viernes, 30 de noviembre de 2012

Poema del Desesperado, por Luis Fernando Campos

Movidos entre juegos de azar Y relampaguear de versos extraños Habitan mis vacíos pensamientos Sin saber a donde dirigirse Ni por qué han nacido. Consumación galáctica y anhelo, Rebelión en lápida con velo, Camino oscuro que seremos. Nubes negras que no saben a qué vienen, Ni por qué no se van, Pero que son tan efímeras Como la tan preciada vida. Y yo las contemplo Desde mi oscuro dormitorio, Gigante palacio De verdes enredaderas. Y las veo llorar y suspirar Y moverse entre sollozos Buscando una razón a su existencia. Y suben hasta mi balcón a preguntarme: ¿Por qué, por qué no? ¿Y qué será de mí si muero? ¿Y qué será de mí si despierto, Desnudo, en tu pecho? ¿Y qué será de mí si te sueño? ¡Qué será de mí si te abrazo, oh hermosa criatura, Qué será de mí si te deseo! LUIS FERNANDO CAMPOS VARGAS (Colombia, 1998) es estudiante de Guitarra Clásica en la Universidad Nacional.

Poemas de Andrés Felipe Barbosa

El matiz de ella. Matizada, no me respondes a tanta distancia, muchas otras voces son escuchadas. Matizada, me olvidaste; sin el más íntimo esfuerzo, Tuve el miedo, el miedo de correr sin ti. Ahora todo se calma mostrando horizontes gentiles. Hoy, matizada, solo te digo, que prometo no amarte más, pero nunca diré que este amor murió, porque sinceramente, mujer, la estaca de tu pecho se clavó y muy hondo está. Equinox Está quieta y de espaldas, estoy caminando hacia ella a compás de 2/4. Se voltea a mirarme con sus ojos bala-matiz, como ella lo sabe hacer. No puedo evitarlo; sucumbir en frente de su cuerpo danzante, envuelto en un vestido plata. ¡Ah! Con su libre espalda destapada, bajándose del piano y soltando sus caderas: caminó hacia mí. Me rodeó y su mano tocaba la solapa de mi piel gamuza, su labial y el cabello negro que de su cabeza brotaba hacia que el saxofón tocara mejor. Me atrapó. Mientras luchaba entre sus brazos contra una seducción implacable, su feroz mirada me absortó. Cuando el labial rojo escarlata quedó en mi boca y el saxofón dejó de tocar, se fue con su increíble cuerpo a otro sueño. Andrés Felipe Barbosa Ballesteros (Colombia,1991) es estudiante de Psicología y músico desde los 15 años.

