martes, 31 de enero de 2012

PSICOTERAPIA JUNGIANA EN NUESTROS DÍAS

David Alberto Campos Vargas, MD*

Un siglo después, varias las ideas del psiquiatra suizo Carl Gustav Jung (1869-1961) todavía tienen utilidad en el trabajo psicoterapéutico. Es mi deseo resumir, en este breve ensayo, algunos de los aspectos más sobresalientes del análisis jungiano como teoría y como técnica psicoterapéutica.

Espero que sea de utilidad para todo tipo de terapeutas, sin discriminaciones de profesión ni corriente: no importa si son psiquiatras, psicólogos, trabajadores sociales, terapeutas ocupacionales, filósofos o antropólogos; no importa si su orientación ideológica es sistémica, interpersonal, psicodramática, gestáltica, cognitivo-conductual o psicoanalítica; tampoco si hacen terapia individual, de pareja o de familia. Creo que lo bueno debe usarse cuando se tiene un paciente que lo necesita.

I

¿Hay que ser jungiano para este tipo de terapia? En modo alguno. De hecho, las ideas de los grandes terapeutas de la Historia son útiles para todos los que hacen psicoterapia; según el contexto, las condiciones en las que se desenvuelve la terapia y las necesidades y expectativas del paciente y el terapeuta, se puede echar mano de Rogers, Kohut, Lacan, Satir, Bion, Beck, Pearls, Erickson, Winnicott o Freud, por mencionar sólo algunos de los que han contribuido al arte y al quehacer psicoterapéutico.

Jung mismo fue un terapeuta que jamás se dejó encasillar. Cuando todo parecía indicar que sería el “heredero” de Sigmund Freud y su rígido método, prefirió romper con el molde y crear escuela aparte. La ortodoxia y el dogmatismo del Psicoanálisis tradicional (que también persiguió a otros grandes pensadores, como Rank o Férenczi, por el simple hecho de disentir) no calaron con el espíritu libre de Jung. Tampoco el psicologismo a ultranza (en varios textos de Jung se vislumbran interesantes aproximaciones a la neuropsiquiatría), ni el furor curandis de la época.

Por eso, todo el que desee ayudar a su paciente y no tenga fanatismos ideológicos, puede hacer uso de la técnica jungiana, sin que esto implique adscribirse exclusivamente a un método o una línea de trabajo. El creer que sólo hay una vía, sólo una forma correcta de hacer el trabajo terapéutico o sólo un estilo válido es, básicamente, caer en un error.

II

¿Se puede combinar esta terapia con otros enfoques? Yo creo que sí. El buen clínico sabe que, en determinada situación, así tenga un encuadre ya establecido, puede traer a colación algo diferente, si con eso se beneficia el paciente. Y las ideas de Jung no son la excepción.

En este orden de ideas, mal haría uno si buscara aferrarse a un método cerrándose a la posibilidad de combinar, para el bienestar del paciente, dos o más herramientas. A título personal, he de decir que me ha sido muy útil usar tareas (del enfoque cognitivo-conductual), técnicas narrativas (al estilo de Erickson o White), técnicas psicodramáticas (como la silla vacía o el juego de roles), técnicas de relajación (incluyendo asanas del Yoga), EMDR y hasta ordalías en procesos psicoterapéuticos de orientación psicodinámica. Los pacientes, sus familias y sus comunidades han salido muy favorecidos, y, hasta el día de hoy (ya voy para mi primer cuatrienio como psicoterapeuta), ninguno se ha disgustado por ello. Es más, se sienten satisfechos con un tratamiento que no se limita ni se constriñe.

III

Así, cuando la versatilidad del terapeuta redunda a favor del paciente, los procesos son más eficientes, es más inteligente el uso de los recursos, es mayor la costo-efectividad de las intervenciones (que no sólo interesa a las instituciones sino también a los pacientes particulares) y son más duraderos y notorios los cambios. Se puede hacer mucho si se sabe ser ecléctico.

Esta capacidad de trascender las corrientes y escuelas, este sano suprapartidismo en psicoterapia, redunda en pacientes, familias y colectividades más felices, más completos existencialmente, más creativos y más sanos. Y esto, hay que decirlo, mejora la calidad de vida y la salud mental de las naciones, contribuyendo al desarrollo armónico y pacífico de todo el orbe.

Encasillar al paciente no es inteligente, ni útil. Cada enfoque y cada técnica tienen sus bondades, indicaciones y riesgos. No se trata de hacernos ahora, como terapeutas, unos pan-jungianos, así como tampoco es útil ser pan-sexualistas, ni pan-biologistas, ni conductistas a ultranza. Las largas y demoradas terapias de orientación freudiana (que, además, muchas veces no culminan en la mejoría del paciente), de años (en los mejores casos, meses) de duración y esquemas rígidos que no se ajustan al mundo del siglo XXI, y que no son accesibles a la inmensa mayoría de pacientes en Colombia (por los honorarios de los psicoanalistas, el desconocimiento del proceso analítico inherente a la cultura inmediatista y superficial en la que estamos inmersos, y la escasa disponibilidad de profesionales para hacerla), son y seguirán siendo benéficas para cierto tipo de pacientes (en líneas generales, personas neuróticas, en especial aquellas con rasgos de personalidad histriónica, con conflictos de orden edípico y alta tendencia a la verbalización). Pero no son benéficas siempre, ni para todo tipo de pacientes. Lo mismo puede decirse de las terapias cognitivo-conductuales, sistémicas, psicodramáticas o gestálticas.

Si creemos que a todos los pacientes les resultará curativo, o al menos terapéutico, solamente determinado método (y, en especial, si nos atrincheramos en dicha línea, pese a ver que no hay avance) estamos sometiéndolos a intervenciones que brindan sólo mejorías parciales y sintomáticas en el mejor de los casos, o que devienen en fatigosos y poco fecundos encuentros.

Por eso, los conceptos jungianos (introversión- extroversión, libido y catexia, psiquismo dinámico, complejo y totalidad psíquica, inconsciente personal e inconsciente colectivo, arquetipos, etcétera), las herramientas en la psicoterapia jungiana (por ejemplo el reacercamiento del paciente a su naturaleza y a la Naturaleza entendida como Madre Tierra o “Gran Madre” arquetípica, la inclusión de elementos místicos y ancestrales, el uso terapéutico de la vida espiritual y de lo metafórico y lo simbólico) y los objetivos de la psicoterapia jungiana (verbigracia equilibrio entre los pares de opuestos psíquicos existentes en el consciente y en el inconsciente, individuación, concienciación de los contenidos inconscientes, imaginación activa) ofrecen la posibilidad de ser usados, pero tampoco son la panacea. Son instrumentos que, si se usan bien y con el paciente indicado, facilitan enormemente el trabajo terapéutico.

El buen terapeuta es ecléctico, y debe saber usar los conceptos jungianos para beneficio del paciente, no para lucimiento personal (no se trata de exhibir erudición) y mucho menos para atrincherarse en ellos: ése ha sido el gran error de muchos analistas: la ortodoxia.

IV

Uno de los conceptos que unen a Jung con Freud es el de la asociación inconsciente. Al investigar sobre la asociación de palabras, el psiquiatra suizo se encontró con que las personas “cargaban libidinalmente” (entendiendo libido como catexia) determinadas palabras, según su simbolismo inconsciente. Por ello, sus pacientes presentaban retardos (aumentos en la latencia de respuesta) ante determinadas palabras (las que significaban algo, inconscientemente, para ellos). Así, los conceptos de asociación libre y atención libremente flotante son, en la práctica clínica, los mismos en Jung que en el Psicoanálisis clásico.

Otra idea que hermana a estos dos titanes de la psicoterapia es la de inconsciente personal. Tal como Freud, Jung reconoce la existencia de dicha instancia psíquica, entendiéndola desde una perspectiva dinámica: los contenidos son conscientes oinconscientes según la conciencia se percate (uno de los componentes del insight) de ellos. Esta toma de conciencia, este percatarse, este alumbrar y entender lo que estaba inconsciente es vital tanto en la Psicología Analítica como en el Psicoanálisis. Es ventajoso el hacer conscientes, por medio del insight, los contenidos del inconsciente, para que sean usados más adaptativamente por el paciente (que deja de ser una víctima de sus pulsiones o de sus experiencias tempranas, y pasa a empoderarse de su vida).

La psicoterapia jungiana tiene como fundamento la integración; esto es, la síntesis, el equilibrio, la armonía entre las instancias psíquicas (consciente-preconsciente-inconsciente). El insight juega un papel clave, integrador: el paciente logra darse cuenta que lo que ocurrió “allá y entonces”, en el pasado, en cierta manera está condicionando lo que sucede en el “aquí y ahora”; pero no se queda ahí el tratamiento. De ese insight hay que elaborar, transformar. Aprender para cambiar.
De este modo, la psicología analítica de Jung nos permite al paciente un agradable (no doloroso, como creen algunos psicoanalistas) camino hacia la felicidad, la plenitud existencial, la autorrealización y, en muchos casos (desde luego, no hablo aquí de los cuadros psicóticos, sino de los neuróticos), la curación. El paciente, por medio de la integración, ilumina, reconoce y se apropia de los elementos y complejos que desde el inconsciente lo desestabilizan, angustian y enferman; los lleva al nivel preconsciente, donde se hacen más manejables, y de ahí, por medio no sólo de la verbalización, sino también de la creación artística, del manejo de los símbolos y de todas las actividades de elaboración con las que cuenta el psiquismo humano, los hace plenamente conscientes, integrados. Los pasa de las sombras a la luz. Los asimila y se apodera de ellos, empoderándose a sí mismo, realizándose y utilizando a su favor dichos contenidos (tanto elementos inconscientes como complejos inconscientes) previamente conflictivos.

V

Una diferencia crucial entre la Psicología Analítica Jungiana y el Psicoanálisis Freudiano es que para Jung no es el conflicto sexual infantil siempre la causa de los trastornos mentales. Acaso quien pudo abrirle los ojos a Jung sobre este particular fue su maestro, el gran Eugen Bleuler, quien siempre fue un escéptico ante las ideas freudianas que daban una preponderancia máxima a la sexualidad a la hora de explicar la vida psíquica. Muchos analistas e historiadores sostienen que este alejamiento de la teoría sexual freudiana fue la causa de que Freud proscribiera a su otrora “príncipe heredero”, se distanciara de él incluso en lo personal (con todo y que fueron íntimos de 1906 a 1912) y se aferrara a un dogmatismo nocivo para el propio psicoanálisis, que terminaría por condenar al ostracismo a otros geniales “disidentes” (Rank, Adler, Ferenczi). Freud estaba convencido del origen siempre sexual de la neurosis, y fue un reduccionista y un ortodoxo en este sentido. Jung jamás lo estuvo: "¿Es posible que las pirámides del gran Egipto, La Iliada de Homero, las pinturas del renacimiento y los poemas de Goethe no sean otra cosa que un sucedáneo de las relaciones sexuales con nuestra madre?", escribió. Freud, como era su costumbre, no toleró el “desacato a la autoridad” y lo apartó de su círculo. En todo caso, el beneficiado fue Jung: ese “destete” le permitió encontrar su propio camino. Y, de hecho, en la psicoterapia de orientación jungiana no es la sexualidad infantil del paciente el eje terapéutico. Lo sexual tiene su importancia, pero no el protagonismo por el que propendía Freud.

Otra diferencia radical con respecto a Freud es el reconocimiento que Jung hace del inconsciente colectivo. Según esta teoría, determinadas colectividades (incluso grandes comunidades y naciones) compartirían contenidos inconscientes, algunos registrados ancestralmente y otros (creo yo) más recientemente con base en lo experimentado, a nivel social, cultural, político, económico y religioso, por personas con un contexto compartido. Freud nunca aceptó esta idea, y no se encuentra en su técnica la búsqueda ni mucho menos el insight de dichos contenidos. En cambio, en la técnica de Jung es una condición sine qua non la exploración de los mismos, exploración que permitirá hacerlos conscientes, hasta cierto punto dominarlos y utilizarlos favorablemente. Los textos de Jung (desde Transformación y Símbolos de la Libido hasta El Hombre y sus Símbolos) son una detallada relación de dichos contenidos inconscientes que, casi como ideas innatas, están presentes a nivel universal en forma de arquetipos. Yo considero que, además de los elementos milenarios descritos por Jung, existen también determinados elementos, más recientes, relacionados con la memoria histórica y cultural de los pueblos, con las vivencias en común, que también se hacen contenidos del inconsciente colectivo de determinadas comunidades o naciones colectividades (sometidas a hitos, vicisitudes y vaivenes históricos compartidos de significación e intensidad suficientes como para “dejar huella”). Y la exploración (que va más allá de la simple reminiscencia) de estos hitos y vivencias, y la forma como influyen en el psiquismo de mis pacientes, nos ha permitido procesos fecundos, fructíferos y hasta curativos.

De esta forma, el pensar jungiano se hace muy útil en psicoterapia en tanto que buscar incluir y articular (integrar) en el psiquismo consciente del paciente elementos del inconsciente colectivo (complejos y arquetipos), para aprender de ellos, usarlos favorablemente y hacer más fecunda y feliz su existencia. Se trata de utilizar, congruentemente, estos ricos y liberadores elementos que la ciencia tradicional, el positivismo, la negación de la vida espiritual y el empirismo (en los que nos pretende sumir la cultura de Occidente) a menudo niegan, obstaculizan o ridiculizan, pero que, así no lo quieran los más acérrimos reduccionistas, están ahí. Existen, puede uno constatarlo en la clínica, o en la observación de las sociedades (como cuando encuentra múltiples elementos en común, arquetipos predominantes y sueños, símbolos e imágenes recurrentes en determinados pueblos), o en el estudio de fábulas, cuentos, mitos, leyendas y tradiciones de diversos países y culturas. Y pueden ser puestos al servicio de las personas, si nos atrevemos a redescubrirlos.

VI

Pero ahí no paran las herramientas del Análisis Jungiano. El arte también juega un papel central. El dibujo, el coloreado, la escultura, el diseño, en fin, todo lo que ayude a ejercer la creatividad a través de lo plástico (y, en general, de lo artístico) es bienvenido. Muchas veces la forma en que un paciente pinta un mandala, los colores que escoge, el analizar cómo realiza su trabajo, qué actitud(es) exhibe, qué dice o silba o canturrea mientras lo hace, qué gestos y miradas presenta, cómo es su trazo, etcétera, nos dice mucho más acerca de los contenidos inconscientes del paciente que lo que él mismo alcance a verbalizar.

Y no se queda en lo meramente diagnóstico o fenomenológico lo plasmado/creado por el paciente: es también terapéutico. El paciente se adentra en el autoconocimiento (logrando adentrarse en sus contenidos conscientes y preconscientes, y, a veces, logrando acceder también a contenidos inconscientes); se tranquiliza (a veces es tanta la relajación que consigue, que uno nota cómo su postura, su mímica y sus mismos signos vitales cambian, y a veces el mismo paciente, antes renuente a acostarse en el diván, lo solicita y empieza a hacer asociación libre con mayor facilidad; otras veces, el paciente con muchas resistencias y que si accedía a acostarse en el diván, pero no lograba verbalizar mucho, empieza ahora a ser más fluido en su producción verbal, como si se hubiese desatado); se siente co-partícipe en la terapia (lo cual es valiosísimo, pues le brinda nuevos entendimientos sobre sus capacidades y sobre el mismo proceso psicoterapéutico). Hasta ahora, todos los pacientes que han accedido a la posibilidad creativa y creadora en la terapia (en forma de arte dramático, dibujo, pintura, escultura, danza, narrativa, etcétera) me han comentado una gran mejoría (tanto sintomática como a mediano plazo), insistiéndome no sólo en el alivio de la tensión sino en la felicidad del autodescubrimiento.

