martes, 22 de octubre de 2013
XXXIX
Algo que me preocupó siempre del personal de salud que trabaja en zonas rurales fue el percibir cómo se iba anquilosando en su creatividad y formación académica, cómo iba entrando en el sopor de la vida simple y hasta perdiendo las aspiraciones. Por eso, a tan sólo una semana de haber empezado a trabajar en San Pedro empecé mis estudios de Neuropsicología en la Universidad de Valparaíso.
Debo decir que me atreví a empezarlos, aún con poco dinero en los bolsillos, gracias al empuje y las palabras de aliento del doctor Jaime Meléndez, un psicólogo genial, culto y versátil, que había estudiado neuropsicología y vivido en Alemania muchos años porque la dictadura lo quería matar en su propio país.
Al profesor Meléndez le parecía estupendo que yo, que para ese entonces tenía sólo veinte dólares en mi haber (no había recibido aún mi primer sueldo), me hubiese ido a Valparaíso (una ciudad costera, a más o menos dos horas de Santiago) a solicitar entrada al curso. Le dije que no era psicólogo, que tendría que pagar la matrícula en tres contados y a partir del mes siguiente, y que era colombiano (ya empezaba a notar que a los extranjeros se nos discriminaba desfavorablemente). Me encantó su respuesta: “Tranquilo, David. Aquí nos importan son sus ganas de estudiar. Y por ser extranjero no se preocupe, compartimos todos el sueño bolivariano”. Simón Bolívar. Siempre presente. A lo largo y ancho de América. Pero tan desconocido. Tan poco leído. Tan distorsionado por políticos de poca monta. Aunque conocía bien la obra del Libertador, sólo esa ocasión logré entender a plenitud qué significaba la integración de nuestros pueblos.
Estudié duro, con todo el entusiasmo y la gratitud que un maestro como el profesor Meléndez podían inspirar. Llegué a ser un estudiante destacado. Los profesores me felicitaban por mis trabajos, mis exposiciones y mi dedicación. Ellos sabían lo que era estar a las 5:30 tomando un bus en San Pedro para llegar a las 6:30 a Melipilla, ahí tomar otro, a las 6:45, hacia Valparaíso (hacía el recorrido por Curacaví y María Pinto, sin entrar a Santiago), y estar en el salón, todos los sábados, a las 9:00 en punto. Y así, durante un año y dos meses. Puntual y constante.
Uno de los profesores, el doctor Alfonso Ortega, tomó nota de mi talento para escribir y me contactó para publicar algunos poemas en pasquines, folletos y periódicos estudiantiles. También me invitó a su casa, ubicada en uno de los cerros más pintorescos y tradicionales de Valparaíso (muy turístico además, por su viejo ascensor y sus casas coloridas). Como el profesor Meléndez, era un humanista que apreciaba también la música clásica y el arte.
Mis compañeros en neuropsicología eran maravillosos. Los recuerdo con cariño, pues siempre estuvieron atentos, dispuestos a ayudarme, pródigos en sonrisas y afecto: Lola (María Dolores), Julián, Vivien, Felipe, Manuel, Carlos, Marlene, Daniela. Unos psicólogos estupendos, que además de ser brillantes en lo académico eran muy buenas personas. Con la doctora Vivien Lyng, esposa y madre de dos psiquiatras, me escribo cada cierto tiempo. Es una dama elegante y estudiosa, que hizo psicología y neuropsicología por puro gusto, pues se desempeñaba como ingeniera de alimentos.
He llamado al doctor Meléndez en ocasiones, y también le he escrito. Sus respuestas dejan ver al científico que es también un humanista; sus palabras son siempre motivadoras. Hace cinco años, cuando publiqué Nuevo Orden, le llevé a él, al doctor Ortega y al doctor Walter Lipps (otro gran profesor) un ejemplar. Cada vez que pienso en Chile pienso en Valparaíso, en Viña del Mar y en Concón con mucha gratitud. Cada sábado, después de salir de clases (a eso de las 5:30 de la tarde), alquilaba una pieza en algún hotel barato y salía a disfrutar de esas bellas playas, de esa maravillosa gente…y volvía el domingo en la noche a Melipilla, a trabajar.
En Melipilla, al lado del Hospital, esperaba la ambulancia de San Pedro, la cual me llevaba de vuelta a mi casa (que quedaba en Loyca, junto al puesto de salud de ahí). Los conductores, Esteban Balboa y Fernando González, siempre fueron muy amables conmigo. Nunca compré auto en Chile, pues a los pocos meses me di cuenta que no me quedaría en ese país. Quería obtener nuevos logros. Y a estos buenos hombres, los choferes del puesto de salud de San Pedro, les debo el haberme podido desplazar de Melipilla a mi casa a altas horas de la noche, cuando ya no había servicio de buses intermunicipales. El señor Balboa, dicho sea de paso, era un lector consumado. Conversar con él era sumamente agradable.
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