martes, 22 de octubre de 2013

I

Nací en Neiva. Mis padres (Luis Alberto e Irma), sus familias y amigos hicieron todo lo posible para brindarme una bienvenida lo más agradable posible. Eran amorosos y sumamente entregados; también estaban decididos a darme más de lo que ellos mismos recibieron. Les estoy agradecido. La imagen más antigua que tengo es la de papá hablándome acerca de unas plantas que José Ignacio, mi abuelo materno había sembrado en el jardín de su caserón. Así fue muchas veces. Él, como maestro innato que era, hablaba, enseñaba y acompañaba al mismo tiempo, amorosamente. De otro lado, desde ese momento me ha interesado la jardinería. Es una labor noble, fecunda, que le permite a uno meditar mientras trabaja. A lo largo de la vida, la jardinería me ha dado momentos de enorme paz, aún en medio de grandes tensiones y dificultades. Me gustaron mucho las hortensias, siempre florecidas y de variados colores. Y así está el recuerdo: papá hablando y mostrándome los caimarones, las rosas, las margaritas, las flores silvestres (en Colombia las llaman “besitos”) y las orquídeas. Y me quedó para siempre la forma al mismo tiempo misteriosa, bella y nostálgica de las flores de una planta que llaman “pensamiento”. Me gustaba percibirlo todo. Observar, tocar, y especialmente escuchar. Recuerdo pasar tardes enteras escuchando a la gente, especialmente a mi padre. Abarcaba todos los temas, desde lo histórico a lo fantástico. Mi mamá me recitaba poemas. Neruda, Bécquer, Nervo…y, sobretodo Rubén Darío. Mi padre era prosa, mi madre poesía. Cuando mamá hizo su año rural nos trasladamos a Altamira, un pueblo de gente buena, famoso por sus achiras y sus arequipes Recuerdo que me sentía asombrado la mayor parte del tiempo. Y muy feliz. Jugaba en el ancho patio de la casa (una casona vieja, de muros hechos de bahareque) con unos carritos que me habían comprado. Cuando llovía, y el suelo se ponía barroso, hacía figuritas de animales y objetos de mi entorno. Quién sabe qué habrá sido de esas cerámicas toscas pero hechas con el corazón. Recuerdo con afecto a Livia, la enfermera, que sonreía y me hacía mimos mientras mamá atendía a los pacientes. También a Carmen Chacón, que lavaba pacientemente sábanas y otras prendas de hospital. A veces me quedaba medio adormilado viendo su labor paciente y constante, y escuchando las baladas que ponían en la radio. También a Johan, el hijo de los vecinos, con quien jugaba a “los exploradores” internándonos en las “profundidades” del “bosque” que tenía su padre, don Pastor Vargas, en el patio de su casa. Era un señor risueño y honrado, fan de Oscar Golden, que trabajaba como locutor y cultivaba plátano y maíz (en pequeña escala, pero lo suficiente como para hacernos el “bosque” de aventuras). He visto las fotos de un hermoso disfraz, que mi madre hizo con sus propias manos y lucí en el Halloween de 1984. Era un Mickey Mouse confeccionado con maestría. Ahora que pienso en el asunto, encuentro que mamá suele ser talentosísima cuando trabaja motivada por amor, aún en cuestiones en las que es “inexperta” (que yo sepa, nunca antes había usado una máquina de coser). Algo parecido sucede a la hora de cocinar: nunca se aprende una receta, pero cuando quiere sorprendernos con algo lo hace y punto. Y le queda delicioso. De hecho, mi plato favorito (por encima del triple arequipeño, del filet mignon y de la pizza) es la lasaña que hace ella.

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