Jung encontró que Occidente se había castrado a sí mismo, negándose al espíritu, desde finales del siglo XIX: no sólo a nivel filosófico, desde el famoso –y catastrófico, como se comprobó- “¡Dios ha muerto!” de Nietzsche, sino a nivel sociológico, político y económico (se pueden rastrear signos de ateísmo en Feuerbach, Marx, Engels, Bakunin, Bradlaugh, Schopenhauer); se confundió el anticlericalismo liberal (y liberador) que habíamos heredado del Siglo de las Luces con una negación absoluta, militante y fanática de lo divino, y peor aún, de lo divino-cotidiano, de lo divino en la vida de cada ser humano, de lo espiritual. Este olvido de la dimensión espiritual desembocó en el desprecio absoluto a algunos valores tildados de “tradicionales” (por ejemplo, respeto a la vida, que nace del respeto a lo sagrado dentro de cada ser viviente), en la justificación de Estados totalitarios para los que la vida del individuo podía sacrificarse en aras de la masa, o peor, del aparato burocrático dominante o Partido de gobierno, en dos guerras mundiales sangrientas y atroces, y yo añadiría, en la postmodernidad, en el ultramaterialismo, el capitalismo salvaje y el anti-humanismo (con reemplazo de las relaciones interpersonales genuinas por las relaciones hombre-máquina o las relaciones virtuales, desprecio a las Humanidades, las ciencias sociales y al Arte en general –desplazadas completamente al “rincón” por las llamadas “ciencias duras” y la Economía- y el dominio de la tecnología y la máquina sobre la persona). Así como en los tiempos de Jung, los pacientes (y la ciudadanía toda) están pidiendo a gritos una mejoría en su calidad de vida, que incluya mayor contacto con la naturaleza, interacciones más reales y afectuosas con otros seres humanos, posibilidad de crecimiento personal (incluido el crecimiento espiritual) y tiempo para disfrutar en familia. Y podemos ofrecerle esa oportunidad al paciente, así no seamos jungianos, como no me canso de decir.
La naturaleza es fundamental. La tragedia del hombre posmoderno es el haberse sumido en la urbe y haberse desconectado de la Tierra. Así, desnaturalizado y atrapado en un sistema estresante y caótico como es el de las grandes metrópolis, corre el riesgo de fracturarse, escindirse o por lo menos desgastarse psíquicamente. Por eso, la propuesta de Jung es como un bálsamo relajante en esta época de velocidad vertiginosa, atascos vehiculares, sobreestimulación y contaminación multimodal. Hay que volver a la naturaleza.

VII

Freud y Jung también difieren en su actitud respecto a los contenidos del inconsciente. Lo que es para Freud potencialmente peligroso (en cuanto puede desequilibrar al yo racional), oscuro y pulsional, es para Jung fuente de sabiduría y vitalidad. Jung no buscaba ser un “ortopedista del yo” para sus pacientes, sino enseñarles a integrar lo inconsciente (personal y colectivo) en sus vidas, para hacerlas más plenas. En vez de temer a lo potencialmente incontrolable, Jung lo desea explotar al máximo. Es, sin duda alguna, una visión más optimista de la propia naturaleza humana.

El análisis jungiano debe estar encaminado entonces a enriquecer al yo y a la vida psíquica consciente, integrándolos con lo inconsciente de tal modo que el flujo de energía instintiva y arquetípica pase a integrarse plenamente para beneficio del paciente. Toda esa energía poderosa, que Jung llamó (erróneamente, para mi parecer, porque el término es ambiguo y puede ser entendido freudianamente, esto es, limitado a lo sexual) libido, pasa a ser entonces patrimonio del yo, y no sólo para su supervivencia, también para su completa expresión y realización existencial. Esto debe tenerlo en cuenta el terapeuta que desee hacer uso de las herramientas jungianas: para Freud la libido es la pulsión sexual; para Jung, la libido es una energía abstracta y amorfa cuya representación variará según el paciente, sus objetos catectizados y cada neurosis en particular.

Con Jung, la psicoterapia se abre hacia un horizonte menos desolador y pesimista que el freudiano. La misma enfermedad mental no se entiende como necesariamente mala, sino como una oportunidad. Recordemos que el propio Jung vivió una depresión (de características reactivas, es decir, un cuadro depresivo exógeno) después de su ruptura con el padre del Psicoanálisis. La persecución a la que se vio expuesto, el anonimato al que se le quiso confinar (como hacía el severo Freud con sus “disidentes”) y el desprestigio que intentaron crearle los dóciles y dogmáticos freudianos (que se relaciona con su renuncia a la Presidencia de la IPA) lo llevaron a un cuadro francamente psiquiátrico, con notable ensimismamiento, anhedonia e hipobulia. Pero Jung, como el Ave Fénix, y como tantos héroes que él mismo estudió, resucitó. Hizo de su depresión una oportunidad de encuentro consigo mismo, de creación artística y de liberación. Como me comentó una vez mi profesor de psicoterapia, el doctor Garciandía: “lo mejor que pudo pasarle a Jung fue haberse distanciado de Freud”. Y, obviamente, Jung entendió que todos los pacientes, como él, podían hacer de su enfermedad una oportunidad para lograr una mejor experiencia de la vida.

En este orden de ideas, Jung manifiesta que las neurosis no deben ser vistas solamente como un objeto a erradicar, sino como una ocasión de cambio. La neurosis es una oportunidad en el camino hacia la realización personal y existencial. Los síntomas neuróticos son realmente alarmas que se encienden cuando el intento de crear una personalidad fracasa y el paciente insiste una y otra vez en ella aún cuando le produzca angustia y dolor. Jung propone la integración (de las instancias psíquicas inconsciente-preconsciente-consciente, de los arquetipos, de lo ancestral –incosnciente colectivo-) encaminada a la individuación, e fortalecimiento de la psique en su conjunto (y no solamente del yo) para el ejercicio gozoso y pleno de la vida.

"Uno debe vivir como si su vida durase mil años, y literalmente morirse de vida", decía Jung. Hago énfasis en esto. Jung, como Jaspers, considera que psicología y psiquiatría deben ir encaminadas hacia el gozo existencial. No lo orienta el Tánatos, ni la dolorosa recapitulación de las vicisitudes y traumas de la infancia; no cree que el camino deba ser tan tortuoso como en su momento propusieron Bion y otros terapeutas.

VIII

Es momento de hablar de los puntos de encuentro entre la psicología analítica de Jung y Oriente. Jung fue un hombre muy espiritual, un buscador (insaciable, voraz, que se sumergía con el mismo deleite en los ejercicios de los ascetas y santos de la Iglesia Católica, en los rituales del Hinduismo, en las disquisiciones de los maestros budistas y taoístas), y su trabajo se enriqueció con ello.

Como parte del trabajo artístico en el proceso terapéutico, Jung usó la técnica del mandala como vía de exploración, elaboración y curación psíquica. Como ya he mencionado arriba, he tenido ocasión de usar el dibujo y el coloreado de mandalas con todo tipo de pacientes, y he constatado que el gran psiquaitra suizo estaba en lo cierto. Los pacientes mejoran. El contacto con la completud (la totalidad), con lo divino que está simbolizado en el mandala, y, obviamente, la performance artística en sí misma, son altamente aliviadores.

Asimismo el I Ching, milenaria y hermosísima herramienta de trabajo, fue usado por Jung con sus pacientes (y con él mismo). Ateniéndose al principio de sincronicidad que el propio Jung y su amigo Pauli (matemático y físico) descubrieron, y que he expuesto anteriormente en mi trabajo Sincronicidad y Causalidad Circular (en el que pretendo enlazar lo sincrónico con lo cibernético y lo sistémico), Jung vio cuán útil era este libro de adivinación/curación/consejería para sus pacientes. Yo mismo era escéptico al respecto, hasta que empecé a usarlo. Y ahora puedo afirmar que cada hexagrama es un caudal de información para el consultante, información que todo el Universo le trae a él (el inicialmente incrédulo, y después estupefacto paciente), en ese momento dado y para sus especiales circunstancias.

La misma actitud ante la muerte (que también he detectado en Kohut) del pensamiento jungiano tiene aires a budismo e hinduismo. Lejos de verla como algo terrible y de lo cual se deba huir, la terapia jungiana está encaminada a su aceptación como parte del propio hecho de existir: en todo caso, el cuerpo es temporal, y es el espíritu lo definitivo y permanente. La propia finitud es relativa: muere el cuerpo, pero no el espíritu. La materia finiquita, no así la obra, no así la huella que uno alcance a dejar en el mundo. El propio Jung, como alquimista y mago blanco que era, de seguro intuyó otras realidades a las que, como humanos, nos cuesta mucho llegar con nuestro limitado raciocinio y nuestro limitado sensorio.

El acercamiento a lo religioso (no en su versión limitada, institucional, dogmática y anticientífica, sino en su versión total, ecléctica y de conjunción), el contacto con lo Divino (tal como lo entienda cada uno) y el reconocerse como un ser con trascendencia, le permite a los pacientes tener más confianza en sí mismos y en su futuro, dejar atrás sus propios temores (como el consabido temor a morir) y vivir más plenamente.

IX

Mientras en la psicología freudiana el inconsciente está constituido por los recuerdos personales de la infancia y es dominado por el complejo de Edipo, en el sistema jungiano se reconoce también que el inconsciente está cargado de material atávico, ancestral: los arquetipos, que hacen parte del inconsciente colectivo.
Recuérdese que los arquetipos son formas milenarias de conducta que inconscientemente impulsan y (si no hacemos la labor de insight, asimilación y elaboración) condicionan nuestras acciones. Es decir, los arquetipos son nuestra parte psíquica arcaica-ancestral, representaciones mentales tan antiguas que casi llegan a confundirse con los instintos, pero no son tan universales ni dependientes de lo biológico como ellos. Y así como pueden asfixiarnos, neurotizarnos y esclavizarnos (condicionando nuestra conducta), también pueden ayudarnos y guiarnos en el camino de la vida (si sabemos integrarlos y usarlos en favor nuestro).

¿Cómo es que los arquetipos hacen daño? Justo cuando son relegados (reprimidos o negados), o cuando se cargan libidinalmente en exceso (cuando exageramos en su catexis). Por ejemplo, si por alguna razón (cultural, familiar o personal), un arquetipo es negado y no encuentra representación en nuestra vida, comenzará a sobrecargarse de libido y se conjugará con algún recuerdo personal, para formar un complejo. Y los complejos, en tanto no se integren ni elaboren, atrapan y enferman. Como dijera el mismo Jung: "las personas creen que tienen complejos, pero son los complejos los que las tienen a ellas". También pueden ser deletéreos si se catectizan excesivamente. Por ejemplo, veamos qué sucede si el arquetipo de la persona llega a estar muy cargado:

Recordemos que la “persona” es el arquetipo de la máscara, la pose, el rol que asumimos en sociedad, el “papel social” que desempeñamos al interactuar con las personas que nos rodean y que incluye la apariencia personal y los objetos con los que nos presentamos. La mayoría de las personae (“máscaras”) son usadas porque otorgan un estatus social al que las porta: el arquetipo “persona” da, en cierto sentido, identidad. . El peligro radica en confundir la máscara con el verdadero self (y entiéndase aquí self tanto desde Jung como desde Kohut o Stern): si se cae en ello, se corre el peligro de volvernos una caricatura de nosotros mismos. Gastamos gran parte de nuestra libido en sustentar la apariencia. Y nos perdemos la oportunidad de la individuación, la integración que nos permite el desarrollo personal y la plenitud existencial. No es malo tener dicho arquetipo, ni ningún otro, siempre y cuando se amolden a nuestro desarrollo (y no suceda, por el contrario, que nuestro desarrollo se trunque por amoldarnos a él o ellos).

¿Y cómo pueden ser de beneficio esos arquetipos? En la medida en que no estén negados ni disociados de nuestra conciencia, sino que estén plenamente activos e integrados, ya están siendo útiles. Verbigracia, la “persona” puede ser de gran ayuda a la hora de ejercer nuestra profesión, dar una conferencia o de hacernos un espacio en el mundo, gracias a dicho arquetipo podemos tener una significación dentro del sistema en el que vivamos, podemos acceder a una identidad social. La clave, como ya se dijo, es también evitar cargar demasiado un arquetipo. Sólo tenemos que permitir que actúe.

X

Así, el camino jungiano es alegre, optimista y transitable. Nos invita a retomar a Freud y a buscar el insight, pero teniendo en cuenta que lo inconsciente no se reduce a lo meramente personal. Nos invita a pensar en Lacan y en la magia de los símbolos, pero traspasando lo puramente lógico y racional: con Jung nos sumergimos en lo irracional, lo místico y aún lo religioso sin temor. Nos indica la importancia de las pulsiones y los instintos, pero sin creer que somos sujetos indefensos ante ellos. Nos señala la importancia de lo sexual (recuérdense el arquetipo del apareamiento, analizado extensamente por Jung en sus estudios sobre transferencia y contratransferencia), pero sin caer en lo netamente biológico y reduccionista, o en la reiteración (que va de Freud a Lauffer) machacona y desgastada de lo puramente Edípico, recordándonos que el Edipo ni es universal ni es la respuesta ni es el núcleo de todas las neurosis.

Está ahí. Listo para ser utilizado por quien lo desee. Sin caer en fanatismos. Recordemos el concepto jungiano de la totalidad, el complexio oppositorum es también entender que no se puede entender la realidad en términos parciales o fraccionados. El parcializarse lleva al sesgo, a la ignorancia, al estrés y al sufrimiento. En cambio, el que sabe reconocer la naturaleza complementaria de las cosas y logra valorar lo sagrado de ese vínculo, está encaminado hacia la salud mental.

Bogotá, 30 de Enero de 2012

*Médico Psiquiatra, Psicoterapeuta, Licenciado en Filosofía, Pensamiento Político y Económico.

sábado, 21 de enero de 2012

Poema No 12, Pablo Neruda

Para mi corazón basta tu pecho,
para tu libertad bastan mis alas.
Desde mi boca llegará hasta el cielo
lo que estaba dormido sobre tu alma.

Es en ti la ilusión de cada día.
Llegas como el rocío a las corolas.
Socavas el horizonte con tu ausencia.
Eternamente en fuga como la ola.

He dicho que cantabas en el viento
como los pinos y como los mástiles.
Como ellos eres alta y taciturna.
Y entristeces de pronto, como un viaje.

Acogedora como un viejo camino.
Te pueblan ecos y voces nostálgicas.
Yo desperté y a veces emigran y huyen
pájaros que dormían en tu alma.

Pablo Neruda (Chile, 1904 - 1973)

martes, 17 de enero de 2012

ALGUNAS REFLEXIONES GREMIALES

Por David Alberto Campos
Publicado en: Asociación Colombiana de Psiquiatría, Enero 2012

Es un placer constatar la organización y el dinamismo con el que algunos colegas, de manera corajuda y frontal, están haciendo valer sus derechos. Asimismo es satisfactorio el decidido apoyo que la Asociación les está brindando. Son profesionales que no pueden seguir siendo mancillados. Ahora, a propósito de su lucha, conviene que reflexionemos como gremio en torno a varios temas: ¿Nos atreveremos ya, de una vez, a formar un bloque unido?, ¿Lograremos hacer tomar conciencia a los dueños, administradores y directivos de clínicas y hospitales (y al país) de lo necesarios que somos?, ¿Conseguiremos superar la meramente dialéctico y concretar condiciones más humanas y agradables para el desarrollo de nuestro oficio?

Los recientes tires y aflojes en el marco de lo tarifario nos llevan a un punto ya por todos conocido, pero aún sin corregir: la mayoría de las instituciones prestadoras de servicios de salud están comandadas por personas a las que lo financiero les preocupa más que cualquier otra cosa. Y que piensan, haciendo gala de una ignorancia garrafal, que la única manera de reducir gastos es menoscabando los salarios de sus empleados. ¿Nos seguiremos quedando en silencio cuando, cínicamente, nos digan que "no hay dinero" cuando se llega al fin de mes y se nos atrasa, nuevamente, el pago?, ¿Continuaremos sin denunciar las irregularidades que se cometen a lo largo y ancho de Colombia, viendo cómo se dilapidan (o peor aún, roban) los recursos?

Pero el problema no se reduce a esos funcionarios (la mayoría no médicos, sino administradores) a los que lo humanístico les es casi ajeno, que no entienden las vicisitudes del quehacer diario de un galeno, y que subordinan todo (hasta la calidad en la atención) a lo estrictamente monetario.

La verdad es que lo que estamos viviendo como gremio (explotación, desprecio y/o desconocimiento de nuestras funciones, un trato institucional que nos lleva a una insatisfacción laboral cada vez mayor) está también relacionado con la forma en la que está moviéndose nuestra sociedad. ¿Cómo vamos a estar bien los profesionales en un país donde los cargos públicos son repartidos a dedo y la supuesta "meritocracia" sólo aplica para maniobras políticas, casi siempre nepotistas? ¿Cómo esperamos que sea reconocida la labor del psiquiatra cuando sólo un porcentaje de la población colombiana sabe lo que un psiquiatra es, o en qué consiste su disciplina?

