martes, 22 de octubre de 2013
IV
En 1988 empecé la educación básica, en el Gimnasio La Fragua. De los profesores de primaria recuerdo con especial afecto a Segundo de Jesús Márquez, Pedro Julio Gallo y Ricardo Rocha Suárez. El profesor Márquez me alentó a leer mucho; en ocasiones me llevaba cuentos y fábulas para que me entretuviera, mientras él pacientemente les enseñaba a leer a mis compañeros. También me ayudó a crear un sentido de disciplina, responsabilidad y orden en mis asuntos que me ha acompañado siempre.
El profesor Gallo terminó de forjar mi personalidad; la honradez y el placer en el trabajo bien hecho, la capacidad creativa y un optimismo a toda prueba fueron su más valioso aporte. Enseñaba con su ejemplo. También notó en mí una gran capacidad para concentrarme, durante horas. El profesor Gallo y mis padres mantuvieron una correspondencia asidua, como pude ver en la agenda de 1991 años más tarde. Estaban atentos a todo, siempre dispuestos a estimularme intelectualmente. Siempre les agradeceré eso, estuvieron muy pendientes de mí. Estimularon mi gusto por la lectura aún más. Por esos días disfruté a Verne, Poe, Stevenson. Otro favor que me hizo el profe Gallo fue el de enseñarme a tener mayor cuidado de mi cuerpo. Me inculcó la práctica del deporte, la necesidad de una dieta sana. En una ocasión llegó a ir a mi casa, como si fuese mi entrenador personal, a enseñarme algo de gimnasia. Mis papás estaban maravillados. Yo no, me costaron mucho trabajo los ejercicios abdominales y las flexiones de pecho. Pero ahora estoy convencido que Pedro Julio era un pedagogo en el sentido más completo de la palabra.
El profesor Rocha se esmeró en cultivar mi don de gentes, vio en mí aptitudes de sano liderazgo y me dio herramientas para hablar en público. Me dio el impulso para postularme Alcalde de Primaria (una especie de representante de los estudiantes de primaria ante las directivas del colegio). Papá me ayudó a pulirme como orador (con métodos poco ortodoxos, pero a esas alturas veo que muy prácticos, para perderle por completo el temor a hacer el ridículo), mamá revisó y pulió pacientemente mis discursos, el profesor Rocha me ayudó en la logística de la campaña. Fue un bonito ejercicio. Ya había sido monitor de grupo en años anteriores, pero esto exigió un poco más. Mi querida abuela paterna, Resffa, murió el día anterior a las elecciones. Convencido de que iba a ganar, redacté un discurso de agradecimiento y se lo entregué a Juan Manuel Ucrós, mi “jefe de campaña”. Efectivamente, lo leyó. Ganamos.
Como “Alcalde”, lejos de asumir una actitud, pasiva, me puse manos a la obra. Conocí y trabajé con varios estudiantes en la actualización del periódico escolar y en cuanta actividad académica o recreativa hubo. Pude lograr dos cosas: se varió el menú de la cafetería (que empezó a ofrecer comida más saludable), y se abrió la biblioteca a los estudiantes de primaria. Yo mismo doné con gusto algunos libros. Organizamos salidas a elevar cometa, campeonatos de microfútbol y excursiones al campo. Recuerdo que la mamá de un compañero comentó gustosa cómo, en una ocasión en la que sembramos árboles con los del curso, hice la faena con determinación y sólo me senté a descansar cuando ya había sembrado varios y tenía empapada la camisa.
Otra cosa que agradezco al profe Rocha fue el permitirme hacer parte de su think tank. Empezó a prepararnos en matemáticas (era su fuerte, él mismo era Licenciado en Matemáticas y Física), a llevarnos a dictar clase, y pronto produjo un muy buen equipo de conferencistas. Llegamos a presentarnos en la Universidad Antonio Nariño, en la Universidad Surcolombiana y en la Universidad Nacional. Poco después, intentando conciliar lo matemático con lo humanístico, empezamos a dar una conferencia hermosa, titulada Las matemáticas como vehículo para la formación de la persona. Estudiantes de matemáticas (algunos que se encontraban cursando maestría), física, pedagogía y hasta filosofía asistían a escucharnos. Recuerdo con especial cariño sus preguntas, sus palabras de aliento, el interés que ponían. Dejamos de dictar la conferencia en 1995, tres años más tarde, por dos motivos: me cambié de colegio (para evitar que el matoneo de algunos compañeros envidiosos y maleducados progresara), y falleció nuestra “estrella”, un muchacho genial al que siempre admiré por su inteligencia a pesar de su corta edad: Armando José Spadafford Niño. La impericia del conductor (otro estudiante, de más edad, con quien regresaba a Neiva de un club a las afueras de la ciudad) y una curva peligrosa le arrebataron al Huila un talento promisorio.
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