martes, 9 de abril de 2013

PAZ, GUERRA, VIOLENCIA Y NEOPOSMODERNIDAD

David Alberto Campos Vargas* I Lo primero, a la hora de hablar de paz y violencia, es entender los vericuetos psicológicos, psiquiátricos y neurológicos que hay detrás de la agresión. Como bien señala Bobbio (1), el ser humano se encuentra ante un camino bloqueado en su larga y funesta historia de guerra y muerte: o da reversa y abandona el camino de la guerra, o se verá (sobretodo en esta era nuclear, en la que la posibilidad de una guerra a gran escala con bombas atómicas puede acabar con todas las criaturas de la Tierra) de cara a su propia extinción. Ante ese riesgo enorme (de aniquilación total), es imperioso analizar las causas de la violencia para no llegar al cataclismo final. Los seres humanos estamos, entonces, obligados a reflexionar acerca de la agresión, la guerra y la violencia. Conociéndolas bien, tal vez podamos implementar las medidas que nos ayuden a reducirlas o, al menos, sublimarlas. Le debemos a Freud el hecho de conocer qué es el Tánatos (2). Se trata de un instinto inherente al ser humano. El instinto agresivo. Aunque muchos psicoanalistas no concordaron con Freud en su tiempo, y siguen en desacuerdo con él hoy en día, puedo dar fe que el Tánatos sí existe. Y que es sumamente poderoso. Por eso mismo, y porque si queremos evitar que cause estragos debemos conocerlo, dominarlo y sublimarlo (3). El Tánatos descrito por Freud es tan fuerte como el Eros (la pulsión de vida, que posibilita no solamente la expresión de lo sexual y lo amoroso, sino también la supervivencia en términos reproductivos). Para mí, el Tánatos es aún más fuerte que el Eros (4) en el hombre lo cual le confiere a nuestra especie la desdicha de ser la más agresiva, la más dañina y la más capaz de expresar malignidad. Quisiera aclarar, eso sí, que si bien el Tánatos ha tenido siempre una connotación negativa, tiene también un aspecto del que, si sabemos cómo hacerlo, podemos sacar ventajas en el camino que debemos recorrer como especie hacia la instauración de la cultura de la paz. Es decir, si bien el Tánatos contribuye a la muerte y a la destrucción, si se le mira desde su aspecto agresivo-ofensivo (5) también contribuye a la vida, en tanto que supervivencia defensiva y búsqueda de soluciones ante situaciones límite (para usar el término de Jaspers), si se tiene en cuenta su aspecto agresivo-defensivo (6). Como expondré a lo largo de este ensayo, la guerra es lo más espantoso, lo más horrible y lo más siniestro de la Historia humana. La guerra y su circunstancia son asquerosas. Coincido con Gandhi en la necesidad de realizar revoluciones pacíficas para no incurrir en los infames excesos de la Revolución Francesa, la Revolución Bolchevique y las múltiples revoluciones comunistas que asolaron diversos Estados en el siglo XX. También estoy de acuerdo con Bobbio en cuanto al deber de todo ciudadano decente de declararse objetor de conciencia y de negarse a hacer la guerra si dicha guerra tiene un interés ofensivo, expansionista, imperialista o neocolonialista. Pero no por ello coincido plenamente con Bobbio (7), pues creo que sí hay unas situaciones (escasas, pues son un porcentaje mínimo) en las que sí se puede hablar de guerra justa. Desde lo psicológico, la única violencia justificable es la que tiene por objeto defender la vida ante circunstancias ambientales adversas, como el ataque injustificado de un agresor (violencia ejercida en defensa propia) o las dificultades dadas por desastres naturales que puedan poner en peligro la existencia. Es decir, la derivada del ejercicio exclusivamente defensivo del instinto agresivo. En ese mismo orden de ideas, considero que la única guerra justa es la que tiene un cariz defensivo y desesperado, que se libra cuando no queda otra opción y que tiene un aval moral (por ejemplo, la lucha llevada a cabo por Churchill, en nombre de la libertad y la democracia, en contra de la brutalidad del régimen de Hitler, o la liderada por Washington, Bolívar y San Martín en contra de la oprobiosa situación de las colonias americanas). Ahora, todas las demás situaciones en las que el Tánatos se encuentre implicado (el Tánatos en su aspecto agresivo-ofensivo) son peligrosas para el hombre en tanto que lo pueden poner en situación de guerra nuclear y aniquilación. Por eso es bueno conocerlas bien y modificarlas. Y la mejor forma de modificarlas es sublimándolas. La sublimación es el camino. Como mecanismo de defensa (8), la sublimación está dada para satisfacer el instinto de tal manera que no produzca efectos censurables o que atenten contra los valores sociales o la moral de una comunidad (9). Así, entendiendo además los determinantes neurobiológicos (10) de la agresión (dados por el complejo amígdala-hipocampo, las experiencias previas, el hipotálamo y el sistema nervioso autónomo en su porción simpática), es claro que aparte de un buen trabajo psicoterapéutico se requiere de una actividad física intensa, en la que se puedan desplegar todos los componentes típicos de la activación catecolaminérgica y simpática implicados en las respuestas de agresión (11). Creo que la actividad deportiva es la clave. El deporte permite al hombre vivir a nivel somático esa descarga de catecolaminas, esa activación del sistema nervioso autónomo simpático y esa actividad de las áreas nerviosas relacionadas con la agresión, sin agredir a nadie. Es decir, le permite vivir a plenitud su instinto (el Tánatos), sin reprimirlo (y, por ende, sin enfermar) pero sin hacerle daño a nadie. Y dentro del marco de lo social y políticamente adecuado. Así que, mientras se encuentran caminos más eficaces, la psicoterapia tendiente a elaborar e integrar lo instintivo tanático y el deporte como mecanismo de sublimación del mismo, pueden ser la clave. El deporte se puede poner al servicio de la paz. II Me gustaría proseguir con los aspectos neuropsiquiátricos de la no-violencia. Es clave entender entonces a la otra fuerza instintiva, que complementa al Tánatos. El Eros, o, como diría Freud, pulsión de vida (1). Aparte de la salida adecuada para el Tánatos en su aspecto agresivo-ofensivo, dada por el apoyo psicoterapéutico y la práctica deportiva, se requiere la potenciación del Eros para encontrar el camino de la paz. El Eros permite vincular, unir, hacer amigos. Gracias a la pulsión erótica es que llegamos a disfrutar de la compañía, a amar, a crear (2). Si el Tánatos permite la vida en cuanto a que ayuda a sobrevivir en situaciones de riesgo o situaciones límite, el Eros permite la vida en situaciones de estabilidad, de homeostasis y de equilibrio (3). Cultivar lo erótico es entonces sumamente benéfico para construir paz. En la medida en que no le sigamos dando la espalda a la ternura, a la dulzura y al afecto, sino que les demos cabida en nuestras vidas (4), obtendremos un temperamento más predispuesto hacia las conductas pacíficas (5) y estaremos dando un paso muy importante hacia la consolidación de una Humanidad floreciente, una Humanidad en armonía. Entendiendo también que a nivel cerebral el instinto de vida depende de circuitos dopaminérgicos en los que están involucrados el núcleo septal y el circuito de recompensa, así como de los mecanismos de secreción de oxitocina (responsable del apego), es claro que el compartir no solamente es propio de la naturaleza humana, puesto que el hombre, como decía Aristóteles, es animal político (6), sino que también tiene un efecto poyético en sí mismo: el vínculo vincula. Así que un buen trabajo sociopolítico a favor de la paz podría ser el de promover puntos de encuentro, ceremonias y eventos en los que la unión entre los seres humanos (y entre las naciones) se encuentren y puedan apreciar que, en medio de la variedad y la heterogeneidad, se encuentra la verdadera gracia de la vida. Teniendo en cuenta lo dicho en la primera parte del ensayo, es claro que los encuentros deportivos deben contribuir a la unión entre las personas, a la integración. Los vándalos que se autodenominan “barras bravas” son un fenómeno completamente arcaico y nocivo en este aspecto, pues boicotean lo más valioso que tiene el deporte: su función dual, como agente de sublimación (de las tendencias agresivas, es decir del Tánatos) y como agente de vínculo (desde la perspectiva del Eros y del compartir). Lo verdaderamente erótico no es lo pornográfico, como ha entendido erróneamente Occidente. Lo erótico es mucho más sublime, mucho más amplio. Implica correr al encuentro del otro, respetarlo y estar dispuesto a amarlo. Implica dejar prejuicios y puntos de diferenciación para acceder a puntos de comunión. Es, en últimas, cooperar. Y eso permite, si se promueve, avanzar en nuestra búsqueda de la paz. III Con respecto al fenómeno de las revueltas universitarias periódicas se debe ser muy cauteloso, para no caer en ninguno de los dos extremos. Los intelectuales de izquierda, excesivamente adoctrinados y con una visión sesgada del asunto, han hecho tradicionalmente una defensa ciega de dichas manifestaciones según ellos “justificadas” siempre, así sean violentas. Los intelectuales de derecha, excesivamente cargados de miedo o aversión hacia las marchas estudiantiles, las huelgas y otros procesos colectivos del estudiantado, han hecho siempre un ataque no argumentado a los mismos, negándoles su valor y sus frutos. Yo creo que las manifestaciones de los universitarios sí hay frutos, y de los buenos, siempre y cuando sean pacíficas y apelen a la humanización. Esto es, cuando sean dirigidas pacíficamente y ejecutadas de la misma manera; cuando estén encaminadas al reconocimiento de que lo que nos hace más humanos, más sublimes, más cercanos a la Idea del Bien Supremo si pensamos en términos platónicos (algo muy necesario en una sociedad tan acostumbrada a la violencia como la nuestra, pues se nos ha olvidado hasta lo que es bello y noble de veras). Manifestaciones en las que el amor, la justicia y la bondad brillen. He visto manifestaciones de este tipo. En una ocasión, en la universidad en la que estudié Medicina tuvieron la desafortunada idea de empezar a cobrar por el servicio de casilleros que ofrecía la Biblioteca. Hasta el día de hoy creo que fue una decisión estúpida el hacer eso, pues dejaba ver tanta avaricia y tanta malignidad el cobrarle al estudiante que esperaba nutrirse intelectualmente una especie de “penalidad” por hacerlo, que en verdad sentí (como muchos otros estudiantes) un verdadero asco ante la medida. Creo que fue a las dos semanas del absurdo “impuesto” a los pobres estudiantes que ingresábamos a la Biblioteca que un grupo de jóvenes, de manera ordenada y pacífica, vistiendo camisas blancas, hicieron una elegante y al mismo tiempo contundente manifestación. Coreaban consignas sin recurrir a términos vulgares o peyorativos. Se abstuvieron de usar armas o de causar estragos en el campus universitario. Se comportaron lúcida y correctamente. Tal fue la calidad que mostraron estos nobles muchachos que muchos de los que estábamos en clase, viendo su ejemplo excelente, los empezamos a apoyar, coreando sus consignas desde las ventanas. Recuerdo que el profesor que estaba dictándonos la clase se unió a la protesta, consciente de la canallada que era cobrar dinero a los estudiantes que iban a la Bibioteca (pues, como no se podía ingresar a la biblioteca con maletines, era inevitable que quien quisiera entrar a leer tuviera que pagar la tarifa de los casilleros). Fue fantástico. No se disparó. No se quemó nada. No se hizo uso alguno de la violencia. Gandhi, Russell o Bobbio hubieran quedado satisfechos. Todo transcurrió con calma. Al cabo de una hora de protesta, los estudiantes se hicieron escuchar y lograron que algunos directivos salieran a dialogar con ellos. Continuó el ambiente pacífico y caballeroso. Hablaron, expusieron sus puntos de vista y llegaron a un acuerdo. Era viernes. El lunes siguiente ya había desaparecido el infausto “impuesto” de los casilleros de la Biblioteca. Ocurrió en el 2000. Otra manifestación de estudiantes que cautivó mi corazón fue la protagonizada en 2006 por los estudiantes chilenos. Viví en Chile y conozco de cerca su cultura y su gente. Es un país que tiene enormes posibilidades. En ese entonces, yo estaba trabajando en el área metropolitana de Santiago como médico, y me encontraba cursando estudios en Neuropsicología y Neuropsiquiatría. Lo multitudinario, lo masivo de la manifestación, es cosa que tal vez el lector no alcance a dimensionar con suficiencia. Se trataba de todos los estudiantes (de primaria, secundaria, educación media, profesionales y técnicos en formación, y buena parte del cuerpo docente) de una nación que, por ese entonces, estaría alrededor de los 20 millones de habitantes. A diferencia del ejemplo anterior, se trataba de una manifestación de millones. Cuando hay tanta gente se corre mayor peligro de desmanes (nunca falta el sociópata infiltrado que aprovecha la ocasión para cometer algún acto de vandalismo…), mayor riesgo de choques con las fuerzas policiales o de abusos de parte y parte. Además, fue una manifestación que duró bastantes días. Creo que fueron tres semanas las correspondientes al clímax, al punto más efervescente de la manifestación. Una huelga que dure tantos días corre el riesgo de perder dinamismo, estancarse y diluirse (como muchas huelgas de maestros que he visto en Colombia), o de derivar en muestras chabacanas de agresión, en las que hordas de bárbaros empañan lo bello de la protesta asesinando