De otro lado, en la medida en que se da la espalda a las Humanidades (aún dentro de las mismas Universidades) y se le rinde culto a las "ciencias duras" y, sobretodo, al utilitarismo económico, especialidades como la Psiquiatría se estrellan con un muro infranqueable. La psicoterapia y la belleza de nuestro arte quedan opacados (como la literatura, la filosofía o la teología) ante lo ingenieril, lo material y lo estadístico. He escuchado a algunos autoproclamados "científicos" insinuar inclusive que nuestra profesión no tiene asidero en el siglo XXI. Y advierto: si dejamos que el mundo vaya en esa onda, muy pronto podríamos estarnos enfrentando a la desaparición de nuestra especialidad, que bien podría ser absorbida, si se le reduce a lo netamente biológico, por la Neurología. Algunos creyeron "hacer científica" la Pisquiatría apostándole a una postura biologista a ultranza, en la que, persiguiendo la ilusión de hacer ciencia estadísticamente sustentada, se volcaron de lleno al modelo netamente farmacológico. ¿El resultado? La obvia farmacologización de los estudios, y (si no reaccionamos a tiempo) de la Psiquiatría misma. Nos dejamos (como gremio) meter el cuento que la psicoterapia era sólo labor de los psicólogos, que se nos remitía los pacientes sólo cuando estaban severamente enfermos o requerían hospitalizarse, que sólo estábamos ahí para formular un medicamento. ¡Grave error! Caímos a lo más bajo de la pirámide de especialistas. No solamente perdimos terreno en nuestro propio accionar terapéutico, sino que nos hicimos reemplazables en el ámbito laboral: si todo se reduce a formular un antipsicótico, un modulador del afecto o un antidepresivo, los directivos de las instituciones prestadoras de servicios de salud tienen un comodín: "fantástico, eso también lo hace un médico general, y un médico general cuesta menos". ¿Horroroso? Sí, pero, tristemente, lo he escuchado ya, a lo largo y ancho del país, y también en otras latitudes.

Lo anterior va de la mano con la desvalorización del psiquiatra, que pasó de ser un erudito que realizaba su trabajo de manera autónoma, sosegada y fecunda (el que crea que estoy haciendo una apología del pasado, puede leerse una biografía de Jung, Kräpelin o Bion para constatar que estoy en lo cierto: al margen de su escuela u orientación ideológica, el psiquiatra de antaño tenía mejor calidad de vida) a ser un asalariado (uso este eufemismo para evitar decir "un proletario productor de plusvalía para sus empleadores") limitado en su ejercicio profesional (limitado en recursos, en tiempo, en posibilidades diagnósticas y terapéuticas), cuando no un villano, al que cada vez más se le exige, se le estresa y se le demanda (y podríamos añadir: "se le agrede").


Además de esta encrucijada (asumir el papel de especialidad "mártir" que carga el injusto rótulo de "ciencia blanda" versus el papel de "ciencia pepiátrica" hecha para médicos en rol de asalariados), encrucijada que tiene además solución (no dejarnos meter ni en una casilla ni en otra), está el preocupante menosprecio que tienen los líderes de Colombia por la Salud Mental, la Psicología y la Psiquiatría. ¿Cómo es que la propuesta para un proyecto en Salud Mental que le hicieron ilustres miembros de la Asociación al Ministerio aún no se ha materializado? ¿Por qué se tocan en el Congreso temas tan sensibles para la opinión pública como la posibilidad de legalizar la adopción por matrimonios homosexuales, el posible aumento de penas para abusadores y pederastas, o la viabilidad jurídica de la pena de muerte, sin apenas tener en cuenta la opinión de los psiquiatras? ¿Cómo es que el alto gobierno elige un "Zar Antidrogas" y traza planes a este respecto, sin consideraciones médicas (no mediáticas, ni económicas, ni políticas)? Seguimos siendo un gremio invisible e ignorado, y eso sigue perjudicando a todo el país.

Otro punto a considerar: ¿en qué momento se perdió el respeto hacia los psiquiatras? Llegar a graduarse, como sabemos todos, requiere esfuerzos de toda índole, sacrificios que tristemente algunos gerentes y directores administrativos parecen ignorar. Es así como se nos paga mal el trabajo realizado (al menos institucionalmente): lo cierto es que muchos peluqueros y conductores de bus, y hasta vendedores de hot dogs, tienen más ingresos por hora. Y a ellos no los someten al estrés emocional que a nosotros nos toca, ni les suelen poner quejas ni querellas.

¿Podremos rescatar ese respeto hacia nosotros? Creo que sí. Y debemos empezar por nosotros mismos. Valorando nuestro trabajo. Hacer compatibles la grandeza de nuestra profesión y nuestra propia vida, es decir, llevando una vida honorable. Los médicos hemos sido premiados con una dignidad especial: igual que los maestros y los líderes espirituales, somos verdaderos formadores y modeladores de sociedad. Atendemos, educamos, servimos dentro de nuestras posibilidades, mejoramos la existencia de algunos de nuestros pacientes (o al menos la aliviamos, si es muy árida), interactuamos con la comunidad. Por eso mismo, debemos estar a la altura. Y exigir el respeto que merecemos. Me cuesta creer que, además de conformarnos con el rol de asalariados, tengamos que aceptar el que nos maltraten. Y no solamente directivos sin escrúpulos e instituciones con notorio ánimo de lucro, sino también los mismos medios de comunicación y algunos risibles (pero muy atendidos y publicitados) personajes de farándula, que son felices despotricando de la Psiquiatría sin siquiera conocerla.

Otro camino, también relacionado con la recuperación de nuestra respetabilidad y buen nombre, y que debemos emprender ahora mismo, es aquél que nos conduzca a equipararnos con las demás especialidades médicas. Y no solamente en cuanto a los salarios (que, de hecho, son claramente desiguales, y nos muestran, una vez más, que socialmente se percibe la salud mental como algo de menos valor que la apariencia física, o pregunten ustedes cuánto gana un cirujano estético), sino en cuanto al estatus que tenemos como especialidad. Me niego a creer que tengamos que seguir soportando el ser el "relleno" de los Congresos de medicina general, que tengamos que seguir siendo una especialidad mal vista hasta por los estudiantes e internos de medicina (pues no falta el que asegura que es una "rotación fácil" y que "no requiere esfuerzo") o que sigamos soportando el aplastamiento del humanismo por parte del mercantilismo.

En resumidas cuentas, tenemos que luchar. Y desde todos los frentes. Se requiere también un cambio social e ideológico en el país. Es imperioso que la nación entera empiece a apreciar mejor la Psiquiatría y a dimensionar el enorme beneficio que obtendría si le apostara al desarrollo humano, a la salud mental y a su propio capital social.

David Alberto Campos Vargas (Colombia, 1982)
Médico Psiquiatra y Psicoterapeuta
dalbcampos@hotmail.com

miércoles, 11 de enero de 2012

Entrevista a Lucas Vertelli

Ana Ximena Murillo*
David Alberto Campos**

Tuvimos el gusto de hablar con el profesor Vertelli, que ya está cursando su Maestría en Literatura Latinoamericana, y ha tenido la generosidad de invitarnos a su casa.

David Alberto Campos: Siempre es un placer entrevistarlo, Maestro. gracias por su tiempo.

Lucas Vertelli: El gusto es mío. Y hoy deseo hablar de la felicidad. Porque uno no puede dejarse meter en un remolino de materia, de estancamiento.

Ana Ximena Murillo: ¿Cuál ha sido su mayor momento de felicidad?

Lucas Vertelli: Sentirse enamorado, caer en el amor, porque es un delicioso vacío el que se siente al caer en el amor. Y si es algo que no sucedía hace mucho tiempo, o no había sucedido, para ti se convierte en un milagro. El tener un amor, y todas sus actividades y emociones, me permite alcanzar otros horizontes, abrir el abanico. Mi mente se ha rejuvenecido. Con el amor llegan nuevas expectativas, emociones y deseos.

David Alberto Campos: A propósito del amor, ¿algún autor en especial?

LV: Neruda, en especial el poema XII de Veinte poemas de amor y una canción desesperada, “para mi corazón basta tu pecho, para tu libertad bastan mis alas”; Rubén Darío; Antoine de Saint-Exupery, por El Principito, capítulo 21, cuando el lobo le enseña al principito a domesticar su rosa, porque el amor también necesita de ritos, de ceremonias, y tu rosa es para ti única, especial, así el mundo esté lleno de rosas. También música. Baladas, en inglés, francés, italiano, español…hoy, los trovadores son los músicos. Por ejemplo, Francis Cabrel.

AXM: Se necesitan los ritos…

LV: Sí, en el Principito está eso, la importancia de los ritos. Los ritos hacen algo especial.

DAC: Los ritos tienen una naturaleza interesante: vinculan, realzan; pero encierran también un peligro: la anquilosis, el estancamiento…

LV: Cuando algo se estandariza, se pierde lo especial. Para evitar eso hay que desplazarse. El día en que el rito se hace monótono, ya pierde sus símbolos. Se requiere volver a recrear los símbolos. Hay que tener capacidad creativa, el rito camuflarlo en otras actividades.

AXM: Usted habla de la importancia de los símbolos. ¿Cuál es su símbolo favorito?

LV: No puedes permanecer con un solo símbolo. La tragedia de la época es que se carece de símbolos, se desmitifica todo. El símbolo debe ser una obra abierta, si permanece cerrado, se autodestruye. El símbolo es fugaz, y al mismo tiempo permanente…tal vez ese símbolo del que usted habla sea lo escrito en la arena, que está y se la lleva el viento…

AXM. Ese es el valor de ese símbolo, que transmuta…

LV: Sí es como el pensamiento, debe hacer metempsicosis, metamorfosis, la vida es movimiento. Si te quedas en un pensamiento fijo, envejece y solidifica.

AXM: Pasa a ser un dogma…

LV: O enfermedad. El símbolo debe fluir. Debes dejarlo ir, que venga otro instante. El símbolo no debe fijarse, si se fija se hace dictatorial, castrador. El símbolo es un momento. Cambia de rostro. Ese fluir de nuestras vidas es una polisemia de símbolos. Ayer, hoy y mañana tenemos distintos rostros. Debo tener capacidad de renovar los ritos, de re-crear. Por ejemplo Baudelaire, que rompe la gramática para producir nuevos símbolos. Ese romper constantemente el lenguaje, re-crear el mundo. La verdadera creación es la recreación.

DAC: El pensamiento es, en sí mismo, creación.

LV: Sí, estamos creando, y hay símbolos de todo tipo, lo personal, lo colectivo. Incluso Dios puede estar en un poema.

AXM: ¿Se podría simbolizar a Dios?

LV: Hay distinto Dios para ti, para mí…los diferentes conceptos de Dios son simbolizaciones de Dios.

DAC: La literatura, como arte y acción, es crear. Re-crear, incesantemente. Y como hay diversidad de psiquismos, hay diversidad de creaciones, diversidad de realidades…

LV: Cada ser humano tiene la capacidad de describir su mundo según su experiencia personal. Y eso no quiere decir que todos vean lo mismo. Lo invisible, lo esencial, está más cerca de la realidad que la realidad oficial, o la realidad científica. Hay un crisol de nuevas realidades. El mundo es una multi-realidad, una polisemia de realidades. El mundo es tan rico de realidades, que solamente te corresponde una parte a ti…pero si careces de lectura, si careces de imaginación, vas en fila india, habrá una única realidad para ti.

DAC: La que otros imponen, de manera brutal, creyendo que es la única, o la única válida…

LV: El diálogo con los libros hace que tu mundo sea más rico. Puedes viajar a mil lugares. Esa es la aventura del espíritu. Pero si se coarta la creatividad, viene la dictadura, el creer que sólo hay una realidad.

AXM: Me parece recordar a Shakespeare, “podría estar yo encerrado en una cáscara de nuez, y me tendría por rey del espacio infinito”

LV: Y a propósito de Shakespeare, quiero detenerme en Hamlet. Hamlet es inteligente. Sólo que está en la intersección de dos épocas, la de su padre y la suya propia. La época nueva, moderna; la época antigua, que le exige vengar la muerte de su padre…tenemos que evitar quedarnos atrapados en un pasado, atrapados en un momento...

DAC: En su opinión, ¿qué debió haber hecho Hamlet, para superar esa dicotomía, ese conflicto?

LV: Recuerdo lo que hice cuando casi me ahogo en Cartagena, en 2001. Me di cuenta que entre más resistencia colocaba, más me hundía. Empecé simplemente a flotar, a dejarme llevar por el vaivén de las olas. Y no me ahogué. La voluntad no es necesaria siempre.

AXM: Hay que dejarse llevar…

LV: Hay que dejarse llevar, y tener confianza en la vida. Hamlet no tenía el control de todo, pero busca hacerlo, escenifica su vida.

DAC: ¿La clave estaría en saber cuándo enfrentarse a las circunstancias, y cuándo aceptarlas y adaptarse a ellas?

LV: Hay una leve relación con Perseo y la Medusa. ¿Qué hace Perseo para derrotar a la Medusa? No se enfrenta con ella directamente. Él tiene una visión indirecta, el reflejo en su escudo, y eso le permite cortarle la cabeza. El evita la pesantez. Lo que propone Italo Calvino, la necesidad de

AXM: Como se menciona en el taoísmo, el no-luchar frontalmente puede asegurar la victoria

LV: Sí, si un autor se lanza de frente contra un régimen, lo desaparecen. Si ataca de manera exquisita, indirecta, puede ayudar a derribarlo.

AXM: El arte es la mejor forma de hacer política.

LV: Debes usar el camino indirecto, el reflejo. Si no, sales aniquilado, quedas vulnerable inmediatamente. Si Perseo mirara a la Medusa directamente a los ojos, se convertiría en piedra.

DAC: ¿Cómo batalla usted, en su estrategia –la “manera indirecta”? ¿Qué ha escrito recientemente?

LV: Poemas de amor, espontáneos. Como estoy enamorado, cada vez que hablo con Alejandra, mi novia, me inspiro. Pero tener el oficio de escribir poemas aún no lo he logrado. Es cada momento, cada emoción que la vida me pueda dar y se pueda convertir en un poema.

Bogotá, 11 de enero de 2012

*Médica Psiquiatra, Psicoterapeuta.
**Médico Psiquiatra, Psicoterapeuta, Escritor.

domingo, 8 de enero de 2012

Memento

Mi padre era doctor y olía a limpio.
Me gustaba el recuerdo de su olor
sobre la almohada
cuando se iba de viaje,
y miraba hechizado
cuando estaba en la casa
su brocha de afeitar.
Con sus cuchillas, por tocarlas,
por medirles el filo que raspaba sus mejillas,
me corté muchas veces
las yemas de los dedos.
¡Esa sangre tan roja entre mis manos!
Por la mañana amaba
las huellas de sus pies en las baldosas
y los rollitos de los calcetines
dejados en el suelo,
y sus muchas corbatas en el clóset
tras el frasco de agua de colonia
Roger Gallet, que alguna vez regué.
Nunca consideré si era feo o buenmozo
por mucho que los otros mencionaran
su nariz de rabino y su cabeza calva.
No lo consideré,
pero cuando mis ojos veían su semblante
para mí era la calma.
Yo tocaba tambor en su barriga
y desde sus rodillas
en las lentas mañanas del domingo
rodaba
piernas abajo por las espinillas.
Mi hermana un día
lo hizo desmayar con un abrazo,
y él siempre a todos nos dejó aturdidos
con la ventosa enorme de sus besos
y con el viento de sus carcajadas.
Mi padre recitaba poemas de memoria
y me leía en voz alta el Martín Fierro
bajo un árbol umbroso de Rionegro.
Todos los sábados se ponía un sombrero
y en su rosal se hacía jardinero.
«Nací en el siglo XIII y campesino,
no tengo otro abolengo».
Como era liberal,
se decía cristiano y comunista
porque amaba a los pobres,
porque sufría con el sufrimiento.
Mi padre vacunaba por las selvas,
daba horas y horas y más horas de clase
en la universidad y también en las cárceles,
participaba en marchas de protesta
empuñando con furia sus pañuelos blancos
y publicaba artículos en los periódicos
diciendo el nombre de los torturadores,
«capitán tal, sargento hijo de tal»,
denunciando secuestros,
asesinatos y desapariciones.
Yo lo quería tanto que, de niño,
había decidido morir si él se moría.
No lo cumplí de grande, hace unos años,
cuando no se murió sino que lo mataron.
Aunque era manso,
tal vez porque era manso lo mataron.
También era valiente y no envalentonado,
era manso y valiente
porque estaba en peligro y no sentía miedo
y su única arma eran las teclas
de una Olivetti azul
o el azul de la tinta de un bolígrafo.
Eso ha tenido un nombre: resistencia.
Nunca entendimos que lo hubieran matado
ni que el traje con sangre
que me entregaron en el anfiteatro
pudiera ser su traje con su sangre.
¡Nunca sangre tan roja entre mis dedos!
Había en los bolsillos un poema
de Borges, «Epitafio»,
una lista de muerte con su nombre,
y una bala incrustada
en el forro del cuello.
La bala fue una de las seis que lo mataron
y no la conservamos;
los nombres de la lista
fueron siendo borrados,
en los meses siguientes,
por los asesinos.
El poema decía:
«Ya somos el olvido que seremos».
Y es verdad. A veces lo olvidamos.
Yo voy a recordarlo el día en que me muera.

Héctor Abad Faciolince (Medellín, 1958)

Revolución

Una mano

más una mano

no son dos manos

Son manos unidas

Une tu mano

a nuestras manos

para que el mundo

no esté en pocas manos

sino en todas las manos.

Gonzalo Arango (Andes, 1936 - Tocancipá, 1971)

sábado, 7 de enero de 2012

Canción

¡Oh, si el volverse a ver fuera tan dulce
Como es triste y cruel decirse adiós!
Mas Dios no quiere que el placer se mida
En la misma medida del dolor.

