viernes, 22 de abril de 2011

Desarrollo de la cultura producto del conflicto entre instintos de vida e instintos de muerte

Antítesis entre instintos de vida e instintos de muerte: Desarrollo de la cultura producto del conflicto entre “instintos de vida” (Eros) e “instintos de muerte”*

Por Yisela Correa Rivas

En el sexto apartado Freud continúa explicando el desarrollo de la cultura por medio de la teoría instintiva, insistiendo en que ésta no necesita mayor explicación porque ya es conocida y se ha expuesto mucho sobre ella. Esto produce en el autor una sensación de dejadez, de inconformidad porque considera que ya se han hecho suficientes explicaciones sobre cómo se define el modo de vivir del ser humano, la cultura y dentro de este concepto, la teoría de los instintos, sosteniendo que la civilización solo es posible a partir de la represión1 de aquello que genera placer y que ansiosamente se busca satisfacer: las pulsiones eróticas y agresivas. Por esta razón ante la oportunidad de escribir sobre algo novedoso de la teoría psicoanalítica de los instintos, surge en él mayor entusiasmo, ante la descripción de un nuevo instinto agresivo, particular e independiente.

Sin embargo, el autor solo tiene la pretensión de captar con mayor precisión un giro teórico en la teoría de los instintos presentado con anterioridad, por medio de un par de revisiones. Tal explicación inicia con la descripción inicial de estos, retoma el concepto sobre el que “el hambre y el amor”, hacen girar el mundo, planteado por Schiller, con el propósito de plantear una división entre dos tipos de instintos, unos dirigidos hacia la conservación (por ejemplo, el hambre), y otros dirigidos hacia los objetos (el amor sexual), de la misma forma en que es evidente para el autor la oposición entre “los instintos del yo”, y “los instintos libidinales dirigidos hacia el objeto”. La primera observación consta en diferenciar dentro de los instintos objetales al “sadismo” el cual, no tiene por objetivo amar al objeto, sino por el contrario, destruirlo. Por consiguiente, el carácter de posesión y apropiación de éste encuentra estrecho parentesco con los instintos del yo, más que propósitos libidinales. Por ejemplo, para el yo primitivo, el seno materno va a ser considerado como propiedad y cuando se da cuenta que no es de él, de alguna manera trata de destruirlo con los mordiscos. Sin embargo, fue necesario aclarar que el sadismo hace parte de la vida sexual, sustituyendo el juego del amor por el juego de la crueldad. En consecuencia, surgirá la neurosis como el resultado de la lucha entre los instintos libidinales, y los de conservación, siendo el yo triunfante a costa de la renuncia a la satisfacción de sus deseos.


Freud hizo una transición del foco del análisis desde lo reprimido hacia lo represor (pulsión yoica), lo cual, le permitió replantearse el concepto de pulsión, específicamente, al momento de investigar con mayor detención al “yo” bajo el cariz del narcicismo. En segundo lugar, lo que define esta modificación es la introducción del concepto del narcisismo, éste afirma que el “yo” tiene una carga libidinal que dirige y proyecta esta energía hacia los objetos; convirtiéndose en “libido objetal”. Pero esta “libido objetal”, puede regresar a la “libido narcisista” es decir al yo. El concepto de narcisismo ayudó a explicar por medio de la teoría analítica, las neurosis traumáticas y las patologías de lo psicótico.

Ya en 1920, en el texto Más allá del principio de placer, los indicios del advenimiento de la pulsión de muerte se expresaron en dos manifestaciones que cruzaban varios fenómenos: la compulsión a la repetición, las rutinas, y el carácter conservador de la vida instintiva; ambos se situaban mas allá del principio del placer, es decir no coincidían con la satisfacción libidinal directamente o de otro modo, con el dominio del displacer. Deduce que además, del instinto de conservación de la vida (Eros), existe la manifestación de un instinto de muerte, donde los fenómenos vitales podrían ser explicados por la interacción y el antagonismo de ambos2.

Los instintos de muerte tienden a desunir y a conducir regresivamente al ser vivo hasta su anterior estado inorgánico, reduciendo toda tensión a cero. Los instintos de muerte pueden observarse realmente o bien vueltos hacia afuera, contra los demás, o hacia adentro, contra si mismo, y combinados frecuentemente con el instinto sexual, como en las perversiones sádicas y masoquistas. Opuesto al instinto de muerte es el instinto de vida. Mientras el instinto de la muerte busca separar y desintegrar, los instintos de vida buscan enlazar, organismos entre si. Estos dos instintos están amalgamados, y están en diferentes proporciones que cambia de acuerdo a cada circunstancia vital. Los instintos de conservación, del yo, en cuanto están al servicio de la creatividad vital, se integran junto con los sexuales en los instintos de vida.

En lo concerniente a la cultura, la tendencia destructiva, que estarían integrada en la pulsión de muerte, se va a constituir, para Freud, en el más grande obstáculo cultural, pues conlleva a una hostilidad entre los individuos y los grupos, que en muchas ocasiones colocan al borde de su disolución a pueblos enteros. Admitir la tendencia del hombre como tal al mal, a la agresión, a la destrucción a la crueldad no es nada fácil y poco probable.

