lunes, 31 de diciembre de 2012
En memoria de Paulina, por Adolfo Bioy Casares
Siempre quise a Paulina. En uno de mis primeros recuerdos, Paulina y yo estamos ocultos en una oscura glorieta de laureles, en un jardín con dos leones de piedra. Paulina me dijo: Me gusta el azul, me gustan las uvas, me gusta el hielo, me gustan las rosas, me gustan los caballos blancos. Yo comprendí que mi felicidad había empezado, porque en esas preferencias podía identificarme con Paulina. Nos parecimos tan milagrosamente que en un libro sobre la final reunión de las almas en el alma del mundo, mi amiga escribió en el margen: Las nuestras ya se reunieron. "Nuestras" en aquel tiempo, significaba la de ella y la mía.
Para explicarme ese parecido argumenté que yo era un apresurado y remoto borrador de Paulina. Recuerdo que anoté en mi cuaderno: Todo poema es un borrador de la Poesía y en cada cosa hay una prefiguración de Dios. Pensé también: En lo que me parezca a Paulina estoy a salvo. Veía (y aún hoy veo) la identificación con Paulina como la mejor posibilidad de mi ser, como el refugio en donde me libraría de mis defectos naturales, de la torpeza, de la negligencia, de la vanidad.
La vida fue una dulce costumbre que nos llevó a esperar, como algo natural y cierto, nuestro futuro matrimonio. Los padres de Paulina, insensibles al prestigio literario prematuramente alcanzado, y perdido, por mí, prometieron dar el consentimiento cuando me doctorara. Muchas veces nosotros imaginábamos un ordenado porvenir, con tiempo suficiente para trabajar, para viajar y para querernos. Lo imaginábamos con tanta vividez que nos persuadíamos de que ya vivíamos juntos.
Hablar de nuestro casamiento no nos inducía a tratarnos como novios. Toda la infancia la pasamos juntos y seguía habiendo entre nosotros una pudorosa amistad de niños. No me atrevía a encarnar el papel de enamorado y a decirle, en tono solemne: Te quiero. Sin embargo, cómo la quería, con qué amor atónito y escrupuloso yo miraba su resplandeciente perfección .
A Paulina le agradaba que yo recibiera amigos. Preparaba todo, atendía a los invitados, y, secretamente, jugaba a ser dueña de casa. Confieso que esas reuniones no me alegraban. La que ofrecimos para que Julio Montero conociera a escritores no fue una excepción.
La víspera, Montero me había visitado por primera vez. Esgrimía, en la ocasión, un copioso manuscrito y el despótico derecho que la obra inédita confiere sobre el tiempo del prójimo. Un rato después de la visita yo había olvidado esa cara hirsuta y casi negra. En lo que se refiere al cuento que me leyó -Montero me había encarecido que le dijera con toda sinceridad si el impacto de su amargura resultaba demasiado fuerte-, acaso fuera notable porque revelaba un vago propósito de imitar a escritores positivamente diversos. La idea central era que si una determinada melodía surge de una relación entre el violín y los movimientos del violinista, de una determinada relación entre movimiento y materia surgía el alma de cada persona. El héroe del cuento fabricaba una máquina para producir almas (una suerte de bastidor, con maderas y piolines). Después el héroe moría. Velaban y enterraban el cadáver; pero él estaba secretamente vivo en el bastidor. Hacia el último párrafo, el bastidor aparecía, junto a un estereoscopio y un trípode con una piedra de galena, en el cuarto donde había muerto una señorita.
Cuando logré apartarlo de los problemas de su argumento, Montero manifestó una extraña ambición por conocer a escritores.
-Vuelva mañana por la tarde -le dije-. Le presentaré a algunos.
Se describió a sí mismo como un salvaje y aceptó la invitación. Quizá movido por el agrado de verlo partir, bajé con él hasta la puerta de calle. Cuando salimos del ascensor, Montero descubrió el jardín que hay en el patio. A veces, en la tenue luz de la tarde, viéndolo a través del portón de vidrio que lo separa del hall, ese diminuto jardín sugiere la misteriosa imagen de un bosque en el fondo de un lago. De noche, proyectores de luz lila y de luz anaranjada lo convierten en un horrible paraíso de caramelo. Montero lo vio de noche.
-Le seré franco-me dijo, resignándose a quitar los ojos del jardín-. De cuanto he visto en la casa esto es lo más interesante.
Al otro día Paulina llegó temprano; a las cinco de la tarde ya tenía todo listo para el recibo. Le mostré una estatuita china, de piedra verde, que yo había comprado esa mañana en un anticuario. Era un caballo salvaje, con las manos en el aire y la crin levantada. El vendedor me aseguró que simbolizaba la pasión.
Paulina puso el caballito en un estante de la biblioteca y exclamó: Es hermoso como la primera pasión de una vida. Cuando le dije que se lo regalaba, impulsivamente me echó los brazos al cuello y me besó.
Tomamos el té en el antecomedor. Le conté que me habían ofrecido una beca para estudiar dos años en Londres. De pronto creímos en un inmediato casamiento, en el viaje, en nuestra vida en Inglaterra (nos parecía tan inmediata como el casamiento). Consideramos pormenores de economía doméstica; las privaciones, casi dulces, a que nos someteríamos; la distribución de horas de estudio, de paseo, de reposo y, tal vez, de trabajo; lo que haría Paulina mientras yo asistiera a los cursos; la ropa y los libros que llevaríamos. Después de un rato de proyectos, admitimos que yo tendría que renunciar a la beca. Faltaba una semana para mis exámenes, pero ya era evidente que los padres de Paulina querían postergar nuestro casamiento.
Empezaron a llegar los invitados. Yo no me sentía feliz. Cuando conversaba con una persona, sólo pensaba en pretextos para dejarla. Proponer un tema que interesara al interlocutor me parecía imposible. Si quería recordar algo, no tenía memoria o la tenía demasiado lejos. Ansioso, fútil, abatido, pasaba de un grupo a otro, deseando que la gente se fuera, que nos quedáramos solos, que llegara el momento, ay, tan breve, de acompañar a Paulina hasta su casa.
Cerca de la ventana, mi novia hablaba con Montero. Cuando la miré, levantó los ojos e inclinó hacia mí su cara perfecta. Sentí que en la ternura de Paulina había un refugio inviolable, en donde estábamos solos. ¡Cómo anhelé decirle que la quería! Tomé la firme resolución de abandonar esa misma noche mi pueril y absurda vergüenza de hablarle de amor. Si ahora pudiera (suspiré) comunicarle mi pensamiento. En su mirada palpitó una generosa, alegre y sorprendida gratitud.
Paulina me preguntó en qué poema un hombre se aleja tanto de una mujer que no la saluda cuando la encuentra en el cielo. Yo sabía que el poema era de Browning y vagamente recordaba los versos. Pasé el resto de la tarde buscándolos en la edición de Oxford. Si no me dejaban con Paulina, buscar algo para ella era preferible a conversar con otras personas, pero estaba singularmente ofuscado y me pregunté si la imposibilidad de encontrar el poema no entrañaba un presagio. Miré hacia la ventana. Luis Alberto Morgan, el pianista, debió de notar mi ansiedad, porque me dijo:
-Paulina está mostrando la casa a Montero.
Me encogí de hombros, oculté apenas el fastidio y simulé interesarme, de nuevo, en el libro de Browning. Oblicuamente vi a Morgan entrando en mi cuarto. Pensé: Va a llamarla. En seguida reapareció con Paulina y con Montero.
Por fin alguien se fue; después, con despreocupación y lentitud partieron otros. Llegó un momento en que sólo quedamos Paulina, yo y Montero. Entonces, como lo temí, exclamó Paulina:
-Es muy tarde. Me voy.
Montero intervino rápidamente:
-Si me permite, la acompañaré hasta su casa.
-Yo también te acompañaré -respondí.
Le hablé a Paulina, pero miré a Montero. Pretendí que los ojos le comunicaran mi desprecio y mi odio.
Al llegar abajo, advertí que Paulina no tenía el caballito chino. Le dije:
-Has olvidado mi regalo.
Subí al departamento y volví con la estatuita . Los encontré apoyados en el portón de vidrio, mirando el jardín. Tomé del brazo a Paulina y no permití que Montero se le acercara por el otro lado. En la conversación prescindí ostensiblemente de Montero.
No se ofendió. Cuando nos despedimos de Paulina, insistió en acompañarme hasta casa. En el trayecto habló de literatura, probablemente con sinceridad y con fervor. Me dije: Él es el literato; yo soy un hombre cansado, frívolamente preocupado con una mujer. Consideré la incongruencia que había entre su vigor físico y su debilidad literaria. Pensé: una caparazón lo protege; no le llega lo que siente el interlocutor. Miré con odio sus ojos despiertos, su bigote hirsuto, su pescuezo fornido.
Aquella semana casi no vi a Paulina. Estudié mucho. Después del último examen, la llamé por teléfono. Me felicitó con una insistencia que no parecía natural y dijo que al fin de la tarde iría a casa.
Dormí la siesta, me bañé lentamente y esperé a Paulina hojeando un libro sobre los Faustos de Müller y de Lessing.
Al verla, exclamé:
-Estás cambiada.
-Si -respondió-. ¡Cómo nos conocemos! No necesito hablar para que sepas lo que siento.
Nos miramos en los ojos, en un éxtasis de beatitud.
-Gracias -contesté.
Nada me conmovía tanto como la admisión, por parte de Paulina, de la entrañable conformidad de nuestras almas. Confiadamente me abandoné a ese halago. No sé cuándo me pregunté (incrédulamente) si las palabras de Paulina ocultarían otro sentido. Antes de que yo considerara esta posibilidad, Paulina emprendió una confusa explicación. Oí de pronto:
-Esa primera tarde ya estábamos perdidamente enamorados
Me pregunté quiénes estaban enamorados. Paulina continuó.
-Es muy celoso. No se opone a nuestra amistad, pero le juré que, por un tiempo, no te vería.
Yo esperaba, aún, la imposible aclaración que me tranquilizara. No sabía si Paulina hablaba en broma o en serio. No sabía qué expresión había en mi rostro. No sabía lo desgarradora que era mi congoja. Paulina agregó:
-Me voy. Julio está esperándome. No subió para no molestarnos.
-¿Quién? -pregunté.
En seguida temí -como si nada hubiera ocurrido- que Paulina descubriera que yo era un impostor y que nuestras almas no estaban tan juntas.
Paulina contestó con naturalidad:
-Julio Montero.
La respuesta no podía sorprenderme; sin embargo, en aquella tarde horrible, nada me conmovió tanto como esas dos palabras. Por primera vez me sentí lejos de Paulina. Casi con desprecio le pregunté:
-¿Van a casarse?
No recuerdo qué me contestó. Creo que me invitó a su casamiento.
Después me encontré solo. Todo era absurdo. No había una persona más incompatible con Paulina (y conmigo) que Montero. ¿O me equivocaba? Si Paulina quería a ese hombre, tal vez nunca se había parecido a mí. Una abjuración no me bastó; descubrí que muchas veces yo había entrevisto la espantosa verdad.
Estaba muy triste, pero no creo que sintiera celos. Me acosté en la cama, boca abajo. Al estirar una mano, encontré el libro que había leído un rato antes. Lo arrojé lejos de mí, con asco .
Salí a caminar. En una esquina miré una calesita. Me parecía imposible seguir viviendo esa tarde.
Durante años la recordé y como prefería los dolorosos momentos de la ruptura (porque los había pasado con Paulina) a la ulterior soledad, los recorría y los examinaba minuciosamente y volvía a vivirlos. En esta angustiada cavilación creía descubrir nuevas interpretaciones para los hechos. Así, por ejemplo, en la voz de Paulina declarándome el nombre de su amado, sorprendí una ternura que, al principio, me emocionó. Pensé que la muchacha me tenía lástima y me conmovió su bondad como antes me conmovía su amor. Luego, recapacitando, deduje que esa ternura no era para mí sino para el nombre pronunciado.
Acepté la beca, y, silenciosamente, me ocupé en los preparativos del viaje. Sin embargo, la noticia trascendió. En la última tarde me visitó Paulina.
Me sentía alejado de ella, pero cuando la vi me enamoré de nuevo. Sin que Paulina lo dijera, comprendí que su aparición era furtiva. La tomé de las manos, trémulo de agradecimiento. Paulina exclamó:
-Siempre te querré. De algún modo, siempre te querré más que a nadie.
Tal vez creyó que había cometido una traición. Sabía que yo no dudaba de su lealtad hacia Montero, pero como disgustada por haber pronunciado palabras que entrañaran -si no para mí, para un testigo imaginario- una intención desleal, agregó rápidamente:
-Es claro, lo que siento por ti no cuenta. Estoy enamorada de Julio.
Todo lo demás, dijo, no tenía importancia. El pasado era una región desierta en que ella había esperado a Montero. De nuestro amor, o amistad, no se acordó.
Después hablamos poco. Yo estaba muy resentido y fingí tener prisa. La acompañé en el ascensor. Al abrir la puerta retumbó, inmediata, la lluvia.
-Buscaré un taxímetro -dije.
Con una súbita emoción en la voz, Paulina me gritó:
-Adiós, querido.
Cruzó, corriendo, la calle y desapareció a lo lejos. Me volví, tristemente. Al levantar los ojos vi a un hombre agazapado en el jardín. El hombre se incorporó y apoyó las manos y la cara contra el portón de vidrio. Era Montero.
Rayos de luz lila y de luz anaranjada se cruzaban sobre un fondo verde, con boscajes oscuros. La cara de Montero, apretada contra el vidrio mojado, parecía blanquecina y deforme.
Pensé en acuarios, en peces en acuarios. Luego, con frívola amargura, me dije que la cara de Montero sugería otros monstruos: los peces deformados por la presión del agua, que habitan el fondo del mar.
Al otro día, a la mañana, me embarqué. Durante el viaje, casi no salí del camarote. Escribí y estudié mucho.
Quería olvidar a Paulina. En mis dos años de Inglaterra evité cuanto pudiera recordármela: desde los encuentros con argentinos hasta los pocos telegramas de Buenos Aires que publicaban los diarios. Es verdad que se me aparecía en el sueño, con una vividez tan persuasiva y tan real, que me pregunté si mi alma no contrarrestaba de noche las privaciones que yo le imponía en la vigilia. Eludí obstinadamente su recuerdo. Hacia el fin del primer año, logré excluirla de mis noches, y, casi, olvidarla.
La tarde que llegué de Europa volví a pensar en Paulina. Con aprehensión me dije que tal vez en casa los recuerdos fueran demasiado vivos. Cuando entré en mi cuarto sentí alguna emoción y me detuve respetuosamente, conmemorando el pasado y los extremos de alegría y de congoja que yo había conocido. Entonces tuve una revelación vergonzosa. No me conmovían secretos monumentos de nuestro amor, repentinamente manifestados en lo más íntimo de la memoria; me conmovía la enfática luz que entraba por la ventana, la luz de Buenos Aires.
A eso de las cuatro fui hasta la esquina y compré un kilo de café. En la panadería, el patrón me reconoció, me saludó con estruendosa cordialidad y me informó que desde hacia mucho tiempo -seis meses por lo menos- yo no lo honraba con mis compras. Después de estas amabilidades le pedí, tímido y resignado, medio kilo de pan. Me preguntó, como siempre:
-¿Tostado o blanco?
Le contesté, como siempre:
-Blanco.
Volví a casa. Era un día claro como un cristal y muy frío.
Mientras preparaba el café pensé en Paulina. Hacia el fin de la tarde solíamos tomar una taza de café negro.
Como en un sueño pasé de una afable y ecuánime indiferencia a la emoción, a la locura, que me produjo la aparición de Paulina. Al verla caí de rodillas, hundí la cara entre sus manos y lloré por primera vez todo el dolor de haberla perdido.
Su llegada ocurrió así: tres golpes resonaron en la puerta; me pregunté quién sería el intruso; pensé que por su culpa se enfriaría el café; abrí, distraídamente.
Luego -ignoro si el tiempo transcurrido fue muy largo o muy breve- Paulina me ordenó que la siguiera. Comprendí que ella estaba corrigiendo, con la persuasión de los hechos, los antiguos errores de nuestra conducta. Me parece (pero además de recaer en los mismos errores, soy infiel a esa tarde) que los corrigió con excesiva determinación . Cuando me pidió que la tomara de la mano ("¡La mano!", me dijo. "¡Ahora!") me abandoné a la dicha. Nos miramos en los ojos y, como dos ríos confluentes, nuestras almas también se unieron. Afuera, sobre el techo, contra las paredes, llovía. Interpreté esa lluvia -que era el mundo entero surgiendo, nuevamente- como una pánica expansión de nuestro amor.
