La plaza sola (gris el aire,
negros los árboles, la tierra
manchada por la nieve),
parecía, no realidad, mas copia
triste sin realidad. Entonces,
ante el umbral, dijiste:
viviendo aquí serías
fantasma de ti mismo.
Inhóspita en su adorno
parsimonioso, porcelanas, bronces,
muebles chinos, la casa
oscura toda era,
pálidas sus ventanas sobre el río,
y el color se escondía
en un retablo español, en un lienzo
francés, su brío amedrentado.
Entre aquellos despojos,
proyecto, el dueño estaba
sentado junto a su retrato
por artista a la moda en años idos,
imagen fatua y fácil
del dilettante, divertido entonces
comprando lo que una fe creara
en otro tiempo y otra tierra.
Allí con sus iguales,
damas imperativas bajo sus afeites,
caballeros seguros de sí mismos,
rito social cumplía,
y entre el diálogo moroso,
tú oyendo alguien me dijo: "Me ofrecieron
la primera edición de un poeta raro,
y la he comprado", tu emoción callaste.
Así, pensabas, el poeta
vive para esto, para esto
noches y días amargos, sin ayuda
de nadie, en la contienda
adonde, como el fénix, muere y nace,
para que años después, siglos
después, obtenga al fin el displicente
favor de un grande en este mundo.
Su vida ya puede excusarse,
porque ha muerto del todo;
su trabajo ahora cuenta,
domesticado para el mundo de ellos,
como otro objeto vano,
otro ornamento inútil;
y tú cobarde, mudo
te despediste ahí, como el que asiente,
más allá de la muerte, a la injusticia.
Mejor la destrucción, el fuego
Luis Cernuda (España, 1902-1963)
jueves, 31 de julio de 2014
La Paloma, por Rafael Alberti
Se equivocó la paloma,
se equivocaba.
Por ir al norte fue al sur,
creyó que el trigo era el agua.
Creyó que el mar era el cielo
que la noche la mañana.
Que las estrellas rocío,
que la calor la nevada.
Que tu falda era tu blusa,
que tu corazón su casa.
(Ella se durmió en la orilla,
tú en la cumbre de una rama.)
Rafael Alberti (España, 1902-1999)
se equivocaba.
Por ir al norte fue al sur,
creyó que el trigo era el agua.
Creyó que el mar era el cielo
que la noche la mañana.
Que las estrellas rocío,
que la calor la nevada.
Que tu falda era tu blusa,
que tu corazón su casa.
(Ella se durmió en la orilla,
tú en la cumbre de una rama.)
Rafael Alberti (España, 1902-1999)
Los tres astronautas, por Umberto Eco
Era una vez la Tierra.
Era una vez Marte.
Estaban muy lejos el uno de la otra, en medio del cielo, y alrededor había millones de planetas y de galaxias.
Los hombres que estaban sobre la Tierra querían llegar a Marte y a los otros planetas; ¡pero estaban tan lejos!
Sin embargo, trataron de conseguirlo. Primero lanzaron satélites que giraban alrededor de la Tierra durante dos días y volvían a bajar.
Después, lanzaron cohetes que daban algunas vueltas alrededor de la Tierra, pero, en vez de volver a bajar, al final escapaban de la atracción terrestre y partían hacia el espacio infinito.
Al principio, pusieron perros en los cohetes: pero los perros no sabían hablar y por la radio del cohete transmitían solo "guau, guau". Y los hombres no entendían qué habían visto y adónde habían llegado.
Por fin, encontraron hombres valientes que quisieron trabajar de astronautas.
El astronauta se llama así porque parte a explorar los astros que están en el espacio infinito, con los planetas, las galaxias y todo lo que hay alrededor.
Los astronautas partían sin saber si podían regresar. Querían conquistar las estrellas, de modo que un día todos pudieran viajar de un planeta a otro, porque la Tierra se había vuelto demasiado chica y los hombres eran cada día más.
Una linda mañana, partieron de la Tierra, de tres lugares distintos, tres cohetes.
En el primero iba un estadounidense que silbaba muy contento una canción de jazz.
En el segundo iba un ruso, que cantaba con voz profunda "Volga, Volga".
En el tercero iba un negro que sonreía feliz con dientes muy blancos sobre la cara negra.
En esa época los habitantes de África, libres por fin, habían probado que como los blancos podían construir, casas, máquinas y, naturalmente, astronaves.
Cada uno de los tres deseaba ser el primero en llegar a Marte: El norteamericano, en realidad, no quería al ruso y el ruso al norteamericano, porque el norteamericano para decir "buenos días" decía How do you do y el ruso decía zdravchmite.
Así, no se entendían y creían que eran diferentes.