La pulsión que perturba las relaciones entre los hombres se expresa como una tendencia agresiva, no es otra que la pulsión de muerte, identificada aquí con la hostilidad primordial del hombre contra el hombre. Con la pulsión de muerte el nexo social no podrá ser tenido como una mera extensión de la libido individual, pues él mismo resulta ser la expresión del conflicto pulsional. Es clara la afirmación que dice que la “agresión” es una disposición instintiva innata al ser humano, y constituye el mayor obstáculo con que tropieza la cultura, puesto que, la cultura es un proceso al servicio del Eros, destinado a condensar a individuos aislados, luego a familia, tribus y naciones. Y el instinto de autoagresión se opone a la realización de este destino de la cultura.

Finalmente hay que aceptar que dentro de la evolución de la cultura esta implícita esta lucha entre conservación y destrucción, es decir la lucha de la especie humana por la vida. La relación entre la pulsión erótica y la pulsión de muerte es contradictoria. Para la conservación de la civilización resulta necesaria la contención de las pulsiones agresivas de los individuos, a fin de que los lazos libidinales que permiten crear su tejido puedan llevarse a cabo. Conflicto que en ultimas manifestara, desde la perspectiva freudiana, condiciones inherentes tanto a la constitución de los individuos como a los requerimientos de la cultura y que se convierten desde dicha perspectiva en obstáculos, prácticamente insalvables, que minan la esperanza de una cultura no represiva y de una humanidad en la que la superación racional y comunicativa de los conflictos, se constituyen en alternativas frente a lo que ha imperado en la historia de la humanidad: la agresión, la dominación, la exclusión y supresión del otro.

Notas.

* Freud, Sigmund. El malestar en la cultura.

1. Coerción, contención, incluso consciente para el individuo.
2. Freud, El malestar en la cultura.

martes, 12 de abril de 2011

IN DIEBUS ILLIS II

Por Antonio Iriarte Cadena

CUENTO DE ÁNIMAS

A pocos pasos del colegio, en las faldas de una loma desde donde se atisba Timaná, está el antiguo cementerio del pueblo. Con el paso de los años y la complicidad del abandono, una maleza invasiva y hostil se fue apoderando del lugar, hasta desalojar de allí las ánimas de de los últimos difuntos que aún se resistían al asedio, las cuales terminaron por irse a sitios más hospitalarios en busca de su descanso eterno.

Desalojados los muertos, una manada de burros se adueñó del camposanto. Merodeaban a sus anchas por entre sarcófagos y tumbas, arruinando con sus rebuznos y escarceos libidinosos el sueño de los gallinazos, empeñados en dormir su siesta desde la atalaya melancólica de las cruces que todavía quedaban en pie.

A esta agresión contra el sosiego de los muertos se añadía otra más preocupante: algunos estudiantes poco temerosos de Dios y del zurriago del padre prefecto, se aficionaron al santo lugar, no para rezar –como era de esperarse— algún responso por esas pobres ánimas errantes, sino para saquear sus tumbas.

De la noche a la mañana terminaron por hacernos creer que era cosa de gran mérito y blasón de mucha estima cargar huesos de finado en los bolsillos, o guardar dentro del pupitre alguna de sus canillas. De nada valieron sermones, amonestaciones ni amenazas del padre rector para intimidar a los profanadores; inútiles resultaron las súplicas y hasta el repudio de sus compañeros más ejemplares y temerosos de jugar con las cosas del otro mundo para detener a los nigromantes. Pese a todos los esfuerzos, en contravía de todas las admoniciones, los sacrílegos siguieron adelante.

Hasta que se empezó a sentir en el seminario la sombra del más allá a través de la sensación cada vez más cierta de que, más temprano que tarde, esas ánimas agraviadas y dolientes regresarían al colegio en busca de sus osamentas.

Cierta noche de noviembre, mientras sacerdotes, profesores y estudiantes nos entregábamos a la placidez del sueño, fuimos despertados por el murmullo atemorizante del Misere mei, Deus…, cantado por alguna voz dolida y ultramundana. A medida que nos íbamos incorporando de la cama, y mientras tratábamos de averiguar el origen de tan lastimera plegaria, apareció en la puerta del dormitorio una sombra espectral, ataviada con blanquecina túnica, la cual portaba, en lugar de cabeza de persona viva, una calavera de sonrisa burlona y ojos enrojecidos, los cuales abría o cerraba al compás de la fúnebre letanía.

Paralizados por el espanto, pudimos comprobar segundos más tarde cómo la aparición se desplazaba con tácitos y atemperados pasos a lo largo del pasillo central del dormitorio. Pero la suspensión empavorecida del ánimo nos duró bien poco, pues una histeria de proporciones demenciales empezó a hacer estragos entre los estudiantes. Chillidos de escalofrío, ayes de desolación, gritos de terror y protestas de arrepentimiento y temor a Dios flotaban en la atmósfera tenebrosa del dormitorio.

Cuando el venerable y anciano rector, presbítero Manuel Santos Ortiz, acudió finalmente al lugar, alarmado por la gritería, el fantasma ya había saltado a través una gran ventana, para perderse en la oscuridad de la madrugada entre blasfemias y maldiciones.

Sólo hasta el año siguiente se vino a dilucidar el enigma de la aparición de noviembre, expresión eufemística con la que, temerosos, nos referíamos a esa noche de terror. Un estudiante de Garzón de apellido Cabrera, a quien distinguíamos con el remoquete de El Loco, fue cualquier día hasta el cementerio en busca de una calavera, la cual, una vez hallada, escondió con diligencia.