La emoción no me impidió, sin embargo, descubrir que Montero había contaminado la conversación de Paulina. Por momentos, cuando ella hablaba, yo tenía la ingrata impresión de oír a mi rival. Reconocí la característica pesadez de las frases; reconocí las ingenuas y trabajosas tentativas de encontrar el término exacto; reconocí, todavía apuntando vergonzosamente, la inconfundible vulgaridad.
Con un esfuerzo pude sobreponerme. Miré el rostro, la sonrisa, los ojos. Ahí estaba Paulina, intrínseca y perfecta. Ahí no me la habían cambiado.
Entonces, mientras la contemplaba en la mercurial penumbra del espejo, rodeada por el marco de guirnaldas, de coronas y de ángeles negros, me pareció distinta. Fue como si descubriera otra versión de Paulina; como si la viera de un modo nuevo. Di gracias por la separación, que me había interrumpido el hábito de verla, pero que me la devolvía más hermosa.
Paulina dijo:
-Me voy. Julio me espera.
Advertí en su voz una extraña mezcla de menosprecio y de angustia, que me desconcertó. Pensé melancólicamente: Paulina, en otros tiempos, no hubiera traicionado a nadie. Cuando levanté la mirada, se había ido.
Tras un momento de vacilación la llamé. Volví a llamarla, bajé a la entrada, corrí por la calle. No la encontré. De vuelta, sentí frío. Me dije: "Ha refrescado. Fue un simple chaparrón". La calle estaba seca.
Cuando llegué a casa vi que eran las nueve. No tenía ganas de salir a comer; la posibilidad de encontrarme con algún conocido, me acobardaba. Preparé un poco de café. Tomé dos o tres tazas y mordí la punta de un pan.
No sabía siquiera cuándo volveríamos a vernos. Quería hablar con Paulina. Quería pedirle que me aclarara unas dudas (unas dudas que me atormentaban y que ella aclararía sin dificultad). De pronto, mi ingratitud me asustó. El destino me deparaba toda la dicha y yo no estaba contento. Esa tarde era la culminación de nuestras vidas. Paulina lo había comprendido así. Yo mismo lo había comprendido. Por eso casi no hablamos. (Hablar, hacer preguntas hubiera sido, en cierto modo, diferenciarnos.)
Me parecía imposible tener que esperar hasta el día siguiente para ver a Paulina. Con premioso alivio determiné que iría esa misma noche a casa de Montero. Desistí muy pronto; sin hablar antes con Paulina, no podía visitarlos. Resolví buscar a un amigo -Luis Alberto Morgan me pareció el más indicado- y pedirle que me contara cuanto supiera de la vida de Paulina durante mi ausencia.
Luego pensé que lo mejor era acostarme y dormir. Descansado, vería todo con más comprensión. Por otra parte, no estaba dispuesto a que me hablaran frívolamente de Paulina. Al entrar en la cama tuve la impresión de entrar en un cepo (recordé, tal vez, noches de insomnio, en que uno se queda en la cama para no reconocer que está desvelado). Apagué la luz.
No cavilaría más sobre la conducta de Paulina. Sabía demasiado poco para comprender la situación. Ya que no podía hacer un vacío en la mente y dejar de pensar, me refugiaría en el recuerdo de esa tarde.
Seguiría queriendo el rostro de Paulina aun si encontraba en sus actos algo extraño y hostil que me alejaba de ella. El rostro era el de siempre, el puro y maravilloso que me había querido antes de la abominable aparición de Montero. Me dije: Hay una fidelidad en las caras, que las almas quizá no comparten.
¿O todo era un engaño? ¿Yo estaba enamorado de una ciega proyección de mis preferencias y repulsiones? ¿Nunca había conocido a Paulina?
Elegí una imagen de esa tarde -Paulina ante la oscura y tersa profundidad del espejo- y procuré evocarla. Cuando la entreví, tuve una revelación instantánea: dudaba porque me olvidaba de Paulina. Quise consagrarme a la contemplación de su imagen. La fantasía y la memoria son facultades caprichosas: evocaba el pelo despeinado, un pliegue del vestido, la vaga penumbra circundante, pero mi amada se desvanecía.
Muchas imágenes, animadas de inevitable energía, pasaban ante mis ojos cerrados. De pronto hice un descubrimiento. Como en el borde oscuro de un abismo, en un ángulo del espejo, a la derecha de Paulina, apareció el caballito de piedra verde.
La visión, cuando se produjo, no me extrañó; sólo después de unos minutos recordé que la estatuita no estaba en casa. Yo se la había regalado a Paulina hacía dos años.
Me dije que se trataba de una superposición de recuerdos anacrónicos (el más antiguo, del caballito; el más reciente, de Paulina). La cuestión quedaba dilucidada, yo estaba tranquilo y debía dormirme. Formulé entonces una reflexión vergonzosa y, a la luz de lo que averiguaría después, patética. "Si no me duermo pronto", pensé, "mañana estaré demacrado y no le gustaré a Paulina".
Al rato advertí que mi recuerdo de la estatuita en el espejo del dormitorio no era justificable. Nunca la puse en el dormitorio. En casa, la vi únicamente en el otro cuarto (en el estante o en manos de Paulina o en las mías).
Aterrado, quise mirar de nuevo esos recuerdos. El espejo reapareció, rodeado de ángeles y de guirnaldas de madera, con Paulina en el centro y el caballito a la derecha. Yo no estaba seguro de que reflejara la habitación. Tal vez la reflejaba, pero de un modo vago y sumario. En cambio el caballito se encabritaba nítidamente en el estante de la biblioteca. La biblioteca abarcaba todo el fondo y en la oscuridad lateral rondaba un nuevo personaje, que no reconocí en el primer momento. Luego, con escaso interés, noté que ese personaje era yo.
Vi el rostro de Paulina, lo vi entero (no por partes), como proyectado hasta mí por la extrema intensidad de su hermosura y de su tristeza. Desperté llorando.
No sé desde cuándo dormía. Sé que el sueño no fue inventivo. Continuó, insensiblemente, mis imaginaciones y reprodujo con fidelidad las escenas de la tarde.
Miré el reloj. Eran las cinco. Me levantaría temprano y, aun a riesgo de enojar a Paulina, iría a su casa. Esta resolución no mitigó mi angustia.
Me levanté a las siete y media, tomé un largo baño y me vestí despacio.
Ignoraba dónde vivía Paulina. El portero me prestó la guía de teléfonos y la Guía Verde. Ninguna registraba la dirección de Montero. Busqué el nombre de Paulina; tampoco figuraba. Comprobé, asimismo, que en la antigua casa de Montero vivía otra persona. Pensé preguntar la dirección a los padres de Paulina.
No los veía desde hacía mucho tiempo (cuando me enteré del amor de Paulina por Montero, interrumpí el trato con ellos). Ahora, para disculparme, tendría que historiar mis penas. Me faltó el ánimo.
Decidí hablar con Luis Alberto Morgan. Antes de las once no podía presentarme en su casa. Vagué por las calles, sin ver nada, o atendiendo con momentánea aplicación a la forma de una moldura en una pared o al sentido de una palabra oída al azar. Recuerdo que en la plaza Independencia una mujer, con los zapatos en una mano y un libro en la otra, se paseaba descalza por el pasto húmedo.
Morgan me recibió en la cama, abocado a un enorme tazón, que sostenía con ambas manos. Entreví un líquido blancuzco y, flotando, algún pedazo de pan.
-¿Dónde vive Montero? -le pregunté.
Ya había tomado toda la leche. Ahora sacaba del fondo de la taza los pedazos de pan.
-Montero está preso -contestó.
No pude ocultar mi asombro. Morgan continuó:
-¿Cómo? ¿Lo ignoras?
Imaginó, sin duda, que yo ignoraba solamente ese detalle, pero, por gusto de hablar, refirió todo lo ocurrido. Creí perder el conocimiento: caer en un repentino precipicio; ahí también llegaba la voz ceremoniosa, implacable y nítida, que relataba hechos incomprensibles con la monstruosa y persuasiva convicción de que eran familiares.
Morgan me comunicó lo siguiente: Sospechando que Paulina me visitaría, Montero se ocultó en el jardín de casa. La vio salir, la siguió; la interpeló en la calle. Cuando se juntaron curiosos, la subió a un automóvil de alquiler. Anduvieron toda la noche por la Costanera y por los lagos y, a la madrugada, en un hotel del Tigre, la mató de un balazo. Esto no había ocurrido la noche anterior a esa mañana; había ocurrido la noche anterior a mi viaje a Europa; había ocurrido hacía dos años.
En los momentos más terribles de la vida solemos caer en una suerte de irresponsabilidad protectora y en vez de pensar en lo que nos ocurre dirigimos la atención a trivialidades. En ese momento yo le pregunté a Morgan:
-¿Te acuerdas de la última reunión, en casa, antes de mi viaje?
Morgan se acordaba. Continué:
-Cuando notaste que yo estaba preocupado y fuiste a mi dormitorio a buscar a Paulina, ¿qué hacía Montero?
-Nada -contestó Morgan, con cierta vivacidad-. Nada. Sin embargo, ahora lo recuerdo: se miraba en el espejo.
Volvía a casa. Me crucé, en la entrada, con el portero. Afectando indiferencia, le pregunté:
-¿Sabe que murió la señorita Paulina?
-¿Cómo no voy a saberlo? -respondió-. Todos los diarios hablaron del asesinato y yo acabé declarando en la policía.
El hombre me miró inquisitivamente.
-¿Le ocurre algo? -dijo, acercándose mucho-. ¿Quiere que lo acompañe?
Le di las gracias y me escapé hacia arriba. Tengo un vago recuerdo de haber forcejeado con una llave; de haber recogido unas cartas, del otro lado de la puerta; de estar con los ojos cerrados, tendido boca abajo, en la cama.
Después me encontré frente al espejo, pensando: "Lo cierto es que Paulina me visitó anoche. Murió sabiendo que el matrimonio con Montero había sido un equivocación -una equivocación atroz- y que nosotros éramos la verdad. Volvió desde la muerte, para completar su destino, nuestro destino". Recordé una frase que Paulina escribió, hace años, en un libro: Nuestras almas ya se reunieron. Seguí pensando: "Anoche, por fin. En el momento en que la tomé de la mano". Luego me dije: "Soy indigno de ella: he dudado, he sentido celos. Para quererme vino desde la muerte".
Paulina me había perdonado. Nunca nos habíamos querido tanto. Nunca estuvimos tan cerca.
Yo me debatía en esta embriaguez de amor, victoriosa y triste, cuando me pregunté -mejor dicho, cuando mi cerebro, llevado por el simple hábito de proponer alternativas, se preguntó- si no habría otra explicación para la visita de anoche. Entonces, como una fulminación, me alcanzó la verdad.
Quisiera descubrir ahora que me equivoco de nuevo. Por desgracia, como siempre ocurre cuando surge la verdad, mi horrible explicación aclara los hechos que parecían misteriosos. Éstos, por su parte, la confirman.
Nuestro pobre amor no arrancó de la tumba a Paulina. No hubo fantasma de Paulina. Yo abracé un monstruoso fantasma de los celos de mi rival.
La clave de lo ocurrido está oculta en la visita que me hizo Paulina en la víspera de mi viaje. Montero la siguió y la esperó en el jardín. La riñó toda la noche y, porque no creyó en sus explicaciones -¿cómo ese hombre entendería la pureza de Paulina?- la mató a la madrugada.
Lo imaginé en su cárcel, cavilando sobre esa visita, representándosela con la cruel obstinación de los celos.
La imagen que entró en casa, lo que después ocurrió allí, fue una proyección de la horrenda fantasía de Montero. No lo descubrí entonces, porque estaba tan conmovido y tan feliz, que sólo tenía voluntad para obedecer a Paulina. Sin embargo, los indicios no faltaron. Por ejemplo, la lluvia. Durante la visita de la verdadera Paulina -en la víspera de mi viaje- no oí la lluvia. Montero, que estaba en el jardín, la sintió directamente sobre su cuerpo. Al imaginarnos, creyó que la habíamos oído. Por eso anoche oí llover. Después me encontré con que la calle estaba seca.
Otro indicio es la estatuita. Un solo día la tuve en casa: el día del recibo. Para Montero quedó como un símbolo del lugar. Por eso apareció anoche.
No me reconocí en el espejo, porque Montero no me imaginó claramente. Tampoco imaginó con precisión el dormitorio. Ni siquiera conoció a Paulina. La imagen proyectada por Montero se condujo de un modo que no es propio de Paulina. Además, hablaba como él.
Urdir esta fantasía es el tormento de Montero. El mío es más real. Es la convicción de que Paulina no volvió porque estuviera desengañada de su amor. Es la convicción de que nunca fui su amor. Es la convicción de que Montero no ignoraba aspectos de su vida que sólo he conocido indirectamente. Es la convicción de que al tomarla de la mano -en el supuesto momento de la reunión de nuestras almas- obedecí a un ruego de Paulina que ella nunca me dirigió y que mi rival oyó muchas veces.
FIN
Adolfo Bioy Casares (Argentina, 1914-999)
viernes, 30 de noviembre de 2012
Poema del Desesperado, por Luis Fernando Campos
Movidos entre juegos de azar
Y relampaguear de versos extraños
Habitan mis vacíos pensamientos
Sin saber a donde dirigirse
Ni por qué han nacido.
Consumación galáctica y anhelo,
Rebelión en lápida con velo,
Camino oscuro que seremos.
Nubes negras que no saben a qué vienen,
Ni por qué no se van,
Pero que son tan efímeras
Como la tan preciada vida.
Y yo las contemplo
Desde mi oscuro dormitorio,
Gigante palacio
De verdes enredaderas.
Y las veo llorar y suspirar
Y moverse entre sollozos
Buscando una razón a su existencia.
Y suben hasta mi balcón a preguntarme:
¿Por qué, por qué no?
¿Y qué será de mí si muero?
¿Y qué será de mí si despierto,
Desnudo, en tu pecho?
¿Y qué será de mí si te sueño?
¡Qué será de mí si te abrazo, oh hermosa criatura,
Qué será de mí si te deseo!
LUIS FERNANDO CAMPOS VARGAS (Colombia, 1998) es estudiante de Guitarra Clásica en la Universidad Nacional.
Poemas de Andrés Felipe Barbosa
El matiz de ella.
Matizada, no me respondes a tanta distancia, muchas otras voces son escuchadas.
Matizada, me olvidaste; sin el más íntimo esfuerzo,
Tuve el miedo, el miedo de correr sin ti. Ahora todo se calma mostrando horizontes gentiles.
Hoy, matizada, solo te digo, que prometo no amarte más, pero nunca diré que este amor murió, porque sinceramente, mujer, la estaca de tu pecho se clavó y muy hondo está.
Equinox
Está quieta y de espaldas, estoy caminando hacia ella a compás de 2/4. Se voltea a mirarme con sus ojos bala-matiz, como ella lo sabe hacer.
No puedo evitarlo; sucumbir en frente de su cuerpo danzante, envuelto en un vestido plata. ¡Ah! Con su libre espalda destapada, bajándose del piano y soltando sus caderas: caminó hacia mí.
Me rodeó y su mano tocaba la solapa de mi piel gamuza, su labial y el cabello negro que de su cabeza brotaba hacia que el saxofón tocara mejor. Me atrapó.
Mientras luchaba entre sus brazos contra una seducción implacable, su feroz mirada me absortó. Cuando el labial rojo escarlata quedó en mi boca y el saxofón dejó de tocar, se fue con su increíble cuerpo a otro sueño.
Andrés Felipe Barbosa Ballesteros (Colombia,1991) es estudiante de Psicología y músico desde los 15 años.
El gran secreto de Cristóbal Colón, por Luis López Nieves
El 11 de octubre de 1492, a las nueve de la noche, Cristóbal se encaramó al mástil principal de la Santa María, envolvió el brazo derecho en una soga gruesa para no perder el balance, y clavó la vista en el horizonte umbroso. Aunque no había luna llena, el recuerdo del tenaz sol de la tarde aún flotaba en el aire y le permitía ver las apacibles olas de la mar. Allí permaneció cuarenta y cinco minutos, sin apenas mover la cabeza ni cerrar los ojos. Algunos tripulantes levantaban la vista recelosa de vez en cuando, pero no estaban seguros de si meditaba, oraba o examinaba una y otra vez, como era su costumbre, el mismo punto del horizonte inacabable.
