domingo, 26 de febrero de 2012

BREVE HISTORIA DE LA IGLESIA EN AMÉRICA LATINA

Por David Alberto Campos Vargas, MD


La llegada de Colón (1492) a América tuvo enormes consecuencias: sentó las bases para el intercambio entre España (y Europa) y nuestros pueblos, intercambio que, dicho sea de paso, no siempre fue benéfico para nosotros: ahí se sentaron las bases del colonialismo (y los ulteriores neocolonialismo y dependencia económica), ahí se inició el despojo cultural, material y humano que significó la Conquista (siglos XVI y XVII), ahí empezó el desastre histórico que casi exterminó a nuestros aborígenes y provocó la cacería, el tráfico y la esclavitud de muchos pueblos africanos. Realmente, la idealización de dicho “encuentro” (en realidad, choque, la mayoría de las veces violento) entre europeos y americanos, en el que la fuerza y la brutalidad se impusieron, configurando la estructura de metrópoli-dominante (Europa) y periferia-dominada (América).

Otro hito relevante lo constituyeron las bulas alejandrinas (llamadas así por el Papa Alejandro IV, quien de manera descarada optó por dividirnos, sin ni siquiera consultarnos), ratificadas en el tratado de Tordesillas entre Portugal y España, por medio de las cuales se acordó la repartición de Latinoamérica entre dichas colonias, repartición que aún hoy vivimos: al este se habla portugués, al oeste se habla español.

Después del cambio de casa dinástica en España (con los Borbón en escena, en vez de los Habsburgo), en algo avanzó la precaria situación de nuestros pueblos: el establecimiento de una burocracia algo más eficiente y menos brutal en el “Nuevo Mundo” permitió algún avance en la infraestructura de nuestros países, aunque, eso sí, con taras coloniales (que todavía contribuyen a mantenernos en la dependencia y el subdesarrollo): crecimiento de las urbes en detrimento de los centros rurales, centralización de las funciones del Estado en las capitales de los virreinatos (y marcado descuido, o peor, olvido, de las provincias), concentración del poder en élites dominantes (ibéricos en primer lugar, sustentados en un discurso racista y jerárquico: al ser “blancos y españoles” eran los “realmente puros”, y quienes detentaban los privilegios de clase dominante; y , en segundo lugar, criollos, descendientes de españoles a los que se les consideraba de calidad inferior por ser nacidos en América), direccionamiento erróneo de nuestra economía (que fue centrada en la monoproducción, la minería y la exportación de materias primas).

Los primeros movimientos emancipadores (con José Antonio Galán y los “Comuneros” en Colombia, Túpac Amaru en el Perú, Manuel Rodríguez en Chile, Francisco Miranda en Venezuela, Miguel Hidalgo en México), aunque brutalmente reprimidos por la Corona española, ofrendaron mártires cuyas banderas habrían de recoger, dos décadas más tarde, los grandes “Libertadores” de América (entre quienes destacan las figuras de Simón Bolívar y José de San Martín), apoyados por la intelectualidad criolla del momento (verbigracia Antonio Nariño, Francisco José de Caldas, Andrés Bello).

Creo pertinente detenernos en Bolívar. Hombre ilustrado, al mismo tiempo intelectual y estadista, vitalísimo, batallador y, sobretodo, visionario. Con él se cristaliza la Independencia de Sur América (directamente, y sobretodo gracias a la ayuda de Antonio José de Sucre, en las actuales Panamá, Colombia, Venezuela, Ecuador, Perú y Bolivia, e indirectamente, en el archipiélago chileno de Chiloé), asegurando además el terreno ganado a los españoles por San Martín, en Argentina y Chile. Ya en su Carta de Jamaica expresa un ideario panamericanista, integracionista y aperturista, claramente antimonárquico y férreamente antiintervencionista, ratificado en su discurso en Angostura, y en todas sus intervenciones (cartas, discursos, producciones literarias, decretos y hasta una Carta Magna). Su idea de cooperación y solidaridad entre los pueblos de América, eco de sus propios maestros (Andrés Bello y Simón Rodríguez), aún resuena en nuestros días.

