martes, 22 de octubre de 2013

LXXIII

Decididos a formalizar nuestro matrimonio, buscamos una ceremonia católica en Medellín. Pero nos sorprendió la actitud paquidérmica y hasta displicente de muchos párrocos, por lo que buscamos a un sacerdote amigo, el padre Soto, de la comunidad agustiniana, para que nos pudiéramos casar a inicios de diciembre. La boda terminó celebrándose en un antiguo monasterio fundado hacía dos siglos en un sitio cercano a Ráquira (Boyacá). El estilo colonial, la actitud de los frailes y novicios, las ermitas y las catacumbas conferían al lugar la atmósfera peculiar. No era como tal sobrecogedor, pero tenía algo de belleza misteriosa. Fue un 3 de diciembre. Los padrinos fueron dos grandes amigos y colegas, los doctores Gabriel Fernando Oviedo y Claudia Marcela Salcedo. Llegar al sitio fue toda una aventura: mi esposa y la madrina llegaron en un taxi desde Tunja, sobre el tiempo. Yo traté de tomar un bus a Ráquira desde Villa de Leyva, pero como no lo conseguí tuve que hacer autostop y terminé viajando en un camón de papas. Cuando llegué a Ráquira, en sudadera y bajo la lluvia, tuve la fortuna de ser recogido por Gabriel y Adriana (su esposa) y de ser llevado por ellos al monasterio. Llegamos al mismo tiempo (es decir, tarde) Ana Ximena y yo, pero afortunadamente el padre que iba a celebrar nuestro matrimonio se había olvidado del asunto y estaba de misión. Así que tuvimos una valiosa hora para cambiarnos y alistarnos. La ceremonia fue bonita, junto a un altar barroco y un público pequeño pero compuesto por algunos de nuestros amigos más cercanos. Fue una fortuna que hubieran alcanzado a llegar las doctoras Lyda Lozano (psiquiatra infantil) y Julieta Aristizábal (psicóloga), a quienes tanto queremos Ana Ximena y yo. Gabriel, el padrino, nos ayudó mucho: después de la cena y la recepción (en cuya organización estuvo mamá, muy atenta y bien dispuesta), nos llevó hasta Villa de Leyva, donde mis padres nos habían regalado la noche de bodas en una suite del hotel Duruelo. El regalo de bodas de mi hermano fue maravilloso: tocó su guitarra y amenizó la noche, opacando incluso al grupo que nuestra madre había contratado. Nos dedicó especialmente una canción de The Police que me gusta mucho: Every breath you take.

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