A las diez menos cuarto Cristóbal se secó el sudor de la frente y bajó a cubierta. Su rostro no reflejaba frustración, ira ni cansancio: sólo mucha sorpresa y un poco de inquietud. Colocó la mano distraída sobre el hombro del marinero suspicaz que se disponía a subir al palo en su lugar, pero no dijo palabra. Regresó al castillo de popa, encendió con dificultad una de las pocas velas que le quedaban, desenrolló sobre el escritorio un pequeño mapa antiguo y se dedicó a estudiarlo.
A los pocos minutos, exactamente a las diez de la noche, Cristóbal Colón se frotó los ojos cansados. Reposó el mentón en la palma de la mano y miró por la ventana. Creyó ver a lo lejos, en medio de la noche oscura, una lumbre que subía y bajaba como si alguien hiciera señas con una antorcha. El rostro se le calentó de golpe. Llamó al repostero de estrados Pedro Gutiérrez, lo sentó junto a sí y le preguntó si veía la lumbre. Gutiérrez se acercó a la ventana, sacó el cuerpo hasta la cintura y respondió que sí, que la veía. Cristóbal Colón entonces llamó a Rodrigo Sánchez de Segovia y le preguntó si veía la lumbre, pero éste dijo que no. Poco después la luz desapareció y nadie más pudo verla.
A las dos de la mañana, sin haber dormido un segundo, el capitán Colón todavía examinaba el mapa con una lupa. Las manchas de sudor de sus axilas, que no se habían secado en los últimos cuatro días, le bajaban por los costados de la camisa y le subían hasta la mitad de las mangas. El Capitán colocó el dedo sobre el mapa y lo movió a la izquierda lentamente; lo detuvo en medio de la mar, en algún punto a todas luces imaginario. Comenzaba a bajarlo hacia el suroeste cuando estalló, de pronto, el grito casi histérico de Rodrigo de Triana, vigía de la Pinta: “¡Tierra! ¡Tierra! ¡Tierra!”
Don Cristóbal Colón dejó de respirar: se puso de pie y golpeó el escritorio con el puño. En ese mismo instante hizo fuego el estrepitoso cañón lombardo de la Pinta, señal acordada para cuando se hallara tierra. Las naves restantes dispararon su propio cañonazo: las tripulaciones se despertaban y comenzaban a celebrar. Las campanas de la Niña, la Pinta y la Santa María repicaban a todo vuelo.
Don Cristóbal Colón salió a cubierta y ordenó al timonel que acercara la Santa María a la Pinta, donde Rodrigo de Triana contaba a la tripulación cómo había visto tierra por primera vez y le recordaba al capitán Martín Alonso Pinzón la recompensa de diez mil maravedís. La Niña se acopló a las otras dos naves y los marineros de las tres carabelas se unieron sobre la cubierta de la Pinta. Aunque eran las dos de la mañana y la noche era oscura, todos veían con sus propios ojos que no habían llegado al infierno ni al final del mundo, sino que estaban en una playa común y corriente, con arena, árboles y olas apacibles. El almirante don Cristóbal Colón ordenó arriar velas y esperar a que amaneciera. Impartió instrucciones de preparar el desembarco y luego regresó a la Santa María y se encerró en su camarote. Sacó del bolsillo una pequeña llave reluciente que aún no había tenido ocasión de usar en todo el viaje. Con ella abrió un baúl mediano, de madera oscura y perfumada, que tampoco había tenido motivo para abrir hasta hoy. Sacó una larga túnica de lana negra y la vistió por encima de su ropa de capitán. Sacó también unas botas nuevas, de cuero fulgente, que calzó tras quitarse las botas gastadas que había usado durante todo el viaje. Se lavó el rostro en una palangana de agua salada; luego se mojó el cabello blanco y lo peinó con los dedos.
Al abrir la puerta del camarote se encontró de frente con los marineros de las tres naos. Cuando vieron al nuevo almirante, envuelto en lana negra y con botas relucientes, se hincaron de rodillas: algunos lloraban de alegría, otros llevaban en los rostros el bochorno del amotinado arrepentido. El almirante don Cristóbal Colón los miró sin decir palabra.
—Capitán, perdónanos —dijo al fin un marinero flaco—. Fuimos desconfiados.
—Cantemos el Salve Regina —respondió don Cristóbal—. Luego preparaos para buscar víveres y agua.
Pocas horas después, al amanecer, el pequeño bote de remos llegaba a la playa con el almirante don Cristóbal Colón en la proa. Lo acompañaban, entre otros, los capitanes Martín Alonso Pinzón y Vicente Yáñez Pinzón. El flamante Virrey, con sus botas de cuero espléndido, fue el primero en saltar del bote y pisar las nuevas tierras de la reina de Castilla. Los maravillados acompañantes del descubridor seguían sus pasos de cerca.
A las nueve de la mañana las tripulaciones de las tres naves se habían bañado en la playa cristalina y descansaban sobre la arena blanca. El almirante de la Mar Océano hablaba con sus capitanes bajo la sombra de un árbol extraño, cuyo fruto olía a perfume y tenía forma de corazón. De pronto, cinco indios desnudos salieron de la arboleda. Cuatro eran jóvenes y robustos; el quinto, mucho más viejo, caminaba con la ayuda de un palo. Los jóvenes traían papagayos, hilo de algodón en ovillos y azagayas. Al ver a estas criaturas que irrumpían de repente en la playa, los marineros se alarmaron y corrieron a buscar sus espadas. Don Cristóbal Colón se acercó con prisa, ordenó la calma entre sus hombres y luego caminó lentamente hasta los indios asombrados. Cuando se detuvo frente a ellos los jóvenes lo miraron con extrañeza, pero el viejo, apoyándose del brazo de uno de los muchachos, se puso de rodillas con mucho trabajo. Luego bajó la cabeza en señal de respeto y le dijo a don Cristóbal Colón en voz baja, en una lengua que ningún español pudo comprender:
—¡Maestro, al fin has regresado!
Luis López Nieves (1950)
Doctor en Literatura Comparada por la Universidad del Estado de Nueva York en Stony Brook. Irrumpió en 1984 en el ambiente literario al publicar su relato histórico Seva, uno de los mayores éxitos literarios de Puerto Rico. Publicó en 2006 La verdadera muerte de Juan Ponce de León, libro ganador del Primer Premio del Instituto de Literatura Puertorriqueña en el año 2000.
La Tristeza, por Anton Chéjov
La capital está envuelta en las penumbras vespertinas. La nieve cae lentamente en gruesos copos, gira alrededor de los faroles encendidos, se extiende, en fina, blanda capa, sobre los tejados, sobre los lomos de los caballos, sobre los hombros humanos, sobre los sombreros.
El cochero Yona está todo blanco, como un aparecido. Sentado en el pescante de su trineo, encorvado el cuerpo cuanto puede estarlo un cuerpo humano, permanece inmóvil. Diríase que ni un alud de nieve que le cayese encima lo sacaría de su quietud.
Su caballo está también blanco e inmóvil. Por su inmovilidad, por las líneas rígidas de su cuerpo, por la tiesura de palos de sus patas, parece, aun mirado de cerca, un caballo de dulce de los que se les compran a los chiquillos por un copec. Hállase sumido en sus reflexiones: un hombre o un caballo, arrancados del trabajo campestre y lanzados al infierno de una gran ciudad, como Yona y su caballo, están siempre entregados a tristes pensamientos. Es demasiado grande la diferencia entre la apacible vida rústica y la vida agitada, toda ruido y angustia, de las ciudades relumbrantes de luces.
Hace mucho tiempo que Yona y su caballo permanecen inmóviles. Han salido a la calle antes de almorzar; pero Yona no ha ganado nada.
Las sombras se van adensando. La luz de los faroles se va haciendo más intensa, más brillante. El ruido aumenta.
- ¡Cochero! -oye de pronto Yona-. ¡Llévame a Viborgskaya!
Yona se estremece. A través de las pestañas cubiertas de nieve ve a un militar con impermeable.
- ¿Oyes? ¡A Viborgskaya! ¿Estás dormido?
Yona le da un latigazo al caballo, que se sacude la nieve del lomo. El militar toma asiento en el trineo. El cochero arrea al caballo, estira el cuello como un cisne y agita el látigo. El caballo también estira el cuello, levanta las patas, y, sin apresurarse, se pone en marcha.
- ¡Ten cuidado! -grita otro cochero invisible, con cólera-. ¡Nos vas a atropellar, imbécil! ¡A la derecha!
- ¡Vaya un cochero! -dice el militar-. ¡A la derecha!
Siguen oyéndose los juramenitos del cochero invisible. Un transeúnte que tropieza con el caballo de Yona gruñe amenazador. Yona, confuso, avergonzado, descarga algunos latigazos sobre el lomo del caballo. Parece aturdido, atontado, y mira alrededor como si acabara de despertar de un sueño profundo.
- ¡Se diría que todo el mundo ha organizado una conspiración contra ti! -dice con tono irónico el militar-. Todos procuran fastidiarte, meterse entre las patas de tu caballo. ¡Una verdadera conspiración!
Yona vuelve la cabeza y abre la boca. Se ve que quiere decir algo; pero sus labios están como paralizados, y no puede pronunciar una palabra.
El cliente advierte sus esfuerzos y pregunta:
- ¿Qué hay?
Yona hace un nuevo esfuerzo y contesta con voz ahogada:
- Ya ve usted, señor... He perdido a mi hijo... Murió la semana pasada...
- ¿De veras?... ¿Y de qué murió?
Yona, alentado por esta pregunta, se vuelve aún más hacia el cliente y dice:
- No lo sé... De una de tantas enfermedades... Ha estado tres meses en el hospital y a la postre... Dios que lo ha querido.
- ¡A la derecha! -óyese de nuevo gritar furiosamente-. ¡Parece que estás ciego, imbécil!
- ¡A ver! -dice el militar-. Ve un poco más aprisa. A este paso no llegaremos nunca. ¡Dale algún latigazo al caballo!
Yona estira de nuevo el cuello como un cisne, se levanta un poco, y de un modo torpe, pesado, agita el látigo.
Se vuelve repetidas veces hacia su cliente, deseoso de seguir la conversación; pero el otro ha cerrado los ojos y no parece dispuesto a escucharle.
Por fin, llegan a Viborgskaya. El cochero se detiene ante la casa indicada; el cliente se apea. Yona vuelve a quedarse solo con su caballo. Se estaciona ante una taberna y espera, sentado en el pescante, encorvado, inmóvil. De nuevo la nieve cubre su cuerpo y envuelve en un blanco cendal caballo y trineo.
Una hora, dos... ¡Nadie! ¡Ni un cliente!
Mas he aquí que Yona torna a estremecerse: ve detenerse ante él a tres jóvenes. Dos son altos, delgados; el tercero, bajo y chepudo.
- ¡Cochero, llévanos al puesto de policía! ¡Veinte copecs por los tres!
Yona coge las riendas, se endereza. Veinte copecs es demasiado poco; pero, no obstante, acepta; lo que a él le importa es tener clientes.
Los tres jóvenes, tropezando y jurando, se acercan al trineo. Como sólo hay dos asientos, discuten largamente cuál de los tres ha de ir de pie. Por fin se decide que vaya de pie el jorobado.
- ¡Bueno; en marcha! -le grita el jorobado a Yona, colocándose a su espalda-. ¡Qué gorro llevas, muchacho! Me apuesto cualquier cosa a que en toda la capital no se puede encontrar un gorro más feo...
- ¡El señor está de buen humor! -dice Yona con risa forzada-. Mi gorro...
- ¡Bueno, bueno! Arrea un poco a tu caballo. A este paso no llegaremos nunca. Si no andas más aprisa te administraré unos cuantos sopapos.
- Me duele la cabeza -dice uno de los jóvenes-. Ayer, yo y Vaska nos bebimos en casa de Dukmasov cuatro botellas de caña.
- ¡Eso no es verdad! -responde el otro- Eres un embustero, amigo, y sabes que nadie te cree.
- ¡Palabra de honor!
- ¡Oh, tu honor! No daría yo por él ni un céntimo.
Yona, deseoso de entablar conversación, vuelve la cabeza, y, enseñando los dientes, ríe atipladamente.
- ¡Ji, ji, ji!... ¡Qué buen humor!
- ¡Vamos, vejestorio! -grita enojado el chepudo-. ¿Quieres ir más aprisa o no? Dale de firme al gandul de tu caballo. ¡Qué diablo!
Yona agita su látigo, agita las manos, agita todo el cuerpo. A pesar de todo, está contento; no está solo. Le riñen, lo insultan; pero, al menos, oye voces humanas. Los jóvenes gritan, juran, hablan de mujeres. En un momento que se le antoja oportuno, Yona se vuelve de nuevo hacia los clientes y dice:
- Y yo, señores, acabo de perder a mi hijo. Murió la semana pasada...
- ¡Todos nos hemos de morir!-contesta el chepudo-. ¿Pero quieres ir más aprisa? ¡Esto es insoportable! Prefiero ir a pie.
- Si quieres que vaya más aprisa dale un sopapo -le aconseja uno de sus camaradas.
- ¿Oye, viejo, estás enfermo?-grita el chepudo-. Te la vas a ganar si esto continúa.
Y, hablando así, le da un puñetazo en la espalda.
- ¡Ji, ji, ji! -ríe, sin ganas, Yona-. ¡Dios les conserve el buen humor, señores!
- Cochero, ¿eres casado? -pregunta uno de los clientes.
- ¿Yo? !Ji, ji, ji! ¡Qué señores más alegres! No, no tengo a nadie... Sólo me espera la sepultura... Mi hijo ha muerto; pero a mí la muerte no me quiere. Se ha equivocado, y en lugar de cargar conmigo ha cargado con mi hijo.
Y vuelve de nuevo la cabeza para contar cómo ha muerto su hijo; pero en este momento el chepudo, lanzando un suspiro de satisfacción, exclama:
- ¡Por fin, hemos llegado!
Yona recibe los veinte copecs convenidos y los clientes se apean. Les sigue con los ojos hasta que desaparecen en un portal.
Torna a quedarse solo con su caballo. La tristeza invade de nuevo, más dura, más cruel, su fatigado corazón. Observa a la multitud que pasa por la calle, como buscando entre los miles de transeúntes alguien que quiera escucharle. Pero la gente parece tener prisa y pasa sin fijarse en él.
Su tristeza a cada momento es más intensa. Enorme, infinita, si pudiera salir de su pecho inundaría al mundo entero.
Yona ve a un portero que se asoma a la puerta con un paquete y trata de entablar con él conversación.
- ¿Qué hora es? -le pregunta, melifluo.
- Van a dar las diez -contesta el otro-. Aléjese un poco: no debe usted permanecer delante de la puerta.
Yona avanza un poco, se encorva de nuevo y se sume en sus tristes pensamientos. Se ha convencido de que es inútil dirigirse a la gente.
Pasa otra hora. Se siente muy mal y decide retirarse. Se yergue, agita el látigo.
- No puedo más -murmura-. Hay que irse a acostar.
El caballo, como si hubiera entendido las palabras de su viejo amo, emprende un presuroso trote.
Una hora después Yona está en su casa, es decir, en una vasta y sucia habitación, donde, acostados en el suelo o en bancos, duermen docenas de cocheros. La atmósfera es pesada, irrespirable. Suenan ronquidos.
Yona se arrepiente de haber vuelto tan pronto. Además, no ha ganado casi nada. Quizá por eso -piensa- se siente tan desgraciado.
En un rincón, un joven cochero se incorpora. Se rasca el seno y la cabeza y busca algo con la mirada.
- ¿Quieres beber? -le pregunta Yona.
- Sí.
- Aquí tienes agua... He perdido a mi hijo... ¿Lo sabías?... La semana pasada, en el hospital... ¡Qué desgracia!
Pero sus palabras no han producido efecto alguno. El cochero no le ha hecho caso, se ha vuelto a acostar, se ha tapado la cabeza con la colcha y momentos después se le oye roncar.
Yona exhala un suspiro. Experimenta una necesidad imperiosa, irresistible, de hablar de su desgracia. Casi ha transcurrido una semana desde la muerte de su hijo; pero no ha tenido aún ocasión de hablar de ella con una persona de corazón. Quisiera hablar de ella largamente, contarla con todos sus detalles. Necesita referir cómo enfermó su hijo, lo que ha sufrido, las palabras que ha pronunciado al morir. Quisiera también referir cómo ha sido el entierro... Su difunto hijo ha dejado en la aldea una niña de la que también quisiera hablar. ¡Tiene tantas cosas que contar! ¡Qué no daría él por encontrar alguien que se prestase a escucharlo, sacudiendo compasivamente la cabeza, suspirando, compadeciéndolo! Lo mejor sería contárselo todo a cualquier mujer de su aldea; a las mujeres, aunque sean tontas, les gusta eso, y basta decirles dos palabras para que viertan torrentes de lágrimas.
