jueves, 31 de octubre de 2013

ESTÉTICA Y BELLEZA II POR LUIS FERNANDO CAMPOS VARGAS

ESTÉTICA Y BELLEZA II Es la poesía una remota imitación Un dulce deseo O una breve distracción Si es hecha con el amor que corresponde Con la bella pasión Con el deseo estético kantiano Y la iluminada inspiración Imitando ilusiones y vagas esperanzas Del inglés de cabellos largos Y obras bellas y preclaras. Porque el oscurantismo ruso Poco se compara Con el retrato de Dorian O la pintura francesa. Sin embargo todo es arte, Todo lo que debería ser arte, Naturaleza y deseo, Chopin, Platón y Wilde, O lejanos cantares De Atenea y Ares, de una Afrodita troyana. Es ese el verdadero arte, El amor por el deseo Y el deseo por la ilusión Y el arte por el arte, Como la fé por la fé En un dios superior o En su agnosticismo. Es el ser por el ser, El impulso vano, El catalizador inexistente, La verdadera naturaleza, Del amor por el arte y por lo bello. POR LUIS FERNANDO CAMPOS VARGAS

Estética y Belleza I POR LUIS FERNANDO CAMPOS VARGAS

Estética y Belleza I La estética representada en su más grande expresión, Es la forma de la belleza en el ser humano. Porque todas las formas de arte y literatura No son sino apariencia de amor vano, Son sólo la abstracción e imitación de la belleza femenina. Todo tipo de arte y canción Y toda clase de oda Se quedan cortos ante el amor puro Ante la relajada expresión de un semblante bello. No es sino la pureza platónica O el deseo romántico, O el anhelo infantil Y el recuerdo lejano De la pictura hermosa Que se va renovando conforme el tiempo, No es sino esa forma de arte Que sustrae lo más bello del mundo Que logra superponerse a la realidad burda y desequilibrada, No es sino ella la que Debería llamarse verdadero arte No es sino ella la máxima Representación de la belleza humana. POR LUIS FERNANDO CAMPOS VARGAS

SENTIMIENTOS POR LUIS FERNANDO CAMPOS VARGAS

SENTIMIENTOS En el girar eterno de la vida, En el ir y venir, En los altibajos y en los problemas Es hermoso ese momento, Ese espacio de tranquilidad, En el que uno se siente fuera del mundo, Lejos del sufrimiento y la pasión Ensimismado en los propios pensamientos. ¿Pero qué sería de nosotros Si la furia de la batalla se fuera por siempre? ¿Qué sería una vida sin el calor del sol Y el frío de la mañana, Sin el cansancio físico de una larga jornada, O la alegría sincera de la victoria? Yo siento que he nacido para soñar y para gritar, Que la esencia de la vida No es más que la de los sentimientos, Que salir al mundo es el culmen de la felicidad humana. POR LUIS FERNANDO CAMPOS VARGAS

Canto del Ermitaño

¿Qué es la vida criticando, Viviendo una ilusión efímera y escurridiza, Creyendo que somos lo que queremos ser, Sin ver que lo que rebajamos en los demás Es lo que compone lo que somos? Entonces, o vimos criticando O ignorando; pero Mi problema, y dudo ser el único, Es que ver en los demás los errores Me es inevitable, y evidentemente Permite una mayor comprensión De la vida. ¿Luego la solución es andar Entre gente que nos comprenda? Porque escuchando las marchas fúnebres de Chopin O leyendo al mítico Dostoievski, Sí me siento feliz, sí me siento completo. Pero me pregunto, ¿Soy yo el que estoy loco, O el mundo enfermo no me comprende? Porque, ¿Cómo dicen que estoy mal, Si vivo en su mundo y habito donde todos? ¿No fueron ellos quienes me hicieron así? ¿O no será que simplemente fuimos creados Para vivir en el devaneo hueco de la vida? No es sino salir a la calle y ver a la gente pasar, O hablar veinte minutos con un extraño. ¿Es que a medida que crecemos nos volvemos más Trastornados y enajenados, O siempre lo fuimos pero no lo mostramos? POR LUIS FERNANDO CAMPOS VARGAS

EXPERIMENTACIÓN "CIENTÍFICA" SOBRE SERES HUMANOS

La razón por la cual se creó el Código de Nüremberg sobre ética médica el 20 de agosto de 1947 está dada por las atrocidades cometidas sobre hombres y mujeres para ayudar a la Alemania Nazi y a toda su ideología. Como sujetos de prueba fueron utilizados muchos judíos, unos cuantos gitanos y polacos, así como prisioneros de guerra y discapacitados alemanes por los que nadie diera un peso. Este acto de barbarie fue encabezado por grandes venéreas, entre ellas Josef Mengele, “El ángel de la muerte”, quien, mientras estudiaba medicina y antropología en la universidad de Münich, hacía sus crueles experimentos. El tipo, al no podérsele llamar señor ni ningún otro título no despicable, operaba principalmente en el famoso campo de concentración de Auschwitz, Polonia, donde llegó a experimentar con alrededor de 1500 pares de gemelos (de los cuales sobrevivirían 200 individuos) para desarrollar sus teorías sobre eugenesia y genética; así mismo desarrolló teorías de cómo la gente afronta la hipotermia, los cambios de presión; de cómo lograr cambiar el color de los ojos (los cuales, después de abandonados por sus ahora muertos pacientes eran colgados en su habitación para deleite suyo en función de la diversa heterocromia presentada en sus pupilas) y el pelo; y hasta hizo intentos de esterilizar mujeres y crear siameses. Otros experimentos, realizados por gente tan desgraciada como el ya mencionado ángel de la muerte, fueron los de extraer huesos, nervios y músculos, y realizar trasplantes de los mismos, con la cucharadita final de no aplicarles anestesia sino más bien aprovechar la situación para documentar las reacciones del cerebro humano frente a grandes estímulos provocantes de dolor (causando disfunciones mentales en la mayoría de ellos). El “doctor” Aribert Heim, doctor muerte, y Carl Vaernet (famoso por su experimentación fallida sobre el “tratamiento” para los homosexuales, provocando la muerte inmediata del 50 % de sus pacientes y el resto dados de baja pocas semanas después) hicieron parte del elenco de esta farsa. Conclusiones interesantes basadas en estos experimentos son el hecho de que cuando un ser humano alcanza internamente una temperatura de 25 C ° a una temperatura ambiente de aproximadamente 5 grados, muere instantáneamente; que al parecer el agua de mar no puede volverse potable (los pacientes llegaron a lamer el suelo recién trapeado por causa de su deshidratación); que después de dos o tres minutos, mujeres y hombres expuestos a tratamientos radioactivos pierden su capacidad para ovular y producir esperma respectivamente; que la inyección intravenosa de sustancias (al parecer compuestas por yodo y nitrato de plata) esterilizan a cualquier ser humano, provocándole además fuerte dolor abdominal, hemorragias vaginales -ocasionalmente- y cáncer cervical (i.e., útero); entre otras. La discusión ética terminó por crear el ya mencionado Código de Nüremberg, el cual sólo avala experimentos científicos que: (1) incluyan a pacientes informados completamente del procedimiento del mismo y (2) de sus posibles nefastas consecuencias; (3) eviten el dolor innecesario y (4) las probabilidades de provocar discapacidades o muerte; se incluye también que el experimento debe ser (5) en aras del beneficio de la sociedad; (6) con previa experimentación en animales que apoyen el desarrollo del procedimiento; y (7) que el sujeto sea libre para decidir si quiere participar o si no; entre otras reglas. Sin embargo, estas leyes no se cumplirían al pie de la letra, permitiendo el surgimiento de otros crueles experimentos contra seres humanos como el popular MK Ultra (CIA) o el escuadrón 731 (Japón).
Pabellón «médico» de Mengele en Auschwitz. ESCRITO POR LUIS FERNANDO CAMPOS VARGAS

martes, 22 de octubre de 2013

EL VIAJE, por David Alberto Campos Vargas

**Introducción** He leído bastantes autobiografías, dada mi pasión por la Historia. Muchas de ellas son interesantes. Pero casi todas adolecen de un gran defecto: como si el autor no quisiera olvidar ni un pedazo de su vida, hay cierta tendencia a la redundancia y a centrarse en datos que son irrelevantes para el lector común. Por eso he reescrito esta autobiografía. La primera versión tuvo casi 500 páginas. La segunda, 280. Esta es por fin una versión con la que me encuentro a gusto. Lo esencial. Lo básico. 82 páginas. Quise escribirla también de manera lisa y llana. Creo que así han sido mi vida y mi carácter.

I

Nací en Neiva. Mis padres (Luis Alberto e Irma), sus familias y amigos hicieron todo lo posible para brindarme una bienvenida lo más agradable posible. Eran amorosos y sumamente entregados; también estaban decididos a darme más de lo que ellos mismos recibieron. Les estoy agradecido. La imagen más antigua que tengo es la de papá hablándome acerca de unas plantas que José Ignacio, mi abuelo materno había sembrado en el jardín de su caserón. Así fue muchas veces. Él, como maestro innato que era, hablaba, enseñaba y acompañaba al mismo tiempo, amorosamente. De otro lado, desde ese momento me ha interesado la jardinería. Es una labor noble, fecunda, que le permite a uno meditar mientras trabaja. A lo largo de la vida, la jardinería me ha dado momentos de enorme paz, aún en medio de grandes tensiones y dificultades. Me gustaron mucho las hortensias, siempre florecidas y de variados colores. Y así está el recuerdo: papá hablando y mostrándome los caimarones, las rosas, las margaritas, las flores silvestres (en Colombia las llaman “besitos”) y las orquídeas. Y me quedó para siempre la forma al mismo tiempo misteriosa, bella y nostálgica de las flores de una planta que llaman “pensamiento”. Me gustaba percibirlo todo. Observar, tocar, y especialmente escuchar. Recuerdo pasar tardes enteras escuchando a la gente, especialmente a mi padre. Abarcaba todos los temas, desde lo histórico a lo fantástico. Mi mamá me recitaba poemas. Neruda, Bécquer, Nervo…y, sobretodo Rubén Darío. Mi padre era prosa, mi madre poesía. Cuando mamá hizo su año rural nos trasladamos a Altamira, un pueblo de gente buena, famoso por sus achiras y sus arequipes Recuerdo que me sentía asombrado la mayor parte del tiempo. Y muy feliz. Jugaba en el ancho patio de la casa (una casona vieja, de muros hechos de bahareque) con unos carritos que me habían comprado. Cuando llovía, y el suelo se ponía barroso, hacía figuritas de animales y objetos de mi entorno. Quién sabe qué habrá sido de esas cerámicas toscas pero hechas con el corazón. Recuerdo con afecto a Livia, la enfermera, que sonreía y me hacía mimos mientras mamá atendía a los pacientes. También a Carmen Chacón, que lavaba pacientemente sábanas y otras prendas de hospital. A veces me quedaba medio adormilado viendo su labor paciente y constante, y escuchando las baladas que ponían en la radio. También a Johan, el hijo de los vecinos, con quien jugaba a “los exploradores” internándonos en las “profundidades” del “bosque” que tenía su padre, don Pastor Vargas, en el patio de su casa. Era un señor risueño y honrado, fan de Oscar Golden, que trabajaba como locutor y cultivaba plátano y maíz (en pequeña escala, pero lo suficiente como para hacernos el “bosque” de aventuras). He visto las fotos de un hermoso disfraz, que mi madre hizo con sus propias manos y lucí en el Halloween de 1984. Era un Mickey Mouse confeccionado con maestría. Ahora que pienso en el asunto, encuentro que mamá suele ser talentosísima cuando trabaja motivada por amor, aún en cuestiones en las que es “inexperta” (que yo sepa, nunca antes había usado una máquina de coser). Algo parecido sucede a la hora de cocinar: nunca se aprende una receta, pero cuando quiere sorprendernos con algo lo hace y punto. Y le queda delicioso. De hecho, mi plato favorito (por encima del triple arequipeño, del filet mignon y de la pizza) es la lasaña que hace ella.

II

Antes de volver a Neiva, me bautizaron con el padre Giuseppe Gifarelli, un sacerdote italiano trabajador y entusiasta, que moldeó el espíritu de Altamira (educando, arengando desde el púlpito, dirigiendo obras benéficas, haciendo parques con juegos para niños) desde que llegó, a finales de la década de 1970, hasta que murió en 2012. Era un cura decidido a elevar la condición moral y cultural de Altamira. Estoy agradecido por mi fe. Empecé siendo católico y luego fui budista, pasé por un periodo de ateísmo y retorné al catolicismo. He bebido de fuentes exquisitas, como los Vedas y el Bhagavad-Gita (mi Sagrada Escritura favorita, por lo sublime y coherente de su contenido). Tengo amigos judíos, musulmanes, hinduistas, taoístas, cristianos no católicos, y hasta eclécticos. También tengo amigos agnósticos, y algunos francamente ateos. Con todos me entiendo, porque tengo cierta inclinación hacia el ecumenismo. Creo que algunos pasajes de los Evangelios son las piezas más sublimes que ha producido la Humanidad. Entiendo hasta que algunos teólogos hayan sostenido que no es obra de un escritor humano, sino un dictado de Dios. Pero también valoro la belleza de la literatura sagrada producida en China e India, reflexiono a menudo gracias al Corán y a los textos sapienciales hebreos. He leído con gusto de todas las religiones, y encuentro en ellas suficiente belleza y verdad como para respetarlas y admirarlas profundamente. De hecho, creo que ese aperturismo que he tenido hacia todas las confesiones, esa tolerancia a las distintas versiones que cada grupo tiene de la Verdad (que es Dios), me ha granjeado grandes amistades y el cariño de la gente. En un mundo de polaridades y fanatismos, mi tendencia natural a la conciliación y al diálogo es siempre bienvenida. Por eso tal vez he sido un hombre afortunado, al que permiten entrar con gusto a todo tipo de templos y ceremonias. Y al que también reciben ateos y agnósticos con una sonrisa.