Además, ninguno de los dos quería al negro porque tenía un color distinto.
Por eso no se entendían.
Como los tres eran muy valientes, llegaron a Marte casi al mismo tiempo. Descendieron de sus astronaves con el casco y el traje espacial. Y se encontraron con un paisaje maravilloso y extraño: El terreno estaba surcado por largos canales llenos de agua de color verde esmeralda. Había árboles azules y pajaritos nunca vistos, con plumas de rarísimo color.
En el horizonte se veían montañas rojas que despedían misteriosos fulgores.
Los astronautas miraban el paisaje, se miraban entre sí y se mantenían separados, desconfiando el uno del otro.
Cuando llegó la noche se hizo un extraño silencio alrededor. La Tierra brillaba en el cielo como si fuera una estrella lejana.
Los astronautas se sentían tristes y perdidos, y el norteamericano, en medio de la oscuridad, llamó a su mamá.
Dijo: "Mamie".
Y el ruso dijo: "Mama"
Y el negro dijo: "Mbamba"
Pero enseguida entendieron que estaban diciendo lo mismo y que tenían los mismos sentimientos. Entonces se sonrieron, se acercaron, encendieron juntos una linda fogatita, y cada uno cantó las canciones de su país. Con esto recobraron el coraje y, esperando la mañana, aprendieron a conocerse.
Por fin llegó la mañana y hacía mucho frío. De repente, de un bosquecito salió un marciano. ¡Era realmente horrible verlo! Todo verde, tenía dos antenas en lugar de orejas, una trompa y seis brazos.
Los miró y dijo: "grrrrr".
En su idioma quería decir: "¡Madre mía!, ¿Quiénes son estos seres tan horribles?".
Pero los terráqueos no lo entendieron y creyeron que ése era un grito de guerra.
Era tan distinto a ellos que no podían entenderlo y amarlo.
Enseguida se pusieron de acuerdo y se declararon contra él.
Frente a ese monstruo sus pequeñas diferencias desaparecían. ¿Qué importaba que uno tuviera la piel negra y los otros la tuvieran blanca?
Entendieron que los tres eran seres humanos.
El otro no. Era demasiado feo y los terráqueos pensaban que era tan feo que debía ser malo.
Por eso decidieron matarlo con sus desintegradores atómicos.
Pero de repente, en el gran hielo de la mañana, un pajarito marciano, que evidentemente se había escapado del nido, cayó al suelo temblando de frío y de miedo.
Piaba desesperado, más o menos como un pájaro terráqueo. Daba mucha pena. El norteamericano, el ruso y el negro lo miraron y no supieron contener una lágrima de compasión.
Y en ese momento ocurrió un hecho que no esperaban. También el marciano se acercó al pajarito, lo miró, y dejó escapar dos columnas de humo de su trompa. Y los terráqueos, entonces; comprendieron que el marciano estaba llorando. A su modo, como lo hacen los marcianos.
Luego vieron que se inclinaba sobre el pajarito y lo levantaba entre sus seis brazos tratando de darle calor.
El negro que en sus tiempos había sido perseguido por su piel negra sabía cómo eran las cosas. Se volvió hacia sus dos amigos terráqueos:
-¿Entendieron? –dijo-. ¡Creíamos que este monstruo era diferente a nosotros y, en cambio, también él ama los animales, sabe conmoverse, tiene corazón y, sin duda, cerebro también! ¿Todavía creen que tenemos que matarlo?
Se sintieron avergonzados ante esa pregunta.
Los terráqueos ya habían entendido la lección: no es suficiente que dos criaturas sean diferentes para que deban ser enemigas.
Por eso se aproximaron al marciano y le tendieron la mano.
Y él, que tenía seis manos, estrechó de una sola vez las de ellos tres, mientras con las que tenía libres hacía gestos de saludo.
Y señalando con el dedo la Tierra, ahí abajo en el cielo, hizo entender que quería hacer conocer a los demás habitantes y estudiar junto a ellos la forma de fundar una gran república espacial en la que todos estuvieran de acuerdo y se quisieran.
Los terráqueos dijeron que sí muy contentos.
Y para festejar el acontecimiento le ofrecieron un cigarrillo. El marciano muy feliz se lo metió en la nariz y empezó a fumar. Pero ya los terráqueos no se escandalizaban más.
Habían entendido que en la Tierra como en los otros planetas, cada uno tiene sus propias costumbres y que sólo es cuestión de comprenderse entre todos.