La codicia, la ingratitud y la envidia, tan frecuentes entre las élites criollas que accedieron plenamente al poder tras la retirada de los españoles, dejaron fuera a los “Libertadores” (Sucre cayó asesinado en Berruecos, San Martín murió solo y pobre en Bologne-sur-Mere, O´Higgins exiliado, Itúrbide fusilado, Bolívar tísico, traicionado y sin ilusiones), con lo que la posesión de la tierra pasó de los reyes a unos pocos latifundistas. Continuaron así la esclavitud del negro, el marginamiento del indio, el anonimato del mulato y el mestizo. Al final del siglo XIX, algunos líderes de corte progresista intentaron poner a las naciones de Latinoamérica en la órbita creada por la Revolución Industrial, el desarrollo de la burguesía y el capitalismo pleno (superado ya el neto mercantilismo de los siglos anteriores), sin éxito.

El inicio del siglo XX se vivió, como en Europa, con optimismo. América tuvo también, aunque a su manera, su belle epoque. Sin embargo, anclada en la monoproducción, en el énfasis absoluto en lo agrícola y lo minero (con un notorio descuido de lo industrial y comercial) y en relaciones y modos de producción casi feudalistas en las provincias, no pudo despegar. Con la llegada de las décadas de convulsión mundial (1910 a 1950), América Latina tuvo la suerte de no participar directamente en los dos conflictos bélicos mundiales, con lo cual evitó derramar sangre de sus ciudadanos. Pero no salió de su letargo económico.

En la década de 1950, ante la recuperación de la economía mundial, y la nueva ola de industrialización, laicización de los Estados y progresismo político, América Latina intentó ponerse al día con su desarrollo. Brasil y México lograron, al fin, pasar la barrera y acceder al llamado “Primer Mundo”, al menos en cuanto a índices económicos (si consideramos el capital global de dichos países, y su desarrollo humano, todavía están en deuda). La bonanza petrolera benefició a Venezuela (aunque, por fallas en su estructura socio-económica, no alcanzó a dar el salto) y los países del Cono Sur iniciaron su despegue.

Con la revolución cultural gestada en las décadas de 1960 y 1970, Latinoamérica se puso decididamente de lado del “Estado laico”, de la progresiva des-sacralización de las instituciones, de la lisis de la familia tradicional, de la educación predominante técnica y sin visos de religiosidad, del cientifismo positivista y, tristemente, antihumanista. Con la idea de un “progreso” ilusorio, imitando modelos norteamericanos y europeos, desconociendo las realidades (espirituales, sociales, humanas, económicas y hasta políticas) propias, el subcontinente se lanzó de lleno a la ruptura con su propia identidad, buscando sobretodo una identidad estadounidense. Individualismo, neoliberalismo, despersonalización, masificación, capitalismo a ultranza y crisis de posmodernidad se hicieron presentes.

Entre 1970 y 1990 nuestros pueblos se vieron envueltos por lo pendular y ambivalente: desarrollo vs subdesarrollo, democracia vs dictadura, aperturismo económico vs proteccionismo, integracionismo vs aislacionismo. Latinoamérica se vistió de luto, a causa del militarismo y el totalitarismo de sus gobiernos (muchos de ellos completamente ajenos a la democracia verdadera). En esos tiempos de barbarie militar, de crímenes cometidos tanto por grupos de izquierda como de derecha, el narcotráfico a gran escala (con una corrupción creciente y alarmante de los aparatos burocráticos, policivos y judiciales) y el terrorismo empeoraron las cosas. Para esos tiempos en los que los latinos parecimos quedar sin rumbo, aparecieron por fortuna pensadores lúcidos, científicos sociales, humanistas, teólogos de la liberación, que se propusieron re-pensar al hombre latinoamericano y darle respuesta a su caótico contexto.

Durante la década de 1990 se completó exitosamente el desmonte progresivo de las dictaduras y los Estados represivos (excepto en Cuba), aunque con el surgimiento de nuevos caudillismos, muy cercanos a los totalitarismos de antaño (especialmente en países de Centroamérica, en el Perú de Fujimori y la Venezuela de Chávez). Chile dio los pasos adecuados que garantizarían, ya en el siglo XXI, su entrada al club del Primer Mundo.

En lo que va del 2000 al 2012, puede decirse que América Latina se ha esforzado en re-hacerse (¡nuevamente!...¿cuándo tendremos, definitivamente, una identidad?) según los dictámenes del Banco Mundial, el G-8 y la economía globalizada, además de la cotidianidad (vaga, sin sentido, alienizante, insulsa, conformista y masificante) propuesta por unos nuevos valores en los que la persona humana no vale en sí misma, se hace un culto al dinero y al narcisismo individual, y se le apuesta decididamente a un hedonismo acrítico y conformista.

