miércoles, 28 de marzo de 2012

Tires y aflojes de la Iglesia en Latinoamérica

Por David Alberto Campos Vargas

En América Latina hubo una población amerindia con una historia propia, antes de la llegada de Colón (1492). Se puede hablar de una primera etapa de cazadores-recolectores (11000 a.C.) en la que primó la mentalidad mágica, el chamanismo, el animismo y el culto a deidades animales; una segunda etapa de culturas de agricultores y ceramistas (2300 a.C.) en la que se percibe un marcado culto a la fecundidad, con estatuillas femeninas alusivas a la fertilidad y veneración a la Pacha Mama, uso de psicotrópicos y chamanismo; una tercera etapa con el surgimiento de culturas templares (300-0 a.C.) en la que ya existen templos piramidales, corredores funerarios, sepulturas múltiples (se creía en una vida posterior a la muerte y se sacrificaban personas que “acompañarían al difunto en su viaje”) y se añade el culto al fuego, a ciertos animales (águila, jaguar, serpiente) y a la Cocha Mama (el agua); la cuarta etapa, interrumpida violentamente por la Conquista, fue la de las altas culturas estatales americanas (0-1532 d.C.), entre las que destacan los mayas (con un gobierno sacerdotal y culto ritual estricto, politeísmo y ayunos y sacrificios –inclusive humanos- para agradar a sus múltiples deidades), los aztecas (que creían en una divinidad suprema que habría dado origen al hombre y al mundo, en la muerte como transformación y semilla de nueva vida y en los sacrificios humanos como “acción de gracias”) y los incas (con un sistema ritual organizado, una jerarquía religiosa y grandes construcciones templares, y una religión egocéntrica que consideraba a Cuzco “el ombligo del mundo”).

La colonización española fue de la mano con la evangelización: el cristianismo fue usado por los colonos como un instrumento para la expansión hispánica. Buscando afianzar su dominio territorial y económico, España y Portugal le apostaron también al dominio religioso sobre los nativos. El rey, con el pretexto de “ganar naciones para la Iglesia”, logró la aprobación del Vaticano para su política colonialista y aniquiladora de las culturas americanas precolombinas.

La “unificación en la cristiandad” permitió entonces a los reyes ibéricos homogeneizar territorial, jurídica, política y operativamente al Nuevo Mundo. E imponer su cultura por la cruz y la espada. El Papa Alejandro VI, a través de las bulas alejandrinas, quiso intercambiar favores con las monarquías española y portuguesa: a cambio del sometimiento y la conquista a nuestros pueblos, las coronas ibéricas debían impulsar la acción misionera, y exigir a los americanos el acatamiento de la fe cristiana. Con lo que no contó Alejandro VI fue con la ambición desmedida de dichos monarcas, que hicieron del “acatamiento al cristianismo” un “acatamiento al Rey”.

La primera etapa de la Iglesia en América Latina (la colonial) estuvo marcada entonces por la alianza entre Iglesia y Estados ibéricos, con lo cual el catolicismo fue puesto al servicio de la hegemonía del poder conquistador. En esta etapa de dominio español y lusitano, la exclusividad católica fue la constante. El colonialismo permitió el auge económico de España y Portugal, el mercantilismo y el ascenso de la burguesía europea.

En contra de los abusos y la acción destructora de los conquistadores se alzó la voz de Antonio de Montesinos (que predicó en contra de la opresión del indígena), Bartolomé de las Casas (quien propuso un plan de colonización pacífica que implicaba que los pueblos nativos fueran libres) y Francisco Victoria (quien estableció que la propagación de la fe cristiana no justificaba la conquista y criticó la evangelización a cualquier precio), entre otros religiosos y catedráticos (entre los que hay que destacar a los miembros de la Universidad de Salamanca), que llevaron al rey Carlos V a convocar la Junta de Valladolid y promulgar las Nuevas Leyes de Indias (1542). Pero, de todas maneras, continuó la simbiosis de fe y política en las colonias americanas. España y Portugal siguieron usando las bulas alejandrinas y el Patronato Regio como una “justificación canónica” para ejercer su dominio y poco a poco fueron desplazando al mismo Papa de la supremacía espiritual sobre nuestros pueblos, afirmando ya en el siglo XVI que el Rey tenía la autoridad divina sobre los pueblos conquistados y ejerciendo el poder secular tanto como el espiritual.
La Iglesia en Latinoamérica fue controlada hábilmente por la Corona española, pues todas sus diócesis (Santo Domingo, Concepción, San Juan de Puerto Rico) eran dependientes de la diócesis de Sevilla. Así, la Iglesia de América orbitaba alrededor de España; dicha dependencia (que aseguraba la lealtad al Rey y mantenía la injusta estructura colonialista) fue atacada por la Propaganda Fide, la Compañía de Jesús y algunos clérigos, que se opusieron a la intervención del Rey y el Virrey en los asuntos religiosos.

Poco a poco se fue dando la criollización del clero. ¿En qué consistió ésta? Al inicio, todos los clérigos eran españoles. Luego se incorporaron al clero los criollos. Y luego, pese a la oposición del Rey, se empezó a preparar a los nativos, para el sacerdocio, en seminarios conciliares. Aparecieron colegios de caciques, como el Colegio de Santiago de Tlatelolco (inaugurado en 1536), a cargo de los franciscanos, donde se dictaba filosofía, teología y latín en náhuatl (la lengua de los nativos centroamericanos). Franciscanos y dominicos fueron los primeros en aceptar nativos en sus órdenes.

En los Concilios Regionales (1555-1585) hubo apertura y aceptación de los nuevos sacerdotes mestizos y nativos. El rey de España, Felipe II, se opuso mediante un voto regio en 1578, pero dicho voto no fue acatado. Algunos clérigos aborígenes (Francisco de Siles, Juan de Merlo) y mestizos (Lucas Fernández de Piedrahita, José de Moctezuma, Francisco Javier de Luna, Pedro Agustín Morel) incluso llegaron a ser obispos. El Papa Gregorio XIII dio el aval para ello, considerando que el clero mestizo y nativo aventajaba al español dado su conocimiento de las lenguas amerindias (lo que, teóricamente, facilitaba la evangelización).

Dentro de esta teocracia expansiva y militar, las monarquías y sus funcionarios (virreyes, conquistadores y ¡obispos! Nombrados directamente por el Rey y comprometidos a serle fieles al Rey, y no al Papa), so pretexto de hacer participar a los nativos “de los beneficios del Evangelio” continuaron la expoliación y el sometimiento de los nativos, además de incorporar a sus brutales prácticas el esclavismo y el comercio de personas (con africanos traídos a América para las faenas más duras). Ya en el siglo XVII se había pasado del Patronato Regio al Vicariato Regio, por el cual los reyes ibéricos se creían “vicarios del Papa y de Cristo para América” y definitivamente excluyeron al Papado de la dirección de la Iglesia en América, además de exigir a obispos y cardenales juramento de obediencia a ellos (cosa que no sucedió ni en África ni en Asia).

En el siglo XVIII se pasó del Vicariato Regio al Regalismo, nueva versión del cesaropapismo por la cual el Rey ya se consideraba dueño de la Iglesia en América, y completamente independiente de la Santa Sede. Ya estaban las dinastías Borbón (España) y Braganza (Portugal) instaladas, y los derechos del Estado (es decir, de los monarcas) jurídicamente primaron sobre los derechos de la Iglesia, con pleno respaldo de los obispos. Hubo, como era de esperarse, fricciones entre la Iglesia episcopal y la Iglesia misionera (no tan dócil a los reyes).

Ya bien entrados en el siglo XVIII las órdenes misioneras (franciscanos, mercedarios, dominicos, agustinos, trinitarios) continuaron siendo la “punta de lanza” del proceso evangelizador y casi todo el continente estuvo cristianizado (aunque en muchos lugares se dieron interesantes sincretismos religiosos, fruto del contacto entre la fe católica, las creencias de los nativos y las cosmovisiones de los africanos traídos a América). El ambiente colonial era religioso, en tanto que la vida misma giraba en torno a la Iglesia. Sin embargo, humanistas y estudiosos criollos educados en Europa empezaron a incorporar elementos de la Ilustración, del Enciclopedismo y del libre pensamiento.

Los primeros movimientos emancipadores, como la Rebelión de los Comuneros (1781) comandada por José Antonio Galán en Nueva Granada (actual Colombia), o la revuelta liderada por José Gabriel Condorcanqui (Túpac Amaru) en el actual Perú, aunque aplastados sangrientamente fueron inspiración para la siguiente generación de opositores al régimen, de la cual saldrían los precursores (Francisco de Miranda, Antonio Nariño) y libertadores de América (Simón Bolívar, José de San Martín, Bernardo O´Higgins). El Vaticano tuvo una actitud negativa frente a la emancipación de los pueblos de América (1819-1826); los Papas Pío VII y León XII la condenaron y exigieron obediencia al soberano español. En general, los altos jerarcas de la Iglesia se opusieron a los ejércitos libertadores, aunque varios miembros del clero raso y las órdenes religiosas tomaron partido contrario.

La decadencia borbónica, la Revolución Francesa y el ascenso de Napoleón (que invadió la península ibérica y destituyó al Rey de España en 1807), el nuevo orden político trazado por Bolívar (quien, además de libertador, se constituyó en el principal modelador de los pueblos de Latinoamérica, con sus cartas, constituciones y protagonismo internacional) y el descenso en el número de misioneros trazaron la fisonomía de la primera mitad del siglo XIX. Nació aquí la segunda gran etapa en la Historia de la Iglesia en América Latina: la neocolonial.

El neocolonialismo consistió en separarse de la órbita mercantil y comercial española, para caer en la inglesa. Así, el nuevo dominio fue británico, y los nuevos gobiernos (las élites criollas que se encargaron, ellas mismas, de ir relegando y expulsando a sus antiguos caudillos –los libertadores- y de ir expandiendo su poder latifundista) terminaron de afianzar dicha dependencia solicitando préstamos a Inglaterra. Como los nuevos gobernantes quisieron darle la espalda al pasado español de sus países (y ese pasado, inevitablemente, estaba unido a la Iglesia), el catolicismo se debilitó enormemente. Se clausuraron seminarios, se expulsó a varias comunidades religiosas y se dictaron decretos desamortizadores.

Asimismo, una lenta y creciente afirmación de otras confesiones (sobretodo del protestantismo anglosajón), la ruptura de las relaciones Iglesia-Estado en los países de Latinoamérica (1850-1930) y la desconexión parroquial generalizada hicieron que la Iglesia Católica quedara relegada a nivel social y político. También contribuyeron las nuevas constituciones y legislaciones, de clara ideología liberal.
Como un intento de paliar esta situación, y ante el creciente ascenso del marxismo-leninismo, del ateísmo y del modelos socialista y comunista, aparecieron los movimientos de Acción Católica, en los que el laicado adquiere protagonismo dentro de la Iglesia y la lucha social se convierte en un elemento pastoral.

Llegó después la etapa de la consolidación del dominio del Norte sobre el Sur, con una hegemonía norteamericana (ya no británica, pues Inglaterra se había debilitado enormemente en los dos conflictos bélicos mundiales y con las transformaciones sociales y procesos de liberación en sus antiguas colonias y zonas de influencia). Surgió la Teología de la Liberación, que vio en Jesucristo al revolucionario, al liberador de todo tipo de injusticias, y en el Evangelio una exigencia de lucha por los excluidos, oprimidos y desfavorecidos.