Umberto Eco (Italia, 1932)
La persona religiosa, por Albert Einstein
“Si me pregunto qué es la religión no logro encontrar una respuesta adecuada. Así, pues, en lugar de plantear qué es la religión, preferiría elucidar lo que caracteriza las aspiraciones de una persona que a mí me parece religiosa: esta persona es la religiosamente ilustrada, la que se ha liberado, en la medida máxima de su capacidad, de las trabas de los deseos egoístas y se entrega a pensamientos, sentimientos y aspiraciones a los que se adhiere por el valor suprapersonal que poseen..."
Albert Einstein (Alemania, 1879-1955)
Albert Einstein (Alemania, 1879-1955)
Conflicto entre religión y ciencia, por Albert Einstein
“No tendría que haber conflicto entre la religión y la ciencia, pues la ciencia sólo puede afirmar lo que es, más no lo que debiera ser, y fuera de su ámbito son necesarios juicios de valor de todo tipo. La religión, por lo demás, enfoca valoraciones de pensamientos y acciones humanas: no puede hablar, esto es claro, de datos y relaciones entre datos. De acuerdo con esta interpretación, los conocidos conflictos entre religión y ciencia del pasado, deben atribuirse, sin duda, a una concepción errónea de la situación que se ha descrito”
Albert Einstein (Alemania, 1879-1955)
Albert Einstein (Alemania, 1879-1955)
lunes, 28 de julio de 2014
Hay un canto, por Giovanni Papini
Hay un canto en mí que mi boca jamás pronunciará - que no escribirá mi mano en ningún trozo de papel.
Hay un canto en mí que debo escuchar yo solo, que debo padecer y soportar solamente yo.
Hay un canto preso en mis venas como los celestiales adagios del argentado órgano - hay un canto que como la raíz del gladiolo no florecerá bajo el alud.
Hay un canto en mí que estará siempre en mí.
Si este canto saliera de mi corazón, quebraría mi corazón.
Si este canto escribiera mi mano, ninguna otra palabra escribiría mi mano.
Este canto no se dirá sino en la última hora de mi vida; este canto será el inicio de una feliz agonía.
Hay un canto en mí que no puede salir de mí porque no se han creado aún las palabras necesarias.
Un canto sin medida y sin tiempo; sin ritmo y sin leyes.
Un canto sin ningún sosiego y que astillaría cualquier lenguaje.
Un canto inatendible sin que el alma se intimide por la sorpresa y se coloree de otro sol.
Un canto más respirado que dicho, más presentido que expresado: son de luces, rayo de acordes.
Un canto sin ansias de música porque sería más melodioso que cualquier otro instrumento conocido.
En mi corazón inmenso, que por días abarca el universo, a este canto, le cuesta quedarse adentro. En los minutos más angustiantes de la vida, este canto querría derramarse de mi corazón demasiado estrecho como el llanto de los ojos de quien se llora a sí mismo. Pero lo rechazo y lo engullo, pues junto a él también la sangre de mi corazón se derramaría con la misma furia voluptuosa. Lo encierro en mí mismo porque no quiero morir aún.
Soy una víctima dulce de este canto divino y homicida. Debo cerrar el corazón como la puerta de una cárcel y sofocar sus latidos sobrehumanos como si fueran remordimientos. Y ser, con toda mi ternura, el hombre feroz al que no se acercan los débiles.
Porque mi canto sería un aterrador canto de amor, y ese amor abrasaría todo lo que toca.
El amor que solo cobija es apenas tibio, pero el verdadero amor en el mismo soplo besa y destruye.
Este amor resplandecería tanto de candente avidez que ese día la tierra iluminaría al sol y la medianoche sería más ardiente que el mediodía más ardiente.
Pero yo no cantaré jamás este canto terrible que me consume sin que nadie tenga compasión de mi tormento.
Yo no cantaré jamás este canto maravilloso del que mi temor reniega y que espanta mi debilidad.
No cantaré este canto porque nadie podría sustentar la infinita, la desgarrante, la dolorosa dulzura.
Giovanni Papini (Italia, 1881-1956)
Hay un canto en mí que debo escuchar yo solo, que debo padecer y soportar solamente yo.
Hay un canto preso en mis venas como los celestiales adagios del argentado órgano - hay un canto que como la raíz del gladiolo no florecerá bajo el alud.
Hay un canto en mí que estará siempre en mí.
Si este canto saliera de mi corazón, quebraría mi corazón.
Si este canto escribiera mi mano, ninguna otra palabra escribiría mi mano.
Este canto no se dirá sino en la última hora de mi vida; este canto será el inicio de una feliz agonía.
Hay un canto en mí que no puede salir de mí porque no se han creado aún las palabras necesarias.
Un canto sin medida y sin tiempo; sin ritmo y sin leyes.
Un canto sin ningún sosiego y que astillaría cualquier lenguaje.
Un canto inatendible sin que el alma se intimide por la sorpresa y se coloree de otro sol.
