domingo, 19 de mayo de 2013

DE LA ÉTICA EN LA ACADEMIA

David Alberto Campos Vargas, MD* I Todo profesional debe ser unos claros fundamentos morales. De no ser así, será un profesional técnicamente bien preparado, pero humanamente deplorable. Siempre que pienso en este tema, recuerdo a grandes criminales nazis que tenían hasta doctorado: Heinrich Himmler era veterinario, Rudolf Hess era politólogo e historiador, Alfred Rosenberg era filósofo al igual que Robert Ley, Albert Speer era arquitecto, Franz Von Papen era abogado, Joseph Mengele era médico, Walther Funk era un brillante economista…es realmente preocupante ver esa disociación entre profesión y postura ética. Una disociación que no debería existir. Los fundamentos morales, de haberlos tenido, hubieran disuadido a estos sujetos de participar en esa terrorífica estructura homicida que fue el III Reich de Hitler. Porque son dichos fundamentos los que hacen que uno tenga total claridad de qué es lo que está bien y lo que está mal. Anclados como están en la propia crianza, en la formación y el ejemplo recibidos en casa, en los valores que a través de la familia y la escuela llegan a la persona humana en formación, son los que dan un norte claro desde un principio. Puede que luego la persona cambie de religión, o se haga atea, o reniegue de la cultura en la que ha sido criada. Pero dichos fundamentos permanecen. Lo primero siempre permanece, tal como señaló Freud. La fibra moral se forja en esos importantes primeros años de vida. Por eso creo que todo profesional debe tener claro que tiene un compromiso con los demás seres humanos, con el mundo y con la propia Historia. Su accionar jamás debe reñir con lo que beneficie a los otros hombres y al mundo. En este orden de ideas, todo profesional debe tener en cuenta la importancia de lo ecológico, del respeto a todos y cada uno de los ecosistemas, y sus integrantes; el respeto a la vida humana en sí misma, a su propia valía (la dignidad inherente a cada hombre), y finalmente (porque no se trata de ser antropocentristas) el respeto a todos los seres y formas de vida. Si se tiene en cuenta lo anterior, el profesional sólo será un profesional íntegro, es decir, moralmente bueno, si entiende que jamás puede, bajo ninguna circunstancia, vulnerar los derechos de otros seres. La máxima de Confucio (“No hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti”) es tal vez el fundamento de todos esos fundamentos morales que hacen posible el buen vivir. II En ese orden de ideas, uno de los compromisos de los docentes debe ser la alteridad. La labor docente es relacional, es un vínculo sublime, una relación en la que no sólo se da un vaivén de experiencias y aprendizajes (tanto para el maestro como para los estudiantes) sino que también se cimenta la propia personalidad de los estudiantes, y se remodela la del docente (que ya está formada, pero sigue abierta al cambio, porque es moldeable). Es así que el docente no puede jamás cometer el error de dar la espalda a sus estudiantes. Ellos tienen también sus verdades, sus hallazgos, sus aportes, sus cosmovisiones. El buen docente permite a esas personas en formación ir construyendo su identidad, irse perfeccionando, ir adquiriendo un nivel cada vez mayor de humanización; dicho proceso tiene una dimensión de interioridad (en tanto que construcción del propio self, en tanto que identificación e introyección psicológica de distintos aspectos, en tanto que empoderamiento en la medida en que se van adquiriendo recursos y herramientas a lo largo del mismo) pero también una dimensión de exterioridad, en tanto que socializa, interactúa y se vincula con, y se reconoce en los demás. Se podría decir que el hombre se posibilita a sí mismo en ese diálogo que se produce entre docente y estudiante(s). Es una vivencia, un camino existencial, una situación única en la que además de aprender-del-otro (en la interacción, en la relación, en el encuentro respetuoso con el Otro, como señala Levinas), aprende también consigo mismo y de sí mismo, en un proceso reflexivo, analítico, incluso introspectivo, de darse cuenta. Y en ese doble juego de relación (con los demás, consigo mismo) se va formando, se