La Iglesia Católica ha sido, entonces, víctima y victimaria, según se haya puesto en contra de las estructuras de poder y las élites dominantes (sobretodo después del Concilio Vaticano II, la encíclica "Populorum Progressio" del Papa Pablo VI, y la Teología de la Liberación) o de lado de las mismas (como el triste caso del concubinato entre clero y dictadura en Argentina). Ha dado mártires modernos, sacerdotes que se atrevieron a disentir de los regímenes militares, o frailes que se resistieron a los totalitarismos, sin más armas que su intelecto. Han sido varios los religiosos asesinados por las balas de la brutalidad y la corrupción, mientras elevaban su voz en contra de la tiranía y la violación de los derechos humanos, como el pensador Martín Barbero o el obispo Oscar Arnulfo Romero.

Las primeras asambleas eclesiales se realizaron, en América Latina, en las Juntas Eclesiásticas de la Nueva España y el Caribe; después vinieron los Concilios Provinciales, reuniones de obispos de las provincias de Ciudad de México y de Lima: sirvan de ejemplo el III Concilio Limense (1582-1583) y el III Concilio Mexicano (1585), que buscaron la adaptación del Concilio de Trento a los desafíos de Latinoamérica.

En el siglo XIX el Papa León XIII convocó al Concilio Plenario de la América Latina (el antecedente inmediato de las Conferencias Generales del Episcopado Latinoamericano), celebrado en Roma en 1899.

En Río de Janeiro (1955), convocada por el Papa Pío XII, se realizó la I Conferencia General del Episcopado Latinoamericano. En dicha conferencia se buscaron estrategias para fortalecer la fe católica en América Latina e impulsar la evangelización, teniendo en cuenta las necesidades del subcontinente, la situación de los evangelizadores (en particular, la escasez del clero), y el cómo hacer un llamado a intensificar la vida cristiana en los latinoamericanos (tanto en la formación de niños y jóvenes, como en el aliento a las vocaciones religiosas). También se señaló la necesidad de una adecuada instrucción religiosa en América Latina y la urgencia de promover un auténtico compromiso social entre los católicos. Oficialmente nació el CELAM (Consejo Episcopal Latinoamericano), que desde ese entonces busca consolidar la comunión y colegialidad episcopal en la región.

La II Conferencia fue convocada e inaugurada por el Papa Pablo VI en Medellín (1968), para reflexionar sobre la presencia de la Iglesia Católica en el contexto (de grandes transformaciones y revoluciones, tanto a nivel cultural como político, económico y demográfico) que estaba viviendo el pueblo latinoamericano. De manera interesante, contó con la presencia de observadores no católicos. Brillaron, además de Pablo VI (a la sazón Pontífice de la Iglesia Católica Romana) y Miguel Larraín (obispo de Talca, Chile, y Presidente del CELAM), los ponentes (todos ellos obispos) Marcos Mc Grath, Eduardo Pironio, Eugenio de Araújo, Samuel Ruiz, Luis Eduardo Henríquez, Pablo Muñoz, Leonidas Proaño. Se propuso, a la luz del impulso progresista del Concilio Vaticano II, la renovación cristiana de América Latina; asimismo, el análisis del subdesarrollo y la dependencia de los pueblos de Latinoamérica, la valoración de la injusticia social y la marginación como indignantes (tanto ética como teológicamente), la insistencia en la dignidad humana de los oprimidos y en el llamado a la acción política y al activismo en los cristianos (concepto que se materializaría en distintos movimientos de Acción Católica, y en algunos movimientos de izquierda cristiana). La Conferencia de Medellín será recordada por el acentuado énfasis en la dimensión política de la fe, aunado al reconocimiento de las Comunidades Eclesiales de Base, lo sacro de la Iglesia desde la pobreza, la salvación vista como liberación y acceso al desarrollo, todas estas, reflexiones que nutrirían la Teología de la Liberación.

Muchos pensadores, formados en el seno de la Iglesia (John Sobrino, Gustavo Gutiérrez), se ponen del lado de los oprimidos y claman por una transformación social, una praxis de la religión en nuestros pueblos: un Cristianismo a favor de los oprimidos. Así, estos teólogos de la liberación se pusieron en contra del sistema establecido, como verdaderos críticos del capitalismo a ultranza y la desigualdad social; algunos, como Camilo Torres o Manuel Pérez, se convierten entonces en verdaderos "outsiders", rebeldes, fundadores de movimientos guerrilleros.

