. (Al día siguiente, todas las agencias anunciaron la aparición del Novísimo Modelo del Futuro, la ciudad se llenó de anuncios démodé del Modelo del día anterior -que, ciertamente, ya dejaba escapar un tufillo apolillado-, y una nueva avalancha de compradores cayó sobre las agencias.)
Aquí debo insertar una advertencia. La serie de acontecimientos a que me vengo refiriendo, y cuyos efectos finales nunca fueron apreciados debidamente, lejos de provocar asombro o disgusto, fueron aceptados con alborozo, a veces con delirio, por la población de nuestros países. Las fábricas trabajaban a todo vapor y terminó el problema de los desocupados. Magnavoces instalados en todas las esquinas, aclaraban el sentido de esta nueva revolución industrial: los beneficios de la libre empresa llegaban hoy, como nunca, a un mercado cada vez más amplio; sometida a este reto del progreso, la iniciativa privada respondía a las exigencias diarias del individuo en escala sin paralelo; la diversificación de un mercado caracterizado por la renovación continua de los artículos de consumo aseguraba una vida rica, higiénica y libre. «Carlomagno murió con sus viejos calcetines puestos -declaraba un cartel- usted morirá con unos Elasto-Plastex recién salidos de la fábrica.» La bonanza era increíble; todos trabajaban en las industrias, percibían enormes sueldos, y los gastaban en cambiar diariamente las cosas inservibles por los nuevos productos. Se calcula que, en mi comunidad solamente, llegaron a circular en valores y en efectivo, más de doscientos mil millones de dólares cada dieciocho horas.
El abandono de las labores agrícolas se vio suplido, y concordado, por las industrias química, mobiliaria y eléctrica. Ahora comíamos píldoras de vitamina, cápsulas y granulados, con la severa advertencia médica de que era necesario prepararlos en la estufa y comerlos con cubiertos (las píldoras, envueltas por una cera eléctrica, escapan al contacto con los dedos del comensal).
Yo, justo es confesarlo, me adapté a la situación con toda tranquilidad. El primer sentimiento de terror lo experimenté una noche, al entrar a mi biblioteca. Regadas por el piso, como larvas de tinta, yacían las letras de todos los libros. Apresuradamente, revisé varios tomos: sus páginas, en blanco. Una música dolorosa, lenta, despedida, me envolvió; quise distinguir las voces de las letras; al minuto agonizaron. Eran cenizas. Salí a la calle, ansioso de saber qué nuevos sucesos anunciaba éste; por el aire, con el loco empeño de los vampiros, corrían nubes de letras; a veces, en chispazos eléctricos, se reunían... amor rosa palabra, brillaban un instante en el cielo, para disolverse en llanto. A la luz de uno de estos fulgores, vi otra cosa: nuestros grandes edificios empezaban a resquebrajarse; en uno, distinguí la carrera de una vena rajada que se iba abriendo por el cuerpo de cemento. Lo mismo ocurría en las aceras, en los árboles, acaso en el aire. La mañana nos deparó una piel brillante de heridas. Buen sector de obreros tuvo que abandonar las fábricas para atender a la reparación material de la ciudad; de nada sirvió, pues cada remiendo hacía brotar nuevas cuarteaduras.
Aquí concluía el periodo que pareció haberse regido por el signo de las veinticuatro horas. A partir de este instante, nuestros utensilios comenzaron a descomponerse en menos tiempo; a veces en diez, a veces en tres o cuatro horas. Las calles se llenaron de montañas de zapatos y papeles, de bosques de platos rotos, dentaduras postizas, abrigos desbaratados, de cáscaras de libros, edificios y pieles, de muebles y flores muertas y chicle y aparatos de televisión y baterías. Algunos intentaron dominar a las cosas, maltratarlas, obligarlas a continuar prestando sus servicios; pronto se supo de varias muertes extrañas de hombres y mujeres atravesados por cucharas y escobas, sofocados por sus almohadas, ahorcados por las corbatas. Todo lo que no era arrojado a la basura después de cumplir el término estricto de sus funciones, se vengaba así del consumidor reticente.