De otro lado, el Concilio Vaticano II realizado por los pontífices Juan XXIII y Pablo VI impulsó nuevos aires al interior de la Iglesia, permitiendo cierto aperturismo y progresismo (aunque con el recelo de las alas más tradicionalistas de la curia). Asimismo las Conferencias Generales del Episcopado Latinoamericano, en especial la de Medellín (1968), instaron a la Iglesia a una actitud más comprometida y solidaria con los pobres, y con los movimientos liberadores del imperialismo estadounidense. Desde ese entonces, la Iglesia ha basculado entre el tradicionalismo (que se apoderó del Vaticano con Juan Pablo II y Benedicto XVI) y la liberación, entre el apoyo al poder establecido y el alineamiento con fuerzas revolucionarias (incluso subversivas), entre el acatamiento y la rebeldía a la autoridad eclesial de Roma.

*Médico psiquiatra, escritor, historiador, estudiante de Filosofía

martes, 27 de marzo de 2012

Siete Héroes de la Iglesia Latinoamericana

Por David Alberto Campos Vargas

La Iglesia Católica en América Latina ha dado varios héroes. Quiero hacer, en esta ocasión, una semblanza de algunos obispos latinoamericanos que, asumiendo con coherencia los principios del Concilio Vaticano II y de las conferencias episcopales latinoamericanas, dieron un ejemplo hermoso y diáfano, un testimonio de compromiso social, vida virtuosa y trabajo por los desfavorecidos.

Empecemos por ENRIQUE ÁNGEL ANGELELLI CARLETTI (1923-1976), nombrado por el Papa Juan XXIII obispo auxiliar de la arquidiócesis de Córdoba en 1960, siendo además rector del Seminario Mayor y profesor de Teología. Su compromiso con los pobres fue siempre incondicional; fue asesor de la Juventud Obrera Católica, apoyó movimientos de izquierda y de reivindicación social de trabajadores; visitó y llevó su voz de aliento a muchas familias en las “villas miseria” (asentamientos populares en los que había pobreza urbana absoluta) de su país. Se involucró en conflictos laborales gremiales, de parte de los trabajadores, pidiendo mejores condiciones de vida, para éstos, a sus patronos. En 1963 inició “Campañas de Solidaridad” para mitigar el hambre y el abandono de los desposeídos. Como padre conciliar en el Concilio Vaticano II, apoyó públicamente posiciones progresistas y renovadas. Por sus posturas fue excluido del gobierno eclesiástico en 1965, pero en 1968 el Papa Pablo VI lo nombró obispo de la diócesis de La Rioja. Allí se lanzó a defender los derechos de la mujer (en especial de la mujer trabajadora y de extracción humilde), promoviendo la formación de sindicatos de empleadas domésticas y trabajadoras rurales. Además promovió la formación de sindicatos de mineros y de cooperativas de trabajo de panaderos y fabricadores de ladrillos. Se enfrentó públicamente al gobernador Carlos Ménem (futuro Presidente de Argentina, conocido por sus políticas abiertamente neoliberales y oligárquicas) solicitando la expropiación de latifundios creados por la apropiación de pequeñas parcelas de campesinos que no habían podido pagar sus deudas. En 1976, mientras investigaba sobre el paradero de varios sacerdotes y activistas desaparecidos por los militares, sufrió un atentado de parte del III Cuerpo del Ejército a cargo de Luciano Benjamín Menéndez (alias “La Hiena de la Perla”, criminal y represor, mano derecha de la dictadura), que le provocó un accidente de tránsito y lo remató con golpes en cuello y cráneo (la autopsia reveló fracturas occipitales, y el testimonio del padre Arturo Pinto, su acompañante, así lo demostraron).

Otro hombre excepcional fue OSCAR ARNULFO ROMERO Y GALDÁMEZ (1917-1980). Estudió Teología con Giovanni Montini (futuro Papa Pablo VI) en la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma, y en 1968 fue nombrado secretario de la Conferencia Episcopal de El Salvador. En 1970 Pablo VI lo nombró obispo auxiliar de San Salvador y en 1977 arzobispo de San Salvador. En ambos cargos defendió la “opción preferencial por los pobres”, afirmando cosas como: “La misión de la Iglesia es identificarse con los pobres, así la Iglesia encuentra su salvación” (homilía del 11 de noviembre de 1977); predicó incansablemente defendiendo los derechos humanos (de hecho, fue nominado al Premio Nobel de la Paz en 1979). Fue siempre un convencido de que los sacerdotes debían pronunciarse por la justicia social y cumplir su misión política de un mundo mejor y para todos, recurriendo a los textos de la Conferencia Episcopal de Medellín. Afirmó, en una carta pastoral, el derecho del pueblo a la organización y al reclamo pacífico de sus derechos. Denunció la persecución de la Iglesia en El Salvador (en mano de los militares Arturo Armando Molina, presidente de 1972 a 1977, y Humberto Romero Mena, presidente de 1977 a 1979) y la violencia gubernamental (terrorismo de Estado), en especial la sangrienta represión ejercida por dichos gobiernos de corte militarista. Combatió especialmente el uso de la fuerza contra obreros y campesinos. Pero así como denunció la violencia del gobierno también lo hizo con la violencia de los grupos armados de izquierda. Fue asesinado (24 de marzo de 1980) mientras oficiaba una misa, por un escuadrón de la muerte dirigido por los militares Roberto d’Aurbuisson, Alvaro Saravia y Mario Ernesto Molina (hijo del militar y ex presidente Arturo Armando Molina).

JAIME DE NEVARES (1915-1995), sacerdote salesiano, abogado y teólogo, fue nombrado por el Papa Juan XXIII obispo de la diócesis de Neuquén. Se alineó con las tendencias progresistas del Concilio Vaticano II y la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano (Medellín, 1968). Escribió “la liberación debe realizarse en todos los sectores en los que hay opresión” en una de sus cartas pastorales, y su vida fue coherente con su pensamiento, como cuando participó en las huelgas de obreros. Por su protagonismo en la huelga de los mineros de El Chocón fue conocido como “el obispo del Choconazo”. Al ser interrogado al respecto, comentó: “El Evangelio debe influir en la política”. Durante la dictadura militar en Argentina (1976-1983) fundó la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos y el Movimiento Ecuménico por los Derechos Humanos. Terminada la dictadura, hizo parte de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP), junto a personalidades como Ernesto Sábato, René Favaloro, Eduardo Rabossi y Gregorio Klimovsky. También criticó la actitud colaboracionista de varias autoridades eclesiásticas con el brutal gobierno militar, afirmando que era necesario “un examen de conciencia de la Iglesia Argentina en relación con su actitud durante la dictadura”). Además de su compromiso con la defensa de los derechos humanos, dedicó su apostolado a los sectores más necesitados y abandonados.

Otro obispo enfrentado con la dictadura militar argentina fue JORGE NOVAK, nombrado obispo de la diócesis de Quilmes por Pablo VI (1976), después de haberse doctorado en Historia y Teología. Su labor estuvo orientada al diálogo ecuménico y el acercamiento a los fieles no católicos. Lideró iniciativas de atención religiosa y promoción humana. También hizo parte del Movimiento Ecuménico por los Derechos Humanos y denunció las violaciones a la dignidad humana cometidos durante el proceso de Reorganización Nacional Argentina (eufemismo con el que la dictadura militar argentina de 1976-1983 se llamó a sí misma). También abogó por los pobres (y fue, él mismo, un obispo coherente, llevando una vida austera), y denunció la injusticia social y el desempleo, por lo que los jerarcas militares lo llamaron “el obispo rojo”. Después de la vuelta de la democracia, siguió encabezando Marchas de Solidaridad y dando mensajes pastorales por Radio Provincia. Escribió Esto no es marxismo, es Evangelio, en el que postuló que la sociedad democrática no debía esperar a la aparición de estallidos sociales para empezar a tratar justamente al trabajador, y que la exclusión del trabajo digno de la clase obrera es un nuevo tipo de esclavitud en el capitalismo. Dos frases célebres de este obispo, que muestran claramente su pensamiento, fueron: “El Evangelio es un mandato a practicar la solidaridad con los pobres”, y “La violencia es antievangélica, sólo sirve para engendrar nuevos odios, y deja siempre sin resolver los problemas de fondo”.

MIGUEL HESAYNE estudió Literatura, Lenguas Clásicas y Teología (recibiendo clases de Yves Congar) antes de ser nombrado por Pablo VI obispo de la diócesis de Viedma en 1975. Criticó duramente los abusos y crímenes de las dictaduras militares que asolaron al Cono Sur de América durante la décadas de 1970 y 1980. También protestó contra las políticas neoliberales de Carlos Menem (“Usted puede hasta engañar al Papa con sus falacias políticas, pero no al Señor de la Iglesia y de la Historia”), Fernando de la Rúa (“Todas las acciones de su gobierno han sido a favor del mercado, y contra el pueblo”) y Eduardo Duhalde (“Su gobierno no hace la verdad ni defiende la libertad; la generalidad del pueblo argentino sigue oprimido por el hambre, la falta de medicamentos y de un techo digno, mientras los responsables de la miseria argentina gozan hasta de un irritante bienestar”). Ha llamado continuamente a sus feligreses a colaborar en “la construcción de la nueva civilización de Amor”, “un real amor solidario para con los más pobres, postergados y excluidos”. Es por eso que sus sermones siempre exigen un compromiso evangélico a los católicos, insistiendo en que no se puede caer en “actos piadosos vacíos de amor solidario”. En este orden de ideas, ha sido cofundador de varios institutos de formación sociopolítica del laicado, como la Fundación Jaime de Nevares. Ha interpelado en varias ocasiones a favor de la remuneración justa y digna del trabajo de la mujer. Actualmente dicta la cátedra de Derechos Humanos en la Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires y es miembro de la Comisión por la Memoria.

Después de estudiar Medicina y Teología, VICENTE FAUSTINO ZAZPE (1920-1984) se enroló en la Juventud de Acción Católica y se hizo sacerdote. Juan XXIII lo nombró arzobispo de la diócesis de Rafaela y, en tal calidad, participó en el Concilio Vaticano II dentro del ala de los “progresistas” (entre quienes estaban su compatriota Enrique Angelelli y los teólogos Karl Rahner, Edward Schillebeeckx, Yves Congar, Hans Küng y Henri de Lubac). Convertido en arzobispo de Santa Fe en 1968 (en la era Pablo VI), propendió por una mayor participación del laicado y la creación de nuevos organismos pastorales. Asimismo empezó el ciclo Habla el Arzobispo por televisión y radio, donde se granjeó la desconfianza de la dictadura con frases como “Los pobres son los primeros destinatarios del mensaje de Jesús” o “La Iglesia argentina debe ser la voz de los que no tienen voz”. Jugó un papel protagónico en las Conferencias Generales de Medellín (1968) y Puebla (1979), en los sínodos de obispos de 1971 y 1974, y en la Conferencia Episcopal Argentina, de la que fue Vicepresidente. Convencido de que debía “servir al pueblo, no desde una ideología, sino desde el Evangelio”, visitó permanentemente las cárceles durante la dictadura militar argentina (1976-1983), realizó numerosas peticiones por personas desaparecidas y fue vocero de las familias de las víctimas de la represión. También, como pacifista que fue, estuvo siempre en contra de la guerra de las Malvinas y redactó Iglesia y Comunidad Nacional (1981), documento que contribuyó a la recuperación de la democracia en su país. Organizó la Cruzada de Oración en Familia y fue el primer obispo argentino en ordenar diáconos permanentes.