Cuando juzgó momento oportuno, y después de la limpieza del caso, le instaló dentro de sus cuencas vacías un par de bombillitos rojos e intermitentes. Lo demás resultó elemental: cinco pilas de linterna, un par de cables eléctricos, una sábana blanca y varias horas de ensayo para poner a punto el sonsonete de la lamentación.

Lo que no consiguieron los sermones y amenazas del rector ni las súplicas y repudio de algunos estudiantes temerosos de Dios, lo consiguió El Loco Cabrera: a partir de esa fecha, que se sepa, sólo los burros y los gallinazos se atreven por esa necrópolis.

EL NAUFRAGIO DEL ESCORPIÓN

Cuentan que en cierta ocasión el Seminario Mayor de Garzón organizó en el viejo camión de don Crescencio Medina, un paseo a Potrerillos, una de las fincas de la Diócesis, ubicada a orillas del río Magdalena.

Cuando los seminaristas se disponían al baño y cambiaban sus sotanas por unas largas, anchas y lamentables pantalonetas, más conocidas por el atroz nombre de chingas, dotadas, además, de tapadera frontera a fin de disimular transparencias impúdicas, Tomás Chala Bernal, hoy sacerdote de atemperada vida levítica y reconocidos méritos pastorales, empezó, sin saberse cómo ni por qué, a dar unos alaridos tan desaforados y unos corcovos tan fuera de toda sindéresis, que a algunos pareció que el pobre había perdido la razón, y a otros que el seminarista había sido víctima de las acechanzas de algún espíritu maligno. Nada sirvió para detener su paroxismo, ninguna pregunta conducente a averiguar las causas de la dolencia obtuvo respuesta del energúmeno, y vanas fueron todas las súplicas invitándolo a reducir a proporciones manejables su desasosiego extremo.

Antes de que alguien pudiera reaccionar, el hasta poco antes parquísimo Tomás Chala Bernal emprendió enloquecida carrera y, como alma que lleva Satanás, fue a dar de cabeza a las profundidades del río Magdalena.

De inmediato se organizó el rescate: aparecieron los duros de la natación, los amos del peligroso río, los desafiantes de sus misteriosas aguas. Ahí estaban los guapetones de siempre: Tito Polanía, flanqueado por su hermano Elcías quienes, además de la de nadadores atrevidos, cargaban fama de futbolistas rudos y de campeones imbatibles en el raro arte de ingerir cantidades inverosímiles de guarapo. Integraban también el grupo de salvamento Cesáreo Javela, mediocampista de quilates y narrador virtuoso de historias truculentas, secundado por el Pelotas Bahamón, portero de nuestra selección de fútbol y a quien, gracias a sus hazañas deportivas de aldea, considerábamos la reencarnación de Lev Yashin, la legendaria Araña Negra.

El rescate de Tomás se ejecutó en segundos. Cuando lo devolvieron a la playa sano y salvo, estas fueron sus palabras: “Ni loco ni endemoniado. Sólo trataba de ahogar un alacrán que se me coló entre las chingas y que por pura vergüenza no me atreví a quitarme en público”.


TO BE OR NOT TO BE: THAT´S THE QUESTION

Es Jueves Santo. La catedral está atiborrada de gentes devotas, venidas de todos los rincones de la Diócesis. La multitud de fieles espera con paciencia a que Monseñor Gerardo Martínez Madrigal confiese los últimos penitentes de su no muy abundante clientela episcopal, tal como solía hacerlo todos los años desde su confesionario personal, ubicado en el lugar más destacado de la nave lateral, antes de iniciar la celebración solemne de la Eucaristía. Los dos seminarios, el mayor y el menor, también aguardan alrededor del órgano, ubicado en la llamada Capilla del Seminario, a que el prelado y su corte de presbíteros y asistentes dé comienzo a la misa de pontifical, y poder lucir así su coro de polifonías, meticulosamente ensayadas para la ocasión. Entre tanto, uno que otro seminarista se confiesa cara a cara con alguno de sus superiores o con su director espiritual. Pero, Camilo Torres, estudiante del tercer año de Sagrada Teología y, quien por cargar a cuestas su fama de beato en olor de santidad, era candidato seguro al subdiaconado --primera de las órdenes mayores que conlleva la profesión pública, solemne e irreversible de los votos de castidad y de obediencia—, revestido de sotana y sobrepelliz, tomó la decisión de bajar a confesarse de incógnito con el irascible y riguroso Obispo de Garzón. Luego de esperar su turno, como cualquier parroquiano, se hincó de rodillas y empezó su confesión. De repente, la poderosa voz del obispo se dejó oír, autoritaria, en la atmósfera hirviente de la catedral e hirió los aires con la siguiente recomendación para el clérigo, a quien el obispo debió confundir con cualquier feligrés: ¡Cásese, hombre, cásese!

El buenazo de Camilo, tal vez por aquella circunstancia inédita, no pudo hacer honor al voto de castidad que en breve profesaría. Eso sí, honró la obediencia debida a su pastor: un mes después del incidente ahorcó los hábitos para convertirse en padre de una prole abundante y ejemplar.

