martes, 31 de diciembre de 2013

Romance del Nacimiento, por San Juan de la Cruz

Ya que era llegado el tiempo en que de nacer había, así como desposado de su tálamo salía, abrazado con su esposa, que en sus brazos la traía, al cual la graciosa Madre en su pesebre ponía, entre unos animales que a la sazón allí había, los hombres decían cantares, los ángeles melodía, festejando el desposorio que entre tales dos había, pero Dios en el pesebre allí lloraba y gemía, que eran joyas que la esposa al desposorio traía, y la Madre estaba en pasmo de que tal trueque veía: el llanto del hombre en Dios, y en el hombre la alegría, lo cual del uno y del otro tan ajeno ser solía. San Juan De la Cruz (España, 1542-1591)

Noche Pura, por Juan Ramón Jiménez

Las almenadas azoteas blancas se cortan secamente sobre el alegre cielo azul, gélido y estrellado. El norte silencioso acaricia, vivo, con su pura agudeza. Todos creen que tienen frío, y se esconden en las casas y las cierran. Nosotros, Platero, vamos a ir despacio, tú con tu lana y con mi manta, yo con mi alma, por el limpio pueblo solitario. ¡Qué fuerza de adentro me eleva, cual si fuese yo una torre de piedra tosca con remate de plata libre! ¡Mira cuánta estrella! De tantas como son, marean. Se diría el cielo un mundo de niños, que le está rezando a la tierra un encendido rosario de amor ideal. ¡Platero, Platero! ¡Diera yo toda mi vida y anhelara que tú quisieras dar la tuya por la pureza de esta alta noche de enero, sola, clara y dura! Juan Ramón Jiménez (Español, 1881- 1958)

Los tres reyes magos, por Rubén Darío

––Yo soy Gaspar. Aquí traigo el incienso. Vengo a decir: La vida es pura y bella. Existe Dios. El amor es inmenso. ¡Todo lo sé por la divina Estrella! ––Yo soy Melchor. Mi mirra aroma todo. Existe Dios. El es la luz del día. ¡La blanca flor tiene sus pies en lodo y en el placer hay la melancolía! ––Soy Baltasar. Traigo el oro. Aseguro que existe Dios. El es el grande y fuerte. Todo lo sé por el lucero puro que brilla en la diadema de la Muerte. ––Gaspar, Melchor y Baltasar, callaos. Triunfa el amor, ya su fiesta os convida. ¡Cristo resurge, hace la luz del caos y tiene la corona de la Vida! Rubén Darío (Nicaragua, 1867-1916)

MIDNIGHT DREAMS, por José Asunción Silva

Anoche, estando solo y ya medio dormido, mis sueños de otras épocas se me han aparecido. Los sueños de esperanzas, de glorias, de alegrías y de felicidades que nunca han sido mías, se fueron acercando en lentas procesiones y de la alcoba oscura poblaron los rincones hubo un silencio grave en todo el aposento y en el reloj la péndola detúvose al momento. La fragancia indecisa de un olor olvidado, llegó como un fantasma y me habló del pasado. Vi caras que la tumba desde hace tiempo esconde, y oí voces oídas ya no recuerdo dónde. Los sueños se acercaron y me vieron dormido, se fueron alejando, sin hacerme ruido y sin pisar los hilos sedosos de la alfombra y fueron deshaciéndose y hundiéndose en la sombra. José Asunción Silva (Colombia, 1865-1896)

¿Sabios?

¿SABIOS? (Tomado de: Conversaciones con Tommy, inédito) Ahí están, grises grisáceas agrisadas “eminencias” De torpe caminar, de torpe opinar, De muy limitado pensar. Ahí están, Tommy, haciéndose los doctos. Ufanándose de lo que carecen. Mirando despectivamente: a sus estudiantes, a sus propios colegas, al mundo. Pensando “Nadie sabe tanto como yo”, “Nadie tiene o tendrá jamás mi erudición”, “Nadie puede o podrá igualarme”. De mirada torva y putrefacto orgullo, Prepotente actitud y conducta, Dogmatismo oscurantismo fanatismo inquisidor. ¿Qué diría Platón al conocerlos? ¿Sabios? No son sabios, Tommy. No lo son. David Alberto Campos Vargas (Colombia, 1982)

sábado, 28 de diciembre de 2013

Una broma literaria de Rubén Darío: cuento AMAR HASTA FRACASAR (para la letra A)

Trazada para la A La Habana aclamaba a Ana, la dama más agarbada, más afamada. Amaba a Ana Blas, galán asaz cabal, tal amaba Chactas a Atala. Ya pasaban largas albas para Ana, para Blas; mas nada alcanzaban. Casar trataban; mas hallaban avaras a las hadas, para dar grata andanza a tal plan. La plaza, llamada Armas, daba casa a la dama; Blas la hablaba cada mañana; mas la mamá, llamada Marta Albar, nada alcanzaba. La tal mamá trataba jamás casar a Ana hasta hallar gran galán, casa alta, ancha arca para apañar larga plata, para agarrar adahalas1. ¡Bravas agallas! ¿Mas bastaba tal cábala?. Nada ¡ca! ¡nada basta a tajar la llamada aflamada! Ana alzaba la cama al aclarar; Blas la hallaba ya parada a la bajada. Las gradas callaban las alharacas adaptadas a almas tan abrasadas. Allá, halagadas faz a faz, pactaban hasta la parca amar Blas a Ana, Ana a Blas. ¡Ah ráfagas claras bajadas a las almas arrastradas a amar!. Gratas pasan para apalambrarlas2 más, para clavar la azagaya3 al alma. ¡Ya nada habrá capaz a arrancarla!. Pasaban las añadas4. Acabada la marcada para dar Blas a Ana las sagradas arras, trataban hablar a Marta para afrancar5 a Ana, hablar al abad, abastar saya, manta, sábanas, cama, alhajar casa ¡ca! ¡nada faltaba para andar al altar! Mas la mañana marcada, trata Marta ¡mala andanza! pasar a Santa Clara al alba, para clamar a la santa adaptada al galán para Ana. Agarrada bajaba ya las gradas; mas ¡caramba! halla a Ana abrazada a Blas, cara a cara. ¡Ah! la a nada basta para trazar la zambra armada. Marta araña a Ana, tal arañan las gatas a las ratas; Blas la ampara; para parar las brazadas a Marta, agárrala la saya. Marta lanza las palabras más malas a más alta garganta. Al azar pasan atalayas, alarmadas a tal algazara, atalantadas a las palabras: -¡Acá! ¡Acá! ¡Atrapad al canalla mata-damas! ¡Amarrad al rapaz! Van a la casa: Blas arranca tablas a las gradas para lanzar a la armada; mas nada hará para tantas armas blancas. Clama, apalabra, aclara ¡vanas palabras! Nada alcanza. Amarran a Blas. Marta manda a Ana para Santa Clara; Blas va a la cabaña. ¡Ah! ¡Mañana fatal! ¡Bárbara Marta! Avara bajasa6 al atrancar a Ana tras las barbacanas sagradas (algar7 fatal para damas blandas). ¿Trataba alcanzar paz a Ana? ¡Ca! ¡Asparla8, alafagarla, matarla! Tal trataba la malvada Marta. Ana, cada alba, amaba más a Blas; cada alba más aflatada, aflacaba más. Blas, a la banda allá la mar, tras Casa Blanca, asayaba9 a la par gran mal; a la par balaba10 allanar las barras para atacar la alfana11, sacar la amada, hablarla, abrazarla... Ha ya largas mañanas trama Blas la alcaldada: para tal, habla. Al rayar la alba al atalaya, da plata, saltan las barras, avanza a la playa. La lancha, ya aparada12 pasa al galán a La Habana. ¡Ya la has amanada13 gran Blas; ya vas a agarrar la aldaba para llamar a Ana! ¡Ah! ¡Avanza, galán, avanza! Clama alas al alcatraz, patas al alazán ¡avanza, galán, avanza! Mas para nada alcanzará la llamada: atafagarán14 más la tapada, taparanla más. Aplaza la hazaña. Blas la aplaza; para apartar malandanza, trata hablar a Ana para Ana nada más. Para tal alcanzar, canta a garganta baja: La barca lanzada allá al ancha mar arrastra a La Habana canalla rapaz. Al tal, mata-damas llamaban asaz, mas jamás las mata, las ha para amar. Fallas las amarras hará tal galán, ca, brava alabarda llaman a la mar. Las alas, la aljaba, la azagaya...¡Bah! nada, nada basta a tal batallar. Ah, marcha, alma Atala a dar grata paz, a dar grata andanza a Chactas acá. Acabada la cantata Blas anda para acá, para allá, para nada alarmar al adra15. Ana agradada a las palabras cantadas salta la cama. La dama la da al galán. Afanada llama a ña Blas, aya16 parda. Ña Blasa, zampada a la larga, nada alcanza la tal llamada; para alzarla, Ana la jala las pasas. La aya habla, Ana la acalla; habla más; la da alhajas para ablandarla. Blasa las agarra. Blanda ya, para acabar, la parda da franca bajada a Ana para la sala magna. Ya allá, Ana zafa aldaba tras aldaba hasta dar a la plaza. Allá anda Blas. ¡Para, para, Blas! Atrás va Ana. ¡Ya llama! ¡Avanza, galán avanza! Clama alas al alcatraz, patas al alazán. ¡Avanza, galán, avanza! -¡Amada Ana!.. -¡Blas!... -¡Ya jamás apartarán a Blas para Ana! -¡Ah! ¡Jamás! -¡Alma amada! -¡Abraza a Ana hasta matarla! -¡¡Abraza a Blas hasta lanzar la alma!!... A la mañana tras la pasada, alzaba ancla para Málaga la fragata Atlas. La cámara daba lar para Blas, para Ana... Faltaba ya nada para anclar; mas la mar brava, brava, lanza a la playa la fragata: la vara. La mar trabaja las bandas: mas brava, arranca tablas al tajamar; nada basta a salvar la fragata. ¡Ah tantas almas lanzadas al mar, ya agarradas a tablas claman, ya nadan para ganar la playa! Blas nada para acá, para allá, para hallar a Ana, para salvarla. ¡Ah tantas brazadas, tan gran afán para nada, hállala, mas la halla ya matada! ¡¡¡Matada!!!... Al palpar tan gran mal nada bala ya, nada trata alcanzar. Abraza a la ama: -¡Amar hasta fracasar! -clama... Ambas almas abrazadas bajan a la nada17. La mar traga a Ana, traga a Blas, traga más...¡Ca! ya Ana hablaba a Blas para pañal, para fajas, para zarandajas. ¡Mamá, ya, acababa Ana. Papá, ya, acababa Blas!... Nada habla La Habana para sacar a la plaza a Marta, tras las pasadas; mas la palma canta hartas hazañas para cardarla la lana. Rubén Darío (Nicaragua, 1867-1916) 1. Adahalas, lo mismo que adehalas. 2. Apalambrar, incendiar. 3. Azagaya, dardo. 4. Añadas, el tiempo de un año. 5. Afrancar, dar libertad, licencia. 6. Bajasa, mujer mala (El Diccionario de la Academia no la trae). 7. Algar, caverna o cueva. 8. Aspar, atormentar. 9. Asayar, experimentar. 10. Balar, desear ardientemente. 11. Alfana, iglesia. Voz de la germanía. 12. Aparar, preparar. 13. Amanar, poner a la mano. Ya la tienes a mano 14. Atafagar, fatigar, sofocar. 15. Adra, porción de un barrio, barriada. 16. Aya, se dice vulgarmente de las criadas de razón. 17. Almas por cuerpos, Dios me libre de la impiedad.

