miércoles, 4 de abril de 2012

PABLO VI, EL PAPA DE LA RENOVACIÓN

David Alberto Campos Vargas, MD* 1. LA OBRA LITERARIA DE PABLO VI Giovanni Baptista Montini (1897-1978), más conocido como Papa Pablo VI, fue muy talentoso como intelectual y escritor. Su estilo literario impecable, directo y escueto (aunque no por ello exento de elegancia), muy apto para la reflexión política y la pastoral pragmática, hace sumamente interesantes sus encíclicas, cartas, discursos y documentos. Pablo VI se lee con gusto. No se trata de un teólogo encumbrado (como Benedicto XVI), ni de un estadista de hábil pluma (como Pío XII). Cuando uno se asoma a sus escritos, tiene la impresión de estar leyendo a un político demócrata cristiano, o a un pensador personalista o humanista-cristiano...de hecho, sus palabras tuvieron eco en estadistas europeos como Robert Schuman, Alcide de Gasperi y Aldo Moro (del que fue amigo personal), y en estadistas latinoamericanos como Radomiro Tomic, Eduardo Frei Montalva y Rafael Caldera. Tenía facilidad para la frase corta e impactante (podría uno decir, si el lector lo permite, de eslogan político). Su propio estilo directo le permitía contundencia y solidez. No era amigo de las florituras innecesarias, pero tampoco era ramplón. En sus textos nada sobra, y nada falta. En todos ellos destaca además el deseo de profundidad y condensación conceptual. Sus encíclicas son una buena muestra de literatura orientada a la praxis filosófica (el anhelo de Sócrates): lejos de perderse en ires y venires gnosológicos, o de caer en el lenguaje neoescolástico de varios prelados de su tiempo, Pablo VI supo escribir de manera intachable y comprensible: todo en ellas tiene la apariencia de ser aplicable, de tener un potencial uso aquí en la Tierra. No se trata de un Agustín de Hipona o un Juan Duns Escoto. No fue tan elevado. Pero ahí está su grandeza: al estilo del Maestro Eckhart, o de Tomás de Kempis, el buen Pablo VI le escribió al lector común y corriente, al ciudadano, al trabajador. Ojalá algún día se le valore como literato (cosa difícil, dada nuestra época, en la que los críticos literarios van descalificando de entrada al escritor devoto, y en la que la cantidad de reconocimientos pareciera ser directamente proporcional al grado de ateísmo del autor) en su justo término; cierto es que careció del don de lenguas de Eugenio Pacelli (Pío XII), del rigor filosófico de Joseph Ratzinger (Benedicto XVI) y de la vitalidad de Karol Wojtila (Juan Pablo II), pero su sencillez y univocidad lo ponen junto a su querido predecesor, Angelo Roncalli (Juan XXIII). Mal haría el mundo en olvidar a un pensador tan coherente y profundo, y a un estilista de calidad. Por le dejo al lector concienzudo la noble tarea de sumergirse en su obra. En especial sus encíclicas. Ojalá pueda darse el gusto de disfrutar con el ardor político y el tono justiciero y sutilmente socialista de la Populorum progressio (en la que abogó por la promoción de los países del Tercer Mundo y el derecho al desarrollo de los pueblos oprimidos por los imperialismos); de transformarse con la hermosa y pacifista Ecclesiam suam (pieza fundamental para quien desee profundizar en el ecumenismo y el diálogo interreligioso); de reflexionar serenamente con la Mysterium fidei; de acercarse a la figura de la Virgen y al culto mariano con la Mense maio; y de encontrar la paz para el mundo en la paz de Cristo con la sublime Christi Matri rosarii. 