III

Al regresar a Neiva, mis padres arrendaron un apartamento en el centro de la ciudad. Era bullicioso, distinto al paisaje casi bucólico de Altamira. Mi papá pasaba horas conmigo, jugando y comentando los programas de TV que veíamos durante la mañana (luego me enteré que, para poder hacer esa gracia, trabajaba en su oficina hasta la madrugada). Me encantaba ver Lassie. Qué animal tan noble. En las tardes, mi mamá me llevaba a la Biblioteca Departamental. Después me matricularon en el Jardín Infantil Mi Casita. Era un sitio divertido. Me encantaba jugar y aprender. Del preescolar recuerdo con cariño a mis profesoras: Socorro, Alicia, Mariela, Marta. No recuerdo sus apellidos pero sí sus gestos, sus miradas, sus palabras siempre generosas. También sus manos protectoras, bienhechoras. Con Mariela aprendí a hacer mis primeras letras. Era una profe estupenda, con gran sentido del humor. Con Marta pude hacer mi primer escrito propiamente dicho, una carta a mis padres. Y escribí y dirigí una bonita obra de teatro. El tema central era la amistad más allá de las barreras socioeconómicas, el verdadero compartir. Creo que papá tiene aún algunas fotos de cuando la presentamos. Estas maestras hicieron mella en mi espíritu. Me enseñaron con amor inmenso, y me enseñaron el amor mismo con su ejemplo. En ocasiones aparecen estas buenas mujeres en mis sueños. Pero son más que arquetipos. Son personas que me hicieron mucho bien.

IV

En 1988 empecé la educación básica, en el Gimnasio La Fragua. De los profesores de primaria recuerdo con especial afecto a Segundo de Jesús Márquez, Pedro Julio Gallo y Ricardo Rocha Suárez. El profesor Márquez me alentó a leer mucho; en ocasiones me llevaba cuentos y fábulas para que me entretuviera, mientras él pacientemente les enseñaba a leer a mis compañeros. También me ayudó a crear un sentido de disciplina, responsabilidad y orden en mis asuntos que me ha acompañado siempre. El profesor Gallo terminó de forjar mi personalidad; la honradez y el placer en el trabajo bien hecho, la capacidad creativa y un optimismo a toda prueba fueron su más valioso aporte. Enseñaba con su ejemplo. También notó en mí una gran capacidad para concentrarme, durante horas. El profesor Gallo y mis padres mantuvieron una correspondencia asidua, como pude ver en la agenda de 1991 años más tarde. Estaban atentos a todo, siempre dispuestos a estimularme intelectualmente. Siempre les agradeceré eso, estuvieron muy pendientes de mí. Estimularon mi gusto por la lectura aún más. Por esos días disfruté a Verne, Poe, Stevenson. Otro favor que me hizo el profe Gallo fue el de enseñarme a tener mayor cuidado de mi cuerpo. Me inculcó la práctica del deporte, la necesidad de una dieta sana. En una ocasión llegó a ir a mi casa, como si fuese mi entrenador personal, a enseñarme algo de gimnasia. Mis papás estaban maravillados. Yo no, me costaron mucho trabajo los ejercicios abdominales y las flexiones de pecho. Pero ahora estoy convencido que Pedro Julio era un pedagogo en el sentido más completo de la palabra. El profesor Rocha se esmeró en cultivar mi don de gentes, vio en mí aptitudes de sano liderazgo y me dio herramientas para hablar en público. Me dio el impulso para postularme Alcalde de Primaria (una especie de representante de los estudiantes de primaria ante las directivas del colegio). Papá me ayudó a pulirme como orador (con métodos poco ortodoxos, pero a esas alturas veo que muy prácticos, para perderle por completo el temor a hacer el ridículo), mamá revisó y pulió pacientemente mis discursos, el profesor Rocha me ayudó en la logística de la campaña. Fue un bonito ejercicio. Ya había sido monitor de grupo en años anteriores, pero esto exigió un poco más. Mi querida abuela paterna, Resffa, murió el día anterior a las elecciones. Convencido de que iba a ganar, redacté un discurso de agradecimiento y se lo entregué a Juan Manuel Ucrós, mi “jefe de campaña”. Efectivamente, lo leyó. Ganamos. Como “Alcalde”, lejos de asumir una actitud, pasiva, me puse manos a la obra. Conocí y trabajé con varios estudiantes en la actualización del periódico escolar y en cuanta actividad académica o recreativa hubo. Pude lograr dos cosas: se varió el menú de la cafetería (que empezó a ofrecer comida más saludable), y se abrió la biblioteca a los estudiantes de primaria. Yo mismo doné con gusto algunos libros. Organizamos salidas a elevar cometa, campeonatos de microfútbol y excursiones al campo. Recuerdo que la mamá de un compañero comentó gustosa cómo, en una ocasión en la que sembramos árboles con los del curso, hice la faena con determinación y sólo me senté a descansar cuando ya había sembrado varios y tenía empapada la camisa. Otra cosa que agradezco al profe Rocha fue el permitirme hacer parte de su think tank. Empezó a prepararnos en matemáticas (era su fuerte, él mismo era Licenciado en Matemáticas y Física), a llevarnos a dictar clase, y pronto produjo un muy buen equipo de conferencistas. Llegamos a presentarnos en la Universidad Antonio Nariño, en la Universidad Surcolombiana y en la Universidad Nacional. Poco después, intentando conciliar lo matemático con lo humanístico, empezamos a dar una conferencia hermosa, titulada Las matemáticas como vehículo para la formación de la persona. Estudiantes de matemáticas (algunos que se encontraban cursando maestría), física, pedagogía y hasta filosofía asistían a escucharnos. Recuerdo con especial cariño sus preguntas, sus palabras de aliento, el interés que ponían. Dejamos de dictar la conferencia en 1995, tres años más tarde, por dos motivos: me cambié de colegio (para evitar que el matoneo de algunos compañeros envidiosos y maleducados progresara), y falleció nuestra “estrella”, un muchacho genial al que siempre admiré por su inteligencia a pesar de su corta edad: Armando José Spadafford Niño. La impericia del conductor (otro estudiante, de más edad, con quien regresaba a Neiva de un club a las afueras de la ciudad) y una curva peligrosa le arrebataron al Huila un talento promisorio.

V

En esos días (1991-1992) tuve también escribí algunas fábulas (por más que las he buscado, me temo que se han perdido para siempre), con las que gané dos concursos literarios. Declamando un poema de Pombo alcancé el segundo puesto en un certamen departamental. Y, de nuevo con el estímulo de Ricardo Rocha, empecé a escribir un intento de novela, un esperpento que se quedaba a medio camino entre la ciencia ficción y la clásica novela de aventuras, que aunque luego consideré impublicable creo que me permitió pulirme bastante. Con alegría y sorpresa indecibles encontré, años después, que mi hermano Luis Fernando (quince años menor), que escribe bastante bien hoy en día (mejor que yo y que muchos escritores: otro ejemplo de que la experiencia en ocasiones se doblega ante el talento), pasó por la misma afición. Me considero un orador con claridad de ideas. Todo empezó en 1992, cuando hice la campaña a la Alcaldía de Primaria del Gimnasio La Fragua. Después me fui habituando a presentarme cada vez que había una izada de bandera. Para el Día del idioma, el Día del Profesor y el Día de la Independencia realicé discursos ante funcionarios de la Gobernación del Huila y estudiantes. Poco a poco, desde entonces, me he ido puliendo en esas lides, aunque me sigue faltando mucho para ser un Cicerón. Pero lo importante es que me gusta hacerlo, así mi voz sea fea y me falte histrionismo.

VI

Mi primer perro se llamó Paddington, en homenaje a una historieta inglesa sobre un osito que vive con una familia media londinense. Era un pastor alemán sumamente ágil e inteligente. Era hijo de Maika, una perra de mi tío Héctor Félix con la que también jugué mucho en mi niñez. Cuando creció, mis padres decidieron regalársela a mi prima Claudia Marcela, porque su casa tenía un patio más adecuado para él. Acepté, no sin cierta resistencia, porque era una prima que me caía bien. En 1992 mi tía Susana me regaló una perrita muy vivaz y cariñosa. Le pusimos Reina. Fue una mascota que quise muchísimo. Jugábamos durante horas. Con ella aprendí mucho de lo que después sería mi especialidad: observar y escuchar, comprensiva y detenidamente. A los pocos meses era tal la empatía que nos entendíamos a las mil maravillas. Me la robaron en 1995, partiéndome el corazón. A veces he soñado que la encuentro, que nos fundimos en un abrazo efusivo, de esos que sólo se dan después de una ausencia de años. Algún día nos volveremos a encontrar, aunque sea en otro mundo. Y sé que nos reconoceremos. Su hija Nala estuvo con nosotros de 1994 a 1996. También se la robaron. Cuán horrendo puede ser el hombre, que por revender un animalito de esos le hace tanto daño a un niño. Mi hermana y yo lloramos varias noches, y anduvimos buscándola por el barrio. Y eso no es nada frente a otras barbaridades que cometen hombres y mujeres a diario. Nuestra propia especie y las demás especies padecen a menudo con la crueldad, la perfidia, la doblez y la agresividad humanas. Definitivamente, ese cuentico de la superioridad de los seres humanos sobre los animales es completamente falso. Hoy en día tengo a Tommy, y me parece ver en sus ojos la misma nobleza, la misma entrega de Reina. Mi esposa lo ama tanto como yo, por todas esas cosas que él nos muestra a diario y que reflejan un espíritu amoroso y fiel. Jugamos con él, reímos con él, comemos con él (pues tiene su silla en nuestra mesa, como el gran amigo nuestro que es…su único defecto es que a veces se antoja de lo que comemos nosotros). Hasta dormimos con él.

VII

Mis héroes eran Colt Seavers, Mc Gyver y James Bond. Mucho después vine a saber que sus verdaderos nombres eran Lee Majors, Richard Dean Anderson y Timothy Dalton. Luego supe que Lee Majors les hizo un homenaje a todos los dobles que lo habían ayudado en su carrera en dicha serie. Aún me divierto viendo Mc Gyver: me parece un tipo inteligente, recursivo y veloz de pensamiento, y que no usa armas. A la luz de lo que sé hoy en día no creo que sea un buen modelo para un niño un sujeto que anda por ahí matando gente a diestra y siniestra como esa versión oscura y apasionada de Bond que interpretó Dalton (y de la que a veces me llega algo cuando veo al Bond de Daniel Craig), pero me reconforta saber que a Dalton tampoco le gustaba, en la vida real, encarnar a ese personaje trastornado. Y me parece genial que no usara casi nunca dobles (algo inusual en películas de ese tipo). Eso sí, el truco de la antena que muestran en The Living Daylights no lo he podido hacer aún. Me he ganado algunos porrazos por ello. Y ni loco intentaría siquiera imitar muchas difíciles y arriesgadas escenas de License to Kill.

VIII

Ya mis gustos literarios eran otros: Molière, Castro Caicedo, García Márquez, Verlaine, De Lamartine. Un libro que me fascinó y me llevó al reencuentro con Verne fue La isla misteriosa, que me pareció fascinante. Pero nada como García Márquez. Sus relatos cortos (en especial dos, El ahogado más hermoso del mundo y Blacamán el bueno, vendedor de milagros), así como sus novelas, ejercieron sobre mí un poder hipnotizador. Dos excelentes profesores de Literatura, Gabriel Castro y Diomedes Yanguma, me animaron en dichas correrías. Publiqué dos artículos en el periódico del colegio: uno sobre la música de Mozart y el otro sobre el colombiano prehispánico. Por último, me gustaría rescatar de este periodo al profesor Marco Aurelio Tamayo, que fue rector del Gimnasio La Fragua. No duró mucho, justamente porque su carácter contrastaba. Creo que algunos padres de familia le tenían cierto desdén, porque no era un hombre pomposo y tenía un auto barato. Así, por desgracia, funciona buena parte de la gente: el esnobismo los ciega, y no saben reconocer a las personas valiosas. Se guían, para conceptuar sobre alguien, por la mera apariencia.