El gran secreto de Cristóbal Colón, por Luis López Nieves

El 11 de octubre de 1492, a las nueve de la noche, Cristóbal se encaramó al mástil principal de la Santa María, envolvió el brazo derecho en una soga gruesa para no perder el balance, y clavó la vista en el horizonte umbroso. Aunque no había luna llena, el recuerdo del tenaz sol de la tarde aún flotaba en el aire y le permitía ver las apacibles olas de la mar. Allí permaneció cuarenta y cinco minutos, sin apenas mover la cabeza ni cerrar los ojos. Algunos tripulantes levantaban la vista recelosa de vez en cuando, pero no estaban seguros de si meditaba, oraba o examinaba una y otra vez, como era su costumbre, el mismo punto del horizonte inacabable. A las diez menos cuarto Cristóbal se secó el sudor de la frente y bajó a cubierta. Su rostro no reflejaba frustración, ira ni cansancio: sólo mucha sorpresa y un poco de inquietud. Colocó la mano distraída sobre el hombro del marinero suspicaz que se disponía a subir al palo en su lugar, pero no dijo palabra. Regresó al castillo de popa, encendió con dificultad una de las pocas velas que le quedaban, desenrolló sobre el escritorio un pequeño mapa antiguo y se dedicó a estudiarlo. A los pocos minutos, exactamente a las diez de la noche, Cristóbal Colón se frotó los ojos cansados. Reposó el mentón en la palma de la mano y miró por la ventana. Creyó ver a lo lejos, en medio de la noche oscura, una lumbre que subía y bajaba como si alguien hiciera señas con una antorcha. El rostro se le calentó de golpe. Llamó al repostero de estrados Pedro Gutiérrez, lo sentó junto a sí y le preguntó si veía la lumbre. Gutiérrez se acercó a la ventana, sacó el cuerpo hasta la cintura y respondió que sí, que la veía. Cristóbal Colón entonces llamó a Rodrigo Sánchez de Segovia y le preguntó si veía la lumbre, pero éste dijo que no. Poco después la luz desapareció y nadie más pudo verla. A las dos de la mañana, sin haber dormido un segundo, el capitán Colón todavía examinaba el mapa con una lupa. Las manchas de sudor de sus axilas, que no se habían secado en los últimos cuatro días, le bajaban por los costados de la camisa y le subían hasta la mitad de las mangas. El Capitán colocó el dedo sobre el mapa y lo movió a la izquierda lentamente; lo detuvo en medio de la mar, en algún punto a todas luces imaginario. Comenzaba a bajarlo hacia el suroeste cuando estalló, de pronto, el grito casi histérico de Rodrigo de Triana, vigía de la Pinta: “¡Tierra! ¡Tierra! ¡Tierra!” Don Cristóbal Colón dejó de respirar: se puso de pie y golpeó el escritorio con el puño. En ese mismo instante hizo fuego el estrepitoso cañón lombardo de la Pinta, señal acordada para cuando se hallara tierra. Las naves restantes dispararon su propio cañonazo: las tripulaciones se despertaban y comenzaban a celebrar. Las campanas de la Niña, la Pinta y la Santa María repicaban a todo vuelo. Don Cristóbal Colón salió a cubierta y ordenó al timonel que acercara la Santa María a la Pinta, donde Rodrigo de Triana contaba a la tripulación cómo había visto tierra por primera vez y le recordaba al capitán Martín Alonso Pinzón la recompensa de diez mil maravedís. La Niña se acopló a las otras dos naves y los marineros de las tres carabelas se unieron sobre la cubierta de la Pinta. Aunque eran las dos de la mañana y la noche era oscura, todos veían con sus propios ojos que no habían llegado al infierno ni al final del mundo, sino que estaban en una playa común y corriente, con arena, árboles y olas apacibles. El almirante don Cristóbal Colón ordenó arriar velas y esperar a que amaneciera. Impartió instrucciones de preparar el desembarco y luego regresó a la Santa María y se encerró en su camarote. Sacó del bolsillo una pequeña llave reluciente que aún no había tenido ocasión de usar en todo el viaje. Con ella abrió un baúl mediano, de madera oscura y perfumada, que tampoco había tenido motivo para abrir hasta hoy. Sacó una larga túnica de lana negra y la vistió por encima de su ropa de capitán. Sacó también unas botas nuevas, de cuero fulgente, que calzó tras quitarse las botas gastadas que había usado durante todo el viaje. Se lavó el rostro en una palangana de agua salada; luego se mojó el cabello blanco y lo peinó con los dedos. Al abrir la puerta del camarote se encontró de frente con los marineros de las tres naos. Cuando vieron al nuevo almirante, envuelto en lana negra y con botas relucientes, se hincaron de rodillas: algunos lloraban de alegría, otros llevaban en los rostros el bochorno del amotinado arrepentido. El almirante don Cristóbal Colón los miró sin decir palabra. —Capitán, perdónanos —dijo al fin un marinero flaco—. Fuimos desconfiados. —Cantemos el Salve Regina —respondió don Cristóbal—. Luego preparaos para buscar víveres y agua. Pocas horas después, al amanecer, el pequeño bote de remos llegaba a la playa con el almirante don Cristóbal Colón en la proa. Lo acompañaban, entre otros, los capitanes Martín Alonso Pinzón y Vicente Yáñez Pinzón. El flamante Virrey, con sus botas de cuero espléndido, fue el primero en saltar del bote y pisar las nuevas tierras de la reina de Castilla. Los maravillados acompañantes del descubridor seguían sus pasos de cerca. A las nueve de la mañana las tripulaciones de las tres naves se habían bañado en la playa cristalina y descansaban sobre la arena blanca. El almirante de la Mar Océano hablaba con sus capitanes bajo la sombra de un árbol extraño, cuyo fruto olía a perfume y tenía forma de corazón. De pronto, cinco indios desnudos salieron de la arboleda. Cuatro eran jóvenes y robustos; el quinto, mucho más viejo, caminaba con la ayuda de un palo. Los jóvenes traían papagayos, hilo de algodón en ovillos y azagayas. Al ver a estas criaturas que irrumpían de repente en la playa, los marineros se alarmaron y corrieron a buscar sus espadas. Don Cristóbal Colón se acercó con prisa, ordenó la calma entre sus hombres y luego caminó lentamente hasta los indios asombrados. Cuando se detuvo frente a ellos los jóvenes lo miraron con extrañeza, pero el viejo, apoyándose del brazo de uno de los muchachos, se puso de rodillas con mucho trabajo. Luego bajó la cabeza en señal de respeto y le dijo a don Cristóbal Colón en voz baja, en una lengua que ningún español pudo comprender: —¡Maestro, al fin has regresado! Luis López Nieves (1950) Doctor en Literatura Comparada por la Universidad del Estado de Nueva York en Stony Brook. Irrumpió en 1984 en el ambiente literario al publicar su relato histórico Seva, uno de los mayores éxitos literarios de Puerto Rico. Publicó en 2006 La verdadera muerte de Juan Ponce de León, libro ganador del Primer Premio del Instituto de Literatura Puertorriqueña en el año 2000.