va acercando a ese ideal de ser humano que se pretende alcanzar. Asimismo, dicho diálogo produce una espiral autorreflexiva y autocrítica, en la que cada una de las partes enriquece y sitúa, además de dar fuerza y sentido, a la otra. Con esto, se va avanzando en un camino que aún promete mucho para el ser humano, sobretodo pensando en la necesidad que tenemos de una real cultura para la paz, la necesidad de un mundo realmente plural y tolerante. Por ello es que se requiere una docencia encaminada hacia la alteridad, que favorezca la contextualización: si el estudiante se reconoce en el Otro, también piensa y se sitúa en su entorno; de este modo, si logra no sólo conocer la realidad sino también el sentido práctico para transformarla para bien, será un estudiante de veras bien formado, humano, comprometido y solidario. ¿Qué gana un maestro si ese Otro del que hablaba Levinas le es desconocido? El docente absolutamente centrado en sí mismo (en cómo prepara su clase, para sus estudiantes, y en cómo les da su discurso, y cómo se sentirá de bien él mismo con todo lo que sabe. Sólo consigue empantanarse. En cambio, crece y potencia el crecimiento de sus estudiantes cuando empieza a tenerlos en cuenta. A considerar sus vidas personales, sus familias, sus motivaciones. A bajarse del pedestal y darse cuenta que puede aprender muchísimo de ellos. III La escuela debe dar una formación ética a los estudiantes. Sólo así podrán ser hombres correctos, con un desempeño ético adecuado. Por eso la ética, la didáctica, la sociología, la psicología y la antropología van de la mano. Entendiendo al Hombre se puede realizar una mejor aproximación pedagógica, en tanto que la pedagogía y todos sus campos están encaminados al hombre, tienen como fin al hombre: cada modelo pedagógico tiene una visión y un ideal de hombre, una concepción de lo que es el hombre (en todas sus esferas: cognitiva, volitiva, biológica, psicológico…); asimismo, cada modelo pedagógico tiene una idea de cómo formar a ese hombre, por qué vías, con qué métodos, con qué objetivos. Segundo, porque la pedagogía (y por ende, la didáctica) se nutre de los avances en el conocimiento del hombre (por ejemplo: su fisiología, la forma en la que conoce, el cómo se acoplan los distintos mecanismos neurológicos para permitirle aprender y aprehender). Se requiere entender a la pedagogía, a la escuela y a la didáctica desde una mirada interdisciplinaria, con plena conciencia de que se está formando una persona humana. Por ende, si se tiene claro lo que está en juego (nada menos que la posibilidad de formar buenas personas, buenos ciudadanos, hombres y mujeres de bien, o la espantosa posibilidad de no dar una formación ética adecuada y producir, en consecuencia, sujetos de características sociopáticas), se debe lograr una escuela acorde con la realidad de los estudiantes (en tanto que seres humanos), que les permita no sólo apropiarse y asimilar unos conocimientos, sino también aplicarlos en el contexto real. Porque una de las fallas en la Academia ha sido la de transmitir saberes poco contextualizables. Y dicha falla va de la mano con el otro descalabro de la escuela en nuestra época: el de sacar estudiantes con ciertos saberes incorporados, incluso con alto nivel académico, pero escaso nivel ético. No es gratis, por ejemplo, que conocidos antisociales, famosos por sus desfalcos a las arcas del Estado y sus “carruseles de contratación”, tengan títulos universitarios y estudios en prestigiosas instituciones educativas. De este modo, cuando la ética contribuye a dar luces a nuestra labor docente, podemos tener mayores herramientas para brindar a nuestros estudiantes la oportunidad de involucrarse en procesos de enseñanza-aprendizaje teniendo en cuenta sus peculiaridades, sus estilos cognitivos y práxicos, su ritmo de aprendizaje, su neurobiología; es decir, conociendo al hombre le podemos brindar espacios para los procesos de enseñanza-aprendizaje que respeten sus tiempos y que le permitan ser protagonista y aprender haciendo, activamente. Y, al mismo tiempo, permitiéndoles hacerse una imagen del hombre y del mundo tal que se puedan ir posicionando éticamente, definiéndose