RAÚL SILVA HENRÍQUEZ (1907-1999) fue un abogado, filósofo, teólogo y sacerdote salesiano, doctorado en Teología y Derecho Canónico. Se esforzó en la promoción de la educación en Chile, dirigió la Federación de Colegios Particulares Católicos, el Estudiantado Teológico Salesiano Internacional y fue cofundador y rector de varios colegios del país austral. Como obispo de Valparaíso se destacó por su capacidad de acción. Organizó eficientemente el Instituto Católico Chileno de Migraciones (INCAMI), para dar asistencia a inmigrantes, y Cáritas Chile; por su gestión fue elegido Presidente de Cáritas Internacional en 1962, cuando ya era arzobispo de Santiago. Ese mismo año fue nombrado cardenal de la Iglesia Católica. Defendió los trabajadores agrícolas e instó al gobierno chileno a realizar reformas agrarias. Personalmente distribuyó tierras de la Iglesia chilena entre campesinos organizados en cooperativas. Intentó mediar entre los partidos políticos enfrentados durante el gobierno de Salvador Allende; como no pudo evitar el golpe de Estado de 1973, se irguió en defensor de los Derechos Humanos, fundando el Comité Pro Paz (institución que resguardaba perseguidos políticos durante la dictadura del general Augusto Pinochet), que el gobierno militar le obligó a clausurar en 1975. Fundó entonces la Vicaría de la Solidaridad y se convirtió en opositor del régimen (que presionó para su remoción de los puestos jerárquicos de la Iglesia). Después de crear la Academia de Humanismo Cristiano y la Vicaría de la Pastoral Obrera, vio con satisfacción el retorno de la democracia (1991) y escribió su Testamento Espiritual en 1992. Recibió el Premio Derechos Humanos del Congreso Judío Latinoamericano, el Premio Derechos Humanos de las Naciones Unidas, el Premio por la Paz y el Premio Príncipe de Asturias.

Toamdo de: Breve Historia de la Iglesia en América Latina, David Alberto Campos, 2012

sábado, 17 de marzo de 2012

Filosofía Medieval y del Renacimiento

Por David Alberto Campos Vargas

La Patrística

Con la caída del Imperio Romano de Occidente (476 d.C.) y la difusión del cristianismo, Europa cambió. La Filosofía, que nunca fue ajena a los cambios sociales, económicos y políticos, entró en la órbita medieval. Pero sería un error creer, como algunos iluministas del siglo XVIII, que la Edad Media fue estancamiento u oscuridad. En modo alguno. El Medioevo vio nacer algunas de las más fecundas producciones en arte, literatura y filosofía. La teología, en especial, tomó un alto vuelo.

Después de la ambivalencia del apóstol Pablo (que atacó la filosofía en tanto que “sabiduría del mundo”, opuesta a la sabiduría de Dios, pero también citó a varios filósofos griegos en abono de la doctrina cristiana), y de los intentos del mártir (luego declarado santo) Justino por integrar filosofía y cristianismo, emergieron pensadores cristianos (Minucio Félix, Arístides, Atenágoras, Lactancio, Orígenes, Clemente de Alejandría, san Gregorio Nacianzeno y los hermanos san Gregorio Niseno y san Basilio el Grande) que hicieron uso extensivo de los textos platónicos, neoplatónicos, neopitagóricos y estoicos. Y, tras ellos, surgió la poderosa figura de san Agustín de Hipona.

Agustín había sido un buscador; se había nutrido de todo tipo de corrientes filosóficas y religiosas (incluso esotéricas); había leído autores griegos y romanos y también autores persas (de hecho, también había pertenecido a la religión de Zaratustra –Zoroastro-, el maniqueísmo); posteriormente, tras la lectura de Cicerón, se había acercado a Roma. San Ambrosio, obispo de Milán, lo atrajo al cristianismo. Con un pie en la filosofía neoplatónica y otro en la religión católica, Agustín de Hipona edificó un sistema de pensamiento sólido, que aún resuena en la Historia.

San Agustín, de partida, estimó los aportes de los filósofos que lo antecedieron, pues consideraba que era útil recoger todo lo que había de verdad en la razón humana (en oposición franca a Tertuliano, que insistía en ceñirse a las Sagradas Escrituras). Así, el saber (en tanto procedente de Dios, al que Agustín consideraba Sabiduría Suprema) sería tan válido como la fe en el camino a Dios.

Para san Agustín, Dios sería un ente espiritual, no material, trascendente, inconmensurable, omnipotente; su obra sería la creación del mundo a partir de la nada. Y el alma, cualitativamente semejante a la divinidad, también sería una sustancia inmaterial e inmortal; el cuerpo ya no sería su cárcel (como en el orfismo o el platonismo) sino su presencia carnal en el mundo.

Con respecto a Jesucristo, Agustín de Hipona expuso que sería el Logos divino hecho carne (el logos revelado), el camino por excelencia a la verdad y la vida, el ejemplo. Con Jesús, la Humanidad tendría un modelo concreto de conducta; la conciencia del hombre, dotada de voluntad y libre albedrío, podría decidirse entonces a imitar a Jesucristo, el hijo de Dios encarnado y revelado (y gracias al cual la Humanidad encontraría su salvación).

La epistemología agustiniana se remonta a Platón: la verdad se encontraría dentro de uno mismo (“en el interior del hombre reside la verdad”); no rechaza la experiencia sensorial, que sería material útil para el cotejo con las ideas innatas. Su teoría de la iluminación remontaría a la fuente interior de verdad, el alma, poseedora de ideas y conceptos a priori. Y Agustín consideró a Dios la Suprema Verdad: como Platón en su Convivio, elevó la verdad singular a la verdad universal (Dios), de la que participaría. Dios sería así el Todo de lo verdadero.

El tiempo para Agustín surgiría con la creación (pues consideraba a Dios atemporal, eterno); el universo no podría ser emanación, porque dicho camino conduciría al panteísmo: sería un acto libre, voluntario, de Dios (y no un proceso necesario, como creían Filón y Plotino). Y sería distinto a Dios, puesto que el mundo sería mutable y Dios inmutable. El mundo, pues, estaría sujeto al devenir; Dios, en cambio, se posee a sí mismo y está libre de cambio y de tiempo.

En su psicología, san Agustín postuló que el alma tendría a su disposición un cuerpo mortal (interesante semejanza con el Hinduismo y algunos neopitagóricos); el alma permitiría la conciencia, la autonomía y la permanencia del yo.

El bien, para el pensamiento agustiniano, sería la voluntad de Dios: la razonable lex aeterna (ley eterna), fundamento del ser y del conocer. Todos los seres tendrían un orden y serían buenos en tanto que se orienten conforme a ese orden eterno (divino). Así como Plotino, Agustín creyó que el alma no sólo pensaría; también amaría, en el Amor Infinito (Dios), suspiraría por el bien, tendría un sentido hacia el bien (y hacia el Bien, Dios, la Suprema Bondad). El ser humano gravitaría entonces hacia Dios, la verdad y el bien.

En La Ciudad de Dios, Agustín de Hipona planteó que en los Estados, así como en la Historia y en la Iglesia, sucedería lo que sucede en la vida de los particulares: el error y la verdad, el mal y el bien; si se encaminan hacia la voluntad ideal, hacia el bien, serían Ciudad de Dios; si no lo hacen, serían Ciudad Terrena. El Estado ideal se adaptaría al orden eterno de Dios y vería en Dios el fin de todas sus obras (utilizaría al mundo para llegar a Dios). El Estado ajeno al ideal, en cambio, se goza al mundo con avidez y desorden, pues hace del mundo su dios. Y, en el transcurrir de la Historia, a san Agustín le pareció ver esta lucha entre la luz y las tinieblas, entre lo eterno y lo temporal, entre lo suprasensible y lo sensible, entre lo divino y lo antidivino: los poderes del bien tendrían que luchar constantemente contra los poderes del mal. El sentido último y definitivo de la Historia, para Agustín, sería el triunfo del bien sobre el mal.

Boecio (480 – 524 d.C.) definió claramente al hombre como individuo, y vio en cada hombre a una persona peculiar, única, irrepetible, con una impronta propia. Para él, cada persona humana sería una sustancia concreta individual (cuya individualidad sería la contracara de lo universal de los conceptos y las comunidades).
Al definir la persona humana como rationalis naturae, individua substantia, Boecio sentó las bases para que la Humanidad tuviera conciencia de los derechos del individuo. Y, al insistir en la libertad del hombre, vislumbró lo infrahumano en la coacción del orden y lo humano (y humanizante) en el hecho de ser libre.
Influenciado por el neoplatonismo, Boecio postuló que a mayor elevación del espíritu habría mayor libertad (a mayor cercanía con el Uno, con el Supremo Bien, se tendría mayor dignidad humana y mayor felicidad). Así, según Boecio, el hombre entre más bueno estaría más cercano a Dios, y sería más feliz; el malo, así fuera poderoso o fuerte, estaría alejado de Dios y sería infeliz y desdichado. Es una pena que un hombre de semejante vuelo intelectual (también fue traductor y comentador de Aristóteles y Euclides, y tratadista de música y aritmética) hubiera terminado tan injustamente, perseguido políticamente, encarcelado (escribió De consolatione philosophiae en prisión), torturado y asesinado. De todas maneras su nombre vive a través de los siglos.

Con Pseudo-Dionisio Aeropagita (siglo VI d.C.) se manifestó vigorosamente el platonismo. Dios como el super-Uno, el super-Bien, el super-ser y el super-perfecto, estáría en la cima de la pirámide de los seres: en la cúspide jerárquica. La materia muerta, que simplemente es pero no está animada (carece de alma), estaría en lo más bajo de la escala de los seres. Y entre más espiritual fuera un ser, para Pseudo-Dionisio Aeropagita, más cerca estaría de Dios, el ser supremo.También creyó a Dios, como san Agustín, un ser infinito y atemporal; para él, Dios sería el ser que es por sí mismo y está presente en todos los seres (permitiéndoles el ser, es decir, permitiéndoles una esencia). En este mismo orden de ideas, como los seres con esencia serían los más cognoscibles, entonces esa parte divina que existiría en todos los seres (en tanto que esencia) permitiría su conocimiento.

Otros nombres de la Patrística fueron: Casiodoro, san Beda el Venerable, san Isidoro de Sevilla, san Juan Damasceno. Todos ellos contribuyeron como historiadores o como traductores de varios filósofos griegos al latín, permitiendo así su vigencia en el Medioevo, y como teólogos significativos para la doctrina cristiana.

Los escolásticos

La Escolástica iría del Imperio Carolingio al Renacimiento; dicha época debe su nombre al desarrollo y auge de las escuelas (universidades, institutos, escuelas catedralicias y conventuales); su sello, en Filosofía, fue el gusto por las discusiones (herederas de la mayéutica socrática y la dialéctica platónica) enmarcadas en la lógica aristotélica, y el uso de la razón para acercarse a las dogmas de fe.

Alcuino, Rabano Mauro, Pascasio Radberto, Pedro Damiano y Juan Escoto Eriúgena fueron los primeros escolásticos. Escoto Eriúgena analizó al ser según sus distintos modos, planos, fondos y trasfondos, y postuló, basándose en sus reflexiones, una división de la naturaleza en la que en el principio, como fundamento de todos los fundamentos, sería Dios, naturaleza creante increada; de Dios surgirían los arquetipos, las ideas primordiales de todo lo existente (naturaleza creada y creante); de los arquetipos surgirían las copias, nuestro universo material espacial y temoral (naturaleza creada y no creante). También postuló que todos los seres tendrían un sentido en su devenir: el de orientarse hacia su origen (Dios), buscando regresar a la perfección (la naturaleza no creada y creante).