La acumulación de basura en las calles las hacía intransitables. Con la huida del alfabeto, ya no se podían escribir directrices; los magnavoces dejaban de funcionar cada cinco minutos, y todo el día se iba en suplirlos con otros. ¿Necesito señalar que los basureros se convirtieron en la capa social privilegiada, y que la Hermandad Secreta de Verrere era, de facto, el poder activo detrás de nuestras instituciones republicanas? De viva voz se corrió la consigna: los intereses sociales exigen que para salvar la situación se utilicen y consuman las cosas con una rapidez cada día mayor. Los obreros ya no salían de las fábricas; en ellas se concentró la vida de la ciudad, abandonándose a su suerte edificios, plazas, las habitaciones mismas. En las fábricas, tengo entendido que un trabajador armaba una bicicleta, corría por el patio montado en ella; la bicicleta se reblandecía y era tirada al carro de la basura que, cada día más alto, corría como arteria paralítica por la ciudad; inmediatamente, el mismo obrero regresaba a armar otra bicicleta, y el proceso se repetía sin solución. Lo mismo pasaba con los demás productos; una camisa era usada inmediatamente por el obrero que la fabricaba, y arrojada al minuto; las bebidas alcohólicas tenían que ser ingeridas por quienes las embotellaban, y las medicinas de alivio respectivas por sus fabricantes, que nunca tenían oportunidad de emborracharse. Así sucedía en todas las actividades.
Mi trabajo en el Banco ya no tenía sentido. El dinero había dejado de circular desde que productores y consumidores, encerrados en las factorías, hacían de los dos actos uno. Se me asignó una fábrica de armamentos como nuevo sitio de labores. Yo sabía que las armas eran llevadas a parajes desiertos, y usadas allí; un puente aéreo se encargaba de transportar las bombas con rapidez, antes de que estallaran, y depositarlas, huevecillos negros, entre las arenas de estos lugares misteriosos.
Ahora que ha pasado un año desde que mi primera cuchara se derritió, subo a las ramas de un árbol y trato de distinguir, entre el humo y las sirenas, algo de las costras del mundo. El ruido, que se ha hecho sustancia, gime sobre los valles de desperdicio; temo -por lo que mis últimas experiencias con los pocos objetos servibles que encuentro delatan- que el espacio de utilidad de las cosas se ha reducido a fracciones de segundo. Los aviones estallan en el aire, cargados de bombas; pero un mensajero permanente vuela en helicóptero sobre la ciudad, comunicando la vieja consigna: «Usen, usen, consuman, consuman, ¡todo, todo!» ¿Qué queda por usarse? Pocas cosas, sin duda.
Aquí, desde hace un mes, vivo escondido, entre las ruinas de mi antigua casa. Huí del arsenal cuando me di cuenta que todos, obreros y patrones, han perdido la memoria, y también, la facultad previsora... Viven al día, emparedados por los segundos. Y yo, de pronto, sentí la urgencia de regresar a esta casa, tratar de recordar algo apenas estas notas que apunto con urgencia, y que tampoco dicen de un año relleno de datos- y formular algún proyecto.
¡Qué gusto! En mi sótano encontré un libro con letras impresas; es Treasure Island, y gracias a él, he recuperado el recuerdo de mí mismo, el ritmo de muchas cosas... Termino el libro («¡Pieces of eight! ¡Pieces of eight!») y miro en redor mío. La espina dorsal de los objetos despreciados, su velo de peste. ¿Los novios, los niños, los que sabían cantar, dónde están, por qué los olvidé, los olvidamos, durante todo este tiempo? ¿Qué fue de ellos mientras sólo pensábamos (y yo sólo he escrito) en el deterioro y creación de nuestros útiles? Extendí la vista sobre los montones de inmundicia. La opacidad chiclosa se entrevera en mil rasguños; las llantas y los trapos, la obsesidad maloliente, la carne inflamada del detritus, se extienden enterrados por los cauces de asfalto; y pude ver algunas cicatrices, que eran cuerpos abrazados, manos de cuerda, bocas abiertas, y supe de ellos.
No puedo dar idea de los monumentos alegóricos que sobre los desperdicios se han construido, en honor de los economistas del pasado. El dedicado a las Armonías de Bastiat, es especialmente grotesco.
Entre las páginas de Stevenson, un paquete de semillas de hortaliza. Las he estado metiendo en la tierra, ¡con qué gran cariño!... Ahí pasa otra vez el mensajero:
«USEN TODO... TODO... TODO»
Ahora, ahora un hongo azul que luce penachos de sombra y me ahoga en el rumor de los cristales rotos...