IX

Al Colegio Salesiano San Medardo le tendré siempre gratitud y cariño. Su rector, el padre Nicolás Rivera, mostró interés en recibirme (casualmente, este mismo sacerdote me había dado la Primera Comunión, el 8 de diciembre de 1992) y me dio todo su apoyo. Él sabía que estaba ganando un buen estudiante, y yo traté de retribuir con creces la confianza que depositó en mí. Mis padres tenían sus dudas con respecto a cambiarme de colegio. Yo se los pedía (y a veces, un poco más apasionadamente, se los exigía). En efecto, educadores como los profesores Márquez, Gallo y Rocha eran difíciles de conseguir en otra institución. Tenía buenos amigos (Elías Falla, Andrés Felipe Fadul, Nicolás Guzmán, Esteban Numa, Juan Manuel Ucrós, Jorge Enrique Gómez, entre otros), pero ya en 1993 algunos desadaptados pasaron de la agresión verbal a la agresión física, y yo me estaba cansando. Claro que era corajudo y me había resistido a los ataques, por lo que nunca lograron hacerme mayor daño. Pero no se trataba de vivir “la ley de la jungla” en el colegio. Yo quería estar en paz, no sobreviviendo. Imaginaba que el Salesiano, dirigido por sacerdotes, podría ofrecerme un ambiente más tranquilo y amable. Y así fue. Llegué en 1994. Pronto hice amigos, y de los buenos. Por primera vez tenía la bendición de ser estimado por mis capacidades intelectuales. Mis compañeros apreciaban mis conocimientos y mi gusto por la docencia. Pronto organizamos un equipo de estudio, siempre abierto. A mi casa iban cuatro o cinco (algunas veces, hasta diez) compañeros de clase a hacer sus tareas, intercambiar ideas y opiniones, dar o recibir monitorías. A mí me encantaba hacer las de Historia, Geografía y Literatura. Después, antes que oscureciera, jugábamos pimpón y fútbol. Era un ambiente sano, de muchachos aplicados. Los visitantes más usuales eran Mauricio Polanco, Sergio Andrés Pastrana, James Moreno, Diego Fernando Patarroyo, Carlos Mario Gaitán, Andrés Felipe Gómez, Marco Aurelio Palomino, Luis García, Marco Antonio Motta, Marco Fabián García, Jorge Enrique Salazar. Todos ellos han sido, hasta ahora, hombres tan honestos y trabajadores como entonces. Aprendí mucho de ellos. Hubo nuevos concursos literarios; me llevé un primer puesto en Poesía y el poema apareció en el Panorama Salesiano del 94. Pronto me integré al Comité Editorial de dicho periódico y me volví un colaborador habitual. Hice entrevistas y artículos de opinión, pero, sobretodo, poemas. Me sentía dichoso escribiendo poesía. Además aprendí otros gajes del oficio, fungiendo de diagramador, jefe de redacción, corrector de estilo, fotógrafo, miembro del comité logístico, director de propaganda, editor, director general; en más de una ocasión le puse tinta o le hice mantenimiento a las grandes máquinas de tipografía, y vendí el periódico en la calle. Cuando fui Director (1996-1998) me propuse transformar la publicación. La calidad literaria se elevó. Solamente aceptábamos trabajos originales, en especial cuento, poesía, crítica literaria y cinematográfica. Incentivé el periodismo reflexivo, político y de investigación. Pasamos de publicar un folleto en tinta negra y papel periódico a ofrecer una revista en papel más fino, en colores, con imágenes vivas y fotos bien tomadas. La publicación escolar se volvió departamental. En 1997 Panorama Salesiano se había posicionado de tal forma que tuvimos buenos ingresos por concepto de publicidad (empresarios, dueños de restaurantes y locales comerciales se interesaron bastante) y ventas. Pasamos de ser un periodiquito escolar a ser un magazín literario de calidad. Y se convirtió en patrimonio de los estudiantes. Lo anterior no habría sido posible sin el excelente equipo que tenía (estudiantes de bachillerato del Salesiano que compartían mi pasión por el periodismo y la literatura), el respaldo de las directivas del colegio (aunque el rector tenía al principio sus dudas, pues no concebía el “soltarle” a los estudiantes el periódico), los padres de familia (los primeros compradores y difusores) y unos profesores estupendos (los hermanos Guillermo y Argemiro Sánchez). La experiencia en Panorama Salesiano fue invaluable: me puso en contacto con los dos periódicos más leídos del Suroriente colombiano: Diario del Huila y Diario La Nación. En ellos fueron publicados varios poemas de mi autoría, que luego harían parte de Palacio de Cristal (1998), oficialmente mi primer libro. En el Diario del Huila realizaron además dos bonitas reseñas sobre mi obra, una de las cuales aún conservo. Es un recordatorio de que la constancia siempre vence.

X

Entre 1995 y 1998, por gracia del Espíritu Santo, obtuve dos premios y una mención de honor en Olimpíadas de Matemáticas municipales y departamentales. No me explico cómo, pues aunque me gusta la física (y era bueno para ella en la secundaria), el álgebra y la trigonometría nunca fueron mi fuerte. Siempre sufrí despejando ecuaciones. En muchas ocasiones no di con el valor de la dichosa x. Parece que la capacidad de focalizar la atención (cultivada desde los años de primaria) y la resistencia (las pruebas duraban en promedio dos horas) ayudaron en parte. Menos sorpresa me causó el recibir la Medalla de Oro que se entregaba cada 23 de abril por el desempeño en Lengua Castellana, Comunicación y Literatura, de 1994 a 1998.

XI

Mis nuevos héroes eran Rubén Darío, George Washington, John Lennon y Franz Beckenbauer. ¿Cómo era posible esa mescolanza? A Rubén Darío me lo presentó mi mamá, en la infancia. Y, ya en 1996, cuando leí Azul y Prosas profanas, me convertí en un fan declarado. Rubén Darío fue un poeta excelso, realmente inspirado. Logró lo que muy pocos: aunar intensidad y perfección formal, fondo y forma. Había pasión, había brío en él, pero también elegancia y musicalidad. Washington me parecía un patriota honesto y valiente, contrastante con los corruptos y/o moralmente mediocres políticos de nuestros días. Aunque siempre ha sido la música clásica mi favorita, empecé por esa época a escuchar house y rock; la figura de Lennon me atraía por su calidad musical y su valentía a la hora de hacer “canciones con mensaje”. El hombre no le temía a opinar de política, era un pacifista convencido. Por último, Beckenbauer era el modelo al cual aspiraba en mi puesto de defensa. Sí, defensa. No tenía la altura, ni el físico, pero sí las ganas. Una tenacidad sin límites a la hora de marcar, deshacer una jugada o sacar el balón de la línea de gol. Creo que en ocasiones llegaba a ser feroz. Nunca me di por vencido. Además tenía un potente remate de larga distancia (lo que me permitió hacer algunos goles, de tiro libre o con el balón en movimiento, desde mitad de cancha), con lo que resulté bueno para “despejar” el balón en caso de apuro. La posición de defensa, entonces, fue mi posición “natural”: era lo que menos mal hacía. Como arquero era espantoso, en la delantera me fallaba a menudo la puntería y en el mediocampo carecía de talento y habilidad para hilvanar jugadas. Ahora bien, aunque me parecía más a Fulvio Collovati o a Jenaro Gatusso que a Franz Beckenbauer, por mi manera ruda y descarnada de jugar, siempre le apunté a ser como el gran líbero alemán. En mi anterior colegio habíamos logrado un subcampeonato de microfútbol, en 1991. Pero fue en la “Copa Don Bosco” de 1994 donde pude desplegar todas “las ganas de ganar” que me caracterizaban (que no el juego bonito, ni la capacidad goleadora). Teníamos un equipo sólido. Con Carlos Mario Gaitán y Mauricio Polanco en la delantera parecíamos imbatibles. La jugada era calcada: el arquero sacaba largo y uno de ellos remataba, casi siempre de cabeza. Yo parecía un perro de caza en la defensa. Recibimos apenas seis goles en siete juegos (téngase en cuenta que era una copa de microfútbol), y anotamos diecisiete. Perdimos la final, 2 a 1. Traté de animar a mi equipo como pude, y me contuve para no llorar al recibir la medalla de plata. El campeonato de 1995 fue funesto, nos sacaron en primera ronda. Pero el desquite nos llegó en 1996.Ya para ese entonces era un poco más veloz y fuerte. De tanto ver videos y partidos de fútbol, algo se me había quedado. A la elegancia de Beckenbauer se había añadido el pragmatismo de Matthäus y la vocación ofensiva de Maldini en mi idea de lo que era ser “un buen defensa”. Finalizamos en tercer lugar, y sentí que había progresado mucho cuando me vi en la tabla de goleadores. Claro que no era Beckenbauer, pero anoté un promedio de dos goles por partido. Descubrí que anotar era fantástico, se sentía una felicidad única, indescriptible. Me aficioné a hacerlo. Volví a ser “el Capi” (cariñoso diminutivo de “capitán” con el que me llamaban en 1994 y 1995) en 1997. Por fin pudimos alzarnos con la victoria. Corrí, corrí mucho. Sólo hice dos goles, pero fueron importantes: el 3 a 2 definitivo en el partido de cuartos de final, que empezamos perdiendo 0 a 2 (un tiro largo y potente, que se estrelló en la base del poste izquierdo del arco rival antes de entrar), y otro de mitad de cancha (un verdadero cañonazo, estilo Rivelino) en la final que terminamos ganando 2 a 0.

XII

La “Copa Don Bosco” era otra de las diversiones de los Amigos de Don Bosco, un grupo juvenil fundado por el profesor Guillermo Sánchez (que así como amaba la literatura amaba el fútbol, como el mismísimo Albert Camus) y el sacerdote salesiano Juan Francisco Escobar, de origen antioqueño, conocido cariñosamente como “Padre John”. Tanto el profe Sánchez como el padre Escobar eran fanáticos del fútbol. El cura era hincha furibundo del Atlético Nacional, y tenía en su oficina una foto autografiada de Juan Pablo Ángel junto al retrato de la Virgen María. La cosa se puso interesante en 1997, cuando en las clases de Educación Física empecé a mostrar un nivel lo suficientemente adecuado como para integrar la selección de fútbol del Salesiano. Debo mucho a mis profesores Ever Caviedes y Carlos Rodríguez, porque me animaron a jugar “con los duros” en una época en la que la imagen que los medios de comunicación vendían de un “chico 10” como yo era la de un enclenque aficionado a los computadores, sedentario y nerd) y me permitieron avanzar a mi propio ritmo, sin sobrecargarme. El profe Caviedes, encantado de que “al mejor estudiante del Salesiano le gustara el fútbol”, se propuso brindarme herramientas técnicas y tácticas. Aprendí a patear penales y tiros libres, a barrerme sin incurrir en falta y otros trucos, además de algunas nociones de estrategia defensiva y ofensiva. El profe Rodríguez se propuso darme mejor fitness. Recorrí Neiva entera a trote como parte del entrenamiento. Asimismo aprendí a hacer voleas y chalacas, y perfeccioné mi puntería. Obviamente, calenté banca durante casi todo el 97. Había jugadores estupendos. Todavía recuerdo a Leandro Hernández, un compañero de clase que era un portento. Yo le decía que jugaba como Michel Platini. César Perdomo (quien luego fue futbolista), Simón Bonilla, Mario Araújo, Alcides Otálora, Michel Cifuentes, Juan Diego Perdomo, Néstor Fierro, Abel Rojas, Adrián Sánchez, Alvaro José Bonilla, Andrés Gómez y Wilson Flórez eran también parte del equipo. Unos ases. Como mi condición de “tronco” no me permitiría igualar nunca sus habilidades, me propuse ganar algo que ellos no tuvieran tan desarrollado. Aprovechaba mi posición de suplente para analizar el juego como lo haría un director técnico. Cotejaba lo que veía con partidos de la historia del fútbol. Aprendía. Leía. Seguía atentamente las principales ligas. Hasta adquirí libros y manuales de estrategia. Así que cuando me dejaron jugar un segundo tiempo, al final del año, los sorprendí gratamente. Tenía lo que los entendidos llaman “visión de juego”, y un buen “sentido posicional”. En 1998 hice gol en tres ocasiones: dos de tiro penal (siempre he sido tranquilo a la hora de patear penales, y esta es la hora en la que nunca he botado uno en mi vida, así sea en partidos de barrio) y otro de tiro libre. Se suponía que era un pase aéreo pero el balón se fue adentro. Lo celebré con toda el alma. Quedamos en un honroso tercer lugar en un torneo en el que pude ver que mi ciudad natal producía verdaderos cracks, y llegué a imaginarme cómo sería el nivel en ciudades en las que hay más recursos para la formación de futbolistas.