lunes, 23 de diciembre de 2013

Discurso del Papa Francisco a la Curia Romana - Navidad 2013

Señores cardenales, queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, queridos hermanos y hermanas: Doy las gracias de corazón al cardenal decano por sus palabras. ¡Gracias! El Señor nos ha concedido recorrer, una vez más, el camino del Adviento, y rápidamente hemos llegado a los últimos días que preceden a la Navidad: días preñados de un ambiente espiritual único, hecho de sentimientos, de recuerdos, de signos litúrgicos y no litúrgicos, como el nacimiento… En este ambiente se sitúa también el tradicional encuentro con vosotros, superiores y oficiales de la Curia Romana, que colaboráis a diario en el servicio a la Iglesia. A todos os saludo cordialmente. ¡Y permitidme saludar de especial manera a monseñor Pietro Parolin, que ha iniciado hace poco su servicio de Secretario de Estado y necesita nuestras oraciones! Mientras nuestros corazones se ven completamente penetrados de gratitud hacia Dios, que tanto nos amó, hasta el punto de entregar por nosotros a su Hijo Unigénito, es bonito dar lugar también a la gratitud entre nosotros. Y yo siento la necesidad, en esta mi primera Navidad como Obispo de Roma, de decir un gran «gracias» a vosotros: tanto a todos, como comunidad de trabajo, como a cada uno personalmente. Os doy las gracias por vuestro servicio de cada día: por la atención, la diligencia, la creatividad; por el compromiso –no siempre cómodo– de colaborar en el desempeño del cargo, de escucharse, de confrontarse, de valorizar las diferentes personalidades y cualidades, en el respeto recíproco. De especial manera, deseo expresar mi gratitud a quienes durante este período terminan su servicio y se jubilan. Bien sabemos que como sacerdote y como obispo uno nunca se jubila, pero sí del cargo, y esto es justo, también para poder dedicarse un poco más a la oración y a la cura de almas, ¡empezando por la propia! Por lo tanto, un gran «gracias» especial, de corazón, a vosotros, queridos hermanos que dejáis la Curia, especialmente a quienes habéis trabajado aquí durante tantos años y con tanta dedicación, en el escondimiento. Esto es realmente digno de admiración. Yo admiro mucho a los monseñores que siguen el modelo de los antiguos curiales, personas ejemplares… ¡Pero hoy también los tenemos! Personas que trabajan con competencia, con precisión, con abnegación, cumpliendo con esmero su deber diario. Quisiera nombrar aquí a algunos de estos hermanos nuestros, para expresarles mi admiración y mi agradecimiento, pero es sabido que, en una lista, los primeros a los que se nota son los que faltan, y, si lo hago, corro el peligro de olvidarme de alguno y de cometer, así, una injusticia y una falta de caridad. Pero a estos hermanos quiero decirles que constituyen un testimonio muy importante en el camino de la Iglesia. Y son un modelo, y de ese modelo y de ese testimonio extraigo las características del oficial de Curia –y, con mayor motivo, del superior– que quisiera subrayar: la profesionalidad y el servicio. La profesionalidad, que significa competencia, estudio, puesta al día… Este es un requisito fundamental para trabajar en la Curia. Naturalmente, la profesionalidad se forma, y en parte también se adquiere; pero creo que, precisamente para que se forme y para que se adquiera, se necesita una buena base desde el principio. Una Curia para servir, no aduana burocrática, inspectora e inquisidora Y la segunda característica es el servicio: servicio al Papa y a los obispos, a la Iglesia universal y a las Iglesias particulares. En la Curia Romana se aprende, se «respira» de manera especial esta doble dimensión de la Iglesia, esta compenetración entre universal y particular; y creo que una de las experiencias más hermosas de quien vive y trabaja en Roma es «sentir» la Iglesia de esta manera. Cuando no hay profesionalidad, uno se desliza lentamente hacia la zona de la mediocridad. Los expedientes se convierten en informes «de cliché» y en comunicaciones sin fermento de vida, incapaces de generar horizontes de grandeza. Por otro lado, cuando la actitud no es de servicio a las Iglesias particulares y a sus obispos, entonces la estructura de la Curia crece como una pesada aduana burocrática, inspectora e inquisidora, que no permite la acción del Espíritu Santo y el crecimiento del Pueblo de Dios. A estas dos cualidades, profesionalidad y servicio, quisiera añadir una tercera, que es la santidad de la vida. Bien sabemos que esta es la más importante, en la jerarquía de valores. Efectivamente, también está en la base de la calidad del trabajo, del servicio. Y quisiera decir aquí que en la Curia Romana ha habido y sigue habiendo santos. Lo he dicho públicamente en más de una ocasión, para dar gracias al Señor. Santidad significa vida inmersa en el Espíritu, apertura del corazón a Dios, oración constante, humildad profunda, caridad fraterna en las relaciones con los propios colegas. Significa también apostolado, servicio pastoral discreto, fiel, desempeñado con celo, en contacto directo con el Pueblo de Dios. Esto resulta indispensable para un sacerdote. Objeción de conciencia al chismorreo Santidad, en la Curia, significa también objeción de conciencia. Sí: objeción de conciencia a los chismorreos. Justamente nosotros insistimos mucho en el valor de la objeción de conciencia, pero tal vez debamos ejercerla también para defendernos de una ley no escrita de nuestros ambientes, que es, por desgracia, la de los chismorreos. Entonces, hagamos todos objeción de conciencia; ¡y tened en cuenta que no quiero hacer solo un discurso moral! Y es que los chismorreos perjudican la calidad de las personas, perjudican la calidad del trabajo y del ambiente. Queridos hermanos: Sintámonos todos unidos en este último tramo de camino hacia Belén. Nos puede venir bien meditar sobre el papel de San José, tan silencioso y tan necesario al lado de la Virgen. Pensemos en él, en su desvelo por su Esposa y por el Niño. ¡Esto nos dice tanto sobre nuestro servicio a la Iglesia! Vivamos, pues, esta Navidad espiritualmente cercanos a San José. ¡Todo esto nos vendrá bien a todos! Os agradezco mucho vuestra labor, y sobre todo vuestras oraciones. Me siento realmente «llevado» por las oraciones, y os pido que sigáis apoyándome así. Yo también os recuerdo al Señor y os bendigo, deseando una Navidad de luz y de paz a cada uno de vosotros y a vuestros seres queridos. ¡Feliz Navidad! Jorge Mario Bergoglio (Papa Francisco I) (Argentina, 1936)