Un canto más respirado que dicho, más presentido que expresado: son de luces, rayo de acordes.
Un canto sin ansias de música porque sería más melodioso que cualquier otro instrumento conocido.
En mi corazón inmenso, que por días abarca el universo, a este canto, le cuesta quedarse adentro. En los minutos más angustiantes de la vida, este canto querría derramarse de mi corazón demasiado estrecho como el llanto de los ojos de quien se llora a sí mismo. Pero lo rechazo y lo engullo, pues junto a él también la sangre de mi corazón se derramaría con la misma furia voluptuosa. Lo encierro en mí mismo porque no quiero morir aún.
Soy una víctima dulce de este canto divino y homicida. Debo cerrar el corazón como la puerta de una cárcel y sofocar sus latidos sobrehumanos como si fueran remordimientos. Y ser, con toda mi ternura, el hombre feroz al que no se acercan los débiles.
Porque mi canto sería un aterrador canto de amor, y ese amor abrasaría todo lo que toca.
El amor que solo cobija es apenas tibio, pero el verdadero amor en el mismo soplo besa y destruye.
Este amor resplandecería tanto de candente avidez que ese día la tierra iluminaría al sol y la medianoche sería más ardiente que el mediodía más ardiente.
Pero yo no cantaré jamás este canto terrible que me consume sin que nadie tenga compasión de mi tormento.
Yo no cantaré jamás este canto maravilloso del que mi temor reniega y que espanta mi debilidad.
No cantaré este canto porque nadie podría sustentar la infinita, la desgarrante, la dolorosa dulzura.
Giovanni Papini (Italia, 1881-1956)
martes, 22 de julio de 2014
Jactancia de quietud, por Jorge Luis Borges
Escrituras de luz embisten la sombra, más prodigiosas que meteoros.
La alta ciudad inconocible arrecia sobre el campo.
Seguro de mi vida y de mi muerte, miro los ambiciosos y quisiera entenderlos.
Su día es ávido como el lazo en el aire.
Su noche es tregua de la ira en el hierro, pronto en acometer.
Hablan de humanidad.
Mi humanidad está en sentir que somos voces de una misma penuria.
Hablan de patria.
Mi patria es un latido de guitarra, unos retratos y una vieja espada,
La oración evidente del sauzal en los atardeceres.
El tiempo está viviéndome.
Más silencioso que mi sombra, cruzo el tropel de su levantada codicia.
Ellos son imprescindibles, únicos, merecedores del mañana.
Mi nombre es alguien y cualquiera.
Paso con lentitud, como quien viene de tan lejos que no espera llegar.
Jorge Luis Borges (Argentina, 1899-1986)
La alta ciudad inconocible arrecia sobre el campo.
Seguro de mi vida y de mi muerte, miro los ambiciosos y quisiera entenderlos.
Su día es ávido como el lazo en el aire.
Su noche es tregua de la ira en el hierro, pronto en acometer.
Hablan de humanidad.
Mi humanidad está en sentir que somos voces de una misma penuria.
Hablan de patria.
Mi patria es un latido de guitarra, unos retratos y una vieja espada,
La oración evidente del sauzal en los atardeceres.
El tiempo está viviéndome.
Más silencioso que mi sombra, cruzo el tropel de su levantada codicia.
Ellos son imprescindibles, únicos, merecedores del mañana.
Mi nombre es alguien y cualquiera.
Paso con lentitud, como quien viene de tan lejos que no espera llegar.
Jorge Luis Borges (Argentina, 1899-1986)
miércoles, 16 de julio de 2014
Abrojo, por Luis Fernando Campos
Samuel los vio bajo la luna,
mientras en su habitación el fuego se consumía en dolor. Eran perros amarillos,
negros y grises que irrumpían en el cementerio todas las noches, aun cuando los
guardias subieran el puente para dejar infranqueable la entrada al pueblo. Iban
allá a escudriñar lo que hubiese en las criptas y así poder sacar algo de alimento,
mordiendo y orinando a su paso los cadáveres que encontraran. De repente se
atacaban, unos a otros, con las fauces bañadas en saliva y los ojos inyectados
en sangre, intentando robar cualquier pedazo de carne que otro tuviera mal
guardado. Los más veteranos, sin embargo, en vez de enfrascarse en peleas
inútiles, preferían mirarse con ojos cansados y aburridos, la piel llena de
cicatrices; preferían preguntarse por el verdadero valor de las cosas.
El cementerio era un sitio
estrecho, con unas veinte tumbas repartidas simétricamente, en donde se
encontraban de vez en cuando flores rosadas que crecían alrededor de los nombres
de los difuntos, y las nubes dibujaban redondas espirales en el manto oscuro
del cielo. Al frente estaba la plaza, donde el mercader pasaba el tiempo
estafando a sus clientes, los jóvenes jugando tiro al blanco y emborrachándose,
los perversos niños haciendo bellaquerías.