Después apareció san Anselmo de Cantorbery (1033 - 1109), quien insistió en penetrar la doctrina de la fe con argumentos racionales y lógicos, a favor de una síntesis de fe y saber. La fe, para san Anselmo, no podría prescindir del saber, así como el saber no podría prescindir de la fe, puesto que ambos son humanos y porque ambos llevan al mismo fin.

Con Pedro Abelardo (1079 – 1142) se puso nuevamente en duda la realidad de lo real (como en los tiempos de los sofistas), al plantear este filósofo que, más que seres universales (por ejemplo, “la humanidad”), existirían seres individuales, singulares y concretos (para volver al ejemplo, sería cada uno de los seres humanos considerado desde su particularidad). Así, al ultrarrealismo de los universales, Abelardo opuso el nominalismo, en el que lo universal no sería nada (en tanto que no sería nada concreto, sino, a lo sumo, un nombre) y lo realmente existente sería lo particular. De este modo, Abelardo postuló que la Santísima Trinidad (el Dios “Uno y Trino” elaborado por los Padres de la Iglesia) no existiría, o a lo más, sería un mero nombre; en tanto que las diferentes personas de la Trinidad (Dios Padre, Jesucristo, Espíritu Santo), como entes particulares, sí.

La ética de Abelardo fue subjetivista. Consideró que no habría obras buenas u obras malas como tales, sino buenas o malas intenciones. Todo dependería, entonces, de la intención subjetiva, la actitud interior. Algunos de sus discípulos fueron Pedro Lombardo y los Papas Alejandro III y Celestino II.

Dentro de la Escuela de Chartres (fuertemente orientada hacia las ciencias naturales, estudiosa de las obras de Hipócrates, Aristóteles y Galeno) destacaron los hermanos Bernard de Chartres y Thierry de Chartres, Juan de Salisbury, Clarembaldo de Arras, Gilberto de Poitiers, Guillermo de Conches y Otón de Freising.

Algunos escolásticos prefirieron volver hacia la fe primitiva, la fe carente del auxilio dado la razón, insistiendo en la supremacía de la doctrina cristiana sobre la filosofía. Estos grandes místicos sobresalieron por su vida virtuosa, pero no representaron mayor avance para el conocimiento humano. Otros, aunque algo obnubilados por su misticismo, pudieron producir filosofía: san Bernardo de Claraval, para quien Cristo sería la encarnación del Logos y su filosofía, la del amor, la más verdadera de las filosofías; Hugo de San Víctor (autor de un estudio sobre la virtud y los valores, Los frutos de la carne y del espíritu), Ricardo de San Víctor (uno de los defensores de la doctrina del alma como centella divina) y Joaquín de Fiore (que creyó ver en el devenir de los tiempos un progresivo avance hacia un supuesto Nuevo Paraíso en el que la plenitud, el conocimiento de Dios, la libertad y el amor al fin triunfarían).

Henricus Aristippus y Guillermo de Moerbeke completaron la traducción al latín de las obras completas de Aristóteles (empresa iniciada por Boecio, pero interrumpida por su temprana muerte). Otros traductores y comentaristas, como Avicena (muerto en 1037), Avicebrón (muerto en 1070), Averroes (muerto en 1198) y Maimónides (muerto en 1204), fueron también filósofos de valía.

Pedro Lombardo (muerto en 1160), autor de las Sentencias, le dio brillo a la Escuela de París, a la que también pertenecieron Guillermo de Auxerre, Guillermo de Auvernia, Guillermo de Shyreswood, Lamberto de Auxerre y Pedro Hispano (autor de un famoso Manual de Lógica).

De la Escuela de Oxford, interesada especialmente en los progresos médicos, matemáticos y científicos de los árabes, sobresalieron Robert Grosseteste (muerto en 1253), fundador de la escuela y célebre por su empeño en describir y evaluar los fenómenos naturales con métodos matemáticos cuantitativos, y Roger Bacon (muerto en 1292), abanderado de la ciencia experimental y la libertad frente a la autoridad.

Alejandro de Hales (muerto en 1245), Juan de Rupella (muerto en 1245) y san Buenaventura (1221 – 1274), franciscanos, se basaron en el platonismo, el neoplatonismo y el pensamiento agustiniano. Para san Buenaventura, Dios sería el primer ser que conocemos, pues nos encontraríamos con él en nuestra alma; partiendo de dicho ser perfecto, que sería en sí mismo la Verdad, iríamos conociendo a los demás seres.

San Buenaventura consideró al mundo creación y materia; en ese orden de ideas, creyó que el mundo no podría ser eterno (en oposición a la eternidad del Espíritu, a la eternidad y atemporalidad de Dios). Postuló que el mundo sería un fenómeno, un conjunto de símbolos, una corriente de imágenes que nos orientarían hacia los arquetipos eternos. En ese orden de ideas, planteó que la vida del hombre sería un itinerario hacia Dios, en el que la clave estaría en saber descubrir la esencia detrás del accidente, el núcleo divino detrás de lo aparente.

Para san Buenaventura, los contenidos de conocimiento se dividirían en sombras, huellas e imágenes. En ese orden, siendo las imágenes las copias de los arquetipos. Esas imágenes serían las ideas más cercanas a los arquetipos originales, y hacia ellas debería estar orientado nuestro conocimiento, puesto que así se tendrían datos más fidedignos. También postuló que las cosas tendrían tres clases de ser: el ser en el espíritu que las conoce, el ser en su propia realidad y el ser en la mente eterna de Dios. Dijo que para un conocimiento seguro haría falta algo más que un conocimiento de las cosas desde nuestra perspectiva: sería necesario elevarse al ser de las cosas tal como ellas son o están en el entendimiento divino. Discípulos de san Buenaventura fueron Mateo de Aquasparta, Roger Marston, John Peckham y Pedro Juan Olivi.

Con san Alberto Magno (1193 – 1280) se llegó a la plenitud de la escolástica en las ciencias exactas y en las ciencias naturales. Fue un verdadero doctor universalis, una mente enciclopédica a la que ningún ámbito del conocimiento le fue ajeno. Zoólogo, botánico, médico, filósofo, teólogo, físico, astrónomo y matemático, Alberto Magno supo sintetizar lo mejor de las corrientes árabes, judías, neoplatónicas y aristotélicas de la escolástica. Tomás de Aquino fue discípulo suyo, igual que Hugo Ripelin de Estrasburgo, Dietrich de Freiberg, Ulrico de Estrasburgo, Bertoldo de Moosburg.

Santo Tomás de Aquino (1224 – 1274) fue el gran maestro de la escolástica. La figura cumbre. Su pensamiento no fue absolutamente homogéneo, dada la multiplicidad en los temas que abordó y su propio espíritu universal (abierto a las contradicciones y los diferentes puntos de vista).

Con respecto al conocimiento, Tomás de Aquino se distanció de san Agustín y san
Buenaventura: no comenzaría en Dios, sino en las cosas materiales, que serían lo primero que conoceríamos en esta vida. Mientras el agustinismo instó a buscar la verdad en nuestro interior, el tomismo invitó a buscarla afuera; por eso Tomás le concedió tanta importancia al conocimiento sensible. Para él, la percepción sensible nos daría la materia prima de la que nuestro entendimiento agente permitiría la extracción de la representación general de su esencia.

Para Tomás, existirían un ser supremo, no creado (Dios), y el resto de seres (creados). La creación sería una procesión del ser total a partir de la Causa Universal (la Divinidad); pero, a diferencia de Avicena (para quien esta procesión sería necesaria y automática), el Aquinate señaló que la creación sería consecuencia de la acción libre de Dios.

Tomás de Aquino retomó el concepto de hilemorfismo (según el cual todos los seres tendrían materia y forma) de Aristóteles; también tomó de Platón la creencia en determinados arquetipos preexistentes en el Ser Supremo (Dios) que, al materializarse, adquirirían una espacialidad y una temporalidad. La materia daría la individuación a la forma.

También distinguió santo Tomás las sustancias primeras (las cosas singulares, concretas, que tendrían materia y forma) y las sustancias segundas (entidades generales, arquetipos, ideas eternas procedentes de Dios). Sintetizando conceptos de Avicena y Aristóteles, postuló que la esencia sería el ser en potencia, y que se convertiría en existencia en la medida en que se obrase el paso del ser en potencia al ser en acto.

Las cinco vías de la existencia de Dios fueron uno de los más célebres aportes de la teología tomista: todas ellas representaron concatenaciones de ideas a través de las cuales se llegaría a concluir la existencia de un ser primero, incausado, necesario y perfecto. A través de estas vías se podría definir la Divinidad como el ser mismo que es en sí mismo, pura realidad y acto puro.

La primera vía fue la del movimiento: todo ser es movido; Dios sería el motor inmóvil (el ser que mueve, pero no es movido). La segunda vía fue la de las causas eficientes: toda cosa tiene una causa, toda causa es a la vez causada, pero como este proceso no se puede remontar al infinito se tendría que admitir una causa primera, causa de todas las causas (Dios). La tercera vía usó el concepto de contingencia: todo ser mundano podría no ser, pues no es necesario sino contingente; y si sólo hubiera seres contingentes, no habría nada; se necesitaría entonces un ser necesario (no contingente) sustento de todos los otros seres (Dios). La cuarta vía fue la de los grados de perfección: lo imperfecto presupondría necesariamente lo perfecto (Dios). La quinta vía fue la prueba teleológica: en el mundo habría un orden, una finalidad, y, por tanto, se requiere de una inteligencia superior (Dios) que explicaría esta finalidad.

Con respecto al alma, Tomás de Aquino describió la psicología de la conciencia, la percepción, los afectos y los actos de la voluntad. Vio en ella una sustancia espiritual que orientaría cada acción. Y, basado en eso, el Aquinate elaboró sus ideas sobre la ética y los valores. Postuló que así como existirían supremos principios teoréticos (las leyes de la lógica) también existirían supremos principios morales, que representarían una participación del espíritu divino en el espíritu humano, en los que se cifraría la recta razón (ratio recta). Dichos valores serían conocidos a todos los hombres (en tanto que inherentes al espíritu humano); habría que seguirlos por el simple hecho de que serían rectos en sí mismos, en tanto que serían expresión de la ley natural (que sería, a su vez, participación en la ley eterna, la eterna rectitud del espíritu, del ser y del mundo). Dichos valores aportarían al hombre la felicidad, la bienaventuranza eterna.

Santo Tomás también escribió sobre Derecho y Estado. El Estado y las leyes, para él, disciplinarían al hombre y le ayudarían a razonar, a fin de que actúe, libremente, como mejor pueda. El Derecho sería el orden ideal en la comunidad; su origen sería la ley natural (derivada, a su vez, de la ley eterna). Así, las leyes opuestas al derecho divino podrían ser desobedecidas. La ley por excelencia para Tomás sería la de hacer el bien y evitar el mal.

Tal como Aristóteles, Tomás de Aquino le asignó al Estado la doble función de derecho y moralidad. El Estado mismo no sería la fuente del Derecho (lo sería la ley natural), sino su representante, intérprete y realizador. Los ciudadanos deberían ser educados por el Estado para una vida feliz dotada de sentido y de valor. El Estado tendría como fin la vida buena. Por tanto, no se le podría organizar de cualquier modo.

