Bacon abrió la puerta. No
era que las ciencias no existieran: habían existido desde los presocráticos.
Pero algo había ocurrido en manos del más aventajado estudiante de la Academia
de Platón. Con Aristóteles habían dejado de lado lo que seguramente fueron con
Heráclito y Anaxímenes: resultado de la observación.
¿Cómo puede ser esto, si
el propio Aristóteles era un buen observador? ¿No era acaso el Estagirita dado
a disecar animales, a escudriñar plantas y rarezas biológicas? ¿Qué había
pasado?
La verdad, Aristóteles
jamás había despreciado la observación directa de los fenómenos naturales. Como
correspondía a alguien con estudios en medicina y biología, era amigo de la
experiencia más que de la especulación. Lo que pasó es que se había inventado
algo poderoso y atractivo en sí mismo. ¡Nada menos que un aparato para pensar
correctamente! Una herramienta utilísima, acaso el más útil de los instrumentos
que han auxiliado a la Filosofía en toda su Historia. La Lógica. Quedó tan
contento el fundador del Liceo, que no dudó en llamarlo Organon. Porque
vio en él un mecanismo, un instrumento, una forma de trabajar y constituirse.
La piedra angular de todos los edificios filosóficos (y lo fue, hasta bien
entrada la Edad Moderna: hasta Leibniz era amigo de los razonamientos de estilo
aristotélico).
Y los filósofos que
siguieron fueron dependiendo cada vez más de Aristóteles. Cicerón, como buen
abogado que era, encontró en la lógica aristotélica una fábrica de argumentos
incontrovertibles (al menos en el foro o el senado). Pablo de Tarso, deseoso de
venderle su Cristo a los griegos, no dudó en usarla. Boecio no dudó en ceñirse
a ella para sus inquisiciones matemáticas y filosóficas. Los escolásticos, en
especial el Aquinate, le dieron un uso tan refinado como excesivo. Así que, si
nos situáramos en pleno siglo XV, nos encontraríamos con que el Organon de
Aristóteles era “el camino, la verdad y la vida” de los filósofos.
El propio Bacon sucumbió
a sus encantos. Como todo científico, estaba maravillado ante una máquina tan
eficiente, que además alejaba del error y del prejuicio (de la vulgar opinión,
la tan menospreciada doxa). Sólo que el astuto inglés no encaró los
problemas de la filosofía y la ciencia de arriba para abajo (juicio universal,
caso particular, juicio particular) sino de abajo para arriba (de lo particular
a lo universal).
Es decir, no razonó así:
“Todos los objetos caen al ser arrojados. Esta piedra es un objeto. De modo que
esta piedra cae al ser arrojada”, sino así: “Esta piedra cae cuando la arrojo.
Al probar con otras piedras, observo que también caen. En general, las piedras
no flotan en el aire, sino que caen. Es así que todos los objetos, a semejanza
de estas piedras, también caigan”.
Entonces Bacon, como
venía diciendo al inicio de este breve ensayo, abrió la puerta. Le apostó a lo
inductivo (ir de los casos particulares, en inducción progresiva, hasta llegar
a las verdades universales), a diferencia de Aristóteles y los que lo siguieron
hasta la Edad Moderna, que se habían quedado con el método deductivo (a partir
de verdades universales, en deducción progresiva, ir llegando a verdades
particulares). Con ello, la Ciencia se quitó la camisa de fuerza. Estaba
abierto el camino a la ciencia separada (no completamente, pero sí formalmente)
tanto de la lógica como de la razón.
Y el cambio es notorio.
Hasta Bacon, nuestra imagen del científico es la de el propio Aristóteles: la
de un tipo sesudo, concentrado, apoyando su cabeza en una mano, pensando, razonando,
abordando el objeto desde afuera, deseoso de dar con su esencia y no distraerse
en sus accidentes (13). A partir de Bacon, al científico nos lo imaginamos
tocando al objeto, sopesándolo, midiéndolo, comparándolo…en suma, experimentando
con él…y luego buscando otros objetos similares, a ver si también cumplen con
lo que se ha hipotetizado sobre el primer objeto.
Así hizo Galileo,
asomándose una y otra vez a su telescopio o dejando rodar cosas por una
pendiente. O Keppler, observando el movimiento de los cuerpos celestes. O
Newton, probando sus leyes sobre la fuerza con cuanta cosa se le ponía
enfrente. O Koch, o Pasteur, o Cajal, con sus microscopios, encontrando y
apuntado cada cosa nueva. Siempre anotando pacientemente los resultados. Sólo al
final encontrando esa verdad universal tan cara a Platón como a Aristóteles (y
a la Filosofía misma, porque esos dos son sus pilares).
Bacon también introdujo
el concepto de experiencia sensible como algo valioso (obvio, porque su método
inductivo requería de una concienzuda observación); gracias a los aportes
de Locke y Hume, los grandes empiristas, la ciencia ganó entonces mayor
libertad de acción (aunque empezó a apartarse de la Filosofía…un alejamiento
que logró ver Kant y del que previno Jaspers…y que hoy en día –es triste- ya es
un franco divorcio).
Nuevas cosas llegarían:
Freud y Jung se asomarían al sótano. Popper se fijaría en las paredes. Kuhn en
el modelo de la casa (y en cómo esa casa podía ser derrumbada, para hacer en su
lugar otra). Otros, cansados de la estructura, prefirieron abrir un hueco en el
techo. Pero siempre, aunque sea al inicio de nuestra formación como filósofos,
entramos por la puerta de Bacon.
David Alberto Campos Vargas (Colombia, 1982)