martes, 22 de octubre de 2013

LVI

Anduve, como en todos los sitios en los que estuve a lo largo de ese viaje, con los ojos y oídos bien abiertos, captándolo todo. Recorrí a pie pueblos aledaños, encontrando en todas partes ruinas incaicas y, gracias a mis amigos, genuinos taitas (indígenas ancianos, descendientes directos de los primeros pobladores de América, sabios…que se distinguen de los farsantes porque no cobran dinero ni prostituyen su saber ancestral). Aprendí muchísimo. Una mañana, caminando con Basilio, nos internamos en un pequeño bosque. Estábamos bien arriba en la montaña. Hacía frío. Por fortuna llevábamos unos ponchos excelentes. Nos hicimos junto a un arroyo y encendimos una pequeña hoguera. Me sorprendió la capacidad de Basilio para hacer fuego sin producir casi humo. Oramos, meditamos y nos recostamos un rato a contemplar el imponente paisaje. Entonces se nos acercó la criatura más hermosa que he visto en toda mi vida: un pequeño venado de color plateado, que nos miró tímidamente (pero también cariñosamente), bebió agua y se fue como había llegado, sin hacer ruido. Esa imagen, tan hermosa, me acompañará por siempre. Participé en varios rituales indígenas, uno de ellos realizado en la propia casa de Carola y Basilio. En los cánticos, las oraciones y los símbolos que se manejaban percibí un profundo respeto por la Naturaleza, por la Vida en sí misma. Pero también un geocentrismo exagerado. Y cierta indolencia ante los problemas del mundo (que me explico por el desdén que sienten los amerindios hacia lo que no es su mundo, hacia lo extranjero). Sucede con esta como con las otras religiones: logra captar visos de la Verdad, pero no la totalidad de la misma. A Dios no lo atrapa nadie.

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