2. LA PERSONALIDAD DE PABLO VI Un dato importante del carácter de Pablo VI fue su capacidad de perdonar. En su ánimo nunca conservó el más mínimo sentimiento de rencor. Siempre estuvo, a lo largo de su vida, la reconciliación (con sus propios sacerdotes y obispos, con sus feligreses, y con todo tipo de personas, creyentes y no creyentes). Como gran conciliador, siempre estuvo abierto al diálogo. Su sello personal, como persona humana, fue una gran capacidad de escucha y una notable apertura a los diferentes puntos de vista de sus interlocutores (fueran obreros, habitantes de suburbios, cardenales, académicos o gobernantes). Como han señalado muchos de sus biógrafos, siempre escuchó con interés y aceptó con naturalidad los argumentos de los otros (así fueran rivales o detractores) si eran razonables. Este aperturismo fue clave en su papel de conductor del Concilio Vaticano II (1962-1965) y de reformador de la Iglesia. Le gustaba mucho la música, sobretodo la clásica. Tuvo una estrecha relación con su familia (en especial con su padre, Giorgio Montini, abogado, político y militante de la Acción Católica, amigo personal del Papa Benedicto XV); admiró profundamente a sus hermanos Francesco (doctor en medicina) y Ludovico (catedrático y político, miembro de la Democracia Cristiana, parlamentario durante varias legislaturas). Y amó inmensamente a su madre, Giuditta Alghisi, mujer y católica ejemplar. Fue un hombre de gran humildad, y aún más siendo Papa. Su religiosidad íntima y sobria siempre fue en contra de la fastuosidad histérica de otros jerarcas del catolicismo. Trató de ser, en cada circunstancia de su vida, un humilde servidor (y de todo tipo de personas, incluso las no creyentes o las pertenecientes a otras confesiones, pues tenía la lucidez y la grandeza suficientes como para reconocer que lo divino y sagrado que está en todos los seres humanos). No sólo trataba de realizar por sí mismo hasta los oficios más humildes, negándose a llevar una vida de monarca. Tenía gestos elocuentes: acabó con la corte pontificia; disolvió los cuerpos militares vaticanos; sentó el precedente (también imitado por Juan Pablo II) de postrarse y besar el suelo de todo lugar al que llegara; regaló su tiara y abandonó la pompa de los Papas que lo precedieron…el mundo aún tiene la imagen de cuando, en 1975, se postró de rodillas y besó los pies del metropolita Melitón. Fue un hombre de Dios, austero, devoto y coherente. Su estatura moral, aún no del todo comprendida (pues sus enemigos políticos dentro y fuera de la Iglesia, que nunca han sido pocos, se encargan aún de empañar su imagen), fue innegable: se mantuvo virtuoso, casto y bondadoso, en olor de santidad, pese a su función de hombre de mundo, de gobernante del Vaticano y de figura pública mundial. Igual que Juan Pablo I (“el Papa de la sonrisa”) destacó por su dulzura, su suavidad en el trato. Su ternura era inmensa, visible y genuina. Se tratara de enfermos, niños, reclusos, proletarios o amas de casa, siempre su delicadeza, su calor humano y su cariño significaron, para quienes tuvieron la fortuna del contacto directo con él, un momento de acogida y paz inmensa. Su deseo de hacer el bien le daba un especial coraje, una gran fortaleza pese a su complexión frágil y su cuerpo enfermizo. Igual que otros grandes de su tiempo (como Karl Jaspers), su naturaleza débil no fue obstáculo para que su fuerte y singular personalidad diera lo mejor de sí. De su visita a Colombia, por ejemplo, se tiene el recuerdo vivo de verlo caminando, por terrenos casi imposibles, con la determinación de un excursionista. Supo ser virtuoso de manera heroica. Resistió, hasta el último de sus días, pese a un penosísimo estado de salud y una ladina persecución de sus detractores al interior de la curia. Aunque él mismo quiso dimitir, varias veces, hacia el final de su pontificado (azuzado por su enfermedad y la fuerte crítica de un sector del catolicismo a sus encíclicas de corte progresista y socialista), prefirió seguir siendo el blanco de odios y recelos y no dar la impresión de un desencantado pontífice. E scogió ese calvario. Su renuncia le habría significado el quitarse un enorme peso de encima, pero habría dado mucho que hablar, habría permitido todo tipo de conjeturas amarillistas y habría sembrado división y desconcierto. Por eso, heroicamente, se mantuvo. Y, como todos los mártires, aceptó su destino. Incluso hoy, a más de tres décadas de su muerte, la causa de su beatificación se encuentra empantanada: aún subsisten (de hecho, han cobrado un enorme poder durante los papados de Juan Pablo II y Benedicto XVI) sectores de ultraderecha dentro de la Iglesia, que no quieren saber nada de él, ni de su legado. 