martes, 22 de octubre de 2013

XXXV

Me fui a Chile por puro gusto, reconozco que inspirado por los Diarios de motocicleta de Ernesto Guevara. Quería andar de cabo a rabo por el país austral, quien ya desde pequeño, gracias a Neruda, me atraía por sus paisajes. Mi tía Angela Constanza Vargas me regaló el pasaje de Bogotá a Santiago. Otra tía, Efigenia Campos, generosamente me dio unos dólares (cosa que llegó como caída del Cielo, pues viajaba muy corto de dinero), así como mi padrino de confirmación, el padre Milcíades Vargas. Llegué a Santiago en enero de 2005, aprovechando el verano. Me hospedé donde Doña Doris Sofía Gädicke Haase, una chilena de esas del Sur, descendiente de alemanes, melancólica, amante de la música clásica y llena de historias. Iba de temas tan espinosos como la dictadura de Pinochet hasta banalidades como las atajadas del sapo Livingstone, ex portero de la selección chilena de fútbol. Como tenía que certificar ante el Departamento de Inmigración que estaba trabajando para obtener el permiso de residencia (“visa de residente temporal”, se llamaba), un sobrino de la señora Gädicke, don Carlos Bastías, me “contrató” tan pronto me homologaron el título. Entonces, aconsejado por ellos, fui buscar trabajo en Melipilla, una pequeña ciudad a cuarenta minutos de la bulliciosa capital. La idea era conseguir un puesto fijo y oficial. La salud municipalizada ofrecía ventajas. Era, finalmente, trabajar para el Estado. No conseguí nada en Melipilla, pero sí en un municipio cercano: San Pedro de Melipilla. Cuando llegué por primera vez, me gustó que las oficinas de la municipalidad y todas las dependencias de la alcaldía cupieran en una sola cuadra. Siempre he creído que los aparatos burocráticos enormes resultan siendo paquidérmicos en todo el sentido de la palabra. También me pareció genial que al frente de las oficinas municipales estuviera el colegio, y que a más o menos veinte metros, aledaños, se encontraran la biblioteca y el pequeño puesto de salud del pueblo. Presenté una buena entrevista, ahora que medito sobre el asunto. Disimulé como pude lo necesitado de trabajo que estaba. Llegué con un pesado (pero elegante) traje de paño y hacía un calor intenso; como consideré poco apropiado quitarme el saco o abrirme el cuello, me hice junto a un ventilador para evitar sudar a mares. La entrevistadora, una mujer con conocimientos técnicos (era “matrona”, partera) interesada sobretodo en un médico rural con experiencia en atención primaria, quedó anonadada cuando empecé a hablarle de mi experiencia como estudiante y como interno en hospitales de tercer y cuarto nivel, y a usar términos médicos que no comprendía. En una cultura poco dada a la ceremonia y las fórmulas de cortesía de los bogotanos, debí parecerle un hombre glamoroso. Noté en la mirada de la entrevistadora que, aunque no se había concretado nada, le había caído muy bien. Lo que terminó de salvarme fue el don de gentes. La entrevistadora tuvo la deferencia de pedirles a unas personas que me llevaran, en su auto, a la autopista donde pasaban los buses hacia Santiago. Sin sospechar quiénes eran, pero recordando el prudente ejemplo de mi padre (que trataba con mucha amabilidad a todo el mundo, sin hacer distinciones de clase), fui amable y simpático con ellos. Les hablé de lo hermoso que me parecía Chile. Cuando me despedí, derroché gratitud y les deseé bendiciones. Semanas más tarde, al calor de un buen asado, y cuando ya sabía que esas personas eran el esposo y la cuñada de la mujer que me había entrevistado, y que dicha mujer era la Directora del Departamento de Salud de la Municipalidad de San Pedro, me enteré que lo que había definido mi nombramiento había sido esa cálida y amable conversación que tuvimos yendo hacia la autopista.

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