La Tristeza, por Anton Chéjov

La capital está envuelta en las penumbras vespertinas. La nieve cae lentamente en gruesos copos, gira alrededor de los faroles encendidos, se extiende, en fina, blanda capa, sobre los tejados, sobre los lomos de los caballos, sobre los hombros humanos, sobre los sombreros. El cochero Yona está todo blanco, como un aparecido. Sentado en el pescante de su trineo, encorvado el cuerpo cuanto puede estarlo un cuerpo humano, permanece inmóvil. Diríase que ni un alud de nieve que le cayese encima lo sacaría de su quietud. Su caballo está también blanco e inmóvil. Por su inmovilidad, por las líneas rígidas de su cuerpo, por la tiesura de palos de sus patas, parece, aun mirado de cerca, un caballo de dulce de los que se les compran a los chiquillos por un copec. Hállase sumido en sus reflexiones: un hombre o un caballo, arrancados del trabajo campestre y lanzados al infierno de una gran ciudad, como Yona y su caballo, están siempre entregados a tristes pensamientos. Es demasiado grande la diferencia entre la apacible vida rústica y la vida agitada, toda ruido y angustia, de las ciudades relumbrantes de luces. Hace mucho tiempo que Yona y su caballo permanecen inmóviles. Han salido a la calle antes de almorzar; pero Yona no ha ganado nada. Las sombras se van adensando. La luz de los faroles se va haciendo más intensa, más brillante. El ruido aumenta. - ¡Cochero! -oye de pronto Yona-. ¡Llévame a Viborgskaya! Yona se estremece. A través de las pestañas cubiertas de nieve ve a un militar con impermeable. - ¿Oyes? ¡A Viborgskaya! ¿Estás dormido? Yona le da un latigazo al caballo, que se sacude la nieve del lomo. El militar toma asiento en el trineo. El cochero arrea al caballo, estira el cuello como un cisne y agita el látigo. El caballo también estira el cuello, levanta las patas, y, sin apresurarse, se pone en marcha. - ¡Ten cuidado! -grita otro cochero invisible, con cólera-. ¡Nos vas a atropellar, imbécil! ¡A la derecha! - ¡Vaya un cochero! -dice el militar-. ¡A la derecha! Siguen oyéndose los juramenitos del cochero invisible. Un transeúnte que tropieza con el caballo de Yona gruñe amenazador. Yona, confuso, avergonzado, descarga algunos latigazos sobre el lomo del caballo. Parece aturdido, atontado, y mira alrededor como si acabara de despertar de un sueño profundo. - ¡Se diría que todo el mundo ha organizado una conspiración contra ti! -dice con tono irónico el militar-. Todos procuran fastidiarte, meterse entre las patas de tu caballo. ¡Una verdadera conspiración! Yona vuelve la cabeza y abre la boca. Se ve que quiere decir algo; pero sus labios están como paralizados, y no puede pronunciar una palabra. El cliente advierte sus esfuerzos y pregunta: - ¿Qué hay? Yona hace un nuevo esfuerzo y contesta con voz ahogada: - Ya ve usted, señor... He perdido a mi hijo... Murió la semana pasada... - ¿De veras?... ¿Y de qué murió? Yona, alentado por esta pregunta, se vuelve aún más hacia el cliente y dice: - No lo sé... De una de tantas enfermedades... Ha estado tres meses en el hospital y a la postre... Dios que lo ha querido. - ¡A la derecha! -óyese de nuevo gritar furiosamente-. ¡Parece que estás ciego, imbécil! - ¡A ver! -dice el militar-. Ve un poco más aprisa. A este paso no llegaremos nunca. ¡Dale algún latigazo al caballo! Yona estira de nuevo el cuello como un cisne, se levanta un poco, y de un modo torpe, pesado, agita el látigo. Se vuelve repetidas veces hacia su cliente, deseoso de seguir la conversación; pero el otro ha cerrado los ojos y no parece dispuesto a escucharle. Por fin, llegan a Viborgskaya. El cochero se detiene ante la casa indicada; el cliente se apea. Yona vuelve a quedarse solo con su caballo. Se estaciona ante una taberna y espera, sentado en el pescante, encorvado, inmóvil. De nuevo la nieve cubre su cuerpo y envuelve en un blanco cendal caballo y trineo. Una hora, dos... ¡Nadie! ¡Ni un cliente! Mas he aquí que Yona torna a estremecerse: ve detenerse ante él a tres jóvenes. Dos son altos, delgados; el tercero, bajo y chepudo. - ¡Cochero, llévanos al puesto de policía! ¡Veinte copecs por los tres! Yona coge las riendas, se endereza. Veinte copecs es demasiado poco; pero, no obstante, acepta; lo que a él le importa es tener clientes. Los tres jóvenes, tropezando y jurando, se acercan al trineo. Como sólo hay dos asientos, discuten largamente cuál de los tres ha de ir de pie. Por fin se decide que vaya de pie el jorobado. - ¡Bueno; en marcha! -le grita el jorobado a Yona, colocándose a su espalda-. ¡Qué gorro llevas, muchacho! Me apuesto cualquier cosa a que en toda la capital no se puede encontrar un gorro más feo... - ¡El señor está de buen humor! -dice Yona con risa forzada-. Mi gorro... - ¡Bueno, bueno! Arrea un poco a tu caballo. A este paso no llegaremos nunca. Si no andas más aprisa te administraré unos cuantos sopapos. - Me duele la cabeza -dice uno de los jóvenes-. Ayer, yo y Vaska nos bebimos en casa de Dukmasov cuatro botellas de caña. - ¡Eso no es verdad! -responde el otro- Eres un embustero, amigo, y sabes que nadie te cree. - ¡Palabra de honor! - ¡Oh, tu honor! No daría yo por él ni un céntimo. Yona, deseoso de entablar conversación, vuelve la cabeza, y, enseñando los dientes, ríe atipladamente. - ¡Ji, ji, ji!... ¡Qué buen humor! - ¡Vamos, vejestorio! -grita enojado el chepudo-. ¿Quieres ir más aprisa o no? Dale de firme al gandul de tu caballo. ¡Qué diablo! Yona agita su látigo, agita las manos, agita todo el cuerpo. A pesar de todo, está contento; no está solo. Le riñen, lo insultan; pero, al menos, oye voces humanas. Los jóvenes gritan, juran, hablan de mujeres. En un momento que se le antoja oportuno, Yona se vuelve de nuevo hacia los clientes y dice: - Y yo, señores, acabo de perder a mi hijo. Murió la semana pasada... - ¡Todos nos hemos de morir!