gente, incendiando autos u otros bienes estatales o privados y sembrando el caos (como sucedió ese mismo año en París, o, de manera más dramática y sangrienta aún, durante el infausto “Bogotazo” de 1948). Pero la hidalguía de esos jóvenes conjuró esos peligros. Se comportaron de manera impecable. Decentemente hicieron sus marchas y se hicieron sentir. Sentí un regocijo enorme cada vez que veía por televisión hablando a uno de estos campeones. En el discurso de todos no había violencia, ni resentimiento, ni estolidez. Por el contrario, se captaba tanto amor y tanta justicia como firmeza y determinación. Sus reclamos eran justos: el gobierno de Chile, desde los tiempos del sangriento Pinochet, les cobraba por presentar sus exámenes preuniversitarios una cifra muy alta; de otro lado, las condiciones de la educación pública no eran muy buenas que digamos (los gobiernos que habían seguido a la dictadura habían logrado ampliar la cobertura, pero no habían mejorado la calidad). Como muchos chilenos, seguí atentamente lo que los medios de comunicación llamaron la “Revolución de los Pingüinos” (ese es un remoquete con el que se suele llamar en Chile a los estudiantes de bachillerato), que le mostró a Chile y al mundo que se pueden hacer grandes protestas de manera pacífica, decorosa y madura, sin recurrir a bombas incendiarias u otros actos terroristas. Ahora bien, si en las manifestaciones de estudiantes hay ausencia de civismo, de pacifismo y de decencia básica, la cosa ya toma un cariz deplorable. Por desgracia, ese tipo de manifestaciones es el que más abunda en el mundo (falta amor en el mundo, es algo evidente: los seres humanos están aún muy propensos a actuar violentamente) y he visto cómo acaban. Casi siempre hay heridos y muertos, daños de todo tipo y…ningún resultado. La violencia hace putrefacto lo que toca. Todo lo que se impregna de violencia se convierte en aborrecible. Hasta los ideales más elevados se tornan asquerosos si se hace uso de medios violentos. Tal es el caso de las tristemente célebres “revueltas armadas” en las universidades colombianas. ¿Acaso creen los organizadores de estos actos que con quemar unas llantas, matar a un policía o meterle candela a un salón de clases o a una buseta están haciendo algo progresista? Esa es la faceta inmunda de las revueltas universitarias. La del sufrimiento. La de los estudiantes torturados por las fuerzas policiales. La del docente silenciado a bolillo cuya cabeza ensangrentada apenas logra divisarse en el suelo, en medio del alboroto. La de los ciudadanos que tenemos que soportar los efectos de los gases lacrimógenos porque vamos pasando por la calle y, sin tener velas en el entierro, resultamos damnificados. La del dueño de un local que observa con impotencia como llenan de grafitti sus paredes y cómo rompen sus ventanas porque sí, porque son una horda iracunda e irreflexiva. La de los padres preocupados porque a sus hijos los desapareció la policía después de haberlos subido a un camión. La de las madres que pierden a sus hijos, que trabajan como policías por ganarse el sustento o simple y llanamente porque están obligados a ello (prestando servicio), y reciben el tiro, la puñalada o el bombazo de un huelguista ruin y agresivo. Jamás olvidaré a una señora humilde que apareció en el noticiero, por allá en el 2001, llorando a su amado hijo, que halló la muerte mientras estaba prestando servicio, porque le estalló una bomba “Molotov” en la cabeza. En las noticias, vi a la madre sufriente, inconsolable, y al que lanzó la bomba, un maldito profesor que en vez de estar formando ciudadanos pacíficos estaba dando un ejemplo de violencia. El imbécil ni siquiera fue capaz de pedir perdón de frente, sino que se intentó excusar ante los medios por lo mal que se sentía. Yo le pregunto a ese bastardo, si aún vive: ¿basta con sentirse mal después de haber matado a ese muchacho?; ¿no tiene usted conciencia de sus actos?; ¿cree usted que un homicidio tiene justificación? ; ¿cree usted que por tener él un uniforme es ya un “enemigo de clase” como lo llaman en su violenta y estúpida jerga?; ¿cree usted que el camino de la agresión es justificable? Así es. Los violentos, en su imbecilidad cósmica, creen que sus actos tienen un respaldo ético y filosófico. Que su barbarie tiene justificación. Nada más falso que eso. La violencia del que causa estragos sólo para expresar su ira, en perjuicio de otros ciudadanos que ni siquiera lo han atacado u ofendido, jamás será justa. La agresión de las revueltas universitarias siempre será censurable, pues es una violencia ejercida gratuitamente contra personas que no tienen que ver con la causa de los males de los estudiantes. Matar muchachos que se ponen (o les ponen, a la fuerza, gracias al maldito servicio militar obligatorio) un uniforme es tan terrible como matar muchachos que corean unas consignas o salen a marchar a las calles. Nada justifica la violencia, ni de un lado ni de otro. En mi opinión, es necesario superar la falacia de la justificación de la violencia en las situaciones de mítin, huelga o protesta (1,2,3). La violencia, sea verbal o física, es injustificable. De hecho, la única violencia que podría ser justificable sería la de la situación extrema y límite (4) de estarse defendiendo, en el trance desesperado para lograr la supervivencia, de un ataque de otra persona (o de otro Estado, si se habla en términos de geopolítica y relaciones internacionales). Todas las demás formas de agresión son execrables. IV Coincido con Bobbio en varios aspectos con respecto a la paz y la guerra, sobretodo en lo referente a la gravedad de una guerra nuclear: la bomba atómica no sólo constituye una amenaza para el Estado rival, sino para todos. Un conflicto nuclear pone en peligro la supervivencia de la Humanidad entera (1), puesto que los daños no sólo se observarían en la población (o las poblaciones, si ambos Estados se agredieran con armas nucleares) sobre la que recaería el bombardeo nuclear, sino también en la población mundial general, que se vería afectada en su salud por las nefastas consecuencias de la energía radiactiva a nivel biológico, atmosférico y ecológico en general. Estoy de acuerdo con Bobbio y con Jaspers en el sentido en que el panorama de una guerra nuclear es más que desalentador (1,2). Una guerra nuclear sería una calamidad para todos. Todos. Absolutamente todos los habitantes del planeta Tierra (incluso los que no tienen nada que ver con la estupidez humana, como plantas y animales) nos veríamos perjudicados. En este sentido, creo que sujetos como Kim Jong Woon, el actual líder de Corea del Norte, son abominables. Uno no puede ser tan irresponsable, tan sociopático y tan desconsiderado con los demás como para plantearse el lanzar un ataque nuclear (que desencadenaría un contraataque, y un nuevo contraataque…hasta que en medio de la espiral de idiotez se desataría una guerra nuclear), por el motivo que sea. Jamás habrá justificación válida para un evento que nos pondría en peligro a todos. A Kim Jong Woon se le puede comprender (aunque no justificar) en su megalomanía de dictador de republiqueta comunista, en su carácter de niño obeso, voraz y narciso criado con todos los lujos y comodidades por un padre que además de ser el tirano de su país por varios años hace una fortuna personal a costa de tener a su pueblo haciendo pasar penalidades y siente tal debilidad por su arrogante hijo que lo designa heredero (como si de una monarquía se tratara, otro de los muchos hechos que muestran la falsedad de los regímenes comunistas, que posan de ser populares y son lo más oligárquico que se haya visto en la Historia). Se le puede entender (pero no justificar, insisto) en su afán de mostrar capacidad y poderío sabiéndose a sí mismo un inútil, un mantenido un niño consentido, y hasta se puede sentir compasión por cómo intenta darle un sustento ideológico a su conducta (aunque ningún sustento ideológico justifique una tontería tan grande como una guerra), pero no se le puede perdonar esa irresponsabilidad para con el mundo y quienes vivimos en él. Asimismo, cuando la Unión Soviética y Estados Unidos hicieron su carrera armamentística (un entramado de paranoia, militarismo y fanatismo ideológico), asumieron el rol más infame que puedan cargar como Estados: los ruines que pusieron en peligro al resto de la Humanidad. Así es que Truman, Stalin, Eisenhower y Krushev son no solamente responsables, sino canallas. No hay derecho a jugar con la vida de los otros como hicieron ellos. Al presidente Kennedy lo saqué de la lista, sopesando su comportamiento (que algunos militares estadounidenses, estúpidamente, tildaron de cobarde) durante la difícil Crisis de los Misiles de 1962. Él, y sobretodo su hermano, Robert Kennedy, mantuvieron la calma y, pese a las numerosas presiones de los grupos guerreristas en su propio país (que son muchos, dicho sea de paso…), le encontraron una salida diplomática al problema (3). Pero lo que Churchill denominó “Telón de Acero” entre Oriente y Occidente continuó (4,5) hasta bien entrada la década de 1980. Reagan y Brezhnev siguieron el juego irresponsable de armarse hasta los dientes y, en una supuesta apuesta por la seguridad interna de sus países, continuaron arriesgando el pellejo de todos nosotros. Sólo hasta la noble política de Mikhaíl Gorbachov, a quien le debemos mucho, se empezó a distensionar la situación y no se produjo el cataclismo temido por Bobbio, Anders, Capitini y Jaspers (6,7,8,9). Gorbachov, en este sentido, es un héroe. Con su aperturismo, con su genuino intento de acercamiento a Occidente (10) y sus medidas tendientes a la disminución del intenso fanatismo que había logrado el adoctrinamiento bolchevique (11), hizo un inmenso aporte a la paz mundial y a la vida misma. En buena medida, perestroika y glasnost (12) permitieron a Gorbachov humanizar la Unión Sovietica tanto en su política exterior como interior. Con ello, el ex líder soviético logró poner las bases para la construcción de la paz en la resentida, golpeada y desigual sociedad rusa (en la que los privilegios de los dirigentes del Partido Comunista eran mayores incluso que los de los aristócratas en la época de los zares). Esto es evidente: si un pueblo tiene libertad de culto, si tiene acceso voluntario y libre a las diversas manifestaciones culturales del mundo, si no es censurado ni espiado ni amenazado constantemente, se acerca a la paz. La represión (sea de derechas o de izquierdas, a la larga es igual de asesina una dictadura comunista a una dictadura fascista) produce violencia. Creo que Bobbio, en su análisis de la violencia, acierta también cuando dice que el filósofo no puede quedarse de brazos cruzados. El filósofo tiene que situarse en el mundo, críticamente, y asumir una postura y una praxis (lo cual me recuerda el propio llamado socrático, siempre vigente). Fue justamente la pasividad de muchos lo que permitió el ascenso de la barbarie en la Alemania de 1930 (13,14) y, también, la injusta invasión a Irak en 2003 (15), y todas las bestialidades a nivel geopolítico que ocurrieron en medio de esos dos desastres (porque son un legado funesto si se piensa en las siguientes generaciones) para la Humanidad misma. También coincido con Bobbio en cuanto al valor de la objeción de conciencia. Creo que es un derecho y un deber de todo ciudadano neoposmoderno. Uno no puede acudir alegremente a la matanza, luciendo un fusil como si fuera algo heroico. Matar es una canallada. Por eso en los ejércitos abundan los sociópatas: un ser humano sano jamás le encontraría placer a un oficio tan inmundo. Y hacerle venia al militarismo, creer que se es sublime empuñando un arma, es un rezago de épocas arcaicas, atrasadas, del que debemos olvidarnos si queremos sobrevivir como especie. Ahora bien, Bobbio está en lo cierto cuando desmiente la supuesta doctrina de la guerra justa en el escenario posmoderno (es decir, nuclear) en el que le tocó vivir (16). Se puede afirmar que desde 1945, cuando Truman decide el ataque atómico a las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki, la guerra no sólo se hizo insostenible filosóficamente (de hecho, ya es de por sí muy escaso el paradigma de “guerra justa” esgrimido por Tomás de Aquino, salvo en los casos en los que la guerra es la última y desesperada opción contra la guerra misma y contra la barbarie), sino que se hizo temible. Pavorosa. Desde que existen las armas nucleares, la guerra puede ser sinónimo de aniquilamiento total de nuestra especie. Difiero, eso sí, en cuanto a la concepción que tiene Bobbio de la no violencia. Igual que Gandhi (17), a quien leyó y admiró (yo también lo admiro y venero, porque era un santo moderno, pero no por ello voy a estar de acuerdo en todo con él), Bobbio le apuesta a una no violencia absoluta, que no atiende a contextos ni establece salvedades. Una no violencia tal que implica sumisión, pasividad y ausencia absoluta de cualquier ejercicio del Tánatos. En lo personal, creo que Gandhi y Bobbio piensan en un ser humano ideal, pero no real. Piensan la no violencia para una Humanidad que (por desgracia, eso sí) aún no existe. Como expongo en Nuevo Milenio es Neoposmodernidad (18), es indudable que la guerra no es sino expresión de totalitarismo, fanatismo y barbarie. Los seres humanos que hacen la guerra, los que pasan a la acción sin una reflexión previa, los que agreden antes de buscar la reflexión o la argumentación, no sólo suelen ser los menos inteligentes y menos empáticos, sino también