3. LA DIMENSIÓN POLÍTICA DE PABLO VI Convencido de la necesidad de “un cristianismo auténtico, adecuado al momento actual”, Pablo VI se volcó a encontrar los mecanismos por los cuales los seres humanos de la segunda mitad del siglo XX pudiéramos afrontar las exigencias de la vida actual viviendo, al mismo tiempo, como cristianos genuinos. Quería, ante todo (como en sus tiempos de profesor en la Fundación Universitaria Católica Italiana) formar buenos ciudadanos y auténticos cristianos. Y eso, así no le gustara, implicaba hacer política de alta envergadura. Así que, con determinación, se permitió desarrollar esa faceta. Consciente del proceso de industrialización que vivía el mundo de su tiempo, se lanzó a juntar lo pastoral y lo gremial. Quiero citar sus propias palabras: “Pondré todo el cuidado en colaborar para que, en lugar de en campo de lucha, el trabajo se convierta en terreno de encuentros humanos sinceros y pacíficos, orientados a la colaboración auténtica entre las clases y al incremento del bien común; y de ofrecer, allí donde aún existiese sufrimiento, o injusticia, o aspiración legítima de mejoras sociales, una defensa franca y solidaria”. Sus preferencias evangelizadoras son elocuentes: los pobres, los “necesitados de consuelo y ayuda” (enfermos, desempleados, proletarios), los alejados (“alejados porque están inmersos en sus negocios y tienen descuidado el gran negocio de la eterna salvación”, en palabras de Pablo VI, a quienes arengó: “¡venid!, los brazos de Cristo permanecen abiertos para vosotros”). Jamás rehuyó encuentros con personajes de la cultura, la economía o la política mundial. Siempre dialogó con ellos con la actitud de quien estaba en disposición de aprender. Convencido de que la regeneración de la Iglesia debía “poner la Salvación al alcance de todos”, se entrevistó con figuras como John Fitzgerald Kennedy, Andrei Gromyko, Charles De Gaulle, Konrad Adenauer, Nicolai Podgorny, Georges Pompidou, Aldo Moro, Joao Goulart…hubo quienes jamás lo quisieron recibir, como el tirano español Francisco Franco (de un catolicismo retrógrado y ultramontano, y obviamente crítico de la labor progresista de Pablo VI). Llevó a cuestas su cargo con aplomo y realismo. Como alguna vez le dijo al obispo Loris Francesco Capovilla: “Si he aceptado este peso es porque estoy convencido de que se debe llevar a cabo la obra del Papa Juan XXIII”. Creyó que la paz mundial era posible, y nunca desfalleció en su búsqueda. Dijo alguna vez: “La esperanza es mi guía, la oración es mi fuerza, la caridad es mi método”. Entendía al cristianismo como tolerancia, amistad y cooperación internacional. “Debemos amar a todos”, insistía una y otra vez. En el Congreso Eucarístico Internacional de Bombay (1964) declaró con firmeza que quería “gritar mi saludo evangélico a los inmensos horizontes humanos que los nuevos tiempos abren”. En otra ocasión señaló: “Si solamente pudiéramos decir Padre Nuestro y saber lo que esto significa, entonces podríamos entender la fe cristiana”. Y comprendía al Evangelio como mandato de ayuda y solidaridad con los pobres y menesterosos: “Quiero que la Iglesia sienta verdadera ansia de actos de amor para con los pobres, los desheredados, los que carecen incluso del pan de cada día”. Cada vez que se dirigió, en calidad de soberano de la Ciudad del Vaticano, a otros Estados, lo hizo invitándolos al perdón, la reconciliación y al trabajo