Yona decide ir a ver a su caballo.
Se viste y sale a la cuadra.
El caballo, inmóvil, come heno.
- ¿Comes? -le dice Yona, dándole palmaditas en el lomo-. ¿Qué se le va a hacer, muchacho? Como no hemos ganado para comprar avena hay que contentarse con heno... Soy ya demasiado viejo para ganar mucho... A decir verdad, yo no debía ya trabajar; mi hijo me hubiera reemplazado. Era un verdadero, un soberbio cochero; conocía su oficio como pocos. Desgraciadamente, ha muerto...
Tras una corta pausa, Yona continúa:
- Sí, amigo..., ha muerto... ¿Comprendes? Es como si tú tuvieras un hijo y se muriera... Naturalmente, sufrirías, ¿verdad?...
El caballo sigue comiendo heno, escucha a su viejo amo y exhala un aliento húmedo y cálido.
Yona, escuchado al cabo por un ser viviente, desahoga su corazón contándoselo todo.
Coplas del alma que pena por ver a Dios, por San Juan de la Cruz
Vivo sin vivir en mí
y de tal manera espero
que muero porque no muero.
I
En mí yo no vivo ya
y sin Dios vivir no puedo
pues sin él y sin mí quedo
éste vivir qué será?
Mil muertes se me hará
pues mi misma vida espero
muriendo porque no muero.
II
Esta vida que yo vivo
es privación de vivir
y assí es contino morir
hasta que viva contigo.
Oye mi Dios lo que digo
que esta vida no la quiero
que muero porque no muero.
III
Estando ausente de ti
qué vida puedo tener
sino muerte padescer
la mayor que nunca vi?
Lástima tengo de mí
pues de suerte persevero
que muero porque no muero.
IV
El pez que del agua sale
aun de alibio no caresce
que en la muerte que padesce
al fin la muerte le vale.
Qué muerte abrá que se yguale
a mi vivir lastimero
pues si más vivo más muero?
V
Quando me pienso alibiar
de verte en el Sacramento
házeme más sentimiento
el no te poder gozar
todo es para más penar
por no verte como quiero
y muero porque no muero.
VI
Y si me gozo Señor
con esperança de verte
en ver que puedo perderte
se me dobla mi dolor
viviendo en tanto pabor
y esperando como espero
muérome porque no muero.
VII
Sácame de aquesta muerte
mi Dios y dame la vida
no me tengas impedida
en este lazo tan fuerte
mira que peno por verte,
y mi mal es tan entero
que muero porque no muero.
VIII
Lloraré mi muerte ya
y lamentaré mi vida
en tanto que detenida
por mis pecados está.
¡O mi Dios!, quándo será
quando yo diga de vero
vivo ya porque no muero?
viernes, 19 de octubre de 2012
Poema de Novalis
Cuando los números y las figuras
Cuando los números y las figurasno sean la llave de toda criatura.
Cuando, por las canciones y los besosvayamos más allá que los sabios.
Cuando la sombra y la luzse reúnan de nuevo en la pura claridad.
Cuando a través de las leyendas y los poemasconozcamos la verdadera historia del mundo.
Entonces se desvanecerá frente a nosotros la única palabra secreta,
ese contrasentido que denominamos realidad.
Novalis, Friedrich von Hardenberg (Alemania, 1772-1801)
sábado, 13 de octubre de 2012
SEMIOLOGÍA Y FILOSOFÍA DEL LENGUAJE EN LOS ESLÓGANES DE LOS PLANES DE GOBIERNO DE ALGUNOS PRESIDENTES DE COLOMBIA, por David Alberto Campos
SEMIOLOGÍA Y FILOSOFÍA DEL LENGUAJE EN LOS ESLÓGANES DE LOS PLANES DE GOBIERNO DE ALGUNOS PRESIDENTES DE COLOMBIA
David Alberto Campos Vargas, MD*
“La Revolución en Marcha”. Presidente: Alfonso López Pumarejo
La frase es elocuente en sí misma. López Pumarejo, socialdemócrata convencido, quería hacer una auténtica reforma agraria. Y para la época en la que le tocó gobernar, acaso por influencia de las experiencias vividas en la Revolución Mexicana y en la Revolución Bolchevique, casi que se homologaban los conceptos de reforma agraria y revolución. Ahora bien, no fue una revolución en el completo sentido de la palabra. Todo terminó siendo una reforma tímida, o mejor dicho, un conjunto de reformas de espíritu bondadoso y solidario, en apariencia sólido pero insuficiente.
“En marcha” me genera ciertas dudas. Por la personalidad de López, bastante determinada (en ocasiones apasionada, demasiado acalorada, por lo que terminó traicionándolo y haciéndolo renunciar en su segundo gobierno), puedo suponer que era una expresión de dinamismo. Algo que está en marcha es algo que está funcionando, que está en acción, que se está moviendo. Otro significado, menos probable pero también relacionado con el estilo lopista, sería el de “Revolución en la marcha”, es decir, “Revolución mientras se gobierna”. López no perdía tiempo. Le gustaba, realmente, “ir diciendo y haciendo”. Algo que su hijo, al parecer, jamás entendió.
“El Mandato Claro”. Presidente: Alfonso López Michelsen
De entrada, cuando alguien dice que su periodo será un “mandato” está dejando entrever quién tiene la sartén por el mango. El que manda es quien ejerce el mandato. Bastante creído López Michelsen, bastante narciso…no en vano era hijo de ex presidente, no en vano era rico, no en vano era tan sobresaliente. Desde la psicopatología a uno le preocupa que alguien con esos rasgos de personalidad (un ególatra) llegue a dirigir una nación, pues tenderá a buscar su propio beneficio, en vez de buscar el beneficio de la colectividad. Y así fue la historia con López.
La “claridad” hay que analizarla con detenimiento. En realidad, no hubo un mandato “claro”. No fue nítido. López no consiguió transmitir ni concretar sus planes con claridad. Todo se le quedó hecho a medias (a tal punto que hasta una presidencia floja como la de Misael Pastrana llegó a parecer mejor que la suya). No tenía claridad de pensamiento (acaso porque era un gran camaleón, un político sin integridad ni fundamentos); por ende, jamás llegó a ser claro en su actuar (en su “mandar” de niño rico y engreído).
“Sí se puede”. Presidente: Belisario Betancur Cuartas
Con esta frase podemos colegir que quien intentó representarse a través de ella era un hombre poético e idealista. Y sí, Belisario Betancur fue un poco de esas dos cosas. Un poeta flojo, un poetastro a decir verdad (aunque por supuesto miembro de la Academia Colombiana de la Lengua, pues no es un poetastro cualquiera, sino un “Poetastro – Expresidente”). Y un idealista. Recuerdo, en efecto, a un hombre de mirada profunda, sensible, algo depresiva en su tono, canoso y arrugado, pero decidido a dejar su impronta. Algo había en Betancur de Goethe, de Racine, del propio Beethoven: el hombre que lucha en solitario, con toda su determinación y con todas sus fuerzas, contra un mundo conflictivo, caótico, dionisiaco.
Betancur encarnó el Romanticismo en la política colombiana tanto como Schiller o Novalis el Romanticismo en la lírica alemana. Sus discursos, que dejan entrever un escaso sentido de lo práctico, un pobre uso del juicio crítico, un abandono completo de la realpolitik y un deseo de hacer las cosas “sin ton ni son” únicos en la Historia de Colombia (únicos por la forma poética con la que disfraza sus incogruencias, no por la frecuencia con que los gobernantes colombianos incurren en dichos errores). Su “sí se puede” es un grito desesperado, lleno de fe, de irracionalidad, de confianza optimista en el futuro.
“Sí se puede”, repetía el buen Belisario, mientras andaba a pintar palomas que dizque eran palomas de la paz, que dizque atraían paz a los barrios y comunas marginados. “Sí se puede”, se dijo a sí mismo, seguramente, en aquellas horas aciagas en las que tuvo que hacerle frente a dos de las grandes tragedias de la Historia de Colombia en el siglo XX: la erupción y posterior avalancha del volcán nevado del Ruiz, que sepultó a un pueblo entero (Armero), y la toma y retoma del Palacio de Justicia. También vivió otros eventos devastadores, como el asesinato de su ministro de defensa, ordenado por Pablo Escobar.
“Así Estamos Cumpliendo”. Presidente: Virgilio Barco Vargas
El mensaje es claro. Barco quería decir, de forma explícita, que de esa manera se estaba llevando a cabo lo prometido. Seguramente intentaba hacer calar en el imaginario colectivo la idea de que sí se están haciendo las cosas, que sí se están concretando todas las promesas que se hicieron durante la campaña. Es muy diciente el “estamos”. Barco intentaba así dar la imagen de que no era un líder solitario, sino todo un equipo (el gobierno, su staff de ministros) el que llevaba las riendas (cosa bastante cercana a la realidad, puesto que Barco le apostó a un gobierno de Partido, y a un equipo de tecnócratas –muchos con alto rango académico- y políticos expertos para dirigir…y él hizo un papel más bien opaco y débil). Como señala Álape (1), Barco no quería mostrarse como el hombre achacoso y enfermo que era (con cáncer y enfermedad de Alzheimer en progresión), por lo que optó por enfocar todo en su equipo, en sus colaboradores, en su gobierno. De ahí ese uso del plural, ese “estamos” con noción de “nosotros”
Es interesante cómo el presidente Barco intentó hacer uso de este eslogan para “corroborar” la imagen de estadista cumplidor y diligente que había sembrado en sus años juveniles, en especial a la hora de concretar carreteras o puentes (no en vano era Ingeniero Civil de profesión). Y, al mismo tiempo, buscando paliar la imagen de político poco entusiasta y flojo a la hora de hablar, pues llegó a ser presidente siendo un anciano casi gagá, frágil, lento y débil, que ya no era ni la sombra de aquél eficiente Ministro de Obras Públicas del presidente Alberto Lleras Camargo, ni del aplicado Ministro de Hacienda y Agricultura del presidente Guillermo León Valencia (2). De ahí su afán, creo, de hacer resaltar lo único que le quedaba de su juventud: la capacidad para ejecutar obras públicas.
Tengamos en cuenta que el decrépito Barco llegó a la campaña presidencial de 1985-1986 bastante menguado. La tuvo difícil a la hora de enfrentarse a Alvaro Gómez Hurtado (un candidato superior intelectualmente, con el que siempre evitó el debate público, para no mostrar su inferioridad mental, a mi juicio producto del deterioro cerebral) y tuvo que lidiar con la oposición a su candidatura dentro de su propio Partido, cuando Luis Carlos Galán y el grupo de los neoliberales optaron por la política de los outsiders y no lo respaldaron (3). De hecho, Galán se presentó también como candidato a la presidencia de Colombia. El galanismo denunció que el oficialismo había respaldado a Barco y le había dado la espalda al grupo de liberales “jóvenes” (4). Cuando ganó las elecciones de 1986, el ahora presidente Barco hizo todo lo posible por mostrarse bien respaldado, mostrándose rodeado de ministros de envergadura (Enrique Low Murtra, Guillermo Perry Rubio, Julio Londoño Paredes, Mónica De Greiff, Antonio Yepes Parra…) y otros no tan honestos, pero ya curtidos en “política” (Horacio Serpa Uribe, César Gaviria Trujillo, Carlos Lemos Simmonds, José Name Terán).
Como ya he señalado, cuando Barco tuvo que hacer frente a su propia vejez, a su propia decadencia y a la enfermedad su única salida fue el apostarle, decididamente, a inflar lo único que le quedaba de su juventud: su fama de “hacedor de obras públicas”, que además le iba muy bien, dada su formación y su carrera. Entonces su carta de presentación se volvió la construcción de puentes y carreteras, la apertura de nuevas vías y el intento, aunque fallido, de organización en infraestructura y comercio (5).
Recuerdo, en efecto, a Barco como un presidente insulso, insípido y en ocasiones estúpido, lento en sus respuestas (ya se veían signos de Alzheimer), torpe intelectualmente, pero eso sí, decidido a inaugurar personalmente hasta puentes peatonales. Era su pasión. Era su oficio. El ingeniero civil que por vueltas de la vida (y la protección del “politiquero” por excelencia, Alfonso López Michelsen, y de otros poderosos que sintieron por él simpatía) había terminado en el solio de Bolívar estaba ahí para eso. Por desgracia, demostró que sólo servía para eso. En su gobierno la ilegalidad y el narcotráfico ascendieron vertiginosamente, se deterioró la seguridad, aumentaron los índices de violencia en las urbes (la tasa de homicidios casi se triplicó), y hubo, en general, un retroceso en el país (6).
“La Revolución Pacífica”. Presidente: César Gaviria Trujillo
A Gaviria lo favoreció la suerte (7). Por no decir que la mafia. En efecto, tan pronto el Cartel de Medellín asesinó a Luis Carlos Galán Sarmiento, candidato a la presidencia de Colombia por el Partido Liberal (ya no de outsider, pero sí con la enemistad y animadversión de algunos “cacaos” del Liberalismo, como el susodicho López) y uno de los políticos más carismáticos que había aparecido en la escena colombiana, Gaviria fue el “ungido” (pésima decisión, además) para (dizque) remplazarlo. La campaña tomó un rumbo circense, oprobioso para la memoria de Galán. Recuerdo que el narcotráfico, en su cenit, unido al paramilitarismo y aprovechando el caos administrativo e institucional del país (la debilidad del Estado) asesinó a otros dos candidatos (Bernardo Jaramillo Ossa, Carlos Pizarro Leongómez), mientras Gaviria prometía que “habría futuro”. Al final, se impuso al Movimiento de Salvación Nacional del ya gastado Álvaro Gómez, y llegó a ser presidente.
Y es cosa sabida que cuando uno siente que no se merece lo que tiene, empieza a ser todo lo posible para “justificarlo”. Es un mecanismo frecuente de compensación psicológica. Así que Gaviria intentó hacer su propia Revolución. Una revolución a su medida, claro (pequeña, mediocre, light); realmente, se terminó llamando, folclóricamente, “El Revolcón” (8). Un “Revolcón” intrascendente, poco preocupado por lo social, continuista, desordenado y sin directriz, flojísima caricatura de lo que en verdad habría podido concretar Galán, si no lo hubieran matado.
Pero evidentemente Gaviria quería darle “pompa y circunstancia” a su farsa. Así que la bautizó “Revolución Pacífica” (8), dando a entender que la pusilanimidad frente al cambio era sinónima de no-violencia, y que las medidas (tan pacatas, tan simplonas, tan insuficientes) que tomó para favorecer la perpetuación del sistema corrupto que heredó de Barco (el clientelismo, la burocracia, el agigantamiento de la burocracia parasitaria e inútil, las fallas en la planeación, el marcado acercamiento a la estrategia geopolítica estadounidense, el aperturismo desorganizado que se convirtió en debacle económica) eran supuestamente “revolucionarias” (9). La Apertura Económica terminó desfavoreciendo a miles de pequeños productores colombianos, acelerando el proceso de debilitamiento de la moneda colombiana (un dólar estadounidense terminó valiendo casi dos mil pesos), abonando el terreno para la gravísima recesión económica de 1995-1997, y dejando a Colombia a la deriva dentro de un proceso de globalización para el que no estaba preparada (10,11).
“El Salto Social”. Presidente: Ernesto Samper Pizano
Exministro de Desarrollo de Gaviria, el vicioso Ernesto Samper Pizano, oligárquico por dentro pero deseoso de ofrecer una fachada “social” a sus votantes, se publicitó como “el candidato de la gente” en la campaña de 1993-1994. Irónicamente su rival, Andrés Pastrana Arango, el también aristocrático (e igual de hipócrita) hijo del ex presidente Misael Pastrana, quiso jugar el mismo juego. La campaña de Samper se basó en la payasada pseudosocialista con la que él, siempre astuto y maquiavélico, quiso tapar un poco su condición de niño bien (cosa que logró esconder mejor que los millones de pesos que le endosaron varios narcotraficantes, en especial los del Cartel de Cali y los del Cartel del Norte del Valle), y la frase escogida fue: “Es el tiempo de la gente”. El delfín Pastrana, para no quedarse atrás, acuñó: “Llegó el momento de la gente”.
La farsa terminó dándole una estrecha victoria a Samper. Y su plan de gobierno, cómo no, fue “El salto social”. Leyendo a Samper concluyo que pudo haber sido bienintencionado, y que intentó algo del desarrollismo prometido por Alvaro Gómez en la década de los 80 (12,13, 14), pero los resultados de las políticas sociales emprendidas durante su gobierno presentaron un efecto nulo sobre los indicadores bienestar de la población. De hecho, su mandato estuvo caracterizado por un crecimiento importante de la población bajo la línea de pobreza (15,16).