No andaba con los niños un
pequeño, solamente. Se llamaba Samuel, y era hijo de una señora que abastecía
al lugar de víveres. Él, en vez de salir a buscar cómo subirse en la casa de
Manlo, o cómo pegarle una pedrada a las gallinas de Zuerst, prefería ir al campo
y esperar a que atardeciera un poco para leer los libros que le prestaba su
madre. Ella se mostraba constantemente preocupada, pues decía que lo veía muy
triste y enfermizo. “Quizá sería mejor que no leyera tanto y más bien jugara
con los otros niños, para poder ser más feliz”.
Entonces Samuel respondía con una sonrisa llena de sufrimiento: “Tranquila
mamá, que yo ya no puedo ser más feliz. Mi máxima satisfacción es ver a un
joven afanando a su caballo para visitar a su amada, y corren insectos sobre mi
espalda de ámbar cuando hablan las vacas en el campo o las abejas vuelan por el
cielo azul.”
El niño, habiendo ya compuesto
algunos poemas para satisfacer aquel vacío del que está hecha la vida, se dio
cuenta de cómo el arte había sido siempre su refugio preferido. Para él, los
más grandes amigos eran fríos, terriblemente empastados, llenos del viento del mundo,
y existían como astromelias voladoras entre los bosques, bajando por entre las
ramas, oliendo a lo nunca conocido, a lo deseado. Él también quería ser
artista, como Víctor Hugo, como Borges o como Neruda.
-Para hacer esto realidad, se
dijo cándidamente, primero encontrar a alguien que se dedique al arte; y pensó
que su ideal instructor sería el artesano de la plaza. No obstante, no se
decidía por completo a hablarle, por lo que se paró tímidamente tras él, haciendo
que el hombre, cual si tuviese ojos en la espalda, diera media vuelta con los
brazos cruzados, los pelos del pecho pugnando por exhibirse. El niño le
preguntó entonces:
-Hombre, ¿usted cómo hace arte?
A lo que el tipo movió la cabeza
de un lado a otro, para luego hacerle señas de que se fuera. Que dejara de ser
tan pendejo, que eso que hacía él no era arte, que era puro negocio. Samuel se
dirigió esperanzado al templo, pensando que esos cuatro estantes llenos de
libros detrás del podio y la mesa no podían estar de adorno nada más. Convenciose
de lo contrario, sin embargo, al escuchar que no era necesario perder el tiempo
en materias tan mundanas. “O sea que tú eres de los que usan sotana sin
merecerla, conchatumadre”.
Pero no importa, Samuel, no importa. Por eso subió
el monte para ir a la tienda de una bruja loca que vendía jugos, pócimas, crucifijos
y pirámides de bolsillo. Ella seguramente sabría; así que fue, nervioso,
mirando, sonriendo, asustado. “¿Es usted artista?”
La mujer, entornando
hipócritamente los ojos, respondió:
-Evidentemente, chiquillo. Veo
los asuntos del más allá con la facilidad con que se le quita a un niño su
chupeta, y averiguo el destino de la vida con base en los planetas o en la
palma de tu mano. En realidad, aunque nadie debería saberlo, soy lo más sublime
que puedes encontrar en este pueblito de mierda. Vivo sola, pues me ha
rechazado toda esa partida de ignorantes, pero tenlo por seguro, hijo: nada impedirá
que algún día caigan tempestades sobre la niebla; y el sonido de la muerte será
tan fuerte como el croar de las ranas en el firmamento.
-Pero,- la interrumpió el niño, desinteresado-
¿usted cómo hace arte?
Creyéndolo muy inocente, la vieja
se rio a carcajadas, y le explicó que era algo que venía en la sangre, sobre lo
que no se podía enseñar: no tenía método ni estructura. Por lo que Samuel dijo
que le deseaba mucha suerte con sus pelotudeces, qué tipo tan amable era; abrió
la puerta como quien está realmente agradecido, y llegó a su casa corriendo. Habríase
sorprendido uno de que viera la hoguera de la sala prendida. Quizá por eso
subió corriendo las escaleras, a punto de romper a llorar en saladas lágrimas
de arena. Quizá por eso busqué el anaquel donde estaban los libros que me habían
causado tantos problemas. ¡Maldita sea! Con los ojos cerrados comencé a quitar,
una por una, las hojas frías y amarillas de la ilusión.
(Fue entonces cuando los vi bajo
la luna, mientras en mi habitación el fuego se consumía en dolor. Eran perros
negros, amarillos y grises, que cargaban bajo sus espaldas el peso de los años
perdidos.)