La III Conferencia General se reunió en Puebla (1979), convocando además de los Obispos latinoamericanos a un nutrido número de sacerdotes, religiosos y laicos, para abordar la evangelización en el presente y el futuro de América Latina. Fiel al espíritu de índole social de Medellín y de Pablo VI (recordemos su encíclica Popolorum progressio), hace un llamado a que la Iglesia tenga una “opción preferencial” por los pobres, los olvidados, los desposeídos. Asimismo, por los jóvenes. Insistió en la necesidad de una construcción de uan sociedad pluralista y justa en América Latina. Se insistió en la evangelización entendida como comunión y participación. El mismo Juan Pablo II se encargó de abrir y presidir dicha conferencia.

El Papa Juan Pablo II, con la ocasión del V Centenario de la llegada de Colón a América (que prácticamente inició su evangelización), realizó la IV Conferencia general en Santo Domingo (1992). En ella, se analizó el mundo de aquel entonces, los cambios demográficos, la ciudad, el nuevo tipo de sociedad y el nuevo orden mundial tras la caída del bloque soviético. Asimismo, se enfatizó en la familia y en cómo la familia cristiana debía erigirse en testimonio de los valores cristianos. En cuanto a la “Nueva Evangelización”, que se proponía justamente renovar el concepto de evangelización de la época del descubrimiento y la colonización de América, la IV Conferencia instó al diálogo con las otras religiones, a la acogida de los bautizados que se habían alejado de la Iglesia, y al llamado a la Palabra de Dios a todos los pueblos.

Finalmente, en Aparecida (2007) y con el impulso del Papa Benedicto XVI, se buscó poner la Iglesia Católica al día con las nuevas realidades de Latinoamérica en la primera década del siglo XXI, con la visión general de un “nuevo Pentecostés” que implicara una renovación de la acción de la Iglesia, expresando que la fe en el Dios-Amor (Jesús) era un valioso patrimonio de la cultura latinoamericana. Teniendo en cuenta la circunstancia del subcontinente (injusticia estructural, globalización en el subdesarrollo, crisis en la transmisión de la fe), se hizo un llamado a los católicos latinoamericanos a ser misioneros de Jesucristo (para que sus conciudadanos “tuvieran vida en Él”), pretendiendo iniciar una renovada etapa pastoral, con mayor ardor apostólico y un mayor compromiso misionero (de hecho, convocando a todos los bautizados a erigirse en propagadores de la fe católica), enfatizando en el mensaje de Vida dado por Jesús. Asimismo se propuso renovar las comunidades eclesiales, para que pudieran proclamar amorosa y alegremente la doctrina de Jesucristo, teniendo en cuenta la vocación a la santidad a la que están llamados todos los cristianos, la importancia de cada miembro de la Iglesia (el laico, el fraile, el sacerdote, el diácono, etcétera), la comunión y el diálogo (haciendo alusión al “Pueblo de Dios”) con las otras religiones, y la acción transformadora de la Iglesia Católica en tanto misionera (incluyendo su papel en la justicia y la solidaridad internacional, en la construcción y celebración del amor al interior de matrimonios y familias, en su actuar fraternizador e integrador), teniendo en cuenta que la palabra de Jesucristo es palabra “de Vida Eterna”.


DAVID ALBERTO CAMPOS VARGAS (Colombia, 1982)
Médico Psiquiatra. Profesor de Psicología. Lic. en Filosofía, Pensamiento Político y Económico

domingo, 19 de febrero de 2012

REFLEXIONES ACERCA DE LAS TEORÍAS PEDAGÓGICAS MODERNAS

Prof. Dr. DAVID ALBERTO CAMPOS VARGAS, MD.


Para afrontar con realismo nuestra tarea de educadores, se debe conocer este contexto que trata de los aportes de las diferentes escuelas, diversas tradiciones intelectuales y discursos de los cuales habla Carlos Noguera, que podríamos describir como el resultado de grandes revoluciones en el pensamiento, de verdaderos cambios de paradigma que se han erigido, a su vez, en las bases para nuevos progresos en el campo de la pedagogía: la escuela germánica, la francesa y la anglosajona.