mancomunado por la paz mundial. Pronunció calurosos discursos a favor “del entendimiento leal entre los pueblos”. Cuando asistió en 1965 a la sede de las Naciones Unidas (con motivo del vigésimo aniversario de su fundación), recordó a sus miembros las palabras de John Kennedy (asesinado dos años antes): “La humanidad debe poner término a la guerra, o la guerra acabará con la humanidad”. Y añadió: “La vida del hombre es sagrada. Nadie está autorizado para atentar contra ella”. En un arrebato de emoción, Pablo VI terminó gritando: “¡Os corresponde a vosotros la tarea de hacer que el pan sea suficientemente abundante en la mesa de la humanidad!”. Fue tajante en pedir al presidente Johnson el fin de los bombardeos en Vietnam. Pidió también a la Unión Soviética que no sofocase a los países más débiles de su área de influencia. Y a estadounidenses y soviéticos los llamó a proteger la paz y la cooperación en el orbe. 4. PABLO VI COMO FUNCIONARIO DE LA IGLESIA Testigo de los esfuerzos pacificadores de Benedicto XV, de la severidad y espíritu de lucha de Pío XI, fiel colaborador y testigo de las dificultades y maniobras (muchas bienintencionadas, aunque aún criticadas) de Pío XII (a quien le redactó algunos de sus mejores discursos) y continuador ferviente del legado modernizador de Juan XIII, Pablo VI fue (aunque nunca se sintió a gusto siéndolo) un burócrata excelente. Aunque al inicio (en sus primeros años de diplomático de la Iglesia, cuando sólo era un “adjunto”, sin cargo fijo) intentó pasar por el mundo con la máxima discreción, pronto su inteligencia y sensibilidad le fueron mostrando a sus superiores que era un hombre especialmente dotado. Unía a su delicada salud un temperamento muy activo, y una notable inclinación a los estudios. Ya se había ordenado sacerdote cuando su obispo (monseñor Giacinto Gaglia), conocedor de las capacidades intelectuales del entonces joven Juan Bautista Montini, le encargó continuar estudios en el Seminario Lombardo de Roma, Filosofía en la Universidad Gregoriana y Letras en la Universidad de La Sapiencia; en 1921, el Secretario de Estado de Benedicto XV, Pietro Gasparri, y su sustituto, Giancarlo Pizzardo, le hicieron caso a una sugerencia del padre Longinotti y contactaron al prometedor sacerdote. Quedaron bien impresionados con el joven Montini y le hicieron trocar el Seminario Lombardo por la Academia Eclesiástica, para que cursase Derecho Canónico y se preparara como diplomático de la Iglesia. Tras la muerte de Benedicto XV (cuyo funeral, según el mismo Montini, fue “celebrado a puerta cerrada en San Pedro con solemnidad regia pero escasamente cálida de lágrimas y oraciones”) y la elección de Pío XI (el ex arzobispo de Milán, Achille Ratti), fue enviado a Polonia como agregado. Nunca pudo con el polaco. Sin embargo, realizó, en unas “vacaciones culturales” en París, estudios de lengua y literatura francesa. También fue profesor en la FUCI (Federación Universitaria Católica Italiana), a partir de 1931. La labor docente le encantaba, y sus estudiantes (entre los que estaba Aldo Moro, futuro líder demócrata-cristiano y Presidente de Italia) pronto le tomaron aprecio. Dictaba Historia de la Diplomacia. Sus sobresalientes cualidades (su capacidad de escuchar a los demás, comprenderlos, compartir sus sufrimientos y apreciar su lado bueno), su rectitud moral y sinceridad de conciencia, le granjearon el cariño de los universitarios. Dio un bello ejemplo a sus jóvenes “fucinos” liderando misiones de caridad, educándolos en el amor a los pobres como verdadero amor de Cristo, realizando recaudaciones y aun dejando buena parte de su escaso sueldo para ayudar a familias humildes de Roma. Pero las intrigas de algunos miembros retrógrados de la curia, que desconfiaban de sus métodos y su ecumenismo, terminaron por cerrarle las puertas de la FUCI en 1939. Continuó