Luis Fernando Campos (1998)
lunes, 14 de julio de 2014
El oriente y la verdad, por Ana Milena Antolínez
Por
el oriente avanzó lenta, decidida, inevitable, como desnudando la oscuridad; dolorosamente
bella, esa mañana la verdad vino muy temprano a mí. Parecía haber estado buscándome desde hacia un largo rato; yo estaba un poco evasiva más por la
inatención que por intencionalidad pura. Al salir del edificio viejo vinotinto,
me percaté que por no haber dormido la mayor parte de la noche, los ojos se
sentían cansados, el calor de la luz hacia que se escondieran aún más, pero a
pesar de su inútil intento de fuga, ella, la verdad, los encontró agazapados en
mi frente, sin otra posibilidad más que verla directamente, sin protección
alguna; así pues se obligaron a sucumbir ante lo que era claro desde el inicio, para cualquiera menos
para mi razón.
Para
la fecha Mario era uno de los pocos hombres que me parecían, interesantes y algo
agraciados. Y es que en los hospitales como dice una amiga mía, se meten todos
los hombres a la licuadora y no se saca un ojo azul; sí, sin duda uno poco mal
de casting estábamos, no solo físico sino mental, pero eso si, ellos exigentes,
como si hicieran parte del principado; pero como buenas mujeres aprendemos con
el tiempo a escoger del tomate regular el que por lo menos no esta podrido;
aunque en ocasiones nosotras mismas nos tumbemos. Pues este es el caso del
tomate que aunque no parecía, si señores, estaba podrido.
Todas
las historias de mujeres empiezan siempre con la frase: ¡esta vez no me
engañarán, ya van a ver, lo mala que puedo ser!, frase que es por lo demás una
copia vulgar del masculino: ¡nunca más vuelvo a tomar!, que gran mentira, nada
más triste y corriente que las automentiras. Como para variar yo también dije
esta frase, al fin y al cabo soy mujer, y me prometí volverme mala, por
supuesto me olvide, que difícilmente cumplo una promesa. Así que cuando decidí
que era hora de subirme la falda un rato, olvide dejar el corazón en casa. ¿Por
qué me gustaba Mario?, esa pregunta empezó a rondar a diario, después de la
primera noche juntos.
Esta
es de las anécdotas para los nietos, en la época en que los tenga, se que no
será escandaloso hablar de sexo. Era una noche de rumba habitual para la
mayoría de habitantes de la ciudad mayor, dentro de un grupo de amigos, me
camuflaba la noche y el frío, el licor
como de costumbre haciendo su
trabajo permitía que la timidez y el pudor descansaran un rato; una noche llena
de música, penumbra y baile, cada vez más juntos, más baile, más juntos, ya
existían antecedentes de miradas y palabras con Mario, más esa noche el beso se
hizo carne entre los dos; anisados los labios, torpes y más voluptuosos que de
costumbre, en absoluto anestesiados, pero si desconectados del mundo, se
chocaron una y otra vez y otra vez, hasta provocar un dolor sutil y exquisito; aunque
todos nos veían; el y yo apenas si nos veíamos a nosotros mismos. Las horas
pasaron rápido y el amanecer llegó embriagado, nos tomó por sorpresa en la cama
acariciando ingenuamente lo que creíamos que solo eran cuerpos; hasta que de
repente el pecho se le apretó tanto que se marcho a respirar a una sala de emergencias,
yo me quede algo así como novia de pueblo pero desvestida.
Esta
era la gota, si la que rebosó la copa de la mala suerte, yo recién salida de aquella tusa, con un guayabo ambivalente, entre
físico y moral que me hizo preguntarme: ¿qué carajos define un guayabo normal?;
en medio de la desgracia del dolor de
cabeza, el vértigo y la nausea, pensaba en ¿cómo había terminado en la cama con
Mario? y que debía hacer ahora. Finalmente tras esperar que Mario me buscara,
cosa que por supuesto no sucedió; lo llamé yo, lo busque yo, y finalmente ¡lo
enredé yo!, tengo la satisfacción de haberlo enredado las veces que quise en mi
cama y en mis piernas, y haber roto mi record personal de número de veces por
noche y quedar con ganas pero sin fuerzas. Estuve en un mes más veces que en el
último año de noviazgo, y llegue el mayor número de veces de la vida. La
pregunta ya no era ¿Por qué me gustaba Mario?, sino a que horas se me había
metido en la cabeza, el cuerpo y las ganas, y ahora con la duda de si estaba
metastático al corazón.