Embebido en los comentarios de Aristóteles escritos por Averroes, Sigerio de Brabante (1235 – 1284) postuló ideas que chocaron con la doctrina católica predominante: el mundo sería eterno, la materia estaría sustraída de la acción de Dios (que sólo intervendría por pura providencia divina), no existiría diferenciación entre esencia y existencia, existiría unidad de intelecto en todos los hombres, el alma humana sería mortal (y sólo su intelecto sería inmortal).

Juan Duns Escoto (1266 – 1308), llamado doctor subtilis, fue un autor crítico y certero. Intentó mediar entre el aristotelismo y el agustinismo. Sugirió ampliar el alcance de la fe y restringir el de la ciencia a la hora de conocer a Dios. Para él, la verdadera esencia de Dios estaría oculta a la razón. La razón, para Duns Escoto, sólo arrojaría conceptos confusos. En cuanto a la persona humana, en este autor primaría la voluntad sobre la inteligencia, y la caridad sobre las ideas que se puedan tener sobre la ética. También trabajó sobre la hecceidad, el “ser esto”, y lo univocidad del ser.

El Maestro Eckhart (1260 – 1327) hizo un despliegue de erudición que le permitió aunar conceptos de autores variopintos (Filón, Algacel, Averroes, Pseudo-Dionisio Aeropagita, Agustín de Hipona, Alberto Magno, Avicena,Tomás de Aquino, Maimónides) y ser a la vez escolástico y místico. El ser, para Eckhart, tendría que mirar a través de las apariencias para encontrar lo verdadero y acceder al Uno, el ser verdadero. El ser de las cosas tendría su medida en la eternidad, no en el tiempo.
El espíritu, que anhelaría ser (y acceder al ser supremo) debería prescindir del hic et nunc (y, por consiguiente, del tiempo) para entrar en el camino de la sabiduría. Y dicho camino de sabiduría, para Eckhart, conduciría a lo superior, a lo primero (Dios, el Uno). Lo superior (lo divino) descendería de arriba y daría verdadero sentido a lo visible, concreto e individual en el espacio y el tiempo.
Eckhart afirmó que la figura física del hombre nada tendría que ver con su verdadera esencia; la sustancia del hombre sería algo firmemente estable, en tanto que eterna. Y que el ser sería al mismo tiempo único (Dios, el Uno, el Verdadero) y múltiple (verdadero ser en las cosas existentes y múltiples). Coincidiendo con santo Tomás y Aristóteles, sostuvo que Dios sería pensamiento y pensar, entidad trascendente que estaría por encima del ser, que no sería ningún ser. Y, sin embargo, sería un ser en sí mismo, en tanto que pensamiento eterno.

Eckhart también fue un maestro del vivir. Hizo un llamado práctico al nacimiento de Dios en el hombre. Para él, Dios nacería con nosotros si nosotros, en la gracia de Dios, naciéramos a un ser nuevo y mejor (al Dios verdadero escolástico). Postuló que si renaciéramos por la gracia de Dios, engendraría Dios en nosotros a su Hijo, y nuestra alma sería morada de la divinidad eterna.

Guillermo de Ockham (1300 – 1349) fue el primero en hacer hincapié en la sensación como fuente del conocimiento. Para él, sólo necesitaríamos observar el mundo exterior y reflexionar interiormente sobre las representaciones adquiridas, y nuestro conocimiento quedaría a punto. Se puso de parte del nominalismo al negar la existencia de los universales, y declaró que el mismo pensar humano era pura convención y ficción. También declaró que las representaciones que lograríamos hacernos de la esencia de los seres no serían sino tentativas, tanteos, conceptos subjetivos. De Ockham influyó poderosamente en Gabriel Biel, Gregorio de Rímini, Francisco Suárez, Nicolás de Autrecourt, Pedro de Ailly y Marsilio de Inghen.
Con Nicolás de Cusa (1401 – 1464) se tendió el puente entre la Baja Escolástica (siglos XIV y XV) y el Renacimiento. Matemático, filósofo, teólogo y astrónomo, el Cusano llegó a ser cardenal y, aunque se puso del lado de los nominalistas, preparó el terreno para el empirismo inglés. Postuló que lo compuesto partiría de lo simple, y que el principio de todas las cosas sería aquello de lo cual, en lo cual y a partir de lo cual se deduciría todo lo que es derivado. Este ser originario, este principio, sería el Uno (Dios), la idea de totalidad y omnidad de la realidad (omnitudo realitatis) que él homologaba a la razón.

Las cosas, para Nicolás de Cusa, serían sede de opuestos. La razón trascendería y circunscribiría, sería el asiento en donde todo tendría parte, donde coincidirían todos los extremos y opuestos (coincidentia oppositorum); la razón, infinita, haría desaparecer las diferencias. Sería una razón dialéctica, como la que intuyeron Anaxágoras y Platón, en la que se abarcaría todo y todo tendría una conexión. Y la razón sería infinita en tanto que seguiría un camino infinito de conocimiento.
También insistió el Cusano en que deberíamos evitar creer que nuestro conocimiento podría captar adecuadamente las cosas de un solo golpe. Explicó que nada habría, en el conocimiento, que no fuera susceptible de un conocimiento aún más exacto; además, postuló que todo conocimiento sería provisional, sería conjetura. En ese orden de ideas, dedujo que sería infinito el camino del conocimiento.

Con respecto a Dios, afirmó Nicolás de Cusa que tendríamos y, a la vez, no tendríamos, un concepto de Dios; que nos encaminaríamos siempre a Él aunque de otro lado poseeríamos también parte de Él; que las afirmaciones que haríamos de Él estarían tomadas de nuestro mundo espacial y temporal y, por ello, serían limitadas y no alcanzarían para describir a un ser infinito. O que propiamente tendríamos que decir de él todo lo finito: Dios sería lo omninominable, lo que debería ser nombrado con todos los nombres (y, sin embargo, seguiría siendo intangible).

Los filósofos del Renacimiento

El Renacimiento fue un movimiento total, que cambió para siempre las relaciones y la propia estructura económica y política de las naciones europeas; en Filosofía, fue el resultado directo de un conocimiento y una admiración (con una marcada idealización, que en ocasiones significó una infravaloración del propio Medioevo), cada vez mayores, de la grandeza de las antiguas Grecia y Roma.

El contacto profundo entre Oriente y Occidente dado por los Concilios Unionistas de Ferrara y Florencia (1438), se acentuó con la migración de numerosos sabios de Bizancio, después de que dicha ciudad (y con ella, el longevo Imperio Romano de Oriente) cayera en 1453. La Academia platónica (fundada en Florencia en 1440) empezó a brillar, con nombres destacados (Besarión, Pletón, Ficino, Pico della Mirándola).
Y el Humanismo empezó a desenterrar todo el conocimiento antiguo, incluidos los saberes arcanos, la alquimia, la cabalística y el ocultismo. Así, emergieron ocultistas como Agripa de Nettesheim, Jakob Böhme, Tritemio, Reuchlin, Franck, Weigel, Schweckenfeld, o el propio Paracelso (1493 – 1541), médico, místico y naturalista, quien aportó al pensamiento su visión panorámica del mundo, en la que resaltó la importancia del conjunto, la unidad del todo (también en el cuerpo y la vida del hombre), con lo que se erigió en casi un precursor de la filosofía de Leibniz.

Con el Renacimiento se dio también la conversión, de buena parte de los pensadores, en científicos: el tópico volvió a ser, como en los presocráticos, la naturaleza. Así, mentes tan lúcidas como Giordano Bruno, Galileo Galilei, Nicolás Copérnico, Johannes Kepler, Enrico Gassendi, se volcaron a conocer al mundo, en el amplio sentido de la palabra (tanto el planeta como el propio Universo). Francis Bacon (1561 – 1626) trabajó en el método empírico-inductivo y fundamentó filosóficamente la comprensión mecánico-cuantitativa de la naturaleza.

Esta concepción matemática y mecanicista no sólo se limitó a las ciencias naturales. Nicolás Maquiavelo (1469 – 1527) hizo uso de ella para referirse al Estado, el Derecho y la Política. En El Príncipe dio cátedra sobre las jugadas más oportunas en cada una de las situaciones concretas de las fuerzas políticas. Los hombres y sus gobernantes, para Maquiavelo, serían magnitudes de poder; los gobernantes, para mantenerse, tendrían que tener más poder que sus adversarios. Para los gobernantes, en el sistema maquiavélico, sería ventajoso tener a su favor la apariencia del derecho y la religión, pero no indispensable: serían tan malos los hombres, que los líderes tendrían que ser también malos, y aún peores, si las circunstancias lo requirieran.

Santo Tomás Moro (1480 – 1535), por el contrario, habló de la sociedad ideal en Utopía. Y Hugo Grocio (1583 – 1645), estudioso de la Filosofía del Derecho, estableció frente al llamado derecho positivo y la actuación del poder un derecho natural que garantizaría la libertad y la dignidad humana; concluyó que los derechos, en sí mismos, serían superiores a toda legislación humana.

Dentro del pensamiento neoescolástico del Renacimiento, sobresalieron las Universidades de Salamanca, Alcalá y Coimbra, con Tomás de Vio Cayetano, Francisco Silvestre de Ferrrara y, por sobre todos, Francisco Suárez. Este último negó la distinción entre esencia y existencia, explicó el conocimiento como una abstracción de la experiencia sensible y publicó unas Disputas Metafísicas y un Tratado de Leyes ampliamente leídos.

David Alberto Campos Vargas (Neiva, Huila, 1982) Escritor, historiador, psiquiatra

viernes, 16 de marzo de 2012

Me enamoré, sin saberlo (por Luis Alberto Campos Rodríguez)

Tu mirar y tu sonrisa,
Tu acento, tu voz,
Tus labios húmedos de besos
(Los besos que se fueron),
Tus caricias tras los velos insondables
De la entrega a lo eterno...

Besos del recuerdo de los años,
De la noche y de la aurora.
Besos de lo incierto.
Loas de amor, destellos
Cubiertos de cuerpo...

Nunca supe
Tus deseos,
Nunca supe
Qué escribía, qué te daba
En el abrazo incierto...
Respondes en las brumas
Del incienso.

Conmigo iré.
Contigo, siempre
-sin saberlo-

(agosto de 2009)

LUIS ALBERTO CAMPOS RODRÍGUEZ

Nació en Altamira (Huila) el 29 de julio de 1938. Cursó estudios primarios en el Colegio de la Presentación de Altamira, y secundarios en el Seminario Conciliar de Garzón, donde se graduó de bachiller. En este mismo seminario recibió clases de los filósofos Eduardo Arboleda Valencia, Wilhelm Kerrmans y Wilhelm Rudjyk, y del lazarista Nicolás Bayona. Concluyó sus estudios de Teología y Filosofía en 1957, año en que empezó a trabajar como auxiliar en la Registraduría Nacional del Estado Civil.
Su labor docente inició en 1959, como profesor en el Colegio San Luis Gonzaga, en el municipio de Elías (Huila), a cargo de las asignaturas de Artes, Lengua Castellana y Civismo. De ahí pasa a Bogotá a trabajar como instructor del SENA en 1960, donde dictó Ética e Instituciones y Seguridad Social y Laboral.