los más malos. La malignidad de los trastornos sociopáticos (antisociales) de personalidad es cosa bien sabida (19,20). También su escasa sensibilidad ante el dolor ajeno y su ausencia de remordimiento (21). Ahora bien, una parte de la población tiene marcadas características (o un franco trastorno) sociopáticas. Y no solamente se deben a su aprendizaje, a su formación, al contexto social en el que crecieron. Se deben también a sus genes, a su constitución, a su temperamento. A su biología misma (22,23). De lo anterior se concluyen dos cosas: 1) No bastan unos procesos de enseñanza- aprendizaje, no basta una formación ni un contexto social (una “cultura la paz”, para usar el ya trillado término de los filósofos posmodernos): muchos seres humanos contarán con ellos y, aún así, por motivos que escapan a lo social y cultural y son más del ámbito de lo biológico, serán sociópatas; 2) No solamente es ingenuo, sino también insensato, desarmar a los que no son sociópatas para armar a los sociópatas. Dicho de otra manera, hay seres humanos biológicamente y socialmente determinados para ser más agresivos, más violentos, menos empáticos, menos sensibles, menos dados a la verbalización y más propensos a la acción. Podemos (y en eso sí coincido con Bobbio) hacer todo lo posible para que la determinación social hacia la malignidad sociopática se reduzca al mínimo, y aún desaparezca. Pero contra lo biológico no se puede hacer tanto. El día que el ser humano (y ojalá llegue) abandone completamente sus instintos y su neurobiología de la agresión, estaremos ante un superhumano en el mejor sentido de la palabra. Pero ese día no ha llegado. Y la agresión, tanto por nuestro sistema nervioso como por nuestras pulsiones, sigue ahí. Y por eso, así se trabaje en todos los demás aspectos, hay gente que es agresiva y sociopática por naturaleza. Como psiquiatra he visto en numerosas ocasiones a asesinos reincidentes, de esos que además disfrutan haciendo daño e infringiendo la ley, que tuvieron padres bondadosos y amorosos, condiciones sociales, económicas y culturales adecuadas, oportunidades para su desarrollo personal, y, aún así, terminaron haciendo uso de la violencia a gran escala. En ese orden de ideas, es estúpido pedirle a los corderos que queden a merced de los lobos. La idea ingenua de la no violencia en términos absolutos, tal como la plantea Bobbio (24) sólo sería posible en una sociedad en la que todos sus integrantes, no solamente por formación sino también por constitución (por biología), fueran corderos. Pero en los seres humanos no todos son corderos. Hay lobos (sociópatas). Bobbio cree que todos los ciudadanos deben estar desarmados. Yo, por el contrario, creo que una minoría de los ciudadanos de bien (que respeten la ley, que respeten la dignidad de la persona, que amen la vida y la justicia, y estén dispuestos a defender lo sublime de la existencia humana cuando vean que los maleantes lo están amenazando) es la que debe tener las armas. Obviamente, no puede ser una institución (como las fuerzas policiales) porque ya hemos aprendido que tan pronto una buena idea se institucionaliza empieza a corromperse. Las instituciones llevan la putrefacción por dentro. Ignoro por el momento cuál pueda ser la solución no institucional que propongo, pero estoy seguro que no puede ser una institución como la Policía o el Ejército, en las que ya se han visto desgraciadamente millares de casos en los que el sentirse miembro de una institución hace creer al uniformado que tiene el aval para cometer todo tipo de crímenes y excesos. Tal vez un cuerpo de seguridad social establecido de manera rotatoria entre una muy selecta (y psicológicamente sana) minoría de ciudadanos respetuosos de la vida, la ley y la paz pueda ser la solución. Un cuerpo de seguridad social sin ánimo de lucro, sin prebendas, ni siquiera uniforme (ni ningún otro símbolo que exprese poder o jerarquía superior a cualquier otro ciudadano), al que la pertenencia fuera voluntaria y en el que las horas de servicio fueran escasas (unas tres horas diarias) para no provocar desgaste físico ni emocional. La duración del servicio no podría ser mayor a un año, tanto como para evitar el desgaste físico y emocional como para garantizar que el agente activo no le tome tanto gusto a su rol y no se empiece a sentir superior a los demás (algo que es muy humano por desventura, y muy frecuente). Y, sobretodo, dicho cuerpo de seguridad tendría que estar constituido por civiles. La diferenciación policía-militar versus civil es muy dañina, pues crea en policías y militares una falsa creencia: se sienten especiales, diferentes, y por ende, con unos privilegios (25). De ahí a saltarse la propia ley y a imponer la propia voluntad no hay sino un paso, como lo muestran numerosísimos y tristes ejemplos de brutalidad policial y militar. El que se cree privilegiado tiende a abusar de su posición. Es un asco, pero es la verdad. Se trata de seres humanos, no de ángeles. Volviendo al punto previo, este cuerpo civil de seguridad debería ser el único poseedor de la armas dentro de la ciudadanía. Fíjense en esto: el único, pero sí debería poseerlas. De otra manera, los hampones (los malos, los que no están dispuestos a dejar las armas, e inclusive disfrutan teniéndolas) abusarían de su fuerza y someterían con facilidad a los buenos ciudadanos. No se trata de quedar inerme y débil, a merced de la maldad. Sin armas debemos estar casi todos los ciudadanos, pero un segmento de la población sí debe cargarlas, justamente para defender a la inmensa mayoría de buenos ciudadanos de aquellos elementos perniciosos que hacen parte de la Humanidad y de la sociedad misma. En resumen, la propuesta de la no violencia y del desarme total de la ciudadanía es sublime, es maravillosa y es deseable, pero aún no es posible, por el mismo hecho que existe un sector de la ciudadanía que siempre estará armado (si no consigue sus armas por vía lícita lo hace por vía ilícita, o se fabrica sus propias armas) y siempre estará deseando satisfacer sus deseos e instintos sin considerar los derechos de los demás. A ese sector de la población, el de los sociópatas (los violentos, los belicosos, los irrespetuosos de la vida, de la paz y de la ley), hay que controlarlo. Y como no está en la naturaleza del cafre el obedecer por las buenas, y como el propio cafre es fuerte, se hace indispensable un cuerpo civil de seguridad tanto o más fuerte aún, igual o mejor armado, que pueda dominarlo o, en el mejor de los casos, disuadirlo. Así se protegerá al resto de ciudadanos. Así que continuaré anhelando un mundo como el que creía ver Bobbio, en el que no sean necesarias las armas. Un mundo de ángeles, o al menos, de superhumanos. Pero mientras ese mundo llega, no seré tan insensato ni tan irresponsable como para no protestar enérgicamente cuando perciba que los elementos antisociales se arman y fortalecen mientras los elementos benignos de la sociedad se debilitan y quedan servidos en bandeja. Si a Hitler lo hubieran frenado a tiempo, no habríamos tenido ni guerra mundial, ni genocidio, ni salvajadas, ni ultrajes a la democracia. Pero como los buenos estaban débiles, y eran tan ingenuos…pasó lo que pasó (26). Por fortuna estuvo Churchill. Los buenos ciudadanos deben saber hacerle frente a los malos. Esa es la guerra justa. V El único ejemplo lo suficientemente sólido y paradigmático de guerra justa que se puede sacar del convulsionado siglo XX en el que vivió el pobre Bobbio es justamente el que cité en el párrafo anterior: la guerra de las democracias contra el nazismo. Si mi rival asesina sistemática y fríamente a sus disidentes y a los que considera seres inferiores por su simple etnia, si mi rival viola una y otra vez los tratados y el Derecho Internacional, si mi rival se comporta de manera canallesca y sangrienta, mal haría yo en ofrecer la otra mejilla y permitir que a mí también me aniquile. Es mi obligación moral, para evitar que se siga propagando su maléfica obra, combatirlo. Ahora bien, ¿cómo podemos favorecer la cultura de la paz?, ¿de qué herramientas podemos disponer para lograr la erradicación de los determinantes sociales o aprendidos de la violencia? (ya que no podemos, hasta ahora, con los biológicos). De esto se trata esta parte final del ensayo. Es bueno identificar los factores generadores de paz (para incentivarlos, fortalecerlos, multiplicarlos) y los factores generadores de violencia (para reducirlos, limitarlos y ojalá eliminarlos). De manera esquemática, empezaré describiendo esos factores en las familias, en las instituciones educativas, en las religiones, en la política, en el mundo laboral, en las nuevas tecnologías y en la cultura. En las familias, he notado en mi experiencia clínica y en la de connotados terapeutas de familia (1,2,3) que los factores generadores de paz son: el grado de cohesión familiar y la fortaleza del vínculo entre los distintos elementos del sistema (a mayor cohesión, mayor armonía familiar); la claridad en los roles de cada miembro de la familia (a mayor claridad e identidad, cada quien sabe cuáles son sus funciones y hay menos lugar para la confusión y las riñas); el respeto a la dignidad personal del otro; el respeto a unas normas (tácitas o explícitas) del sistema familiar; la adecuada comunicación entre los distintos integrantes del sistema (una comunicación clara, asertiva, espontánea, libre y amorosa); la oportunidad de compartir experiencias (no solamente ratos de ocio o esparcimiento, también ceremonias, ritos de paso, reuniones con la familia extensa, etcétera); el acceso a facilitadores de expresión y catarsis o distensionadores/potenciadores psíquicos (si cada miembro de la familia y, al mismo tiempo, el grupo familiar cuentan con un psicoterapeuta con el cual puedan descargar sus tensiones, sus frustraciones, sus situaciones egodistónicas, y con el que puedan aprender a vivir una existencia plena y feliz); el cultivo de la vida espiritual (el estar afiliado a una religión y contar con el respaldo institucional y emocional que brinda); la oportunidad para desarrollar las potencialidades (si el sistema familiar permite el crecimiento de cada uno de sus miembros, su desarrollo, el disfrute de sus talentos). Los factores generadores de violencia al interior de las familias son: pobre cohesión familiar; confusión de roles e identidades; irrespeto a las normas e irrespeto a la dignidad del otro; pocas experiencias compartidas; pobre o nulo acceso a psicoterapia; la comunicación defectuosa; pobre o nula vida espiritual; escasa oportunidad para desarrollar las potencialidades (es decir, cuando el sistema permite el crecimiento y el desarrollo existencial). En las instituciones educativas, he identificado, he leído y me han comentado estos factores generadores de violencia (4,5,6): confusión o ambigüedad de roles, irrespeto (entre estudiantes, entre maestro-estudiante, entre maestros); pobre clarificación y explicitación de las normas; sistema inadecuado de castigo o recompensa de conductas; antecedente de violencia en el sistema familiar del niño; influencia mediática (presenciar escenas de matoneo o agresión a compañeros, sea en la televisión, en el cine o en las historietas); pobre control de impulsos; pobre profilaxis psiquiátrica y psicológica (fallas en la identificación, el diagnóstico y el manejo de síntomas y conductas de riesgo); permisividad inadecuada en padres de familia y en docentes. Como factores generadores de paz en las instituciones educativas, están: la claridad en los roles y el respeto entre todos los integrantes del sistema; permisividad limitada y estricto cumplimiento de la norma (no sólo de las normas de la institución educativa, sino también de las leyes nacionales y municipales); padres y docentes comprometidos a hacer respetar la norma; adecuado sistema de recompensa para las conductas de paz ejercidas hacia estudiantes y/o maestros; adecuado sistema de castigo para las conductas de violencia ejercidas hacia estudiantes y/o maestros; familias de estudiantes y maestros en armonía. En el ámbito religioso, los factores de paz son todos aquellos que contribuyen a la unión, el perdón, la solidaridad y la conciliación: el ecumenismo (7); el aperturismo y la tolerancia (8); el retorno a las comunidades religiosas carismáticas y de base (9); el respeto a la diferencia; es indispensable que no exista fanatismo y que no se involucren religión y política (10). Por el contrario, los factores generadores de violencia han sido siempre aquellos que implican alejamiento, rencor, individualismo y beligerancia: la cerrazón y el montañerismo religioso (11); la intolerancia; el fanatismo y el apego a las estructuras jerárquicas, como si de un ejército se tratase; el irrespeto y la burla a las tradiciones de los otros; el confundir ideología política con espiritualidad. El contexto político nos ofrece también panoramas para la paz y para la violencia. Generan paz: el cosmopolitismo; la tolerancia; el respeto a la institucionalidad y a las leyes nacionales e internacionales; la democracia y el liberalismo (12). Generan violencia: los nacionalismos; la xenofobia; los autoritarismos; los militarismos; el irrespeto a la ley y a las instituciones democráticas; el fanatismo y los partidos políticos que consideren que el Estado puede anular a la persona humana, como el comunismo, el nazismo o el fascismo (13,14). Con respecto al mundo laboral, estimulan una cultura de paz: cohesión familiar y la fortaleza de los vínculos; la