claramente con respecto a qué es lo bueno y lo malo y cómo deben comportarse para consolidar una sociedad pacífica y armónica. En este orden de ideas, debemos considerar que en la escuela tenemos facetas únicas, irrepetibles, de ese acto tan humano de ir aprendiendo, ir haciéndose como hombre, como persona humana (esto es, humanizándose), e ir asumiendo una postura ética clara. Los procesos pedagógicos vividos en la escuela son una preparación para el ejercicio de la libertad responsable, y por eso la educación tiene una doble tarea humanística y humanizadora. De este modo nuestra labor docente, debe estar encaminada a producir aprendizajes significativos. Y dentro de dichos aprendizajes significativos están los éticos. Que el estudiante reflexione sobre el correcto quehacer, sobre la forma apropiada de comportarse, sobre cómo debe ser su accionar en el mundo (encaminado a fortalecer la democracia, la tolerancia, el amor al prójimo, la creación de un mundo mejor). Tal vez uno de los errores en la enseñanza de la ética ha sido el de ceñirse a lo meramente teórico, sin realizar ejercicios de aplicación en la vida cotidiana. Eso ha hecho que muchos estudiantes no hayan logrado reconocer la valía y la necesidad que tiene el mundo de la Ética. Si vieran cómo cada acto es determinante, a la hora de construir un mundo mejor (o de destruir el mundo que se tiene), y si vieran cómo la Ética tiene la palabra a la hora de dar unas bases para que cada hombre pueda dirigir sus acciones, la apreciarían más. La estudiarían con más cariño. Y, lo más importante, saldrían muy bien formados. La formación ética, dentro de esta fascinante interrelación, nos brinda recursos para permitir esa humanización del sujeto que estamos formando (el educando). Dicho de otro modo, de las dos depende que el ser en potencia (el hombre pleno, realizado, que puede llegar a ser) se convierta en ser en acto (efectivamente un hombre pleno y realizado, una persona humana íntegra). Gracias a su formación, a sus aprendizajes significativos, el hombre se humaniza; y gracias al propio estudio de su condición de antropos, se tienen mejores herramientas para allanar, facilitar y promover dicho proceso formativo de humanización. Estoy convencido que la relación maestro-estudiante es una realidad psicodinámica. En dicha relación el estudiante y el maestro reviven, de manera especular, sus propias relaciones con sus imagos parentales, y aún más, pueden intensificar o amplificar las vivencias y los significados que les han atribuido a dichas experiencias previas. Por eso es que debemos ser tan cuidadosos en nuestra labor docente, cosa que podamos reconocer esos factores (tanto conscientes como inconscientes) y podamos favorecer los procesos de enseñanza y aprendizaje usando la motivación, la seguridad y la felicidad que da el tener al frente, tanto si se es profesor como si se es estudiante, a una persona humana dispuesta a dar lo mejor de sí misma. En ese mismo sentido, la experiencia de vivir unos procesos de enseñanza-aprendizaje de manera libre, afectuosa, favorecedora de la autonomía y al mismo tiempo de la socialización, puede ser una experiencia tan agradable, tan fértil, que nos abre incluso la posibilidad de una oportunidad o experiencia emocionalmente sanadora en el contexto de las aulas de clase. Y volvemos al punto inicial: si tenemos en cuenta que nuestra labor docente es con personas a las que queremos ayudar en su camino de ser aún mejores personas (el camino de la humanización, de la formación integral al que deben aspirar todos los buenos sistemas educativos), también nosotros mismos tomamos la bandera de la humanización, del respeto a la dignidad del hombre y de las peculiaridades de cada hombre, de cada ser humano: sus rasgos singulares, sus potencialidades, sus capacidades, sus habilidades (las desarrolladas y las que aún están por desarrollar). Es por ello que debemos tener en cuenta las características del ser humano y ser también nosotros modelos de seres humanos en la medida de lo posible. Así, no solamente nos interesará transmitir un conocimiento de la manera más dinámica, divertida, clara y precisa posible; también nos interesará permitir