CUENTO SIN MORALEJA, por Julio Cortázar

Un hombre vendía gritos y palabras, y le iba bien, aunque encontraba mucha gente que discutía los precios y solicitaba descuentos. El hombre accedía casi siempre, y así pudo vender muchos gritos de vendedores callejeros, algunos suspiros que le compraban señoras rentistas, y palabras para consignas, eslóganes, membretes y falsas ocurrencias. Por fin el hombre supo que había llegado la hora y pidió audiencia al tiranuelo del país, que se parecía a todos sus colegas y lo recibió rodeado de generales, secretarios y tazas de café. -Vengo a venderle sus últimas palabras -dijo el hombre-. Son muy importantes porque a usted nunca le van a salir bien en el momento, y en cambio le conviene decirlas en el duro trance para configurar fácilmente un destino histórico retrospectivo. -Traducí lo que dice- mando el tiranuelo a su interprete. -Habla en argentino, Excelencia. -¿En argentino? ¿Y por qué no entiendo nada? -Usted ha entendido muy bien -dijo el hombre-. Repito que vengo a venderle sus últimas palabras. El tiranuelo se puso en pie como es de práctica en estas circunstancias, y reprimiendo un temblor, mandó que arrestaran al hombre y lo metieran en los calabozos especiales que siempre existen en esos ambientes gubernativos. -Es lástima- dijo el hombre mientras se lo llevaban-. En realidad usted querrá decir sus últimas palabras cuando llegue el momento, y necesitará decirlas para configurar fácilmente un destino histórico retrospectivo. Lo que yo iba a venderle es lo que usted querrá decir, de modo que no hay engaño. Pero como no acepta el negocio, como no va a aprender por adelantado esas palabras, cuando llegue el momento en que quieran brotas por primera vez y naturalmente, usted no podrá decirlas. -¿Por qué no podré decirlas, si son las que he de querer decir? -pregunto el tiranuelo ya frente a otra taza de café. -Porque el miedo no lo dejará -dijo tristemente el hombre-. Como estará con una soga al cuello, en camisa y temblando de frío, los dientes se le entrechocaran y no podrá articular palabra. El verdugo y los asistentes, entre los cuales habrá alguno de estos señores, esperarán por decoro un par de minutos, pero cuando de su boca brote solamente un gemido entrecortado por hipos y súplicas de perdón (porque eso si lo articulará sin esfuerzo) se impacientarán y lo ahorcarán. Muy indignados, los asistentes y en especial los generales, rodearon al tiranuelo para pedirle que hiciera fusilar inmediatamente al hombre. Pero el tiranuelo, que estaba-pálido-como-la-muerte, los echó a empellones y se encerró con el hombre, para comprar sus últimas palabras. Entretanto, los generales y secretarios, humilladísimos por el trato recibido, prepararon un levantamiento y a la mañana siguiente prendieron al tiranuelo mientras comía uvas en su glorieta preferida. Para que no pudiera decir sus últimas palabras lo mataron en el acto pegándole un tiro. Después se pusieron a buscar al hombre, que había desaparecido de la casa de gobierno, y no tardaron en encontrarlo, pues se paseaba por el mercado vendiendo pregones a los saltimbanquis. Metiéndolo en un coche celular, lo llevaron a la fortaleza, y lo torturaron para que revelase cuales hubieran podido ser las últimas palabras del tiranuelo. Como no pudieron arrancarle la confesión, lo mataron a puntapiés. Los vendedores callejeros que le habían comprado gritos siguieron gritándolos en las esquinas, y uno de esos gritos sirvió más adelante como santo y seña de la contrarrevolución que acabó con los generales y los secretarios. Algunos, antes de morir, pensaron confusamente que todo aquello había sido una torpe cadena de confusiones y que las palabras y los gritos eran cosa que en rigor pueden venderse pero no comprarse, aunque parezca absurdo. Y se fueron pudriendo todos, el tiranuelo, el hombre y los generales y secretarios, pero los gritos resonaban de cuando en cuando en las esquinas. Julio Cortázar (Argentina, 1914-1984)

Elogio de Nelson Mandela, por Mario Vargas Llosa

Nelson Mandela, el político más admirable de estos tiempos revueltos, agoniza en un hospital de Pretoria y es probable que cuando se publique este artículo ya haya fallecido, pocas semanas antes de cumplir 95 años y reverenciado en el mundo entero. Por una vez podremos estar seguros de que todos los elogios que lluevan sobre su tumba serán justos, pues el estadista sudafricano transformó la historia de su país de una manera que nadie creía concebible y demostró, con su inteligencia, destreza, honestidad y valentía, que en el campo de la política a veces los milagros son posibles. Todo aquello se gestó, antes que en la historia, en la soledad de una conciencia, en la desolada prisión de Robben Island, donde Mandela llegó en 1964, a cumplir una pena de trabajos forzados a perpetuidad. Las condiciones en que el régimen del apartheid tenía a sus prisioneros políticos en aquella isla rodeada de remolinos y tiburones, frente a Ciudad del Cabo, eran atroces. Una celda tan minúscula que parecía un nicho o el cubil de una fiera, una estera de paja, un potaje de maíz tres veces al día, mudez obligatoria, media hora de visitas cada seis meses y el derecho de recibir y escribir sólo dos cartas por año, en las que no debía mencionarse nunca la política ni la actualidad. En ese aislamiento, ascetismo y soledad transcurrieron los primeros nueve años de los veintisiete que pasó Mandela en Robben Island. En vez de suicidarse o enloquecerse, como muchos compañeros de prisión, en esos nueve años Mandela meditó, revisó sus propias ideas e ideales, hizo una autocrítica radical de sus convicciones y alcanzó aquella serenidad y sabiduría que a partir de entonces guiarían todas sus iniciativas políticas. Aunque nunca había compartido las tesis de los resistentes que proponían una “África para los africanos” y querían echar al mar a todos los blancos de la Unión Sudafricana, en su partido, el African National Congress, Mandela, al igual que Sisulu y Tambo, los dirigentes más moderados, estaba convencido de que el régimen racista y totalitario sólo sería derrotado mediante acciones armadas, sabotajes y otras formas de violencia, y para ello formó un grupo de comandos activistas llamado Umkhonto we Sizwe, que enviaba a adiestrarse a jóvenes militantes a Cuba, China Popular, Corea del Norte y Alemania Oriental. Debió de tomarle mucho tiempo —meses, años— convencerse de que toda esa concepción de la lucha contra la opresión y el racismo en África del Sur era errónea e ineficaz y que había que renunciar a la violencia y optar por métodos pacíficos, es decir, buscar una negociación con los dirigentes de la minoría blanca —un 12% del país que explotaba y discriminaba de manera inicua al 88% restante—, a la que había que persuadir de que permaneciera en el país porque la convivencia entre las dos comunidades era posible y necesaria, cuando Sudáfrica fuera una democracia gobernada por la mayoría negra. En aquella época, fines de los años sesenta y comienzos de los setenta, pensar semejante cosa era un juego mental desprovisto de toda realidad. La brutalidad irracional con que se reprimía a la mayoría negra y los esporádicos actos de terror con que los resistentes respondían a la violencia del Estado, habían creado un clima de rencor y odio que presagiaba para el país, tarde o temprano, un desenlace cataclísmico. La libertad sólo podría significar la desaparición o el exilio para la minoría blanca, en especial los afrikáners, los verdaderos dueños del poder. Maravilla pensar que Mandela, perfectamente consciente de las vertiginosas dificultades que encontraría en el camino que se había trazado, lo emprendiera, y, más todavía, que perseverara en él sin sucumbir a la desmoralización un solo momento, y veinte años más tarde, consiguiera aquel sueño imposible: una transición pacífica del apartheid a la libertad, y que el grueso de la comunidad blanca permaneciera en un país junto a los millones de negros y mulatos sudafricanos que, persuadidos por su ejemplo y sus razones, habían olvidado los agravios y crímenes del pasado y perdonado. Habría que ir a la Biblia, a aquellas historias ejemplares del catecismo que nos contaban de niños, para tratar de entender el poder de convicción, la paciencia, la voluntad de acero y el heroísmo de que debió hacer gala Nelson Mandela todos aquellos años para ir convenciendo, primero a sus propios compañeros de Robben Island, luego a sus correligionarios del Congreso Nacional Africano y, por último, a los propios gobernantes y a la minoría blanca, de que no era imposible que la razón reemplazara al miedo y al prejuicio, que una transición sin violencia era algo realizable y que ella sentaría las bases de una convivencia humana que reemplazaría al sistema cruel y discriminatorio que por siglos había padecido Sudáfrica. Yo creo que Nelson Mandela es todavía más digno de reconocimiento por este trabajo lentísimo, hercúleo, interminable, que fue contagiando poco a poco sus ideas y convicciones al conjunto de sus compatriotas, que por los extraordinarios servicios que prestaría después, desde el Gobierno, a sus conciudadanos y a la cultura democrática. Hay que recordar que quien se echó sobre los hombros esta soberbia empresa era un prisionero político, que, hasta el año 1973, en que se atenuaron las condiciones de carcelería en Robben Island, vivía poco menos que confinado en una minúscula celda y con apenas unos pocos minutos al día para cambiar palabras con los otros presos, casi privado de toda comunicación con el mundo exterior. Y, sin embargo, su tenacidad y su paciencia hicieron posible lo imposible. Mientras, desde la prisión ya menos inflexible de los años setenta, estudiaba y se recibía de abogado, sus ideas fueron rompiendo poco a poco las muy legítimas prevenciones que existían entre los negros y mulatos sudafricanos y siendo aceptadas sus tesis de que la lucha pacífica en pos de una negociación sería más eficaz y más pronta para alcanzar la liberación. Pero fue todavía mucho más difícil convencer de todo aquello a la minoría que detentaba el poder y se creía con el derecho divino a ejercerlo con exclusividad y para siempre. Estos eran los supuestos de la filosofía del apartheid que había sido proclamada por su progenitor intelectual, el sociólogo Hendrik Verwoerd, en la Universidad de Stellenbosch, en 1948 y adoptada de modo casi unánime por los blancos en las elecciones de ese mismo año. ¿Cómo convencerlos de que estaban equivocados, que debían renunciar no sólo a semejantes ideas sino también al poder y resignarse a vivir en una sociedad gobernada por la mayoría negra? El esfuerzo duró muchos años pero, al final, como la gota persistente que horada la piedra, Mandela fue abriendo puertas en esa ciudadela de desconfianza y temor, y el mundo entero descubrió un día, estupefacto, que el líder del Congreso Nacional Africano salía a ratos de su prisión para ir a tomar civilizadamente el té de las cinco con quienes serían los dos últimos mandatarios del apartheid: Botha y De Klerk. Cuando Mandela subió al poder su popularidad en Sudáfrica era indescriptible, y tan grande en la comunidad negra como en la blanca. (Yo recuerdo haber visto, en enero de 1998, en la Universidad de Stellenbosch, la cuna del apartheid, una pared llena de fotos de alumnos y profesores recibiendo la visita de Mandela con entusiasmo delirante). Ese tipo de devoción popular mitológica suele marear a sus beneficiarios y volverlos —Hitler, Stalin, Mao, Fidel Castro— demagogos y tiranos. Pero a Mandela no lo ensoberbeció; siguió siendo el hombre sencillo, austero y honesto de antaño y ante la sorpresa de todo el mundo se negó a permanecer en el poder, como sus compatriotas le pedían. Se retiró y fue a pasar sus últimos años en la aldea indígena de donde era oriunda su familia. Mandela es el mejor ejemplo que tenemos —uno de los muy escasos en nuestros días— de que la política no es sólo ese quehacer sucio y mediocre que cree tanta gente, que sirve a los pillos para enriquecerse y a los vagos para sobrevivir sin hacer nada, sino una actividad que puede también mejorar la vida, reemplazar el fanatismo por la tolerancia, el odio por la solidaridad, la injusticia por la justicia, el egoísmo por el bien común, y que hay políticos, como el estadista sudafricano, que dejan su país, el mundo, mucho mejor de como lo encontraron. Mario Vargas Llosa (Perú, 1936) Tomado de EL PAÍS, 30 Jun 2013