La tradición germánica se centra en la Bildung (formación), del sujeto, para que éste se desenvuelva adecuadamente en el mundo. El concepto de bildung inicia oficialmente con Friedrich Herbart (1776-1846), quien recoge, a su vez, algunos conceptos de Kant. Para la escuela germana son claves la autodeterminación, la autonomía, la autoactividad racional, el ejercicio volitivo de perfeccionarse continuamente, mejorarse, cultivarse siempre. Herbart está convencido que la educación debe darse a través de la enseñanza (unterricht), su lado formal (en términos de formalidad escolar), en tanto instrucción organizada, bien dirigida, ordenada con una intencionalidad y unos saberes específicos que harán del estudiante un sujeto cada vez más culto, racional, universal y autónomo.

El interés de la formación en la escuela germánica es que el sujeto acceda a un correcto desenvolvimiento en el “mundo objetivo universal”, que el sujeto alcance al racionalidad, y, con ella, (recordemos la influencia de Kant en Herbart), la autodeterminación, la emancipación, la “mayoría de edad” en términos de acceso a un sentido del deber y un sentido crítico ante los demás seres del mundo, que coronarían a un individuo autodeterminado, culto, reflexivo, en pleno ejercicio de la voluntad, en automejoramiento permanente. La bildung, entonces, no se reduce a un plan de estudios; busca formación, propende por un sujeto autónomo y con criterio, que continúe con su formación a lo largo de la vida (concepto de “formación no conclusiva” abordado por Noguera como formación que abarca a la totalidad de la vida). Se busca así formar a un individuo productivo, con alto sentido de lo ético y moral, con un despliegue de sus dimensiones no sólo cognitivas sino también morales y estéticas.

Herbart insiste en la educación a través de la enseñanza, recalcando la importancia de que el educador sea maestro experto, especializado. No basta la experiencia de quien educa, debe también tener una ciencia (la pedagogía) para la correcta ejecución de su función educadora. Es decir, se pone el énfasis en lo instructivo, en la enseñanza formal, sistematizada, ordenada, con unos lineamientos claros y un respaldo valiosísimo: el de la pedagogía (la ciencia del educador, la ciencia con la que cuenta el maestro).

En la escuela francesa entran al auxilio del maestro la psicología (en forma de Pedagogía Experimental), la sociología (como Sociología de la Educación) y la Pedagogía Filosófica (en tanto ciencia de la educación). Se insiste en la instrucción como acción educativa del profesor, con diversos métodos y reglas del régimen escolar. Busca, como plantea Durkheim, que la educación garantice la supervivencia de la sociedad, que asegure entre los ciudadanos una suficiente comunidad de ideas y sentimientos. El ser educado es ante todo un ser apto para vivir en sociedad, un ser social. El énfasis en la autonomía de los alemanes queda aquí cambiado por el predominio de lo social: se busca un buen ciudadano. Así, la escuela francesa se vuelca hacia la función social de la educación: su fin es el de hacer de ese niño inicialmente individualista un hombre social, apto para vivir en comunidad (Durkheim). De este modo, la escuela es también espacio de socialización y formación moral: enseña al sujeto a seguir las reglas, a disciplinarse, a controlar sus pasiones y deseos, a solidarizarse con el grupo. Así es como Durkheim entiende al educación moral: el relacionar al niño con su sociedad. En este orden de ideas, en la escuela francesa también el niño introyecta, conoce y aprende a amar su sociedad: el amor a la patria surge como una consecuencia del sistema escolar. Por último, propugna por una moral laica en la educación; dicha moral laica estaría sustentada en la comprensión racional de la necesidad de las reglas, del sentido de la norma. Ya Dios deja de ser la fuente de la ley moral: la fuente es la Razón.

En la tradición anglosajona nos encontramos con la influencia del utilitarismo y el pragmatismo, recopilados para las prácticas educativas por Bobitt, Thorndike, Tayler y, especialmente, Herbert Spencer. En esta escuela se privilegia al Currículo (Curriculum Studies) como organizador y prescriptor de contenidos de enseñanza, un Plan de Estudios organizado, con una secuencia clara, un conjunto de actividades y experiencias ordenados que permite al niño desarrollar lo que será útil y práctico en su vida de adulto. Spencer busca una educación que prepare para la vida, organizada utilitaristamente. Partiendo de la pregunta sobre cómo se debe vivir, llega a la cuestión sobre cuáles son los conocimientos más útiles. Y se propone entonces una educación útil para el individuo y la sociedad. La via curricular, entonces, tiene la función de garantizar que el sujeto pueda sobrevivir adecuadamente en una sociedad industrializada.Teniendo en cuenta las actividades más “importantes, valiosas e influyentes”, el Currículo organiza actividades encaminadas a hacer del individuo un buen agente: su interés es formar sujetos capaces de actuar. Bobbitt, dentro de este enfoque anglosajón, propone el currículo como un “curso de carrera”, una serie de actividades y experiencias por las que debe pasar el estudiante para desarrollar habilidades que le permitan hacer bien las cosas en la adultez. Thorndike recoge lo anterior, estableciendo que los fines de la educación están en satisfacer las necesidades de la vida, y busca, dentro de la educación, “un equipamiento” para el hombre del mañana: salud física y mental, y medios recreativos, éticos, religiosos e intelectuales.