EL LÚBRICO CABRÓN

Durante muchos años pastó en los prados del seminario una manada de chivas, vigilada de cerca por un soberbio cabrón, quien, orgulloso de su harén, miraba con ojos de extrañeza y desdén mal disimulado nuestra lúgubre condición celibal.

Cierta fresca mañana de abril, mientras filósofos y teólogos nos dedicábamos, piadosos, al riguroso ejercicio de la meditación acerca de las bondades de llevar una vida austera, ajena a las tentaciones de la concupiscencia carnal, entró como huracán por el pasillo central de la capilla una chiva joven perseguida de cerca por su cabrío, como si se tratara de la personificación erecta del mismísimo Satanás. Angustiada por el acoso, y sin otra salida posible, la cabra se encaramó de un salto en el lugar más prominente de la tarima del presbiterio, frente al altar mayor de la capilla, hasta donde llegó el fogoso, quien, poniendo como testigo de sus eximias habilidades eróticas al pleno del Seminario Mayor, consumó a espacio y satisfacción su propósito saludable. El padre Roberto Mejía, ecónomo del seminario, y hombre asaz escrupuloso en estos delicados asuntos de la moral, se confesó incapaz de superar el incidente. Ese mismo día, por la tarde, mandó castrar al profanador.

LA ABOMINABLE PESTE DE LAS DULZAINAS

De tiempo en tiempo llegaban al Seminario ciertas fiebres, las cuales se apoderaban de los estudiantes con rapidez, como si se tratara de una epidemia.

Estas fiebres colectivas llegaban y se iban sin que nadie supiera a ciencia cierta ni el cómo ni el por qué. Por esta vía de contagio casi todos fuimos víctimas alguna vez de la fiebre del trompo, de las canicas, de la baraja española, del zumbambico, del parqués, de la pelota envenenada, del pipo y cuarta, de las carreras de carritos, los cuales, mediante ingeniosos artilugios de mecánica casera para dotarlos de amplios muelles y llantas anchas, de la noche a la mañana quedaban convertidos de anodinos juguetes de plástico, promoción YEP, en poderosos bólidos de la Fórmula 1.

Hasta que llegó la fiebre de las dulzainas. Nadie salió incólume a su contagio. Todos los seminaristas, desde el más grande hasta el más pequeño, desde el más bobo hasta el más avivato, todos sin remedio, sucumbimos a su hechizo.

Se apoderó, entonces, del Seminario tal babel de sonidos anárquicos, que el padre rector, en un intento desesperado para imponer el orden en semejante desconcierto, no dudó en llamar a aquella extraña fiebre la abominable peste de las dulzainas.

Tenía razón: el sonido repelente y atiplado de casi un centenar de armónicas había invadido sin pedir permiso a nadie dormitorios, salones de clase, el refectorio, los campos deportivos, los baños y hasta la capilla.

Y lo insoportable era no tanto el sonido colectivo del aparato, sino la comprobación inaceptable de que ni siquiera el profesor de música había sido capaz de sacar acuerdo sinfónico de semejante despelote. Por aquí el Himno Nacional, por allá los melismas gregorianos del Pange Lingua, y en algún rincón del dormitorio, rivalizaban los acordes del Ay, Jalisco, no te rajes con las notas carnestoléndicas del Sanjuanero huilense.

Hasta que se declaró la guerra contra la dulzaina. En adelante -–dijo el padre rector en su declaración bélica—quien sea sorprendido soplando el adminículo, será sancionado mediante rebaja sustancial en la nota de disciplina, y, en caso de contumacia comprobada, podríamos castigar al inculpado hasta con la pena máxima de la expulsión.

Cierto viernes a las doce del día, mientras nos dedicábamos en silencio al piadoso ejercicio del Examen Particular, algún seminarista ubicado en primera fila del venerable salón de estudio, volvió añicos el silencio monacal de la meditación con la ejecución bronca y desapacible de un poderoso pedo.

El padre Antonio Soto, curtido profesor de solfeo, alma de Dios, varón de altas y acrisoladas virtudes, cuya vida beatífica transcurría más cerca de los linderos celestiales que de las fetideces de la presente vida terrena, abrió sus cansados y brumosos ojos, los dirigió al sitio de donde había salido la nota, identificó con rapidez al culpable y, con voz melíflua y dedo acusador, sentenció: Si sigue molestando, le confisco el instrumento.




DE RÚBRICAS Y MONAGUILLOS

Ayudar a misa a Monseñor Gerardo Martínez Madrigal no era asunto fácil. A las normales dificultades que las rúbricas establecían para la misa episcopal, regida entonces por los cánones del rito tridentino, había que añadir la no menos grave de sortear con éxito el pésimo genio de monseñor. Montaba el santo obispo en iracundias devastadoras cada vez que sus acólitos cometían algún pequeño desliz. Una campanilla tocada a destiempo o el agua de las abluciones mal administrada eran motivos suficientes para que el ayudante asegurara energúmena reprimenda. De ahí la importancia de ensayar previamente el ceremonial con la meticulosidad y conciencia del peligro con la que un equilibrista entrena en la cuerda floja su número más riesgoso.

Cada semana se turnaban en la ayudantía de su Excelencia un teólogo, quien oficiaba de acólito mayor y un filósofo, que ejercía como monaguillo menor. El teólogo, más avezado en los intríngulis del ritual, tenía a su cargo el adiestramiento del filósofo, cuando éste era novicio.