sábado, 21 de diciembre de 2013

La Espera, por Jorge Luis Borges

El coche lo dejó en el cuatro mil cuatro de esa calle del Noroeste. No habían dado las nueve de la mañana; el hombre notó con aprobación los manchados plátanos, el cuadrado de tierra al pie de cada uno, las decentes casas de balconcito, la farmacia contigua, los desvaídos rombos de la pinturería y ferretería. Un largo y ciego paredón de hospital cerraba la acera de enfrente; el sol reverberaba, más lejos, en unos invemáculos. El hombre pensó que esas cosas (ahora arbitrarias y casuales y en cualquier orden, como las que se ven en los sueños) serían con el tiempo, si Dios quisiera, invariables, necesarias y familiares. En la vidriera de la farmacia se leía en letras de loza: Breslauer, los judíos estaban desplazando a los italianos, que habían desplazado a los criollos. Mejor así; el hombre prefería no alternar con gente de su sangre. El cochero le ayudó a bajar el baúl; una mujer de aire distraído o cansado abrió por fin la puerta. Desde el pescante el cochero le devolvió una de las monedas, un vintén oriental que estaba en su bolsillo desde esa noche en el hotel de Melo. E1 hombre le entregó cuarenta centavos, y en el acto sintió: "Tengo la obligación de obrar de manera que todos se olviden de mí. He cometido dos errores: he dado una moneda de otro país y he dejado ver que me importa esa equivocación". Precedido por la mujer, atravesó el zaguán y el primer patio. La pieza que le habían reservado daba, felizmente, al segundo. La cama era de hierro, que el artífice había deformado en curvas fantásticas, figurando ramas y pámpanos; había, asimismo, un alto ropero de pino, una mesa de luz, un estante con libros a ras del suelo, dos sillas desparejas y un lavatorio con su palangana, su jarra, su jabonera y un botellón de vidrio turbio. Un mapa de la provincia de Buenos Aires y un crucifijo adornaban las paredes; el papel era carmesí, con grandes pavos reales repetidos, de cola desplegada. La única puerta daba al patio. Fue necesario variar la colocación de las sillas para dar cabida al baúl. Todo lo aprobó el inquilino; cuando la mujer le preguntó cómo se llamaba, dijo Villari, no como un desafío secreto, no para mitigar una humillación que, en verdad, no sentía, sino porque ese nombre lo trabajaba, porque le fue imposible pensar en otro. No lo sedujo, ciertamente, el error literario de imaginar que asumir el nombre del enemigo podía ser una astucia. El señor Villari, al principio, no dejaba la casa; cumplidas unas cuantas semanas, dio en salir, un rato, al oscurecer. Alguna noche entró en el cinematógrafo que había a las tres cuadras. No pasó nunca de la última fila; siempre se levantaba un poco antes del fin de la función. Vio trágicas historias del hampa; éstas, sin duda, incluían errores, éstas, sin duda, incluían imágenes que también lo eran de su vida anterior; Villari no las advirtió porque la idea de una coincidencia entre el arte y la realidad era ajena a él. Dócilmente trataba de que le gustaran las cosas; quería adelantarse a la intención con que se las mostraban. A diferencia de quienes han leído novelas, no se veía nunca a sí mismo como un personaje del arte. No le llegó jamás una carta, ni siquiera una circular, pero leía con borrosa esperanza una de las secciones del diario. De tarde, arrimaba a la puerta una de las sillas y mateaba con seriedad, puestos los ojos en la enredadera del muro de la inmediata casa de altos. Años de soledad le habían enseñado que los días, en la memoria, tienden a ser iguales, pero que no hay un día, ni siquiera de cárcel o de hospital, que no traiga sorpresas, que no sea al trasluz una red de mínimas sorpresas. En otras reclusiones había cedido a la tentación de contar los días y las horas, pero esta reclusión era distinta, porque no tenía término -salvo que el diario, una mañana, trajera la noticia de la muerte de Alejandro Villari. También era posible que Villari ya hubiera muerto y entonces esta vida era un sueño. Esa posibilidad lo inquietaba, porque no acabó de entender si se parecía al alivio o a la desdicha; se dijo que era absurda y la rechazó. En días lejanos, menos lejanos por el curso del tiempo que por dos o tres hechos irrevocables, había deseado muchas cosas, con amor sin escrúpulo; esa voluntad poderosa, que había movido el odio de los hombres y el amor de alguna mujer; ya no quería cosas particulares: sólo quería perdurar, no concluir. El sabor de la yerba, el sabor del tabaco negro, el creciente filo de sombra que iba ganando el patio, eran suficientes estímulos. Había en la casa un perro lobo, ya viejo. Villari se amistó con él. Le hablaba en español, en italiano y en las pocas palabras que le quedaban del rústico dialecto de su niñez. Villari trataba de vivir en el mero presente, sin recuerdos ni previsiones; los primeros le importaban menos que las últimas. Oscuramente creyó intuir que el pasado es la sustancia de que el tiempo está hecho; por ello es que éste se vuelve pasado en seguida. Su fatiga, algún día, se pareció a la felicidad; en momentos así, no era mucho más complejo que el perro. Una noche lo dejó asombrado y temblando una íntima descarga de dolor en el fondo de la boca. Ese horrible milagro recurrió a los pocos minutos y otra vez hacia el alba. Villari, al día siguiente, mandó buscar un coche que lo dejó en un consultorio dental del barrio del Once. Ahí le arrancaron la muela. En ese trance no estuvo más cobarde ni más tranquilo que otras personas. Otra noche, al volver del cinematógrafo, sintió que lo empujaban. Con ira, con indignación, con secreto alivio, se encaró con el insolente. Le escupió una injuria soez; el otro, atónito, balbuceó una disculpa. Era un hombre alto, joven, de pelo oscuro, y lo acompañaba una mujer de tipo alemán; Villari, esa noche, se repitió que no los conocía. Sin embargo, cuatro o cinco días pasaron antes que saliera a la calle. Entre los libros del estante había una Divina Comedia, con el viejo comentario de Andreoli. Menos urgido por la curiosidad que por un sentimiento de deber, Villari acometió la lectura de esa obra capital; antes de comer, 1eía un canto, y luego, en orden riguroso, las notas. No juzgó inverosímiles o excesivas las penas infernales y no pensó que Dante lo hubiera condenado al último círculo donde los dientes de Ugolino roen sin fin la nuca de Ruggieri. Los pavos reales del papel carmesí parecían destinados a alimentar pesadillas tenaces, pero el señor Villari no soñó nunca con una glorieta monstruosa hecha de inextricable: pájaros vivos. En los amaneceres soñaba un sueño de fondo igual y de circunstancias variables. Dos hombres y Villar entraban con revólveres en la pieza y lo agredían al salir del cinematógrafo o eran, los tres a un tiempo, el desconocido que lo había empujado, o lo esperaban tristemente en el patio y parecían no conocerlo. A1 fin del sueño, él sacaba el revólver del cajón de la inmediata mesa de luz (y es verdad que en ese cajón guardaba un revólver) y lo descargaba contra lo hombres. El estruendo del arma lo despertaba, pero siempre era un sueño y en otro sueño tenía que volver a matarlos. Una turbia mañana del mes de julio, la presencia de gente desconocida (no el ruido de la puerta cuando la abrieron) lo despertó. Altos en la penumbra del cuarto, curiosamente simplificados por la penumbra (siempre en los sueños de temor habían sido más claros), vigilantes, inmóviles y pacientes, bajos los ojos como si el peso de las armas los encorvara Alejandro Villari y un desconocido lo habían alcanzado, por fin. Con una seña les pidió que esperaran y se dio vuelta contra la pared, como si retomara el sueño. ¿Lo hizo para despertar la misericordia de quienes lo mataron, o porque es menos duro sobrellevar un acontecimiento espantoso que imaginarlo aguardarlo sin fin, o -y esto es quizá lo más verosímil- para que los asesinos fueran un sueño, como ya lo habían sido tantas veces, en el mismo lugar, a la misma hora? En esa magia estaba cuando lo borró la descarga. Jorge Luis Borges (Argentina, 1899-1986)

Estadio de noche, por Günter Grass

Lentamente ascendió el balón en el cielo. Entonces se vio que estaba lleno el graderío. En la portería estaba el poeta solitario, pero el árbitro pitió fuera de juego. Günter Grass (Alemania, 1927)