Estoy sentado en una playa que antes -si recuerdo algo de geografía- no bañaba mar alguno. No hay más muebles en el universo que dos estrellas, las olas y arena. He tomado unas ramas secas; las froto, durante mucho tiempo... ah, la primera chispa...
FIN
Carlos Fuentes Macías (México, 1928-2012)
La lune et la fantaisie, por Luis Fernando Campos
Uno no puede andar restando y sumando por ahí, sin cuidado, sin pensárselo dos veces, porque cada día que pasa es uno más de vida y uno menos, porque desde que se nace se está más cercano a la muerte y también más lejano de donde vino. Uno no puede andar diciendo que habrá un infierno y un cielo, o que antes de nacer no estábamos muertos. Uno no puede insultar así la vida, Tommy: No es de levantarse y decir que todo está mal y que nos jodimos y que se va a acabar todo, pero tampoco a decir que las cosas están bien cuando no lo están. Uno no puede andar preguntándose y si lo hubiera hecho porque no lo hizo, y tampoco por qué lo hice porque no hay forma de volver. ¿Me escuchas? Habrá algo que se desvanecerá como el humo y le quitará cierto sabor a la vida ¿Qué cosa? No lo sé, uno no puede andar diciendo yo sé qué es eso que se desvanece cada vez que creo que sé algo que en realidad vale tanto la pena como…, no, uno no puede decir eso, Tomito.
¿Se va caminando y se va pensando, o se piensa cuando se caminó y se habló, y se corrigió y se examinó el pensamiento? Máquina imparable de arrolladoras ideas, las más alegres y esperanzadoras y también llenas de desidia y tormentosas. Cambios de ánimo que se abalanzan sin tregua, construcción y el hacer lo contrario con lo mismo, elucubración meticulosa de teoremas, algunos arriesgados, otros conservadores, muchas veces inútiles y más bien mediocres. No me gusta andar dejando por ahí cosas sin funcionar, y por eso no le doy tregua a esta máquina, y cada sueño es renacer y el fracaso otra forma de ver el mundo, pero salgo a caminar y arrastro mi pasado y mis vergüenzas y uno quisiera cambiar los recuerdos como se cambian las fichas del ajedrez o –mejor aún- como tirar un dado pero sigue imperturbable la realidad y uno se pregunta por qué y para qué y se repite no lo vuelvo a hacer y dice voy a cambiar pero no lo hace y de nuevo sale y arrastra lo mejor y lo peor de sí y esa maquinita dele que dele y no para y sigue y a veces aterra y a veces no tanto, a veces hasta asombra.
Luego uno le va cogiendo gusto a sonreír en soledad, a mentirse con aforismos pretenciosos y después uno dice hay alma y hay dios y luego soy ateo y somos carne pudriéndose y entonces cómo y el móvil de la existencia se vuelve tautológico, porque uno abre los ojos y el mundo tan vasto y la vida tan corta que se va pensando en eso mismo y entonces entra ese escozor, esa… pero no, no pienses así porque una mirada extraña acoge tus pensamientos, y difícilmente se diferencia entre una leve reminiscencia o una picardía de la imaginación, pero está ahí esbozado en la noche decembrina un leve olor a liberación y a alegría y en medio de esa figura otra más cálida se vislumbra, sosteniendo una pequeña esfera de lava y fuego. Pero está sublimemente detenido sobre una boquita de labios finos que luego saluda pero que se ignora, porque hay más cosas que hacer, porque la luna llama a nuestro encuentro eterno, entonces no hay por qué despedirse si uno puede guardar silencio para que luego él diga ¿por qué no me respondió? Y decirse lo logramos Tommy, lo enganchamos, y él fuma y mira esa luna que nos llama presurosa a todos aunque él no se dé cuenta, y examina ese techo abrumador que es el cielo que sigue ahí como si no le importara lo que le pasa a la gente que se muere o lo que piensa esta maquinita.