Cierto día, el entonces diácono Armando Vargas Silva se dedicaba a poner al tanto al filósofo Carlos Ramón Gómez acerca de los secretos de la compleja liturgia episcopal. Con el ánimo de gastar una broma al aprendiz y con la seguridad de que éste no lo tomaría en serio, lo instruyó:

--Cuando llegue la hora del Prefacio y monseñor Martínez diga Per omnia saécula saeculorom, mientras los dos contestamos Amen, usted le quita de la cabeza el solideo o gorrito morado que usan los obispos, saca un pedazo de papel periódico que debe tener listo en el bolsillo de la sotana, lo extiende dentro del solideo para evitar que éste se ensucie, y baja de inmediato a pedir la limosna entre los fieles.

Dicho y hecho. Cuando llegó el momento de la verdad y su Excelencia pronunció las palabras señaladas, el filósofo Carlos Ramón Gómez, sin percatarse de las desesperadas señas que el diácono Vargas le hacía por detrás del obispo a fin de evitar el desastre, retiró el solideo de la testa episcopal, lo cubrió respetuosamente con el trozo de periódico y, con un trotecito más que diligente, se dirigió hacia la nave de la iglesia para recolectar el óbolo. Monseñor, aún sin entender y más que ciego de la ira, apostrofó al acólito:

--¿Qué está haciendo, imbécil!?
--Pidiendo limosna para las benditas ánimas--. Respondió Carlos Ramón.
--Ánima de estúpido será la que tiene usted--. Remató el obispo, víctima de esa ira santa que con tanta frecuencia suelen exhibir los ministros de Dios.

En otra oportunidad el turno de la reprimenda fue para mí. Ayudaba a misa a su Excelencia en compañía del también entonces diácono Gustavo Cadena Sendoya. Estando la misa a la altura del Ofertorio, monseñor Martínez se dio cuenta de que –cosa por demás insólita en una persona tan meticulosa como él— había olvidado poner vino en la vinajera.

--Oiga, joven -- me dijo--. Vaya rápido a la sacristía, abra el armario y a mano derecha encuentra la botella del vino.

Presa del nerviosismo, hice lo que entendí me ordenaba. Superado el inconveniente, monseñor prosiguió con la ceremonia, hasta que llegó la hora de la comunión.

El obispo, entonces, con la unción y recogimiento que le eran propios cuando celebraba la misa, levantó con solemnidad el cáliz, trazó en el aire una amplia y hermosa cruz, y de un solo sorbo apuró, piadoso, la sangre de nuestro Señor Jesucristo.

Por desgracia no todo iba como era de desear. El prelado miraba sin entender dentro del cáliz y, de pronto, empezó a escupir con gesto de enojo indescriptible.

--¿Qué puso, imbécil, en la vinajera?
--Vino, monseñor.
--¿De cuál botella sirvió?
--De la que está en el armario, a mano izquierda, monseñor.
--Usted, estúpido, me hizo tomar aceite de higuerilla de la lámpara del Santísimo.

Aquella misa de angustias no sólo fue inválida, según concepto exhaustivo de los doctos teólogos del Seminario, motivo por el cual fue necesario repetirla, sino ocasión involuntaria para que el señor obispo de la Diócesis de Garzón se administrara un purgante eficaz.

LOS HUEVOS DEL CAPELLÁN

Cierta mañana, el padre Antonio María Hernández, capellán del convento de las Pobres Clarisas, hombre de talante seco y genio pedregoso, se disponía a tomar su desayuno, después de celebrar la misa para las monjas en la capilla del monasterio. Cuando sor Margarita le trajo el chocolate, el capellán advirtió la presencia de un cabello dentro de sus huevos revueltos.
--¿Qué es esto, hermana Margarita?—Le preguntó con el rostro encendido por la ira, y señalando, acusador, la impertinencia pilosa. ¿Un sucio pelo de monja dentro de mis huevos? ¡Monjas cochinas! ¡Monjas puercas!
--Excuse, su Reverencia, pero, usted como sacerdote debería darnos mejor ejemplo de paciencia y de tolerancia cristianas--. Respondió sor Margarita, una vieja sesentona con voz de sargento y cara de escopeta. Acaso –-continuó en tono severo– a Nuestro Señor Jesucristo no le dieron en la Cruz hiel y vinagre?
--Si. Pero sin pelos--. Remató el capellán, de quien era fama no daba nunca su brazo a torcer.


Antonio Iriarte Cadena (Colombia)

IN DIEBUS ILLIS

Por ANTONIO IRIARTE CADENA


Al margen de la historia emérita del COLEGIO SAN LUIS GONZAGA, de Elías, y del SEMINARIO CONCILIAR, de Garzón, cuyos fundadores y varones ilustres son parte importante de la historia de la educación y de la cultura del Departamento del Huila, rondan sus claustros centenarios los fantasmas traviesos e inéditos de su petite histoire, de su anecdotario. Pintoresco tapiz éste de sucesos picarescos, tejido hilo a hilo por cada generación de escolares.

Evocar por escrito la presencia de esos duendes tiene su encanto, no sólo como pretexto para la añoranza, sino como intento de sacar a la superficie esa corriente subterránea, llamada con acierto por Unamuno la intrahistoria, la cual, no por insignificante y anónima, ha dejado de imprimir carácter en el talante de estas dos venerables instituciones levíticas, de la cual, sin embargo, nunca se ocupan cronistas graves ni historiadores eruditos.