claridad en los roles y funciones; el respeto a la dignidad personal del otro; el respeto a las normas; la adecuada comunicación; la oportunidad de compartir experiencias de sano esparcimiento; el buen clima laboral (15); el apoyo psicoterapéutico tanto a nivel individual como grupal; la oportunidad para desarrollar las potencialidades (si la organización permite el crecimiento de cada uno de sus miembros, su desarrollo, el disfrute de sus talentos, habrá un mejor ambiente). Es bueno que la empresa le ofrezca a su trabajador acceso a espacios culturales, lúdicos y educativos (16). Las nuevas tecnologías son un desafío. Por ejemplo, en internet abundan imágenes, videos, blogs y artículos que hacen una apología a la violencia. Es preocupante la cantidad de material de este tipo. Esto, obviamente, va desensibilizando a quienes lo perciben poco a poco. Es decir, se van acostumbrando a este tipo de escenas (de torturas, de homicidios, de castigos cruentos, de violaciones, de mutilaciones) y van creyéndolas normales. Estoy convencido que esta habituación a las escenas violentas predispone a la violencia, sobretodo si quien se expone a ellas no tiene una sólida formación moral. A su vez, estas escenas e imágenes hacen cierta apología de la violencia. Muchas veces la promocionan. Creo que el Estado debe meter mano en el asunto. Se debe hacer uso de la censura para este tipo de material. Sin duda. El hecho de valorar la democracia liberal no quiere decir que nos vayamos al extremo. El Estado debe intervenir sutilmente, pero hacerlo. Así como los mercados no se autorregulan (he aquí el mejor ejemplo: la crisis económica de 2008 que evidenció las falencias del neoliberalismo), las producciones culturales tampoco. Está muy bien que en el internet se divulguen la poesía, la música, el pensamiento. Pero que se le haga propaganda a la violencia no sólo es indecoroso. Es nocivo. La violencia, así sea simbólica o estética, promueve más violencia. Y lo mismo sucede con las manifestaciones culturales de paz. Soy partidario que debe promoverse la cultura para la paz. Y por cultura entiendo todo lo que produce el ser humano, a nivel conductual y simbólico (17). De este modo, es indispensable que todo esfuerzo humano creativo y que tienda a hacer puentes, a integrar a personas y naciones, debe ser dado a conocer. Las voces que promuevan la tolerancia deben ser provistas de “megáfonos” por los medios masivos de comunicación. El periodista, el editor, el comunicador social y el publicista tienen una responsabilidad enorme. Deben esforzarse en darle vocería y publicidad a los trabajos que promuevan la amistad, la solidaridad, la compasión y el ejercicio democrático de la libertad. En vez de cebarse con lo tanático, lo horrendo y lo agresivo deben dar a conocer cada ejemplo de amor que conozcan. Igualmente los estadistas y los dueños de periódicos y canales de televisión privados. Tienen una responsabilidad social. Por eso, en vez de películas violentas deberían pasar documentales de la naturaleza o biografías de personas comprometidas con el mejoramiento de las relaciones entre los seres humanos. En vez de hacer emotivas apologías de la guerra o de brindarle espacios a los guerreristas en entrevistas o programas de debate, deberían buscar y difundir con esmero ejemplos de cooperación. Los ideólogos de la guerra, que abundan, no deberían recibir tanta pantalla. Los ideólogos de la paz deberían contar con todas las facilidades para propagar su mensaje. La academia ofrece también una oportunidad valiosa de transformación social. Ahí, en la formación de las generaciones del mañana, se está gestando y potenciando (o bloqueando y atrofiando) la cultura de la paz. Cada formador, cada maestro, cada coordinador, cada decano, cada miembro del personal de los jardines infantiles, colegios y universidades debe contribuir al moldeamiento de los seres humanos en desarrollo con los que está trabajando. Nunca serán suficientes los esfuerzos que se hagan en pro de moldear la conducta para que sea cada vez más afectuosa, más amable, más pacífica, más tolerante y humana. Eso es humanizar desde la academia. Eso es transformar desde la academia. En general, todos los seres humanos estamos creando cultura en algún momento de nuestras vidas. Por eso, creo que es un deber, y un deber sublime además, el contribuir a la paz. Desde el propio lenguaje hasta las propias elecciones cognitivas y comportamentales, desde lo que pensamos hasta lo que hacemos, debemos siempre estar apuntando hacia lo justo, lo bello, lo bueno y lo deseable: lo que es más noble de la naturaleza humana. Lo que nos acerca a la Idea del Bien Supremo de la que alguna vez habló Platón (y hablo en esos términos para no herir susceptibilidades si hablo de Dios, y porque también creo que agnósticos y ateos también están obligados a contribuir a la paz). Construir la paz será, en últimas, hacernos mejores seres humanos. Por último, deseo hacer referencia al ciudadano como consumidor de cultura. Me parece indispensable que empecemos a elegir lo que promueve el pacifismo, la libertad democrática y la tolerancia. En vez de comprar películas “de acción” (en las que el nombre es incompleto, pues en realidad son “películas de acción violenta”) y consumir tanta basura (explosiones, efusiones de sangre, homicidios, golpes, ruidos de metralla, etcétera), deberíamos optar por buena música o un tipo de cine distinto. En vez de asistir a espectáculos brutales, que muestran el lado más bestial del hombre (kick-boxing, lucha libre, boxeo, toreo, etcétera), deberíamos optar por ir a un buen concierto, una conferencia saludable para el espíritu, una exposición de arte. De cada decisión que tome cada ciudadano dependerá la orientación del conglomerado social en general. Mis votos son para que se prefiera entonces consumir lo que es bueno para el alma, lo que enaltece al hombre, lo que nos recuerda que lo más bello se encuentra en el amor. REFERENCIAS Primera Parte (1) Bobbio, N. El problema de la guerra y las vías de la paz, Barcelona, 1981 (2) Freud, S. Obras completas, Barcelona, 2009 (3) Campos, D.A. Reflexiones sobre Psicoterapia, inédito (4) Idem (5) Idem (6) Idem (7) Bobbio, N. El problema de la guerra y las vías de la paz, Barcelona, 1981 (8) Brainsky, S. Introducción a la psicología y la psicopatología dinámicas, Bogotá, 1998 (9) Brenner, C. Introducción al Psicoanálisis, Buenos Aires, 1976 (10) Bustamante, A. Neuroanatomía funcional, Bogotá, 1992 (11) Campos, D.A. Tratado de Psicopatología, Bogotá, 2010 Segunda Parte (1) Freud, S. Obras completas, Barcelona, 2009 (2) Idem (3) Campos, D.A. Reflexiones sobre Psicoterapia, inédito (4) Restrepo, L.C. El derecho a la ternura, Bogotá, 2000 (5) Campos, D.A. Reflexiones sobre Psicoterapia, inédito (6) Aristóteles, Política, Buenos Aires, 1982 Tercera Parte (1) Lenin, V. Obras completas, Caracas, 2002 (2) Guevara, E. La guerra de guerrillas, Bogotá, 2000 (3) Zedong, M. Obras completas, Caracas, 2003 (4) Jaspers, K. La bomba atómica y el futuro del hombre, Madrid, 1966 Cuarta Parte (1) Bobbio, N. El problema de la guerra y las vías de la paz, Barcelona, 1981 (2) Jaspers, K. La bomba atómica y el futuro del hombre, Madrid, 1966 (3) Campos, D.A. Breve Historia de Occidente, Bogotá, 2013 (4) Cook, D. De Gaulle, Madrid, 2006 (5) Churchill, W. Historia de los pueblos de habla inglesa, Madrid, 2000 (6) Bobbio, N. El problema de la guerra y las vías de la paz, Barcelona, 1981 (7) Anders, G. Ser o no ser. Diario de Hiroshima y Nagasaki, Barcelona, 1970 (8) Capitini, A. La antítesis del fascismo, Madrid, 1965 (9) Jaspers, La bomba atómica y el futuro del hombre, Madrid, 1966 (10) Campos, D.A. Breve Historia de Occidente, Bogotá, 2013 (11) Campos, D.A. Nuevo Milenio es Neoposmodernidad, Bogotá, 2013 (12) Gorbachov, M. Memorias, Barcelona, 2004 (13) Jaspers, K. El problema de la culpa: sobre la responsabilidad política de Alemana, México, 2009 (14) Campos, D.A. El pensamiento político de Karl Jaspers en la posmodernidad, Bogotá, 2008 (15) Campos, D.A. Nuevo Milenio es Neoposmodernidad, Bogotá, 2013 (16) Bobbio, N. El problema de la guerra y las vías de la paz, Barcelona, 1981 (17) Gandhi, M.K. Teoría y práctica de la no violencia, Madrid, 1972 (18) Campos, D.A. Nuevo Milenio es Neoposmodernidad, Bogotá, 2013 (19) Kaplan, H. Los trastornos de personalidad, Boston, 1998 (20) Kaplan, H., Sadock, B. Tratado de Psiquiatría, Boston, 2000 (21) Campos, D.A. Tratado de Psicopatología, Bogotá, 2010 (22) Kaplan, H. Los trastornos de personalidad, Boston, 1998 (23) Kaplan, H., Sadock, B. Tratado de Psiquiatría, Boston, 2000 (24) Bobbio, N. El problema de la guerra y las vías de la paz, Barcelona, 1981 (25) Campos, D.A. Inteligencia y Contrainteligencia. Perfil psicológico del agente secreto, Bogotá, 2012 (26) Churchill, W. La segunda guerra mundial. Barcelona, 2005 Quinta Parte (1) Santaella, U. Psicoterapia de pareja y de familia, Bogotá, 2010 (2) Garciandía, J.A. Pensar sistémico, Bogotá, 2005 (3) Garciandía, J.A. Nociones de Psicoterapia, Bogotá, 2013 (4) Abromavay, M. Violencia en la escuela, Revista Iberoamericana de Educación, Número 38, Mayo de 2005 (5) Gómez, A.M. Factores generadores de violencia en las instituciones educativas, Caracas, 2012 (6) Villalobos, E. Didáctica Integrativa, México, 2012 (7) Campos, D.A. Pablo VI, el Papa de la Renovación, Bogotá, 2012 (8) Campos, D.A. Nuevo Milenio es Neoposmodernidad, Bogotá, 2013 (9) Campos, D.A. Breve Historia de la Iglesia en América Latina, 2012 (10) Johnson, P. Historia del Cristianismo, Madrid, 1998 (11) Campos, D.A. Nuevo Milenio es Neoposmodernidad, Bogotá, 2013 (12) Idem (13) Campos, D.A. Los crímenes del Comunismo, en prensa (14) Campos, D.A. Nuevo Milenio es Neoposmodernidad, Bogotá, 2013 (15) Clavijo, H. Psicología organizacional, Bogotá, 2011 (16) Alarcón, A. Psicología en la empresa, Bogotá, 2012 (17) Herrero, J. ¿Qué es cultura?, Bogotá, 2002

viernes, 5 de abril de 2013

NUEVO MILENIO ES NEOPOSMODERNIDAD

David Alberto Campos Vargas*

I El mundo y lo Neoposmoderno

El siglo XXI me parece una época fascinante, de la que se puede reflexionar mucho desde lo filosófico, lo social y lo político. Considero que con el nuevo Milenio entramos en la neoposmodernidad. ¿Qué entiendo por neoposmodernidad? Una época que es también un espacio de imaginarios colectivos y valores claramente demarcados, en la que logro ver unos rasgos sobresalientes: a) re-significación del hecho de ser hombre y mujer, en la que se da muerte a los dos extremos en los que siempre ha oscilado la especie humana: el hembrismo (en las épocas prehistóricas y matriarcales, y en las dos últimas décadas del siglo XX, en las que el feminismo militante discriminó perjudicialmente al sexo masculino, sobretodo en contextos de Derecho de Familia y promoción laboral) y el machismo (que abarcó la Historia desde el inicio de la escritura hasta su clímax, la Segunda Guerra Mundial, en la que la militarización, la brutalidad y la agresión llegaron a niveles extremos, provocando la muerte de la mayor cantidad de varones en toda la Historia, con el consiguiente desgaste de los valores patriarcales y la propia masculinidad); b) instauración de un verdadero liberalismo político, o lo que denomino “el sueño de Locke y Paine hecho realidad”; c) fortalecimiento del liberalismo económico entendido como el derrumbe de los postulados neoliberales (confianza ciega e imprudente en la economía de mercado, individualismo a ultranza, ausencia de planeación y de organización gubernamental de los recursos y los mercados, egoísmo y consumismo), así como el cataclismo de los Estados totalitarios, y aún de los Estados de Bienestar (cosa que me entristece un poco, pues los Estados de Bienestar se estructuraron bien intencionadamente; por eso digo el cataclismo y no el final, porque la idea de los Estados de bienestar es demasiado atractiva como para dejarla de lado así nomás, a pesar de los fracasos económicos que ha acarreado en Europa…fracasos que pueden evitarse, si se hacen nuevos intentos en años venideros, si se evitan el despilfarro y el excesivo gasto en aspectos no estructurales y no fundamentales de los fenómenos de exclusión y de pobreza); d) el triunfo de la tolerancia a las distintas posturas de género (por primera vez en la Historia, la orientación sexual de las personas dejó de ser un tema tabú o un motivo de estigmatización); e) el resurgimiento de la espiritualidad vivida de manera íntima y personal, y la revivificación de los movimientos espirituales y religiosos, que tanto habían atacado las ideologías totalitarias en el siglo XX (comunismo, socialismo, nazismo, neoliberalismo); f) el triunfo del pluralismo y el espíritu democrático; g) el cosmopolitismo y el aperturismo (en oposición al provincianismo, el nacionalismo o el montañerismo geopolítico) dados por un mundo globalizado (atención: hablo de un mundo, y no de una mera economía globalizada); h) la aparición de una nueva forma de hacer política y de participar como ciudadano, fuera del ya corrupto (y algún día caduco, sistema de partidos políticos); i) el fortalecimiento de la virtualidad y las nuevas tecnologías como mecanismo de apertura y comunicación; j) el respeto a la divergencia y a las verdades personales (que se anteponen a las supuestas “verdades universales” impuestas de manera dogmática por las superestructuras de dominio e ideologización, como los Estados o los antiguos monopolizadores de opinión, la información y el conocimiento).