XIII

Pertenecí a dos grupos juveniles en el bachillerato: una Escuela de Líderes y los ya mencionados Amigos de Don Bosco. Fieles a la doctrina salesiana, los Amigos nos divertíamos sanamente en todo tipo de actividades (académicas, lúdicas, recreativas, deportivas). San Juan Bosco solía decir que “un santo triste” era “un triste santo”, instaba a la alegría y el esparcimiento dentro de los valores cristianos, y disfrutaba de la vida. El juego y la oración eran dos realidades complementarias para el fundador de la comunidad salesiana. Nunca fui tan feliz como en ese grupo. Nunca he gozado tanto, y tan decente y sanamente, en las sociedades científicas a las que he pertenecido después. El grupo original, nacido en el Colegio León XIII de Bogotá, se llamaba los “Caballeros de Don Bosco”. Al profesor Guillermo Sánchez siempre le pareció inapropiado el nombre, demasiado marcial y belicoso. Y los jóvenes queríamos ser amigos, no vasallos ni soldados. Siempre fuimos eso, los Amigos de Don Bosco. Jugábamos, leíamos, rezábamos y estábamos “siempre alegres”, como quería Don Bosco que estuvieran sus estudiantes del Oratorio. Me vinculé al grupo en 1994, cuando fui elegido Tesorero. Fui Secretario en 1995 y Presidente en 1996 y 1997. En 1998 el profe Sánchez tuvo que dejar las aulas por motivos de salud, pero el grupo trató de seguir funcionando. Tengo entendido que aún está activo, a pesar de la muerte del padre Escobar y la jubilación del profesor. Eso define a un buen grupo: la capacidad de sobrevivir a sus propios fundadores.

XIV

Otra cosa hermosa de mis días de secundaria fueron las distintas actividades religiosas y cívicas. En el Salesiano se vivía el Mes Mariano, la Semana Santa y la Navidad con apacible fervor, con alegría. Los estudiantes nos motivábamos a hacer altares a la Virgen durante el mes de Mayo. Hacíamos el Rosario con devoción. Muchos creíamos en las bendiciones de una vida sexual ordenada y de una vida espiritual fuerte y fecunda. En las misas cantábamos con entusiasmo, dirigidos por los profesores Gustavo Martínez y Liberio Salazar, buenos músicos y aún mejores personas. También fui voluntario y trabajé en escuelas humildes de mi ciudad, en labores de alfabetización. Me interesaba sobremanera acercar a esos jóvenes a la literatura. Siempre he creído que las Humanidades des-bestializan al hombre, lo hacen más sublime, y que un humanista es menos proclive a la violencia. Por eso estaba convencido que con mi labor contribuía un poquito a la paz del país.

XV

Siempre ocupé el primer lugar, en cuanto a rendimiento académico, en el bachillerato. Sentía que tenía una deuda moral con el padre Rivera, y por eso rendí al máximo. Incluso cuando llegó otro rector, continué siendo el “mejor estudiante” del colegio (lo pongo entre comillas, porque ahora que soy docente tengo serias dudas con respecto a que el que tenga las más altas calificaciones sea necesariamente el mejor). Era bueno hasta en las asignaturas que no me gustaban tanto (álgebra y trigonometría, que me parecían en verdad difíciles, pero que logré entender gracias a los buenos oficios del profesor Luis Ernesto García). Los profesores me apoyaban y acompañaban afectuosamente, permitiéndome al mismo tiempo autonomía y autodisciplina; les agradezco mucho, pues la capacidad de autogestión y la responsabilidad que me caracterizan las consolidé en aquella época. Mi padre aún guarda la colección de diplomas, menciones de honor y medallas por rendimiento académico que fui ganando de 1994 a 1998. De la profesora Amanda Rodríguez aprendí a hacer muy buenos cuadros sinópticos y resúmenes; además, con su ejemplo me mostró cuán bello es ser virtuoso. Del profesor Humberto Torres aprendí a estar siempre listo, siempre bien preparado. El profesor Marcelo Vargas, un chileno que había huido de las atrocidades de la dictadura en su país, me estimuló a seguir escribiendo con sus elogios y críticas favorables; también me hizo sentir la necesidad de viajar, de recorrer el mundo. Era un hombre erudito. El profesor Gerardo Peña era un maestro, me hizo ver la Geometría en la vida cotidiana, y tenía un método sumamente ameno. La profesora Yolanda Peña fue fantástica. La única profesora buena de religión que tuve en mis años de colegio: en primaria (1988-1992) tuve que padecer el estilo cerril y la mente estrecha de un tipo del que ya olvidé el nombre, que creía que religión era catecismo y mal humor, y de 1994 a 1996 no pude sacar mucho provecho de unos seminaristas bien intencionados pero bastante ignorantes (aunque por fortuna llegué a recibir lecciones del padre Carlos Guerra, un buen teólogo...lástima que apenas durante dos meses). Con la profesora Peña, en 1997 y 1998, en cambio, pude hacer mis pinitos en filosofía de la religión. Ella nos dejaba pensar, nos permitía sentir que hacíamos exégesis, era abierta (nos permitió estudiar otras religiones, sobretodo las de Extremo Oriente, que tanto me han atraído siempre). El dogmatismo y la ortodoxia le eran desconocidos. Creo que “la profe Yoli”, como le decíamos cariñosamente, marcó un punto de inflexión en mi apreciación de los estudios religiosos, y en mi propia vivencia de los mismos: me reconcilié con la asignatura. Qué diferencia. Qué claridad de ideas. Qué apertura. Siempre la recordaré con gratitud inmensa. El profesor de Filosofía, don Carlos Julio Pérez, leyó y lee aún buena parte de mis escritos. No eran ensayos con la rigurosidad y la solidez de los de ahora, pero tampoco eran malos. Él siempre me animó a escribir. Y a pensar antes de escribir. En la actualidad, como estudiante de Filosofía, escribo tan fácilmente en buena medida gracias al buen trabajo del profesor Pérez. Otro profesor que me alentó a escribir, y que se declaró admirador de mi poesía, fue Farith Ancízar González. Dictaba Ética y Valores, y nos evaluaba a través de ensayos y exposiciones orales. Conservo aún un puñado de ensayos escritos aquel entonces, me parecen originales y bien argumentados. Dos de ellos fueron publicados. José Urías Romero y Alberto Santos, que me dictaron Química y Biología respectivamente, siempre mostraron un profundo respeto hacia mis capacidades. Jorge Pérez fue un buen docente de dibujo. El profesor Hernán Puentes, de Física, se esmeró en enseñarme con paciencia y así, pese a mi escaso gusto por las matemáticas, llegué a ser un estudiante destacado en su asignatura. Además siempre me ha fascinado la física teórica. Y de los profesores de Ciencias Sociales (Nelson García en Geografía, Daniel Rojas en Historia, Yesid Perdomo en Historia y Cultura Ciudadana) tengo gratos recuerdos también. Todos ellos percibieron mi profundo interés y me estimularon a estudiar más allá de lo meramente curricular. Leí así muy buenos libros de Historia, y excelentes biografías de personajes ilustres.

XVI

Ya era la época en la que disfrutaba a los clásicos. Homero, Platón, Aristóteles, Virgilio, Suetonio y otros grandes del mundo grecorromano fueron mi compañía literaria permanente. De otro lado, el profesor Argemiro Sánchez me incentivó a leer a otros titanes de la literatura europea (Kafka, Sartre, Camus, Brecht, Unamuno, Cela, Pérez Galdós, Jiménez, García Lorca, Shakespeare, Zola, Calderón de la Barca) y latinoamericana (Rodó, Mutis, Vargas Llosa, Carpentier, Borges, Cortázar, Fuentes, Lugones, Fernández de Lizardi, Asturias). Le debo mucho al profesor Argemiro Sánchez. Publicó, sin temor, varios de mis artículos de opinión más cáusticos (por fortuna, no me hice tantos enemigos gracias a que los firmaba con el seudónimo de El caballero de la rosa negra), en los que atacaba con fiereza a los políticos de esos días, y, en general, a una sociedad que me parecía cada vez más hipócrita, asesina y narcotizada. Ya en preescolar había participado en la elaboración del guión de una obrita de teatro, que terminé también actuando, con otros niños del jardín infantil (1987). Después de casi una década, y gracias a Argemiro Sánchez, volví al campo de la dramaturgia. La dirección me fascinaba. Estaba pendiente de todo: el vestuario, la interpretación que cada actor hacía de sus papeles, la dicción, el maquillaje, la misma música. Estaba lejísimos de lograr el arte total wagneriano, por supuesto, pero tenía la intención. Me sentí especialmente contento con dos obras que el profesor Sánchez me permitió montar y dirigir: Las Convulsiones (de uno de los enemigos acérrimos de Simón Bolívar, Luis Vargas Tejada), y una adaptación de la inmortal Cien años de soledad.

XVII

Por ser el estudiante más sobresaliente en el colegio tuve ciertos privilegios, como el de ser consultado cuando el Colegio Salesiano elaboró el Proyecto Educativo Institucional, acorde con la Ley General de Educación de 1993, a finales del 94 e inicios del 95. Asimismo, las directivas me brindaron la oportunidad de formarme en los Cursos de Líderes y Animadores Juveniles que organizaba la comunidad salesiana. Pero tampoco fue lo mejor. Saberse un alumno destacado hace que a uno se le suban los humos, así la propia naturaleza sea afable y humilde, y hoy en día me arrepiento de haber sido en ocasiones desafiante con algunos directivos y figuras de autoridad. Poco antes de terminar la secundaria, apareció un nuevo reto: el Concurso Nacional de Ortografía. Dada mi excelente capacidad lectora, mi inclinación a las letras y mi formación eminentemente humanística (en buena medida autodidacta, aunque elogiada y estimulada por mis profesores), los profesores Argemiro Sánchez e Isabel Bonelo empezaron a prepararme. La primera ronda eliminatoria se realizó en el colegio. Vencí a mis contrincantes mostrando siempre una conducta respetuosa, caballeresca. Eso me permitió tenerlos de aliados en la siguiente ronda, en la que me enfrentaba a todos los ganadores de los demás colegios del Huila inscritos. La final la disputamos en un terreno relativamente hostil, el Colegio de La Presentación, justamente contra una de sus estudiantes. Al ganar, mostré la misma discreción y la misma actitud respetuosa de la primera ronda. Una jubilosa ovación retribuyó mi prudencia. Era el campeón del Huila. Nunca antes el Colegio Salesiano había llegado a esas instancias. Tuve dos días de protagonismo en la radio y la prensa huilenses. Los periodistas, un gremio ambivalente (tan presto a elogiar e idealizar como a minusvalorar y hacer críticas corrosivas), se portaron muy generosamente conmigo. Fueron amables en sus entrevistas, y más amables aún en sus reseñas. Visto en retrospectiva, fue mucho el bombo para tan poca cosa. Pero eso es el sello del periodismo de provincia. Y no es ningún pecado. Peor es hacer escándalo con las bobadas de la farándula, como hacen muchos periodistas en las ciudades grandes.

XVIII

Después, en la capital colombiana, los campeones departamentales fuimos agasajados del 2 al 4 de diciembre. Los organizadores del concurso nos trataron amablemente, nos intentaron llenar de comida chatarra (eran los 90s, y la penetración cultural estadounidense llegaba a niveles alarmantes) y nos brindaron un tour por la ciudad. La final fue dentro de las majestuosas instalaciones de la Academia Colombiana de la Lengua. Con calma, intuición y sentido común pude sortear difíciles pruebas. Escribí correctamente palabras que no había leído ni escuchado nunca antes (como “gnomodesia”). Al final, terminé en el segundo lugar de la competencia. En la ceremonia de clausura, me alegró (mucho más que el subcampeonato en sí mismo) poder recibir un abrazo del escritor Jairo Aníbal Niño. Yo conocía al señor Niño por sus poemas y relatos, en los que se dejaba entrever un alma sensible, que no se había dejado corromper por el materialismo o el narcisismo de este mundo. Su discurso fue emotivo, como era de esperarse. Y la conversación que tuve con él fue mágica. Aún conservo el libro autografiado que me regaló esa noche. Pese a la histeria con la que la prensa cubrió el hecho (uno de los encabezados fue: “Huila perdió campeonato por una tilde”), fui bien recibido a mi regreso a Neiva. Gané varios premios (entre ellos un computador que aún está en casa de mis padres), me dieron algún relieve en las noticias locales y dejé en alto el nombre del Salesiano. Ningún subcampeonato es una felicidad completa, pero creo que fue una experiencia valiosa. Además conocí a un amigo que todavía conservo, que a la sazón era el campeón del departamento del Atlántico, Carlos Arturo Serrano, administrador de empresas, escritor y editor. En la actualidad, creo que tengo aún mejor ortografía y me esmero en el asunto. Me pareció absurdo cuando, al poco tiempo, Gabriel García Márquez (Nobel de Literatura en 1982) salió diciendo que la ortografía era innecesaria para la lengua castellana. Fue otra de sus salidas en falso. He ido constatando, a lo largo de mi vida, que cada vez que este gran escritor abre la boca (sobretodo cuando opina de política) desilusiona a los que hemos leído con pasión sus libros. Definitivamente, hay gente que escribe mejor que como habla. Tal vez porque cuando esa gente escribe, sí piensa antes de escribir. Pero cuando habla…