-contesta el chepudo-. ¿Pero quieres ir más aprisa? ¡Esto es insoportable! Prefiero ir a pie. - Si quieres que vaya más aprisa dale un sopapo -le aconseja uno de sus camaradas. - ¿Oye, viejo, estás enfermo?-grita el chepudo-. Te la vas a ganar si esto continúa. Y, hablando así, le da un puñetazo en la espalda. - ¡Ji, ji, ji! -ríe, sin ganas, Yona-. ¡Dios les conserve el buen humor, señores! - Cochero, ¿eres casado? -pregunta uno de los clientes. - ¿Yo? !Ji, ji, ji! ¡Qué señores más alegres! No, no tengo a nadie... Sólo me espera la sepultura... Mi hijo ha muerto; pero a mí la muerte no me quiere. Se ha equivocado, y en lugar de cargar conmigo ha cargado con mi hijo. Y vuelve de nuevo la cabeza para contar cómo ha muerto su hijo; pero en este momento el chepudo, lanzando un suspiro de satisfacción, exclama: - ¡Por fin, hemos llegado! Yona recibe los veinte copecs convenidos y los clientes se apean. Les sigue con los ojos hasta que desaparecen en un portal. Torna a quedarse solo con su caballo. La tristeza invade de nuevo, más dura, más cruel, su fatigado corazón. Observa a la multitud que pasa por la calle, como buscando entre los miles de transeúntes alguien que quiera escucharle. Pero la gente parece tener prisa y pasa sin fijarse en él. Su tristeza a cada momento es más intensa. Enorme, infinita, si pudiera salir de su pecho inundaría al mundo entero. Yona ve a un portero que se asoma a la puerta con un paquete y trata de entablar con él conversación. - ¿Qué hora es? -le pregunta, melifluo. - Van a dar las diez -contesta el otro-. Aléjese un poco: no debe usted permanecer delante de la puerta. Yona avanza un poco, se encorva de nuevo y se sume en sus tristes pensamientos. Se ha convencido de que es inútil dirigirse a la gente. Pasa otra hora. Se siente muy mal y decide retirarse. Se yergue, agita el látigo. - No puedo más -murmura-. Hay que irse a acostar. El caballo, como si hubiera entendido las palabras de su viejo amo, emprende un presuroso trote. Una hora después Yona está en su casa, es decir, en una vasta y sucia habitación, donde, acostados en el suelo o en bancos, duermen docenas de cocheros. La atmósfera es pesada, irrespirable. Suenan ronquidos. Yona se arrepiente de haber vuelto tan pronto. Además, no ha ganado casi nada. Quizá por eso -piensa- se siente tan desgraciado. En un rincón, un joven cochero se incorpora. Se rasca el seno y la cabeza y busca algo con la mirada. - ¿Quieres beber? -le pregunta Yona. - Sí. - Aquí tienes agua... He perdido a mi hijo... ¿Lo sabías?... La semana pasada, en el hospital... ¡Qué desgracia! Pero sus palabras no han producido efecto alguno. El cochero no le ha hecho caso, se ha vuelto a acostar, se ha tapado la cabeza con la colcha y momentos después se le oye roncar. Yona exhala un suspiro. Experimenta una necesidad imperiosa, irresistible, de hablar de su desgracia. Casi ha transcurrido una semana desde la muerte de su hijo; pero no ha tenido aún ocasión de hablar de ella con una persona de corazón. Quisiera hablar de ella largamente, contarla con todos sus detalles. Necesita referir cómo enfermó su hijo, lo que ha sufrido, las palabras que ha pronunciado al morir. Quisiera también referir cómo ha sido el entierro... Su difunto hijo ha dejado en la aldea una niña de la que también quisiera hablar. ¡Tiene tantas cosas que contar! ¡Qué no daría él por encontrar alguien que se prestase a escucharlo, sacudiendo compasivamente la cabeza, suspirando, compadeciéndolo! Lo mejor sería contárselo todo a cualquier mujer de su aldea; a las mujeres, aunque sean tontas, les gusta eso, y basta decirles dos palabras para que viertan torrentes de lágrimas. Yona decide ir a ver a su caballo. Se viste y sale a la cuadra. El caballo, inmóvil, come heno. - ¿Comes? -le dice Yona, dándole palmaditas en el lomo-. ¿Qué se le va a hacer, muchacho? Como no hemos ganado para comprar avena hay que contentarse con heno... Soy ya demasiado viejo para ganar mucho... A decir verdad, yo no debía ya trabajar; mi hijo me hubiera reemplazado. Era un verdadero, un soberbio cochero; conocía su oficio como pocos. Desgraciadamente, ha muerto... Tras una corta pausa, Yona continúa: - Sí, amigo..., ha muerto... ¿Comprendes? Es como si tú tuvieras un hijo y se muriera... Naturalmente, sufrirías, ¿verdad?... El caballo sigue comiendo heno, escucha a su viejo amo y exhala un aliento húmedo y cálido. Yona, escuchado al cabo por un ser viviente, desahoga su corazón contándoselo todo.