Y yo paseo a Tommy y digo qué inescrutables qué recónditos pensamientos habrá o no habrá en ese pequeño animal y conforme lo voy pensando más lo voy queriendo, y el hombre del cigarrillo, ¿sabrá mi nombre? Y pienso si hubiera unos Chesterfield seguramente los fumaría y le diría qué bella la luna esa que nos llama y él seguramente me mira y yo entonces sigo caminando pero para qué si de una forma u otra será igual, Tommy, más bien sigo yendo al encuentro de la luna, y así ya no hay cigarrillo ni conversación ni mirada pero nada cambia porque al fin de cuentas no le importa ni a él ni a mí -¿y si los pensamientos se acaban y si las hojas se queman entonces para qué al fin todo?- pero no, Castro, no pienses eso y camina y el hombre mira ¿y sonreiría si supiera lo que estoy pensando, lo que escribo?
Entonces uno piensa tantas cosas y ¿habrá algo verdaderamente sublime que no sea aplacado por el tiempo? Husmea con su hociquillo y orina luego de una profunda observación y yo ay Tommy y él como si qué pasa pero ahí está en forma de uña llamándome- y cómo hago para que el símil no haga perder la dulzura, entonces más bien el astro, la madre, la perseguidora del sol-. Y ahí rubicunda me saluda y Tommy con su carita de no más y déjame cagar y se hace popó en medio y yo eso es, muy bien perrito, así no te cagas en mi cuarto, y piensas, Castro, sabes que saliste sólo para buscarla pero luego no, es mentira, salía por diversión, por ociosidad y luego a la vuelta la saludas en el bello trono del cielo y dices que tal vez sí fue sólo para eso.
Pero eso es más tarde, luego de salir y buenas noches y duerma bien y el celador contento porque Tommy le ladró pero luego lo husmeó con cariño y Pérez cuídese ahí afuera y yo las diez, ¿verdad? y ella desde el techo ven, ven, a mí qué me importa qué hora sea y yo y si uno estuviera enamorado de la luna sería mejor o peor que estarlo de ti y luego me digo Castro, el pendejo se cagó y no hay bolsa, entonces demos una vuelta y hagamos como si nada Tommy, y él como que se ríe conmigo y yo bueno, Castrito, deja de reírte solo que la gente te verá cara de güevón o de raro, ya tendrás tiempo de reírte en tu casa, en tu cama.
Y el perrito es cafecito y como dorado chamuscado y yo quisiera ser ese que la abraza tan pacientemente y le habla a la luz de la madre de todos y de unos lamparones amarillezcos que la intentan imitar – y yo pienso dónde lo leí y me digo hay un hombre mirándome con cara como de- y entonces intento mirar de reojo qué hacen, qué se dicen y te digo si estuvieras tú en su lugar y yo en el del otro y -tal vez- te abrazara y si pudiera ver algo de esa pielecita como veo la de esa morena y será que se están diciendo huachaferías, será que se aman.
Camina y camina y husmea en la noche y ella llámame y el tipo no cesa de mirarme con esa mirada vacía y Tommy cagando y yo sonriendo en el interior y pienso si todos dicen lindo chihuahua el mío, ¿no será linda también su popito en el césped? y pienso si pudiera ver ese muslito tan nítido como veo el de ella aquí con mis ojos y si pudiera tocar tu nuca, tus hombros, tu espalda como él lo está haciendo con ella y será que tiene frío y qué vendrá a hacer a estas horas de la noche, y entonces un bello pensamiento- ojalá, quizás- se aman y salen a ver al bello astro y a decirse Te amo como a nadie y quizá ella deja de decir mentiras y ruborizarme pero luego un besito de te creo aunque sea por pura inocencia mía y él te prometo y ella calla que así es mejor, y un abrazo y Castrito mira, mira qué hermoso y Tommy como diciendo quiero irme y yo pensando si tú fueras ella y yo él y la luna fuera eterna y no hubiera amanecer te diría que te amo, pero no es así porque ese astro no me busca y ellos no se aman ni se dicen cursilerías y porque no te amo y tampoco a ninguna otra.
Pero aun así te juro, te juro que si nos llamase la luna y que si fuese tan hermosa como quisiera y si tú estuvieras y los dos nos abrazáramos y si Tommy no se hubiera cagado en el césped, te diría te amo, y (quizá, tal vez,) fuera cierto. Menos mal que no es así, parece decirme Tommy, y se acuesta entre mis brazos y mis pensamientos.