XIX

Aún faltaba otro agradecimiento al colegio que me formó y me dio tantas cosas buenas. Desde la década de 1980, con Mauricio Forero Olarte (casualmente, el primogénito de una pareja de amigos de mis padres, Luis Eduardo y Rosario, a quienes quiero mucho), el Salesiano no lograba posicionarse con ICFES sobresaliente a nivel nacional. El ICFES es el nombre coloquial que se le daba a los Exámenes de Estado, la prueba por la que todos los estudiantes que están finalizando su secundaria pasan, antes de entrar a la universidad. Como lo realizaba el Instituto Colombiano de Fomento de la Educación Superior (ICFES) terminaron llamándose de esa manera en el lenguaje informal. Hoy en día, se les llama Pruebas SABER. Un resultado alto abre, como en ese entonces, las puertas de las mejores universidades, y permite que uno escoja la carrera que desea. En esa época, las pruebas del ICFES puntuaban hasta 400. Mauricio había obtenido 387. De nuevo, con la gracia de Dios y la iluminación del Espíritu Santo, al que me encomendé, saqué 389. Fue el octavo mejor resultado en el país. Gané el premio Andrés Bello a nivel departamental y nacional. Fue el resultado de una labor impecablemente realizada por mis profesores, mi familia y mis amigos, que no escatimaron tiempo ni recursos para permitirme un buen entrenamiento. Había presentado simulacros, me había preparado a conciencia desde hacía más de un año y contaba con todo el apoyo imaginable. Digo imaginable, porque a uno no le cabe en la cabeza el hacer fraude. Así fue. La nota agridulce del asunto es que unos funcionarios corruptos del ICFES (posteriormente destituidos) hicieron llegar a unos pocos estudiantes de Neiva el formato del examen que se iba a realizar, a cambio de dinero. Y otra estudiante obtuvo el primer lugar en el Huila. Resulta paradójico que el octavo puesto a nivel nacional sea el segundo puesto en su departamento. Pero así se dieron las cosas. La corrupción del país, evidente en las instituciones del Estado y aún en el propio gobierno de ese entonces, lo permeaba todo. Algunos de mis profesores alzaron su voz de protesta. Yo preferí no hacer nada, ni siquiera interponer una demanda, luego de recibir amenazas por vía telefónica. Nunca hubo demanda, pero sí se difundieron rumores en mi contra (el crimen es también descarado), acusándome de mal perdedor. Hubo quien me calumniara en una emisora de provincia, por la supuesta “falsedad” de la trampa. Años más tarde, ese mismo locutor (que ya había visto cómo había terminado la historia, tiempo después) me pidió personalmente excusas. Le dije que no importaba. A veces los dardos injustamente recibidos son necesarios. Ayudan a templar el carácter. Y sí que iba a necesitar eso en los años venideros: fortaleza. Mucha fortaleza. Tenacidad. Constancia.

XX

Ya había pasado a la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional cuando mis papás me comunicaron que lo intentarían en la Pontificia Universidad Javeriana. Aducían que la Javeriana era más segura, menos inestable (no había peligro de huelgas) que la Nacional. Yo creo que, en el fondo, les asustaba la posibilidad de que me involucrara demasiado en la política. Les pregunté cómo iba a costearme los estudios en una universidad tan cara. Me dijeron que no había problema, el ICFES contemplaba unas ayudas (más o menos 3 millones de pesos colombianos) condonables, siempre y cuando se tuviera un promedio alto en la carrera. Que lo importante era estudiar duro. Tuve luego algunas invitaciones (a clubes filantrópicos, a la Alcaldía de Neiva, a la Gobernación del Huila) para agasajarme por el resultado del ICFES. Pude pronunciar dos o tres discursos, en los que insistí en la necesidad de invertir en educación y en fomentar la cultura. Y a la semana siguiente me fui a vivir a Bogotá. Estudié duro, en efecto. Medicina es una carrera sumamente difícil y exigente. En realidad, los malos salarios y las regulares condiciones de vida que enfrentan los médicos en Colombia me hacen pensar que no se justifica tanto sacrificio. En lo personal, algunos semestres me parecieron casi interminables, aburridísimos. Una enorme cantidad de conocimiento inútil, un modelo pedagógico tradicional y autoritario, cierto desprecio de los “científicos” por lo humanístico. Pero, por fortuna, fui tenaz, aguerrido y optimista; tuve un objetivo claro (ser como Sigmund Freud, mi nuevo ídolo); quise convertirme en médico psiquiatra a toda costa (y así aguanté todo lo que se vino encima, todas las durezas del ser estudiante de medicina: turnos, humillaciones a costa de docentes tiránicos, hasta gritos), y así fue como triunfé. Fue cuestión de fuerza y resistencia. Otro factor importante, que me permitió disfrutar algo la carrera, fue el compartir con unos compañeros excepcionales. Solamente en primer semestre, conté con la ayuda bendita de Ana Victoria Londoño para poder pasar una asignatura. Ella, una pereirana juiciosa y prudente, tuvo la paciencia de explicarme unas cuestiones que me parecían difíciles y no me gustaban (cálculos de osmolaridades, ecuaciones bioquímicas y estructuras de aminoácidos, y otras cosas por el estilo, de esas que hacen bostezar a un poeta), y de pasarme sus apuntes. Llegué al final como Argentina contra Perú en el mundial de fútbol de 1978: necesitaba anotar cuatro goles o más, para poder pasar. Tenía que sacar al menos 4,6. Parecía imposible. Pero jamás me he dado por vencido. Mi papá se vino a Bogotá a acompañarme y darme todo su apoyo. Oramos mucho. De nuevo, el Espíritu Santo me dio claridad de ideas y de entre la maraña de ácidos grasos, fenoles y aminoácidos pude sacar 5,0. Pasé. ¡Pasé!

XXI

Estaba estudiando medicina, desde un principio, con el fin de ser psiquiatra. Todo había comenzado en 1996, cuando en la casa de mi tío Héctor Félix me entretuve con Freud. Entre sus numerosos y buenos libros me llamó la atención La interpretación de los sueños. Lo leí con fruición, en muy pocos días (así estaba de engolosinado). Y comprendí las palabras de algunos salesianos con los que había hecho retiros espirituales. Esa sensación de plenitud, de inefable alegría. El llamado. La vocación. Ahora bien, ser psiquiatra implicaba ser médico. Aunque me interesaban mucho más la filosofía, las ciencias políticas y el periodismo, me dije a mí mismo que, con tesón y disciplina, los seis años que duraban los estudios en medicina me parecerían pocos. Me equivoqué un tanto. Muchas veces me sentí en cautiverio. Hubo momentos luminosos, por supuesto. No todo puede ser tristeza y sombras. Le agradezco profundamente al doctor Hernán Santacruz Oleas, psiquiatra y psicoanalista, sus clases magistrales cargadas de humor fino, declaraciones polémicas y erudición. Después de un primer año espantoso, fue una satisfacción escucharlo cada mañana, durante todo el tercer semestre, de 6:15 a 8:00. Sí, madrugábamos para escucharlo, pero lo hacíamos con gusto. Muchos años después, varios compañeros me han corroborado que fue el mejor profesor de la Facultad. Y no lo dicen sesgados. Ninguno de ellos fue psiquiatra, y a ninguno le entusiasmaba la psiquiatría en particular. Son personalidades heterogéneas, que luego se especializaron en otras cosas. Pero todos coinciden en afirmar que las disertaciones del doctor Santacruz fueron lo más entretenido, lo más agradable y edificante que tuvimos. Otros momentos agradables fueron los vividos en cuarto semestre, en las clases de psicopatología. Aunque no tan elocuentes ni divertidos como el doctor Santacruz, los doctores Maria del Rosario Molina, Guillermo Hernández y Maria Camila Montalvo nos hicieron también agradables las mañanas. Psiquiatras todos ellos, dieron lo mejor de su repertorio y puedo afirmar que aprendí mucho. En quinto semestre, en concomitancia con semiología e introducción a la clínica, realicé mi primera rotación en psiquiatría. Fue en el Hospital Santa Clara de Bogotá; estuve a cargo de un residente que luego fue un colega que me honró con su amistad: el doctor Oscar Mauricio Gómez. También recibí clases, durante quinto semestre, de un profesor excepcional: Javier Auli Carrasco. Tenía un humor sutil, así como una mente abierta a la reflexión y al diálogo. Era un gran psiquiatra infantil y un formidable psicoterapeuta. Pese a su formación psicoanalítica, no era dogmático. Fue una experiencia genial. Otro docente que me marcó fue Carlos Gómez Restrepo, uno de los psiquiatras más completos que he conocido en mi carrera (además psicólogo, psicoanalista, epidemiólogo, psiquiatra de enlace e investigador), cuyos consejos clínicos me han sido bastante útiles. A estos y otros psiquiatras (Simón Brainsky, Bismarck Espinoza, Jaime Vengoechea) los había conocido ya en Bucaramanga, en octubre de 2000, durante el primer Congreso Nacional de Psiquiatría al que asistí. En dicho congreso tomé apuntes y traté de sumergirme por completo en ese mundo (mi mundo, nunca había tenido dudas al respecto); la doctora Carolina Acevedo (a la postre, también psiquiatra) tuvo la gentileza de hospedarme, pues era su ciudad natal. Fue bastante enriquecedor el poder compartir con ellos en calidad de estudiante y también como amigo y compañero de congreso. Algunos me fueron dando “consejos” para más adelante, cuando me presentara a la especialización.

XXII

Durante 1999 y 2000 me había adentrado en autores tan disímiles como interesantes: Faulkner, Chejov, Tolstoi, Hernández, Cernuda, Apolinaire, Leopardi, Baudelaire, Kundera. Me fui puliendo como poeta, cuentista y ensayista. Aún había ecos de Rubén Darío y de los parnasianos franceses, pero poco a poco iba encontrando un estilo propio. Conservo casi todo lo escrito en esa época. La calidad no es mala. Muchos de ellos me valieron menciones de honor, premios y distinciones. A propósito, le debo mucho a un jesuita estudioso y cosmopolita, Jairo Bernal, quien como Decano del Medio Universitario patrocinó eventos como la Semana Cultural y el Concurso de Cuento, poesía y Ensayo. Eso sí tenía de bueno la Universidad Javeriana. Patrocinaba a sus jóvenes talentos. En 1999, con un poema de corte modernista alcancé una mención de honor. Al año siguiente hice la tripleta, coronándome campeón en las tres categorías. En aquel tiempo había un piloto de la Fórmula 1, Michael Schumacher, famoso por romper todos los récords y coronarse campeón por cinco años consecutivos. Algunos de mis compañeros me empezaron a llamar “Schumi” a propósito de mis victorias en el Concurso de Cuento, Poesía y Ensayo. Cuando el padre Bernal se hizo cargo de la Facultad de Arquitectura, su sucesor, Juan Vicente Córdoba (famoso por ser uno de los pocos jesuitas que llega a ser obispo en Colombia, y también conocido por ser bastante “mediático”), continuó estimulando mi producción literaria. Recuerdo algunas de mis producciones de entonces: El caso Liebermann, Arritmia, De la Inmortalidad, El joven Werther: ¿Trastorno Afectivo Bipolar?, La muerte y la música, La verdad sobre Tomás de Aquino, Aurora I y II, Psicoanálisis de El retrato de Dorian Gray. Han sido publicadas una y otra vez, en distintos pasquines, periódicos y magazines literarios. Pero donde recibieron atención por vez primera fue en la Javeriana.