Adiós, pues. De tu amor guardo un recuerdo,
Mas si ese amor fue un sueño nada más,
Yo no recibo en cambio de ese sueño
La más encantadora realidad.

Brilla al través de tus hermosos ojos
Un universo de placer y amor;
Y aunque ese fuego no lo brote el alma,
Brille en tus ojos al decirme adiós.

Mírame así, que tu mirar ardiente
Pudiera iluminar un porvenir;
Y si tus ojos deben dar la muerte
Será dulce morir. ¡Mírame así....!

Gregorio Gutiérrez González (La Ceja del Tambo, 1826 - Medellín, 1972)

Serenata

–¡Dulce noche de amor, noche serena,
vuestros pálidos astros encended!
Hay dos ojos que brillan con tristeza.
¡Alumbrad! ¡alumbrad! los quiero ver.

Apoyada en mi brazo, amada mía,
al campo del amor vas a seguir.
¡Flores! ¡flores! guardad vuestras espinas,
y aromas en los vientos esparcid.

–¡Dulce noche de amor, noche serena,
vuestros pálidos astros apagad!
Hay dos ojos que brillan con terneza...
a la luz o a la sombra los sé amar.

Apoyada en tu brazo, amado mío,
al campo del amor voy a seguir.
¡Oh rosales! guardad vuestras espinas,
y aromas en los vientos esparcid.

Epifanio Mejía (Yarumal, 1838 - Medellín, 1913)

A Envigado

Caminante fui de sueños,
Amante/buscador, exégeta
Desde un paraíso junto a la montaña.

Algunos no me creían
Y preguntaban, llenos de miedo:
"¿Cómo es posible que vivas allá?"
Yo les contestaba sincero:
"En todas partes hay gente buena,
Sólo hay que tender puentes
Y saber buscar"

Y encontraba
Orquídeas y rosas,
Atardeceres como versos,
Personas de todo tipo
Trabajando honestamente.

Cuando me asomaba a la ventana
El hermoso pueblo iluminado
Me decía que también quería una vida
Pacífica y amigable.

Envigado
Y sus calles empinadas
Y sus casas que parecían hermanarse
Me compartían el aire fresco y la alegría
De un montón de gente buena, anhelante de cambio...

Caminante fui de sueños
Amigo de ardillas y colibríes,
Escribiendo en una mesa de madera
En medio de árboles y hadas.


David Alberto Campos Vargas (Colombia, 1982).

viernes, 6 de enero de 2012

El maestro de escuela

Por Fernando González Ochoa



Homenaje a Thornton Wilder,
el creador del drama eterno
“Our Town”.

Prólogo

Puedo decir que esta es una de las obras que heredé de Manjarrés, pues yo estaba allí cuando murió, y tuve la corazonada de esculcarle los calzones y en el bolsillo de atrás hallé libretas de las que usan los carniceros para apuntar los fiados.

Podría atreverme a decir que yo era el único que estaba allí. Me parece ver la habitación, la cama y el ataúd, y revivo el instante en que logré este libro. ¡Casi se va con él! Emilia la planchadora fue la que esculcó y yo soy el que lo extrajo.

Trata de la descomposición del yo, que es el ambiente; del fenómeno “grande hombre incomprendido”; de “la culpa”; de la psicología del matrimonio; del mecanismo de cierto género de muerte, la que padeció don Quijote; del entierro, del cementerio y de la caridad.

La obra resalta por cierta previsión: en eso de la descomposición de la personalidad del maestro de escuela Manjarrés, y en las circunstancias de su muerte y entierro, parece que hubiese asistido a mi propio fin. Me atreví a decir: “yo era el único que estaba ahí”, porque tengo la sensación nauseabunda de que el cadáver de Manjarrés era de los dos.

Me apena insistir, pero es que los personajes se confunden: parecen uno y son dos. Es la descomposición del yo. Dante asistió al fenómeno opuesto, en el octavo círculo del infierno: el uno era serpiente de seis patas, y brincó encima del otro, que tenía figura humana; con las dos garras delanteras se le pegó al pecho; con el otro par le ciñó el abdomen y, con el último, las piernas; a un mismo tiempo le introdujo la rugosa cola por la entrepierna, aplastándosela contra la región lumbar: y poco a poco los dos condenados se fueron convirtiendo en uno solo, trasmutándose en tercera las dos naturalezas. Es el fenómeno de la composición del yo, y el tema de este libro es el opuesto.

¿Puede uno haber sido enterrado y andar por la calle? ¿Cuántas veces hemos muerto? ¿Sucede el caso de asistir a su agonía y entierro, objetivarlos y poder afirmar: “yo era el único que estaba allí”? Tales son los problemas que nos ocupan.

El valor artístico de este librito reside en las imágenes.

El mérito sociológico está en la honrada narración de la vida del maestro de escuela, “quinta categoría”, sueldo de cuarenta pesos al mes.

Este libelo se divide en apartes. Los borradores dicen así, sin ponerles ni quitarles una coma:

1
Me tocó asistir a una tragedia y mi mujer me urge para que la escriba, afirmando que contiene sentimientos elevados y que puede ser educadora de las costumbres caritativas.

Conocí al maestro de escuela don Manjarrés, y entré en su intimidad y en la de su mujer casualmente. Este adverbio de modo quiere decir que no hice nada para conocerlos; pero es verdad que al percatarme de lo que allí se estaba preparando, intervine: adiviné las agonías, que son mi ambiente... Pero éste es materia del aparte que sigue.

Al frente de casa había otra, más vieja y siempre cerrada; nunca se veían visitas.

Un domingo oímos gritos. Supimos que uno de los hijos del maestro se había herido al caer de un naranjo. Fuimos a ver. Así me inicié en el conocimiento de Manjarrés, doña Josefa, un perro y dos gatos.

¡Lo que es la afinidad! ¿Quién creyera que esa tarde estaba propincuo a gran acopio de agonías?

2
El amor que dirige mi actividad es a las agonías y entierros. Eso me embriaga. Cuando voy detrás del muerto, o cuando estoy atisbando desde un rincón del cuarto del agonizante, me siento en “otra parte”, no peso y comprendo. Ejercí el monagato, no por la paga sino por el olor. Ya verán. Apenas me llega la ráfaga compuesta, adivino la cadaverina, la separo del perfume de flores y del que viene en frascos, y guiño los ojos para hacerles ver que no me engañan, que penetro a la esencia del cadáver y de los enterradores; la cara que ponen y todas sus actitudes también son compuestas. Me jacto de ser el que sabe del sentimiento simple que llamaré “enterrador”.

Lo primero en mi felicidad de esos instantes es la liviandad; sensación de flotar, de estar “allá” y de que nadie puede engañarme. Se trata del olfato. Los cegatones y duros de oído comprendemos por medio del olfato. Ir detrás de un ataúd ocupado, oliendo y analizando: he ahí la felicidad. El cura de..., al que serví de monacillo, tenía gracia para enterrar: la voz llena y la potencia de la figuración contrastaban con el cadáver y los deudos; eran burla a la mentira de ellos.

Si pesaran un cadáver y compararan su peso con el del cliente cuando agonizaba, comprenderían que vida es movimiento vibratorio que solivia. El infierno es la total pesantez y la infinita duración. “Me siento ligero”; “me produce sensación de ligereza”; “el tiempo vuela”: frases que se escuchan en la felicidad. “¡Qué largas las horas!”, exclama el pecador o enfermo.

No digan que se trata de los gases de la putrefacción, pues no bastan para la diferencia de peso entre el vivo y el muerto. Además, hay el hecho de que la diferencia está en relación directa con la genialidad, es decir, que la mayoría se pudren completamente: sus cadáveres son la misma cantidad que cuando respiraban. En el Cielo, morada de los genios, no hay gravedad ni duración, y en el infierno..., etc.

3
Manjarrés era más bien alto; las piernas muy largas y flacas. Pero se le veía que había nacido para gordo: era un enflaquecido, flacura de maestro de escuela; no era esa su condición natural, sino que la padecía. Usaba bigotes colgantes y, en el bolsillo interior izquierdo del saco, un cepillo para dientes, con las cerdas de para arriba, condecoración de todo maestro de escuela. Mientras discurría, abría y cerraba su vieja navaja de bolsillo, muy comida y limpia por sobijos y amoladuras; también sacaba de los bolsillos pedazos de tiza; estos y tiznajos son la única abundancia en casa del maestro.

Cuando uno iba a encontrarse con él, se detenía brusca y nerviosamente; metía las manos en los bolsillos y las sacaba; muchos movimientos incontrolados; se avergonzaba; por eso, donde los jesuitas le dieron el apodo de Verónica. Caminado, voz, acción, iras y tranquilidades, todo era falto de naturalidad en Manjarrés. Tenía conciencia de pecado. Este modo furtivo se encuentra en la especie humana; los otros animales...; sólo un perro danés, propiedad de una beata, ha tenido algo, muy remoto, del aire de los tímidos. ¿De dónde más, sino de que la personalidad humana es compuesta, puede provenir la conciencia de pecado? ¿Cómo explicar al tímido?

4
¿Era “un grande hombre”? Sólo puedo afirmar que en él podía estudiarse el sentimiento de “grande hombre incomprendido”. Aquí, por primera vez, se pone, alinda y analiza este sentimiento.

Muchos somos los que nos sentimos “grandes incomprendidos”: todos los artistas y los que ejercen la filosofía; todos los pobres; los que padecemos y en cuanto padecemos. ¿Será defensa que suministra la naturaleza, para que los pobres no se aniquilen? ¿Seremos dioses miserables?

Es axiomático que el autor y el lector nos sentimos “grandes hombres incomprendidos”. Andamos diciendo que los funcionarios públicos no sirven y que triunfan los intrigantes. Si no lo sintiéramos, sentiríamos que somos nulidades. No sé si me entienden: el que tuviera conciencia de que “la culpa” es suya, de que no es rico o funcionario de categoría elevada, por incapaz, se anonadaría. Esta noción es la llave de los secretos vitales. ¡Mucho ojo, pues, a lo que sigue!

5
Poco a poco fuimos intimando, hasta visitar su casa, para la investigación. Se me permitirá seguir el aparente desorden con que fui adquiriendo el conocimiento de este hombre detestable, pero digno de compasión. Se me fue entregando fragmentariamente. La certeza plena no la obtuve hasta su muerte. Cuando le hayamos enterrado podré contestar a todos los porqués. Suplico que demoren el juicio acerca de este informe psicológico. Principiaré con ciertos apuntamientos confidenciales:

6
Manjarrés se cree “un filósofo” y un “postergado”. En el fondo goza con sus vestidos rotos. ¿Por qué no se afeita diariamente, si para ello no se necesitan riquezas? ¿Y el hedorcillo a sudor? ¡A mí no me engaña! Esos detalles miserables son la bandera desplegada de su orgullo; la publicidad de su sentimiento de “grande hombre incomprendido”.

Cuando fui a preguntar hoy por el niño herido, Manjarrés estaba encerrado en su cuarto; al despedirme de la señora Josefa, él salió, me acompañó hasta la calle y me dijo apresuradamente:

“La cónyuge opina a uno y le cela; la cónyuge ‘salva’ al marido, ja, ja...”.

7
Hombre tímido en extremo, tipo del solitario por impotencia. Primero fue recadero de abogado y también abogadeó en su primera juventud; un su tío le tuvo en el bufete y allí aprendió. Estudió donde los jesuitas; con ellos se graduó en introspección, en creerse “condenado”, “perseguido”.

Su primera experiencia amorosa fue con una joven mulata, fortísima y virgen; ella fue la incitadora y él fracasó en el trance, debido a que los Reverendos educan a los jóvenes de modo que cuando aman, piensan en el remordimiento y el infierno, quedando asociado el hecho del amor con tantos dolores y miserias que resulta una inhibición. Esto fue lo que tuvo Manjarrés con la mulata y se tornó más solitario.

Una coja le salvó. La coja Elena; coja de la cadera derecha; alegre y vital. Esta buena mujer le volvió un poco a la realidad. Ya dizque murió hace años, y quizá sea el único ser femenino de quien hable tiernamente el maestro de escuela: “Las mujeres cojas de la cadera —díjome— son tesoros ocultos”.

8
Como era cariserio de nacimiento, seriedad nativa que se confunde con la santidad o con la investigación, y como todos sus movimientos eran de asustado (bruscos, con vergüenza), las mujeres no le amaban. Lo más remoto para ellas era que Manjarrés pudiera amarlas y perseguirlas; así, huían asustadas cuando les pedía algo o las miraba ansioso. Una dizque se expresó así: “Cuando Manjarrés está amoroso, se le ve el pecado mortal”. Frase muy acertada, pues no iba a la mujer sino durante el gran ataque, y la hembra considera al amor como el negocio de su vida, y por eso exige que se le trate el asunto largamente. Para ellas el juego es más importante que el fin; en las circunstancias antecedentes está su imperio; exigen que las enamoren, las regalen, adulen, engañen y tumben.

9
Muy niño quedó huérfano y fue criado por el tío que ya dije que le tuvo de paje aprendiz de triquiñuelas. En esa casa fue en donde encontró a la coja, de la servidumbre del tío.

Estando de curial dio principio a eso tan en boga entre los tímidos, que llaman “educación de la voluntad”, arte que se halla en libros cuyas pastas ostentan caras con ojos muy abiertos, y fijos como candelas. A este arte maldito le somos deudores de Mussolini, Franco y Hitler.

Una vez (tenía veinte años) se obligó a ir a besar a la dactilógrafa del vecino, cuando ella pasó a lavar un tintero en la fuente; no se conocían y lo hizo; ella dejó caer el cacharro, que se volvió añicos. Estos ejercicios no eran por sensualidad, sino para “autodominarse”.

Estuvo una noche íntegra en un pie. Aprendió de memoria doscientos artículos del Código de Minas y dos alegatos de un abogado. Durante un mes se obligó a ejecutar lo que más le repugnara: copiar a mano, sin un error, informes de gerentes de sociedades anónimas; escribir veinte mil veces frases contrarias a sus sentimientos, como estas: “S... no robó”; “X... es honrado”, etc. Durante diez horas estuvo con los brazos estirados horizontalmente. Estos ejercicios conducen a lo que llaman hoy “acción intrépida”.

Coronó estas prácticas con un sistema de desdoblamiento que le perdió para las artes del tintero y le arrojó a las de la tiza y la hambre.

10
Parió su doble; le puso el nombre de Jacinto. El proceso fue, poco más o menos:

Nadie puede verse a sí mismo infraganti. Hasta el descubrimiento del cine nadie se conoció en acto, pues en el espejo no se observa el movimiento ocular, que es lo expresivo. El cinematógrafo casi nos permite cogernos corporalmente. Ahora se trata de mi invento para autocapturarnos psíquicamente en flagrante: objetivarnos. Con la introspección logramos hacerlo, pero como entes sucedidos; los actos ya sucedieron cuando tenemos conciencia de ellos. Se logra apenas producir el remordimiento. Se trata ahora de un invento que permita al hombre estudiarse como actual.

Pues bien, creyó haber hallado el secreto divino que le permitiría rehacerse, dirigirse, ser el amado y honrado por todos, el triunfante.

El mecanismo fue el siguiente: la inteligencia sería Manjarrés, y el ejecutor, Jacinto.

Así quedó desdoblado el hijo de Holofernes. Adelante se verá por qué se le llama así.

Iba caminando, e imaginaba ver delante a Jacinto; le dirigía órdenes: “Camina más lentamente; irgue el pecho: ten la cara más llena”, etc. “Vé a los juzgados y deleita a los jueces”; “deleita a ese rico que va ahí; háblale de su figura juvenil”.

Cogía un espejo y conversaba con su doble: “Eso de seguir a las mujeres es sueño deletéreo. ¡Sé duro!”. La conversa era cuando le atacaba su gran manía de ir detrás de ellas, guiado por confusos deseos y esperanza de que le amaran.

Jacinto era el que dormía en duras tablas; permanecía en agua helada, zambullido hasta el cuello en alberca, o quieto bajo la cruel ducha.

Cogió sapos, gusanos y lagartos; caminó con guijarros entre los zapatos; ayunó; vegetariano. Noches enteras parado en los dedos de un pie.

Tres años duró la experiencia. Como resultado, cierta alegría, proveniente de la satisfacción de mandar. Téngase presente que los males que sufrió e hizo padecer Manjarrés provinieron de que pensaba en sí mismo. Para ser “un hombre” y no “un filósofo” hay que atender al prójimo.

Logró que le invitasen al club, a beber, y que le recomendasen el cobro de acreencias prescritas. También obtuvo que un hotelero pagase el valor de la vajilla robada a una viuda. Tanta decisión mostraban los ojos dilatados de Manjarrés, que el hotelero pagó. Fue el primer triunfo de su método, pero también el último.