Luis Fernando Campos (1998)
domingo, 2 de febrero de 2014
La astucia de Satán
Lo anterior muestra una interesante paradoja: a los ateos les fastidia el mismo Satán. Creen que se trata de un simple concepto, de un invento. Ese es uno de los triunfos del Maligno, triunfo obtenido desde finales del siglo XVIII en la filosofía occidental: el de ocultarse, el de agazaparse y mimetizarse de tal forma que hasta pasa desapercibido para los que no saben observar. Y muchos de los que no saben observar ni discernir de estos asuntos teológicos, la creciente masa de agnósticos y ateos que se baten con furia buscando imponer sus posturas, terminan (sin saberlo) haciéndole el juego al rey del Mal en el que no creen.
Y Satán, que es claramente un ente singular, bien definido, personal, se las ha ingeniado para ser promovido por todos los regímenes totalitarios: tanto los de izquierda como los de derecha: basten de ejemplo las tenebrosas prácticas de paganismo, magia negra, espiritismo mal encaminado y satanismo que practicaban con desenfado altos jerarcas del III Reich (Hitler, Himmler, Rosenberg, Hess, Sievers, Darré, Göring) y las oscuras costumbres de Stalin y Beria (pese a que ambos genocidas alardeaban de ser “materialistas” y “socialistas científicos”, eran tremendamente supersticiosos y contrataban los servicios de excéntricos personajes como George Gurdjieff y Wolf Messing).Y tanto en el III Reich como en la Rusia comunista sus desequilibrados líderes se dieron a la tarea (de manera ladina e hipócrita en el caso de los nazis, muchos de los cuales manejaban una doble moral y se hacían pasar por cristianos) de acabar con el Cristianismo en general.
Las fuerzas del mal acechan. Están por todas partes. Sólo hay que abrir bien los ojos, para detectarlas. Sólo hay que dejar la mofa y los airecillos de arrogancia científica y sabihondez para captar cómo se mueven, cómo actúan con desparpajo en este mundo adormecido. En este mundo idiotizado por el culto al cuerpo y a la imagen, por el espectáculo, por el sentir a toda costa y sin frenos, por la irracionalidad y el narcisismo, por la negligente y muelle actitud de buscar la satisfacción personal sin interesarse por lo que sucede afuera (el desmoronamiento de la especie…imperceptible pero implacable).
Hay que estar atentos. El Mal confunde y desinforma, inventa calumnias contra el Bien y nubla las mentes y corrompe los corazones. El Diablo, ese maldito ángel caído, y todos sus diablillos y espíritus perturbados andan por ahí haciendo proselitismo. En la TV, en la radio, en la prensa, en internet. Sembrando dudas, propagando mentiras. Y, sobretodo, destilando odio. Tanto odio que la cosa se puede poner fea: puede que llegue el día en que muchos profesionales, supuestamente racionales, con título universitario y todo, se lancen a sacrificar a los creyentes que tanto les fastidian.
Sí. Los profesionales. Ahí también hace de las suyas Satanás. No sólo los aparta del camino y les hace repudiar sus creencias: también siembra en ellos una actitud guerrerista, hostil y desafiante para con todo lo que suene a espiritualidad o piedad. Ya estamos viviendo una época de persecución. Si el lector es creyente, seguramente ha padecido en carne propia el haber sido relegado o el haber perdido una cátedra por el simple hecho de no ser masón ni ateo. Cátedras que habrán ido a parar a las manos de colegas mucho menos brillantes en lo académico y mucho menos íntegros en lo personal, pero que sí hacen gala de su descreimiento.
Mi preocupación es que la persecución empeore y se llegue a los actos vandálicos y/o sangrientos. Por eso creo urgente tender puentes con los universitarios. Hablar con los estudiantes, con los profesores. Dialogar con el mundo académico. Salir de las trincheras del pietismo extremo o de la fe irracional que se niega a ser razonada. Si no se hace ese cambio a tiempo, la brecha entre creyentes y no creyentes aumentará. Y el odio también, porque detrás de esa división (impensable hace unos siglos) obra siempre el Maligno.
David Alberto Campos Vargas (Colombia, 1982)
sábado, 1 de febrero de 2014
Las fuerzas del Mal y las fuerzas del Bien
Considero que no debe descartarse la existencia del Bien. Existe un Sumo Bien, tal como lo aprehendieron Platón, Orígenes, Plotino y Agustín de Hipona. Dicho Bien Supremo, o Idea Perfecta, es Dios. Asimismo, otros seres participan en mayor o menor medida de dicho ideal de bondad y perfección: por eso se trata de seres buenos, ligados con Dios: los soldados de Dios.