XXIII

Pese a los escollos (los turnos nocturnos, a veces noche por medio; el brutal ritmo de estudio; el estilo tiránico de algunos profesores al que ya he aludido antes –por fortuna, ninguno de los profes de psiquiatría-; la escasa vida social que se hace cuando toca estar estudiando frenéticamente y a toda hora), hice buenos amigos en la Facultad de Medicina. Hubo gente muy buena, cariñosa, honrada, de la que aprendí mucho. Recuerdo con especial cariño a María Fernanda Cubides, cuya amistad endulzó mis días de estudiante de medicina. Todavía somos amigos, ya mi esposa y a mí nos honra con sus visitas. Una mujer estupenda, generosa y amable. También recuerdo con afecto a Pablo Ramírez, con quien estudiaba Histología en su casa (tenía un microscopio electrónico, y sus padres Elsie y Pablo eran unos anfitriones excelentes). A José Luis Pira y Jeadran Malagón, amantes del arte y la buena música. A Héctor Andrés Sánchez, un colega portentoso, de corazón inmenso (rara vez uno encuentra tal mezcla de bondad, humildad e inteligencia). A muchos otros, de los que más adelante hablaré. De hecho, viéndolo en retrospectiva tuve a mi lado a excelentes seres humanos. La mayoría de mis compañeros fueron maravillosos. Además de los psiquiatras, hubo algunos profesores especialmente generosos con su conocimiento. De ellos aprendí no sólo a ser un buen médico, sino una persona íntegra: Jorge Alvernia (neurocirujano), Angélika Kullmann (anatomista), Luis Fernando Jaramillo (patólogo y ávido lector de mi obra), Andrés Duarte (el mejor médico que he conocido en mi vida), Gloria Jiménez (neuropatóloga), Gabriel Pascual (un farmacólogo y científico noble, cariñoso y de altas miras), Otto Süssmann (infectólogo), Rodolfo Martínez (ginecólogo), Alberto Martínez (pediatra), Luis Rozo (un cardiólogo elocuente, cuyas clases eran diáfanas), Héctor Heredia (un pediatra que parecía internista, con un “ojo clínico” formidable) y otros docentes fantásticos. También tuve profesores farsantes, engreídos y poco comprometidos con la docencia. Ahora que soy profesor universitario veo cuán buenos fueron muchos; entregados, claros en sus exposiciones, virtuosos en sus vidas personales, atentos, dispuestos a despejar dudas y sembrar buenas ideas. Y cuán nefastos pudieron haber sido otros (los arrogantes, los que no tenían una preparación pedagógica) de haberme dejado influenciar por ellos. Eso sí, en honor a la verdad debo decir que todos esos doctores (tanto los buenos como los malos docentes) tenían un alto perfil académico, estaban bien preparados. Así fueran terribles como maestros, si uno era ingenioso algo podía aprender de ellos. Volviendo a mis amigos, aún recuerdo el equipo de fútbol del semestre. Había cuatro jugadores muy buenos: Yamil Jaller (un atlético y voluntarioso centrocampista, que en ocasiones oficiaba de volante de contención y en otras se lanzaba al ataque), Juan Camilo Araque (muy táctico, buen surtidor de balones), Oscar Gilberto Rocha (el único defensa central bueno con el que contábamos, y que además era el estudiante más aplicado de la carrera: una buena muestra de “mente sana en cuerpo sano”) y Diego Alberto Moreno, a quien llamé alguna vez “el Diego de la gente” haciendo referencia a una autobiografía de Diego Armando Maradona, uno de sus ídolos. El resto, ni hablar. La formación era un chiste. Siempre quise apostarle a un 5-3-2 ordenado y prudente, con dos carrileros que eventualmente pasarían al ataque (dando un 3-5-2 que, al menos en el papel, permitiría una buena ofensiva). Pero mis instrucciones quedaban por el suelo, no sólo porque yo mismo no daba la talla para poner en práctica lo que exponía a nivel teórico, sino porque intentar ser técnico y al mismo tiempo jugador es muy complejo. Mis amigos captaban la idea, pero el físico tampoco les daba. Al final, terminábamos jugando como niños de jardín infantil, corriendo detrás del balón. Pero, lejos de ser un “fútbol total”, la cosa parecía ser más un calcio improvisado y sin orden. Aunque en el primer semestre jugué un muy buen partido (en el que anoté, de tiro penal), ya para tercer semestre me notaba muy lento. Era líbero de nombre, ya no podía subir y bajar sin fatigarme. Me empezó a suceder algo que nunca me había ocurrido antes: ver el arco rival tan distante, tan inalcanzable…aún así, jugaba con determinación y espíritu de lucha. Era un guerrero. Yamil Jaller, al observar mi conducta dentro del campo (con muchas faltas cometidas, algunas de ellas francamente peligrosas), me bautizó “la amenaza Campos”. Las estadísticas hablan por sí mismas: de los diez partidos jugados a lo largo de mi carrera, tuve tarjeta amarilla en todos, y salí expulsado de cuatro de ellos (en dos ocasiones, con tarjeta roja directa). Jaime Arturo Torres, que se unió al equipo en noveno semestre, manifestó en cierta ocasión que yo parecía estar jugando fútbol americano. Y yo, en efecto, tacleaba, barría y golpeaba (a veces con los puños) como si se tratara de una batalla campal. Podía ser tronco, pero no pusilánime. Me batía como una especie de patriota escocés. De Beckenbauer ya no quedaba nada.

XXIV

Un muy buen compañero era Oscar Rocha. Así como en el fútbol luchaba valientemente y lograba abortar jugadas de gol de nuestros adversarios, en su desempeño académico era un gladiador. Fue el estudiante más aventajado de la clase. Otra cualidad suya era su disposición a ayudar, a dar asesoría. Cuando me vi a gatas con Estadística (de nuevo las matemáticas y yo, en una relación tormentosa), le pedí ayuda y él, muy amablemente, me recibió en su casa y me dio una completa monitoría. El asunto terminó bien, pasé la materia y seguí adelante, en el camino hacia ser médico para poder ser psiquiatra. Siempre estaré agradecido con Oscar. Asimismo con Héctor Andrés Sánchez. Un humanista completo, que me abrió su casa y su corazón. Estaba finalizando sus estudios de música, era políglota y aficionado a la semiótica y a la historia. Él y Mafe Cubides fueron mis mejores amigos en la Javeriana. Héctor Andrés y su familia siguen siendo de mi círculo más íntimo. Actualmente él ejerce en Alemania. Se casó con una mujer maravillosa, Eliana Baruffol. Tienen dos hijos hermosos, Simón y Antonia. Los padres de Héctor Andrés, Carolina Guerrero y Héctor Sánchez, reciben mi visita al menos una vez cada semestre. Constituyen una pareja genial, generosa, siempre dispuesta a acoger en su hogar. Dicho sea de paso, Don Héctor es el viajero más interesante que he conocido. No sólo conoce Europa y América como la palma de su mano, sino que ha estado en los sitios más insólitos del mundo, viviendo todo tipo de experiencias (algunas de las cuales son las más interesantes que he oído jamás). Y sus hermanos, Nicolás y Daniel, son dos hombres estudiosos e inteligentes, de cuya amabilidad siempre he podido nutrirme. Nicolás es matemático y músico; está en Canadá, donde se doctoró. Daniel es un gran abogado y un excelente viajero. Puede que llegue a superar a su padre en cuanto a aventuras.

XXV

Hablando de amigos, deseo volver un poco atrás, a la década de 1990. En el barrio tuve el privilegio de gozar la compañía de gente muy buena: Sergio Andrés Pastrana, Santiago y Roberto Ampudia, Daniel Barcias, Huberth Bahamón, Rodrigo Andrés y Marvin Hernán Gualy, Carlos Soto, entre otros. Jugábamos al fútbol (como siempre, mi labor era sobretodo defensiva, aunque a veces hacía bonitos goles de cancha a cancha), pero también practicábamos baloncesto y béisbol. Con el ingeniero Sergio Andrés Pastrana hemos sido amigos desde que estábamos en primaria. Sigue siendo el mismo hombre de familia y honesto de esos días, amante de las últimas tecnologías, verdadero genio de los artefactos electrónicos. Además de ser docente universitario, ha trabajado en numerosos proyectos, en todo el país. Cuando nos encontramos siempre intento armar un “picadito”, como en la adolescencia (él era nuestro arquero). Soledad, su abuela paterna, era una belleza: de esas personas que no escatiman en elogiar y apoyar. Sus padres, Humberto y Elvira, dos personas excelentes que siempre me han hecho sentir en casa cuando viajo a Neiva.

XXVI

Con los Sánchez se encendió en mí la llama del viajero. Sus relatos, las fotos que me mostraban, las cosas que traían, me abrieron a un mundo nuevo. Yo, que antes creía que sólo se viajaba en vacaciones y a sitios concertados con agencias, me convertí en un turista intrépido (en ocasiones, un franco aventurero). Creo que he madurado en los múltiples viajes que he realizado. El contacto con distintas culturas, el hecho de impregnarme de distintas sensaciones y discursos, me han convertido en una mejor persona, más pluralista y tolerante. He aprendido mucho. También he fortalecido el carácter y me he forjado una voluntad de acero. Tenía razón Cervantes: los libros y los viajes son las principales fuentes de aprendizaje. A mi esposa y a mi hermano les fascina mi forma de organizar y vivir los viajes (aunque a veces mi esposa se angustie ante una que otra temeridad o improvisación de mi parte). Conozco bien Colombia, y buena parte de América. Mucho menos Europa, pero me precio de haber estado en ciudades en las que el turista habitual nunca pone sus pies. De hecho, conozco bien algunas ciudades de Europa Central y Europa del Este que muchos viajeros “VIP” desconocen, justamente porque se limitan a lo que las agencias de viaje ofrecen.

XXVII

Ya para el 2001 empecé a leer literatura alemana en forma. Me empapé en autores de todas las épocas: Schiller, Dürrenmatt, Hesse, Goethe, Süskind, Böll, Heine, Novalis, Fichte, Brecht, Schopenhauer, Nietzsche, Jaspers…Siempre estaré agradecido con los escritores alemanes. Así como admiré en los clásicos ese equilibrio entre fondo y forma tan difícil de conseguir, así como me nutrí de la lírica fecunda de Rubén Darío y me dejé maravillar por los grandes del Siglo de Oro español y del boom latinoamericano, leyendo a los alemanes también gané mucho. Es, en efecto, una literatura que siempre conduce a la reflexión, al acontecer filosófico.

XXVIII

Una de las cosas más hermosas para un joven escritor es ir encontrando gente que lo elogie por su obra. Ya en la Facultad de Medicina algunos docentes, como los doctores Jaramillo y González-Pacheco me habían felicitado. También varios de mis compañeros (Luz Andrea Zuluaga, Paola Andrea Roa, Rafael Antonio Samper, Alan Solano, Juan Pablo Llano, Rocío Mariño y su esposo Sergio Cervera, Jorge Pérez, y los ya mencionados Maria Fernanda Cubides, Héctor Andrés Sánchez y Yamil Jaller) se habían alegrado mucho al encontrar algunos de mis cuentos y poemas publicados en revistas de literatura. Pero en la medida en que estudiantes de otras Facultades (Arquitectura, Derecho, Economía, Filosofía y Letras) se acercaban y me felicitaban (hubo una que hasta me pidió un autógrafo) me sentí bastante bien conmigo mismo, y agradecido con Dios por ese don. La carrera proseguía y, aunque a veces estuve tentado a “colgar los guayos”, perseveré. Me repetía a mí mismo muchas veces en la mañana, poco antes de entrar a la ducha, que ya faltaba poco. Pronto podría ser médico. Es decir, pronto podría ser psiquiatra. La literatura y los amigos ayudaban a endulzar esa experiencia tan árida y amarga. Pero debo a mi familia, en especial a la tía Teresa Vargas y su esposo de ese entonces, Edilberto Quintero, la mayor parte de mis alegrías. Con mis primos, sus hijos, lo pasé fantástico muchos fines de semana. Los sábados eran un alivio, si no tenía turno. Iba a la casa de ellos y me divertía, jugaba fútbol con mis primos José Nicolás y Andrés Felipe (a veces se nos unía otro primo, Carlos Andrés), luego comíamos (sobretodo pizza y burritos) y jugábamos juegos de mesa (junto a otra hermana de ellos, María del Mar) y nos reíamos un buen rato. De vez en cuando podíamos disfrutar la compañía del tío Adolfo, un hombre siempre lleno de buen humor. Cuando mis padres se trasladaron a Bogotá, mi corazón rebosó de contento. En especial por Luis Fernando, mi amado hermano, que ya mostraba una inteligencia sorprendente pese a sus escasos años. Compartir con él, desde que era un bebé, siempre ha sido una de mis mayores alegrías. Yo nací en 1982 y él en 1998, pero no existe “brecha generacional” alguna. Nos llevamos muy bien, y aprendemos el uno del otro. Mi esposa me ha comentado muchas veces que nunca ha visto a un hombre tan joven con tanta madurez. Estoy completamente de acuerdo. Luis Fernando es la lucidez, el pensamiento en su mejor expresión. Y a su maravillosa mente añade un gran corazón. Qué gran persona.

XXVIII

Una de las cosas más hermosas para un joven escritor es ir encontrando gente que lo elogie por su obra. Ya en la Facultad de Medicina algunos docentes, como los doctores Jaramillo y González-Pacheco me habían felicitado. También varios de mis compañeros (Luz Andrea Zuluaga, Paola Andrea Roa, Rafael Antonio Samper, Alan Solano, Juan Pablo Llano, Rocío Mariño y su esposo Sergio Cervera, Jorge Pérez, y los ya mencionados Maria Fernanda Cubides, Héctor Andrés Sánchez y Yamil Jaller) se habían alegrado mucho al encontrar algunos de mis cuentos y poemas publicados en revistas de literatura. Pero en la medida en que estudiantes de otras Facultades (Arquitectura, Derecho, Economía, Filosofía y Letras) se acercaban y me felicitaban (hubo una que hasta me pidió un autógrafo) me sentí bastante bien conmigo mismo, y agradecido con Dios por ese don. La carrera proseguía y, aunque a veces estuve tentado a “colgar los guayos”, perseveré. Me repetía a mí mismo muchas veces en la mañana, poco antes de entrar a la ducha, que ya faltaba poco. Pronto podría ser médico. Es decir, pronto podría ser psiquiatra. La literatura y los amigos ayudaban a endulzar esa experiencia tan árida y amarga. Pero debo a mi familia, en especial a la tía Teresa Vargas y su esposo de ese entonces, Edilberto Quintero, la mayor parte de mis alegrías. Con mis primos, sus hijos, lo pasé fantástico muchos fines de semana. Los sábados eran un alivio, si no tenía turno. Iba a la casa de ellos y me divertía, jugaba fútbol con mis primos José Nicolás y Andrés Felipe (a veces se nos unía otro primo, Carlos Andrés), luego comíamos (sobretodo pizza y burritos) y jugábamos juegos de mesa (junto a otra hermana de ellos, María del Mar) y nos reíamos un buen rato. De vez en cuando podíamos disfrutar la compañía del tío Adolfo, un hombre siempre lleno de buen humor. Cuando mis padres se trasladaron a Bogotá, mi corazón rebosó de contento. En especial por Luis Fernando, mi amado hermano, que ya mostraba una inteligencia sorprendente pese a sus escasos años. Compartir con él, desde que era un bebé, siempre ha sido una de mis mayores alegrías. Yo nací en 1982 y él en 1998, pero no existe “brecha generacional” alguna. Nos llevamos muy bien, y aprendemos el uno del otro. Mi esposa me ha comentado muchas veces que nunca ha visto a un hombre tan joven con tanta madurez. Estoy completamente de acuerdo. Luis Fernando es la lucidez, el pensamiento en su mejor expresión. Y a su maravillosa mente añade un gran corazón. Qué gran persona.