La escuela de los tenores, por Günter Grass

Coge el trapo, borra la luna, escribe el sol, la otra moneda del cielo, pizarra escolar. Siéntate luego. Tus notas serán buenas, pasarás al curso siguiente, llevarás una gorra nueva y más flamante. Porque la tiza tiene razón y la tiene el tenor que la canta. Deshojará el terciopelo, ahuyentará la hiedra, medida de la noche, el musgo, su murmullo, todos los mirlos. Al que toca el bajo, emparédalo en su bóveda. ¿Quién cree aún en barricas en que el nivel del vino disminuye? Sea pájaro o metralla o sólo un zumbido hasta que cruje, porque el éter está repleto de fines de semana y veraneos. Tijeras que, en la sastrería, gorjean la canción de la primavera y la costura..., no sigas su ejemplo. Sacando el pecho, hasta que el viento dé un rodeo. Una y otra vez trompetas, cucuruchos de papel llenos de cebollas de plata. Luego paciencia. Espera hasta que los ojos de la señora se aparten, dos criadas descontentas. Sólo entonces esa nota que las copas temen y el polvo que persigue a las molduras hasta que cojean. Raspas de pescado, ¿quién cantará esos intersticios al mediodía ensartado en un junco? ¡Qué bien cantaba Else Fenske cuando, en sus vacaciones de verano, tropezó a gran altura cayendo por una silenciosa grieta del glaciar y dejándonos únicamente su sombrilla y su do de pecho! El do de pecho, los muchos afluentes del Mississippi, su espléndido aliento que inventó las cúpulas y el aplauso. Telón, telón, telón. Deprisa, antes de que el candelabro se niegue a seguir tintineando, antes de que las galerías se inclinen y la seda se abarate. Telón, antes de que entiendas ese aplauso. Günter Grass (Alemania, 1927)

Inundación, por Günter Grass

Esperamos que cese la lluvia, aunque nos hemos acostumbrado a permanecer invisibles, tras la cortina. La cuchara es colador ahora y nadie se atreve ya a extender la mano. Muchas cosas flotan por las calles, cosas bien escondidas en tiempo seco. ¡Qué penoso ver las sábanas usadas del vecino! Vamos a menudo al indicador de nivel y comparamos, como relojes, nuestras cuitas. Algunas cosas pueden regularse. Pero cuando los aljibes se desborden y se colme la medida que heredamos tendremos que ponernos a rezar. El sótano está sumergido, hemos subido las cajas y comprobamos con la lista el contenido. Todavía no se ha perdido nada... Como es seguro que las aguas bajarán pronto hemos empezado a coser sombrillitas. Será muy duro volver a cruzar la plaza, claramente, con sombra de plomo. Al principio echaremos de menos la cortina y bajaremos al sótano a menudo para contemplar la marca que las aguas nos legaron. Günter Grass (Alemania, 1927)

Las ventajas de las gallinas de viento, por Günter Grass

Porque apenas ocupan sitio en sus perchas de corrientes de aire y no picotean mis domésticas sillas. Porque no desprecian las duras mondas de los sueños, ni corren tras las letras que el cartero pierde cada mañana ante mi puerta. Porque se quedan quietas de la pechuga al penacho, paciente superficie, escrita en letra pequeña, sin olvidar plumas ni apóstrofos... Porque dejan la puerta abierta y la clave sigue siendo la alegoría que canta de vez en cuando. Porque sus huevos son tan ligeros y digeribles, traslúcidos. Quién vio ese instante en que el amarillo se harta, agacha las orejas y calla. Porque su silencio es tan suave, la carne del mentón de una Venus, las alimento... A menudo con viento del Este, cuando pasan las hojas de tabiques intermedios, se abre un nuevo capítulo y me apoyo feliz en la valla, sin tener que contar las gallinas... porque son innumerables y se multiplican sin pausa. Günter Grass (Alemania, 1927)

martes, 17 de diciembre de 2013

OBRAS COMPLETAS, por Augusto Monterroso

Cuando cumplió cincuenta y cinco años, el profesor Fombona había consagrado cuarenta al resignado estudio de las más diversas literaturas, y los mejores círculos intelectuales lo consideraban autoridad de primer orden en una dilatada variedad de autores. Sus traducciones, monografías, prólogos y conferencias, sin ser lo que se llama geniales (por lo menos eso dicen hasta sus enemigos) podrían constituir en caso dado una preciosa memoria de cuanto valor se ha escrito en el mundo, máxime si ese caso fuera, digamos, la destrucción de todas las bibliotecas existentes. Su gloria como maestro de la juventud no era menor. El selecto grupo de ávidos discípulos que comandaba, y con el que compartía una que otra hora por las tardes, veía en él un humanista de inagotable erudición y seguía sus indicaciones con fanatismo incondicional, del que el propio Fombona era el primero en asustarse: más de una vez había sentido el peso de esos destinos gravitando sobre su conciencia. El último, Feijoo, apareció tímidamente. Un día. Con cualquier pretexto, se atrevió a reunírseles en el café*. Aceptado en principio por Fombona, más tarde se incorporó al grupo como todo buen neófito: con cierto temor inocultable y sin participar mucho en las discusiones. Sin embargo, pasados algunos días y vencida en parte la timidez inicial, se decidió al fin a mostrarles algunos versos Le gustaba leerlos él mismo, acentuando con entonación molestamente escolar las partes que creía de mayor efecto. Después doblaba sus papelitos con serenidad nerviosa, los metía en su cartapacio y jamás volvía a hablar de ellos. Ante cualquier opinión, favorable o negativa, desarrollaba un silencio oprimido, molesto. Inútil consignar que a Fombona esos trabajos no le parecían buenos, pero adivinaba en el autor cierta fuerza poética oculta pugnando por salir. La inseguridad de Feijoo no podía escapar a la felina percepción de Fombona. Muchas veces lo pensó con detenimiento y estuvo a punto de decirle unas palabras de elogio (era obvio que Feijoo las necesitaba); pero una resistencia extraña que no llegó nunca a comprender, o que trataba por todos los medios de ocultarse, le impedía pronunciar esas palabras. Por el contrario, si algo se le ocurría era más bien una broma, cualquier agudeza sobre los versos, que provocaba invariablemente la risa de todos. Decía que eso «descargaba la atmósfera» haciendo menos sensible su presencia de maestro; pero un acre remordimiento se apoderaba siempre de él inmediatamente después de aquellas salidas. La parquedad en el elogio era la virtud que cultivaba con más esmero. Sin duda porque él mismo, a la edad de Feijoo, se avergonzaba de escribir versos, y un rubor invencible -tanto mas difícil de evitar cuanto más combatido- le subía al rostro si alguien encomiaba sus vacilantes composiciones. Aún ahora, cuando cuarenta años de tenaz ejercicio literario -traducciones, monografías, prólogos y conferencias- le deparaban una seguridad antes desconocida, rehuía todo género de alabanzas, y los elogios de sus admiradores eran para él más bien una constante amenaza, algo que en secreto imploraba, pero que rechazaba siempre con un gesto huraño, o superior. Con el tiempo los poemas de Feijoo empezaron a ser perceptiblemente mejores. Claro, ni Fombona ni su grupo se lo decían, pero en ausencia de Feijoo comentaban la posibilidad de que terminara por convertirse en un gran poeta. Sus progresos fueron finalmente tan notorios que el mismo Fombona se entusiasmó, y una tarde, como sin darse cuenta, le dijo que a pesar de todo sus versos encerraban no poca belleza. El rubor de Feijoo ante lo insólito de ese inesperado incienso fue más visible y penoso que nunca. Evidentemente sufría por la exigencia futura que esas palabras implicaban: mientras Fombona guardó silencio no tenía nada que perder; ahora su obligación era superarse a cada nuevo intento para conservar el derecho a aquella generosa frase de aliento. Desde entonces le fue cada vez más difícil mostrar sus trabajos. Por otra parte, a partir de ese momento el entusiasmo de Fombona se transformó en una discreta indiferencia que Feijoo no tuvo la capacidad de comprender. Un sentimiento de impotencia lo asaltó ya no sólo ante los demás, sino hasta a solas consigo mismo. Aquella alabanza de Fombona equivalía un poco a la gloria, y el riesgo de una censura fue algo que Feijoo no se sintió ya con fuerzas para afrontar. Pertenecía a esa clase de personas a quienes los elogios hacen daño. En Daysie’s el café no es muy bueno y últimamente lo contamina la televisión. Saltemos sobre la ingrata descripción de ese ambiente banal y no nos detengamos, pues no viene al caso, ni siquiera a ver los rostros llenos de vida de las adolescentes que pueblan las mesas, ni mucho menos a oír las conversaciones de los graves empleados de banco que en las tardes, a la hora del crepúsculo, gustan dialogar, llenos de la suave melancolía propia de su profesión, acerca de sus números y de las mujeres sutilmente perfumadas con que sueñan. Iturbe, Ríos y Montúfar charlaban sobre sus respectivas especialidades: Montúfar, Quintiliano; Ríos, Lope de Vega; Iturbe, Rodó. Al calor de un café que la charla había dejado enfriar, Fombona, como un director de orquesta, señalaba a cada uno la nota apropiada, y extraía una y otra vez de su insondable saco gris (cruelmente injuriado por superpuestas manchas de origen poco misterioso) tarjetas con nuevos datos, por las cuales la posteridad estaría en aptitud de saber que hubo una coma que Rodó no puso, un verso que Lope encontró prácticamente en la calle, un giro que indignaba a Quintiliano. Brillaba en todos los ojos la alegría que esos aportes eruditos despiertan siempre en las personas de corazón sensible. Cartas de primordiales especialistas, envíos de amigos lejanos y hasta contribuciones de procedencia anónima, iban a acrecentar semana a semana el conocimiento exhaustivo de esos grandes hombres distantes en el tiempo y en la geografía. Esta variante, aquella simple errata descubierta en los textos, acrecentaban en el grupo la fe en la importancia de su trabajo, en la cultura, en el destino de la humanidad. Feijoo, según su costumbre, llegó en silencio y se colocó de inmediato al margen de la conversación. Aparte de conocer bien a Lope de Vega (aunque conocer «bien» a Lope de Vega era algo que Fombona no creía posible), es improbable que supiera distinguir con claridad la diferencia precisa entre Quintiliano y Rodó. Resultaba fácil ver que se sentía molesto y como disminuido. Fombona consideró propicio el momento. Como solía en esos casos, produjo un cargado silencio que se prolongó por varios minutos. Después, sonriendo un poco, dijo: -Dígame, Feijoo, ¿recuerda aquella cita de Shakespeare que trae Unamuno en el capítulo III de Del sentimiento trágico de la vida? No; Feijoo no la recordaba. -Búsquela; es interesante, puede servirle. Tal como lo esperaba, al día siguiente Feijoo habló de aquella cita y de su torpe memoria. Unamuno dejó de ser tema de conversación por algunos días. Y Quintiliano, Lope y Rodó tuvieron tiempo de crecer considerablemente. Cuando ya Unamuno estaba olvidado por completo: -Feijoo -dijo otra vez sonriendo Fombona-, usted que conoce tan bien a Unamuno, ¿recuerda cuál fue su primer libro traducido al francés? Feijoo no lo recordaba muy bien. El sábado y el domingo siguiente no se vieron. Pero el lunes Feijoo proporcionó ese dato, y la fecha, y el pie de imprenta. Desde ese día inolvidable las conversaciones adquirieron un nuevo huésped efectivo: Feijoo. Ahora charlaban mucho mejor, y cierto atardecer desapacible, en que la lluvia imprimía una vaga tristeza en los rostros de todos, Feijoo pronunció por primera vez, clara y distintamente, el nombre sagrado de Quintiliano. Feijoo, antigua pieza suelta en aquel armonioso sistema, había encontrado por fin su lugar preciso en el engranaje. Desde entonces los unió algo que antes no compartían: el afán de saber, de saber con precisión. Fombona volvió a gozar el deleite de sentirse maestro, y un día y otro imprimió un nuevo signo en aquella dócil materia. ¡La indecisión de Feijoo encajaba tan fácilmente en la indecisión de Unamuno! El tema no fue escogido al azar. El campo era infinito. Unamuno filósofo, Unamuno novelista, Unamuno poeta, Kierkegaard y Unamuno, Unamuno y Heidegger y Sartre. Un autor digno de que alguien le consagrara la vida entera, y él, Fombona, encauzando esa vida, haciéndola una prolongación de la suya. Imaginaba a Feijoo en un mar de papeles y notas y pruebas de imprenta, libre de sus temores, de su horror a la creación. ¡Qué seguridad adquiriría! Cómo en adelante aquel querido muchacho temeroso podría enfrentarse a quien fuera, y hablar de todo a través de Unamuno. Y se vio a sí mismo, cuarenta años atrás, sufriendo avergonzado y solo por el verso que se negaba a salir, y que si salía era únicamente para producirle aquel rubor como fuego que nunca pudo explicarse. Pero de nuevo volvió la vieja duda a atormentarlo. Se preguntó otra vez si sus traducciones, monografías, prólogos y conferencias -que constituirían, en caso dado, una preciosa memoria de cuanto de valor se había escrito en el mundo- bastarían a compensarlo de la primavera que sólo vio a través de otros y del verso que no se atrevió nunca a decir. La responsabilidad de un nuevo destino oprimía sus hombros. Y un como remordimiento, el viejo remordimiento de siempre, vino a intranquilizar sus noches: Feijoo, Feijoo, muchacho querido, escápate, escápate de mí, de Unamuno; quiero ayudarte a escapar. Cuando Marcel Bataillon nos visitó hace unos meses, Fombona les propuso organizar una reunión para agasajarlo y hablar de sus libros. En la pequeña fiesta Bataillon se interesó vivamente por los nuevos poetas, por la investigación literaria, por la pintura, por todo. Como a las diez y media Fombona tomó a Feijoo por el brazo (creyó percibir una ligera resistencia que fue vencida más por la autoridad de su mirada sonriente que por la fuerza), se acercó al distinguido visitante y pronunció despacio, con calma: -Maestro, quiero presentarle a Feijoo. Es especialista en Unamuno; prepara la edición crítica de sus Obras completas. Feijoo le estrechó la mano y dijo dos o tres palabras que casi no se oyeron, pero que significaban que sí, que mucho gusto, mientras Fombona saludaba de lejos a alguien, o buscaba un cerillo, o algo. Augusto Monterroso (Honduras, 1921-2003)