Aunque en otros textos lo hubiera puesto en duda, a la luz de lo que he visto, escuchado y leído en estos últimos años estoy cada vez más convencido de que sería una imprudencia descartar la existencia del Mal. El mal existe, haciendo estragos, desbaratando el Plan Divino (la salvación), y pugnando a su vez por concretar el Plan Maligno – la perdición de todas las almas.
Como ya el lector habrá venido intuyendo, no tiene sentido el considerar que Satán, malo entre los malos, sea una simple idea o abstracción. Satanás, como antagonista y corrupta antípoda de Dios que es, es un ente personal. Es el degenerado y arrogante Luzbel, cuyo narcisismo fue el causante de su caída y desgracia. Es un ente con singularidad propia. Lucifer, el Sumo Mal, el resentido que aunque es mucho más débil que Dios trata de malbaratar su Plan de Salvación.
Así es. Satán y sus fuerzas de oscuridad son inferiores a las huestes de Dios en poder, por lo que intentan compensar haciéndose numéricamente superiores. Por eso están a la cacería de los incautos, los arrogantes (que no reconocen a Dios o se creen superiores a El, como el propio Luzbel) y los severamente confundidos o perturbados. Porque saben que, en la lucha del Bien contra el Mal escenificada en el Universo (y, en lo particular, en la lucha por la salvación versus la perdición de las almas escenificada en el planeta Tierra) se benefician con toda la “carne de cañón” que puedan conseguir.
Así se responde, de paso, a una pregunta frecuente: ¿por qué le pasan cosas malas a la gente buena? Porque las fuerzas malignas se gozan con el sufrimiento o la aniquilación de los buenos. En este campo de batalla que es el mundo terreno, las fuerzas de la oscuridad intentar inflingir a las huestes del Señor tantas bajas como les sea posible. Gozan procurando la caída, la desgracia, la ruina o la enfermedad de los buenos. Recuérdese: en la lucha entre el Bien y el Mal, el Mal sólo puede compensar su inferioridad cualitativa con superioridad cuantitativa.
De otro lado, el provocar bajas entre los soldados de Dios le conviene a Satán por el efecto desmoralizador que esto provoca: más de un espíritu tonto o ingenuo se rinde de antemano, diciéndose sandeces como: “Para qué ser bueno como fulano de tal, si no obtengo premio alguno?”, o “¿Para qué ser bueno si igual los buenos vamos a sufrir?”, o “¿Si te das cuenta de manganito, que se porta mal y sin embargo le va bien en la vida (“irle bien en la vida” a alguien, para estos cretinos y sandios, es hacer dinero o acumular poder o influencias)…y en cambio zutanejo, que es tan bueno, está siempre de malas?”. Es lo que en la estrategia deportiva y en la guerra se llama “guerra psicológica”. Ablandar al enemigo, impresionarlo, desmotivarlo, distorsionarle su percepción y su raciocinio.
Por eso le pasan cosas malas a la gente buena. No porque “Dios quiera”, como dicen algunos desinformados. Dios es infinitamente Bueno. Dios no quiere que les pasen cosas malas a sus amados hijos. Dios es perfecto, y su justicia es perfecta. El no permitiría jamás una injusticia. Y, ¿es justo que alguien bondadoso sufra? ¡En modo alguno! Pero Satán si quiere que les pasen cosas malas a los buenos. Quiere minarles su moral. Quiere destrozarlos. Quiere acabar con ellos, pues se sabe inferior a Dios y se desquita causando estragos entre sus filas.
Tampoco es “porque se lo merecía”, en ninguna de las versiones que se le puede dar a este discurso. La reencarnación no existe, así que no es posible que el sufrimiento de un bueno se deba a una especie de expiación. Es, simple y llanamente, un ataque hecho por las fuerzas de oscuridad y caos. Un ataque artero, infame, innecesario y a la postre inútil, porque de todas maneras Dios y los buenos terminarán venciendo. Pero tácticamente, un ataque que le da “un breve respiro” a las huestes del Diablo.