como Secretario de Estado sustituto de Pío XII, puesto en el que ganó experiencia pero estuvo sometido a un estrés enorme, que minó aún más su salud. A Montini no le gustaba ser funcionario de la Iglesia, le fastidiaba el papeleo y el protocolo, y muchas veces, en su fuero interno, no estuvo de acuerdo con las decisiones de su pontífice y jefe directo, pero se mantuvo firme. A Pío XII le encantaba la eficiencia de su responsable sustituto, pero recelaba algo de él (varios testimonios afirman que intuía que su asistente llegaría a ser Papa). Montini, en calidad de Secretario de Estado sustituto, vivió en carne propia los afanes del atareado Pío XII: su difícil doble juego diplomático entre el Eje y los Aliados, su enérgico llamado a la paz y sus esfuerzos por detener la carnicería de la Segunda Guerra, sus contradicciones (nunca condenó públicamente el Holocausto judío para no atraerse la enemistad de Alemania, pero también consiguió visas y pasaportes para miles de judíos, sobretodo hacia Sur América; acogió por igual, en la propia Ciudad del Vaticano, a soldados y ciudadanos de ambos bandos; ordenó a sus nuncios y delegados en Europa dar refugio y protección a ciudadanos judíos, pero abstenerse de hablar en público en contra de los nazis; hizo contactos con embajadores y diplomáticos de ambas partes en contienda; señaló que el antisemitismo y las deportaciones masivas de judíos eran anticristianas, pero mantuvo relaciones diplomáticas con el gobierno títere de Vichy, con el III Reich –con el que se había firmado un Concordato- y con la Italia de Mussolini), su pretendida “neutralidad”. Ya convertido en Papa Pablo VI, a Montini le dolieron enormemente las críticas, que consideraba calumniosas, contra Eugenio Pacelli (Pío XII). Sin duda había visto, al interior del Vaticano, la eficiencia con la que Pío XII había arreglado documentos (visados, certificados de bautismo, pasaportes) para poder sacar de Europa y librar de los campos de concentración a comunidades enteras de judíos y cristianos anti-totalitaristas; había visto cómo Pío XII había nombrado académicos judíos (privados de sus cátedras por el régimen fascista italiano) en las universidades pontificias; había compartido con él desvelos y desilusiones. Pero tampoco recordó con nostalgia aquellas horas desesperadas. Y nunca tuvo claro (o nunca lo quiso decir de manera pública) el porqué Pío XII “premió su fidelidad” sacándolo de la Cancillería y del Vaticano en 1954. Para el momento de su salida, Montini a había fundado la Comisión Pontificia de Asistencia (que brindaba a italianos y refugiados ayuda alimentaria y de vivienda) y había creado una oficina de información para prisioneros de guerra y refugiados, había sido la mano derecha de Pío XII en los momentos más aciagos de la Humanidad. Ahora, a mediados de la década de 1950, Pío XII, aunque lo había admirado inmensamente, también lo había alejado del círculo de poder de la Santa Sede… sin los afanes de la Segunda Guerra, el Papa Pacelli se dedicaba a escribir encíclicas en las que opinaba de todo (Darwinismo, ascensión de María, infalibilidad papal, experimentación médica, anticoncepción, cooperación mundial, etc) y escuchaba ya, paciente y resignado, los primeros veredictos de los historiadores sobre su doble juego con los Aliados y el Eje. En ese estado de cosas, Montini fue nombrado arzobispo de Milán y secretario del Episcopado de Italia. Se propuso, entonces, realizar una labor pastoral completa (que incluyó un acercamiento a los asalariados y obreros de su arquidiócesis, reuniones con gremios y sindicatos, diálogos –en los que no siempre recibió palabras dulces- con universitarios ateos y líderes comunistas). Le apostó al aperturismo y al progresismo, a la “puesta en marcha”, al trabajo duro. Disciplinado y cumplidor, monseñor Giovanni Montini fue un arzobispo ejemplar. Usó