Coplas del alma que pena por ver a Dios, por San Juan de la Cruz

Vivo sin vivir en mí y de tal manera espero que muero porque no muero. I En mí yo no vivo ya y sin Dios vivir no puedo pues sin él y sin mí quedo éste vivir qué será? Mil muertes se me hará pues mi misma vida espero muriendo porque no muero. II Esta vida que yo vivo es privación de vivir y assí es contino morir hasta que viva contigo. Oye mi Dios lo que digo que esta vida no la quiero que muero porque no muero. III Estando ausente de ti qué vida puedo tener sino muerte padescer la mayor que nunca vi? Lástima tengo de mí pues de suerte persevero que muero porque no muero. IV El pez que del agua sale aun de alibio no caresce que en la muerte que padesce al fin la muerte le vale. Qué muerte abrá que se yguale a mi vivir lastimero pues si más vivo más muero? V Quando me pienso alibiar de verte en el Sacramento házeme más sentimiento el no te poder gozar todo es para más penar por no verte como quiero y muero porque no muero. VI Y si me gozo Señor con esperança de verte en ver que puedo perderte se me dobla mi dolor viviendo en tanto pabor y esperando como espero muérome porque no muero. VII Sácame de aquesta muerte mi Dios y dame la vida no me tengas impedida en este lazo tan fuerte mira que peno por verte, y mi mal es tan entero que muero porque no muero. VIII Lloraré mi muerte ya y lamentaré mi vida en tanto que detenida por mis pecados está. ¡O mi Dios!, quándo será quando yo diga de vero vivo ya porque no muero?