lunes, 16 de diciembre de 2013

Morir por la patria no es dulce ni honroso, por Wilfred Owen

Doblados como viejos mendigos bajo bolsas, Chocando las rodillas y tosiendo como viejas, maldecimos a través del lodo Hasta darle la espalda a las condenadas bengalas Y empezar a arrastrarnos a un descanso remoto. Los hombres marchaban dormidos. Muchos ya sin botas Cojeaban calzados de sangre. Todos patéticos, ciegos todos, Ebrios de cansancio, sordos incluso a los silbidos De proyectiles decepcionados que caían más atrás. ¡Gas! ¡Gas! ¡De prisa, chicos! En un éxtasis de torpeza Nos calamos torpes cascos justo a tiempo; Pero alguno seguía pidiendo ayuda a gritos tropezando Indeciso como un hombre ardiendo en llamas o cal viva. Borroso tras los vidrios empañados y a través de aquella verde luz espesa, Como hundido en un mar verde, lo vi ahogarse. En todos mis sueños, ante mi vista indefensa, Se abalanza sobre mí, se atraganta, se ahoga, se apaga. Si en algún sueño asfixiante también pudieras seguir a pie La carreta donde lo arrojamos Y ver cómo retorcía los blancos ojos en la cara, Una cara colgante, como un diablo harto del pecado; Si pudieras oír, a cada tumbo, la sangre Vomitada por pulmones de espuma corrompidos, Obsceno como el cáncer, amargo como pus De viles llagas incurables en lenguas inocentes,– Amigo mío, no contarías con tanto entusiasmo A los niños que arden ansiosos de gloria Esa vieja mentira: Dulce et decorum est Pro patria mori. Wilfred Owen (Inglaterra, 1893-1918)

miércoles, 11 de diciembre de 2013

Pero te amo, por Amado Nervo

Yo no sé nada de la vida, Yo no sé nada del destino, Yo no sé nada de la muerte; ¡Pero te amo! Según la buena lógica, tú eres luz extinguida; Mi devoción es loca, mi culto, desatino, Y hay una insensatez infinita en quererte; ¡Pero te amo! Amado Nervo (México, 1870-1919)

lunes, 9 de diciembre de 2013

Los Heraldos Negros, por César Vallejo

Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé! Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos, la resaca de todo lo sufrido se empozara en el alma... ¡Yo no sé! Son pocos; pero son... Abren zanjas oscuras en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte. Serán tal vez los potros de bárbaros Atilas; o los heraldos negros que nos manda la Muerte. Son las caídas hondas de los Cristos del alma de alguna fe adorable que el Destino blasfema. Esos golpes sangrientos son las crepitaciones de algún pan que en la puerta del horno se nos quema. Y el hombre... Pobre... ¡pobre! Vuelve los ojos, como cuando por sobre el hombro nos llama una palmada; vuelve los ojos locos, y todo lo vivido se empoza, como charco de culpa, en la mirada. Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé! César Vallejo (Perú, 1892-1938)