También el último, pues su mismo método le perdió. Una familia rica de la ciudad era de la clientela de su tío, y una señorona de ella enviudó: jamona gustosa, presuntuosa y de aires imperiales. Frecuentaba el bufete, precisamente cuando el desdoblamiento. No saludaba al escriba y ahí fue Troya.

En un paseo por Bermejal se le metió preguntarse: “¿Hay algo a que no sea capaz de atreverme?”. El Diablo le contestó: “Acercarte a la viuda y abrazarla”.

—¡Lo haré!

Desde entonces vivió aterrado en espera del instante en que tendría que atreverse.

Cuando oyó los pasos de la víctima, que subía los peldaños, salió, la abrazó y cayó desvanecido. Gritos. Le arrojaron ignominiosamente del bufete y de la casa. Vivió ambulante, hasta que le nombraron para maestro de escuela, hace veintidós años.

11
Maestro de escuela, se casó con Josefa Zapata, su prima y la única para amarle. Le amaba, porque era enfermo y en él ejercía el oficio maternal y de mártir para que nació. Quizá se haya casado con Manjarrés porque no tuvo otro; para casarse con él no puede haber fácil razón suficiente.

Veintidós años han vivido así, yendo de escuela en escuela, y criando hijos, que es el destino del pobre. Ha sido tenido por “conservador”, quizá por el aire.

Le conocí cuando principió la “revolución liberal”. Le clasificaron entonces en “quinta categoría” del escalafón: el director de educación dijo: “¡Tírenle duro a ese godo!”.

Nuestra intimidad nació en sus días amargos. Cincuentón, y parecía de sesenta. Cuando no se encontraba en la escuela, bregando por enseñar a cien hijos de choferes, que son la hez, estaba en su casa, encerrado, escribiendo contra Josefa y el gobierno. Tenía ya cien cuadernos llenos de diatribas contra estos dos entes a los que atribuía “la culpa” de sus miserias.

Se pueden resumir así:

“No triunfan sino los más audaces ignorantes. Es imposible conseguir los primeros mil pesos; hay que robarlos; luego toda riqueza individual es robo”.

Pero casi todos contienen en su ochenta por ciento variaciones de una queja honda, la del “grande incomprendido”, es decir, que no ha podido redactar “su teoría del conocimiento” y “su arte de dominar”, a causa de Josefa.

12
Recuerdo muy bien el día en que logré la confianza de Manjarrés. Le sorprendí y fue mío. Para el logro del conocimiento no hay sino estar atento y aguardar. Fue en un atardecer tranquilo; nublado, pero silencioso; en la mangada de Rodolfo, en un alto que domina al río Aburrá. Nos quejábamos:

“En este país —dijo él— no quieren sino maestros a su modo, que sean del ‘partido’; no ascienden sino a los que beben aguardiente con los inspectores de educación. José Vicente tuvo que gastar ochenta pesos en aguardiente de caña para ellos, para que desistieran de mandarle a Heliconia...”.

En seguida tratamos mal del presidente y de los jefes políticos.

Nuestra conversación en sí no tuvo atractivo para el lector; la importancia reside en que me percaté de que poco a poco nos alegrábamos. ¿Por qué? ¡Mucho ojo, lectores!

En la medida en que dábamos un vistazo a la patria, nos íbamos mejorando. ¡Caramba! Estamos al borde de la llave del secreto vital. Recuerdo muy bien que fue al pasar una vaca cuando comprendí a Manjarrés. Se me entregó el conocimiento y lo expresé en esta frase interior:

—Manjarrés y yo somos “grandes hombres incomprendidos”.

Quienquiera que tenga por encima a otro, lo es. “Yo soy tu perro, Señor, pero, ¿cúyo perro eres tú?”. El lector cesante, o el artista de menos demanda que otro, gozan cuando se maldice del presidente, o del novelista muy leído, y mientras más pobres o inferiores en la escala, más gozarán. Los libelos son medicina para los que sufren, si comprueban que los incapaces gobiernan.

La gente no sabe por qué se alegra: es porque les nace el sentimiento de “grande hombre incomprendido”. El razonamiento de la subconsciencia es:

“Los imbéciles poseen honores y riquezas; si yo estoy pobre, olvidado, es por eso, por incomprendido. La culpa la tienen los demás”.

La íntima actividad humana es objetivar los “males”, arrojando la culpa a los semejantes. Es la raíz del arte, de los mitos.

Parece que el Hombre es un dios, pues no se cambia por nadie, ni en la agonía. Acabo de ir donde Bermúdez, el bobo que trae el mercado a casa, y respondióme que no se cambiaba por el rey de Inglaterra.

En la mangada de Rodolfo comprendí que ni Manjarrés ni yo, él con doce hijos hambrientos y cepillo para los dientes en el bolsillo del corazón, y yo, solitario, nos cambiaríamos por ninguno: todo, riqueza y felicidad, nos lo usurpan.

Se trata del yo como cuerpo simple. Este, a pesar de misántropo, es sociable: la humanidad le es precisa para echarle la culpa y evitar así que se disuelva la personalidad, al tener conciencia de pecado. ¿Qué sería de Manjarrés el día en que tuviese conciencia de que sufre, por incapaz y por anárquico? Moriría; se culparía y moriría. ¿Cómo perdurar el hombre, sin objetivar la culpa? Es el problema de la redención, del Cordero Emisario. La cohesión psíquica es el sentimiento de “héroe nacido cuando no hay ocasiones”, “millonario, cuando todo está ocupado”, “reyes sin súbditos”, es decir, “grande hombre incomprendido”. “Nací en Chile —dice Gabriela Mistral— por equivocación”.

13
Josefa Zapata era, pues, el bordón de su marido. Sin la patria, sin la humanidad, sin Josefa, se disuelve la personalidad:

“Tú me opinas; no soy nadie, porque tú, Josefa, me opinas. No he redactado mi teoría del conocimiento, por ti y por este país de batuecos”.

Cuando mueren los padres, la tristeza es el sentimiento de que ya no tenemos en dónde gritar, seres que no reaccionen a la ira con ira:

Cuando muera tu madre,
¿a quién pedirás almuerzo en platos limpios?
¿A quién dirás cosas irracionales?
¿Quién recibirá tu veneno?

Cuando la patria sea del todo enajenada, ¿a quién criticarás? ¿A quién insultarás? Y cuando muera Josefa Zapata... ya podremos enterrar a Manjarrés, pues sentirá que no había tal teoría del conocimiento y que su verdadera grandeza era ella.

14
“Los reyes también mueren y se pudren”. “Los ricos no pueden llevarse su oro”. Tal es el formulario del predicador. La gente sale consolada, se hace “buena”.

El mecanismo consiste en que las imágenes de la podredumbre de la realeza y del viaje miserable del rico despiertan la conciencia de “grande hombre” en los pobres. Se trata de envidia satisfecha por medio del sermón.

¿En dónde estuvo latente el triunfo del Evangelio cristiano? En la afirmación de que los ricos no entran al Cielo. La frase acerca del ojo de la aguja y del paso por ahí del camello, refiriéndose al Cielo y a los poderosos, satisfizo a los pobres, a los maestros de escuela, a todos los “grandes hombres”. Cambiar el sitio de riqueza y de honores, creando “otro mundo”, cerrado para los usufructuarios de la Tierra, curó del tormento a los pobres e hizo posible el régimen capitalista.

El pobre se alegra cuando suceden desgracias al poderoso. Los educadores cristianos han bregado por destruir este sentimiento, pero sólo pueden lograr que se oculte. La situación al respecto hoy es la siguiente: que nos avergonzamos de que sepan nuestra alegría por muertes, quiebras y otras desgracias de los ricos. Nadie goza con el bien ajeno sino en cuanto le conviene, es decir, en cuanto es suyo.

Cuando alguien resulta vencido en la brega social, se retira a meditar para comprobarse que es un grande hombre incomprendido: tal es el origen de los monasterios.

Estas verdades nuevas y subterráneas nos indican que la oculta finalidad de las filosofías morales es objetivar “la culpa”. El asceta busca el Cielo, el dominio sobre sus pobres deseos: comprobarse que es un “grande hombre”.

15
En mi encuentro con Manjarrés y su familia me hallé precisamente ante la tragedia del proletario intelectual que va perdiendo la seguridad de su yo. Como veremos, Manjarrés terminó por aceptar que “él tenía la culpa”, último grado en la disolución. Investigué sus antecedentes familiares. El padre fue un tal Sabas, talabartero, dipsómano de aguardiente de caña, el vigésimo que parió su madre. Una noche oscura en que volvía de un baile de negros en el Hoyo de Buga, al brincar un vallado de piedras cayó montado sobre un marrano que echaba chispas y que se fue con él, camino del infierno; pero invocó a la Virgen, y amaneció al pie del “algarrobo de Mamerto”. Una su hermana dizque tuvo prisionero al Diablo, en forma de sapo, en una jofaina.

La mamá de Manjarrés murió al parirle.

El verdadero padre de Manjarrés, si lo es el que ama y no el que engendra, fue un perro, mezcla de danés y de lobo, llamado Holofernes. Parecía un ser humano, sin los defectos de éste. En portacomidas agarrado con los dientes llevaba el almuerzo al talabartero.

—¡Holofernes! ¡Tráeme de la tienda de Chunga diez centavos de cigarros!

Iba con la boleta atada al cuello y traía el encargo. Si el borracho caía, se le echaba entre las piernas y ¡ay de la autoridad que pretendiera llevarle a la cárcel! También le conducía a la casa: iba Sabas haciendo zig-zag, y el perrazo le dirigía, atajándole con las patas delanteras, para evitar las caídas.

Pero el amor intenso de Holofernes fue el huérfano. Cuando murió el borracho, por haber bebido alcohol impotable en feria de Itagüí, el tío jurisconsulto se llevó al niño. Esa noche Holofernes salió en carrera loca hacia el riachuelo, y al otro día lo encontraron destripado por un ómnibus:

“Parece que mi padre se suicidó”, fue la única frase que obtuve de Manjarrés acerca de su familia. Al decir “mi padre” se refería al perro.

16
Manjarrés, Josefa Zapata y doce hijos. Estos “son buenos y bellos”. ¿Aquélla? Manjarrés, efectivamente, ignora cómo es. En todo caso, padecen.

Manjarrés, complejo en disociación, humano inútil para labor progresiva y mercantil. Todo el magisterio está acorde en apreciarlo así y ningún colega se le acerca: se junta consigo mismo, desdoblándose; de su nido de instintos, llamado “yo”, ha creado su sociedad. Pasa las horas rumiando sus problemas, que son: si tiene “espíritu”; si progresa; si siente a Dios; si posee capacidades y si le odian o aman. Egocentrismo. Periódicamente adopta resoluciones crueles para consigo: dejar hábitos. La finalidad inconsciente es el sentirse, y, por eso, apenas cesa el dolor de la amputación, vuelve al hábito. Los activos se realizan fuera; Manjarrés, dentro de su personalidad enferma:

“Un hombre opinado por la cónyuge es como planta orinada, que se marchita. Josefa tiene la culpa”.

17
Hace veintidós años que Josefa no asiste a cinematógrafo ni a otras diversiones. Ese tiempo hace que padece la presión de su “grande hombre incomprendido”; sufre el mal de Manjarrés; es la columna de aquel sentimiento: ¿está embrutecido el “filósofo”? Pues es Josefa, que le “opina y cela”. ¿Ninguno se acerca al maestro de escuela? Es Josefa, que no le comprende...

La pobre ha llegado así a ser la razón de existir de Manjarrés. Vive temerosa, pendiente de las mutaciones de su grande hombre. El día en que la conocí, cuando la caída del niño, me hizo la impresión de lejanía. Una poseída. No agarraba o se ponía en contacto con las cosas. ¡Pobres seres cuya unidad íntima ha sido destruida! En los ojos, principalmente, se ve eso: cuando hay sinergia, los ojos son como nudos apretados; los de Josefa eran anárquicos; buscaban y no hallaban; en los nervios ópticos está patente toda salud y enfermedad. Ahí habla la disgregación de la personalidad; no es en las arrugas sino en los ojos donde aparece el cansancio vital. Sócrates tenía ojos soberbios de buey. ¡Pobre señora! En los suyos se leía la progresiva invasión de la desesperanza; había perdido ya toda la inocente alegría vital.

Entre el mundo y sus miradas se interponía el cáncer del alma, en forma de ese complejo infernal que es hijo del capitalismo y que se llama maestro de escuela. Ojos que no admitían que pudiese haber alegría, que pudiese venir una buena noticia; ojos que se entristecían más cuando el correo tocaba a la puerta o se oían los pasos de alguien. Estaban más allá de la esperanza. Ni una queja: la forma de la serenidad que se llama “aceptación del aniquilamiento”.

Las “filosofías” de Manjarrés habían ido matando el interés vital de esta santa. Adiviné un asesinato, el peor e inconsciente, pues lo ejecuta el estado social capitalista por medio del “maestro de escuela”: ir poseyendo con nuestras obsesiones a un ser inocente. ¡Ir poseyendo o contagiando lenta e inconscientemente al ser que nos está más próximo, e ir viendo en sus miradas el aparecimiento de la película alejadora y mortecina!... Nunca sospeché al dirigirme a la casa vieja de enfrente que iba a un gran acopio de agonías, a vivir el drama del proletariado intelectual.

Esa película opaca cubría también toda la apariencia de la señora. Su atmósfera nerviosa estaba desmoralizada. Lo hermoso aún eran los dientes. Treinta y ocho años, pero la yunta de la pobreza y la introspección los multiplicaron por dos. Fláccida. Estatura pequeña. Debió ser regordeta y de tejidos duros, muy graciosa; la cabellera debió ser muy hermosa, pero ahora caía, carente de esa cierta erección y brillo, es decir, del ritmo vibrátil del pelo de los contentos. Era entrecana, y las canas más gruesas que los otros cabellos. El vientre prognata y caído, con alguna desviación a la izquierda, por cargar en el lado del corazón a los hijos.

18
Desde la primera visita comprendí que se amaban mucho, con ese amor infierno que se tienen los que se entrematan por cierta necesidad cósmica. La clase de asesinos a que pertenecía Manjarrés aman a sus víctimas y se odian a sí mismos, como instrumentos que son de la necesidad.

Al contemplarles, a pesar de mi pasión por los cadáveres, quise no haber ido.

Lo peor fue que los niños poseían el desconsuelo de la madre, más opaco, pues nacieron en él. Sobre todo uno, de diez años, bellísimo (?), tenía un ojo algo apagado, y el cabello, largo, caía, como si fuera peso y no cabello. La actitud de todos era la del que está celularmente convencido de que lo que va a suceder dolerá. Mamaban el dolor.

Manjarrés era otro mártir. ¿La sociedad? No, todo es causado. Es la necesidad.

Aquí nos es indispensable analizar un mito: la culpa.

“La culpa” es ente imaginario que está en razón inversa de la comprensión del suceso; no hay responsables... Un buen defensor... Los presidiarios lo son porque no tuvieron quién explicara sus vidas. Es muy claro: salís conmovidos del cinematógrafo por los dolores del niño héroe y... ¡no veis que el héroe está ahí, sentado en el suelo, andrajoso, en la puerta del teatro!

¿Quién va a causar dolor sino porque algo le posee, el centro de gravedad universal, digamos?

¿Qué es novela, pues? La lógica desarrollada en imágenes que se dirigen a sus destinos. Los sentimientos de todos los seres del universo interdependen y buscan el centro de los centros de gravedad a través de la tragedia.

Uno que iba a mucha velocidad en su automóvil destripó a un niño. Ira; deseo de que maten al “asesino”. Pero apenas te informas de las circunstancias trágicas del “responsable”, circunstancias antecedentes, concomitantes y subsiguientes, muere “la culpa”. El único compañero del hombre en la Tierra es la necesidad. Lo demás es opinión.

19
¿Cómo logré su amistad? Partí del postulado de que el pobre se alimenta de sus miserias y el tímido vive de las pretendidas ofensas. Objetivamos el mal. Tal es el origen de tragedia y mitología. El rico y el exitoso no aborrecen: disposición sabia de la naturaleza, pues sería cruel que tuvieran mando y propiedades y que al mismo tiempo nos odiaran. Odian apenas al que está por encima de ellos: “Yo soy tu perro, Señor, pero ¿cúyo perro eres tú, Señor?”. Al rico le está cerrado el mundo imaginario, los mitos, por satisfecho.

Las creaciones maestras de la miseria son “las malas” y “la culpa”. Si recorremos la historia del arte, sólo hallaremos pobres y enfermos. El arte, “el otro mundo”, los mitos, son la objetivación de los tormentos. Suprimid el arte, quitad el Cielo prometido a los hambrientos de justicia, y al otro día tendréis la revolución contra el capitalismo.

El mísero a quien se le comprueba que la gente no tiene “la culpa” se hace “bueno” y muere. Pierde la pugnacidad y muere.