Inició sus estudios de Derecho y Ciencias Políticas en la Universidad La Gran Colombia, donde fue el mejor alumno de Derecho Constitucional (cátedra a cargo del magistrado Ricardo Medina Moyano, mártir de la toma del Palacio de Justicia de Colombia en 1985) y alumno destacado de Derecho Probatorio con el profesor Luis Caro Escallón. También se distinguió en Filosofía del Derecho, escribiendo junto a Fernando Cruz Klonfy y Laureano Tascón Villa artículos sobre derecho natural, sociología del derecho y antropología. Su tesis de grado fue "Origen y Decadencia de la Soberanía" (1966).

Se desempeñó Juez Municipal en Guadalupe (Huila), Juez Penal Municipal en La Plata (Huila) y Fiscal Superior en Florencia (Caquetá), municipio donde también fungió de Secretario de Gobierno (1968-1969) y en el que fue periodista de los diarios Voz del Caquetá y Portal Amazónico, con la columna de política y crítica social "Los pobres ricos de las ciudades pobres". Nombrado después Juez Civil del Circuito de Garzón (1970), hasta que hizo parte del Tribunal Superior de Neiva como abogado asistente de la sala penal. Ahí retomó la docencia, dictando Historia en el colegio José María Rojas Garrido. Regresó a Garzón (Huila) en 1972 para desempeñarse como Juez Único Laboral del Circuito, además de profesor de Literatura e Historia en el Colegio José Eustasio Rivera.

De 1972 a 1977 fue Fiscal Superior y dictó Literatura y Lengua Castellana en el Colegio de La Presentación de Garzón. De 1977 a 1997 trabajó como Fiscal y luego Procurador del Tribunal Superior de Neiva (Huila). De esta época son sus escritos "La diosa del Chairá", "Derecho Probatorio" y "Cuentos". Asimismo su acción social como fundador de Clubes de LeonesClubes de Leones en los municipios de Neiva (del que fue Presidente en 1986), La Plata y Campoalegre, y activista social.

Desde 2000 es abogado litigante en Bogotá. Ha escrito "El Testamento del Taitapuro", "Alfa y Omega", "Productividad Agrícola", "La hacienda del tío Jerónimo" (2012) y algunos poemas.

miércoles, 14 de marzo de 2012

Historia de la Filosofía III: Época Helenística y Romana

Por David Alberto Campos Vargas, MD

Los helenísticos

Se llamo “helenística” a la época que siguió a la muerte de Alejandro Magno y la consecuente repartición de su imperio. La filosofía, desaparecido ya el genial Aristóteles, dejó de abarcar las ciencias naturales, pero continuó preguntándose por el ser y por el bien espiritual del hombre.

Los estoicos (así llamados por el lugar de su escuela, la stoa pokile de Atenas) fueron Zenón de Citio (quien fundó la escuela alrededor del 300 a.C.), Cleantes y Crisipo de Solos (muerto hacia el 208 a.C.); fueron hombres adustos, rigurosos en su virtud, castos y con una peculiar concepción del deber. Insistieron en el provecho del autodominio, la templanza lograda gracias al sacrificio, el virtuosismo del aguante y la aceptación de lo difícil de la existencia humana. Fueron también los primeros sensualistas, al postular que el hombre recibiría las impresiones sensoriales de afuera y que las convertiría en representaciones sensibles. Insistieron en la necesidad de estudiar la evidencia, que homologaban a la realidad y a la propia verdad (realismo ingenuo).

Llama la atención que el furor por la evidencia en la medicina actual es de franca raíz estoica; de hecho, los estoicos creyeron que las representaciones adecuadas se lograrían con la reproducción (lo más fidedigna posible) de esa supuesta realidad (la evidencia). Esto se daría con el funcionamiento óptimo de los órganos de los sentidos, con una distancia no demasiado grande entre el sujeto y el objeto de la percepción, con un acto de percibir lo suficientemente serio y duradero, sin la interposición de obstáculos entre sujeto y objeto y cuando repetidas observaciones propias y ajenas den el mismo resultado. Representaciones así serían “garantizadas”, catalépticas (nos “agarrarían”), sería imposible negarles el asentimiento.

Con Epicuro (314-270 a.C.) nació la antítesis del estoicismo: así como los estoicos propusieron la renuncia y la abstinencia, el epicureísmo enfatizó las bondades del goce y de la experiencia placentera. La vida feliz para Epicuro sería una vida en la que toda elección estuviese encaminada al placer del cuerpo y la paz del alma.

También surgió el neoplatonismo con Filón de Alejandría (buen lector de Platón, Teofrasto y Eudemo), verdadero sintetizador de filosofía y religión. El Dios de Filón es un ser absolutamente trascendente y “más perfecto que perfecto”, y, además, creador (no solamente un formador, como para los filósofos áticos): verdadero demiurgo que crea al mundo de la nada. Asimismo, Filón empezó la conceptualización del hijo de Dios en tanto que vicario (enviado) del Logos, idea de las ideas, fuerza de las fuerzas, hijo unigénito del demiurgo que tendería un puente entre Él (Dios-creador) y el mundo-creado (concepto que sería después aprovechado por los Padres de la Iglesia Católica).

Los romanos

Como continuadores del estoicismo de Zenón de Citio, aparecieron Panecio, Posidonio, Séneca y Marco Aurelio. Todos ellos con una peculiar idea de la virtud como continencia y la virilidad como capacidad de soportarlo todo, que los hicieron sujetos muy estimados en su tiempo (al pueblo romano le encantaba, por ejemplo, que su propio emperador Marco Aurelio viviera de manera adusta, ajena a las comodidades palaciegas). Como sensualistas, configuraron la doctrina de la tabula rasa: el hombre no tendría conceptos innatos, sino representaciones a posteriori, venidas de la sensación (la impresión sensorial). En lo religioso, aunque afiliados a los dioses romanos, se acercaron a cierto panteísmo filosófico, al señalar que en todo el mundo material habría algo de energía primordial y divina y que, por tanto, el universo mismo era divino.

En cuanto a la Ética, Marco Aurelio (en sus Meditaciones) y Epicteto (en su Enquiridion) hicieron una apología del deber; formularon que las pasiones debían dominarse hasta extinguirse; la clave estaría en abstenerse y soportar, con dureza y temple. Para ellos, sólo la razón tendría derecho a dominar, siempre y cuando el deber hablara a través de ella. Buscaron un hombre de voluntad, capaz de sacrificarse en aras de los intereses públicos, determinado y firme.

Con Marco Tulio Cicerón apareció el eclecticismo; como buen político y pensador agudo, el inmortal senador romano nos legó una actitud sabia, alejada del fanatismo y amplia de miras: la del consensus omnium (consenso universal) como garantía de verdad. Habría semillas de verdad en todas partes, habría que buscarla en todas ellas. Cicerón también abogó por la moral del vivir en conformidad con la naturaleza (en la que quiso ver el fin de la existencia humana), sobretodo en sus textos De oficiis y De finibus bonorum et malorum. Así, la ley moral natural (de la que se nutriría el Derecho en la Edad Media y la Edad Moderna) y la recta ratio (“recta” razón, sin sesgos ni fanatismos) se constituyeron en hitos de la Filosofía.
El epicureísta Lucrecio Caro (96-55 a.C.) resucitó el atomismo de Demócrito. Para él, sólo existía espacio vacío, átomos y movimiento eterno; dicho movimiento se debía al azar. No existía ningún fatum (“hado”), ningún motor inmóvil, ninguna necesidad teleológica en dicho movimiento. Simplemente era azar, casualidad. Así, hasta el mundo material se libraba (según Lucrecio) de la necesidad eterna e inconmovible señalada en los escritos aristotélicos.

Formado en las ideas de Filón de Alejandría, y cercano a las de Jesucristo, Plotino (204-266) se convirtió en el neoplatónico por excelencia. Empezó por suavizar la separación entre Dios y el mundo material que habían establecido sus predecesores, postulando que el mundo habría emanado de Dios, pero bajo un aspecto y una modalidad especiales: es distinto a Dios, Dios lo trasciende, pero Dios está inmanente en él.

Plotino definió a Dios como el super-ser, el Uno, al que no se le puede aplicar ninguna categoría, el Primero en todo, el Bien del que todo emergería (la inmanencia de la trascendencia sería la emanación). El por qué habría de expandirse el Uno fue contestado por el propio Plotino: la naturaleza del Bien tendería a desbordarse. De Él y por Él emergería este mundo, esta copia imperfecta de Aquél que es arquetipo supremo. Así, para explicarse la presencia de lo imperfecto habría que partir de lo perfecto. El Uno sería lo primero, de lo cual se formarían todas las cosas.

Plotino facilitó las cosas para los primeros pensadores cristianos al postular su doctrina de las tres hipóstasis (formas de ser): el Uno, el Espíritu y el Alma. Lo primero que el Uno hace proceder de sí sería el Espíritu (al que homologa al kosmos noetos, el conjunto total de las ideas de Platón), la armazón espiritual del mundo: el Espíritu sería así el mismo Demiurgo de Filón, por el cual surgiría el mundo. Y del Espíritu se desgajaría el Alma, la tercera hipóstasis, que estaría cualitativamente a medio camino entre el Espíritu y el mundo.

También distinguió Plotino el Alma del mundo del conjunto de almas singulares. El Alma del Mundo sería ese Espíritu Divino subyacente en la naturaleza y el universo. Las almas singulares animarían a cada uno de los seres del universo, y estarían más alejadas del Espíritu (y, por lo tanto, del Uno). Pero en esta última emanación viviría todavía el recuerdo del origen, y la movería un deseo de volver a Dios, una atracción al Uno.

Plotino también se adelantó a Agustín de Hipona al plantear que esa conciencia que tendría cada alma singular de su origen remoto (el Uno, Dios) lo llevaría a buscar su retorno (epistrophé) a Él, a buscar el conocimiento de Él, a emprender un camino de perfeccionamiento (voluntad de Bien) que conduciría de nuevo hacia el más perfecto de los seres. La centella divina (scintilla animae) en el hombre, que sería el recuerdo del Uno, lo impelería a la interiorización, al apartamiento de lo material y múltiple y el acercamiento (via unitiva) al Arquetipo, al Uno primordial; la forma más elevada de dicho acercamiento sería el éxtasis para Plotino, quien dedujo que el alma singular también podría hacerlo por medio de la purificación (via purgativa) y la iluminación intelectiva (via illuminativa).

El neoplatonismo dejó varias escuelas: la de Porfirio (discípulo directo de Plotino), la de Jámbico (muerto hacia el 330 d.C.), la de Proclo (411-485 d.C., autor de la Elementatio Theologica), y las escuelas de Pérgamo ( a la que perteneció el emperador Juliano el Apóstata) y Alejandría (famosa por sus comentadores de Platón y Aristóteles). También influyó poderosamente en el pensamiento de Macrobio, Calcidio, Boecio, Ambrosio de Milán y Agustín de Hipona (estos dos últimos, santos y Padres de la Iglesia Católica).

lunes, 12 de marzo de 2012

Historia de la Filosofía - Los Áticos

Por David Alberto Campos Vargas*

Los áticos

Sócrates (470-399 a.C.) brilló con luz propia; su filosofía era práctica (su propia vida fue coherente con su ideas). Con su mayéutica, la búsqueda de la verdad se hizo un continuo interrogar, un continuo incitar a la reflexión por medio del cuestionamiento. A diferencia de los sofistas, concibió la areté como virtud derivada de valores éticos universales, orientada sin equívocos y sin relativismos.