En
retrospectiva pienso que seguramente fue mientras me descerebre en medio de uno
que mis tantos orgasmos. Mario para que
lo conozcan es uno de estos chicos que objetivamente no están “buenos”, pero
“tienen algo”; físicamente tiene los ojos oscuros, brillantes, pequeños,
saltones y agazapados en el rostro, con dos ojeras que le ocupan el 50% de la
cara, su rostro es como el de un animal pequeño de hábito nocturno que mira
desde una cueva, sí, como los de un ratón
ó una zarigüeya; el cuerpo de hombre
clásico, espalda ancha, hombros cuadrados y cuello amplio, cadera angosta,
piernas largas, sin nalga por supuesto, una piel del color del caramelo cuando esta a punto de
quemarse (curiosamente a mi me sabe así) y bueno de aquello muy bien sin más comentarios. Es uno de estos
chicos que camina como empujado por la vida, con sus manos siempre en los
bolsillos; ah de su personalidad, que
puedo decirles, es de los que se cree
fiera y tengo la percepción de que desearía la vida de un lobo salvaje, y de
hecho es como estos animales, un peligroso cazador cuando se mueve en manada,
más cuando se les observa de cerca y solo, esconde una ternura casi púdica. Era
inevitable no sentirme atraída, como dice una canción sus besos, sus caricias, su forma de hacer el
amor, ah si el quisiera sería el mejor
cartógrafo del mundo, nadie me delineó mejor (suspiro). Sin duda alguna, el
mismo, ebrio, era un espectáculo de psicología pura, Freud habría pagado lo que
literalmente no tenía por estudiarlo, pero
solo yo tenía el placer de hacerlo, me gustaba verlo perdiendo el
control de su súper yo, degustaba verlo
así, realmente desnudo, desnudo de su autocontrol; a veces pienso que es peor ó
si el adagio popular es o no verdad, cual de estas dos premisas es peor: “el
borracho mentiroso, al día siguiente el hombre demasiado sincero”, ó “el
borracho sincero y al día siguiente el hombre mentiroso”; aún no se cual de
estas es Mario, y es que nada mas cierto que la vida es solo incertidumbre. ¡Yo
si que estoy segura de eso!.
¡Nunca
más rogar!, esa es otra de mis frases favoritas, ja!. Después de tener una
relación larga donde las infidelidades te atormentaron tanto que quedaste gibada
con tanto peso, y con un extraño y rumiante gusto por la hierba (por aquello
del alce); pues es apenas comprensible el miedo a una nueva relación, y en
especial a una donde de entrada ya cometiste el peor error; ese miedo es más
que fundado y en general es al ¿qué querrá?. Mario definitivamente era un
maldito, porque mientras yo me moría de ganas de verle, el muy altivo se
dedicaba a negarse a todas mis invitaciones, lo que evidentemente no solo me
descompensaba sino que me enfurecía; claro era evidente que había perdido el
control, la dignidad, etcétera, etcétera. El día que más recuerdo fue en el que
le invite a ver una película en mi apartamento; había terminado la consulta del
día y estaba escampando por un fuerte aguacero, ese día el cielo paso de las 4
pm a las 8pm en un abrir y cerrar de ojos, Mario me llamó y yo como la propia
loca, me empape por completo por tratar de cumplir con nuestra cita; dejando una estela de agua helada, molesta,
pero sobretodo desilusionada llegue a mi casa
sabiendo que Mario no cumpliría tampoco esta vez. Me arme de valor,
bueno más bien de rabia y frustración, es
que acaso que se creía, si yo podía perfectamente prescindir de su compañía, de
sus ojos de zarigüeya. Tome mi móvil y envié un típico mensaje de texto de mujer
resentida: “en verdad eres descortés”, ese si que era un mensaje sin filtro,
directito de la herida narcisista al móvil; creí que nunca más me hablaría, ese
era para mi un hasta nunca. Sin embargo como siempre pasa lo contrario a lo que
realmente querías: Mario llamó con una voz que podría convencer hasta a la
inquisición, y de nuevo estaba allí y la
historia se repitió: palabras dulces sin claridad, como ese dulce melcochoso
que se te pega en los dedos y no se quita, amaneceres abrazados, en fin; siempre
he dicho que toda segunda vez es peor
que la primera, y esta definitivamente era una segunda vez, lo malo es que ahora
no era el Mario que conocía, no, ahora era el súper Mario que inventaba porque era el que yo quería tener, dotado de
súper poderes: súper ternura, súper
sexo, y súper madurez; en pocas y vulgares palabras: ahora si estaba
literalmente jodida, literalmente enceguecida, literalmente enamorada.