El “salto social” fue un rotundo fracaso, pero vale la pena examinar detenidamente la trillada expresión: al hablar de “salto”, Samper reconoció que el país estaba aún anclado en prácticas económicas atrasadas (con énfasis en el monocultivo y escasos socios comerciales) y que su gestión en la cartera de Desarrollo había sido ineficaz. Había que dar un salto, porque en realidad se había hecho muy poco. En otras palabras, ante la imposibilidad de un avance paulatino y sólido, había que buscar un atajo, una salida de emergencia (y a Samper sí que le gustaban los atajos, como lo demostraron sus alianzas con la mafia para allanarse el camino al poder).
“Cambio para Construir la Paz”. Presidente: Andrés Pastrana Arango
Como buen oportunista, fiel a los consejos de su padre Misael (viejo zorro de la “politiquería” colombiana), Pastrana dejó que inmolaran a Alvaro Gómez, jefe ideológico de la oposición al narco-gobierno de Samper, para luego parapetarse como el “paladín de la justicia” que quería aparentar en la campaña de 1997-1998 (17,18). Y le funcionó. Pasando de agache en los turbulentos y peligrosos días del segundo semestre de 1995, en los que hubo disturbios y marchas en contra de Samper casi a diario, se fraguaron al menos dos planes de golpe de Estado (los que hemos podido conocer hasta ahora), y que culminaron con la orden del propio gobierno (no está muy claro si fue dada por Horacio Serpa, el escudero de Samper, o por el mismo Samper, o por ambos) de liquidar al anciano Gómez Hurtado (19,20,21). Con el magnicidio, Samper tuvo la excusa que necesitaba para decretar el estado de conmoción interior y, de manera desesperada, tomar las riendas de un país que se le estaba haciendo ingobernable. Y Pastrana, la oportunidad de llegar al poder en 1998, no por mérito propio, sino sobretodo por la animadversión que las masas cultivaron hacia Samper y el samperismo. Y porque un político mucho mejor preparado, el veterano Gómez, literalmente había sido “sacado del camino”.
Pastrana también tuvo la ventaja de enfrentarse en las presidenciales de 1998 con el exministro del Interior de Samper, Horacio Serpa Uribe. Como ya he señalado, el país estaba hastiado de los abusos del narco-gobierno (22), y no quería saber nada de samperismo (del que Serpa sería, al menos ante la opinión pública, un continuista). De otro lado, Pastrana supo aprovechar sus dotes de comunicador (eso sí hay que decirlo: periodismo fue lo único que supo hacer bien en su vida) y desbarató al vetusto y basto Serpa en dos debates televisados.
Pero, una vez en la presidencia, ¿qué hizo el delfín? Deseoso de protagonismo, y confiado en las promesas del Comandante de las FARC del momento, alias “Tirofijo”, se embarcó en un proceso de paz tan ingenuo como improcedente. El eslogan no pudo ser más inapropiado: “Cambio para construir la paz”. ¿Cuál cambio?, ¿Habrían acaso de cambiar las cosas, a nivel estructural y socioeconómico, cuando un aristócrata consentido por la vida remplaza a otro? Y con respecto a la paz, ¿acaso se logra negociando con un solo grupo de terroristas? ¿Y si la violencia se vive en todos los niveles, a nivel de pareja, a nivel familiar, a son de qué esa pretensión tan infantil de creer que una mesa de diálogo con unos guerrilleros erradicaría la violencia de la sociedad entera?
Además de todos los errores arriba enunciados, y de los errores logísticos (¿empieza uno cediendo territorio y fuerzas, de entrada, en una negociación con alguien que inclusive presume más fuerza que uno?, ¿es válida la ingenuidad de negociar cuando no hay un verdadero cese de hostilidades de la otra parte?, ¿es sensato poner todas las cartas sobre la mesa cuando el bando enemigo oculta las suyas, y se propone destruirlo a uno?), estaba un error implícito, filosófico: “construyendo la paz” tiene ya, en sí mismo, un enunciado constructivista. ¿Acaso el enfoque constructivista es el más adecuado para llegar a una mesa de diálogo con un grupo al margen de la ley, muy bien armado y con capacidad ofensiva casi igual a la de las propias Fuerzas Armadas del Estado? (23)
Y ya se conoce la historia. El gobierno de Pastrana terminó siendo tan malo como el de su archirrival (el bojote Samper), el proceso de paz (diseñado para fracasar) fue un fiasco y el país terminó en manos de la guerrilla de las FARC y de otros grupos al margen de la ley. Sin esa situación, jamás hubiera sido probable que un hombre carente de tacto, belicoso y relativamente joven y anónimo como Álvaro Uribe consiguiera llegar tan lejos. Pero así es la historia: de los errores del pasado surgen los errores del futuro.
“Hacia un Estado Comunitario”. Presidente: Álvaro Uribe Vélez
Es casi una burla que un hombre de convicciones fascistas, amante de la centralización del poder, ególatra y engreído dijera dizque su gobierno iba a maniobrar hacia un Estado Comunitario (24). La promesa, tan inverosímil como rayana en lo cómico, era tan parecida a las promesas de paz de Hitler hacia la Union Soviética en 1938. Pero la perorata funcionó (25).
De los Estados Comunitarios Uribe no introdujo ni la universalización del acceso a la educación de calidad, ni la igualdad de oportunidades, ni la equidad económica, ni el apoyo a las iniciativas gremiales o comunitarias (26,27). Por el contrario, su mensaje resultó tan falso como su supuesto “corazón grande”, pavada que se encargó de difundir a los cuatro vientos en la campaña presidencial de 2002. No hubo, en efecto, ningún corazón grande, sino un corazón rencoroso, resentido, incapaz de amor o de perdón. El corazón de un autócrata convencido, militarista e intransigente fue lo que terminamos viendo. Tampoco hubo Estado Comunitario. En Colombia se acentuó aún más la brecha entre ricos y pobres, y el escaso poder que tenían las pequeñas comunidades se perdió, gracias a la fuerza centrípeta de un dictador con disfraz democrático y a los “buenos oficios” de sus burócratas (28). Lo que sí cumplió a cabalidad fue aquello de la “mano firme”. Y bien firme. Sólo un poquito menos que Pinochet.
“Estado Comunitario, Desarrollo para Todos”. Segundo gobierno de Álvaro Uribe Vélez
La vulnerabilidad del Estado frente a los grupos insurgentes (especialmente las FARC, un ejército adiestrado, económicamente poderoso dadas las entradas que recibía de organizaciones y gobiernos extranjeros, y del propio narcotráfico) y la debilidad de Pastrana permitieron el meteórico ascenso de Uribe (29). Ahora bien, ¿cómo entender, desde lo filosófico y psicológico, su relección?
Hay que entender los fenómenos de histeria de masas. La gente, el pueblo tenía miedo. La inseguridad y la debilidad del Ejército (y de otras instituciones) frente a las guerrillas y otras organizaciones delictivas hizo que la imagen que Uribe se esforzaba en proyectar fuera acogida con cierto mesianismo. Más aún, cuando las FARC empezaron a tener reveses y se vieron forzadas a asumir un rol defensivo y de repliegue, el ídolo que el pueblo había hecho de Uribe, ídolo que en verdad no correspondía a Uribe sino a una imagen idealizada (“el Uribe popular”), se transformó en todo un objeto de culto.
Y empezó a calar la (falsa) idea de que “el gobierno estaba a punto de derrotar finalmente a la guerrilla”, y que “sólo necesitaba un poco más de tiempo”. ¿Cuánto tiempo estaba dispuesta Colombia a darle a su megalomaniaco presidente para darle esa “estocada final” a la insurgencia? Le dio otros cuatro años, y de no ser por el impedimento legal que jamás pudieron superar sus asesores e íntimos (Luis Camilo Osorio, Carlos Holguín, Luis Carlos Restrepo, Andrés Felipe Arias, Martha Lucía Ramírez, Hernán Andrade, José Obdulio Gaviria, etcétera), hubieran sido al menos otros cuatro años más (algo similar a la dictadura con fachada democrática de Chávez en Venezuela).
Recuerdo que mucha gente apoyó a Uribe en las elecciones del 2006. La tuvo incluso más fácil que en 2002, pues contó con toda la maquinaria estatal y todo el entramado de coacción, desinformación, propaganda viciada y tráfico de influencias del que pudiera esperarse en una república bananera (pues a eso nos llevó su estilo autocrático). Muchos (en quienes penetró más la propaganda, el hechizo de los medios de comunicación, abocados todos a ensalzar al “gran líder”) incluso llegaron a preguntarse: “Si no es Uribe, ¿entonces quien?”.
Y la aplastante victoria sobre sus oponentes (Antanas Mockus, un académico honrado pero confuso en sus apreciaciones y contradictorio en sus posturas; Horacio Serpa, la ex “mano derecha” del corrupto gobierno de Samper, completamente desprestigiado por eso mismo; Carlos Gaviria, un izquierdista gagá, anarquista y anticlerical en un país claramente confesional, amante de las jerarquías y convencido de la necesidad del modelo neo-fascista de Uribe) fue seguida de su segundo eslogan de gobierno: “Estado Comunitario, Desarrollo para Todos”.
Era tal la envergadura de la mentira que a muchos les parecía improbable que tanta gente se comiera el cuento. Y se lo comieron. Ni siquiera había Estado Comunitario, sino un Estado militarizado, piramidal y estricto, con altas dosis de censura, represión y coerción de la ciudadanía. Un Estado-Cuartel, en el que hasta los universitarios empezaron a parecer Juventudes Hitlerianas. Pero el eslogan daba por sentado que se había tenido éxito con el plan anterior, y que efectivamente Colombia era un Estado Comunitario.
¿Desarrollo para todos?, ¿En un gobierno en el que los grandes terratenientes y latifundistas industriales eran las “niñas de los ojos” que había que “mimar”? De ningún modo. Uribe continuó favoreciendo a los grandes y poderosos, quienes a su vez redoblaron su apoyo. Se formó un contubernio tan inmoral como nefasto. Y el pueblo (ingenuo, ignorante, manipulado, idiotizado por el “ídolo” que había formado) salió perjudicado. No hubo desarrollo para todos. Hubo riqueza para unos pocos.
Con lo de la “seguridad democrática” tampoco cumplió. Sí hubo seguridad, pero una seguridad cretina, con uso excesivo de la fuerza y atropellos (cuando no franca brutalidad) de parte de las fuerzas policiales y militares del Estado. No está 100% seguro un ciudadano que pueda ser apaleado o detenido, porque sí, por las propias instituciones estatales. Y de “democrática”, sólo el nombre. Como en las peores dictaduras, el gobierno de Uribe espió a sus opositores, silenció a algunos, amenazó a muchos otros.
“Prosperidad para todos”. Presidente: Juan Manuel Santos
El ex ministro de Defensa de Uribe, Juan Manuel Santos, más bien torpe y lento, poco inteligente (pero eso sí, muy astuto, como buen psicópata), perteneciente (como Samper y Pastrana, y muchos otros presidentes de este desgraciado país, que ha sido gobernado siempre por un puñado de familias explotadoras y utilitaristas) a la high class y miembro de la familia con mayor poder mediático en Colombia, llegó al poder en el 2010 después que las altas Cortes (y, en general, la Rama Judicial, que siempre riñó con Uribe, en especial durante su segundo mandato) declararan que era inconstitucional una segunda relección del Mussolini criollo.
Su llegada al poder significó para los uribistas (en el 2010, casi dos de cada tres colombianos) el “mal menor” ante la imposibilidad de tener a Uribe. Es decir, a falta de Mesías, el pueblo (manipulado, ignorante, ingenuo) votó por el supuesto Apóstol. Como dice el viejo refrán: “A falta de pan, buenas son tortas”. Y así, el Partido de la U (a tal punto había llegado el culto a la personalidad de Uribe que tenía su propio partido, con “U” de “Uribe”), buena parte del Partido Conservador (cuya candidata oficial, la camaleónica, tibia y oportunista Noemí Sanín, no convencía a casi nadie) y muchos de Cambio Radical, sin contar uno que otro Liberal-Fascista (de esos que aparentan tan bien que hasta pasan por manzanillos), apoyaron a Santos.
¿Quiénes eran los otros candidatos? El débil (ya para ese entonces, inclusive diagnosticable como débil mental) Antanas Mockus (28); la aún más pusilánime Noemí Sanín (de quien había sido Mockus compañero de fórmula en las presidenciales de 1998), el beligerante y mentiroso Germán Vargas, el ex guerrillero Gustavo Petro, y otros aún con menos posibilidades. Santos, el niño mimado del uribismo, la tuvo fácil desde el principio. Sólo que su enorme incapacidad, su escasa inteligencia y su soberbia le jugaron en contra, y Mockus consiguió llevarlo a una segunda vuelta. Pero en esa instancia, el tráfico de influencias, la desinformación (incluso con competencia desleal y franca calumnia) y la compra de votos hicieron lo suyo. Santos barrió al inseguro e improvisado ex alcalde de Bogotá, que a esas alturas ya dejaba ver su enfermedad de Parkinson.
Haciendo gala de su oportunismo, y aprovechando los miedos del colombiano promedio (“la guerrilla va a contraatacar”, “todo lo que hizo Uribe se acabó”, “el país se va a echar para atrás”), acuñó la célebre frase “Retroceder no es una opción”. Es decir, de manera atrevida, y de un plumazo, tildó a sus rivales de “aliados del retroceso”. Lo cual equivalía, sutilmente, a “aliados de los tiempos A.U.” (Antes de Uribe, el “Mesías”). Es decir, casi subliminalmente, “con los demás candidatos, volverá a ser poderosa la guerrilla”. Muy buen ardid publicitario. Obvio, terminó ganando.
No podía prometer desarrollo para todos, porque ya eso lo había hecho Uribe, y no podía ser tan falto de originalidad hasta para eso. Entonces escogió una frase ligeramente distinta, aunque repitió el concepto (ya bastante trillado a esas alturas, pero suficiente como para convencer a la mayoría) de “Prosperidad para Todos”. Si se analiza su eslogan desde lo semiológico, hay bastante de qué preocuparnos: Santos ni siquiera prometió desarrollo, solamente prosperidad. Es decir, no apuntó hacia un incremento en el capital global, ni en el recurso humano del país (31), sino a un mero incremento económico, monetario. Por supuesto, con un toque populista: el “para todos” volvió a sonar.
Y creer que un oligarca narcisístico y desconsiderado del dolor ajeno va, de repente, a cambiar lo que ha sido toda su vida y va a dar “prosperidad a todos”, es tan ingenuo como peligroso. Y ahí vamos, como nación, dando tumbos, tal como pronosticó Bolívar cercano a su muerte (32). Espero, de todo corazón, que este breve ensayo permita abrir los ojos de quien lo lea.