Platón (427-347 a.C.) fundamentó su trabajo filosófico en el eidos, la esencia de las cosas. Así, su sistema de las ideas se erigió como algo independiente de la subjetividad del hombre, como algo absoluto, eterno y objetivo. Al valor cambiante y comercial antepuso el valor eterno, distinto de la utilidad material o subjetiva: el orden ideal, el verdadero areté (la verdadera virtud). Así elevó el deber ser a la esfera de las entidades ideales. El hombre virtuoso debería acercarse, para Platón, al hombre ideal (justo, bueno, bello en sí mismo).

Platón también creyó en que el diálogo reflexivo, el intercambio de ideas, permitiría la construcción de la anamnesis, la rememoración de lo que en una vida anterior (en el mundo ideal) se conoció: las ideas perfectas (de las que, en esta vida y en este mundo, veríamos sólo las sombras, los esbozos). Así, se puso del lado del innatismo: las ideas ya vendrían con nosotros, nuestro trabajo filosófico es redescubrirlas.

En este orden de ideas, Platón planteó que en el mundo de las ideas estarían contenidos los arquetipos de todas las cosas tangibles de nuestro mundo. De dichos arquetipos o moldes habrían surgido, como copias, las cosas de nuestro mundo. Ahora, en tanto copias, participarían en algún sentido de la naturaleza de esas ideas originarias. De este modo podría entenderse lo temporal en función de lo eterno (pues las cosas serían copias de arquetipos eternos). Platón no desconoció la experiencia sensible, sólo que nos invitó a buscar lo que habría detrás de ella (las ideas, lo eterno).

El modo filosófico de vivir sería la contemplación de la esencia de las cosas, tarea sin fin, puesto que las cosas (las realidades físicas de este mundo) se apoyan en formas superiores de ser (los arquetipos del mundo ideal). Platón llamó dialéctica a
este indagar, a este profundizar sobre las conexiones entre las cosas y las ideas.

En Platón el hombre sería el alma, y el alma lo intermedio entre el mundo de las ideas (ideal, suprasensible) y el mundo tangible (material, sensible). Y el alma sería inmaterial, indivisible e inmortal. La verdad y los valores serían su alimento. Y el cuerpo, su prisión. El hombre sería tanto más libre cuanto más espíritu fuera.
Platón también lanzó la posibilidad de la transmigración de las almas: al descender por vez primera del mundo de las ideas a este mundo material, podrían elegir cualquier destino en la vida; si eligen mal, seducidas por los apetitos y las apariencias, podrían empantanarse más y más en el mundo terrestre y descender cada vez más en la escala del ser; si eligen bien, no se dejarían engañar por las apariencias y buscarían el perfeccionamiento, esto es, se asemejarían cada vez más a la Idea del Sumo Bien (la idea de Dios).

El Estado fue entendido por Platón como una organización del hombre en su marcha hacia el bien; para él, debería estar dirigido por filósofos, amantes del bien y la sabiduría, santos y justos, que partiendo de su capacidad de contemplar las verdades eternas dirigirían en concordancia a ellas los asuntos humanos. Platón exigía a los gobernantes espiritualidad y votos de pobreza y celibato, para evitar así que el gobierno cayera en manos de ambiciosos más interesados en sí mismos que en los demás. Estos gobernantes, además, dirimirían los conflictos entre sus gentes (conflictos originados en el deseo de poseer, de imponerse o de saciar animalmente los apetitos).
La existencia de Dios fue una conclusión lógica para Platón, que dimanó de su teoría del mundo de las ideas. La dialéctica de las ideas sería el camino a Dios (Idea del Bien Supremo, de la Bondad y Belleza Supremas), del cual se formarían las otras ideas (y de las cuales, a través de sus arquetipos, se formarían todas las cosas de este mundo sensible). Además, justificó la existencia de Dios frente al mal en este mundo material y sensible.

Aristóteles (384-322 a.C.) recogió lo dicho por sus dos maestros (Platón fue su maestro directo en la Academia, y Sócrates su maestro indirecto, a través de Platón, a quien había enseñado) y realizó un esfuerzo titánico: el de sistematizar la Filosofía en tanto ciencia de la totalidad y del ser (el ser de todas las cosas del universo).

Como científico que era (médico, biólogo, investigador), Aristóteles propuso un método para el conocimiento filosófico: la Lógica, la manera en que se debe pensar correctamente (analizando conceptos, categorías y predicados, y la forma en que se conectan formando juicios –asociaciones de conceptos que desembocan en un enunciado sobre el mundo-, juicios que, al concatenarse, formarán raciocinios o silogismos). Así, Aristóteles instituyó el silogismo como un mecanismo conceptual certero para acceder a la verdad de una manera demostrativa y reflexiva.

También insistió en que no bastaba la percepción sensible para acceder a la verdad y al conocimiento; nuestro conocimiento iniciaría en los sentidos, pero no se detendría allí. Habría un proceso de intelección y abstracción por el cual se accedería a la forma universal (la esencia, o la idea platónica) detrás de cada cosa material.

Aristóteles también depuró lo metafísico. Preocupado por el ser en cuanto ser, buscó hacer de la Metafísica la disciplina de la búsqueda de las esencias, de las estructuras, los fundamentos internos de los seres (lo primordial en los seres), esencias de las que sólo conocemos, de primera mano, su manifestación (su fenómeno).
Mientras que Platón recurrió al mundo de las ideas para explicar los seres del mundo sensible (que serían, para él, copias de dichas ideas), Aristóteles creyó que los seres del mundo sensible son en sí mismos. Así, dispuso que los seres del mundo sensible, como en realidad son, son la realidad. Creó así un realismo opuesto al idealismo de Platón.

Aristóteles valoró por igual la forma y la materia. Ambos, para el estagirita, serían constituyentes del ser. Y para explicar cómo la forma (la idea de su maestro Platón) moldea la materia, recurrió al movimiento, fuerza que acaso recuerda al nous de Anaxágoras: el motor que permitiría que el ser en potencia se constituyese en ser en acto.

La entidad de una cosa, para Aristóteles, sería un venir a ser algo. Todo movimiento conduciría a un fin, una finalidad. Todo devenir procedería de un algo e iría hacia un algo. Toda cosa sería entelequia (tiene, en sí misma, un fin). Por eso es que, en el sistema aristotélico, lo acabado no estaría al final, sino al principio. Y así se vuelve a Platón: las formas ideales serían el diseño inmanente en cada ser, el modelo: la forma sería el arquetipo.

Aristóteles también se lanzó a definir al hombre; consideró al alma la entelequia (el motor, la razón de ser, el movimiento) del cuerpo físico-orgánico, la fuerza, el principio de la vida. Consideró al alma una totalidad de sentido (totalidad de finalidad), que en el hombre superaría lo netamente vegetativo (alma vegetativa) y lo animal (alma sensitiva) y adquiriría una calidad distinta: la de alma racional. De este modo, en Aristóteles el hombre sería un animal racional.

El alma del hombre, así, sería un alma espiritual dotada de inteligencia, razón y libre voluntad; tendría la capacidad de contemplar los principios supremos y eternos (lo verdadero); podría ser creadora (de juicios y experiencias en, y sobre, la realidad). El movimiento (entendido como el moldeado de la materia a través de la forma) sería en el hombre acción, un pasar de ser en potencia a ser en acto, devenir ontológico.

¿Fue un ateo Aristóteles? En modo alguno, si se entiende su filosofía. Todo el mundo real (el universo, la realidad total), todas las cosas, tendrían unos motores causales, unas causas eficientes (que permitirían el movimiento del ser en potencia al ser en acto); y todos esos motores causales se remontarían a un motor primigenio, el origen de todo: la causa de las causas (el concepto aristotélico de la Divinidad como ente).

La naturaleza de Dios la describió Aristóteles como puro ser, espíritu y vida, motor (motor inmóvil, en tanto que no sería movido por otros motores, porque sería en sí mismo autosuficiente). Dios sería el ser perfectísimo, que constantemente pensaría (crearía) y se pensaría a sí mismo; una eterna realidad, una eterna realidad (Acto Puro). Todo ser vendría de Dios, tendría en Él su fundamento y sería causado por Él. Dios sería la forma de las formas. Todo ser, en tanto que ser, desplegaría una forma, y, por eso, desplegaría un fragmento de Dios.

Aristóteles también aportó a la Ética. Postuló la necesidad del término medio, homologando lo bello y deseable (el valor ideal) con el justo medio entre lo poco y lo excesivo: por ejemplo, la valentía sería lo bueno, en vez de la temeridad o la cobardía. Los valores, para Aristóteles, constituirían el tipo ideal (ecos de Platón), el modelo: la mejor manera de ser hombre (como ser razonable, recto, justo y bello).

*Médico Psiquiatra, Escritor, Psicoterapeuta

Los presocráticos y los sofistas

Los presocráticos

La filosofía occidental nace en la costa del Asia Menor (Jonia, representada por las ciudades Mileto, Éfeso, Clazómenas, Colofón, Samos), Sicilia y el sur de Italia. Dichos filósofos, llamados genéricamente presocráticos, se preguntaron por la naturaleza que les rodea; dejando a un lado los mitos, intentaron razonar y pensar demostrativamente. Por medio la observación y la reflexión intentaron captar el ser, específicamente buscando el arjé (“origen”), el principio de todas las cosas (del cual provendrían todos los seres del universo).

Para Tales de Mileto (624-546 a.C.) el arjé era el agua; para Anaxímenes el apeiron (lo indeterminado, lo ilimitado, lo infinito de materia: todo lo existente le debería algo de materia a ese principio material); para Anaximandro, el aire.
Pitágoras de Samos (nacido en 570 a.C.) fue el primero en proponer que el ser no se reducía al ser material: así bosqueja el concepto de forma (lo indeterminado, lo apeirónico) en contraste a la materia (lo limitado: peras); Pitágoras insistió en la naturaleza dual (limitada e ilimitada) de las cosas, y en que cada cosa tiene su lugar correcto en el universo (armonía en el universo): concibió lo existente como un todo armónico, un sistema perfecto y matemático.

Heráclito (544-484 a.C.) postuló que el devenir antecedía a la materia y la forma: lo que las cosas son, lo serían únicamente porque existe el eterno cambio, el devenir. Pero no es un cambio anárquico, sino un cambio con un sentido, con un logos (con una lógica, un orden intrínseco): nace así la dialéctica. Para Heráclito el ser fluye, pero siguiendo un principio, una ley natural.

Parménides de Elea (540-470 a.C) se centró en el ser en tanto que permanente; intuyó que, pese al inevitable devenir, algo tiene el ser de estático, de durable, que justamente le permite ser lo que es, y no otra cosa. Así, su ser fue el ser que se mantiene pese al cambio. Esbozó así lo que Aristóteles vendría a constituir como Metafísica. Y trazó el derrotero de la Filosofía, a la que entendió como sabiduría del todo. Zenón y Meliso fueron dos de sus discípulos.
Empédocles de Agrigento (492-432 a.C.) propuso el concepto de elemento. Los elementos serían los constituyentes básicos del universo. Y describió cuatro elementos: fuego, aire, agua y tierra. Esas últimas partes materiales (elementos), mezcladas y organizadas de distintas maneras, constituirían la multiplicidad de seres del universo.

Demócrito de Abdera (460-370 a.C.) insistió en que dichos elementos, dichos constituyentes mínimos, básicos, de todo ser, serían los átomos. Un átomo, para Demócrito, era la última y mínima porción posible de materia: lo indivisible, lo más reducido posible. Todas las cosas se compondrían de átomos. Y a dichos átomos (y, por ende, al universo) no los regiría ningún dios: no tendrían un sentido (una finalidad) sino que todo en ellos sucedería por sí mismo, por leyes inherentes a ellos (automáticamente). Demócrito también insistió en la eternidad del movimiento de dichos átomos (y de todos los seres constituidos por ellos).