El lector sagaz habrá llegado a nuevas conclusiones: ¿por qué Satán logra infligir esos daños a los buenos, a los virtuosos soldados del Señor? Porque Dios es inmensamente poderoso, pero Satán también cuenta con cierto poder. Es una lucha que terminará inclinándose a favor de Dios y el Bien, pero no es una lucha fácil.
De hecho, en ocasiones parece ser un combate muy parejo. Sobretodo cuando la maldad o la ignorancia humanas alimentan el poder de Satanás. Cada aborto, cada violación, cada homicidio, cada mentira, cada traición, cada vileza (pequeña o grande) que cometa un ser humano contribuye a aumentar el poder de las huestes del Mal.
No es casualidad que Dios envíe a Jesús o a la Virgen María en esos momentos de caos y mayor peligro en la Historia del Hombre. Dios, en su sabiduría infinita, nota cuando Satán incrementa su poder y su fuerza con los males y pecados que hacemos los seres humanos en este mundo, o con las ayudas “involuntarias” de más de un ingenuo (como esos fanáticos de cerebro tostado por la ira, completamente ideologizados e idiotizados –que es lo mismo-, que de entrada odian a Dios y a todo lo que tenga que ver con religión o trascendencia).
David Alberto Campos Vargas (Colombia, 1982)
Dios como origen del Cosmos
Tengo cada vez más claro que Dios sí existe. Dios es el punto cero, el origen y el principio en la Historia del Universo. Antecediendo al big bang, y posibilitándolo, aunque no de manera activa sino como un inicio que permitió el devenir, que hizo posibles el big bang, la Historia del Universo y la evolución tanto a nivel cosmológico como a nivel darwiniano.
No concuerdo con Agustín, ni con la visión hebrea tradicional, en cuanto a creer que Dios hubiera creado al mundo por amor (como si la creación del mundo fuese necesaria – idea no exenta de antropocentrismo y narcisismo); creo, más bien, en un mundo como emanación de Dios: el Origen del que todo surge. Ahora, señalo enfáticamente que el Universo como emanación en mis ideas no incluye para nada una visión panteísta. Puede que el mundo sea una emanación de Dios, pero una cosa es Dios y otra cosa es el mundo.
Lo anterior es fundamental, y es algo que se está olvidando en la actualidad. El discurso neoposmoderno tiene preocupantes visos de panteísmo. En ese amasijo de esoterismo, narcisismo (“Dios está en mí”, “La divinidad habita en mí”, “Yo soy mi propio Dios”, “Yo hablo con Dios cuando me concentro en mí mismo”) y desconocimiento de la singularidad, del ser-en-sí de Dios que se ve en esta época, la gente atolondrada ya está creyendo que con un ratito de introspección (el lector podrá llamarlo también autorreflexión, o meditación) está contactándose con Dios. Por eso muchos incautos ya están creyendo que con autoinducirse estados de conciencia particulares están ya “dialogando” con El. No. Dichas prácticas son provechosísimas para el espíritu, y la introspección es buena para la salud mental y el equilibrio biológico y psíquico, pero no reemplaza a la oración. Asimismo la Naturaleza, en tanto que materia que hace parte del Universo surgido de Dios por emanación, tiene con El la relación que tiene la corteza desgajada de un árbol. Pero entiéndase bien la metáfora: la corteza, claramente, no es el árbol. Es bastante flojo darle la espalda al árbol y creer que la corteza es el árbol. Es bastante tonto decir que Dios está en la Naturaleza, porque Dios no es la Naturaleza, ni el Universo.
Justamente esa incapacidad para diferenciar lo material de lo inmaterial es lo que preocupa a tantos santos de nuestra época. Santos de todas las confesiones. De hecho, aunque soy católico, siempre admiraré en los hinduistas esa claridad con la que distinguen a Dios del Universo. Con la que diferencian con claridad a Dios del pantano que es el mundo material. Me adhiero a ellos.
David Alberto Campos Vargas (Colombia, 1982)
De la Intervención de Dios en el Universo
Otro punto importante es el de la intervención de Dios en el Universo. Dios, el origen, el punto cero de la Historia del Universo, no interviene tanto en él como quisiéramos. He ahí otro rasgo de su madurez como Padre: no se impone a sus hijos de manera tiránica, sino que confía en ellos, en su madurez, en su capacidad para hacer el bien. He ahí la base, en mi opinión, del libre albedrío.
