Mi postura
ha sido siempre la misma: bienvenida la Paz. Así, en mayúsculas. La verdadera
Paz, que trae concordia, cooperación y amor solidario. La que emana de una
completa comunión del hombre con lo trascendente, que se ve reflejada en una
armónica relación con el resto de seres vivientes. Dicha Paz es, en mi
concepto, mucho más que un armisticio o que esas famosas transacciones que
algunos pretenden mostrar como “paz”, con fines electoreros o comerciales.
Ahora bien,
si ante la dificultad de encontrar la Paz el hombre sólo consigue firmar acuerdos
de no agresión, pues vale. Algo es algo. Pero es difícil conseguir siquiera
un acuerdo de no agresión si ambas partes, además frágiles en lo ético (un
gobierno corrupto y un grupo terrorista que trafica con estupefacientes), se
obstinan en permanecer atrincherados en la mutua desconfianza. No sirve
intentar negociar en La Habana si en Colombia continúan los disparos. No ayudan
los secuestros, los chantajes, la falta de amplitud, la
mezquindad y los actos poco coherentes.
De terminar en nada esta nueva intentona, el balance
económico no sería sino desfavorable. Los meros costos de desplazamiento de negociadores
y grupos invitados han sido altísimos. Sólo a principios de 2014 la cifra ya
había superado los 15 billones de pesos. Igual que con el gobierno Pastrana
(1998-2002), habríamos asistido (y de nuevo como impotentes espectadores, pues
esa es la característica de las democracias representativas: todo sucede sin
que el grueso de la población puede hacer algo al respecto, porque ni siquiera
es genuinamente consultado o convocado) a una farsa triste, de muchos ires y
venires y nulos resultados. Lo único que habrá dejado tanta (y tan costosa)
parafernalia habrá sido el espectáculo bochornoso que el santismo y el uribismo
protagonizaron en las presidenciales de 2014. De terminar así, las negociaciones de La Habana se
añadirán en el inconsciente colectivo colombiano a una serie de eventos
generadores de desesperanza, como un hito más de esperanzas fallidas.
Sin embargo,
creo que vale la pena seguirlo intentando. De no ser así, una sociedad ya de
por sí empantanada en lógicas de agresión y violencia puede terminar por
volverse completamente adversa a posteriores intentos de negociación (ya actualmente
es bastante incrédula; cuando hablo de adversa estoy refiriéndome a una
sociedad en activa oposición, una opinión pública francamente hostil, que
condicionaría incluso a los gobiernos de manera negativa, privándolos de
cualquier búsqueda de acuerdo).
Si el grupo
terrorista cesara sus hostilidades y actos vandálicos, liberara a todos sus
secuestrados, y dejara de extorsionar e intimidar a la población civil, podría
ser mejor la perspectiva. Si el gobierno inútil dejara de realizar maniobras
para perpetuar en las esferas de dominio a una oligarquía degenerada y
narcisística, y deja de ejecutar operaciones militares en contra de quienes
dice estar negociando, podría salvar algo de este nuevo proceso.
Pensemos
ahora en el segundo escenario. En caso de concretarse las negociaciones de paz
entre el gobierno colombiano y las FARC, y lograrse al menos una tregua con
desmovilización de la mayoría de los terroristas, el panorama económico también
sería un desafío para los sectores productivos de Colombia. Para comenzar, se
calcula que se iría la tercera parte del presupuesto general de la nación
solamente en la reparación de las víctimas (unos 54 billones de pesos), otros
10 billones en los imprescindibles procesos de resocialización y reinserción
social (tanto de víctimas como de victimarios), y otros 5 billones en tareas de
reinserción laboral de los mismos.