todo su vigor para fundar templos, realizar una incansable labor pastoral, pulirse en oratoria sacra y “acercarse al mundo real”, compartiendo con familias y ciudadanos corrientes, evangelizando aún en las fábricas de Milán, llevando una vida cristiana en todo el sentido de la palabra. Vivió, pese a ser arzobispo, en condiciones bien modestas. Todas sus pertenencias cabían en una maleta, que además era prestada (pertenecía a su hermano Francisco). Sólo gastó dinero en libros, y en obras de caridad. Todo con una mezcla de fe en Dios y en sí mismo, coraje, entrega y sacrificio. En 1958 el Papa Juan XXIII lo elevó al cardenalato. El carismático e inteligente pontífice sabía que el arzobispo Montini podría “volver al círculo Vaticano” por esta vía; ávido como estaba de colaboradores progresistas y comprometidos con el cambio, bien le convenía acercarlo de nuevo. Poco tiempo después (1959), embarcado ya en su obra magna (el Concilio Vaticano II), Juan XIII fue devolviéndole lumbre a Montini. Claro que hubo otros grandes protagonistas en el Concilio: desde el sector progresista, los cardenales Josef Frings y Raúl Silva Henríquez, los teólogos Hans Küng, Karl Rahner, Henri de Lubac, Yves Congar y Joseph Ratzinger (quien luego se pasaría al sector conservador de la Iglesia, y gobernaría como Benedicto XVI), los obispos latinoamericanos abanderados de la Teología de la Liberación, el cardenal Giacomo Lercaro; desde los moderados, Karol Wojtila (futuro Juan Pablo II) y los cardenales Leo Josef Suenens y Achille Lienart; la tradición y el conservadurismo estuvieron liderados por el cardenal Alfredo Ottaviani y el arzobispo Marcel Lefebvre. Giovanni Baptista Montini se ubicó del lado de la centro-izquierda (“progresistas moderados”), junto a otro hombre conciliador y abierto al diálogo, el cardenal Franz König. Con la muerte de Juan XXIII (1963), la elección del nuevo Papa recayó en el cardenal Montini, que desde el inicio contó con el apoyo de buena parte del clero estadounidense (el cardenal Richard James Cushing propuso su nombre de entrada en el cónclave) y de los progresistas. Y el cardenal Montini, como Papa Pablo VI, no los defraudó. El mismo 21 de septiembre anunció: “Se requerirán algunas reformas que serán ponderadas y tendrán en cuenta venerables tradiciones junto con las necesidades de los tiempos. Reformas que han de ser funcionales y provechosas. No estarán guiadas por otro objetivo que el de desprenderse de lo caduco y superfluo y sustituirlo por lo vital y provechoso para un funcionamiento más eficaz y adecuado”. 5. PABLO VI COMO SUMO PONTÍFICE Eligió desde el primer momento un nombre que llevaba implícito el alcance de su pontificado: Pablo, el apóstol de los gentiles. Pablo VI haría todo lo posible para poner al día a la Iglesia (el objetivo que vislumbró el visionario Juan XXIII); cambiando las observancias no esenciales, modificando el rito, modernizando el aparato burocrático y la estructura misma de la institución que comandaba. Sabía que ganaba con ello, además de admiradores, severos críticos. Lo asumió todo con absoluta entereza. Quiso, igual que el apóstol Pablo, difundir su mensaje evangelizador. Por eso visitó los cinco continentes. Siguió (como en todo) a Juan XXIII, el “precursor” de los viajes papales (aunque sólo salió de Roma, en tren, hacia Loreto y Asís) y se convirtió en un apóstol incansable, tenaz viajero, a la hora de dar a conocer el Evangelio: de este modo, pasó por naciones tan disímiles Jordania, Israel, Palestina, India, Estados Unidos, Portugal, Turquía, Colombia, Suiza, Uganda, Irán, Pakistán, Islas Filipinas, Islas Samoa, Australia, Indonesia, Hong Kong y Sri Lanka. El gran Juan Pablo II (“el Papa viajero”) tomaría buena nota de su ejemplo y dimensionaría el enorme alcance, no sólo pastoral, sino también político, de ser un pontífice internacional. Tenía