domingo, 8 de diciembre de 2013

Discurso de Nelson Mandela, sobre el gobierno de unidad nacional

En el día de hoy, todos nosotros, mediante nuestra presencia aquí y mediante celebraciones en otras partes de nuestro país y del mundo, conferimos esplendor y esperanza a la libertad recién nacida. De la experiencia de una desmesurada catástrofe humana que ha durado demasiado tiempo debe nacer una sociedad de la que toda la Humanidad se sienta orgullosa. Nuestros actos diarios como sudafricanos comunes deben producir una auténtica realidad sudafricana que reafirme la creencia de la Humanidad en la justicia, refuerce su confianza en la nobleza del alma humana y dé aliento a todas nuestras esperanzas de una vida espléndida para todos. Todo esto nos lo debemos a nosotros mismos y se lo debemos a los pueblos del mundo que tan bien representados están hoy aquí. Sin la menor vacilación digo a mis compatriotas que cada uno de nosotros está íntimamente arraigado en el suelo de este hermoso país, igual que lo están los famosos jacarandás de Pretoria y las mimosas del Bushveld. Cada vez que uno de nosotros toca el suelo de esta tierra, experimentamos una sensación de renovación personal. El clima de la nación cambia a medida que lo hacen también las estaciones. Una sensación de júbilo y euforia nos conmueve cuando la hierba se torna verde y las flores se abren. Esa unidad espiritual y física que todos compartimos con esta patria común explica la profundidad del dolor que albergamos en nuestro corazón al ver cómo nuestro país se hacía pedazos a causa de un terrible conflicto, al verlo rechazado, proscripto y aislado por los pueblos del mundo, precisamente por haberse convertido en la sede universal de la ideología y la práctica perniciosas del racismo y la opresión racial. Nosotros, el pueblo sudafricano, nos sentimos satisfechos de que la Humanidad haya vuelto a acogernos en su seno; de que nosotros, que no hace tanto estábamos proscriptos, hayamos recibido hoy el inusitado privilegio de ser los anfitriones de las naciones del mundo en nuestro propio territorio. Les damos las gracias a todos nuestros distinguidos huéspedes internacionales por haber acudido a tomar posesión, junto con el pueblo de nuestro país, de lo que es, a fin de cuentas, una victoria común de la justicia, de la paz, de la dignidad humana. Confiamos en que continuarán ofreciéndonos su apoyo a medida que nos enfrentemos a los retos de la construcción de la paz, la prosperidad, la democracia, la erradicación del sexismo y del racismo. Apreciamos hondamente el papel que el conjunto de nuestro pueblo, así como sus líderes de masas, políticos, religiosos, jóvenes, empresarios, tradicionales y muchos otros, tanto hombres como mujeres, han desempeñado para provocar este desenlace. De entre todos ellos, mi segundo vicepresidente, el honorable F.W. de Klerk, es uno de los más significativos. También nos gustaría rendir tributo a nuestras fuerzas de seguridad, a todas sus filas, por el distinguido papel que han desempeñado en la salvaguarda de nuestras primeras elecciones democráticas, así como de la transición a la democracia, protegiéndonos de fuerzas sanguinarias que continúan negándose a ver la luz. Ha llegado el momento de curar las heridas. El momento de salvar los abismos que nos dividen.Nos ha llegado el momento de construir. Al fin hemos logrado la emancipación política. Nos comprometemos a liberar a todo nuestro pueblo del persistente cautiverio de la pobreza, las privaciones, el sufrimiento, la discriminación de género así como de cualquier otra clase. Hemos logrado dar los últimos pasos hacia la libertad en relativas condiciones de paz. Nos comprometemos a construir una paz completa, justa y perdurable. Hemos triunfado en nuestro intento de implantar esperanza en el seno de millones de los nuestros. Contraemos el compromiso de construir una sociedad en la que todos los sudafricanos, tanto negros como blancos, puedan caminar con la cabeza alta, sin ningún miedo en el corazón, seguros de contar con el derecho inalienable a la dignidad humana: una nación irisada, en paz consigo misma y con el mundo. Como muestra de este compromiso de renovación de nuestro país, el nuevo gobierno provisional de unidad nacional, puesto que es apremiante, aborda el tema de la amnistía para gente nuestra de diversa condición que actualmente se encuentra cumpliendo condena. Dedicamos el día de hoy a todos los héroes y las heroínas de este país y del resto del mundo que se han sacrificado de numerosas formas y han ofrendado su vida para que pudiéramos ser libres. Sus sueños se han hecho realidad. La libertad es su recompensa. Nos sentimos a la par humildes y enaltecidos por el honor y el privilegio que ustedes, el pueblo sudafricano, nos han conferido como primer presidente de una Sudáfrica unida, democrática, no racista y no sexista, para conducir a nuestro país fuera de este valle de oscuridad. Aun así, somos conscientes de que el camino hacia la libertad no es sencillo. Bien sabemos que ninguno de nosotros puede lograr el éxito actuando en soledad. Por consiguiente, debemos actuar en conjunto, como un pueblo unido, para lograr la reconciliación nacional y la construcción de la nación, para alentar el nacimiento de un nuevo mundo. Que haya justicia para todos. Que haya paz para todos. Que haya trabajo, pan, agua y sal para todos. Que cada uno de nosotros sepa que todo cuerpo, toda mente y toda alma han sido liberados para que puedan sentirse realizados. Nunca, nunca jamás volverá a suceder que esta hermosa tierra experimente de nuevo la opresión de los unos sobre los otros, ni que sufra la humillación de ser la escoria del mundo. Que impere la libertad. El sol jamás se pondrá sobre un logro humano tan esplendoroso. Que Dios bendiga a Africa. Muchas gracias. Nelson Mandela (Sudáfrica, 1918-2013)