Este primero y breve anecdotario del COLEGIO DE ELÍAS y del SEMINARIO CONCILIAR DE LA INMACULADA, reducido en el tiempo y limitado en la averiguación, cubre los años 1957 y 1958, durante los que fui alumno del Colegio, y desde 1959 a l967 durante los que estudié en el Seminario Conciliar de Garzón.

Parte de estas anécdotas la he escuchado por boca de algunos de mis condiscípulos, entre los que menciono a Luis Humberto Alvarado, rector de la Universidad Surcolombiana, y a los hoy atildados profesores del mismo claustro, maestros Jesús María Vidal Arias, Jairo Ramírez Bahamón y Miguel Antonio Perdomo Lince. Reunidos una noche en jocunda tertulia, y con el auxilio espirituoso -–que no muy espiritual— de un par de botellas de Doble Anís, logramos concitar el recuerdo y rescatar los pícaros diablillos de entre los meandros de la memoria, hasta ponerlos a buen recaudo en los dominios ciertos, aunque riesgosos, de estas páginas.

Consigno por escrito lo que esa noche conversamos y otras anécdotas que forman parte de mi experiencia personal o de mis recuerdos. Es nuestra intención, hasta donde ello sea posible, respetar nombres y apellidos con la esperanza de que los mencionados no se molestarán por ello y sí reirán de buena gana. Debo aclarar, además, que como quiera que algunas historias tienen ya ribetes de leyenda, andan de boca en boca con los nombres de otros personajes y hasta con variantes narrativas de significativo calibre.

No sé si atribuir el sesgo algo profano y un tanto irreverente de algunas de estas anécdotas al demonio traicionero del alcohol, o a que cometimos aquella noche de holgorio la temeridad de olvidarnos de las luces del Espíritu Santo, cuyo auxilio a nuestra labor, por desgracia, no impetramos.

De todas maneras fue nuestro único propósito recordar entre risas y chascarrillos, con todo el respeto y la mejor intención, nuestra picaresca escolar y la de quienes fueron nuestros compañeros de aventura y de latines en esas dos beneméritas casas de estudios.

PROFESIÓN DE FE

Cuentan que el señor obispo Esteban Rojas Tobar, fundador en 1893 del Colegio de Elías y, más tarde, del Seminario Conciliar de Garzón, hombre de los arrestos suficientes como para recorrer a caballo y en varias oportunidades la inmensidad territorial del Gran Tolima, llegó cierto día de visita pastoral al caserío de Maito, acompañado, como era usual en aquellos piadosos tiempos, de gran cantidad de fieles.

No deseando el dinámico obispo desperdiciar ocasión para catequizar a sus diocesanos, tomó por el brazo, de manera tan sorpresiva como enérgica, a un campesinito de unos ocho años, y, al tiempo que le daba de coscorrones, lo interrogaba con su autoritario vozarrón episcopal:

--¿Crees en Dios Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra?
El niño, estupefacto y mudo, sólo atinaba a mirar al prelado con sus enormes ojos ingenuos. Monseñor dobló entonces la tanda de coscorrones y siguió interrogando con vehemencia:
--¿Crees en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor?
Como el niño se obstinaba en guardar silencio, le administró otra dosis de coscorrones, a tiempo que le disparó a mansalva la tercera pregunta:
--¿Crees en el Espíritu Santo Paráclito?
--¡Si. Pero no me joda!--. Respondió, por fin, el muchacho en nítida profesión de fe.

Reclutado casi siempre por algún párroco acucioso con el cuento de que usted, mijo, a lo mejor tiene vocación, llegaba uno, inerme y lloroso, a La Mesa de Elías de la mano de sus padres o acudientes. Era el día de la entrada al colegio, el comienzo del año escolar.

En chiva, si el colegial era de Neiva, Garzón, Santa María u otros municipios distantes; a caballo o en mula, si el candidato a sacerdote era de Oporapa, Saladoblanco o El Viso. En ambos casos el equipaje era idéntico: un colchón embutido en costales y asegurado con firmeza a través de una red inextricable de cabuyas, imposible de desatar por la buenas; un baúl repleto de ropas, implementos para el aseo y comiso.

Para los que a nuestra condición de primíparos añadíamos la no muy ventajosa de provenir de sitios distantes y cálidos, la certeza de no volver a casa hasta el mes de junio y esa brisita insidiosa y helada de La Mesa de Elías empezaban a hacer estragos desde el momento en que los viejos amagaban regreso entre adioses, pucheros en trance de lágrimas y últimas recomendaciones.

Lo que seguía era como para desanimar a cualquiera: descifrar el laberinto de cabuyas para sacar el colchón, esta vez sin la ayuda de papá; tender la cama por primera vez en la vida sin el auxilio materno, poner las cosas del baúl en un orden casi militar, si se quería salir ileso de las revisiones periódicas del prefecto de disciplina, y esconder el comiso de miradas indiscretas y aviesas.