un gran sentido de responsabilidad eclesial. Sabía que con él la Iglesia Católica (y el mundo entero) estaban despidiéndose del pasado y afrontando la Posmodernidad en pleno. Por eso se esforzó en cumplir su papel de pontífice con todo el decoro y la seriedad del caso, abriéndose al cambio pero también conservando lo bueno de la tradición. Algunos han querido ver, en esta delicada tarea (recorrer la tenue línea entre lo nuevo y lo viejo, tomando lo mejor de las dos partes) que le exigió sin duda el uso de toda experiencia diplomática, algo de indecisión. Yo, en lo personal, creo que más que un paso vacilante, fue una apuesta al eclecticismo. Supo ver, a tiempo, la necesidad de abrir nuevos horizontes a la labor evangelizadora de la Iglesia. Entendió, como su predecesor (el querido Papa Juan XXIII) que si no se modificaba la Iglesia como institución, quedaría completamente descontextualizada en la vertiginosa y cambiante segunda mitad del siglo XX. Por eso se lanzó a transformarla, convirtiéndose en el menos clerical de los Papas modernos. Había conocido varios Papas, había sido testigo de sus luces y sus sombras. De Benedicto XV había visto su llamado a la paz y su intento de impedir la Primera Guerra Mundial, así como su rechazo de parte de Alemania (de mayoría protestante, y que consideró la iniciativa pontificia de paz como un acto insultante) y Francia (que la trató de “anti-francesa”), y sus esfuerzos por aminorar el desastre, sobretodo realizando labores humanitarias. De Pío XI una decidida lucha para fortalecer el cristianismo en todo el orbe (escandalizado como estaba por el asesinato y la persecución de sacerdotes en México, España y Rusia). De Juan XXIII tomó la batuta, en todo el sentido de la palabra. Pero acaso del que más aprendió, como asistente personal y confidente, fue de Pío XII (el controvertido Eugenio Pacelli, que había sido Secretario de Estado de Pío XI y prefirió seguir siendo su propio Secretario de Estado durante su pontificado). Mucho se ha dicho de la relación de ambos. He de decir que no fue tan distante como han querido ver algunos, ni tan cercana como otros quieren hacer creer. Entendió que el catolicismo no podía seguir jugando a aislarse de la realidad del mundo; que tenía que volverse dinámico y tenía que orientarse simultáneamente hacia la reforma del mundo y su propia reforma. Por eso de dedicó a concretar los planes reformadores de Juan XXIII. Así, Pablo VI (en palabras de Giancarlo Zizola “el más laico de los Papas”) no dudó en abolir el cardenalato vitalicio, en exigir el retiro de obispos al llegar a su ancianidad, en ubicar en los puestos jerárquicos de la Iglesia a los más progresistas y los más comprometidos con el aire modernizador del Concilio Vaticano II. Se erigió en “el Papa del diálogo”, y se lanzó de lleno al ecumenismo, acercándose a la Iglesia Ortodoxa, a la Iglesia Anglicana y a las Iglesias protestantes de Europa Central. Mantuvo, en todo momento, un respeto exquisito hacia sus interlocutores. Estaba convencido de que era posible la renovación de la fe cristiana dentro de un nuevo marco de colaboración y tolerancia. Deseoso de acabar con el pasado (en buena medida infame) de la Iglesia Católica, suprimió la antigua excomunión hacia los cristianos ortodoxos y no tardó en abolir, durante su pontificado, la costumbre de las excomuniones. También acabó con el Tribunal del Santo Oficio (o de la Inquisición) y, (labor que completaría Juan Pablo II), empezó a enmendar los errores de exceso de autoridad, anticientifismo y fanatismo que habían aquejado a la Iglesia desde la Alta Edad Media. Tuvo ideas muy claras. Se dedicó a reclutar para la curia romana a miembros “con una más extensa visión supranacional”, e instó a que la educación impartida en los seminarios tuviera “una más atenta preparación ecuménica”. En cada entrevista, en