Comprendí, pues, que Manjarrés amaba a Josefa porque le echaba la culpa; renegando de ella se libraba de la mala conciencia. Cuando le dolía el alma estallaba así:

“Tú tienes la culpa porque me opinas. Dices que soy inconstante... Estos prenderos no lo son; tienen constancia para atisbar a las viudas desde detrás de los mostradores, antioqueños, descendientes viles de Judit Restrepo, la que asesinó a Holofernes. Entre estos judíos el matrimonio consiste en que la mujercita nos opine y nos ‘salve’”.

20
Por aquellos días comenzaron a decaer.

Josefa enflaquecía y lloraba. Los cuarenta pesos del sueldo se gastaban en extracto de hígado y en licor de Flower.

A poco de la escena en la mangada de Rodolfo, observé que Manjarrés parecía sereno. Llevaba remedios “para ella”, en los bolsillos, y los domingos salía “con ella” para cinematógrafo. Fui varios atardeceres a su casa y entonces conocí al perro y a los gatos. A medida que Josefa se extinguía, él se olvidaba de sí y pasaba los anocheceres en cama, en compañía de los chiquillos. Quemó los cuadernos en que insultaba a Josefa. A un mismo tiempo enflaquecía.

Manjarrés estaba transformado. Se había hecho “bueno”. Conversaba con “amor”. A todas horas estaba “amando”. Cinematógrafo. Remedios en los bolsillos. Vendió las obras de Espinosa en seis pesos.

¿Qué sucedía? Que el ser que “tenía la culpa de su fracaso” se consumía y entraba en la muerte. Por consiguiente, Manjarrés se sentía culpable; a medida que Josefa se moría, él adquiría mala conciencia. Es el fenómeno del remordimiento. La muerte de la madre y de la esposa son terribles. Apoyados en ellas, haciéndolas sufrir, nos sentimos “grandes hombres incomprendidos”. Apenas mueren, apenas están muriendo, comprendemos que fueron mártires de nuestro egoísmo. Manjarrés se había vuelto “bueno”, porque su mal se le subjetivaba con el enflaquecimiento de la cónyuge.

¡Pero qué problema! ¿De suerte que el hombre “bueno” lo es porque se siente culpable? ¡Claro! Quien se hace “bueno” ya no es egoísta, se está descomponiendo. Manjarrés se moría también. La razón de su vida era la pobre esposa insultada.

Leamos algunos de sus apuntes de esos días trágicos:

Febrero 4. La enfermedad de Josefa es rara. Se consume. Tiene seca la piel. El médico no sabe de qué se trata.

Lo peor es que los inspectores quieren prescindir de mí, ahora; me tienen por conservador. Ayer fui a ver si los encontraba en el café de la esquina de la gobernación, para ofrecerles aguardiente. Para eso, y para comprar el extracto de hígado, vendí mi Espinosa. Al rato de estar ahí, salió uno, con el subdirector, y no me saludaron. Indudablemente que yo tengo la culpa. Todo está sujeto a causalidad y mis actos no podían traerme la amistad y aprecio de esos señores que, al fin y al cabo, son mis superiores jerárquicos.

Si Josefa me falta; si me echan de la escuela, ¿qué será de mis hijos?

(Obsérvense las frases “yo tengo la culpa”, etc. ).

Febrero 8. Noche terrible. Nadie viene a ver a Josefa. ¿Qué placer la he procurado? Gestar, parir, amamantar y ser insultada por mí. Así, tenía que morir. Todos mis actos han sido suicidas. ¿Iban a nombrarme, a mí, para director de instrucción? ¿A mí, que ni voto ni me reúno? ¿Por qué iban a venir a buscarme? Yo soy el que ha creado el mal a mi alrededor. Los que dirigen, esos son los que deben dirigir. Todo está bien; pero... ¿por qué sufren Josefa y los hijos? Yo he matado a Josefa.

Febrero 11. Mientras más mimo a Josefa, más se muere. Lo peor es que ella ya cree, o mejor, vive la culpabilidad: “Apenas muera —díceme— serás director de educación. ¡Perdóname! Yo tengo la culpa. ¡Perdóname!”.

Febrero 15. Anoche me dijo Josefa: “Escucha, prométeme que volverás a casarte con mujer inteligente, que te estimule, y que escribirás tu libro. Me tienes que repetir que me perdonas. No has sido lo que debías, por mí”.

Ya sé que soy un imbécil. Abrazado a mis hijos lloré en la cocina, lloré por mí, asesino de mi mujer y de ellos. ¿Quién podrá quitarme esta culpa, pesada como la piedra del Peñol? Se necesitaría de un ser infinito, para que lavara mi conciencia.

El médico me dice que Josefa está perdida y que no la contraríe. “Esa señora se desploma”. Agregó que existía cierta disposición latente y que los fenómenos ya estaban adelantados; que él la había examinado diplomáticamente, haciéndola creer que se trataba del hígado; que tiene ausencias y se queja de tristeza y sustos; que las menstruaciones son abundantes por la vecindad de la menopausia; que nada le interesa sino su propia melancolía. “Está toda ella all in; hay allí un caso interesante de corrupción del yo; estos enfermos mueren antes de expirar... Breguemos por fortalecerla, con prudencia... Llévele por ahora un frasco de Biofosfán y... mucha, mucha, mucha tranquilidad. Ese sistema nervioso se rompe...”.

Febrero 20. Hoy me quitaron la escuela. El inspector Pedro Alejandrino dizque dijo que yo era “un godo hijo de tal”.

Yo soy anticlerical y librepensador.

Esta mañana salí, como de costumbre, para que Josefa no se entere de que ya no tengo escuela.

Febrero 22. Empeñé los vestidos y los libros en la prendería de Vásquez.

21
Respecto de la agonía de esta noble mujer sólo sé lo que me contó una vecina. Copiaré sus palabras:

“Pues señor, murió cristianamente, consolando a don Manjarrés, que estaba arrodillado. Le decía que escribiera no sé qué y que se casara nuevamente. Los niños estaban pegados a ella. Se fue apagando. Don Manjarrés tropezaba con todo, volvía y le besaba los pies. Una vez vino con un montón de cenizas y: ‘¡Mira, alíviate, que ya quemé esas locuras! Iremos al mar, a Cartagena; ¡ayer me anunció el inspector que me habían mejorado el sueldo!’. Mientras decía esto, ella se acabó. Padre e hijos permanecieron en la cama de la muerta, besándola, hasta que llegaron ustedes”.

22
La enterramos bien, en bóveda, con cincuenta pesos que nos prestó el usurero Vásquez, “para volverle el doble al mes”. Mientras la agonía y durante el entierro, Manjarrés no tuvo emociones sucesivas, quiero decir, que estuvo aterrado. Inmoble. Por ejemplo, ojos siempre igualmente abiertos y bigotes caídos en la misma posición. Había llegado al punto en que la ausencia de vibración simula la muerte. Recuerdo que, al llegar nosotros, Manjarrés y los hijos estaban acostados con el cadáver, hablándole, y que, al meterlo en el cajón, dio mucha brega despegarle a los niños.

23
Había que hacer algo por el vencido. Con las sobras de los cien pesos le pusimos carbonería en el barrio Guayaquil. Pero ya era nadie. Quien se echa “la culpa”, ya está muerto. Con la ida de Josefa, se le subjetivaron los fracasos. Adquirió sonrisa falsa y continua, esa de quien desea hacerse perdonar: para estudiarle, preguntéle acerca de la dirección de educación pública; respondió que iba muy bien y recalcó que al quitarle a él la escuela, obedecieron a sus conciencias. Le seguí de lejos: entraba a la iglesia “La Candelaria”, donde la imagen del Señor Caído; compraba una vela, la encendía y se quedaba ojicerrado, arrodillado y con los brazos en simulacro de crucifijo; al levantarse, tocaba el muro con los nudillos de los dedos, como para que le abrieran; creo que era llamando a Josefa, pues también iba a la tumba y allí tocaba impaciente.

¡Un hombre acabado! ¡Uno que había perdido la pugnacidad! El que ya no les echa la culpa a los demás, es todo vulnerable. La carbonería fracasó; vendió al fiado, pues al sentir desconfianza de alguien, pensaba que él era peor y le fiaba.

El cuatro de febrero se acostó. Es curioso que de este grande hombre, o mejor, de la figura que tuvo en la cama esa última vez, se me grabara tan nítidamente el hecho de que estuviera siempre halando cuatro pelos largos, gruesos y canosos que sobresalían en la ceja izquierda.

24
La agonía propiamente dicha duró cuarenta y ocho horas: bocarriba e inmóvil. En la caja del pecho se fue agotando el movimiento y sonaba así: pe..., pe..., pe...

Las dos noches las pasé en el corredor, con Emilia la planchadora. A cada rato íbamos a darles vuelta al moribundo y a los niños y a ver que no se acabara o apagara la vela. Emilia la planchadora es vieja solterona, virgen, que aplancha por ahí en las casas, siempre en compañía de una perrita llamada Radiodifusora.

Llevé confesor, porque Emilia comenzó con alharacas: que de noche ladraban los perros, como a fantasmas, y que era por falta de sacramentos.

Cuando salió el cura y entré en la habitación, vi que la vieja subía a la cama a los niños, los perros y los gatos, dizque para que se despidieran. Quedé destemplado...; sobre todo, por el gato flaco que se quedó mirando al agonizante.

Estuve presente durante el último cuarto de hora. Mientras bregaba él con esa respiración, recordé que en vida de Josefa decía que le enterraran de modo que nadie le opinara, “que los curas no me opinen”, “que las viejas caritativas de la Gota de Leche no me opinen”. Pero ahora... ¡recibía vale de la Sociedad de San Vicente!

Se murió, es decir, hizo el último pe, a las cinco de la mañana. Le vestimos con “la ropa de los exámenes”, que retiré de la prendería de Vásquez.

Francisco, el médico, dijo que no había muerto propiamente de enfermedad, sino de relajación. Se le acabó la voluntad de vivir. Me gustó este diagnóstico.

25
El primero de marzo de 1936 enterramos el cadáver de Manjarrés. Éramos diez, a saber: tres sacerdotes, seis legos y el cajón. Aquéllos eran el cura Ocampo, hombre barrigón y airado, metódico, un nuevo gordo, pues las piernas, brazos y cara son delgados, y la barriga es grande y floja. Los gordos per se tienen gordas todas las partes; hay armonía. Los falsos gordos son ilógicos. Porque no hay distingos: un sapo debe ser bien sapo y un ladrón, bien ladrón; la belleza consiste en la exactitud. Yo iba muy preocupado con esto: veía que el padre Ocampo no se encontraba bien en la gordura. Dentro de mí mismo murmuraba, obsesionado: nació para flaco. Al mismo tiempo, yo sentía mucha intranquilidad: ¿por qué pensaba en cosas tan raras en el momento de enterrar el cuerpo de mi amigo? Apenas colocábamos el ataúd sobre dos taburetes, para que le rezaran y le echaran agua bendita, pensaba en la gordura. Yo llevaba un extremo del cajón, colgando de una sábana; Juan Chaverra, el mayordomo de “los alemanes”, llevaba el otro.

El coadjutor era joven y barroso; unos veintiséis años. De él no pensé nada, sino que le aborrecí porque miraba a los automóviles que pasaban por la carretera.

El otro “padre” era un tímido.

Los tres me causaron admiración. Sobre todo, los pies eran muy grandes; resaltaban los seis grandes pies metidos en zapatos rudos, moviéndose por debajo de las sotanas. “Parecen sapos lentos” y “esto carece de elegancia”, repetía yo mentalmente, apenas los sacerdotes se ponían bonetes, para continuar, acabadas las posas.

Ya estamos los sacerdotes, Juan Chaverra y yo: yo llevaba el ataúd por la parte correspondiente a la cabeza. Juan iba delante, con la parte de los pies. De suerte que el cadáver iba por la carretera, de frente, con los pies hacia el pueblo, los pies adelante. “Va con los pies adelante”, sonaba dentro de mí. Esta frase me rodaba, se repetía, repercutía, como sucede con algunos versos. Indudablemente que era por haber perdido el control, a causa del choque. Durante todo el detestable entierro me poseyeron odios, frases e imágenes involuntarias. Recuerdo que en el bello río Cauca, en un meandro, bajo palmeras, oía dentro: “El silencio..., el silencio...”. En este entierro era: “Los zapatos, grandes zapatos...; gordo, nuevo gordo; camina por el aire, con los pies para adelante...”.

Fue a las nueve de la mañana; lloviznaba y el barro pegado hacía más deformes los zapatos.

De la casa a la iglesia hay quince cuadras, y otras tantas al cementerio.

Digamos quiénes eran los otros. El paje Valerio: este niño iba muy contento, porque llevaba las dos coronas de flores: se las metió por la cabeza, sobre los hombros, una a la derecha y otra a la izquierda: parecía con alas florecidas y circulares. Sonreía durante las posas y mostraba el portillo, el vacío de los dos mamones en muda. Una de las coronas la envió la vieja caritativa encargada por la Sociedad de San Vicente “de ir a llevar el vale y de cerciorarse de que Manjarrés sí estuviese bien enfermo”.

Detrás iba la hija del usurero Vásquez, señorita delgada que hace “obras de caridad”, para salvar al papá. ¿De tal suerte que aquí se va a robar todo y la hija le va a llevar al Cielo? Ah, ¡puta! ¿Por qué iba? Cuando salíamos con el cajón, la encontramos. Movía los labios, como si rezara. Menuda, flaca, olor acre de axila, pechos magros y fastidiosos, tembleques bajo la blusa.

“¡Que se vaya! ¡Que se vaya!”, gritaba yo interiormente. ¿Por qué se quieren “salvar” con Manjarrés? ¿Por qué son bondadosos cuando ya uno está hediendo en esa prisión del ataúd? En vida de Josefa le oí decir muchas veces: “Lo más triste es un hombre opinado por las mujeres”.

Los otros que iban eran dos peones azadoneros, que llevaban los taburetes para colocar el ataúd durante las posas. Recuerdo que en la primera, me dije que Manjarrés estaba sentado sobre dos taburetes. Esto me hizo alegrar y recuerdo que le guiñé el ojo a la señorita Vásquez y le dije al oído: “Usted sí que es buena, doña Bruja...”. El séptimo que iba allí era el cadáver.

El entierro fue de tercera clase. Al llegar a la esquina noreste de la plaza, bajo la gran ceiba, se nos juntó don Lino Uribe. Preguntó que a quién llevaban y, al saber que era el cuerpo de Manjarrés, comentó: “¡No ven! Lo malo es que deja en la miseria a esa familia...”, y se volvió para la tienda de su hijo Libardo, el que alquila bestias, a opinar.

Los curas cantaron poco y con desgano. Le llevamos al cementerio y le metimos en hoyo, cerca de bóveda en que hay una colmena de abejas angelitas, precisamente la de Josefa Zapata. No vi ni pensé nada digno de atención; el barro se adhería a los zapatos; tierra amarilla, muy pegajosa; parece sustancia orgánica, un masato. Olía mal, porque no tapan bien a los muertos.

Concho cavó el hueco, fácilmente, porque la tierra es movida. Había huesos. Bajamos el ataúd con lazos. Las primeras paladas de tierra sonaron fastidiosamente, y peor cuando apisonaron; el eco sordo: tun, tun, tun... ¡Suena feo el cadáver de un grande hombre incomprendido!

¡Un detalle! Concho, que ya estaba muy bebido cuando llevaba el taburete, tenía su botella escondida y, mientras cavaban, hacía visitas adonde dejó el saco y el sombrero, y bebía. Así, cuando Valerio y Juan Chaverra comenzaron a apisonar, Concho, que ni conocía a Manjarrés, se emperró a llorar y exclamaba: “¡Ése sí era maestro de escuela! ¡El mejor!”, etc. Luego se fue enojando y terminó por desafiarnos a que saliéramos al camino a pelear. Sus llantos duraron hasta la esquina de Chunga, donde se quedó.

Concho nos escupía al hablar. Los ebrios siempre escupen al interlocutor, sobre todo cuando son literatos. ¿Por qué se acercan tanto, con sentimiento amoroso? ¿Será porque viven odiando a quienes “no les comprenden” y la embriaguez les torna “buenos”? ¿La novedad del altruismo?

26
El cementerio de X posee la esencia de tales lugares: el aire de abandono. A medida que los pueblos se enriquecen, les van quitando a sus camposantos el complejo de la muerte. El de mi aldea se reduce a cruces desvencijadas, color de tiempo, lluvias y soles lejanos: color de puerta de casa vieja y pobre. Parece jardín de pesadilla. Las cruces se inclinan de frente, para atrás, a un lado y al otro, porque la tierra es blanda y, además, cuando el cajón se pudre y el cadáver se disuelve, hay vacío allá dentro y la tierra se hunde, torciendo las cruces. En muchas perduran los aros de las coronas de flores, y hasta pétalos secos, adheridos.