al estudiante que descubra por sí mismo, que explore, que se asombre (en el sentido que daba Aristóteles al asombro: la fascinación, el sentimiento de júbilo que se experimenta ante el mundo que se nos presenta, y que nos lleva a desear conocerlo cada vez más), que se divierta por sí mismo, que sea protagonista de su propio proceso, y que asuma una postura ética y práxica. De este modo, y teniendo en cuenta la función humanizante y humanizadora de los procesos de enseñanza y aprendizaje, nuestra docencia debe estar al servicio de la alteridad, del respeto al otro, de la formación en la tolerancia, del respeto a la diferencia. Es decir, del respeto a los valores de la neoposmodernidad, en la que el pluralismo y la felicidad en medio de la heterogeneidad son la clave para la construcción de un mundo más pacífico, más pleno y más feliz. En concordancia con todo lo anterior, la escuela debe permitir al estudiante (al hombre) ir encontrando su identidad personal, su visión y su acción ante la vida, su concepción del ser y el deber ser, para que pueda vivir virtuosamente, responsablemente y de manera plenamente auténtica. Es decir, para que pueda vivir maduramente, éticamente. En resumen, es un compromiso enorme el que tenemos los maestros y la escuela al servicio de la Humanidad. Incluso la paz se posibilita con ellas. *Médico Psiquiatra, Historiador, Escritor, Estudiante de Filosofía REFERENCIAS (1) Campos, D.A. Nuevo Milenio es Neoposmodernidad, Bogotá, 2013 (2) González, L.J. Etica, Bogotá, 2012 (3) Reiner, H. Vieja y nueva Etica, Madrid, 1964 (4) Savater, F. Etica para Amador, Madrid, 1991

miércoles, 1 de mayo de 2013

DE LA VIDA CONTEMPLATIVA

DE LA VIDA CONTEMPLATIVA David Alberto Campos Vargas, MD* A mi amada esposa. Sí, a mucha gente de hoy en día le hace falta algo de contemplación. Algo de asombro, en el sentido que Aristóteles le daba a la palabra: asombro ante la belleza del Cosmos, asombro ante la vida misma y sus manifestaciones, asombro ante lo evidente y lo que no lo es tanto (como esa Causa de las causas que fascinaba al estagirita, ese Motor Inmóvil detrás de cada realidad del Universo). Esta pobre gente corre y ni se da cuenta que se le pasa la vida en eso, en afanes, en actividad poco fecunda. Pocas veces se detiene a ver una puesta de sol y a filosofar. ¡Y hace tanta falta algo de pensamiento! Esta gente, la que sólo piensa en amasar capital y en adquirir poder sobre otras personas, está sentenciada al pantano mismo de la vida meramente material. Por eso es tan torpe a la hora de imaginar siquiera algo que no tenga corporeidad o que no se pueda vender o comprar. Por eso sufre y sólo se acuerda de Dios en las últimas, cuando ya su cuerpo (al que le rindió culto antaño) se acerca a la putrefacción y a la extinción misma. En vez de pensar y disfrutar de la calma, de lo bello del mundo, de lo que en verdad vale la pena en la vida, esta monetarizada gente que no sabe de la vida contemplativa está pensando en hacer dinero o en gastarlo, en cómo adquirir poder para adquirir más dinero (y en cómo gastar dinero en esa loca carrera hacia el poder). Es decir, está sumida en la propia contradicción existencial, y en la infelicidad. No disfruta. Calcula. No ama, sólo se empareja, y la mayoría de las veces de manera casual, sin valorar la dignidad de la otra persona, ni la lealtad a ella. La contemplación es bella en sí misma, porque nos acerca a la belleza. Hoy, cuando disfruto de un día festivo acompañado de buenos libros, de mi amorosa Ana Ximena, de mi perro fiel, encuentro que no es en la azarosa y vertiginosa vida de los que sólo buscan hacer y gastar dinero donde la felicidad reside. No. La felicidad no tiene que ver con autos de lujo, ni con bacanales, ni con ropa fina, ni con costosas joyas. Tampoco se encuentra en una enorme hacienda, ni en una mansión. La felicidad no está en las posesiones. Por eso es imposible poseerla. Sólo se nos da, se nos dona, en días hermosos como éste. Y, si estamos atentos, podemos aceptar ese don tan precioso. Llueve. He parado de leer y ahora escribo, felizmente. De vez en cuando, miro a través de la ventana y observo la belleza de la vida que está detrás de todo: el niño que juega, las gotas que acarician el pavimento, el cielo gris y solemne, el descanso que da la conciencia limpia. Y pienso en la misma serenidad de la que hablo alguna vez Heidegger, el filósofo que amaba la campiña. ¡Con razón amaba esa vida de campo, ese contacto con la tierra, con la naturaleza! Y pienso en San Francisco de Asís. ¡Qué hombre tan lúcido!, ¡tan sabio! En esta época la gente está obsesionada con tomar unas variables y predecir el resultado; procede científicamente hasta a la hora de enamorarse (y, obviamente, arruina hasta el mejor momento); no es capaz de valorar un poema porque no quiere dar lugar a sesgos de apreciación o subjetividad; hace rato que ha perdido contacto con su esencia y hasta menosprecia el cultivo de la espiritualidad o la vida interior, porque cree que es simple pensamiento mágico o arcaico. ¡Cómo si no pudiera ver lo arcaico de la vida destinada a trabajar sin disfrutar, a consumir sin producir algo bueno para la Humanidad! Insisto. Es buena la vida de contemplación. Al menos por un instante. Pienso qué hermoso sería invitar esta tarde, a mi casa, a un hombre de negocios. Sacarlo de sus múltiples ocupaciones. De sus preocupaciones, aunque sea por un instante. Enseñarle que la gente no vale por lo que tenga puesto encima, ni por el monto de su cuenta bancaria. Decirle (aunque prudentemente, para no escandalizarlo) que mucha gente valiosa ni siquiera tiene una cuenta en un banco. O invitar a un científico, de esos neopositivistas que quieren medir hasta la felicidad (no podrán jamás, pero hacen vehementemente su intento, y por eso los admiro un poco: por su tesón, por su perseverancia, aunque luchen una batalla que tienen perdida de antemano); escucharlo atentamente, aprender de él. Sí, se aprende mucho de esa gente. Al menos en lo referente al mundo físico. Y a cambio enseñarle, o al menos susurrarle lo que algún día podrá liberarlo de esa vida tan pesada, tan estéril: que el trabajo investigativo es muy limitado si le huye a la reflexión y no se pregunta por el sentido de los resultados que encuentra. El pensar contemplativo es el pensar humano por excelencia, el pensar filosófico, pues indaga por el sentido de las cosas, por las consecuencias, por el para qué; no se queda con la apariencia, busca la esencia de las cosas; no se contenta con llegar a unos resultados, está siempre preguntándose por la significación (las significaciones) y el sentido de los mismos. Cada uno, a su manera, intenta justificarse y hacerse “necesario”. Pero no me convence el pensar calculador y materialista de quien sólo piensa en lo que puede tocar con sus manos. Me parece que no se justifica, y que no es radicalmente necesario. Gracias a él se han dado las guerras, los imperialismos, los colonialismos, las revoluciones sangrientas y los atentados contra la Ecología, y contra la Vida misma. Por eso me gusta leer Historia. Aprendo. Comprendo. Pienso. Gracias a ella entiendo que el hombre monetarizado avanza en la técnica pero retrocede en virtud, y que prosigue su dominio (brutal y desarraigador, desconsiderado) sobre la Tierra. Ese hombre materialista, destinado al fracaso (aunque él mismo crea, para consolarse en su infelicidad, que obtiene el éxito), cree que por gritar más fuerte o por exhibir sus títulos es mejor que los otros. Se ufana de su (relativo, relativísimo…en realidad, insignificante) poder. Monopoliza. Me río para mis adentros, porque sé que monopoliza, y habla mucho, y es muy fotografiado, y es “poderoso”…pero no convence. Y, al final, así como todos los ególatras caen y mueren, ese mismo sujeto henchido de narcisismo no será más que polvo. Y ni siquiera dejará un buen recuerdo. La Historia, en realidad, menosprecia al hombre egoísta. Lo escupe, se burla de él. En cambio, hace justicia. Así como el Tiempo (de hecho, el Tiempo y la Historia son buenos amigos). De la megalomanía no quedan sino las ruinas. Y, muchas veces ni siquiera eso. Creo que, en realidad, es injustificable una forma de pensar que nos ha conducido como especie a la robotización y automatización de casi todos los procesos vitales, que nos ha deshumanizado y que, en el mediano plazo, pone en claro riesgo