La neoposmodernidad, creo, durará hasta bien entrado el próximo siglo, es decir, cuando la tecnología haya avanzado de modo tal que los mismos valores de la neopostmodernidad se habrán hecho caducos. Sin duda, esa nueva época será fascinante y el imaginármela me transporta a realidades que tal vez ni Julio Verne hubiera visualizado. Pero, previo a esa época hipertecnologizada y desconcertante, en la que los viajes interplanetarios podrán ser algo cotidiano y para toda la población humana (aunque, supongo, en la que todavía el hombre se preguntará por los grandes problemas filosóficos y sobretodo, por su derecho y su camino hacia la felicidad, porque la tecnología no es ni será jamás garante de la felicidad o la plenitud existencial), viviremos en una especia de ciudadanía del mundo y un aperturismo sociocultural tan extremo que la Modernidad y el Medioevo (épocas de las que todavía nos llegan ecos, conductas y valores) se derrumbarán definitivamente. Ampliemos entonces punto por punto. La resignificación del ser hombre y el ser mujer en la neoposmodernidad se nutre de los intentos, de la segunda mitad del siglo XX, de liberar a hombres y mujeres de las ataduras impuestas por la sociedad y las diferentes culturas a su conducta. Creo que mujeres y hombres jamás gozaron de tanta libertad con respecto a ese montón de prejuicios y supuestos (ahora bien, eso no quiere decir que no puedan gozar de libertades mayores, en épocas posteriores). Dichos condicionamientos, que limitaban enormemente a los hombres, y los enfermaban (pues les exigían tal nivel de represión de su vida emocional que los hacían proclives a enfermedades psicosomáticas como la Hipertensión Arterial Esencial, o a trastornos psiquiátricos como el abuso y la dependencia a sustancias psicotóxicas), al igual que a las mujeres (neurotizándolas por la represión de sus instintos eróticos, haciéndolas infelices y cohibidas en su vida afectiva, y haciéndolas proclives a padecimientos como cefaleas, fibromialgia y lumbago crónico), gracias a Dios están siendo superados por una visión más completa, más plena de la vida. Dentro de esta cuarta revolución sexual, que es heredera de las tres revoluciones sexuales previas, caben un hombre más equilibrado, en armonía con su vida afectiva, libre de ataduras, reconciliado con su sensibilidad y su capacidad de dar y recibir amor y ternura, y una mujer más emancipada, por fin en pleno disfrute de su derecho a la vida sexual y amorosa sin cohibiciones, libre ya de la posición de pasividad y de cosificación a la que estuvo tanto tiempo sometida.

A modo de explicación, mencionaré brevemente lo que considero son las tres revoluciones sexuales previas: 1. La representada por Sigmund Freud y el Psicoanálisis, que abrió los ojos de la Humanidad a las pulsiones sexuales, a la naturaleza instintiva del hombre y a la vida inconsciente. 2. La representada por los distintos feminismos de los años comprendidos entre 1940 y 1990 (y por sus antecesores, como los primeros movimientos en pro de la liberación femenina nacidos en las postrimerías del siglo XVIII, y de los movimientos sufragistas de finales del siglo XIX e inicios del siglo XX). 3. La representada por los movimientos de dignificación de las comunidades homosexuales y bisexuales, que no sólo lograron, después de siglos de lucha contra la persecución, la discriminación y la ridiculización (en todos los tipos de lenguaje, en la vida cotidiana y en las más variadas producciones culturales, incluyendo chistes y representaciones gráficas e icónicas), una vocería política y una estructuración como fuerza de opinión, sino también el respeto y la aceptación que por milenios se les había negado. La instauración de un verdadero liberalismo político es otro logro de la neoposmodernidad. Creo que así como la década inmediatamente anterior fue la década del derrumbe de los totalitarismos en las urnas (con Polonia y Hungría desligándose del opresivo régimen comunista; con República Checa y Eslovaquia volviendo a su propio camino, sin estar sujetas a las directrices que les enviaban de Moscú; con España, Portugal y gran parte de Latinoamérica diciendo adiós a los perversos regímenes dictatoriales que ensangrentaron a sus pueblos; con la apertura, aunque frágil, de las naciones africanas a la democracia; con la desintegración de la Unión Soviética, que tan perversamente explotó y diezmó las naciones ucraniana, lituana, estonia, letona y armenia, etcétera), lo que llevamos de este milenio nos ha permitido testimoniar el derrumbe de los totalitarismos en la Academia (pues profesores y estudiantes cada vez son menos ingenuos y menos adoctrinables, y salvo deshonrosas excepciones han ido aprendiendo a ser menos fanáticos en sus posturas), en la opinión pública (en cuanto que perdieron credibilidad y respaldo popular, en tanto que la Humanidad ya se hastió de las posturas militantes y a veces francamente terroristas de estos agresivos grupos, tanto de la llamada “izquierda” como de la llamada “derecha”), y, ante todo, en la apreciación y la praxis política de las nuevas generaciones, que justamente por ser algo apáticas a las formas tradicionales de hacer políticas fueron menos manipulables por los aparatos de propaganda y adoctrinamiento de los partidos políticos que en el siglo XX se erigieron como los fundamentos de los totalitarismos de Estado (tanto en Estados fascistas como en Estados nacionalsocialistas –que no son lo mismo-, pasando por Estados comunistas y Estados socialistas, y desembocando en los Estados neoliberales de las décadas de 1970, 1980 y 1990). Así, en la neoposmodernidad el triunfo de la filosofía de Locke (y Hume, y de los ilustrados franceses, y de esa tríada sublime que constituyen Paine, Washington y Jefferson) ha permitido por fin la instauración de verdaderas democracias (e insisto: verdaderas, porque mal haríamos en llamar democracia a un experimento arcaico como el ateniense, en el que había esclavitud y los esclavos carecían de ciudadanía y derechos ciudadanos, y en el que mujeres, niños, adolescentes y extranjeros no podían intervenir activamente). Y algo más: en la posmodernidad, la forma correcta de hacer política hirió de muerte al terrorismo (1). Muchos eruditos han señalado el poder nocivo de los totalitarismos, en especial de los que usan las armas y la fuerza bruta para imponerse a las colectividades (2,3,4); dichos totalitarismos proceden usando el terror y la intimidación, o, de manera más eficaz aún, tras una fachada “formativa”, haciendo una psicoeducación en la que el fanatismo y el sometimiento acrítico a sus postulados va creando una masa de ciudadanos sin ciudadanía (5), sumisos, torpes, dependientes y pasivos (6), fáciles de manipular y en muchos casos brutalmente ideologizados (7): los fanáticos perfectos, idiotas útiles de su Partido o de su ideología, dispuestos incluso a pasar a la agresión y al daño (que puede llegar a la eliminación física) de sus opositores, sean estos disidentes, inconformes, críticos (en su jerga fanática tildados de “revisionistas”) o simples detractores (8,9). Con la neoposmodernidad, entonces, tenemos al fin un contexto tolerante, verdaderamente democrático, en el que las ideas circulan en una dialéctica incesante: en los ires y venires de las distintas posturas políticas y aún de las distintas cosmovisiones, se generan nuevos descubrimientos, nuevas posturas, nuevas cosmovisiones, que son síntesis de las tesis y antítesis primigenias…y son, a su vez, nuevas tesis a superar, en un ciclo incesante y fructífero. El liberalismo en su sentido más puro, menos politizado. El liberalismo profetizado por Erasmo de Rotterdam, soñado por los grandes pensadores ingleses y franceses de la Edad Moderna, recortado y reducido en el siglo XIX cuando se le restringió al ámbito meramente económico, y casi pisoteado en el siglo XX (siglo en el que, irónicamente, se retrocedió y también se avanzó mucho en materia de Derechos Humanos y Derechos Civiles, en un tire y afloje en el que las sangrientas ideologías y los Estados omnívoros por poco hacen sucumbir la Democracia). Esto, a su vez, conduce al triunfo del liberalismo económico que estamos viendo en la neoposmodernidad. Acabados al fin los proteccionismos que entorpecían el comercio mundial y casi por completo eliminadas las barreras económicas en el mundo civilizado, todo apunta a una nueva era en la que los nacionalismos, la xenofobia, el chauvinismo y en general la desconfianza a las naciones extranjeras y a la integración desaparecerán. En lo personal, me pregunto cuán feliz pudiera haber sido el general De Gaulle (10) al saber que sus iniciativas de integración con sus vecinos europeos, comprendidas y dotadas de fuerza y proyección a gran escala por dos hombres extraordinarios, Jean Monnet y Robert Schumann (11) serían una realidad plena en la actualidad. Me imagino, si viviera en nuestra época, la dicha de los cancilleres alemanes Konrad Adenauer o Ludwig Erhard (10) al ver que las querellas y los rencores (cuyo colofón había sido la tragedia de las dos guerras mundiales del siglo XX), parcialmente superadas con la Comunidad Económica de Carbón y Acero entre algunos países de Europa Occidental, es hoy en día un sueño hecho realidad, una Unión Europea en la que el clima de mutua cooperación y la paz reinan, una Europa que al fin aprendió de los errores del pasado, en la que todos los ciudadanos de los países miembros cruzan libremente las fronteras, comparten, intercambian cultura, conviven en armonía. Aún Bolívar podría sonreír un poco ante el panorama que se cierne, dados los avances (aunque aún incipientes) en la integración de los países de Latinoamérica (13,14). Sí. Creo en la integración. Creo en la unión. No soy de los que se enmarcan en un nacionalismo furibundo o los que, apelando a un bolchevismo desabrido y anacrónico, se rasgan las vestiduras y creen que “combaten al Imperio” cuando en realidad contribuyen al mayor empobrecimiento de sus pueblos (15) cuando se realizan pactos, alianzas o tratados entre las naciones. Eso es lo que hace falta. Dejar de odiar al extranjero. Lanzarse al intercambio (aunque sin las ingenuidades ni la premura de los países latinoamericanos que, creyéndole a ciegas al Neoliberalismo, se dieron al aperturismo económico desordenada e ineficientemente) y dejar los prejuicios es el primer paso hacia una paz mundial completa. No me cuesta soñar, incluso, con una Confederación Mundial en la que todas las naciones tengan voz y voto y participación igualitaria, una Confederación Mundial garante del respeto a los Derechos Humanos, de la paz, de la integración justa y benéfica para todos los pueblos. La neoposmodernidad nos muestra cómo los fenómenos vaticinados por intelectuales de la talla de Mario Vargas Llosa (16,17) o Jürgen Habermas (18,19) se hacen realidad. Entramos, felizmente, a una época en la que el pluralismo, la tolerancia, la ruptura con los viejos dogmas y esquemas y, sobretodo, el espíritu liberal y demócrata en pleno, prometen dar frutos. Otro rasgo distintivo de la actualidad es el triunfo de la tolerancia a las distintas posturas de género. Quedaron atrás momentos vergonzosos de la Historia, como el juicio y la sentencia (injustos, irritantes e infames) a Oscar Wilde (20,21,22). Puedo afirmar, sin temor a equivocarme, que Wilde ganó al final. La comunidad LGBT en el mundo se afianza, hace valer sus derechos, participa activamente en la construcción de