Aquella
mañana caminábamos juntos, aunque separados, como siempre desde que le conocí, y me refiero a que no acostumbramos a tomarnos
de la mano; creía yo que la razón de aquel pobre contacto público era la falta de costumbre y la compleja complicidad
de nuestra relación secreta. En
retrospectiva debo admitir, aquella mañana fue diferente, aunque para un ojo de
observador grueso era en esencia igual a las otras; el recién bañado y yo
trasnochada y sucia; no habíamos caminado más de una cuadra, cuando de repente
el cielo bogotano, ese que todos conocemos por caprichoso, que le hace honor a la frase: la naturaleza es
impredecible, si ese, se abrió de repente como si hubiese dilatado y
borrado toda la Noche y de pronto un
pujo silencioso y parió, parió esta luz, esta claridad enceguecedora; el
quiso esconderse, pero fue tan abrupta
y penetrante, que no dio tiempo de nada; esta luz se clavaba en sus ojos miel, no tuvo más remedio que agachar su rostro
buscando un pecho, un refugio ya perdido, y entonces se hizo vulnerable,
vulnerable a su propia mentira, mentira que ayudé a construir. Y yo lo
pude ver. Si, le vi, sin el maquillaje de la penumbra y la noche, parecía otro,
o mejor parecía el mismo muchacho que años antes conocí en una mañana de trabajo cualquiera, en ese
uniforme kaki de mala muerte, que no le favorece ni a la madre del que lo hizo,
en situación desfavorable de residente, por supuesto igual que yo, que digo
igual, mejor que yo, al menos era hombre y además pertenecía a una especialidad
“respetable y reconocida”. Vi sin anís
al que siempre había sido, y me di cuenta que ya no estaba enamorada, y que seguramente nunca lo estuve, camine
erguida sin rencor, sin envidia del pene como dice Freud, sonreí en mi puerta y deposite en su piel caramelo
un cálido beso al despedirme para siempre.
Después de sus llamadas infructuosas y jirones de autoestima dejados en mi portería
pensé en cómo me gusta saber que en la
desgracia del caótico desorden de tu vida aún me encuentres; y es que el dueño
del desorden siempre sabe donde dejó lo importante.
Ana Milena Antolínez (Colombia, 1982)
Just Fontaine, por David Alberto Campos
Inolvidable delantero francés, nacido en Marruecos en 1933.
Junto al genial Raymond Kopa fue parte de la letal delantera francesa en el Mundial de 1958, con la que logró el tercer lugar y ganó el botín de oro de dicho campeonato. Su récord (el jugador que más goles ha anotado en una Copa del Mundo), de 13 tantos, sigue vigente. También figura, detrás de Klose, Ronaldo y Müller, dentro de los mayores goleadores en la historia de los Mundiales.
Hábil, bueno para el regate, ambidiestro y batallador, de él se ha dicho que podía marcar desde cualquier parte de la cancha. Fue campeón de la Liga Francesa en 1958 y 1960, y fundó con Eugène N'Jo Léa la Unión Nacional de Futbolistas Profesionales de Francia en 1961.
David Alberto Campos Vargas (Colombia, 1982)
Junto al genial Raymond Kopa fue parte de la letal delantera francesa en el Mundial de 1958, con la que logró el tercer lugar y ganó el botín de oro de dicho campeonato. Su récord (el jugador que más goles ha anotado en una Copa del Mundo), de 13 tantos, sigue vigente. También figura, detrás de Klose, Ronaldo y Müller, dentro de los mayores goleadores en la historia de los Mundiales.
Hábil, bueno para el regate, ambidiestro y batallador, de él se ha dicho que podía marcar desde cualquier parte de la cancha. Fue campeón de la Liga Francesa en 1958 y 1960, y fundó con Eugène N'Jo Léa la Unión Nacional de Futbolistas Profesionales de Francia en 1961.
David Alberto Campos Vargas (Colombia, 1982)
miércoles, 9 de julio de 2014
Quiero cantar... por Luis Fernando Campos
Quiero cantar al amor por siempre puro,
Al amor de amante y no de amado,
Pues así mi alma se ha transformado
Un vil cobre ha labrado
un lapislázuli claroscuro.
Más que tu reflejo, espejo de Narciso,
Es al alma máter lo que preciso.
Quiero cantar y olvidar mi melancolía,
Verter en el Leteo mis opacos gemidos;
Sumergir los caminos, los rumbos perdidos...
Exterminar reminiscencias de sangre palpitante.
Quiero alejar de una vez por todas
Esta viciosa depresión:
Recordar en mi tumba lo que nunca tuve,
Las alegrías de las que me abstuve,
Y mi profunda decepción.
Quiero disfrutar los días con la destreza
Del colibrí que es picaflores, bendición;
Quiero vivir con tal pasión
Y tal grandeza,
Que nunca acabe mi canción.
Luis Fernando Campos (1998)
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