jueves, 5 de diciembre de 2013

EL ABUELO, por Mario Vargas Llosa

Cada vez que crujía una ramita, o croaba una rana, o vibraban los vidrios de la cocina que estaba al fondo de la huerta, el viejecito saltaba con agilidad de su asiento improvisado, que era una piedra chata, y espiaba ansiosamente entre el follaje. Pero el niño aún no aparecía. A través de las ventanas del comedor, abiertas a la pérgola, veía en cambio las luces de la araña encendida hacía rato, y bajo ellas sombras imprecisas que se deslizaban de un lado a otro, con las cortinas, lentamente. Había sido corto de vista desde joven, de modo que eran inútiles sus esfuerzos por comprobar si ya cenaban o si aquellas sombras inquietas provenían de los árboles más altos. Regresó a su asiento y esperó. La noche pasada había llovido y la tierra y las flores despedían un agradable olor a humedad. Pero los insectos pululaban, y los manoteos desesperados de don Eulogio en torno del rostro, no conseguían evitarlos: a su barbilla trémula, a su frente, y hasta las cavidades de sus párpados, llegaban cada momento lancetas invisibles a punzarle la carne. El entusiasmo y la excitación que mantuvieron su cuerpo dispuesto y febril durante el día habían decaido y sentía ahora cansancio y algo de tristeza. Le molestaba la oscuridad del vasto jardín y lo atormentaba la imagen, persistente, humillante, de alguien, quizá la cocinera o el mayordomo, que de pronto lo sorprendía en su escondrijo. "¿Qué hace usted en la huerta a estas horas, don Eulogio?" Y vendrían su hijo y su hija política, convencidos de que estaba loco. Sacudido por un temblor nervioso, volvió la cabeza y adivinó entre los macizos de crisantemos, de nardos y de rosales, el diminuto sendero que llegaba a la puerta falsa esquivando el palomar. Se tranquilizó apenas, al recordar haber comprobado tres veces que la puerta estaba junta, con el pestillo corrido, y que en unos segundos podía escurrirse hacía la calle sin ser visto. "¿Y si hubiera venido ya?", pensó, intranquilo. Porque hubo un instante, a los pocos minutos de haber ingresado cautelosamente a su casa por la entrada casi olvidada de la huerta, en que perdió la noción del tiempo y permaneció como dormido. Sólo reaccionó cuando el objeto que ahora acariciaba sin saberlo, se desprendió de sus manos y le golpeó el muslo. Pero era imposible. El niño no podía haber cruzado la huerta todavía, porque sus pasos asustados lo hubieran despertado, o el pequeño, al distinguir a su abuelo, encogido y dormitando justamente al borde del sendero que debía conducirlo a la cocina, habría gritado. Esta reflexión lo animó. El soplido del viento era menos fuerte, su cuerpo se adaptaba al ambiente, había dejado de temblar. Tentando los bolsillos de su saco, encontró el cuerpo duro y cilindrico de la vela que compró esa tarde en el almacén de la esquina. Regocijado, el viejecito sonrió en la penumbra: rememoraba el gesto de sorpresa de la vendedora. El había permanecido muy serio, taconeando con elegancia, batiendo levemente y en circulo su largo bastón enchapado en metal, mientras la mujer pasaba bajo sus ojos, cirios y velas de diversos tamaños. "Esta", dijo él, con un ademán rápido que quería significar molestia por el quehacer desagradable que cumplía. La vendedora insistió en envolverla pero don Eulogio no aceptó y abandonó la tienda con premura. El resto de la tarde estuvo en el Club Nacional, encerrado en el pequeño salón del rocambor donde nunca había nadie. Sin embargo, extremando las precauciones para evitar la solicitud de los mozos, echó llave a la puerta. Luego, cómodamente hundido en el confortable de insólito color escarlata, abrió el maletín que traía consigo y extrajo el precioso paquete. La tenia envuelta en su hermosa bufanda de seda blanca, precisamente la que llevaba puesta la tarde del hallazgo. A la hora más cenicienta del crepúsculo había tomado un taxi, indicando al chofer que circulara por las afueras de la ciudad; corría una deliciosa brisa tibia, y la visión entre grisácea y rojiza del cielo seria más enigmática en medio del campo. Mientras el automóvil flotaba con suavidad por el asfalto, los ojitos vivaces del anciano, única señal ágil en su rostro fláccido, descolgado en bolsas, iban deslizándose distraidamente sobre el borde del canal paralelo a la carretera, cuando de pronto lo divisó. -"¡Deténgase!" -dijo, pero el chofer no le oyó-. "¡Deténgase! ¡Pare!". Cuando el auto se detuvo y en retroceso llegó al montículo de piedras, don Eulogio comprobó que se trataba, efectivamente, de una calavera. Teniéndola entre las manos, olvidó la brisa y el paisaje, y estudió minuciosamente, con creciente ansiedad, esa dura, terca y hostil forma impenetrable, despojada de carne y de piel, sin nariz, sin ojos, sin lengua. Era pequeña, y se sintió inclinado a creer que era de niño. Estaba sucia, polvorienta, y hería su cráneo pelado una abertura del tamaño de una moneda, con los bordes astillados. El orificio de la nariz era un perfecto triángulo, separado de la boca por un puente delgado y menos amarillo que el mentón. Se entretuvo pasando un dedo por las cuencas vacías, cubriendo el cráneo con la mano en forma de bonete, o hundiendo su puño por la cavidad baja, hasta tenerlo apoyado en el interior entonces, sacando un nudillo por el triángulo, y otro por la boca a manera de una larga e incisiva lengueta, imprimía a su mano movimientos sucesivos, y se divertía enormemente imaginando que aquello estaba vivo...Dos días la tuvo oculta en un cajón de la cómoda abultando el maletín de cuero, envuelta cuidadosamente, sin revelar a nadie su hallazgo. La tarde siguiente a la del encuentro permaneció en su habitación, paseando nerviosamente entre los muebles opulentos de sus antepasados. Casi no levantaba la cabeza; se diría que examinaba con devoción profunda y algo de pavor, los dibujos sangrientos y mágicos del circulo central de la alfombra, pero ni siquiera los veía. Al principio, estuvo indeciso, preocupado; podían sobrevenir complicaciones de familia, tal vez se reirían de él. Esta idea lo indignó y tuvo angustia y deseo de llorar. A partir de ese instante, el proyecto se apartó sólo una vez de su mente: fue cuando de pie ante la ventana, vio el palomar oscuro, lleno de agujeros, y recordó que en una época aquella casita de madera con innumerables puertas no estaba vacía, sin vida, sino habitada por animalitos grises y blancos que picoteaban con insistencia cruzando la madera de surcos y que a veces revoloteaban sobre los árboles y las flores de la huerta. Pensó con nostalgia en lo débiles y cariñosos que eran: confiadamente venían a posarse en su mano, donde siempre les llevaba algunos granos, y cuando hacía presión entornaban los ojos y los sacudía un brevísimo temblor. Luego no pensó más en ello. Cuando el mayordomo vino a anunciarle que estaba lista la cena, ya lo tenia decidido. Esa noche durmió bien. A la mañana siguiente olvidó haber soñado que una perversa fila de grandes hormigas rojas invadía súbitamente el palomar y causaba desasosiego entre los animalitos, mientras él, desde su ventana, observaba la escena con un catalejo. Había imaginado que limpiar la calavera sería algo muy rápido, pero se equivocó. El polvo, lo que había creído polvo y era tal vez excremento por su aliento picante, se mantenía soldado a las paredes internas y brillaba como una mina de metal en la parte posterior del cráneo. A medida que la seda blanca de la bufanda se cubría de lamparones grises, sin que desapareciera la capa de suciedad, iba creciendo la excitación de don Eulogio. En un momento, indignado, arrojó la calavera, pero antes que ésta dejara de rodar, se había arrepentido y estaba fuera de su asiento, gateando por el suelo hasta alcanzarla y levantarla con precaución. Supuso entonces que la limpieza seria posible utilizando alguna sustancia grasienta. Por teléfono encargó a la cocina una lata de aceite y esperó en la puerta al mozo a quien arrancó con violencia la lata de las manos, sin prestar atención a la mirada inquieta con que aquél intentó recorrer la habitación por sobre su hombro. Lleno de zozobra empapó la bufanda en aceite y, al comienzo con suavidad, después acelerando el ritmo, raspó hasta exasperarse. Pronto comprobó entusiasmado que el remedio era eficaz; una tenue lluvia de polvo cayó a sus pies, y él ni siquiera notaba que el aceite iba humedeciendo también el filo de sus puños y la manga de su saco. De pronto, puesto de pie de un brinco, admiró la calavera que sostenía sobre su cabeza, limpia, resplandeciente, inmóvil, con unos puntitos como de sudor sobre la ondulante superficie de los pómulos. La envolvió de nuevo, amorosamente; cerró su maletín y salió del Club Nacional. El automóvil que ocupó en la Plaza San Martín lo dejó a la espalda de su casa, en Orrantia. Había anochecido. En la fría semioscuridad de la calle se detuvo un momento, temeroso de que la puerta estuviese clausurada. Enervado, estiró su brazo y dio un respingo de felicidad al notar que giraba la manija y la puerta cedía con un corto chirrido. En ese momento escuchó voces en la pérgola. Estaba tan ensimismado, que incluso había olvidado el motivo de ese trajín febril. Las voces, el movimiento fueron tan imprevistos que su corazón parecía el balón de oxigeno conectado a un moribundo. Su primer impulso fue agacharse, pero lo hizo con torpeza, resbaló de la piedra y cayó de bruces. Sintió un dolor agudo en la frente y en la boca un sabor desagradable de tierra mojada, pero no hizo ningún esfuerzo por incorporarse y continuó allí, medio sepultado por las hierbas, respirando fatigosamente, temblando. En la caída había tenido tiempo de elevar la mano que conservaba la calavera de modo que ésta se mantuvo en el aire, a escasos centímetros del suelo, todavía limpia. La pérgola estaba a unos veinte metros de su escondite, y don Eulogio oía las voces como un delicado murmullo, sin distinguir lo que decían. Se incorporó trabajosamente. Espiando, vio entonces en medio del arco de los grandes manzanos cuyas raíces tocaban el zócalo del comedor, una silueta clara y esbelta y comprendió que era su hijo. Junto a él había otra, más nítida y pequeña, reclinada con cierto abandono. Era la mujer. Pestañeando, frotando sus ojos trató angustiosamente, pero en vano, de divisar al niño. Entonces lo oyó reír: una risa cristalina de niño, espontánea, integral, que cruzaba el jardín como un animalito. No esperó más; extrajo la vela de su saco, a tientas juntó ramas, terrones y piedrecitas y trabajó rápidamente hasta asegurar la vela sobre las piedras y colocar a ésta, como un obstáculo, en medio del sendero. Luego, con extrema delicadeza para evitar que la vela perdiera el equilibrio, colocó encima la calavera. Presa de gran excitación, uniendo sus pestañas al macizo cuerpo aceitado, se alegró: la medida era justa, por el orificio del cráneo asomaba el puntito blanco de la vela, como un nardo. No pudo continuar observando. El padre había elevado la voz y, aunque sus palabras eran todavía incomprensibles, supo que se dirigía al niño. Hubo como un cambio de palabras entre las tres personas: la voz gruesa del padre, cada vez más enérgica, el rumor melodioso de la mujer, los cortos grititos destemplados del nieto. El ruido cesó de pronto. El silencio fue brevísimo; lo fulminó el nieto, chillando: "Pero conste: hoy acaba el castigo. Dijiste siete días y hoy se acaba. Mañana ya no voy". Con las últimas palabras escuchó pasos precipitados. ¿Venia corriendo? Era el momento decisivo. Don Eulogio venció el ahogo que lo estrangulaba y concluyó su plan. El primer fósforo dio sólo un fugaz hilito azul. El segundo prendió bien. Quemándose las uñas, pero sin sentir dolor, lo mantuvo junto a la calavera, aun segundos después de que la vela estuviera encendida. Dudaba, porque lo que veía no era exactamente lo que había imaginado, cuando una llamarada súbita creció entre sus manos con brusco crujido, como de un pisotón en la hojarasca, y entonces quedó la calavera iluminada del todo, echando fuego por las cuencas, por el cráneo, por la nariz y por la boca. "Se ha prendido toda", exclamó maravillado. Había quedado inmóvil y repetía como un disco "fue el aceite, fue el aceite", estupefacto, embrujado ante la fascinante calavera enrollada por las llamas. Justamente en ese instante escuchó el grito. Un grito salvaje, un alarido de animal atravesado por muchisimos venablos. El niño estaba ante él, las manos alargadas, los dedos crispados. Lívido, estremecido, tenia los ojos y la boca muy abiertos y estaba ahora mudo y rígido pero su garganta, independientemente, hacía unos extraños ruidos roncos. "Me ha visto, me ha visto", se decía don Eulogio, con pánico. Pero al mirarlo supo de inmediato que no lo había visto, que su nieto no podía ver otra cosa que aquella cabeza llameante. Sus ojos estaban inmovilizados con un terror profundo y eterno retratado en ellos. Todo había sido simultáneo: la llamarada, el aullido, la visión de esa figura de pantalón corto súbitamente poseída de terror. Pensaba entusiasmado que los hechos habían sido más perfectos incluso que su plan, cuando sintió voces y pasos que venian y entonces, ya sin cuidarse del ruido, dio media vuelta y a saltos, apartándose del sendero, destrozando con sus pisadas los macizos de crisantemos y rosales que entreveía a medida que lo alcanzaban los reflejos de la llama, cruzó el espacio que lo separaba de la puerta. La atravesó junto con el grito de la mujer, estruendoso también, pero menos sincero que el de su nieto. No se detuvo, no volvió la cabeza. En la calle, un viento frío hendió su frente y sus escasos cabellos, pero no lo notó y siguió caminando, despacio, rozando con el hombro el muro de la huerta sonriendo satisfecho, respirando mejor, más tranquilo. Mario Vargas Llosa (Perú, 1936)

martes, 3 de diciembre de 2013

EL DIFUNTO, por Keith Douglas

Era un maldito, lo admito, Y siempre ebrio hasta que se quedó sin plata. Su pelo le colgaba por un lazo de Una Corona Veneris. Sus ojos, mudos Como prisioneros en sus cavernosas hendiduras, estaban Fijos en actitudes de desesperación. Ustedes que, Dios los bendiga, jamás han caído tanto, Lo censuran y oran por él, que sí había caído; Y con sus flaquezas lamentan los versos Que el tipo hacía, acaso entre maldiciones, Acaso en el colmo de la ruina moral, Pero los escribía con sinceridad; Y al parecer sentía un dolor acrisolado Al cual la virtud de ustedes no puede llegar. Respétenlo. Para ello Poseía una virtud que ustedes no ven. Keith Douglas (Inglaterra, 1920-1944)

RECUÉRDENME CUANDO HAYA MUERTO, por Keith Douglas

Recuérdenme cuando haya muerto y simplifíquenme cuando haya muerto. Como los procesos de la tierra despojan del color y de la piel; se llevan el pelo castaño y los ojos azules y me dejarán más simple que en la hora del nacimiento, cuando sin pelos llegué aullando mientras la luna aparecía en el frío firmamento. Acaso de mi esqueleto, ya tan despojado, un docto dirá: "Era de tal tipo y de tal inteligencia", y nada más. Así, cuando en un año se derrumben recuerdos específicos, podrán deducir, del largo dolor que soporté las opiniones que sustentaba, quién fue mi enemigo y lo que dejé, hasta mi apariencia pero los incidentes no servirán de guía. El telescopio invertido del tiempo mostrará un hombre diminuto dentro de diez años y por la distancia simplificado. A través de ese lente observen si parezco sustancia o nada: merecedor de renombre en el mundo o de un piadoso olvido, sin dejarse arrastrar por momentáneo enojo o por el amor a una decisión, llegando sin prisa a una opinión. Recuérdenme cuando haya muerto y simplifíquenme cuando haya muerto. ** Keith Douglas (Inglaterra, 1920-1944) Keith Douglas, otro talento literario víctima de la horrorosa II Guerra Mundial, nos ha dejado en su crónica "De El Alamein a Zem Zem" (1946), uno de los mejores, más esclarecedores y conmovedores libros sobre la guerra. Habla del miedo, la brutalidad de la guerra, la disolución del ser en medio de la muerte.Tras la victoria aliada en África y ya como capitán, desembarcó en Normandía el día D y murió al ser alcanzado por fuego de mortero tres días más tarde cerca de Bayeaux. Lo enterraron bajo un seto. Tenía 24 años.