este nuevo mundo neoposmoderno. Me parece fascinante. Eso es verdadera democracia. En lo personal, me siento muy orgulloso por los logros de estas personas, que estuvieron por siglos sometidas al látigo, a la prisión y al estigma. A todos ellos les dedico este ensayo, les pido perdón en nombre de todos los heterosexuales que por miedo, por ignorancia o por puro instinto de agresión les inflingieron tanto sufrimiento a lo largo de la Historia, y les deseo felicidad y éxito en esta nueva etapa de su camino. Ya he señalado el resurgimiento de la espiritualidad en la neoposmodernidad. Sobreviviendo al ateísmo pseudohumanista (una mezcla espantosa de “superhombre” nietzscheriano, individualismo y culto a la fuerza) y al neopaganismo propugnado por el nazismo (que, disfrazado de “cristianismo positivo” intentó eliminar de la faz de la Tierra la doctrina judeocristiana, y volcar la ancestral religión germanoescandinava hacia el culto a su megalómano líder), y fortalecida pese a la feroz persecución, tanto ideológica (23,24) como política (25,26), la búsqueda de Dios vuelve a ser vivida con furor (27). También sobreviviendo al ateísmo marxista, de raíz materialista (28), que por más que envió a sacerdotes (en especial ortodoxos rusos y eslavos, pero también católicos del rito oriental y del rito latino) a la muerte en campos de trabajo forzado en Siberia y Ucrania (29), jamás pudo apagar el fervor religioso de los pueblos sometidos a la crueldad de la Unión Soviética. Otro tanto puede decirse del maoísmo en China, una versión sádica y brutalmente pragmática de comunismo, culpable de atrocidades en nombre de la mal llamada “República Popular” al interior del propio país y de la República del Tíbet (30), a la que, mostrando el más burdo de los imperialismos (y eso que, según los rojos, el imperialismo es exclusivo de los capitalistas de Occidente…), invadió, conquistó y sometió de manera cruenta (31). Por más fiera que hubiese sido la supuesta “Revolución Cultural”, por más bestial que sea, aún hoy, la represión de parte de las fuerzas gubernamentales, policiales y militares chinas (32), el espíritu religioso y el acercamiento a lo sagrado perdura. Los jóvenes tibetanos, hoy más que nunca, se aferran al budismo y a sus tradiciones. Y el espíritu religioso se robustece, mientras que el régimen se debilita. Creo que es muy probable que China, con el paso del tiempo, se aleje completamente de la visión comunista (ya lo ha hecho en el terreno económico). Porque cuando un sistema político va contra Dios, va contra el hombre…y si va contra el hombre, tiene sus días contados. En ese orden de ideas, hay que entender que el renacer de lo religioso no tiene un cariz dogmático, y no se restringe a una sola confesión. Hay un aperturismo en la neoposmodernidad que llega más lejos aún que el propio ecumenismo. Los esfuerzos de los pontífices católicos Juan XXIII, Pablo VI y Juan Pablo II por acercarse a otros movimientos al interior del cristianismo y del judaísmo (32) anunciaron lo que presenciamos entre 2005 y 2012: a un Benedicto XVI afanado por reconciliarse con los intelectuales (muchos de ellos ateos científicos) de Occidente (33). El Dalai Lama, cabeza del budismo tibetano, se ha dado a la noble tarea de ser un puente entre las distintas religiones del mundo. Los patriarcas ortodoxos están haciendo lo propio. También los musulmanes. Las tradiciones politeístas, como el ancestral hinduismo, también se comprometen en la actualidad a echar una mano en este despertar universal (34). Derrotados ya los totalitarismos, con su carga asfixiante, con sus procesos de adoctrinamiento y opresión brutal de la población (35), las personas de todo el mundo sienten que necesitan de una libertad aún mayor. Una libertad que no ofrecen ni siquiera las democracias. Que no se gana precisamente en las urnas. La liberación del encuentro con lo más sublime, lo más profundo y valioso del psiquismo humano: su faceta espiritual. Las democracias republicanas de Occidente, en especial las americanas, se lanzaron desde principios del siglo XX a procesos de secularización, persecución religiosa (aunque más velada que la efectuada en Eurasia) y separación Iglesia-Estado (36). Algunas lo hicieron bienintencionadamente, creyendo que así lograrían el anhelado progreso prometido desde la Modernidad. Pero pronto se vieron empantanadas, víctimas de su propio invento, sometidas a la corrupción y los abusos de poder que provienen del cambio de valores inherente al menosprecio de lo espiritual. Y buscaron un nuevo cambio. En la actualidad, percibo que la misma sociedad civil, aún en contra de los gobiernos establecidos, espontáneamente vuelve a la búsqueda de lo sagrado. Ya no es un cuerpo dócil y manipulable, ya no es un grupo amorfo que sigue ciegamente lo que el Estado (por muy democráticamente elegido que sea) le dicte. La sociedad civil, especialmente en América, ha madurado. Ya no come entero. Ni siquiera la moria típica de la sociedad postcapitalista, la pereza espiritual que acompaña al narcisismo extremo basado en una moral egocéntrica y consumista, ha podido impedir esta oma de conciencia universal, esta vigorización de los movimientos espirituales. A diferencia de lo que se estaba viendo en las últimas décadas del siglo XX (un alejamiento progresivo de lo religioso, en todos los ámbitos de la cultura), bien se puede decir que el siglo XXI es el del resurgir del Espíritu. La idolatría de la Materia llega a su fin. Nunca pudo ofrecer respuestas completas a la gente. Otro hecho irrefutable es que el hombre neoposmoderno se siente ciudadano del mundo. Ha superado el provincianismo, en la misma medida en que ha superado el nacionalismo y los prejuicios de etnia y nación. Es cosmopolita. Pero no en el sentido decadente de la palabra, no en el sentido en el que Rubén Darío y los poetas parnasianistas entendieron el cosmopolitismo (37). El cosmopolitismo neoposmoderno es la toma de conciencia de ser parte de un entramado planetario de relaciones, de estar inmerso en una red, de estar en contacto con la Humanidad y con cada una de las especies que habitan la Tierra. De ahí que el cosmopolitismo neoposmoderno vaya de la mano con el ecologismo (38,39). Por eso los atentados terroristas perpetrados por Al Qaeda (un reducto de fundamentalismo, fanatismo y machismo que bien puede catalogarse de fuerza opositora al pluralismo neoposmoderno) en Nueva York, el Pentágono, Madrid y Londres generaron una indignación general. No solamente fueron los estadounidenses, londinenses y españoles los que se alarmaron ante semejante muestra de barbarie. Todos reaccionamos. ¿Por qué? Porque lo sentimos como un atentado dirigido también hacia nosotros. Porque no creemos en las discriminaciones de raza o nación. Porque nos pensamos como humanos, antes que como miembros de tal o cual ciudad o país.

En ese orden de ideas, tácita o explícitamente apoyamos la iniciativa de Blair (40,41) de desestructurar en Afganistán al corrupto régimen talibán (régimen que maltrataba a las mujeres, que prohibía el pluralismo político y religioso, que ejercía una tiranía sangrienta y que albergaba a terroristas). Pero, justamente por nuestra actitud neoposmoderna, pluralista y democrática, muchísimos también criticamos abiertamente las políticas de Blair, Bush y Aznar en Irak. Si en Afganistán se hizo justicia, en la infausta invasión a Irak de 2003 lo que se vio fue un ejercicio burdo, cínico y maquiavélico de la fuerza. Una actitud imperialista, hegemónica. La Modernidad imponiéndose a lo bruto. Los valores de la posmodernidad y la neoposmodernidad, como la tolerancia, la integración en la heterogeneidad, el respeto a la diferencia y el respeto al derecho a disentir, fueron pisoteados cruelmente.

Asimismo, asistimos a la aparición de una nueva forma de hacer política y de participar en comunidad. Por medio de redes sociales, blogs, revistas virtuales y portales independientes, la gente expresa sus posturas políticas y comunica sus inquietudes y propuestas de manera libre. El internet ha sido un alivio democratizador en este sentido. Le ha dado voz a quienes no la tenían. Antaño (modernidad y posmodernidad), eran las clases aristocráticas u oligárquicas las que tenían el monopolio de los medios de comunicación masivos, pues justamente dichos medios implicaban posesión de capital: prensa, radio, televisión. En cambio, publicar en internet es gratuito. Cualquier ciudadano puede hacerse escuchar, puede exponer sus ideas, puede llegar a otros ciudadanos. Eso, en términos políticos, es una revolución inmensa. Es posible que no nos hayamos percatado de su importancia justamente porque la estamos viviendo y los seres humanos tendemos a minusvalorar lo que es cotidiano (lo cual es un error), pero en unos siglos la gente dirá: “¡Qué gran triunfo para la democracia se dio en aquellos tiempos!”.

No se trata, como antaño, de afiliarse a un partido político y mendigar o comprar favores de un “padrino” o una “madrina” de dicho partido. No se trata, como antaño, de gastar enormes sumas de dinero en publicidad, mercadeo y propaganda (o de quedarse a la zaga, o abstenerse de entrar en la arena política, justamente porque no se tenía ese poder económico). Se trata de atreverse, escribir, hablar, expresarse (por medio de caricaturas, de videos, de reflexiones, de posters, etcétera) en un medio por el que se tiene acceso a millares. Es interesante cómo Barack Obama usó estos nuevos instrumentos para sus exitosas campañas presidenciales (42), y cómo las personas jóvenes usan cada vez más dichas herramientas en ese tipo de lides. Pero no se trata solamente de poner el internet y sus recursos al servicio del proselitismo político. Debemos entender que, en la neoposmodernidad, a mucha gente le fastidiaría la idea de tener un cargo público o trabajar para el Estado. Han sido tantas décadas de corrupción, de mentiras, de tráfico de influencia, de alianzas non sanctas, de peculado…Muchas personas honradas me han confesado que les asquea el actual sistema de “democracia representativa” que ni es democrático ni es representativo, y que está monopolizado por un puñado de familias (oligárquicas y poseedoras de capital y de poder mediático) alrededor del mundo. Reconocidos académicos, científicos e intelectuales me han comentado que han rechazado trabajar con el gobierno porque les aterroriza la idea de “salir untados”, de ver perjudicada su imagen o su carrera por el hecho de haber trabajado con un político al que, más adelante, tarde o temprano, se le han de conocer todo tipo de delitos y conductas inmorales. Además, como ya he señalado, es probable que en unos años asistamos al derrumbe definitivo del sistema partidista, y aún al derrumbe de los Estados tal como los conocemos ahora. Se trata de un momento histórico único, en el que cada ciudadano puede decir o escribir lo que piensa, y muchos otros pueden escucharlo o leerlo. Obviamente, el derecho a la divergencia, y su ejercicio libre, desinhibido y espontáneo es otro sello de lo neoposmoderno. En esta época fascinante, el respeto a las verdades personales, que muchas veces escapan a las supuestas “verdades universales” impuestas de manera dogmática por las superestructuras de dominio e ideologización (como los Estados, los aspectos oficiales y jerárquicos de las religiones o los tradicionales monopolizadores de opinión, la información y el conocimiento), es un a priori social, conductual y filosófico.