Si Valerio se hubiese momificado cuando llevaba las dos coronas, habría quedado como cruz con dos aros... También hay en mi cementerio otra cosa encantadora, y es el hedor, sobre todo en días lluviosos o de mucha evaporación. A los riquitos los entierran en bóvedas, que no saben tapar bien. Éstas son como casas de alquiler; pero sin ventanas. El arrendamiento dura cinco años, que es el tiempo de una corrupción en estos climas.

A Tocayo, hermano de Josefa Zapata, muerto hace mucho y que fue sepulturero, le metieron en hoyo del quicio de la puerta, por exigencia suya, dizque “para que todos lo pisaran”.

El cementerio es cuadrilátero y las bóvedas están contra las paredes, en hileras, unas sobre otras: como anaqueles de biblioteca.

La capilla, al frente de la entrada, es vacía; se ven las ánimas.

El lugar es un alto sobre la carretera, y para subir formaron dos terraplenes que se juntan arriba en un rellano muy triste. A los impenitentes les entierran en la tapia, hacia afuera. Allí enterraron al suicida Burgos, y todos los niños creíamos verle, al pasar anochecido.

Para terminar, diré que al ponerle el vestido de los domingos al cadáver de Manjarrés, hallé en el bolsillo de atrás de los pantalones unos cuadernitos de esos que usan los carniceros para apuntar los fiados. Allí estaba escrito lo que se leerá en seguida, restos del naufragio del maestro de escuela.

¡Pobre loco Manjarrés! Si algo produjere esta obra, será para quitarles los huérfanos a las “señoras caritativas”, pues va y se “salvan” con ellos, y mejor es que se condenen las brujas. No faltaba sino que tuviesen los automóviles modelo 1936, las minas, el olor a cosa santa y que, por añadidura, ¡se salvaran! Pero es tal la vida de relación, que apuesto a que Josefa y Manjarrés están en el infierno y que estas viejas se irán para el Cielo. La hija del usurero Vásquez ya tiene una bendición que le envió el Papa: ¡el Santo Padre y la Santa Puta!

27
Al otro día del entierro fui a llevar alimentos a casa de los huérfanos y la encontré repleta de “señoras caritativas”: Emilia la planchadora había regado la noticia de “esa miseria”. Me topé con tres automóviles modelo 1936 que olían a incienso, polvos y enaguas, el santo hedor de la caridad capitalista. Porque los sacerdotes romanos huelen a una cosa y la caridad huele a la misma cosa.

Dizque estaban aterradas con “aquella miseria”. Preguntaron si los chicos sabían la doctrina y si habían hecho la primera comunión. Las unas eran de “las damas de la santidad”; las otras, de “la columna de choque contra el mal”; las había de “la gota de leche” y “vírgenes del altar”. Venían a ejercer sobre los doce huérfanos, que las miraban con sus ojazos abismados. Agarraron a los Manjarreses, les treparon a sus automóviles y se fueron rodando a exhibir sus caridades, grandísimas rameras de la virtud.

28
Al día siguiente ya habían esparcido sus cuentos y se reunieron con el sublime doctor Lince.

—¡Pero, escuche, doctor...! ¿No lo cree? Bien quisiera dejar en casa a la mayorcita, a la que tiene un ojo apagado... Pero... ¡usted sabe...!

—Pues, hijas mías, deben proceder con mucha cautela; toda cautela es poca... ¡Ese ojo apagado...! ¡La lues...! ¡Esas extravagancias y muertes azarosas de los padres...! Porque tampoco es justo que ustedes vayan a sufrir a causa de la caridad; ésta entra por casa... En el Ministerio, hijas mías, consideramos que la caridad es función del Estado y, precisamente, hace años que trabajo en un proyecto de ley... etc.

—Que son sifilíticos no queda la menor duda, doctor... A propósito, Teresita, telefonea al doctor Martínez para que le radioscopie los pulmones al menor, pues creo que está tuberculoso... Pues sí, doctor: si en el magisterio hay tanto sifilítico, ¡qué esperanza! ¡Qué peligro para nuestros maridos e hijos! ¿Por qué no da unas conferencias populares acerca de esto?

—Pues hijas, hace diez años que medito en el problema... En mi libro Morfología colombiana y escuelas, a propósito del polígono de Grasset y de ciertas novedades del psicoanálisis, sostengo que la lues lo ataca, al polígono, lo disgregan y que de allí proviene el aire de ausencia de los sifilíticos... En el Ministerio tenemos en gestación un proyecto de ley... etc.

—Oiga, doctor, me dicen que ese hombre dejó unos papeles; voy a reclamarlos para que usted los hojee y nos diga si encuentra pruebas de sífilis nerviosa.

Así fue como se me presentó el virago con el desatino de que le entregase los cuadernos de Manjarrés. Respondíle:

—Pues, mi señora, ustedes pueden exhibirse con los niños, perras que son ustedes de la virtud, pero con los cuadernos me exhibo yo, perro que soy de la moral.

29
Ya hemos enterrado a Manjarrés, último deber que se cumple con los “grandes hombres incomprendidos”. Réstanos darle acabado a su retrato, copiando algunos de sus apuntes.

— o o o —

Algunos de los apuntes de Manjarrés
(Apuntes anteriores a la muerte de Josefa)
Infinita realidad, recíbeme, ¡que todo me doy! Recibe también a Josefa Zapata, la mujer que dizque es mía, y a los doce hijos, al perro y los dos gatos. Haznos cada vez más partícipes de tu inteligencia. ¡Ábrenos!

* * *

Guardaré silencio para no ser locuaz suramericano. Este debe ser el ideal de la escuela: silencio.

Sobriedad, lentitud armoniosa y prudencia, son las virtudes que debo inculcar a los muchachos.

Prudencia es aquella virtud que consiste en llevar delante de nuestra obra la lucecilla de la inteligencia. La representaré como caminante nocturno que alumbra con lamparilla el lugar para sus pies.

Silencio es la virtud de no expresar sino lo que se ha meditado.

El locuaz usa de la palabra como de un fin. Ayer domingo le decía bobadas a mi cuñado Félix; Josefa Zapata, nueva Jantipa, interrumpió diciendo: “¡Usted sí que habla tonterías...!”. A los cincuenta años soy viejo locuaz.

Esta mañana vi al Manjarrés que deseo: es como muro terso en que resbalan las animalidades de las Américas.

Jorge trataba ahora de asuntillos, enojándose mientras se expresaba, pugnando con las imágenes que su locuacidad iba creando.

Pasé el día festivo arrancando “dormideras” (mimosa púdica), yerba esotérica colombiana, en el predio de la escuela, lejos de Josefa Zapata: a los cincuenta años soy iluso solitario desengañado.

* * *

Fui a la Dirección de Educación: el cura me ha acusado de irreligioso. En el bus iba una negra charlatana. Al subir, me habló, como si no pudiera contenerse, derramada. Después subió un campesino y ella se dio a filosofarle arreo, así:

“¡La plata no es para guardarla, Bolívar! Parta del principio de que la tirita de tierra de mi papacito, con ser eso tan pequeño...”, etc. Bolívar por aquí y Bolívar por allí. Éste no podía meter baza, pues la negra se autocontestaba. Bolívar era su pretexto para desocuparse. Le importaba un ardite el que aprobara o no. Recuerdo a Espinosa, a quien estudio en las noches en que Josefa Zapata no me deja dormir, que dice tan bellamente que “el charlatán y el ebrio se creen libres”. Todos los que nos llamamos inteligentes en las Américas somos ejemplares de la especie a que pertenece la negra de esta historia, que se derrama sobre Bolívar.

* * *

Acostado en decúbito dorsal en el predio de la escuela, al levantar la mano para rascarme, comprendí que era un inmenso animal, la Tierra, el que ejecutaba tal movimiento; luego comprendí que no era ésta, sino otro mayor, el Cosmos. ¿Qué es eso de individuo, pues?

Por la noche, paseando en el atrio, bajo nubes sucias y bajas, vi por entre el ramaje de la ceiba a la luna y sentí ahí mismo que la ceiba no existe sin la tierra y el aire, el calor y la humedad; que todos nos condicionamos. Amé entonces al inspector que desea quitarme la escuela. ¿Quiénes somos? El cura estaba acurrucado en el portón de su casa cural, conversando con uno, y le amé porque me acusa, me condiciona... Arrojé el cigarrillo y me fui decidido a confesarme: me pesa mucho esta mezquina personalidad que se define: el marido de Josefa Zapata, el maestro de escuela... ¿Contradicción? No; orgullo y humildad, pues soy gesto divino: nada, pero divino.

Soy el que cuida de la yerma mimosa púdica; soy el maestro de escuela, el marido de Josefa Zapata; el que tiene doce hijos y que desearía escribir una teoría del conocimiento. Ahora voy a confesarme, a contar que le robé a Sabas, el que me engendró, pequeñas monedas extraídas del bolsillo de su chaleco, cuando dormía ebrio; diré que he robado tiza y cuadernos en la escuela.

* * *

Las notas siguientes son posteriores a la muerte
de Josefa Zapata; son del tiempo de la carbonería.

Desde anteayer llamé al infinito luminoso para que me envíen un guía, porque hace treinta años que estoy perdido, en angustia, en garras de la causalidad de tres pasiones: soberbia, lujuria y avaricia.

Ya llegó el enviado que pedí, pues siento la luz del cielo y la suavidad de la convalecencia. Experimento el santo dolor (remordimiento) que nos eleva, así como el duro cemento a la pelota rebosante. Sin el Ángel, los golpes de la suerte son como los de bola de caucho en el fango, que la hunden más y más.

Lo primero que me ha mostrado el guía alígero es la oración del Padrenuestro, principalmente en aquella frase que dice: perdona mis deudas así como perdono a mis deudores.

Las frases de Cristo son verdaderas, sea cualquiera la concepción filosófica que se tenga de la vida. Para panteístas, materialistas y espiritualistas, son igualmente verdaderas. Del mismo modo como el sol alumbra y calienta al cavernario, al acuático y al celícola.

Efectivamente, ya sea desde el punto de vista de la causalidad materialista, o de la mística, sólo rompiendo la causalidad, introduciendo en ella un nuevo elemento libertador, cesa la ley que dice: cada cosa es eterna: el odio engendra odio y amor el amor. Ojo por ojo: el primer ojo sacado creó al segundo, y éste al tercero, y así el ojo sacado es eterno. Pues viene Cristo y dice: ¡Perdona! Cesa entonces la causalidad del odio y es reemplazada por la del amor.

Queda así explicado el fenómeno de la Redención: Cristo dio sus ojos, todo su cuerpo, amorosamente, y mató así la causalidad antigua. Nació otra. ¿La Gracia?

* * *

He estado contento. Yazgo suplicante a los pies del que me enviaron y de Ella (la Virgen), para que me obliguen a ejecutar los actos precisos para quitarme las costras de los ojos y arrojar el gran peso que me oprime y me da el caminar de la tortuga.

* * *

Murió Manuelito Ramírez, ayer, repentinamente. Mi compañero de “camión de pasajeros”. Ayer vino conmigo; le vi a las once; a las cuatro murió. En la alcaldía sintió una punzada en el corazón; fue a la casa y se largó... ¿para dónde? ¿En dónde estará Manuelito Ramírez? ¡Me hace falta! Hablábamos de juventud y de regímenes de vida. ¡Virgen María, dale tu mano y acércalo a la fuente de la juventud eterna!

Hace días que tengo éxtasis, seguidos de perturbaciones nerviosas. Tengo la pierna derecha fastidiosa: sensación de semifrío. Estoy elevado, gozando y padeciendo mucho. Anoche vi a Josefa: estaba en una estrella y me llamaba.

* * *

Ayer, a las diez, fui a la iglesia de San Benito, a ver si hallaba a un viejo flaco, roto, aspecto mísero, que me confesó hace quince años. Los confesonarios estaban cerrados. No puedo confesarme con sacerdotes de estos que intrigan por curatos, fascistas, que manejan automóvil, etc. Hay uno, un negrazo, que parece pegado al timón, a la rueda timón de su vehículo, un chofer de “camión de pasajeros”. ¡Mírenlo, si nació para eso y hace de ministro de Jesucristo!

Este negro le gritó a uno de los maestros hace poco, desde la otra acera: ¿Qué hay de Manjarrés? ¿Sigue muy loco...?

* * *

Dios me está llamando, sigue llamándome, y anoche vi en sueños a Josefa Zapata, muy bella, joven...

Momentos de éxtasis; perenne sentimiento de aceptación; me parece que vivo dentro del bien. Todo es bello, aun lo que llaman desgracias. Continúa el ansia de confesarme, pero no he vuelto a buscar a quién dejarle a los pies mi bulto de miserias. Ayer leí el periódico en el café de Suso y luego fui a la iglesia, en donde estaban comulgando mis hijos. Les hallé que bajaban del presbiterio, comulgados, palma contra palma las manos, cerca de las bocas. ¡Qué envidia y qué goce! Necesito sentir a Cristo en mí. Entra, Señor, entra y barre y embellece... ¡Tú que llamaste a Lázaro de la podre, Tú que resucitaste y comiste luego pescado! ¡Qué hermoso eres, que no robaste, no opinaste, no te disfrazaste! ¡No pesas y trasciendes, no te corrompes y renaces! ¡Empuja, pues, y derrumba! ¡Llámame con voz más urgente! Yo no puedo ir a Ti, pues “venga a nos tu reino”. De mío voy a la prostitución. Empuja, urge, incita; todos son tus símbolos que me llaman, me hacen guiños. Estoy preñado de ganas de realidad.

Pero murmuróme mi Trasgo, dentro: ¿Por qué tienen de sacristán a Vicente, el bujarrón?

¿Pero qué importa? ¿No soy un prevaricador, ladrón, perseguidor? Precisamente Jesucristo anda llamándonos a todos, bujarrones y ladrones. Sí, Vicente está bien ahí, de sacristán. Cuando la Iglesia nació y trashumaba por Galilea, el usurero Judas era sacristán y el cabezón Pedro, jerarca; había un publicano y todos eran pescadores mugrosos. Vicentón sostendrá la patena debajo de mi boca cuando el reino me vendrá... Juntos saldremos del hediondo sudario, como mariposas.

* * *

La mañana estuve en San Benito, y nada; ningún sacerdote. Luego, donde los jesuitas, y tampoco. Ahora vengo de muy lejos, del convento de los frailes del beato Claret, en “El Llano”, y todos estaban de siesta. No hay confesores por aquí; todos duermen la siesta.

Tienen allá una imagen de Claret, alumbrada y con cartas de miraculados expuestas, “haciendo propaganda”, como las Droguerías Aliadas con los dentífricos.

Dos loteros estaban ahí, en la puerta de la iglesia, ofreciendo su mercancía. Lo que piden ahí es “el gordo”.

* * *

Incontinente de palabra. Hablé mucho y tonterías en la tienda de Agustín, con Barrera, el terciador y vendedor de navajas; con Juancito, el carrero, y con Gurbio, el que compró “El Higuerón”.

Barrera sueña en irse, como yo. Que “la situación está muy mala”; que desde que pusieron tanto carro de bestias no hay tercios para llevar a la espalda. Le compré una navaja y le invité a almorzar el domingo. Desea colocarse de cuidandero nocturno de casa o fábrica. Los otros se ríen y le dicen que Abraham Lotero, el que hace zapatos a máquina y que da dinero prestado, le destituyó, porque la noche en que se cayó el techo de la fábrica, no despertó. Barrera no sirve sino para hablar de la situación, siempre mala. Es de familia española, bellísimas uñas ovaladas y dedos puntudos, pero sucias y negras por el carbón y la mugre. Se alimenta donde una prima, a $3,50 semanales y dizque hay días en que sólo gana quince centavos. Todos los Barreras son así, quejumbrosos, como desterrados de una patria bella que no saben en dónde queda; muchas ganas de trabajar, pero no saben. Los españoles degeneran por aquí en el trópico. Barrera y yo somos pájaros mancos. Parecemos dioses y somos opinantes de banca de la plaza. ¿Dónde estará aquella patria buena de donde nos desterraron?

Gurbio. —Hoy dizque fue terrible el bombardeo... A cada minuto dizque destruyen una casa de seis o siete pisos...

Barrera. —¿Y eso por qué no lo arreglan...?

Gurbio. —Es que la gana de pelear es como, por ejemplo, el tifo, que ataca a uno: pelea hasta que se le acabe la gana.

¡Ahí está una ceiba!... ¡Bueno! ¡Mire las raíces que emergen desde arriba del tronco, relievadas como hojas de libro giganteo! ¡Bueno! ¡Mire y concéntrese en esas raíces; actualice la imagen de que por ahí, hacia arriba, usted se difunde y se comunica con ella, con Josefa Zapata...! ¡Bueno!

Eso precisamente es lo que no nos permite trabajar y nos encadena a las bancas de la plaza y a la tienda de Agustín. Es la patria que sentimos o adivinamos entre el atolondramiento de la carne. Amagos de volver a de donde nos arrojaron, amnesiados.