cada discurso, Pablo VI invitó a “no aferrarse a prerrogativas de otros tiempos”. Quiso una renovación completa de la Iglesia, que le permitiera tender un puente hacia el mundo contemporáneo. A los “hermanos separados” (los cristianos no católicos) les dirigió siempre palabras amables, conciliadoras y de extraordinaria lucidez, como: “Volver con el pensamiento al pasado conllevaría la amenaza de perdernos en los meandros de la historia, con el riesgo de que se reabrirían heridas aún no del todo cicatrizadas. Por lo que me atañe, considero mejor no volver la mirada hacia el pasado sino hacia el presente y, sobre todo, hacia el porvenir. Prefiero fijar la atención no en lo que ha sido, sino en lo que debe ser”. En su encíclica Ecclesiam suam, Pablo VI escribió: “Tres pensamientos agitan mi ánimo: a) que la Iglesia debe profundizar en la conciencia de sí misma; b) se debe cotejar la imagen ideal de la Iglesia como la vio Cristo con su imagen real, como hoy se presenta; c) se debe reflexionar sobre las relaciones que la Iglesia debe establecer con el mundo que la rodea y en el que vive y trabaja…tendré siempre presente, como orientación pragmática, la palabra que hizo famoso a mi predecesor Juan XXIII: aggiornamiento…la Iglesia debe entablar diálogo con el mundo en el que vive…el diálogo debe caracterizar nuestra tarea apostólica…antes aún que para convertirlo, pero incluso para convertirlo, hay que acercarse al mundo y dirigirle la palabra…”. Sus años finales al mando de la Iglesia fueron un verdadero suplicio. Enfrentado a un creciente número de críticos, aquejado por la enfermedad y siempre pensando en la posibilidad de renunciar, intentó sin embargo concretar sus preocupaciones ecuménicas y asegurar una Iglesia renovada que no volviera a estancarse después de su muerte. Sustituyó al retrógrado Ottaviani por el cardenal yugoslavo Franjo Seper en la dirección de la Congregación para la Doctrina de la Fe, y nombró su secretario al escritor y profesor belga Charles Möller (autor de Literatura del siglo XX y cristianismo). Puso al cardenal francés Gabriel-Marie Garrone, aperturista y ecuménico, al frente de la Congregación para la Enseñanza Católica, y a su fiel arzobispo de Lyon, Jean Villot, al frente de la Secretaría del Estado Vaticano. Llevó a la curia a clérigos innovadores de distintas nacionalidades. Le llovieron más críticas de parte de los conservadores del clero italiano, acostumbrado por siglos a tener el monopolio de los puestos jerárquicos de la Iglesia. Con la ayuda de otro leal colaborador, Agostino Casaroli, logró distensionar la situación entre la Iglesia y los gobiernos comunistas de Hungría, Checoslovaquia (donde consiguió la liberación de monseñor Josef Beran, opositor al régimen), Yugoslavia y Polonia. En España y Latinoamérica se dio a la difícil tarea de renovar sus Episcopados, poniendo al mando de las diócesis y arquidiócesis a hombres de sensibilidad social, compromiso con las clases desfavorecidas y denotado espíritu revolucionario. Le faltaba otro dardo en el corazón: su querido ex alumno y amigo personal, el político demócrata-cristiano Aldo Moro, fue secuestrado por las Brigadas Rojas. El mundo se conmovió al ver al Papa anciano, frágil y suplicante, rogándoles a los terroristas la liberación del ex presidente italiano. No tuvo mucho efecto. El cadáver de Moro apareció pocos días después. Pablo VI, visiblemente afectado, presidió su funeral. Vivió los días finales de su pontificado en silencio y austeridad. El 6 de agosto de 1978, en Castelgandolfo, falleció. Fue, sin lugar a dudas, un espíritu complejo y sensible, difícil de captar. *David Alberto Campos Vargas (Colombia, 1982). Médico y cirujano, especialista en Psiquiatría, diplomado en Neuropsicología y Neuropsiquiatría, estudiante de Filosofía.

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