La neoposmodernidad implica relativización no sólo en su sentido epistemológico (el primer paso, perteneciente a la posmodernidad, que le debemos sobretodo a Lyotard) y axiológico sino también en el sentido psicológico, estético, religioso y cultural (43,44,45,46). Muchos sucesos históricos adicionales también respaldan mi hipótesis de que estamos viviendo una nueva era: el éxito abrumador de los Gay Parade y los multitudinarios desfiles de población LGBT; el hecho de tener por primera vez en la Historia a un Papa latinoamericano (y que reemplaza, además, a un Papa que haciendo uso de su libre albedrío renunció sin dejarse someter a la tradición); el tener a un afroamericano que además tiene sangre musulmana a la cabeza de los Estados Unidos de América; el auge de los movimientos carismáticos y las comunidades eclesiales de base, así como de los movimientos religiosos sincréticos; el Nobel para Al Gore (un demócrata de pura cepa, vicepresidente de Bill Clinton, al que le robaron las elecciones de 2000) por su voz de alerta ante el calentamiento global y otras desgracias de la industrialización desmedida; la primavera árabe que dio al traste con los regímenes de Mubarak en Egipto, Ben Alí en Túnez y Gadafi en Libia (y seguramente acabe también con la dictadura de la familia al-Assad en Siria); el fortalecimiento no sólo de grupos sino de actitudes ecologistas en la población mundial; la toma de conciencia y el empoderamiento de las masas en cuanto al derecho a hacer uso pleno de sus derechos (no olvidemos las protestas de los inmigrantes en Francia en 2006) y el incremento de la participación política (que no se limita a figurar electoralmente o a ser parte del aparato burocrático de un Estado, como he venido insistiendo a lo largo de este ensayo) del “ciudadano de a pie” en todo el mundo (47,48,49). II Colombia: Neoposmodernidad incompleta Para finalizar, me gustaría profundizar en la situación de Colombia. Como buena parte de América Latina, este es un país de sincretismo, en el que lo medieval, lo moderno, lo posmoderno y aún lo neoposmoderno coexisten: el confesionalismo y el secularismo agresivo, la liberación sexual y la moral católica hispánica que permeó esta cultura desde el siglo XV (y que no parece haberse enterado ni siquiera de los avances del Concilio Vaticano II, salvo por la misa en lengua vernácula), la discriminación hacia la población LGBT y las marchas de orgullo gay, el pacifismo de dientes para afuera y la violencia tanto a nivel nacional como doméstico, los discursos hegemónicos e intolerantes de la izquierda y de la derecha (nunca me olvidaré de un día en el que, hace como tres semanas, fui llamado “burgués” por un mamerto, “socialista” por un facho, “revoltoso” por un godo y “godo” por un ateo, sin ser realmente ninguna de las cuatro cosas), el liberalismo en la vida pública y el conservadurismo en la vida privada, el cristianismo y el individualismo, el pluralismo y la intolerancia, el discurso incluyente con el racismo soterrado, la apertura económica con el proteccionismo arancelario, las voces de júbilo con las de indignación cada vez que se firma un tratado de libre comercio, etcétera. Según esta evidencia tendría razón García Canclini al señalar que nuestros países adolecen de cultura híbrida (50). Quiero enfatizar el hecho de que ser cultura híbrida no es ser cultura pluralista; confundir dichos términos es como confundir sincretismo (hacer un “sancocho” incoherente con ideas inconexas y hasta contradictorias) con eclecticismo (hacer una síntesis coherente con las ideas más rescatables de distintas posturas, armonizar sólida y coherentemente diferentes perspectivas). Por eso no se trata de una neoposmodernidad instaurada en Colombia y América Latina, sino de la coexistencia híbrida de tendencias incongruentes, que abarcan paradójicamente todo lo que va del Medioevo (del que Colombia no ha salido aún completamente) a la neoposmodernidad. La misma política colombiana es un híbrido espantoso (lo de espantoso lo digo por su conducta y proceder): subsisten, y muy fuertes pese a los escándalos de corrupción que han protagonizado durante más de un siglo, el Partido Conservador y el Partido Liberal (del siglo XIX) junto con el MOIR (de inspiración trotskista, estancado en un discurso trasnochado, por no decir podrido), el Polo Democrático (una colcha de retazos de movimientos de izquierda, bastante desprestigiada por los “carruseles de contratación” y el peculado llevados a niveles nunca antes vistos en Bogotá) y posturas radicales de derecha como Cambio Radical (a varios de cuyos miembros se les ha demostrado nexos con los paramilitares) y el Partido de la U (sí, puede parecer ridículo un nombre así, pero más ridículo aún es que se llama así en homenaje a un ex presidente –no pasó eso ni con Mussolini ni con Stalin, que eran muy amigos del culto a sí mismos-, y lo más ridículo es que dicho ex presidente no se siente ni respaldado ni acatado por esa farsa de burócratas oportunistas), además de un montón de movimientos en los que, una y otra vez, se advierte el sincretismo y la deriva. Es decir, la política tradicional (es decir, la partidista y encaminada a apoderarse del Estado…muy alejada de la política verdadera, que es la participación del ciudadano en su polis) no viene siendo nada más que un sincretismo soso, que no es ni chicha ni limonada, y que al vaivén de la demagogia más patética no hace sino ponerse un disfraz distinto para cada ocasión. Además, las mafias (no solamente las del tráfico de estupefacientes, sino todas las que configuran la actual cultura mafiosa colombiana) comparten territorio (pero no de manera tolerante y neoposmoderna, sino en un clima de competencia hostil, cuya violencia afecta al resto de la ciudadanía) y los grupos terroristas, así como la delincuencia común, son otro obstáculo para la paz y la armonía entre los colombianos. Sus discursos, cargados de odio visceral y violencia (51), intentan legitimizar lo ilegitimizable (el irrespeto a la constitucionalidad y la juridicidad, el desdén por el valor de la vida y la dignidad humanas, la violación de los derechos humanos). La política colombiana en lo que va del siglo XXI es, evidentemente, un circo. Como buen oportunista, fiel a los consejos de su padre Misael (viejo zorro de la “politiquería” colombiana), Andrés Pastrana dejó que inmolaran a Alvaro Gómez, jefe ideológico de la oposición al narco-gobierno de Samper, para luego parapetarse como el “paladín de la justicia” que quería aparentar en la campaña de 1997-1998 (52). Y le funcionó. Pasando de agache en los turbulentos y peligrosos días del segundo semestre de 1995, en los que hubo disturbios y marchas en contra de Samper casi a diario, se fraguaron al menos dos planes de golpe de Estado (los que hemos podido conocer hasta ahora), y que culminaron con la orden del propio gobierno (no está muy claro si fue dada por Horacio Serpa, el escudero de Samper, o por el mismo Samper, o por ambos) de liquidar al anciano Gómez Hurtado (53,54). Con el magnicidio, Samper tuvo la excusa que necesitaba para decretar el estado de conmoción interior y, de manera desesperada, tomar las riendas de un país que se le estaba haciendo ingobernable. Y Pastrana, la oportunidad de llegar al poder en 1998, no por mérito propio, sino sobretodo por la animadversión que las masas cultivaron hacia Samper y el samperismo. Y porque un político mucho mejor preparado, el veterano Gómez, literalmente había sido “sacado del camino”. Andrés Pastrana también tuvo la ventaja de enfrentarse en las presidenciales de 1998 con el exministro del Interior de Samper, Horacio Serpa Uribe. Como ya he señalado, el país estaba hastiado de los abusos del narco-gobierno (55), y no quería saber nada de samperismo (del que Serpa sería, al menos ante la opinión pública, un continuista). De otro lado, Pastrana supo aprovechar sus dotes de comunicador (eso sí hay que decirlo: periodismo fue lo único que supo hacer bien en su vida) y desbarató al vetusto y basto Serpa en dos debates televisados. Pero, una vez en la presidencia, ¿qué hizo el delfín? Deseoso de protagonismo, y confiado en las promesas del Comandante de las FARC del momento, alias “Tirofijo”, se embarcó en un proceso de paz tan ingenuo como improcedente. El eslogan no pudo ser más inapropiado: “Cambio para construir la paz”. ¿Cuál cambio?, ¿Habrían acaso de cambiar las cosas, a nivel estructural y socioeconómico, cuando un aristócrata consentido por la vida remplaza a otro? Y con respecto a la paz, ¿acaso se logra negociando con un solo grupo de terroristas?... ¿Y si la violencia se vive en todos los niveles, a nivel de pareja, a nivel familiar, a son de qué esa pretensión tan infantil de creer que una mesa de diálogo con unos guerrilleros erradicaría la violencia de la sociedad entera? Además de todos los errores arriba enunciados, y de los errores logísticos (¿empieza uno cediendo territorio y fuerzas, de entrada, en una negociación con alguien que inclusive presume más fuerza que uno?, ¿es válida la ingenuidad de negociar cuando no hay un verdadero cese de hostilidades de la otra parte?, ¿es sensato poner todas las cartas sobre la mesa cuando el bando enemigo oculta las suyas, y se propone destruirlo a uno?), estaba un error implícito, filosófico: “construyendo la paz” tiene ya, en sí mismo, un enunciado constructivista. ¿Acaso el enfoque constructivista es el más adecuado para llegar a una mesa de diálogo con un grupo al margen de la ley, muy bien armado y con capacidad ofensiva casi igual a la de las propias Fuerzas Armadas del Estado? Y ya se conoce la historia. El gobierno de Pastrana terminó siendo tan malo como el de su archirrival (el bojote Samper), el proceso de paz (diseñado para fracasar) fue un fiasco y el país terminó en manos de la guerrilla de las FARC y de otros grupos al margen de la ley. Sin esa situación, jamás hubiera sido probable que un hombre carente de tacto, belicoso y relativamente joven y anónimo como Álvaro Uribe consiguiera llegar tan lejos. Pero así es la historia: de los errores del pasado surgen los errores del futuro. Se eligió Presidente de la República a Álvaro Uribe Vélez Es casi una burla que un hombre de convicciones fascistas, amante de la centralización del poder, ególatra y engreído dijera dizque su gobierno iba a maniobrar hacia un Estado Comunitario (56). La promesa, tan inverosímil como rayana en lo cómico, era tan parecida a las promesas de paz de Hitler hacia la Union Soviética en 1938. Pero la perorata funcionó. De los Estados Comunitarios Uribe no introdujo ni la universalización del acceso a la educación de calidad, ni la igualdad de oportunidades, ni la equidad económica, ni el apoyo a las iniciativas gremiales o comunitarias (57,58,59). Por el contrario, su mensaje resultó tan falso como su supuesto “corazón grande”, pavada que se encargó de difundir a los cuatro vientos en la campaña presidencial de 2002. No hubo, en efecto, ningún corazón grande, sino un corazón rencoroso, resentido, incapaz de amor o de perdón. El corazón de un autócrata convencido, militarista e intransigente fue lo que terminamos viendo. Tampoco hubo Estado Comunitario. En Colombia se acentuó aún más la brecha entre ricos y pobres, y el escaso poder que tenían las pequeñas comunidades se perdió, gracias a la fuerza centrípeta de un dictador con disfraz democrático y a los “buenos oficios” de sus burócratas (60). Lo que sí cumplió a cabalidad fue aquello de la “mano firme”. Y bien firme. Sólo un poquito menos que Pinochet. “Estado Comunitario, Desarrollo para Todos”. Segundo gobierno de Álvaro Uribe Vélez La vulnerabilidad del Estado frente a los grupos insurgentes (especialmente las FARC, un ejército adiestrado, económicamente poderoso dadas las entradas que recibía de organizaciones y gobiernos extranjeros, y del propio narcotráfico) y la debilidad de Pastrana permitieron el meteórico ascenso de Uribe (61). Ahora bien, ¿cómo entender, desde lo filosófico y psicológico, su relección? Hay que entender los fenómenos de histeria de masas. La gente, el pueblo tenía miedo. La inseguridad y la debilidad del Ejército (y de otras instituciones) frente a las guerrillas y otras organizaciones delictivas hizo que la imagen que Uribe se esforzaba en proyectar fuera acogida con cierto mesianismo. Más aún, cuando las FARC empezaron a tener reveses y se vieron forzadas a asumir un rol defensivo y de repliegue, el ídolo que el pueblo había hecho de Uribe, ídolo que en verdad no correspondía a Uribe sino a una imagen idealizada (“el Uribe popular”), se transformó en todo un objeto de culto. Y empezó a calar la (falsa) idea de que “el gobierno estaba a punto de derrotar finalmente a la guerrilla”, y que “sólo necesitaba un poco más de tiempo”. ¿Cuánto tiempo estaba dispuesta Colombia a darle a su megalomaniaco presidente para darle esa “estocada final” a la insurgencia? Le dio otros cuatro años, y de no ser por el impedimento legal que jamás pudieron superar sus asesores e íntimos (Luis Camilo Osorio, Carlos Holguín, Luis Carlos Restrepo, Andrés Felipe Arias, Martha Lucía Ramírez, Hernán Andrade, José Obdulio Gaviria, etcétera), hubieran sido al menos otros cuatro años más (algo similar a la dictadura con fachada democrática de Chávez en Venezuela). Recuerdo que mucha gente apoyó a Uribe en las elecciones del 2006. La tuvo incluso más fácil que en 2002, pues contó con toda la maquinaria estatal y todo el entramado de coacción, publicidad, desinformación, propaganda viciada y tráfico de influencias del que pudiera esperarse en una república bananera (pues a eso nos llevó su estilo autocrático). Muchos (en quienes penetró más la propaganda, el hechizo de los medios de comunicación, abocados todos a ensalzar al “gran líder”) incluso llegaron a preguntarse: “Si no es Uribe, ¿entonces quien?”