Y de ahí la gana de confesarse. ¿No está contento usted de haberse cogido aquellas cosas? Señal es de que el ladrón no fue usted, el que habitaba “allá”, sino el hideputa que desterraron. Esa es la gana de confesarse:

Éramos unos dioses,
y nos arrojaron
por ladrones
o lascivos.

Pero quedan rastros:
las uñas ovaladas,
puntudos los dedos
y sentados en las bancas,
criticando:
Barrera, dios cagado,
pero con asco.

* * *

Gran pecado es que a ratos hablo mucho, charlatán. ¡Tan viejo y tan bobo! Es más serio y prudente mi hijo Raimundo. Bregaré por contenerme.

También es mi pecado el comprar demasiadas loterías. ¡Tan viejo y tan iluso!

* * *

Teoría del conocimiento. ¿Qué es conocer? Ahí están dos obreros en una edificación; el uno le arroja al otro adobes; el uno los lanza con precisión y el otro los agarra; siempre exactos. Ambos parecen elementos del paisaje. Consuenan; conviven; no son dos individuos, sino accidentes del fenómeno edificación.

También está ahí el malabarista: lanza cinco bolas al espacio, una a una, medidamente, y las apara y relanza. Es una armonía; no es un individuo.

¿Veis al de la garlopa? Alisa un tablón. Coge tú el instrumento: ya te dije cómo se maneja... ¡Alisa, pues! Se te hunde, dañando el madero.

¡Pero si leíste en el libro todo lo que debes hacer para aparar ladrillos y pelotas y para cepillar! ¿Por qué no lo puedes hacer? Entonces, ¿qué es conocer?

Conocer es unificarse con el universo. El albañil, el malabarista y el carpintero se han apropiado los fenómenos ladrillo, pelota y garlopín. Sus individualidades crecieron.

El conocimiento está en todo el organismo, o mejor, lo que conozco, y en la medida del conocimiento, hace parte de lo “mío”: mi dedo, mi oreja, mi ladrillo, etc.

¿Este bobo conoce su mano o su pierna? ¡Ved cómo camina y coge! Las conoce. ¿Por qué no puede razonar acerca de pierna y brazo? Una cosa es conocer y otra el discurso hablado o escrito.

¿Se dan cuenta de lo que saben? Saber es una cosa y darse cuenta de ello, otra.

Tenemos, pues:

Conocer es convivir hasta unificarse con algo, más o menos. Conciencia es objetivar lo que conocemos, y razonamiento es expresión de lo conocido por medio de palabras escritas o habladas.

* * *

El gallinazo se refugia cuando va a llover, y nunca yerra. Así, todos los animales ejecutan sus actos en armonía con el ambiente, pero ninguno discurre verbal ni escritamente, sino el hombre. A eso lo llaman instinto.

Tenemos, pues:

Que la verdadera sabiduría es el instinto. El humano le ha dado a una parte del instinto el nombre de sentido común. Debido a su soberbia, ofuscado por poseer la actividad razonante, que ejerce en parlamentos, el instinto ha sido despreciado.

El fin último en la escuela debe ser aumentar el instinto. La conciencia razonante es epifenómeno.

* * *

Así, conocer es familiarizarse con lo fenoménico llamado universo, hasta asimilarlo al “yo”. El culminar del conocimiento es el sentimiento de un solo ser (Dios). Unión divina; ascenso a Dios. Ahí desaparecen los sentimientos de bien, mal, pecado, dolor y placer, todos los entes morales, entes de la imaginación.

* * *

El hideputa joven del Banco no cesa de escribirme que le debo cien pesos. A mí me robaron los de la Nacional del Carare; yo “le robo” al Banco; éste se aíra. ¿Quién debe? Nadie. Somos enfermos, que habitamos en la ilusión de lo mío y lo tuyo, creando así la causalidad económica, que destripa niños, mujeres y ancianos. El minero rico que murió ayer hedía en su caja de ébano: hideputa cadáver ensabanado; mientras que el titilar de las palmeras en la brisa nunca será un cadáver.

* * *

¡Id al entierro del “minero”, antioqueños ladrones, que ya os van a bombardear!

* * *

Me confesé a las diez y media con un jesuita. Mañana haré aquello (la última Cena) en recuerdo de Josefa Zapata.

— o o o —

Epílogo
A fuerza de tropezones, apenas en la edad madura llegué a ciertas verdades útiles a que algunos privilegiados, Maquiavelo, por ejemplo, llegaron muy niños o las tuvieron de nación. ¿Será culpa del trópico?

Ahí está el ombligo de este libro; quiero decir, que ya en el umbral de las sombras llegué a saber que la felicidad terrena está en proporción de la adaptabilidad social del individuo. Esta verdad la tienen los jesuitas desde el siglo XVIII y por eso son tan felices. El rey es mi gallo. Lo demás es Manjarrés.

En esta novela que leísteis me he deleitado en la pintura minuciosa del que habitó en mí durante mi niñez y juventud y que tanto me hizo padecer. Es, pues, algo de autobiografía. Reniego así de mi obra y vida anteriores, o, dicho con palabras más suaves, me despido del maestro de escuela. Hoy, viejo ya, me pesa el haber maltratado la realidad. Lo que suelen llamar verdad son los sueños de los desadaptados.

Este maestro que fui yo y que ya enterramos, no hizo sino dificultarme el camino. El que hoy habita en mi cuerpo es obediente como el agua, y así el cadáver que seré muy pronto irá en su automóvil de un solo pasajero, seguido de una lucida cola de senadores, directores, ministros e industriales.

¡Qué atrasados somos en Suramérica a este respecto! Sólo aquí se quedan enojados para siempre los candidatos presidenciales derrotados; que les robaron el triunfo es su eterna frase. En otras partes, el derrotado felicita al electo; obedecen a la realidad. ¡Qué amarga es la vida de los “solitarios maestros”, amancebados con “sus viejas verdades incomprendidas”!

El hombre es animal social. Por eso, al maestro de escuela “incomprendido”, un gran pánico comienza hacia los cuarenta años a amargarle los amaneceres. La gente no permite la libertad.

La sinceridad es de las vírgenes. ¿Soy acaso un sapo de tinajero? ¿Podía vivir así, debajo de mí mismo, nutriéndome de mí mismo? Creo que ya quedaron convencidos los que dudaban. El que haya aguantado más de los cuarenta y seis años que yo aguanté debajo de la fría alcarraza, en actitud de sapo nocturno, atisbando lo que no dijo que vendría, que me arroje la primera piedra.

Cierto es que a los del tinajero les corresponde “la gloria”, que es comida para muertos. A nosotros, realistas, dennos salud, poder y amor.

En los últimos días en que fui Manjarrés, ayer no más, tenía a ratos la sensación de que los otros me iban a echar encima sus automóviles cuando alguno de mis retornos nocturnos de beber café bajo las ceibas, y que a casa, a mi mujer e hijos, en “La Huerta del Alemán”, llevarían el cadáver feísimo de un “grande hombre incomprendido”. ¡Qué asco!

A este nuevo hombre que somos desde ahora, el busto dénselo en plata. Vendo la lápida también, por cincuenta.

Acaba de entrar un mulato y comenzó así: “Usted que es un pensador... Traigo este libro para que se suscriba...”, etc.

Si soy un pensador distinguido, interrumpíle, deme un peso... ¡No ve! Diciéndome eso, usted quiere coger mi dinero; y luego, usted sale y yo me quedo con “la gloria”. A mí, señor don pendejo, deme la gloria en plata.

El lector astuto verá tras estos sentimientos la vanidad cristiana del autor. A todos nos criaron en el sentimiento de ultramundos, “la gloria” y “la verdad”. ¿La humildad cristiana, por ejemplo? “El último será el primero”. Luego tenemos que se humillan para ser ensalzados, para despreciar en el Cielo a aquellos ante quienes se rebajaron en la Tierra.

Manjarrés está enterrado, pero se remueve en el hoyo. De ahí que, para rematarlo, haya sido preciso este epílogo tan largo. Yo, señores, no creo ya sino en la plata, la salud y el amor. No creo en astronomías. De hoy en adelante mi deleite será el ser don Tinoso; que si me apunto al cero, salga, y que mis candidatos sean los que van a ser electos; es decir, renuncio a filosofías y me hago profeta... de lo que vaya sucediendo.

Matar a Manjarrés, cuando habita en nosotros de nacimiento, es lo más difícil. Nietzsche y Marx, por ejemplo, dizque lo asesinaron: ¡Que mueran ya los predicadores de ultramundos!, gritaban, y ambos crearon ultramundos, el superhombre y cierta realidad... soñada.

¡No me hablen de contradicciones! Al segundo, ya era diferente del que parió mi madre, quien me hizo cabezón e infiel como la vida. ¿Soy acaso estacón de comino de alambrada de púas? ¿Soy por ventura habitación de ideólogos o de espíritus ciegos? Soy de carne y hueso; sufro las pasiones; padezco y reacciono; hoy río y mañana lloro. Estacón no, cagajón río abajo, sí.

Afortunadamente, los sufrimientos y el estudio de las vidas de los que están en “la gloria”, comiendo la comida hecha de paja, me fortalecieron el brazo para la puñalada en el corazón de Manjarrés. Ayer no más, una vieja sin rastros ya de halagos, llevó un cuadro a los yanquis, quienes le aplicaron sus máquinas y... ¡era un Rembrandt...! ¡Setecientos mil dólares! Y el viejo pintor murió de miseria, la enfermedad que duele mucho. ¡Vieja y yanquis hideputas! Hay que matar al Manjarrés, ¡oh jóvenes!

Sed tinosos: que el gallo que gane sea vuestro gallo. Lo demás es la vida de las sombras, vida en donde no hay ganas, en donde no hay dedos con qué tocar, paladar con qué gustar ni narices con qué oler.

Ahora, en vez de libros y de arte, daremos plata en mutuo, al tirón, como Marceliano. Venderé “La Huerta del Alemán”, y su precio, al uno y cuarto, intereses anticipados de un año, y decidme... ¿soy un pendejo? ¡Lo fui, lo fue el pobre maestro de escuela!

¿Y respecto de la honradez? Un pariente de mi mujer, comerciante que murió viejo y que se llamaba Macario, no pudo hallar el lindero preciso de la estafa y el comercio; murió en la duda de cuál de esas dos industrias había ejercido en su almacén. Es como los jesuitas y los Hermanos Cristianos, que cambian anualmente los textos para ejercer la industria de librería. ¿Roban o negocian? Es lo mismo, y désele el nombre que se le diere, ellos ejercen el dominio de la Tierra y del Cielo. “La bondad”, “la verdad”, “la honradez”, etc., son de libros, invenciones de los astutos; en la tierra de Adán y Eva no hay sino la causalidad, que es fría, inexorable.

Si lo único es la fría causalidad ¡pues llevemos siempre en el bolsillo los apuntes de cómo debemos obrar y reaccionar en cada caso! ¿Para qué somos el animal inteligente? Para que cada acto sea ejecutado con un propósito. La naturalidad es animal; esto en la vida y en el arte; lo humano es la inteligencia. De ahí que la escuela naturalista haya acabado con las buenas maneras y con las reglas, hundiendo al hombre nuevamente en la animalidad primitiva.

Decir lo que sentía y pensaba fue la inmunda práctica de Manjarrés. Eso lleva al nudismo y al vivir a la enemiga.

Decir lo que debo y ocultar mis perjudiciales sentimientos, es la norma del que asesinó a Manjarrés.

¡Denme el busto en plata!

¡Qué difícil convertirme en don Tinoso, gran lambón del presupuesto! Acabo de llegar del aeródromo de encontrar al candidato. Los jefes estaban borrachos y me miraron con desconfianza, como diciendo: ¿A qué viene Manjarrés? Resulta que arrastro el cadáver del maestro de escuela; éste no me abandona. ¡Lo escupiré, lo insultaré!

Los “jefes” corrían y se empujaban en brega sudorosa por colocarse en donde el candidato les viese. A mí no me vio; el cadáver de Manjarrés me paralizó en un rincón. Hice un esfuerzo y le compré a “uno” un escudo con el retrato del hombre que íbamos a recibir. ¿No te avergüenza ponerte eso en la solapa?, gritóme el cadáver, y no fui capaz...

Mi mujer: —¿Cómo te fue?

Yo: —No me vio, no pude hacer que me viera el candidato.

Soy ahora un enredo de incertidumbre; me pregunto: el que asesina al maestro de escuela, ¿quedará condenado a ser el cadáver del “grande hombre incomprendido”? ¿Será imposible abandonar su demonio interior?

Pero veo que no he logrado darle forma a mi estado de ánimo; ensayaré con otras imágenes, así:

Había un escriba en el Tribunal, treinta pesos de sueldo, casado hacía quince años y su mujer dizque era horra. Al fin aprendió y se dedicó a lambón; le ascendieron a sueldo de ochenta pesos y al año parió la vieja.

Y así, una vez en que vino una señora de Bogotá, horra también, dizque a beber agua de La Ayurá, que dicen que hace empreñar a las más duras, y a hacerle novena al Señor Caído de la Candelaria, que también dicen que preña, el escriba del Tribunal dijo: ¡La novena que se la haga al Señor Parado!

Quiere decir que todo lo que llaman milagros proviene de la energía vital, y que ésta es la adaptabilidad: salud, dinero y poder.

Los “genios” son siempre langarutos, pingofríos, consumidores de la insípida comida de los muertos: “la gloria”, “el Cielo”, etc. Las vitaminas cuestan dinero; el dinero lo tienen los poderosos; los poderosos protegen a los que se “adaptan”; luego... hay que asesinar al Manjarrés.

Argumentarán que los “genios” anuncian la realidad futura...

Anúncienla o no, llegará, y cuando llegare estaremos con ella. ¡Bonita profesión esa de profetas, que no comen del plato que está en la mesa porque olfatean el que preparan en la cocina, y que no prueban de éste, cuando llega, porque olfatean otro!; ¡y se imaginan que llega porque ellos lo anuncian! Son los Señores Caídos, castos, abstemios, meafríos.

Termino avisando que ha muerto definitivamente el maestro de escuela de Envigado. Todo lo que hace la gente colombiana lo hará el don Tinoso que soy; lo que hicieron don Bernardo y el de la Colombiana de Tabaco, lo haré mejor; todo, toda acción inmunda, menos... una que no diré porque me perjudicará y ya es hora de principiar el fácil camino.

Perdonad, señores. Sí la haré: cada vez son más apagadas las protestas que salen del hoyo donde yace el loco. ¿No pertenezco, por ventura, al pueblo más vil, al antioqueño? Si mi pueblo todo lo vende; si el oro le convierte en palacios las letrinas que habita, ¿por qué no podré...?

Requiescat in pace. Ahora sí estoy muerto.

Ex Fernando González

La Huerta del Alemán, Envigado, 12 de febrero de 1941.

— o o o —

El idiota
Aquel hombre alto, peludo, no propiamente desagradable sino carente de sex appeal, tendría por ahí cuarenta años; por lo menos estaba en esa edad en que el amor hay que pagarlo. ¿Qué iba pensando en esa mañana luminosa? Pensaba así:

Creo haber hallado en qué consiste lo que llaman suerte en la vida social de los hombres. Lo hallé porque hace días que el trasudor del tafilete del sombrero y ciertas camisas y zapatos que me sacan en casa, me fueron adobando el juicio. Sí; indudablemente que de hoy en adelante el rey será mi gallo, y que todo poder viene de Dios, y que no escribiré más contra los gobernantes, etc.

Este hombre, en esa edad, en esa cierta edad, en los cuarenta, bajo la sombra de un cedro joven del Parque de Bolívar, había creído descubrir en su interior que el suertudo es como la planta sembrada en su terreno propio, es decir, que el hombre se robustece, crece y domina en la sociedad cuando ella es apropiada a su modo de ser, y viceversa; que suertudo es lo mismo que hombre actual, o bien, boca de su tiempo. Decíase: he sido de malas; no he encontrado mi terreno en donde quede sembrado para ser útil, próspero y poderoso. He bregado, pero mis actos son como huevos de gallina beata, que no echan pollos. Desde esperma he sido inactual. Sólo me consuela el principio fundamental de la estética, de que todo es centro del universo; que al fin, al fin todos tenemos la misma importancia.

Y ese hombre de cierta edad se encontró conmigo después de esas meditaciones salidas del trasudor del tafilete del sombrero, y díjome: Voy donde el Gobernador a decirle que es buen mozo, que es el as de los buenos gobernantes; ¿no viste que el presbítero Enrique Uribe ya se lo dijo? Yo no volveré a escribir contra los gobernantes. El padre Enrique tiene razón: ¡El rey es mi gallo! Y Santo Tomás tiene razón: El poder viene de Dios.

Así es como la vida va adobando el juicio de los jóvenes. ¡Putísima es la vida!

Fin

Fernando Gonzalez Ochoa (Envigado, 1895-1964)