XXIX

Entre noviembre de 2002 y febrero de 2003 estuve en Rio de Janeiro, invitado por una tía a la que quiero mucho, Angela Constanza Vargas. Aprendí portugués de manera autodidacta: leyendo los periódicos a diario y devorando muy buenos libros (leí bastantes de Coelho, Amado y Saramago); escuchando noticias y hablando con las empleadas (que además me enseñaron algunas recetas de cocina) y algunos amigos de mi tía; saliendo a pasear, diccionario en mano. El diálogo directo con el ciudadano carioca me permitió dejar fluir el vocabulario adquirido. Creo que dicho viaje me dio también la oportunidad de limar asperezas de mi propia personalidad: aprendí a ser más amable en la calle y otros lugares públicos (el brasilero es mucho menos rudo en su trato que el colombiano, cosa de la cual tomé atenta nota, pues siempre me he preocupado por encontrar los caminos que conduzcan hacia una Colombia más pacífica y amable), aprendí a ser un buen conversador (cosa distinta a ser un buen expositor; en la conversación genuina se requiere ponerse al nivel del interlocutor, escucharlo, comprenderlo: valorarlo como un igual) y me volví un aceptable jugador de tennis. Mi tía Angela tenía previsto que pasara unas semanas en un pabellón de cirugía plástica, rotando con un brillante cirujano, amigo de ella, en un excelente hospital de Rio. Conocí al doctor y hablé con él de muchas cosas: de la situación de América Latina, de cómo la economía de Brasil había logrado despegar, de la situación de los inmigrantes. También jugamos tennis. Lo mejor es que jamás fui al hospital. No me interesaba aprender a ponerle implantes de seno o respingarle la nariz a nadie. Pero sí había un buen club cerca. Mejoré mi portugués y mis relaciones humanas, cosas que sí me interesaban. Y le brindé al cirujano la posibilidad de entrenar tennis con un aprendiz rápido y corajudo, que nunca daba un set por perdido. También en Brasil me reencontré con José David Méndez, el padre de mis primas Alejandra y Camila. Siempre tuve buenas relaciones con él, le encantaba hablar de política y de Historia, y su cultura general no era nada despreciable. Recorrimos juntos las playas de Macaé y Rio Das Ostras, hablando de todo un poco, instruyéndonos mutuamente. Al regresar a Bogotá, empecé noveno semestre renovado. De nuevo, se publicó un cuento mío en El Fonendo, el periódico de la Facultad de Medicina de la Universidad Javeriana. Consciente de estar ya en el último año de la carrera en el que podía compartir a fondo con mis compañeros (el siguiente año, el Internado, era una diáspora: nos enviaban a distintos lugares, muchas veces hospitales de otros municipios), me dediqué a estar más tiempo con ellos. Muchos se sorprendieron, gratamente, al verme más sociable. Se multiplicaron mis salidas, fiestas e invitaciones a comer. Aprendí algo más, que he ido corroborando a lo largo de la vida: uno recibe de lo que empieza dando.

XXX

Trataré de compactar en unos párrafos todo lo que mis buenos colegas y amigos me enseñaron. De Juan Camilo Araque me quedó para siempre su estilo jovial y alegre, su don de gentes; de Sandra Bastidas y María Mercedes Cristancho el orden y la pulcritud a la hora de tomar apuntes (hoy en día, que sigo siendo estudiante, trato de tener mis cuadernos tan impecables como los de ellas… varios compañeros me han felicitado por ello); de Luz Andrea Zuluaga y Héctor Andrés Sánchez su mirada crítica de los acontecimientos, su capacidad reflexiva y de análisis; de Diana Serrano su espíritu de lucha (derrotó, con tesón, un complicado cáncer); de Sandra y Alexandra Castro (no eran hermanas, pero rotaban siempre juntas…muchas veces conmigo, pues éramos los primeros de la letra “C” en la lista) la manera cordial y respetuosa con la que interactuaban con los pacientes; de Sergio Cervera y Rocío Mariño la amabilidad y humildad con todo el mundo; de Ricardo Gómez el empeño por indagarlo todo; de Angel Peñaranda y Ana Milena Antolínez su disciplina y buen juicio clínico. Con Jeadran Malagón, Hernán José Maya y Guillermo Andrés Rodríguez hablamos muchas veces de política y administración en salud. Lo pasé siempre muy bien con Claudia María Gómez, una mujer sincera, amante de la buena literatura, famosa por las tertulias organizadas en su casa. Una amiga generosa, que estudió psiquiatría y vive en Argentina. De Jorge Pérez siempre me llamó la atención su emprendimiento y sensatez en el manejo del dinero. Con Karen Vergara aprendí que no hay mayor belleza que la del alma (ella era despampanante, bien pudo haber sido modelo… pero destaco sobretodo su sonrisa franca, su honestidad y su moral intachable). Siempre recordaré la generosidad y el don de gentes de Diana Vargas, Juan Manuel Clavijo y Rafael Samper. Tuve la fortuna de conocer personas de conversación inteligente, como Abraham Chilevitt, Andrea Vanegas, Sandra López, Laura Sarmiento, Mónica Arredondo o Jerson Silva.

XXXI

En la medida en que terminaba 2003, me fui acercando a varios autores en lengua inglesa. Ya había tenido un agradable contacto con Shakeaspeare (al que considero, junto a Borges y Calderón de la Barca, el autor más grande de todos los tiempos) años antes, por lo que fue fácil el contacto con Yeats, Byron, Keats, Christie, los beatniks (sobretodo Jack Kerouac), los esposos Shelley, Conan Doyle. Y, especialmente, con James Joyce. El autor de Ulises y Dublineses siempre ocupará un lugar privilegiado en mi alma. En décimo semestre tuve cuatro semanas mágicas, rotando en el servicio de Psiquiatría Infantil del Instituto Franklin Delano Roosevelt. Leí a Klein, a Bion, a Ajuriaguerra, a Anna Freud (la hija de Sigmund, excelente terapeuta de niños). Observé atentamente a los doctores Germán Casas y Marta Isabel Jordán, mis profesores de psiquiatría de niños y adolescentes en el Instituto. Hablé también en varias ocasiones con el doctor Javier Aulí, el psiquiatra infantil del Hospital San Ignacio. La responsabilidad, el orden y la disciplina me merecieron el respeto de estas eminencias. Obtuve la máxima nota posible (5,0), lo cual me abrió puertas después.

XXXII

Ya en 2004 estaba cursando el año de Internado. Los primeros seis meses fueron, de nuevo, atrozmente aburridos y sumamente exigentes. En los turnos de medicina interna, cirugía y ginecología, por ejemplo, no quedaba tiempo ni siquiera para darse un pequeño reposo…y las labores proseguían al día siguiente, hasta las 4 de la tarde, cuando al fin terminaba la faena. En más de una ocasión sentí que desfallecía. Pero me daba a mí mismo palabras de aliento. Sabía que era cuestión de meses, se trataba de hacer el último esfuerzo. Y me volvía a llenar de vigor. Otros compañeros tenían menos capacidad para autosugestionarse, y caían en el enojo o en la franca desesperanza. Dos compañeras llegaron a desmayarse en los turnos. Otra tuvo una crisis epiléptica tras haber completado más de 30 horas sin dormir. Hice empatía con muy buenos residentes. Eran buenas personas; doctores sacrificados, estudiosos, muy aplicados. Sabían el ritmo brutal al que estábamos sometidos los internos, pues ellos mismos tenían una calidad de vida aún peor. Pero aún así eran amables, y trataban de darnos algo de docencia. Qué mártires. Muchas veces he pensado cómo pueden tener una mejor calidad de vida los residentes (los médicos que se encuentran estudiando una especialidad), después de tanta abnegación que vi. Los lectores nacidos fuera de Colombia se van a escandalizar con este dato: ni siquiera les pagan una remuneración simbólica por sus servicios (y eso que son el alma de todos los hospitales universitarios, aportando su mano de obra calificada de manera gratuita). Y, eso sí, tienen que pagar muchas veces matrículas costosísimas. Lo sabroso empezó a llegar de la mano de ortopedia, ya finalizando el primer semestre de Internado (el llamado “Internado Rotatorio”). Los residentes de esta especialidad entendían que la vida era mucho más que un hospital. Y tenían exigencias académicas y presenciales menos inhumanas. Jugamos en varias ocasiones, tanto en improvisadas canchas de “banquitas” (más pequeñas aún que las de microfútbol) como en videojuegos. Veíamos cine. Nos daban unas horas para ir a dormir, siempre y cuando al día siguiente estuvieran los pacientes evolucionados. Después hice un mes electivo en neurología, en el que aprendí mucho y di muy buena impresión a mis profesoras. Era talentoso para eso, pero había un problema: sólo me interesaban las funciones cerebrales “superiores”. De ahí que, aun cuando fuera una tentación, la neurología nunca me hizo traicionar la psiquiatría. Después, ¡oh, delicia!, empecé el Internado Especial. Fueron seis meses de completa dicha. El grado se acercaba y, por primera vez, me sentí haciendo y aprendiendo cosas que me serían útiles en la vida. Roté en la Unidad de Salud Mental del Hospital San Ignacio durante tres meses. Ahí estaban todos: los doctores Gómez, Santacruz, Auli, González-Pacheco, Filizzola. Trabajé lo mejor que pude y estuve siempre con los ojos muy abiertos y los oídos muy despiertos, atento a todo. Los apuntes clínicos que me dieron fueron invaluables. Aunque no era obligación, entré a todos los seminarios para residentes de psiquiatría que pude. Ahí pude aprender de la pericia clínica de Maritza Rodríguez, de la vasta cultura de José Antonio Garciandía, de la experiencia de Miguel Uribe como psicoterapeuta. También pude conocer al famoso Horacio Taborda, en un seminario de Literatura y Psiquiatría propuesto por el entonces jefe de residentes, Pedro González- Malaver (lector concienzudo y cinéfilo como pocos). Y a Alejandro Rojas, experto en psicosis infantiles y brillante autor. De los residentes de ese entonces recuerdo con especial afecto a Stella Guerrero, una mujer de cultura universal (por ese entonces estaba saliendo con el doctor Mario Peña, también psiquiatra, que a la postre sería su esposo), a Francisco Muñoz, a Luis Fernando Salazar y a Gabriel Fernando Oviedo, un melómano en todo el sentido de la palabra. El doctor Oviedo es el conocedor de Mozart colombiano más grande que me he encontrado en la vida (lo que cabe esperar en alguien tan erudito, noble y sensible).