Anaxágoras (500 – 420 a.C.) postuló que el principio sería el nous, el espíritu. El espíritu sería la fuerza que todo lo dirige, que da un sentido, y que produce ese eterno movimiento del que habló Demócrito. Sería lo estable en medio del devenir, lo omnipresente en todos los seres, la inteligencia y el orden ocultos en cada uno de los seres del universo. El nous sería, para Anaxógoras, la fuerza espiritual inherente a la naturaleza misma del universo.

Los sofistas

Los sofistas aparecieron en escena justo cuando en Grecia se empezaba a ser política de envergadura: son, entonces, los formadores de políticos (de ahí su interés en la retórica). Propusieron el relativismo ético y axiológico. Postularon que lo importante para el hombre era alcanzar posiciones de dominio en su sociedad, mantenerlas y disfrutarlas. Se empeñaron en negar (o, al menos, relativizar) la verdad y el conocimiento universal. Y, a diferencia de otros filósofos, vendieron sus servicios.

Gorgias (483-375 a.C.) planteó que no existía la verdad universal, y, si existiera, no se podría conocer. Y remató con que, si se pudiera conocer, tampoco se podría comunicar. Nació así el relativismo filosófico.

Protágoras (481-411 a.C.) defendió también la posición de que todo es relativo y subjetivo. Negó la existencia de realidades objetivas, dioses eternos o leyes eternas. Insistió en que el hombre era la medida de todas las cosas. Para él, nada era naturalmente, eternamente o universalmente valedero: todo era subjetividad y convencionalismo.

Platón criticó esta postura acomodaticia y esta laxitud de valores de los sofistas. Su Academia era gratuita. Insistió en que, sin valores universales y eternos, los hombres serían solamente seductores y buscadores de poder. Y concluyó excluyendo a los sofistas de la misma Filosofía, argumentando que sólo eran amantes de la retórica y la palabra (philologoi, filólogos) y no del pensamiento y la sabiduría (es decir, no eran filósofos, philosophoi).

David Alberto Campos Vargas (Colombia, 1982)

viernes, 2 de marzo de 2012

Definiciones básicas de términos pedagógicos

DAVID ALBERTO CAMPOS VARGAS (L)

MILDRE MILENA CORTÉS NIÑO

CAROLINA DOMINGUEZ SOTELO


La FORMACIÓN nos remonta al concepto de bildung de la escuela alemana, en tanto queforma, configura, moldea al niño y al hombre con el que interactúa (PRÁCTICAS DE FORMACIÓN). Así, incluye tanto las prácticas institucionalizadas (EDUCATIVAS) como las no institucionalizadas (las PRACTICAS FORMATIVAS) que se dan en una sociedad con el fin de configurar a las nuevas generaciones para la super-viviencia y la con-vivencia en cada sistema social. Las prácticas de formación se dan en la familia (o grupo socio-cultural) a partir del nacimiento hasta la edad en la que se considera al joven "iniciado" en dicha sociedad, o por el resto de su vida.

Las PRÁCTICAS DE FORMACIÓN, entonces, se dividen en Formativas (no institucionalizadas) y Educativas (institucionalizadas).

Podríamos definir INSTITUCIONALIZACIÓN como la segregación de espacios, tiempos, personas, roles y símbolos que lleva a la aparición de la práctica educativa.

La PRÁCTICAS FORMATIVAS (es decir, las tendientes a la construcción de las nuevas generaciones y su configuración para la convivencia y la supervivencia dentro dle sistema social al que pertenecen) no están institucionalizadas. A ellas pertenecen, por ejemplo, las prácticas de crianza al interior de familias y clanes.

Las PRÁCTICAS EDUCATIVAS están institucionalizadas (al establecérseles determinados espacios, tiempos, roles y símbolos) y suponen una praxis (acción transformada por reflexión y teoría) de la práctica educativa, a cargo de los pedagogos.

La PEDAGOGIA es una disciplina per se, un saber con dimensiones tanto teóricas (que, a veces, las denominadas "Ciencias de la Educación" y el mismo Estado le desconocen, reduciéndola) como prácticas. Se trata de una disciplina que no es exclusiva de la educacion infantil (y, por tanto, no es ajena ni a la escuela secundaria ni a los claustros universitarios). Como construcción dialéctica que es (pues se nutre de los saberes de otras disciplinas, se retroalimenta y se interroga a sí misma), se va generando por los pedagogos a través de la reflexion personal y dialogal sobre sus objetos (teoría pedagógica) y su quehacer (práctica pedagógica). La pedagogía, como disciplina en sí misma (porque aunque se nutre de otras disciplinas, como la Psicología o la Sociología, y dialoga con ellas, tiene una existencia propia, no es simple "aplicación" de ellas, como algunos han pretendido mostrar), reflexiona sobre sus saberes y sobre sí misma, se reformula y reconceptúa a sí misma, en tanto que ese eje maestro-alumno-escuela-Estado-cultura también es dialéctico y está en constante construcción (incluyendo procesos de re-construcción y de-construcción).

En su carácter de disciplina, la PEDAGOGÍA reflexiona sobre múltiples aspectos: el aprendizaje, la enseñanza, las relaciones (entre maestros-alumnos-saberes-macro y microentornos), su articulación (en tanto práctica pedagógica) con otras prácticas y saberes, su inserción en el sistema social. La Pedagogía aspira a la globalidad; sin embargo, de acuerdo con cada una de sus especializaciones, podría decirse que hay un subtipo de pedagogía para cada saber específico (verbigracia pedagogia preescolar, pedagogía de los valores, pedagogía de las metematicas, pedagogía de la lengua materna, pedagogía de las ciencias sociales, pedagogía de las ciencias naturales, etcétera) en contraposición a la pedagogía global, que es comúnmente llamada Pedagogía General. Así es como se distingue la PEDAGOGÍA GENERAL (reflexión pedagógica como un todo) de la PEDAGOGÍA ESPECIAL (que se enfoca en los distintos niveles de concreción de las prácticas pedagógicas). La PEDAGOGÍA como disciplina y como saber en construcción (ya que siempre ha buscado dar respuesta a cada uno de los momentos sociales, en cada cultura), jamás se ha quedado estática, sino que avanza en continua fluidez y enriquecimiento.

Dentro de la pedagogia encontramos las RELACIONES PEDAGÓGICAS, todas estas constituyentes esenciales de la actividad aprehendiente del alumno y de la actividad docente del maestro, y, a su vez, de la actividad del eje alumno-maestro-escuela-Estado-comunidad-cultura, por lo que se incluyen en ella todas las relaciones e interacciones entre maestro-alumno-microentorno-macroentorno. Son las relaciones que se dan al interior del sistema educativo (es decir, institucionalizado) e incluyen todas las relaciones posibles entre sus componentes (maestro-alumno-microentorno-macroentorno)

El SABER PEDAGÓGICO incluye entonces tanto dimensiones teórico-conceptuales (en tanto que la Pedagogía es una disciplina que reflexiona tanto sobre sus objetos como sobre su quehacer, es decir, se piensa a sí misma) como prácticas (concentrados en la enseñanza como campo operativo).

La DIDÁCTICA hace referencia a un sector delimitado de los saberes pedagógicos: está incluida dentro de la enseñanza. Es el sector de la pedagogía que cubre la reflexion sobre todos los aspectos de las relaciones del maestro con sus alumnos y sus microentornos desde el punto de vista de la enseñanza (y no sólo los métodos o las técnicas). El buen maestro no se debe limitar a seguir al pie de la letra los métodos, como si fueran un sine qua non rígido, pues sabe que incluso el "mejor" de los métodos es "el mejor" de manera relativa, en tanto que adecuado para determinada situación, determinada circunstancia, determinados profesores y alumnos y determinados microentornos y macroentornos, pero nunca un solo método será "universal" o "único": cada método es un camino, pero hay multiplicidad, infinidad de caminos en la enseñanza. La DIDACTICA es, entonces, un cuerpo de estrategias, métodos y conocimientos puestos al servicio de la enseñanza, un derrotero encaminado a favorecer en el alumno el aprendizaje, y en el maestro la acción de enseñar. Entendida como reflexión sistémica y búsqueda de alternativas a los problemas de la práctica pedagógica, no se puede limitar a un único método de enseñanza, se ha constatado que tiene su funcionalidad de conformidad a los contextos y momentos.

Desglosando aún más los conceptos, podríamos definir al SABER PEDAGOGICO como el relativo al quehacer de la enseñanza (el quehacer del maestro) que se construye a partir de la práctica misma en la que se encuentre inserto, y dentro de las instituciones con fines educativos en las que se ejerza.

La ENSEÑANZA podría definirse como la actividad del maestro en la que se muestra el saber al alumno (exposición de saberes que se da dentro de uno de los sentidos de la relacion maestro-alumno); en ella el maestro trata de reconfigurar los microentornos para potenciar la relación microentorno-alumno y tratar de sintonizarla, a su vez, con la relacion maestro-alumno. Ubicada en el campo de las ciencias humanas y de la educación; es una accion práctica donde se aplican los métodos para aprender propuestos por la psicología y otras disciplinas. No es encasillable en un único camino o procedimiento, existe en diversas modalidades, conceptos y estrategias. Por medio de ella se tiene una continuidad, en la educación, entre las actividades teórcas y las actividades prácticas (es el hilo conductor de ellas). Enseñanza es el campo aplicado y práctico de la pedagogía, por eso va de la mano con la didáctica (estrategias, técnicas y medios para tratar determiandos contenidos).

Ahora, el APRENDIZAJE es la actividad aprehendiente del alumno (aprehender del alumno entendido como tomar, asimilar, introyectar esos saberes que el maestro le presenta -enseña-) que se da dentro de las relaciones maestro-alumno juntamente con las relaciones maestro-alumno-microentorno (pues, como ya se expuso, el maestro intenta tarsnformar, reconfigurar el microentorno del alumno, para optimizar/potenciar su aprendizaje, su aprehendimiento). Como apuntan Zuluaga y cols., el aprendizaje es actividad psíquica y epistemológica (sobretodo en algunos enfoques, que homologan aprender a conocer) por ende está ligado a una dimensión conceptual.

La EDUCACION podría conceptualizarse como la actividad formativa institucional, "oficial", dentro de un espacio y en un contexto y unos roles determinados. Así, hablamos de educación cuando la formacion del alumno se da en instituciones o contextos institucionalizados. Educar también es cultivar, de forma institucionalizada, saberes en los alumnos.

Los COMPONENTES DE LOS PROCESOS EDUCATIVOS son los sujetos de la educación (maestros, alumnos, componentes del microentorno y del macroentorno) y sus relaciones e interrelaciones (que determinan la estructura del sistema o modelo educativo) y sus actividades o transformaciones (que constituyen la dinámica del sistema educativo).

Las PRACTICAS EDUCATIVAS se dan cuando las prácticas formativas son de forma institucionalizada (en una institucion); podrían definirse como la praxis, la acción del educador como tal, en la que el maestro (en su faceta de educador-institucional, es protagonista (pese a que, como apuntan Zuluaga y colaboradores, a veces el Estado o las otras disciplinas científicas lo intenten convertir en mero instrumento sin protagonismo).