En ese orden de ideas, Dios no se entromete en los asuntos del cosmos casi nunca. Por eso es tan tonto achacarle a El las desgracias que suceden en la Tierra, o en nuestro sistema solar, o en el Universo. Dios no tiene la culpa de las injusticias de este mundo material e imperfecto. No se le pueden endosar las canalladas que hacen los seres humanos en su gran ignorancia y su pobre dominio de sus pulsiones. Tampoco las ruindades que las fuerzas del Mal (Satán y sus secuaces) hagan en el mundo para minar la fe y la moral de los hombres. Insisto: es un Padre que, lejos de ser un neurótico sobreprotector, deja que sus criaturas se empoderen.
Ahora bien, hay ocasiones en las que Dios sí interviene. De manera clara, determinante. Cuando ve que sus hijos (los seres humanos) se están portando muy mal. Cuando se están desviando del camino correcto. Cuando percibe que se están descarriando, colocando en peligro su propia supervivencia. Como es un Padre infinitamente Bueno, lejos de dejar abandonados a sus hijos (pues los seres humanos son hijos de El al fin y al cabo, por lo que ya he enunciado: son producto de la evolución macro y microcósmica, del devenir permitido por Dios) corre en pos de ellos cuando nota que requieren urgentemente su ayuda.
Allí es cuando interviene. Permite la iluminación de videntes y profetas (los verdaderos, no los charlatanes manipulados por las oscuras fuerzas del Mal), da fuerza y otros dones a los hombres justos (que ayudan a las fuerzas de la luz en su lucha), despierta y aviva vocaciones religiosas, motiva a los seres humanos bondadosos. Y, cuando lo estima conveniente (trances históricos de excesiva depravación y maldad), envía a sus dilectos Jesús (nuestro Salvador y Redentor) y María (madre simbólica y Corredentora).
David Alberto Campos Vargas (Colombia, 1982)
"Buen Gobierno", poema de Solón de Atenas
No va a perecer jamás nuestra ciudad por designio
de Zeus ni a instancias de los dioses felices.
Tan magnífica es Palas Atenea nuestra protectora,
hija del más fuerte, que extiende sus manos sobre ella.
Pero sus propios ciudadanos, con actos de locura,
quieren destruir esta gran ciudad por buscar sus provechos,
y la injusta codicia de los jefes del pueblo, a los que aguardan
numerosos dolores que sufrir por sus grandes abusos.
Porque no saben dominar el hartazgo ni orden poner
a sus actuales triunfos en una fiesta en paz.
Se hacen ricos cediendo a manejos injustos.
Ni de los tesoros sagrados ni de los bienes públicos
se abstienen en sus hurtos, cada uno por un lado al pillaje,
ni siquiera respetan los augustos cimientos de Díke,
quien, silenciosa, conoce lo presente y el pasado,
y al cabo del tiempo en cualquier forma viene a vengarse.
Entonces alcanza a toda la ciudad esa herida inevitable,
y pronto la arrastra a una pésima esclavitud,
que despierta la lucha civil y la guerra dormida,
lo que arruina de muchos la amable virtud.
Porque no tarda en agostarse una espléndida ciudad
formada de enemigos, en bandas que sólo los malos aprecian.
Mientras esos males van rodando en el pueblo, hay muchos
de los pobres que emigran a tierra extranjera,
vendidos y encadenados con crueles argollas y lazos
Así la pública desgracia invade el hogar de cada uno,
y las puertas del atrio no logran entonces frenarla,
sino que salta el muro del patio y encuentra siempre
incluso a quien se esconde huyendo en el cuarto más remoto.
Mi corazón me impulsa a enseñarles a los atenienses esto:
que muchísimas desdichas procura a la ciudad el mal gobierno,
y que el bueno lo deja todo en buen orden y equilibrio,
y a menudo apresa a los injustos con cepos y grillos;
alisa asperezas, detiene el exceso, y borra el abuso,
y agosta los brotes de un progresivo desastre,
endereza sentencias torcidas, suaviza los actos soberbios,
y hace que cesen los ánimos de discordia civil,
y calma la ira de la funesta disputa, y con Buen Gobierno
todos los asuntos humanos son rectos y ecuánimes.
Solón de Atenas (Grecia, 638 a.C. - 558 a.C.)
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