XXXIII

Para ese entonces lo intentamos nuevamente en un torneo de fútbol al interior de la Facultad de Medicina. Seríamos el “equipo de Internos” y nos enfrentaríamos a los equipos de primer, tercer y octavo semestre del pregrado. Un Médico Interno no es mucho más que un estudiante de medicina, pero parece que toda la carga simbólica de “ser Internos” nos benefició. Por primera vez, aunque seguíamos siendo el mismo equipo de troncos, teníamos algo de magia, algo de mística. Los jovencitos no veían la nómina mediocre, ni la formación caótica (a esas alturas, yo ya había abandonado la idea de ser el técnico del semestre), ni las barrigas incipientes, ni la absoluta ausencia de habilidad. No. Veían, por el contrario, cierta experiencia; nuestras pieles curtidas y nuestra mirada entre risueña, cínica y despectiva (típica “mirada de Interno”) seguro los impresionaban. Lo cierto es que ganamos nuestros dos primeros encuentros (el segundo lo ganamos porque no llegó el equipo rival, hay que decirlo en honor a la verdad). Para sorpresa de todos, no me gané ninguna amonestación. Intenté jugar mejor, “como en los viejos tiempos”. Vino el tercer encuentro. Empezamos anotando, con lo que más de uno pensó que “ahora sí podíamos”, que “había llegado nuestro turno”. Fue, literalmente, ilusión de un cuarto de hora. Finalizando el primer tiempo estábamos ya debajo 1 a 2. Para colmo, Jaller falló un penal que pudo haber igualado las cosas. Ya en el segundo tiempo vi cómo un delantero rival arremetió contra Rocha, que intentaba salir con pelota dominada. Fue una jugada desleal. El árbitro se hizo el de la vista gorda. Tan pronto como el nivel de Rocha cayó, la defensa se fragmentó. Íbamos perdiendo 1 a 5 cuando el mismo sujeto que le había pegado a nuestro defensa estrella se puso en mi camino. Je, je. Pobre. Ojalá le hubiera quedado claro que es cierto aquello de que “el que la hace la paga”. La roja fue directa, como antaño. Pero me fui feliz, radiante. Había hecho justicia. Años después aprendería que no era correcto hacer justicia por la propia mano, pero en ese instante me sentí orgulloso de mí mismo. ¿Qué pasó después? Perdimos 2 a 7, pero igual estábamos clasificados. Me tocó pagar hasta una multa por la expulsión, y el árbitro se encargó de reportar mi nombre para que no hubiera forma de dejarme volver a jugar. Menos mal me graduaba en tres meses. Pero tampoco fue un acto de crueldad. Procedí evitando fracturar al desgraciado. Sólo quería darle su merecido. En el siguiente encuentro nuestro equipo recibió un aluvión de goles. No recuerdo quién comentó, irónicamente, que no hubieran tenido una salida tan deshonrosa del torneo de haber contado “con la amenaza Campos”. Mientras proseguía mi rotación en el “Paraíso” (la Unidad de Salud Mental del Hospital San Ignacio) terminé de leer el Tratado de Psicopatología de Karl Jaspers y el resto de obras de Sigmund Freud que me quedaban faltando. Después le metí el diente a todo, feliz de encontrar esbozos de verdad en diferentes autores (y convencerme, una vez más, que nadie tiene el monopolio de la verdad): Viktor Frankl, Carl Gustav Jung, Margaret Mahler, Alfred Adler, Wilhelm Reich. De vez en cuando me entretenía con literatura no científica, a costa de Racine, Gorki, Proust o San Juan de la Cruz. Publiqué por última vez en El Fonendo, un artículo de opinión titulado Adiós a las armas.

XXXIV

Cosa interesante, la vida me enseñó que hasta un profesor que en el pasado fue una lacra puede terminar haciéndote un favor a la vuelta de los años. Estaba una tarde de noviembre en Consulta Externa, cuando mi papá llamó. Por estar jugando de manera temeraria en un pasamano que además estaba dañado, mi hermano Luis Fernando se había fracturado un brazo. Cuando llegó, me consolé al constatar que no sentía dolor y me propuse alegrarle el rato, tranquilizándolo aún más de lo que ya estaba. Mi amigo y compañero de semestre, Manuel Eduardo Niño (con quien compartía la afición por la música de los 80s), que a la sazón estaba rotando por ortopedia (en efecto, después se especializó en ortopedia y traumatología), le hizo una férula perfecta y cuadró todo para llevarlo a cirugía. Y el cirujano resultó ser el doctor x, al que yo recordaba como un sujeto creído y tirano, que me había rapado de las manos un examen en Anatomía (en primer semestre, por allá en 1999) antes de que terminara el tiempo reglamentario, dejándome sin contestar más o menos seis preguntas. Un completo engreído, que ni siquiera saludaba al subirse al ascensor. Pues bien: ese sujeto tan desagradable era también un experto en cirugía de mano, y era el ortopedista mejor preparado para tratar el tipo de lesión que tenía mi hermano. Cuando lo vi, quise evitar que me reconociera (o que viera en mí un gesto innato de disgusto) y desvié la mirada y le resumí la historia clínica. Él no dijo nada. Acompañé a mi hermano a la sala de cirugía y me retiré discretamente cuando estuvo anestesiado. Me sorprendieron dos cosas felizmente: el aplomo y la calma de mi hermano, y el buen cirujano que le tocó. Terminé el pregrado haciendo la rotación en Medicina Familiar con la que finalizaba mi Internado Especial, aprendiendo todo lo que podía. Tuve profesores excelentes. El doctor Andrés Duarte Osorio era un médico formidable, completo, que sabía de todo y manejaba muy bien todo tipo de pacientes. A decir de un compañero de semestre, “hacía las cosas como un internista, pero era mucho más humilde que un internista”. El equipo de trabajo del doctor Duarte en el Departamento de Medicina Preventiva no se quedaba atrás. Eran doctores excelentes, a los que además les gustaba dar docencia: Luz Helena Alba, Maria Elena Trujillo, Ricardo Alvarado (también Director Científico del Hospital San Ignacio: lo ha sido desde entonces). Gracias a ellos me reconcilié completamente con mi carrera. Sentía que estaba aprendiendo cosas útiles: ya no era la constitución de los ácidos grasos, era el diagnóstico de una dislipidemia; ya no se trataba de recitar de memoria las distintas inserciones de un músculo, era saber tratar una mialgia; ya no era repetir como loros cómo era el mecanismo de contracción de un miocito, sino diagnosticar y manejar a tiempo un infarto agudo de miocardio. Cuando me gradué, en diciembre de 2004, sentí que daba vuelta a una página de mi vida. Los años siguientes iba a ser, ante todo, el médico. Con todo lo bueno y malo de cargar con semejante responsabilidad. Viviría en el extranjero y sería un doctor relativamente exitoso, de la noche a la mañana. Maduraría bastante. Aprendería a esperar y tener paciencia.

XXXV

Me fui a Chile por puro gusto, reconozco que inspirado por los Diarios de motocicleta de Ernesto Guevara. Quería andar de cabo a rabo por el país austral, quien ya desde pequeño, gracias a Neruda, me atraía por sus paisajes. Mi tía Angela Constanza Vargas me regaló el pasaje de Bogotá a Santiago. Otra tía, Efigenia Campos, generosamente me dio unos dólares (cosa que llegó como caída del Cielo, pues viajaba muy corto de dinero), así como mi padrino de confirmación, el padre Milcíades Vargas. Llegué a Santiago en enero de 2005, aprovechando el verano. Me hospedé donde Doña Doris Sofía Gädicke Haase, una chilena de esas del Sur, descendiente de alemanes, melancólica, amante de la música clásica y llena de historias. Iba de temas tan espinosos como la dictadura de Pinochet hasta banalidades como las atajadas del sapo Livingstone, ex portero de la selección chilena de fútbol. Como tenía que certificar ante el Departamento de Inmigración que estaba trabajando para obtener el permiso de residencia (“visa de residente temporal”, se llamaba), un sobrino de la señora Gädicke, don Carlos Bastías, me “contrató” tan pronto me homologaron el título. Entonces, aconsejado por ellos, fui buscar trabajo en Melipilla, una pequeña ciudad a cuarenta minutos de la bulliciosa capital. La idea era conseguir un puesto fijo y oficial. La salud municipalizada ofrecía ventajas. Era, finalmente, trabajar para el Estado. No conseguí nada en Melipilla, pero sí en un municipio cercano: San Pedro de Melipilla. Cuando llegué por primera vez, me gustó que las oficinas de la municipalidad y todas las dependencias de la alcaldía cupieran en una sola cuadra. Siempre he creído que los aparatos burocráticos enormes resultan siendo paquidérmicos en todo el sentido de la palabra. También me pareció genial que al frente de las oficinas municipales estuviera el colegio, y que a más o menos veinte metros, aledaños, se encontraran la biblioteca y el pequeño puesto de salud del pueblo. Presenté una buena entrevista, ahora que medito sobre el asunto. Disimulé como pude lo necesitado de trabajo que estaba. Llegué con un pesado (pero elegante) traje de paño y hacía un calor intenso; como consideré poco apropiado quitarme el saco o abrirme el cuello, me hice junto a un ventilador para evitar sudar a mares. La entrevistadora, una mujer con conocimientos técnicos (era “matrona”, partera) interesada sobretodo en un médico rural con experiencia en atención primaria, quedó anonadada cuando empecé a hablarle de mi experiencia como estudiante y como interno en hospitales de tercer y cuarto nivel, y a usar términos médicos que no comprendía. En una cultura poco dada a la ceremonia y las fórmulas de cortesía de los bogotanos, debí parecerle un hombre glamoroso. Noté en la mirada de la entrevistadora que, aunque no se había concretado nada, le había caído muy bien. Lo que terminó de salvarme fue el don de gentes. La entrevistadora tuvo la deferencia de pedirles a unas personas que me llevaran, en su auto, a la autopista donde pasaban los buses hacia Santiago. Sin sospechar quiénes eran, pero recordando el prudente ejemplo de mi padre (que trataba con mucha amabilidad a todo el mundo, sin hacer distinciones de clase), fui amable y simpático con ellos. Les hablé de lo hermoso que me parecía Chile. Cuando me despedí, derroché gratitud y les deseé bendiciones. Semanas más tarde, al calor de un buen asado, y cuando ya sabía que esas personas eran el esposo y la cuñada de la mujer que me había entrevistado, y que dicha mujer era la Directora del Departamento de Salud de la Municipalidad de San Pedro, me enteré que lo que había definido mi nombramiento había sido esa cálida y amable conversación que tuvimos yendo hacia la autopista.

XXXVI

Leí a fondo lo mejor de la literatura local (Vicente Huidobro, Pablo Neruda, Gabriela Mistral, Fernando Rojas, Andrés Bello, Pablo de Rokha, Gonzalo Rojas), bastantes biografías sobre sus grandes personajes (Bernardo O’Higgins, Jorge Alessandri, Radomiro Tomic, Salvador Allende, Eduardo Frei, el propio Pablo Neruda) y dos muy buenas Historias de la nación. También algo de literatura universal (Montesquieu, Giardinelli, Pamuk, D’Anunzio, Kierkegaard). Sin gastar un solo peso. Todo gracias a Susana Soto, la bibliotecaria de la municipalidad de San Pedro. La hijita de Susana fue paciente mía. La traté con cariño. Tan pronto como la diligente bibliotecaria supo que yo era escritor, me tuvo al tanto de cuanta novedad literaria llegaba a su establecimiento. Además me dejaba llevar los libros a casa, por tiempo indefinido. De nuevo ser amable me dio una ventaja. A mí me parecía apenas normal sonreír, saludar alegremente y darles la mano a mis pacientes. Pero en Chile, donde los médicos son bastante parcos en general, eso causó sensación. Pronto, buena parte de la población deseaba visitar al “nuevo doctor”, así no estuviera enferma: algunos iban sólo a preguntarme cosas de mi país, o a hacerse un chequeo general; no faltó la solterona irredenta buscando marido, tampoco la colegiala picarona que iba “sólo a conocerme”. A mí me parecía un tanto aburrido, pues sentía que perdía un valioso tiempo de lectura, pero le ofrecía a Dios el sacrificio.

XXXVII

Ya para Semana Santa de 2005 era el médico más apetecido por la población de San Pedro de Melipilla. En mi buena fe, nunca creí que eso despertaría envidias en las otras dos colegas, dos ecuatorianas que llevaban más de un lustro trabajando ahí. Ahora que lo pienso, puede que esos ridículos celos profesionales, y la tonta creencia de que no se necesita de los demás, sean los dos factores más importantes a la hora de explicar el fracaso de los médicos como fuerza gremial y política. Dondequiera que he ido (hasta en los países más prósperos de Europa Occidental) los médicos se quejan: no sólo porque cada vez más pierden estatus, prebendas y ventajas, sino también porque que son explotados por sus empleadores, reciben salarios injustos y no son escuchados, casi nunca, por los ministerios de salud o del trabajo. Pero jamás se unen para luchar por sus derechos. Se comportan como cazadores solitarios, y por eso pierden. Y seguirán perdiendo, si siguen enclaustrados en su narcisismo. La cosa es que empecé a notar un ambiente enrarecido, y notas en las historias clínicas que distorsionaban la información a propósito de los enfoques diagnósticos y terapéuticos que yo hacía. Al advertir esta bajeza de proceder, procedí a pedir una auditoría de calidad. La Directora, después de leer mis historias clínicas (completas, minuciosas, detalladas), me felicitó en una reunión con los demás trabajadores del puesto de salud, y me hizo otorgar una cálida felicitación de parte del Concejo Municipal. Mientras tanto, fui juntando poemas y reflexiones en prosa (algunas tan líricas, tan cargadas de sensibilidad y música que bien podrían catalogarse de prosa poemática) hasta formar un librito: Ópera Cromática. Hice una edición barata, al alcance de mi bolsillo (y del de los compradores de Melipilla, San Pedro y Loyca, las tres localidades entre las que más me movía), con un tiraje total de 50 ejemplares. Pese a lo humilde del volumen, dio trabajo venderlos. Con la honrosa excepción de Argentina, he notado que por desgracia en América Latina el común de la gente no está muy dispuesta a comprar libros que no sean comerciales, y menos aún de poesía, y ni remotamente cuando el poeta es un escritor desconocido. Es una de las cosas en las que hay que trabajar duro, si queremos dar desarrollo humano a Latinoamérica: hacer que la gente estime más los libros y tenga cómo comprarlos (es decir, se requiere también mejorar las condiciones de vida y el poder adquisitivo). El último libro logré venderlo un año más tarde, a una compañera de asiento en un viaje a Mendoza, a través de la cordillera. Hacía frío y nevaba ligeramente. La señora, amablemente, me dio el dinero y además me regaló un alfajor.