REFERENCIAS
(1) Álape, A El cadáver insepulto, Planeta, 2005
(2) Ortiz, R. Virgilio Barco Vargas, Centro de Estudios Internacionales y de Documentación de Barcelona, 2010
(3) Campos Vargas, D.A. La verdad sobre la muerte de Álvaro Gómez Hurtado, Pensamiento y Literatura, Diciembre de 2011
(4) Losada, A. Comunicación personal
(5) Andrade, F. Comunicación personal
(6) Otálvora, E.C. Un Barco Liberal, Virgilio Barco Vargas, Caracas, 2009
(7) Santa María, R. Revista Semana, Lunes 9 de Noviembre de1998
(8) González, C. Revolución social. El desbalance del revolcón. Universidad Nacional, 2000
(9) Vargas, M. Memorias secretas del revolcón: la historia íntima del polémico gobierno de César Gaviria, 1993
(10) Kucharz, T. Colombia: terrorismo de Estado. Historia de una guerra sucia, 2006
(11) Giraldo, F., Gaviria, C. Infraestructura y desarrollo: reto de la construcción, 1996
(12) Samper, E. Colombia sale adelante, Bogotá, 1989
(13) Samper, E. 100 días del salto social, Bogotá, 1994
(14) Samper, E. Hacia un nuevo modelo de desarrollo: el salto social, Asamblea General de las Naciones Unidas, 1994
(15) Roll, D. Rojo difuso y azul pálido: los partidos tradicionales en Colombia, 2002
(16) Betancur, I. Sí sabía: viaje a través del expediente de Ernesto Samper, 1996
(17) Gómez, E. ¿Por qué lo mataron?, Bogotá, 2011
(18) Campos Vargas, D.A. La verdad sobre la muerte de Álvaro Gómez Hurtado, Pensamiento y Literatura, Diciembre de 2011
(19) Gómez, E. ¿Por qué lo mataron?, Bogotá, 2011
(20) Pecaut, D. Crónica de cuatro décadas de política colombiana, 1996
(21) Naranjo, V., Pardo, C. Parra, C. Teoría constitucional, 2006
(22) Londoño, F. La parábola del elefante, 1996
(23) Urán, A. Colombia: un estado militarizado de competencia, 2007
(24) Sánchez, R. Bonapartismo presidencial en Colombia, 2005
(25) De la Torre, C. Alvaro Uribe o el neopopulismo en Colombia, 2005
(26) Estrada, J. Intelectuales, tecnócratas y reformas neoliberales en América Latina, 2005
(27) Borrero, C. El embrujo autoritario, 2003
(28) Gardeazábal, H. Más allá del embrujo, 2005
(29) Pecaut, D. Midiendo fuerzas: balance del primer año de gobierno de Álvaro Uribe, 2003
(30) Campos, D.A. Vidas paralelas: Mockus versus Santos. Pensamiento y Literatura, 2010
(31) Campos, D.A. Aventuras y desventuras de las políticas en salud mental en Colombia, 2009
(32) Campos, D.A. Las paradojas del Libertador, Memorias del IIICongreso Nacional de Residentes, Bogotá, 2009
martes, 2 de octubre de 2012
Ajedrez, por Jorge Luis Borges
En su grave rincón, los jugadores rigen las lentas piezas. El tablero los demora hasta el alba en su severo ámbito en que se odian dos colores. Adentro irradian mágicos rigores las formas: torre homérica, ligero caballo, armada reina, rey postrero, oblicuo alfil y peones agresores. Cuando los jugadores se hayan ido,cuando el tiempo los haya consumido, ciertamente no habrá cesado el rito. En el Oriente se encendió esta guerra cuyo anfiteatro es hoy toda la tierra. Como el otro, este juego es infinito.
/Tenue rey, sesgo alfil, encarnizada reina, torre directa y peón ladino sobre lo negro y blanco del camino buscan y libran su batalla armada. No saben que la mano señalada del jugador gobierna su destino, no saben que un rigor adamantino sujeta su albedrío y su jornada. También el jugador es prisionero (la sentencia es de Omar) de otro tablero de negras noches y blancos días. Dios mueve al jugador, y éste, la pieza. ¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza de polvo y tiempo y sueño y agonías?
Jorge Luis Borges (Argentina)
Ayer, por Mario Benedetti
Ayer pasó el pasado lentamente
con su vacilación definitiva
sabiéndote infeliz y a la deriva
con tus dudas selladas en la frente
ayer pasó el pasado por el puente
y se llevó tu libertad cautiva
cambiando su silencio en carne viva
por tus leves alarmas de inocente
ayer pasó el pasado con su historia
y su deshilachada incertidumbre/
con su huella de espanto y de reproche
fue haciendo del dolor una costumbre
sembrando de fracasos tu memoria
y dejándote a solas con la noche.
Poema "Para una versión del I Ching", por Jorge Luis Borges
........................El porvenir es tan irrevocable
........................Como el rígido ayer. No hay una cosa
........................Que no sea una letra silenciosa.
........................De la eterna escritura idescifrable
........................Cuyo libro es el tiempo. Quien se aleja
........................De su casa ya ha vuelto. Nuestra vida
........................Es la senda futura y recorrida
........................El rigor ha tejido la madeja
........................No te arredres. La ergástula es oscura,
........................La firme trama es de incesante hierro
........................Pero en algún recodo de tu encierro
........................Puede haber una luz, una hendidura
........................El camino es fatal como la flecha
........................Pero en las grietas esta Dios, que acecha.
Una joven y vieja mujer, por William Butler Yeats
¿Cuál fue el alegre muchacho que más me agradó
De todos cuantos yacieron conmigo?
Respondo que mi alma entregué
Y en el dolor amé,
Mas gran placer me dio un muchacho
Al que físicamente amé.
Libre del cerco de sus brazos
Reía al pensar que era tal su pasión
Que él imaginaba que yo entregaba el alma
Cuando sólo existía el contacto de dos cuerpos,
Y reía sobre su pecho al pensar
Que era la misma entrega que hay entre las bestias.
Di lo que otras dieron
Después de quitarse la ropa,
Mas cuando este alma del cuerpo se despoje
Y desnuda vaya a lo desnudo
Aquel a quien halló encontrará allí dentro
Lo que ningún otro conoce.
Y dará lo suyo y tomará lo suyo
Y regirá por derecho propio;
Y aunque amó en el dolor
Tanto se aferra y se cierra,
Que ningún ave diurna
Osaría extinguir tal deleite.
Poema ¿Conflicto?, por David Alberto Campos Vargas
¿Norte o Sur? No importa.
No es relevante el saber a dónde sopla
El viento implacable del Tiempo:
Sólo importa
Saber que los polos existen
Y, en realidad, no existen.
El Ser deviene, no se atrapa
Así queramos encajonarlo.
¿Qué es el conflicto? Otra entelequia
Inventada para explicarse los opuestos,
Para entender al Mundo,
Que jamás será homogéneo.
Sólo tendremos un arriba en cuanto tengamos un abajo.
El giro lingüístico se hace giro metafísico.
¿Existe el conflicto?
¿Cómo explicar la tensión, la contradicción,
El rugido de las diferencias?
Existe el Todo, lo lícito y lo ilícito,
Lo legal que no es lícito, lo ilegal y lícito,
Lo ilegal ilícito, y lo que la Ley no contempla.
Y todo lo demás, que escapa a ello.
¿Lógica, o razón? ¿Instinto?
Existe el Todo, y eso implica diferencia.
Pero a través de los ojos de Jung
Puedo ver que no hay conflicto.
David Alberto Campos (Colombia, 1982) Poema también publicado en Revista Suma Cultural, Universidad Konrad Lorenz
jueves, 27 de septiembre de 2012
CONFLICTO, PSIQUE, HISTORIA Y CULTURA: ALGUNAS OPINIONES. Por David Alberto Campos Vargas
La existencia misma es una lucha. Vivimos de manera intensa, en una carrera contra el tiempo, intentando conciliar tendencias dispares, tratando de sobrevivir a fuerzas muchas veces centrífugas, hasta entrópicas. Somos seres en conflicto.
Supongo que esto es inevitable en un mundo imperfecto. No tengo la certeza platónica de creer que este mundo sea un remedo imperfecto de otro mundo perfecto (el Tropos Uranos culmen del Bien y la Belleza). Cabe la posibilidad que ese mundo ideal, perfecto, no exista, salvo en el sistema de Platón, o en las promesas que los grandes iluminados y sus correligionarios nos hicieron. Pero en todo caso prefiero creer que exista, porque este imperfecto mundo sí que tiene cosas por arreglar, y no quisiera creer que es lo único de lo que disponemos. Sería mucha fatalidad. Este mundo muchas veces injusto, perverso y aberrado no puede ser el mejor de los mundos posibles. Se equivocó Leibniz. Él, tan certero como matemático, me parece algo desatinado como filósofo. Tampoco se trata de creer que vivimos en un valle de lágrimas. Este mundo también tiene alegrías, zonas luminosas, bondad… y una singular, peculiarísima justicia, que los hinduistas llaman karma (que en algo compensa la injusticia generalizada). Pero me quedo con la esperanza de encontrar otro, o al menos imaginarlo.
El conflicto en este mundo imperfecto no es sólo el que Zoroastro y Agustín captaron. Cierto es que este mundo parece un estadio enorme, escenario de una lucha titánica entre el Bien y el Mal. A veces podemos, como espectadores, emocionarnos un poco al creer que el Bien lleva la ventaja. Pero, sin ser maniqueos, podemos entender que la pelea es bien pareja, reñida. Así que no hay ciudad de Dios, ni ciudad sin Dios, sino un vasto universo que a veces se comporta como divino, y en otras, parafraseando a Nietzsche, demasiado humano.
¿Y qué es el Bien: una categoría moral, un concepto variable, relativo, o al menos relativizable? Sin duda. Pero es justamente la relativización de lo que está bien y lo que está mal, supongo, lo que nos tiene así: matándonos unos a otros, agrediendo por doquier y de las más variadas maneras (algunas espantosas, como la tortura, la extorsión y el secuestro), irrespetándonos y haciéndonos la vida aún más difícil de lo que ya es en realidad. En eso sí coincido con Ratzinger: o seguimos relativizando y nos acabamos como especie, o le apostamos a lo que alguna vez Erasmo de Rotterdam soñó como una salida humanista, tolerante y pacífica: la Utopía.
Sí, con Erasmo vuelve y juega Platón. Siempre que se pueda soñar volverá el griego ilustre. Y, por arrastre, vuelve también Aristóteles.
Haciendo de este conflictivo mundo un mundo más pacífico, menos árido, podemos intentar entonces un juego político benéfico, unas leyes adecuadas, un comportamiento más correcto. De lo contrario, el animal político aristotélico termina siendo un verdadero lobo para el hombre hobbesiano. Lo que me exaspera es ver que estamos, como Humanidad, más cerca de ser fieras que de ser humanos, y muchos, ya aturdidos y acostumbrados a la maldad, aún no se han dado cuenta. ¿No pudo ver Tomás de Aquino el embrollo? ¿Realmente era imagen y semejanza de Dios un hombre así de siniestro, así de bruto, así de malévolo?, ¿Por qué ignoró lo instintivo, lo egoísta, lo dañino que también es parte de nuestra naturaleza? Porque lo cierto es que, en este mundo imperfecto y de conflicto, también somos imperfectos y cargados de conflicto. Lo maquiavélico, lejos de ser un constructo ideológico para príncipes del Renacimiento, es por desgracia el pan de cada día. Nietzsche y Freud nos lo dejaron claro: nosotros, los homo sapiens, mitad ángeles y mitad bestias, desafortunadamente nos portamos como bestias la mayor parte de las veces. Por el Eros no me preocupo, al fin y al cabo tiende a apaciguar la bestia. Me angustia el Tánatos. Como otros conciliadores (Orígenes, Locke, Mounier, Fromm, Maritain) el buenazo de Jung propuso una salida a semejante laberinto: la unión de los opuestos. La integración. Como quien dice, para que no nos atormenten los extremos, las paradojas o las disidencias, los podemos envolver bajo un todo integrador y tranquilizante. No apuntó muy lejos de Lao-Tsé. Las filosofías orientales, que él conoció bien, aceptan el conflicto y lo comprenden como parte de la vida. Como Julio César, siguen la línea de anexionar para dominar (algo que también intentó Freud, cuando habló de quitarle terreno al Ello en favor del Yo, o de hacer consciente lo inconsciente); o como Alejandro Magno, la de conquistar y entretejer al mismo tiempo, aspirando a una unidad sincrética. Pero aquel noble esfuerzo, hay que decirlo, no lo han compartido todos. Un paso hacia la pluralidad, el respeto a la diferencia, o la tolerancia religiosa, es seguido (¡horror de la Historia, que se asemeja a un eterno retorno nietzscheano!) por un retroceso hacia el totalitarismo, la desvalorización de la vida humana y la barbarie. El sistema opresor y malvado cambia de nombre (esclavismo, expansionismo, imperialismo, guerras de religión, caza de brujas, colonialismo, dictaduras militares, neocolonialismo, fascismo, etcétera) pero nosotros, los seres humanos, seguimos siendo los mismos. Unos pocos dominando, los demás soportando. Insisto: ¿en qué estaba pensando Leibniz? Otros pudieron ver que hasta en lo placentero está el conflicto. Epicuro llamó a la moderación, conociendo ya cuán bajo podemos llegar si no nos contenemos. El banquete, sin ese freno de la conciencia moral, degenera en orgía y hasta en matanza. Por cada Horacio, efectivamente, apareció un Calígula. Y hay algo más: el problema del principio de placer versus el principio de realidad. Una cosa es querer, otra es poder. Un principio de la realpolitik harto aplicable a la vida cotidiana. No siempre podemos satisfacer nuestros deseos. Tenemos que aplazar muchas gratificaciones. Y hasta indefinidamente. De otro lado, ya en la Escolástica lo razonable cobraba fuerza, pero fueron Descartes, Locke y Voltaire quienes invocaron a la diosa Razón como tal, creyendo que iba a ser útil para resolver nuestros conflictos. Pero se equivocaron. Es más poderoso el instinto. La mejor muestra fue razonabilísima Alemania (sí, la misma de Kant, Fichte y Hegel), que cayó en la trampa, Confió demasiado en sus libros, y la biblioteca se le vino encima. Un pintor mediocre y psicópata, eso sí, elocuente, y sus secuaces (modelos de irracionalidad y barbarie unos, de racionalidad y barbarie otros) se tomaron el poder a punta de gritos, ira y xenofobia. La razón, tal como la desenmascaró Adorno, resultó ser bastante frágil frente a lo irracional, lo telúrico, lo tanático, lo francamente animal. Mejor dicho, frente al conflicto. Hasta el mejor filósofo del siglo XX, Heidegger, cayó seducido por el embrujo nazi. La razón pasó de diosa a esclava. Hay conflicto por doquier, pues es parte de la naturaleza humana, pero también tenemos la opción de callar, y hacernos los de la vista gorda. Podemos pensar que, así como están las cosas, es mejor algo de optimismo. Lo natural a veces puede ser bestial. Y la naturaleza del hombre, en su conflictiva básica, es tensión entre fuerzas (cada una con su propio sentido), es combate entre pulsiones, es debate entre distintas opciones de vida (tal como señalaron Sartre, Heidegger y Jaspers), en cada instante de la vida. Por eso, no podemos extrañarnos que la ilusión de un Paraíso o Reino de los Cielos, en el que cese al fin la batalla de la existencia, haya calado tan hondo en nuestra psique (tanto individual como colectiva).
David Alberto Campos Vargas (Colombia, 1982)
*Médico Psiquiatra, Pontificia Universidad Javeriana. Neuropsicólogo, Universidad de Valparaíso. Neuropsiquiatra, Pontificia Universidad Católica de Chile. Lic. Filosofía, Universidad Santo Tomás
Haciendo de este conflictivo mundo un mundo más pacífico, menos árido, podemos intentar entonces un juego político benéfico, unas leyes adecuadas, un comportamiento más correcto. De lo contrario, el animal político aristotélico termina siendo un verdadero lobo para el hombre hobbesiano. Lo que me exaspera es ver que estamos, como Humanidad, más cerca de ser fieras que de ser humanos, y muchos, ya aturdidos y acostumbrados a la maldad, aún no se han dado cuenta. ¿No pudo ver Tomás de Aquino el embrollo? ¿Realmente era imagen y semejanza de Dios un hombre así de siniestro, así de bruto, así de malévolo?, ¿Por qué ignoró lo instintivo, lo egoísta, lo dañino que también es parte de nuestra naturaleza? Porque lo cierto es que, en este mundo imperfecto y de conflicto, también somos imperfectos y cargados de conflicto. Lo maquiavélico, lejos de ser un constructo ideológico para príncipes del Renacimiento, es por desgracia el pan de cada día. Nietzsche y Freud nos lo dejaron claro: nosotros, los homo sapiens, mitad ángeles y mitad bestias, desafortunadamente nos portamos como bestias la mayor parte de las veces. Por el Eros no me preocupo, al fin y al cabo tiende a apaciguar la bestia. Me angustia el Tánatos. Como otros conciliadores (Orígenes, Locke, Mounier, Fromm, Maritain) el buenazo de Jung propuso una salida a semejante laberinto: la unión de los opuestos. La integración. Como quien dice, para que no nos atormenten los extremos, las paradojas o las disidencias, los podemos envolver bajo un todo integrador y tranquilizante. No apuntó muy lejos de Lao-Tsé. Las filosofías orientales, que él conoció bien, aceptan el conflicto y lo comprenden como parte de la vida. Como Julio César, siguen la línea de anexionar para dominar (algo que también intentó Freud, cuando habló de quitarle terreno al Ello en favor del Yo, o de hacer consciente lo inconsciente); o como Alejandro Magno, la de conquistar y entretejer al mismo tiempo, aspirando a una unidad sincrética. Pero aquel noble esfuerzo, hay que decirlo, no lo han compartido todos. Un paso hacia la pluralidad, el respeto a la diferencia, o la tolerancia religiosa, es seguido (¡horror de la Historia, que se asemeja a un eterno retorno nietzscheano!) por un retroceso hacia el totalitarismo, la desvalorización de la vida humana y la barbarie. El sistema opresor y malvado cambia de nombre (esclavismo, expansionismo, imperialismo, guerras de religión, caza de brujas, colonialismo, dictaduras militares, neocolonialismo, fascismo, etcétera) pero nosotros, los seres humanos, seguimos siendo los mismos. Unos pocos dominando, los demás soportando. Insisto: ¿en qué estaba pensando Leibniz? Otros pudieron ver que hasta en lo placentero está el conflicto. Epicuro llamó a la moderación, conociendo ya cuán bajo podemos llegar si no nos contenemos. El banquete, sin ese freno de la conciencia moral, degenera en orgía y hasta en matanza. Por cada Horacio, efectivamente, apareció un Calígula. Y hay algo más: el problema del principio de placer versus el principio de realidad. Una cosa es querer, otra es poder. Un principio de la realpolitik harto aplicable a la vida cotidiana. No siempre podemos satisfacer nuestros deseos. Tenemos que aplazar muchas gratificaciones. Y hasta indefinidamente. De otro lado, ya en la Escolástica lo razonable cobraba fuerza, pero fueron Descartes, Locke y Voltaire quienes invocaron a la diosa Razón como tal, creyendo que iba a ser útil para resolver nuestros conflictos. Pero se equivocaron. Es más poderoso el instinto. La mejor muestra fue razonabilísima Alemania (sí, la misma de Kant, Fichte y Hegel), que cayó en la trampa, Confió demasiado en sus libros, y la biblioteca se le vino encima. Un pintor mediocre y psicópata, eso sí, elocuente, y sus secuaces (modelos de irracionalidad y barbarie unos, de racionalidad y barbarie otros) se tomaron el poder a punta de gritos, ira y xenofobia. La razón, tal como la desenmascaró Adorno, resultó ser bastante frágil frente a lo irracional, lo telúrico, lo tanático, lo francamente animal. Mejor dicho, frente al conflicto. Hasta el mejor filósofo del siglo XX, Heidegger, cayó seducido por el embrujo nazi. La razón pasó de diosa a esclava. Hay conflicto por doquier, pues es parte de la naturaleza humana, pero también tenemos la opción de callar, y hacernos los de la vista gorda. Podemos pensar que, así como están las cosas, es mejor algo de optimismo. Lo natural a veces puede ser bestial. Y la naturaleza del hombre, en su conflictiva básica, es tensión entre fuerzas (cada una con su propio sentido), es combate entre pulsiones, es debate entre distintas opciones de vida (tal como señalaron Sartre, Heidegger y Jaspers), en cada instante de la vida. Por eso, no podemos extrañarnos que la ilusión de un Paraíso o Reino de los Cielos, en el que cese al fin la batalla de la existencia, haya calado tan hondo en nuestra psique (tanto individual como colectiva).