Luego, hacia las seis de la tarde, mientras morían en el horizonte los últimos rosicleres y la cadencia vesperal del Angelus se cernía sobre la adormecida aldea, sonaban aquellos tres secos, rotundos, badajazos de la campana del colegio, cuyo tañido híspido, unido a la herida recién abierta por la despedida, completaba la devastación sobre los últimos reductos emocionales que el novato interponía, a manera de remedio, contra el llanto.

INFUNDIO CONTRA IL POVERELLO DE ASÍS.

A partir de ahí la rutina espartana a través del año: comida en el refectorio, presidida por el padre rector o el prefecto de disciplina, durante la cual no se podía conversar, al igual que en el almuerzo, a no ser que se tratara de domingo o día festivo, a fin de escuchar la lectura de alguna hagiografía que en riguroso orden de lista realizábamos todos los estudiantes, quienes, al tiempo que tratábamos de leer a voz en cuello y de la manera menos atroz posible, estábamos atentos al tintineo de la campanilla rectoral cada vez que cometíamos algún disparate.

Cierto colegial que leía la vida de San Francisco, no sintió rubor alguno al calumniar a Il poverello de Asís con el siguiente infundio: “Comía como bestia, dormía sobre una vieja, esta era la vida del santo…”. Pero el libro sólo decía: “Comía como vestía (esto es, pobremente), dormía sobre una vieja estera. La vida del santo…”



EL TORNO DEL ETERNO RETORNO

El viejo refectorio estaba equipado con un par de tornos de madera que hacían posible el paso desde la cocina al comedor de grandes ollas, centenares de platos, cubiertos y demás utensilios de mesa, sin que los colegiales miráramos --y mucho menos nos acercáramos-- a las niñas guisanderas. Sólo su voz sin rostro fue la pieza exclusiva de la que siempre dispusimos para armar en nuestra fantasía de púberes ya urgidos su figura femenina. Hablar fugazmente con ellas a través del torno –-y solamente lo preciso— era la única concesión que el reglamento permitía en materia de trato con las mujeres de la casa, no sólo como insalvable remedio para no morir de hambre, sino como propedéutica para evitar que, por esa vía, algún seminarista perdiera su vocación.

Cierta noche nos visitaba monseñor Gerardo Martínez Madrigal, obispo de Garzón, aventajado hijo espiritual del tenebroso Builes, obispo que fue, a su vez, de la Diócesis de Yarumal, célebre en la década de los años cincuenta por su odio visceral contra todo lo que oliera a Partido Liberal, y de quienes era fama adornaban sus mitras con el ejercicio de virtudes eminentes, tan grandes como su severidad, intransigencia y capacidad de enojo.

Cuando ya el campanazo inexorable del “gran silencio” se había enseñoreado de la noche, advirtiendo a los colegiales que después de su toque a nadie estaba permitido levantarse de la cama, fue monseñor Martínez hasta el comedor en compañía del padre rector, con la intención de tomar su acostumbrado refrigerio, antes de irse a dormir.

Pero al dar vuelta al artefacto a fin de que alguna fámula notara su presencia, se encontró a bocajarro con un estudiante que, hecho un ovillo dentro del torno, ya venía de regreso de la cocina con el alma entre la vida y la muerte y los bolsillos y entrepechos repletos de bizcochos y de panela

EL DETECTIVE DE FINA NARIZ

No era tan mala la comida del colegio, sólo que nuestra voracidad infantil siempre la reputó deplorable. Sagaces negociados, truculentos chanchullos y toda suerte de tráfico de influencias se tejían a la sombra para sobornar al seminarista sirviente que garantizara repetición de sopa o tal cual sobrado de la siempre bien provista mesa rectoral. Se canjeaban alas de gallina por trompos, bocadillos por canicas y hasta algún estofado suculento por vistoso zumbambico. Todo un mercado negro y subterráneo con tarifas y precios que fluctuaban al vaivén de las leyes caprichosas de la oferta y la demanda. Hasta el mismo Padre Murcita, admirable maestro y conocedor de nuestra perpetua insatisfacción estomacal, se ingenió el recurso pedagógico de premiar tareas bien hechas y lecciones mejor recitadas con el estímulo de algún plato de colada de achiras, del cual él se privaba en beneficio de sus alumnos más diligentes.

Los aspirantes al premio ya estaban advertidos: una seña sutil del encantador maestro, un guiño o el movimiento de sus dedos en forma de abanico que se cierra eran suficientes para que el agraciado del día se diera por aludido, y, esquivando miradas arteras, se acercara con disimulo a la mesa del padre Moisés para recibir de su viejo maestro, junto con la colada, la mejor de sus sonrisas.

Este estado de hambruna vitalicia, de desasosiego molar, era el responsable de que durante los paseos de los miércoles a El Brazuelo, El Paso de Maito, El Recodo, El Viso o a Oritoguaz, los estudiantes nos lanzáramos como hordas salvajes sobre labranzas y sementeras.

Para tenderos y dueños de ventorrillos de camino, no había mayor felicidad que la noticia de que el paseo semanal del preseminario se enrumbaba por sus tenderetes, ni mayor pesadilla para el propietario de una labranza en cosecha que atisbar en la distancia los primeros escuadrones de vándalos. Ya lo sabía: cuando el último colegial hubiera transpuesto sus dominios, el contristado hortelano aceptaba, a manera de resignado consuelo, que debía tratarse de alguna fórmula original para pagar diezmos y primicias a la Iglesia de Dios.

