martes, 22 de octubre de 2013

XXVIII

Una de las cosas más hermosas para un joven escritor es ir encontrando gente que lo elogie por su obra. Ya en la Facultad de Medicina algunos docentes, como los doctores Jaramillo y González-Pacheco me habían felicitado. También varios de mis compañeros (Luz Andrea Zuluaga, Paola Andrea Roa, Rafael Antonio Samper, Alan Solano, Juan Pablo Llano, Rocío Mariño y su esposo Sergio Cervera, Jorge Pérez, y los ya mencionados Maria Fernanda Cubides, Héctor Andrés Sánchez y Yamil Jaller) se habían alegrado mucho al encontrar algunos de mis cuentos y poemas publicados en revistas de literatura. Pero en la medida en que estudiantes de otras Facultades (Arquitectura, Derecho, Economía, Filosofía y Letras) se acercaban y me felicitaban (hubo una que hasta me pidió un autógrafo) me sentí bastante bien conmigo mismo, y agradecido con Dios por ese don. La carrera proseguía y, aunque a veces estuve tentado a “colgar los guayos”, perseveré. Me repetía a mí mismo muchas veces en la mañana, poco antes de entrar a la ducha, que ya faltaba poco. Pronto podría ser médico. Es decir, pronto podría ser psiquiatra. La literatura y los amigos ayudaban a endulzar esa experiencia tan árida y amarga. Pero debo a mi familia, en especial a la tía Teresa Vargas y su esposo de ese entonces, Edilberto Quintero, la mayor parte de mis alegrías. Con mis primos, sus hijos, lo pasé fantástico muchos fines de semana. Los sábados eran un alivio, si no tenía turno. Iba a la casa de ellos y me divertía, jugaba fútbol con mis primos José Nicolás y Andrés Felipe (a veces se nos unía otro primo, Carlos Andrés), luego comíamos (sobretodo pizza y burritos) y jugábamos juegos de mesa (junto a otra hermana de ellos, María del Mar) y nos reíamos un buen rato. De vez en cuando podíamos disfrutar la compañía del tío Adolfo, un hombre siempre lleno de buen humor. Cuando mis padres se trasladaron a Bogotá, mi corazón rebosó de contento. En especial por Luis Fernando, mi amado hermano, que ya mostraba una inteligencia sorprendente pese a sus escasos años. Compartir con él, desde que era un bebé, siempre ha sido una de mis mayores alegrías. Yo nací en 1982 y él en 1998, pero no existe “brecha generacional” alguna. Nos llevamos muy bien, y aprendemos el uno del otro. Mi esposa me ha comentado muchas veces que nunca ha visto a un hombre tan joven con tanta madurez. Estoy completamente de acuerdo. Luis Fernando es la lucidez, el pensamiento en su mejor expresión. Y a su maravillosa mente añade un gran corazón. Qué gran persona.

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