. Y la aplastante victoria sobre sus oponentes (Antanas Mockus, un académico honrado pero confuso en sus apreciaciones y contradictorio en sus posturas; Horacio Serpa, la ex “mano derecha” del corrupto gobierno de Samper, completamente desprestigiado por eso mismo; Carlos Gaviria, un izquierdista gagá, anarquista y anticlerical en un país cuya mayoría era claramente confesional, amante de las jerarquías y convencido de la necesidad del modelo neo-fascista de Uribe) fue seguida de su segundo eslogan de gobierno: “Estado Comunitario, Desarrollo para Todos”. Era tal la envergadura de la mentira que a muchos les parecía improbable que tanta gente se comiera el cuento. Y se lo comieron. Ni siquiera había Estado Comunitario, sino un Estado militarizado, piramidal y estricto, con altas dosis de censura, represión y coerción de la ciudadanía. Un Estado-Cuartel, en el que hasta los universitarios empezaron a parecer Juventudes Hitlerianas. Pero el eslogan daba por sentado que se había tenido éxito con el plan anterior, y que efectivamente Colombia era un Estado Comunitario. ¿Desarrollo para todos?, ¿En un gobierno en el que los grandes terratenientes y latifundistas industriales eran las “niñas de los ojos” que había que “mimar”? De ningún modo. Uribe continuó favoreciendo a los grandes y poderosos, quienes a su vez redoblaron su apoyo. Se formó un contubernio tan inmoral como nefasto. Y el pueblo (ingenuo, ignorante, manipulado, idiotizado por el “ídolo” que había formado) salió perjudicado. No hubo desarrollo para todos. Hubo riqueza para unos pocos. Con lo de la “seguridad democrática” tampoco cumplió. Sí hubo seguridad, pero una seguridad cretina, con uso excesivo de la fuerza y atropellos (cuando no franca brutalidad) de parte de las fuerzas policiales y militares del Estado. No está 100% seguro un ciudadano que pueda ser apaleado o detenido, porque sí, por las propias instituciones estatales. Y de “democrática”, sólo el nombre. Como en las peores dictaduras, el gobierno de Uribe espió a sus opositores, silenció a algunos, amenazó a muchos otros. El ex ministro de Defensa de Uribe, Juan Manuel Santos, más bien torpe y lento, poco inteligente (pero eso sí, muy astuto, como buen psicópata), perteneciente (como Samper y Pastrana, y muchos otros presidentes de este desgraciado país, que ha sido gobernado siempre por un puñado de familias explotadoras y utilitaristas) a la high class y miembro de la familia con mayor poder mediático en Colombia, llegó al poder en el 2010 después que las altas Cortes (y, en general, la Rama Judicial, que siempre riñó con Uribe, en especial durante su segundo mandato) declararan que era inconstitucional una segunda relección del Mussolini criollo. Su llegada al poder significó para los uribistas (en el 2010, casi dos de cada tres colombianos) el “mal menor” ante la imposibilidad de tener a Uribe. Es decir, a falta de Mesías, el pueblo (manipulado, ignorante, ingenuo) votó por el supuesto Apóstol. Como dice el viejo refrán: “A falta de pan, buenas son tortas”. Y así, el Partido de la U (a tal punto había llegado el culto a la personalidad de Uribe que tenía su propio partido, con “U” de “Uribe”), buena parte del Partido Conservador (cuya candidata oficial, la camaleónica, tibia y oportunista Noemí Sanín, no convencía a casi nadie) y muchos de Cambio Radical, sin contar uno que otro Liberal-Fascista (de esos que aparentan tan bien que hasta pasan por manzanillos), apoyaron a Santos. ¿Quiénes eran los otros candidatos? El débil (ya para ese entonces, inclusive diagnosticable como débil mental) Antanas Mockus (62); la aún más pusilánime y oportunista Noemí Sanín (de quien había sido Mockus compañero de fórmula en las presidenciales de 1998), el beligerante y mentiroso Germán Vargas, el ex guerrillero Gustavo Petro, y otros aún con menos posibilidades. Santos, el niño mimado del uribismo, la tuvo fácil desde el principio. Sólo que su enorme incapacidad, su escasa inteligencia y su soberbia le jugaron en contra, y Mockus consiguió llevarlo a una segunda vuelta. Pero en esa instancia, el tráfico de influencias, la desinformación (incluso con competencia desleal y franca calumnia) y la compra de votos hicieron lo suyo. Santos barrió al inseguro e improvisado ex alcalde de Bogotá, que a esas alturas ya dejaba ver su enfermedad de Parkinson. Haciendo gala de su oportunismo, y aprovechando los miedos del colombiano promedio (“la guerrilla va a contraatacar”, “todo lo que hizo Uribe se acabó”, “el país se va a echar para atrás”), acuñó la célebre frase “Retroceder no es una opción”. Es decir, de manera atrevida, y de un plumazo, tildó a sus rivales de “aliados del retroceso”. Lo cual equivalía, sutilmente, a “aliados de los tiempos A.U.” (Antes de Uribe, el “Mesías”). Es decir, casi subliminalmente, “con los demás candidatos, volverá a ser poderosa la guerrilla”. Muy buen ardid publicitario. Obvio, terminó ganando. No podía prometer desarrollo para todos, porque ya eso lo había hecho Uribe, y no podía ser tan falto de originalidad hasta para eso. Entonces escogió una frase ligeramente distinta, aunque repitió el concepto (ya bastante trillado a esas alturas, pero suficiente como para convencer a la mayoría) de “Prosperidad para Todos”. Si se analiza su eslogan desde lo semiológico, hay bastante de qué preocuparnos: Santos ni siquiera prometió desarrollo, solamente prosperidad. Es decir, no apuntó hacia un incremento en el capital global, ni en el recurso humano del país (63), sino a un mero incremento económico, monetario. Por supuesto, con un toque populista: el “para todos” volvió a sonar. Y creer que un oligarca narcisístico y desconsiderado del dolor ajeno va, de repente, a cambiar lo que ha sido toda su vida y va a dar “prosperidad a todos”, es tan ingenuo como peligroso. Y ahí vamos, como nación, dando tumbos, tal como pronosticó Bolívar cercano a su muerte. A partir de los datos anteriores, que nos muestran cómo ha sido el vaivén político, económico, filosófico y cultural en la Colombia del siglo XXI (que, como ya se ha visto, no es precisamente una Colombia neoposmoderna, sino una Colombia híbrida), se deduce que es una democracia falsa en tanto que la oligarquía manipula a piacere al pueblo llano, obviamente haciéndole creer que sale beneficiado (el juego de la demagogia, hipócrita e infalible, cuando se trata de un pueblo ignorante e ingenuo). Obviamente hay algo del discurso neoposmoderno (sobretodo lo referido a la igualdad de géneros y al respeto a la diversidad sexual) y puedo afirmar que, al menos a nivel teórico, el ideario de la neoposmodernidad ha calado entre las clases medianamente y altamente educadas. Pero, curiosamente (y tal vez por el estatus híbrido de la nación), he observado cómo se llenan la boca muchos compatriotas que se juran de avanzada y son lo más caduco de la retaguardia. Es hasta cómico presenciarlos hablando de la humanización de las ciudades, de las iniciativas pluralistas, de la tolerancia interreligiosa, y percibir que están seguros de que están logrando hacer realidad ese ideario neoposmoderno, cuando en verdad lo boicotean sin saberlo. Sí, lo boicotean, pues en vez de apuntarle a la participación ciudadana plena se escudan aún en el partidismo y el fanatismo político (muchos ni siquiera disimulan su bolchevismo); en vez de apuntarle a la universalización del conocimiento y al intercambio cultural se aferran a un pasado anacrónico y patético (en el que el odio hacia lo estadounidense convive de manera ridícula con el amor hacia el movimiento hippie importado de los mismos Estados Unidos, en el que el indigenismo convive con la pérdida cultural nacional y el desarraigo) y se lanzan, de manera ciega e imbécil, a abrazar una ideología que se desmoronó en otras latitudes demostrando no sólo lo dañina y sangrienta que era a nivel político, sino lo inútil e imposible a nivel económico. Así, idiotizados y adoctrinados, enarbolan banderas rojas y veneran a déspotas como Lenin o Stalin, ignorando tal vez que de esos mismos tiranos abundan en Europa las estatuas abandonadas, corroídas por el óxido y llenas de moho, y los recuerdos más tristes (recuerdos de desapariciones, de trabajos forzados, de ultrajes, de expropiaciones violentas, de desplazamiento forzado, de espionaje y contraespionaje, de pésima calidad de vida, de restricciones y prohibiciones, de salarios injustos, de censura y muerte). Y atentan contra la democracia estos fanáticos (como todos los fanáticos: el fanático de izquierdas es tan nocivo como el fanático de derechas), golpeándola justamente en su esencia. No les gusta la democracia, pues creen en la dictadura (“del proletariado”, afirman ellos…me da risa saber que el “proletario” Brezhnev tenía una colección de autos de lujo, o que el “proletario” Castro viva como millonario en su desgraciada isla). No les gusta la democracia, pues creen que tienen el monopolio de la verdad y rehúyen el debate académico y la argumentación; simplemente cierran los ojos, agreden al que creen adversario (que es para ellos todo aquel que no esté lo suficientemente adoctrinado: si es moderado dicen que es “revisionista”, si es crítico dicen que es “burgués”, y punto, se cruzan de brazos y prosiguen en su monólogo mamerto) y llenan de epítetos ofensivos a todo lo que para ellos no vale (Dios, la religión, los estudios teológicos, la filosofía que no coincida con el materialismo histórico, la familia, la propiedad privada). Pero no crean que son mejores los otros, los fascistas y paramilitares (que, por desgracia para Colombia, también abundan). Son igual de obtusos, violentos y ciegos. Sus corazones también destilan odio y resentimiento. También derraman sangre en el suelo patrio. Estos hablan menos, pues no tienen tanto adoctrinamiento. Simplemente actúan, y actúan a lo bruto: no en vano hicieron tristemente célebre al país por el vandálico uso que le dieron a la motosierra. Estoy seguro que el maligno Hitler se hubiera deleitado con ellos. Es probable que hasta hubieran opacado a los asesinos de las SS y la Gestapo. Creo entonces que Colombia debe acelerar su proceso de neoposmodernización para salir de una vez y para siempre de sus dualidades, de sus antagonismos, de esos eternos enfrentamientos (izquierda-derecha, proletario-burgués, ateo-creyente, materialista-idealista) que no hacen sino polarizar a la nación. Se necesita democracia. Hay que gritarlo, a todo pulmón: ¡Lo que Colombia necesita es más Democracia! *Médico Psiquiatra, Historiador, MSc en Neuropsiquiatría y Neuropsicología, Estudiante de Filosofía. REFERENCIAS (1) Campos, D.A. Breve Historia de Occidente, en Pensamiento y Literatura, Bogota, 2013 (2) Benedicto XVI, Caritas in veritate, 2009 (3) Jaspers, K. 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