David Alberto Campos Vargas (Colombia, 1982)
*Médico Psiquiatra, Pontificia Universidad Javeriana. Neuropsicólogo, Universidad de Valparaíso. Neuropsiquiatra, Pontificia Universidad Católica de Chile. Lic. Filosofía, Universidad Santo Tomás
miércoles, 11 de julio de 2012
Me enamoré, sin saberlo (por Luis Alberto Campos Rodríguez)
Tu mirar y tu sonrisa,/Tu acento, tu voz,/Tus labios húmedos de besos/(Los besos que se fueron),/Tus caricias tras los velos insondables/De la entrega a lo eterno.../Besos del recuerdo de los años,/De la noche y de la aurora/Besos de lo incierto/Loas de amor, destellos/Cubiertos de cuerpo.../Nunca supe/Tus deseos/Nunca supe/Qué escribía, qué te daba/En el abrazo incierto.../Respondes en las brumas/Del incienso./Conmigo iré/Contigo, siempre /-sin saberlo-/
LUIS ALBERTO CAMPOS RODRIGUEZ Nació en Altamira (Huila) el 29 de julio de 1938. Cursó estudios primarios en el Colegio de la Presentación de Altamira, y secundarios en el Seminario Conciliar de Garzón, donde se graduó de bachiller. En este mismo seminario recibió clases de los filósofos Eduardo Arboleda Valencia, Wilhelm Kerrmans y Wilhelm Rudjyk, y del lazarista Nicolás Bayona. Concluyó sus estudios de Teología y Filosofía en 1957, año en que empezó a trabajar como auxiliar en la Registraduría Nacional del Estado Civil.
Su labor docente inició en 1959, como profesor en el Colegio San Luis Gonzaga, en el municipio de Elías (Huila), a cargo de las asignaturas de Artes, Lengua Castellana y Civismo. De ahí pasa a Bogotá a trabajar como instructor del SENA en 1960, donde dictó Ética e Instituciones y Seguridad Social y Laboral.
Inició sus estudios de Derecho y Ciencias Políticas en la Universidad La Gran Colombia, donde fue el mejor alumno de Derecho Constitucional (cátedra a cargo del magistrado Ricardo Medina Moyano, mártir de la toma del Palacio de Justicia de Colombia en 1985) y alumno destacado de Derecho Probatorio con el profesor Luis Caro Escallón. También se distinguió en Filosofía del Derecho, escribiendo junto a Fernando Cruz Klonfy y Laureano Tascón Villa artículos sobre derecho natural, sociología del derecho y antropología. Su tesis de grado fue "Origen y Decadencia de la Soberanía" (1966).
Se desempeñó Juez Municipal en Guadalupe (Huila), Juez Penal Municipal en La Plata (Huila) y Fiscal Superior en Florencia (Caquetá), municipio donde también fungió de Secretario de Gobierno (1968-1969) y en el que fue periodista de los diarios Voz del Caquetá y Portal Amazónico, con la columna de política y crítica social "Los pobres ricos de las ciudades pobres". Nombrado después Juez Civil del Circuito de Garzón (1970), hasta que hizo parte del Tribunal Superior de Neiva como abogado asistente de la sala penal. Ahí retomó la docencia, dictando Historia en el colegio José María Rojas Garrido. Regresó a Garzón (Huila) en 1972 para desempeñarse como Juez Único Laboral del Circuito, además de profesor de Literatura e Historia en el Colegio José Eustasio Rivera.
De 1972 a 1977 fue Fiscal Superior y dictó Literatura y Lengua Castellana en el Colegio de La Presentación de Garzón. De 1977 a 1997 trabajó como Fiscal y luego Procurador del Tribunal Superior de Neiva (Huila). De esta época son sus escritos "La diosa del Chairá", "Derecho Probatorio" y "Cuentos". Asimismo su acción social como fundador de Clubes de LeonesClubes de Leones en los municipios de Neiva (del que fue Presidente en 1986), La Plata y Campoalegre, y activista social.
Desde 2000 es abogado litigante en Bogotá. Ha escrito "El Testamento del Taitapuro", "Alfa y Omega", "Productividad Agrícola", "La hacienda del tío Jerónimo" (2012)y algunos poemas.
Poemas en inglés de David Alberto Campos
MADNESS I...................I am come.Dawn still castsits cold embrace. The receptionist wears a sleepy smile.She tries her best to cheer me upas she gives me the keys.I try to smile as well. The wide hall of ancient woodreceives me in its dry emptiness.The chapel is closed. It, too,has seen its share of deranged mindsfor nights on end. I walk.My thoughts are with the patientwho I am to see at seven---has he improved? is he still hallucinating?I greet the nurses,overworked and underslept.In my mind I jointhe choir on the radioso as not to add to their burden;they have had enough frantic voices,enough wailing, enough complaining,enough weeping. I go downstairs.My steps reverberateand follow meand fade amid the twilight. I see the door unlocked.A purposeful hand? or a careless one?Purposeful carelessness perchance?Yet no one comes out.No exit door exists for the ill of mind. The corridor awaitswith voices hurt by years,by shattered illusions,by outrage.Once again the sick await,taking my arrival to be something.Poor men, good men,abandoned long ago,glad to hear me greet them.Poor, good women,relieved to hold my hand. I enter my office,boring, ugly I daresay,in spite of my attempts:pictures, flowers, travel books,a carved saint, to no avail.The comfortable armchairs I was soldhave nothing to say to a tortured soul. Time goes by.I meet the lady who attempted deathupon hearing of her son's:this city keeps on bleedingunder the hail of bullets. She cries and swears and cries and prays,she cries and begs.Her brother thinks her mad.I think of the barbarianswho kill for a livingout in the streets.I do not think her mad. I look out the window.I want to sit and writeone more impromptu poemfor my private list of thoughts,unvoiced shouts, stifled shouts, half-shouts,put hurriedly down between visits. I notice somewhere faranother doctor listens to a maniac's diatribe. Truly are they called patients---they have lived in waiting.We, too, are patients: we deal in perseverance..................................................
A NEW CENTURY Does darkness on our souls have any claim?Is joy but a short-livèd butterfly? isits song no more?And shall the fearsome rule of guns advance?It ought to be neither believed nor allowed.A world misled can still expecta revolution of love. The realization growsthat blade and gun are base and sterile;that change is needed, but violence is not;that selfishness can poison the noblest of hearts. Twenty centuries had passedand we believed in hope:no more endangered innocents,no more embittered feuds.Thither lays a lengthy roadas this new age has shown so far:Age of Kali, not of Aquarius.We the humans, nonetheless,are capable still. The tears have been enough.The anger of fanatics,the burying of parents and siblings,the pain with no end in sight.We need to learnthat greatest of honors which is service,that greatness which is not obtained in wealth,that power which is humble in its silence. Beyond this life is not the use of hope.Peace in our lifetime,to make this Earth the one we wish:that is to be preferredinstead of minds that growbeing taught to live clouded. Are powerful misers to end?Is poisonous recklessness doomed?So wish we all. We want togetherness, freedom;we want a tomorrow with dignity.We want to create.Our creation will defeat the barbarians.In full resoluteness,we will sing to the cosmos
David Alberto Campos Vargas (Colombia, 1982)
DE PROFUNDIS, por Antonio Iriarte Cadena
Es tal vez el último día de mi vida.
He saludado al sol levantando la mano derecha,
mas no lo he saludado diciéndole adiós.
Hice la seña de que me gustaba verlo: nada más.
Fernando Pessoa.
Desde hace cerca de mil trescientos años, antes de entregarse al sueño de la noche, los monjes budistas del Tíbet conservan la costumbre saludable de poner bocabajo, junto a la cabecera de su cama, el tazón en el que suelen recibir su porción diaria de comida.
La razón única de tan sencilla y en apariencia insignificante operación doméstica, es la de recordarles que bien pudiera aparecer muerto al otro día cualquiera de ellos y, por consiguiente, resultaría penosamente redundante el disponer el jarro desde la víspera, pensando en el desayuno del aún incierto amanecer.
Fueron necesarios más de sesenta años –buena parte de mi vida- para que, más allá de lecturas, algunas de una lucidez sorprendente, de discursos retóricos, debates académicos o de reflexiones personales, me tomara en serio la enormidad de la certeza según la cual yo, como cualquiera otro de los vivientes que poblaron, pueblan y poblarán la Tierra, tendría que morir algún día.
Comprendí por fin que la muerte es la consecuencia natural de haber nacido. Así que ninguno de los seres vivos, humanos y no humanos, animales y no animales, absolutamente ninguno, ha podido ni podrá escapar a este designio misterioso y universal.
Sin embargo, queridos familiares y amigos, casi nadie está dispuesto a asumir de buenas a primeras, aunque lo sepa a cabalidad, no importa si es joven o viejo, sano o enfermo, una realidad que, aunque sabida y evidente, no deja de parecernos horrible, cruel, inaceptable. De tal manera que cuando se nos presenta la ocasión de ver nuestra propia muerte, así sea en cuerpo ajeno, en vez de mirarla cara a cara, preferimos ignorarla mediante la falacia de no pensar en ella, de no mencionarla.
De vez en cuando, por supuesto, pensaba en la muerte, como algo que aún estaba lejos de aparecer en el horizonte apacible de mi vida personal y familiar. Al contrario de lo que practican desde hace siglos los monjes tibetanos, siempre me acosté cada noche con el jarrón de mis planes bocarriba. Ignoro ahora, con la confianza en qué clase de certidumbre o con la solidez de cuáles argumentos me permití durante tanto tiempo semejante ligereza.
Tal vez prevalido de mi, hasta entonces, excelente estado de salud, o quizá confiado en la longevidad de mis ancestros, me concedí alegremente a partir de mi jubilación en mayo de 2005, unos quince o veinte años de vida adicionales, con planes tan prometedores como los de escribir al menos dos libros más, y el de mejorar de manera significativa mi nivel de ejecución guitarrística, animado por mi probado amor por el instrumento y por la bella locura de Diana Patricia de sorprenderme cualquier día con el regalo exquisito de una guitarra de conciertos. También formaban parte del paquete de entusiastas planes futuros leer los libros que, por una u otra circunstancia, se me fueron quedando a lo largo del camino como un reguero de genialidades, y el de viajar por algunos países.
Hoy queda en evidencia que mis previsiones fallaron. Una tarde diáfana de octubre, estaba solo en medio de un cielo glacial, teñido de profundo azul. Una bandada de grullas cruzó el cielo a lo lejos, agitando con la levedad de sus alas la mansedumbre del aire. Una hilera de cipreses cansados mecía sus ramas, con el gesto de quien carga a cuestas desde hace siglos el estigma de la perennidad. En la atmósfera quieta de aquella tarde, inabarcable como el mar, la enfermedad, mandadera de la muerte, me golpeó con rudeza, con determinación. De repente, igual que una ráfaga de viento helado en pleno rostro.
Lo supe ahí, mientras observaba cómo agonizaba el sol, allá en la más remota lejanía. Fue como una palmada violenta en la espalda, a mansalva y sobre seguro, frente a la cual nada pude hacer para esquivar el golpe o para atenuarlo. Allí sentí por primera vez cómo la muerte se agazapaba dentro de mí, y comprendí de manera nítida la maestría de sus pasos, el increíble repertorio de sus procedimientos, en fin, la naturaleza y magnífica versatilidad de su oficio.
Me he preguntado con insistencia por qué me dejé sorprender por ella, a pesar de mi cercanía conceptual con la muerte a través de reflexiones y lecturas, en ocasiones intensas, sobre el arte del bien morir, bajo la orientación de mentes lúcidas en relación con la futilidad e impermanencia de las cosas, de la naturaleza ilusoria de toda realidad que habite en los dominios del que Parménides y Platón llaman mundo sensible, frente al inteligible, del de los fenómenos frente al del noúmenos, en la concepción kantiana de la realidad y el del Tonal frente al Nagual, en la cosmovisión de don Juan Matus.
Me encandilé, tal vez, con la luminosidad de esos textos. Pese a sus continuas enseñanzas, dejé de lado lo esencial: la práctica, esa especie de gimnasia interior que permite al lector atento y sensible cambiar poco a poco los ojos del “mirar”, propios del hombre común, por los extraordinarios del “ver”, indispensables para alcanzar el don aún más esquivo de la lucidez.
Mi mente cayó en las argucias propias de la razón y, por consiguiente, de ese formidable tirano de nuestras vidas a quien damos el nombre de Ego, dueño habitual de las percepciones, pensamientos y sentimientos, responsable, a su vez, de nuestra visión ordinaria del mundo.
Víctima de mi propio juego, quedé listo para que la muerte me cayera por sorpresa con la intención de echarme en su morral. Podría pensarse, entonces, que esas lecturas más que ayudarme, resultaron inútiles y hasta perjudiciales.
De ninguna manera. ¿Cómo creen que me hubiera ido, a pesar de todo, sin la brújula de quienes escribieron estos textos luminosos, sin la baquianía de quienes a fuerza de caminar –no tanto de hablar o de discutir– por los territorios de la otra orilla, terminaron por adquirir el don de la lucidez y algunos el aún más escaso de la clarividencia, o lo que es lo mismo, la capacidad de “ver” la otra realidad, la cual no es más que la misma de todos los días, sólo que vista con otros ojos?
Hombres del conocimiento silencioso, los llama don Juan Matus; seres despiertos o iluminados, de la inaudita elevación espiritual de Lao Tse y de Plotino, los denomina Buda; Maestros, como Jesús o Buda, ante cuya grandeza palidece cualquier calificativo, por elogioso que sea; santos del estilo arrobador de san Francisco de Asís, si es que nos atenemos a la manera como los cristianos distinguen a estos hombres y mujeres, más que de carne y hueso, hechos de luz; no muchos, por cierto, que no son todos los que están en el santoral, ni están en él todos los que son; ni sólo santos cristianos, que también los hay en otras religiones.
