martes, 22 de octubre de 2013

XXXIII

Para ese entonces lo intentamos nuevamente en un torneo de fútbol al interior de la Facultad de Medicina. Seríamos el “equipo de Internos” y nos enfrentaríamos a los equipos de primer, tercer y octavo semestre del pregrado. Un Médico Interno no es mucho más que un estudiante de medicina, pero parece que toda la carga simbólica de “ser Internos” nos benefició. Por primera vez, aunque seguíamos siendo el mismo equipo de troncos, teníamos algo de magia, algo de mística. Los jovencitos no veían la nómina mediocre, ni la formación caótica (a esas alturas, yo ya había abandonado la idea de ser el técnico del semestre), ni las barrigas incipientes, ni la absoluta ausencia de habilidad. No. Veían, por el contrario, cierta experiencia; nuestras pieles curtidas y nuestra mirada entre risueña, cínica y despectiva (típica “mirada de Interno”) seguro los impresionaban. Lo cierto es que ganamos nuestros dos primeros encuentros (el segundo lo ganamos porque no llegó el equipo rival, hay que decirlo en honor a la verdad). Para sorpresa de todos, no me gané ninguna amonestación. Intenté jugar mejor, “como en los viejos tiempos”. Vino el tercer encuentro. Empezamos anotando, con lo que más de uno pensó que “ahora sí podíamos”, que “había llegado nuestro turno”. Fue, literalmente, ilusión de un cuarto de hora. Finalizando el primer tiempo estábamos ya debajo 1 a 2. Para colmo, Jaller falló un penal que pudo haber igualado las cosas. Ya en el segundo tiempo vi cómo un delantero rival arremetió contra Rocha, que intentaba salir con pelota dominada. Fue una jugada desleal. El árbitro se hizo el de la vista gorda. Tan pronto como el nivel de Rocha cayó, la defensa se fragmentó. Íbamos perdiendo 1 a 5 cuando el mismo sujeto que le había pegado a nuestro defensa estrella se puso en mi camino. Je, je. Pobre. Ojalá le hubiera quedado claro que es cierto aquello de que “el que la hace la paga”. La roja fue directa, como antaño. Pero me fui feliz, radiante. Había hecho justicia. Años después aprendería que no era correcto hacer justicia por la propia mano, pero en ese instante me sentí orgulloso de mí mismo. ¿Qué pasó después? Perdimos 2 a 7, pero igual estábamos clasificados. Me tocó pagar hasta una multa por la expulsión, y el árbitro se encargó de reportar mi nombre para que no hubiera forma de dejarme volver a jugar. Menos mal me graduaba en tres meses. Pero tampoco fue un acto de crueldad. Procedí evitando fracturar al desgraciado. Sólo quería darle su merecido. En el siguiente encuentro nuestro equipo recibió un aluvión de goles. No recuerdo quién comentó, irónicamente, que no hubieran tenido una salida tan deshonrosa del torneo de haber contado “con la amenaza Campos”. Mientras proseguía mi rotación en el “Paraíso” (la Unidad de Salud Mental del Hospital San Ignacio) terminé de leer el Tratado de Psicopatología de Karl Jaspers y el resto de obras de Sigmund Freud que me quedaban faltando. Después le metí el diente a todo, feliz de encontrar esbozos de verdad en diferentes autores (y convencerme, una vez más, que nadie tiene el monopolio de la verdad): Viktor Frankl, Carl Gustav Jung, Margaret Mahler, Alfred Adler, Wilhelm Reich. De vez en cuando me entretenía con literatura no científica, a costa de Racine, Gorki, Proust o San Juan de la Cruz. Publiqué por última vez en El Fonendo, un artículo de opinión titulado Adiós a las armas.

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