martes, 22 de octubre de 2013

XXXVIII

Resulta curioso cómo yo, que antaño me impacientaba cuando los pacientes no representaban un desafío al pensamiento sino que traían las mismas quejas de siempre (rinitis, diarrea, bronquitis, indigestión, micosis), pude sobrevivir dos años enteros haciendo de médico general. En ocasiones me sentía a gusto, inclusive. Puede que fuera porque, pese a lo duro de la jornada (llegaba a ver hasta cuarenta pacientes al día), me preocupé siempre por cultivar la mente y darme calidad de vida. Ponía música mientras trabajaba, en una grabadora que compré ex profeso. Con ayuda de Cecilia Saldaña, una de las secretarias del puesto de salud, embellecí algo mi frío consultorio, saqué un arrume de papeles viejos e inútiles, cambié la silla, puse fotos de mi familia en el escritorio aledaño y colgué en las paredes cuatro recordatorios (uno de ellos, la hermosa Oración por la Paz de San Francisco de Asís). Otra cosa que ayudó a resistir un trabajo tan agotador fue el tener siempre a mano buenos libros y revistas, gracias a la bibliotecaria. También tenía un cuaderno donde a veces anotaba versos que iban fluyendo, como ráfagas, en medio del ajetreo cotidiano. Trataba de viajar cuantas veces podía, a veces hasta dos veces por semana, a distintos sitios de Chile y Argentina. Y empecé a cultivar dos nuevas aficiones: la pintura y la fotografía.

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