Pero ni la repetición de sopa conseguida mediante habilidoso soborno, ni la devastación de sementeras, ni el atragantamiento pantagruélico en tenduchos de mala muerte fueron suficientes para impedir que una noche la colonia yaguareña en pleno, la más solvente, numerosa y solidaria del colegio, urdiera la manera de volarse en bloque a la TIENDA DE DON JUAN ENE, después del campanazo solemne del gran silencio. Consumieron, para satisfacción del viejo y hasta el umbral de vómito, bocadillos, mojicones, colombinas, bizcochos altamireños, arequipe, salchichas y hasta latas de sardinas, al tiempo que bajaban todo aquello con la ayuda eficaz de una botella de aguardiente.

Al filo de la media noche regresaron al colegio borrachos, ahítos y felices. Ningún temor agriaba su hartazgo, pues nadie sospechó la treta, puesto que entre yaguareños era impensable la presencia de un soplón.

A las cinco de la mañana sonaron, como de costumbre, los repiques para la levantada. Después de las abluciones de rigor, pues en el colegio aún no existían las duchas, fuimos a la capilla.

De repente, en medio del silencio religioso de la meditación, empezó a salir desde distintos puntos del sacro recinto, sospechosamente cercanos a donde estaban ubicados los yaguareños, una fetidez tan insoportable, que echó a perder nuestra concentración en la gravedad de las verdades eternas y puso sobre aviso la nariz del prefecto.

Después del interrogatorio del caso, de la confesión del delito y, mientras se proveía en junta de profesores la mejor manera de administrar castigo ejemplar, el padre Alfonso Pascuas, prefecto de disciplina del Colegio San Luis Gonzaga de Elías, dijo a los reos con aire de detective de la KGB: “Los juzgados y las novelas policíacas han demostrado hasta la saciedad que no hay delito perfecto. ¿Sabían, señores, acaso, que el culo suele ser un magnífico soplón?”.

LA GUERRA DEL CHAMBIMBE

Los paseos de los miércoles, además de llenar las arcas de venteros en bancarrota, diezmar sementeras, quemar energías a fin de mantener a raya, según concepto de nuestro director espiritual, “las tentaciones y acechanzas de los tres enemigos del hombre: el demonio, el mundo y la carne”, servían para bañarnos por única vez cada ocho días en las aguas fragorosas y heladas del río Magdalena, pues en el colegio disponíamos únicamente para el aseo más indispensable de boca, pies, manos y cabeza, de las aguas verdosas y miasmáticas de una inmensa alberca, cuyo nivel subía y bajaba a través del año al arbitrio y buena voluntad de los aguaceros.

Por supuesto que, aunque estaba prohibido, casi todos bebíamos con avidez de las aguas enrarecidas de la alberca, después de soportar la canícula solar durante los recreos de entre clases y partidos de fútbol del medio día, ejercicios todos conducentes a quemar más energías, a fin de sacarle el quite a la concupiscencia de la carne, al sucio pecado de la impureza. No en vano –-repetía el obsesivo guía de nuestras almas juveniles--, este colegio está bajo la protección espiritual de San Luis Gonzaga, modelo heróico de castidad”.

Por fortuna, durante esos años milagrosos, que se sepa, nadie sufrió los rigores de la amebiasis ni hubo que recurrir de urgencia al hospital de Timaná, a fin de conjurar las arremetidas de alguna gastroenteritis. Tampoco --al menos no existen evidencias-- ninguno de quienes allí estudiábamos nos convertimos en tontos ni en débiles mentales -–tal como, sin éxito, nos lo advertían-- por culpa del “vicio solitario, del feo pecado de la masturbación”.

Por otra parte, aquellos paseos al Magdalena también eran la ocasión para llenar bolsillos, toallas y sombreros con centenares de chambimbes, limones verdes y otros proyectiles que luego usaríamos por la noche en el dormitorio durante tenebrosas guerras campales, a través de las cuales solíamos dirimir conflictos espinosos o enemistades de vieja data. En tan peligrosa ocasión, nada más prudente que cubrir la cabeza con el Yelmo de Mambrino de la bacinilla. Más de un prefecto de disciplina cayó víctima del fuego cruzado del enemigo, o estuvo a punto de perder un ojo merced a la contundencia de algún limonazo, cuando de manera imprudente y temeraria se aventuró al campo de batalla con la intención de imponer el orden. Y más de una arrodillada comunitaria nos ganamos hasta altas horas de la madrugada, cuando no espantables sesiones de trote con el colchón al hombro, por culpa de estas escaramuzas.

HIRVIENTE HEMATURIA

El dormitorio también era sitio ideal para bromas maestras y para la ejecución de turbias venganzas a mansalva y sobre seguro. Sucedió que un estudiante, con la complicidad de las sombras de la noche, echó no menos de diez sobres de sal de frutas revueltos con anilina roja dentro de la bacinilla de su malqueriente. Cuando, horas más tarde, el inocente quiso hacer uso del mingitorio, lo sacó de debajo de la cama, lo puso sobre el colchón y empezó a mear.

Aún no había terminado, cuando salió despavorido en busca del padre rector, con la mala noticia de que necesitaba con urgencia consultar al médico, pues, según sus propias palabras, lo que acababa de orinar era una hemorragia que hervía.

Antonio Iriarte Cadena