Incluyo en esta lista breve a hombres y mujeres del gran Arte y de las letras, cuyos dominios están en los territorios de la más encumbrada Poesía –con letra mayúscula, que los distingue de las artesanías propias de simples versificadores–, puesto que aquellos también son videntes de la otra realidad que, no lo olvidemos, es la misma de la cotidianidad, sólo que vista con los penetrantes ojos del ver, y no con los torpes del simple mirar; viajeros de territorios ignotos y senderos desconocidos para el ojo miope y la percepción ordinaria del hombre común, tal como entendemos quienes amamos la literatura más alta y la poesía más excelsa. Poetas y artistas capaces de poner de acuerdo la intuición y la razón, o lo que es lo mismo, el hemisferio izquierdo de nuestro cerebro, con su par derecho, lo que equivale a llegar a la totalidad de uno mismo; el mundo sensible y el inteligible, el universo de los fenómenos con el mundo insondable del noumenos, la orilla de este lado con la orilla del otro lado, el tonal y el nagual, que no tienen por qué andar peleados, pues son aspectos de la misma y única realidad, las dos caras de la misma moneda. Hombres y mujeres a la manera de Dante, San Juan de la Cruz, Novalis, Rilke, Tolstoi, Blake, Pessoa o Beckett.
Una vez desplegadas en todo su esplendor las alas de nuestra percepción no ordinaria de la realidad, tendremos por fin una visión penetrante y de largo alcance, gracias a la cual estaremos listos para comprender y asumir la naturaleza esencial de nuestro verdadero Ser.
Así que aquella tarde de cielo inocente y azul, pasé en el lapso de unos breves segundos de cierto estado de alegre irresponsabilidad en el que habitualmente vivía, a una conciencia aguda de la muerte. Y en este acto instantáneo de toma de conciencia acerca de la precariedad de mi cuerpo, de la fugacidad de la vida, mientras trataba de coger respiro y reponerme del golpe artero, vino a mi memoria aquella vieja canción de infancia en donde, confundidos música, letra y paisaje, empezaron a tener sentido ciertas claves que sólo hasta ese momento supe descifrar. Dice así la letra de esa antigua canción:
Lento atardecer.
Tras el lejano monte se va a ocultar el sol.
La niebla del ocaso de grana se tiñó.
Resuena vigoroso, resuena un acorde sin cesar:
Del campanario brota el toque vesperal.
Sus notas bulliciosas sucédense a compás.
Tras el confín se va a ocultar
La tibia luz crepuscular;
Tras cien nubes de oro el sol se va.
Con el paso de los días, hasta hoy, mi percepción negativa y melodramática de la enfermedad, de la muerte y de la manera como éstas afectaron, afectan y afectarán a cuantos hacen parte del mundo de mis querencias más entrañables, está cambiada; mejor aún, está cancelada. En esta perspectiva, y sin que importen demasiado las circunstancias de tiempo, modo y lugar, no encuentro sitio adecuado para la desesperación, el abatimiento, ni para el llanto clamoroso. Duele la muerte, por supuesto, porque la entendemos como separación, por andar viviendo casi todo el tiempo en el reino de la ilusión. Y en este fantasmagórico torbellino de pensamientos y de sentimientos, solemos confundir el amor con los apegos y hasta con la adicción a las personas y a las cosas.
El acto de morir, visto con los ojos lúcidos del ver, no constituye desgracia alguna para nadie; ni para el que supuestamente se va, ni para los que presuntamente se quedan. Percibida con los ojos del mirar, la muerte nos parece horrenda, absurda, inaceptable. De ahí el apego casi invencible a la idea de la inmortalidad, entendida como aspiración a conservar intacta la conciencia individual más allá de la muerte.
¿Han pensado ustedes alguna vez que la historia de la humanidad, al menos desde que reconocemos al homo sapiens como nuestro inmediato ascendiente en la escala evolutiva de los homínidos, hace apenas unos cincuenta mil años, es más historia de muertos que de vivos? Frente a los siete mil millones de seres humanos que hoy, en su mayoría, mal habitamos la Tierra, ¿cuántos miles de millones de muertos podríamos contar en cincuenta mil años? Si el gran destino final de los seres humanos –y de los demás vivientes– está más en el mundo de los muertos que en el de los vivos, la muerte, pienso, no puede ser ni horrenda, ni trágica ni inútil.
Sólo que las diversas culturas –especie de lentes opacas que no dejan ver bien–, cada una con su cosmovisión particular, quiero decir, con su manera específica de mirar el mundo a través de sus propias cosmogonías, religiones, cosmologías, ideologías, escuelas filosóficas, concepciones científicas y estéticas, todo ello entendido como sistemas de representación del que llamamos mundo real, nos han enseñado desde pequeños a mirar la muerte con desconfianza, terror y desesperanza.
Pero este estado de cosas está cambiando con rapidez. A partir de los últimos descubrimientos de la física contemporánea, se han empezado a revisar los conceptos clásicos de materia y de solidez, para llegar a la conclusión de que la idea de masa, entendida como realidad sólida, perceptible y cuantificable, tal como se enseñó durante mucho tiempo, sobre todo a partir de Newton y de la física decimonónica, la cual aún hoy se ofrece en colegios y universidades como única posibilidad para aprehender e interpretar la realidad material, carece ya de validez, en tanto ha sido puesta en entredicho por los sorprendentes fenómenos descubiertos por la física subatómica de las últimas décadas.
Físicos de la estatura científica de Fritjof Capra y de David Bohm están convencidos de que se impone una revaluación de la concepción del universo en términos mecanicista y dual, para sustituirla por otra de naturaleza única, energética, orgánica, viva, dotada de conciencia, inteligente y cósmicamente interdependiente, la que obligará, piensa el también físico Gonzalo Echeverri Uruburu, a un cambio de paradigma en relación con lo que percibimos en la actualidad por ciencia, tecnología, economía, filosofía, ecología, religión, etc., todo lo cual será –al menos ellos así lo esperan– el soporte de una nueva actitud en nuestras relaciones con la naturaleza durante el presente milenio.
De unos años acá me acompaña la idea de que quienes nos hemos enemistado y destruido con ferocidad durante siglos por defender con intransigencia indigna de nuestra condición humana posiciones aparentemente irreconciliables, como las de la ciencia frente a las diferentes manifestaciones de la espiritualidad, o la de estas frente a los diversos saberes indígenas, en el fondo hemos estado con frecuencia en busca de igual propósito. Sólo que la lente particular con la que cada cultura nos apareja para mirar el mundo, en lugar de ayudarnos a ver, nos convierte en ciegos de remate, y lo que es más grave y peligroso, en ciegos agresivos con un garrote en la mano.
En el siglo que empieza, los seres humanos parecieran acercarse cada vez con mayor fuerza a una nueva percepción de lo sagrado, al margen de lo puramente ritual y de las religiones entendidas como instituciones con nombre propio, de tal manera que esta nueva sensibilidad pareciera coincidir con estas palabras de Eckhard Tolle: Hay un vasto reino de inteligencia más allá del pensamiento, que el pensamiento es sólo un minúsculo aspecto de esa inteligencia. Vistas así las cosas, el universo, más que a un gran mecanismo de relojería, a la manera de Newton y Leibniz, se parecería a un gran pensamiento. Algo así como una inteligencia colosal, movida por las fuerzas vivas de la atracción y repulsión universales, de la cual formamos parte indisoluble y atemporal todos los seres, en sus diferentes emanaciones.
¿Y el nombre? En el mundo de los humanos, en donde con frecuencia las palabras más que iluminar oscurecen, no creo inteligente ni sensato pelearnos por ellas. Lao Tse dice que es innombrable: El Tao que se puede nombrar no es Tao, nos advierte. Y la Biblia nos cuenta que cuando Moisés preguntó a la voz que le hablaba desde la zarza ardiente, quién era y con qué nombre deseaba ser distinguida, la voz le respondió: Soy el que soy. Así que algunos lo llaman Gran Matriz; otros, Energía cósmica; los de más allá, Ser supremo. Hay quienes prefieren denominarlo Gran Pensamiento; Parménides se aproximó a él bajo el nombre de Ser, así, con mayúscula, mientras Plotino lo denomina Uno. A Lao Tse, sabiendo que es innombrable, no le quedó más remedio que denominarlo Tao, esto es Todo. En la perspectiva de las culturas y civilizaciones semíticas y, más tarde grecosemíticas, las cuales dan origen a las tres grandes religiones monoteístas, los judíos lo pregonan Yahveh, los musulmanes Alá y los cristianos lo distinguen con el nombre de Dios, entendido como ser supremo de naturaleza personal, diferente del mundo, su creador y providente.
¿Habrá alguna tragedia, entonces, en el hecho tan natural de que todos los vivientes sin excepción regresemos a esa gran totalidad de donde procedemos y a la cual necesariamente debemos retornar? ¿Qué clase de desgracia supone el antes de nacer o el después de morir? ¿O es que la persona individual de cada uno de nosotros tuvo algún significado e importancia, por ejemplo, hace doscientos años y dónde estará nuestra memoria dentro de ochocientos? ¿Quién recuerda hoy, así sea de manera remota, al tatarabuelo de su abuelo? ¿Quién se ocupa de él, al menos para preservar su memoria?
Pero, dirán ustedes: de los famosos, de sus hazañas y de sus obras sí que nos acordamos. Me parece esa, a pesar de don Miguel de Unamuno, una forma precaria de inmortalidad. ¿Es de alguna utilidad para Cervantes la inmensa fama que lo acredita o el afecto grande que le profesamos? Paradojas del arte: por absurdo que parezca, hoy nos interesan más sus Don Quijote y Sancho, meros personajes de ficción, que la atormentada vida de su autor.
Me parece, entonces, que el enigma del sentido de la vida y de la muerte hay que tratar de verlo desde una perspectiva mucho más amplia, tranquila y lúcida, por encima, ojalá, de las visiones particulares de cada cultura. En cuanto a mí respecta, ustedes me han permitido aglutinar una constelación de afectos, unidos con firmeza por el lazo misterioso con el cual se atan en el universo desde siempre y para siempre, todos cuantos caminaron, caminamos y caminarán bajo la guía y gobierno de AMOR, el cual, lo sé, es el mismo que rige el destino de todo el Cosmos y de cuanto en él se contiene, a través de la búsqueda y hallazgo de lo que don Juan Matus llama con singular donosura: “un camino con corazón”.
Así, pues, ya dejé de pelearme con la muerte. No es mi enemiga y, espero, tampoco sea la de ustedes. Comprendí y asumí, aunque un poco tarde, que ella, la muerte, nada me ha quitado, y nada les quitará a ustedes. Ella, la señora muerte, hace parte del ciclo natural en el que consiste nacer para morir. Una vez Ying, otra vez Yang, eso es el Tao”, nos enseña Lao Tse. Dos aparentes caras de una sola y única realidad. Ritmo universal y sagrado por el que se gobierna todo cuanto existe en el universo perceptible y no perceptible: El big bang, el día y la noche, el movimiento de astros y constelaciones, la respiración, la diástole y la sístole, el vaivén de cuerpos ardientes que se juntan para luego separarse, la atracción y la repulsión que los físicos advierten en los átomos, y los astrónomos en los grandes sistemas planetarios, la pleamar y la bajamar, el ritmo de movimientos y sonidos sin el cual sería impensable la vida de poetas, músicos y danzarines, el sueño y la vigilia, en fin, la salud y la enfermedad, la vida y la muerte.
Y el Todo, o como prefieran nombrarlo, en la gloria de su magnificencia, en el esplendor de su infinitud, Energía pura, fuente de toda existencia finita; Ser que sólo es, en cuanto se contiene a sí mismo en su esencia, vacío absoluto lleno de luz, pero que se revela, a su vez, a través de sus manifestaciones fenoménicas en el mundo perceptible de los sentidos y de la razón; mundo ilusorio por naturaleza, en tanto finito, aparente, pasajero; y mundo del cual hacemos parte desde siempre y para siempre, quiero decir, desde antes de nacer y hasta después de morir. Tal vez por eso suenen actuales aquellas palabras atribuidas a Hermes Trimegisto: La mente del Todo es la matriz del Cosmos. O estas otras del Yogui Ramacharaca, un escritor hindú moderno, de singular lucidez:”… la materia es una densa modalidad de la energía, que, a su vez, es una densa modalidad de la mente, de modo que la materia ultérrimamente sutilizada es energía, y la energía ultérrimamente sutilizada es mente, y la mente en máximo grado de sutilización se acerca tanto al Espíritu que no es posible señalar límite entre ambos”.
De manera pues que aquí no hay lugar ni para la amargura ni para las despedidas, por la razón simple de que no voy para ninguna parte. Me quedo donde siempre he estado, aunque bajo alguna forma diferente. Regreso al no lugar sin tiempo del cual salí para tomar forma humana, que bien pude haber sido ovejo, arrayán, pájaro carpintero o perro, ignoro si gozque o labrador, para ocupar un lugar diminuto en esa ilusión que llamamos espacio, por una fracción infinitésima de esa otra ilusión que denominamos tiempo.
Fue así como se me prestó un cuerpo humano y un nombre ilusoriamente propios, forma corporal dotada de vida y de conciencia, como todo lo existente y, en cuanto humano, de percepción, pensamientos y sentimientos. Sostuve relaciones amistosas con otros vivientes –personas, algunos árboles y no pocos animales, legado de nuestra madre, quien nos heredó el raro don de amar a todo ser viviente–. Tuve una esposa espléndida, a quien quiero dedicar el que considero elogio máximo de llamarla cómplice, y con ella, dos hermosas hijas, las cuales han traído a nuestra familia dos yernos y nietecitos adorables, o lo que es lo mismo, nuevos y hermosos enigmas. También la vida me obsequió dos hermanos magníficos, muchos parientes y un numeroso grupo de amigos, entre los que recuerdo compañeros entrañables de infancia y de juventud, condiscípulos de colegio, seminario y universidad, muchos de los cuales todavía viven y hoy, supongo, algunos están aquí frente a mi cajón; colegas de oficio, todos muy queridos y un casi incontable número de alumnos en colegios y universidades, a lo largo de más de cuarenta años de ejercicio profesoral. Y algo extraño, casi inexpresable y para mí enaltecedor que, pienso, sólo es posible, entre otros muy escasos, en el universo misterioso del arte: un número apreciable de guitarristas, no pocos de excepcional maestría, oriundos de diversos países, a quienes jamás tuve la fortuna de conocer de manera personal, me ofrecieron durante varios años el regalo invaluable, no sólo de aceptarme en el Foro Internacional de Guitarra, con sede en Buenos Aires, sino el de tratarme casi como su familiar, y algunos como si hubiera sido su par profesional o su amigo de toda una vida.
A todos agradezco haberme acogido con exceso de benevolencia, grande afecto y enorme generosidad. En breve, mi cuerpo, esa débil caña pensante, como decía Pascal, será sepultado. Y mi conciencia, ¿a dónde irá? Permítanme dar remate a estas palabras echando mano de aquella bella analogía oriental, a la cual podríamos dar el nombre de El Océano y la gota de agua.
Es el mar sin límites; aguas primordiales, hondas, anchas, oceánicas. Aguas donde toda vida tuvo origen. El sol, que a todos sin distingos ni discriminación provee con el consuelo de su calor, con la claridad de su luz, calienta la superficie de esas aguas abisales. Y empieza a subir al cielo un hálito vaporoso el cual se va condensando lentamente en forma de nubes que, incapaces de soportar la riqueza de su propio peso, se desgranan en forma de millones de gotas de lluvia para regresar de nuevo al mar. ¿Qué eran, quiénes eran esas posibles gotas de agua antes de que el sol calentara con su luz la superficie de esas aguas? Eran nada, eran nadie, pero al tiempo, en su abrumadora insignificancia, contenían la totalidad del mar. ¿De qué tragedia podríamos hablar, para esa ínfima porción de agua, antes de que se convirtiera en vapor y luego en gota? ¿En qué desgracia podríamos pensar, después de que esa gota regrese a las aguas inabarcables, vivas y conscientes de donde algún día salió?
El acto de morir, si bien, como la lluvia, es un evento común, muerte y lluvia ostentan la impronta sagrada presente en la totalidad del universo, razón por la cual no deben ser percibidos como eventos banales. El llover es tan común y sagrado como el nacer y el morir. Llegado el momento, se trata de dar el paso con pie airoso, sin temor pero con respeto, para sumergirnos solos y en silencio en el más impenetrable de los misterios.
Cada quien sabrá encontrar el camino a la sabiduría que lo conduzca a un bel morir. En cuanto a mí se refiere, una de las claves para alcanzar tan envidiable estado de Ser, me parece está oculta en estas palabras memorables del Poeta William Blake: Ser capaces de ver el universo en un grano de arena, y el esplendor del paraíso en la magnificencia de una flor silvestre.
Antonio Iriarte Cadena (Colombia, 1950-2012)
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