Spencer también retoma elementos del liberalismo político y económico (laissez-faire, autorregulación, utilidad de la no intervención del Estado en los mercados) y, partiendo de la suposición de que en el niño hay un proceso natural de evolución mental, que no debe ser perturbado, busca un “liberalismo educativo”: dejar cierta libertad al niño, respetar su desarrollo intrínseco. De esta manera, Spencer propone un currículo flexible en contraposición a los currículos “coercitivos y restrictivos” del “antiguo régimen” educativo. El currículo, entonces, busca preparar, entrenar en determinadas actividades (que, supone, se transformarán en habilidades que serán de provecho en al adultez), pero dejando un margen para el libre desarrollo, por parte del niño, de dichas habilidades. Es decir, permitiendo que el estudiante funcione según su propia naturaleza.

En resumen, la escuela anglosajona concibe la experiencia humana como una serie de distintos tipos de actividades, y concilia la educación como una preparación para el cumplimiento de dichas actividades en la adultez. Enfatiza la experiencia, la práctica, y se enfocae n la utilidad de actividades y conocimientos. No le basta el hombre erudito-humanista de la tradición germana, ni el buen ciudadano de la escuela francesa, sino el “hombre práctico y bien equipado”. La escuela germana se diferencia de la francesa en que el interés de la primera está en formar para el libre desarrollo de la razón”, y el de la segunda está en educar al hombre para el mundo social; y las anteriores también se distinguen de la tradición anglosajona, en cuanto a que ésta se encuentra centrada en la teoría del currículo y considera la educación en función de su utilidad, valor e influencia para el individuo y la sociedad.

Consecuentemente, podríamos preguntarnos entonces, ¿qué entenderíamos por Pedagogía? Siguiendo este recorrido presentado por Carlos Noguera, diríamos que la Pedagogía es la ciencia que estudia la educación, entendida como un fenómeno eminentemente social que tiene por meta generar cultura, desarrollo y progreso. La pedagogía es también una ciencia humana, hermanada con todos los saberes relacioandos con el hombre (de ahí su estrecha conjugación con otros campos como la psicología, la pediatría, la antropología y la sociología).

La Pedagogía como ciencia engloba todo lo relacionado con el quehacer del maestro, la función de la escuela (y de la sociedad, si ésta se concibe a sí misma como "sociedad educadora"); se centra en el método experiencial, es decir, no riñe con el cambio: siempre dará la bienvenida a nuevas posturas y vivencias, con el objeto de encontrar la que más y mejores resultados arroje. La Didáctica, por su interés en la formación y en los procesos de enseñar y aprender, se puede delimitar como un área dentro del vasto universo de la pedagogía, encaminada precisamente a fundamentar y regular estos procesos. Como Educación se puede entender toda actividad de aprendizaje inherente al desarrollo permanente y progresivo del sujeto inserto dentro de un ámbito social y cultural, a diferencia de la Enseñanza (Instrucción), que es todo aprendizaje "curricular", formal, más dependiente de la escuela que de la misma sociedad, y que busca, más que brindar conocimientos sueltos, dar bases sólidas que contribuyan a la formación del individuo, de quien pretende que aprenda ser crítico, a actuar y transformar, a orientar su existencia tanto hacia la realización personal como a la construcción de una mejor sociedad.

En estas tres tradiciones intelectuales (germana, francesa y anglosajona) podemos ver entonces los orígenes de la “pedagogía moderna” que rompe con los esquemas tradicionales y rígidos de la educación tradicional (donde el alumno es por completo un simple receptor pasivo) convirtiendo al alumno en protagonista de su aprendizaje. En la germana vemos la “educación a través de la enseñanza” en la que es clave el autoaprendizaje, la autodeterminación, el deseo de querer ser mejor, la búsqueda de la formación de un espíritu culto y con alto sentido de lo ético; en su enseñanza educativa se destaca el conocimiento especializado del educador.