nuestra supervivencia, no sólo por un eventual cataclismo atómico, sino por el severo daño ecológico que produce. Y, en ese orden de ideas, no puede ser ni bueno ni necesario algo tan dañino. La vida contemplativa es uno de los antídotos ante tanta premura, ante tanta estupidez. Filosofar, agradecer a Dios, meditar reflexivamente es claramente justificable (puesto que permite al hombre reflexionar sobre sí mismo, sobre sus propósitos, sobre sus actitudes, sobre el para qué de lo que hace), bueno y necesario (dado que, en este mundo automatizado, brutalmente tecnificado, apresurado e irreflexivo, en el que la técnica amenaza con arrasar con la Vida misma, se requiere esa sensatez, ese buen juicio que da la reflexión). Se requiere de un pensar reflexivo para que la especie no sucumba, al menos tan pronto. Se necesita. La contemplación, esa serenidad alegre y pacífica, nos ayuda a evitar la deshumanización y el actuar atolondrado e irreflexivo propios de nuestra época. Nos abre los ojos, nos dice que el camino de la técnica deshumanizada no es el único, ni mucho menos el más deseable. Dicha serenidad no implica una negación, un odio al progreso técnico. Por el contrario, implica el uso de todas las cosas que nos brinda el avance técnico siempre y cuando ese uso esté encaminado al bienestar del hombre. La vida contemplativa acepta que las cosas (que tanto buscan atesorar y acaparar los monetarizados) nos facilitan la vida, pero que jamás deben convertirse en las rectoras de nuestra vida. Usamos las cosas, pero no las necesitamos para ser plenos existencialmente. Podemos darles una utilidad, pero nunca hacernos sus esclavos. La contemplación es la actitud del justo medio: no está en contra del progreso técnico, pero tampoco le rinde culto. Uno de los errores de nuestra época es la dicotomía. Mucha gente vive haciendo divisiones, viendo opuestos donde ni siquiera existen. Por eso vive en guerra, en estado de azoramiento permanente, en insatisfacción. Por eso, no se trata de creer que el mundo técnico es un enemigo. Al contrario, tenemos que estar abiertos a él, aprender de él, usufructuarlo en la medida en que aumente nuestro bienestar existencial. En dicha apertura conviene saber que el camino correcto está en interactuar con las cosas, en conocerlas, pero evitando caer en su servidumbre. Intuyo que esa pobre gente que vive tan deprisa, en una loca carrera contra el tiempo, buscando ser cada vez más “competitiva y eficiente”, necesita mucho amor. Y ese amor podrá traerles la cura a esa vida inútil destinada solamente a producir y consumir dinero. Ese amor, reflexivo y fértil, contemplativo, es la vacuna para ese existir infeliz y enfermo. La vida de contemplación permite ese arraigo tranquilizador, ese “hogar” que permite la reflexión, la serenidad por la que abogaba Heidegger. En la premura y la superficialidad (el culto a la apariencia física y al tener cosas materiales) de esta época, en vez de asentarnos y proyectarnos hacia el pensamiento fecundo, hacia lo que de verdad vale la pena, corremos cada vez más riesgo de empantanarnos en un torbellino de desarraigo, en una sensación de no-pertenencia a nada, en el anonimato y la soledad (pese a vivir cada vez más atiborrados con otros seres humanos). Me gustaría despedirme con otro breve pensamiento. Debemos fomentar en los demás su autonomía (ante tanto bombardeo mediático que incita a continuar por el camino de la premura y a olvidar el de el amor y la reflexión), su sentido de lo humano. La autonomía los hará independientes, personas que no se dejen llevar por la corriente (así se mantendrán centrados, aún cuando la mayoría ya “no pueda vivir” sin el dinero). El sentido de lo humano les permitirá apreciar lo bello de la reflexión, de la actitud contemplativa que se deleita en el pensamiento, de las funciones más sublimes del espíritu humano (que jamás podrán ser igualadas por las máquinas). Serenidad, en este mundo ágil y vertiginoso, muchas veces irreflexivo y apresurado, con tan poca autocrítica, es lo que hace falta. A nuestra época le sobran afán y billetes. Le vendría bien más contemplación. *Médico Psiquiatra, Historiador, Escritor, Estudiante de Filosofía