En caso de
implementarse los acuerdos de La habana, el Estado colombiano tendría que
correr con todos los gastos, pues de las FARC no hay información clara sobre
propiedades, cuentas en el extranjero, activos financieros y dinero físico
escondido, además de los millones de dólares que obtiene cada año traficando
con sustancias ilícitas. Sería ingenuo, por no decir estúpido, suponer que
sus cabecillas revelarían al gobierno todos los detalles al respecto. Así que
el desangre económico para Colombia no sería despreciable. ¿Y quiénes
contribuirían, por vía impositiva, a paliar semejante situación? Los ciudadanos
con algún tipo de ingreso gravable, por supuesto. Se perpetraría así otra
canallada contra la ciudadanía colombiana: aparte de poner muertos,
secuestrados y extorsionados durante casi seis décadas, pondrá sus recursos
(ganados con esfuerzo, además, si se tiene en cuenta que la mayoría de los
gravámenes saldrán de la clase media y de la clase media emergente: la gente
que con grandes sacrificios logró educarse y salir de la pobreza) para mantener
a los que otrora fueron sus victimarios.
Lo que
vendría sería un aumento en los impuestos directos e indirectos, sobretodo a
las clases asalariadas: aumentarían el impuesto al patrimonio, la retención a
la fuente, los impuestos al valor agregado y al consumo, etcétera. También
aumentarían, por supuesto, el costo de la canasta familiar y de la gasolina.
El lector ya
habrá advertido que dicha dirección (aumento de gravámenes) afectaría el
consumo del colombiano promedio, con lo que la economía se desaceleraría y
muchos sectores de la economía (bienes y servicios, hotelería, turismo)
saldrían golpeados. Un optimista opinaría que con un aumento de inversión
extranjera se arreglaría el problema, pero ya está demostrado que las medidas
instauradas al respecto no rinden tantos frutos como se esperaba.
Algunos
analistas han advertido, además, que mientras que al colombiano promedio se le
daría garrote en lo impositivo, a las FARC se le daría en bandeja la ocasión de
blanquear casi todos sus dineros (producto de actividades ilícitas como
narcotráfico, desplazamiento forzado, homicidio, secuestro y extorsión), ante
la preocupante ausencia de supervisión o control (el tópico ni se ha planteado
en los diálogos de La Habana), con lo que sus malas prácticas, una vez más,
serían premiadas. Esto sin contar con que tendrían su propio canal de
televisión, curules en el Congreso y otras prebendas, con lo cual se
convertirían en uno de los más poderosos grupos económicos del país (paradójico
para una guerrilla que se autodenomina marxista, pero nada fuera de lo común
teniendo en cuenta la larga historia de sinsentidos, ridiculeces y absurdos de
la vida política en Colombia).
Ahora bien,
desde una óptica más optimista, el cese al fuego definitivo entre el gobierno y
las FARC permitirían aumentar la calidad de vida de los colombianos si se
observa el asunto más desde lo social que desde lo económico. Aumentaría la
sensación de seguridad, se reducirían los trastornos de ansiedad y otras
enfermedades mentales asociadas con la vivencia de tener el terrorismo en casa.
Se lograría cierta distensión, cierta necesarísima relajación en el psiquismo
nacional.
De otro
lado, una eventual tregua redundaría en ventajas como el redireccionamiento de
varios billones de pesos, en la actualidad dedicados a las fuerzas militares y
de inteligencia, hacia otros ítems como la vivienda, la infraestructura
vial y la salud, que necesitan urgentemente una ayuda eficiente del Estado.
En
conclusión, firmar un eventual acuerdo
en La Habana no sería la solución a los problemas de Colombia, como el hábil y
manipulador Juan Manuel Santos insinuó a lo largo de su campaña reeleccionista,
sino apenas un hito en el camino. Así como se resolverían algunas cosas,
aparecerían nuevos desafíos. El varillazo al bolsillo de los colombianos se
haría sentir, y muchos hogares (sobretodo, insisto, los de clase media y clase
media emergente) se verían francamente golpeados. Puede que con ello aumente
aún más la diferencia entre ricos y pobres, ya de por sí escandalosa tanto en
este país como en otros del contexto latinoamericano. Pero también es cierto
que no firmar nada sería el peor de los escenarios posibles, por tanto dinero
que ya se ha gastado en el asunto.
Sólo queda fomentar
entre la ciudadanía un estilo de vida en el que el ahorro, la austeridad y la
organización (cosas a las que está aún muy poco habituado el colombiano común y
corriente) sean consubstanciales al funcionamiento de cada hogar. Sólo así,
esta misma ciudadanía podrá hacer frente a la marea.
David Alberto Campos Vargas (Colombia, 1982)
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