La pedagogía en la tradición germana es la ciencia en la que el maestro-instructor se apoya; sumando a esta ciencia los conocimientos tenemos una adecuada enseñanza. La tradición francófona ve la pedagogía como “ciencia de la educación hacia las ciencias de la educación”, una ciencia y un arte, que necesita de la psicología resultando así que no busque solamente expresar o representar lo real, sino orientar la conducta hacia la sociedad. Existe también una pedagogía teórica (encaminada al sujeto o niño) y la pedagogía practica (centrada en los métodos y reglas de enseñanza).

En cuanto a la didáctica, en la tradición francófona, son los métodos de enseñanza que varían según la materia que se va a enseñar y su naturaleza. En la tradición anglosajona observamos emerger el currículo como la forma útil y "más apropiada" de desarrollar las prácticas, actividaes y experiencias, tendiendo el puente hacia la pedagogía en cuanto al cómo, al cuándo y al por qué de los contenidos de la enseñanza), y buscando construir un sujeto útil y bien equipado. Estos sistemas tan organizados (los currículos) buscan en cuanto a la educación dar al sujeto una preparación completa para sus actividades como individuo adulto (métodos prácticos y organizados que preparan para la vida completa).

Concluímos entonces que a pesar de las diferencias de cada una de las tradiciones, cada una de ellas da un aporte significativo a los conceptos que tenemos hoy en día dentro de la pedagogía moderna. Como maestros apreciamos las luces que nos brinda cada una de ellas, y entendemos a su vez sus limitaciones, en tanto que son producto de unos discursos filosóficos condicionados por el contexto y la época en los que emergieron.

Podríamos decir que la pedagogía es al mismo tiempo ciencia (social) y arte, que estudia la educación ( y que el educador necesita), que nos da un conjunto de ideas y nos permite teorizar con el fin de orientarnos a una educación ideal (estudiando a la educación, analizándola para perfeccionarla). La didáctica la podríamos entender como sistemas y métodos prácticos de la enseñanza que varían según la necesidad de la materia y naturaleza de la enseñanza. La podríamos ver como la parte práctica de la pedagogía. Por ultimo veríamos la educación como un proceso que está presente en todo momento, a lo largo de la vida, en tanto que el individuo está siempre interactuando con su contexto, y como una preparación del sujeto en cuanto al espíritu, carácter, costumbres, obviamente complementada por la enseñanza, entendida ésta como instrucción, como un currículo y un accionar del maestro para permitir en el estudiante el desarrollo de unos saberes que le serán útiles en todos los aspectos de su vida.

REFERENCIAS

Noguera, C. Aproximación conceptual a la constitución de las tradiciones pedagógicas modernas, Lección Inaugural, Universidad Pedagógica Nacional

*
David Alberto Campos Vargas (Colombia, 1982)
Médico Psiquiatra
Escritor
Catedrático - Fac. Psicología
Lic. en Filosofía y Pensamiento Político y Económico

martes, 7 de febrero de 2012

Poesía de Luis Fernando Campos Vargas

I


Amanecer,
Junto al mar,
Viendo en el sol la belleza de la luna
Y en el alba lo hermoso de la noche.
Escuchando cuidadosamente el silencio,
Adentrándome en él.
Observando cómo todo muere para renacer
Y darle sus frutos al mundo.
La perfección, inalcanzable;
Y la grandeza tan lejana.
Pero, en su furor, y lleno de esperanzas
Grita el hombre buscando otro día,
Otra mañana para hacer parte
De la Creación.

II


Miles de luces, colores,
Centauros, unicornios.

A lo lejos se puede oír un murmullo,
Un remoto murmullo que aumenta su volumen,
Y conforme aumenta su volumen también su grandioso ímpetu;
Suena, aquí y allá, y se vislumbra una figura,
Una apenas dibujable
Que llena y huye, se paraliza y escapa y,
Estruendosa, arrasa con todo lo que encuentra a su paso,
Dejando una llama brillante que ilumina el camino al viajero.

A medida que esta extraña figura
Recorre las playas llena de frenesí
Desaparece en la tormenta.

Sólo se puede ver
Un jinete enfurecido, arrastrado por el animal.

Luis Fernando Campos Vargas (Colombia, 1998)