viernes, 11 de noviembre de 2011

LA HISTORIA DE ÁLVARO GÓMEZ HURTADO Y SU MUERTE, EL CRIMEN QUE MANTUVO A COLOMBIA EN EL SUBDESARROLLO

Por David Alberto Campos Vargas

I

Preliminares y advertencias

El asesinato de Álvaro Gómez Hurtado se está esclareciendo. Pese a todos los intentos de parte de los autores (intelectuales y materiales) del crimen, de desviar las investigaciones y mantener el caso en la impunidad, poco a poco se ha ido develando la verdad.

Primeramente, informo a los lectores que la mayoría de testimonios y fuentes consultadas son de libre acceso a la opinión pública, muchos de ellos divulgados en los medios masivos de comunicación colombianos y algunos recopilados en los libros ¿Por qué lo Mataron? publicado hace poco por Enrique Gómez, Mi confesión atribuido al paramilitar Carlos Castaño, y textos y entrevistas de la ex candidata presidencial Ingrid Betancourt, el ex ministro de Defensa Fernando Botero Zea, el ex Tesorero de la campaña “Samper Presidente”, Santiago Medina, así como confesiones de algunos paramilitares y narcotraficantes y artículos periodísticos varios (en los que destaca el arduo trabajo investigativo del periodista Mauricio Vargas, de Semana, y del equipo de la revista Cambio). Unos pocos son referencias de particulares, en especial los testimonios de ex alumnos del doctor Gómez. Así que, el que quiera leer, que lea. Hay mucho, pese a la maquinaria desplegada para el encubrimiento.

En segundo lugar, confío en que este trabajo sea visto en su verdadera esencia: como una investigación histórica. En este momento del país, superada ya la violencia bipartidista y conformado un nuevo orden de partidos políticos y alianzas políticas (en el que los otrora poderosos partidos han perdido mucho protagonismo), no tiene ya importancia política de peso un escrito como este. De hecho, el Movimiento de Salvación Nacional, creado y liderado por Álvaro Gómez, ya ni siquiera representa una fuerza política relevante. El Partido Conservador (al que estuvo afiliado el doctor Gómez toda su vida) sólo sobrevive gracias a la astuta unión con el uribismo orquestada por Carlos Holguín Sardi a inicios del presente siglo (de hecho, el propio Holguín fue Ministro del Interior de Álvaro Uribe Vélez, Presidente de la República entre 2002 y 2010) y no tiene ya, ideológicamente, ningún elemento alvarista (progresismo, desarrollismo, énfasis en la planeación, revolución educativa).

En tercer lugar, aclaro que las conclusiones aquí expuestas no tienen validez jurídica. Reitero: la finalidad del presente artículo no es la de perturbar a los presuntos autores intelectuales y materiales del crimen, que serán (o no serán, si la Justicia colombiana continúa infiltrada por elementos de oscuridad y corrupción) juzgados por otras instancias (podría vaticinarse que seguirán siendo encubiertos por ellas, de continuar vigente el “Régimen”), independientemente de lo que se escriba. Por ende, lo expresado aquí no es en modo alguno material probatorio ni elemento forense alguno. Los simpatizantes (si es que les quedan) de dichos políticos y burócratas pueden, para su tranquilidad, tomar esto como una obra de ficción histórica si así lo desean. De otro lado, dichos autores intelectuales del homicidio de Alvaro Gómez se acercan a su ocaso político. En cierta medida, los escándalos por corrupción y por nexos con los carteles de la droga configuraron su desprestigio, así como el desgaste de su popularidad inherente a la caducidad de las ideas a las que adhirieron en las décadas de 1980 y 1990 -neoliberalismo y aperturismo económico no planificado-, y las consecuencias, para la opinión pública, de lo que logró destaparse (y taparse, pero no esconderse a la ciudadanía, que es cada vez menos ingenua), en el proceso 8000 y otras investigaciones, a los miembros de la campaña "Samper Presidente" de 1994.

Lo importante aquí es la claridad opuesta a la impunidad, al desconocimiento y a la ignorancia. Puede incluso que en Colombia este artículo no tenga repercusión alguna (pues los medios masivos de comunicación están más pendientes de la farándula y los chismorreos que de la investigación histórica), pero sí me interesa que en el extranjero los lectores tengan una visión más precisa de los acontecimientos que, en mi opinión, significaron la pérdida de uno de los mayores estadistas que ha tenido mi país. Y espero que en Colombia, años más tarde, los historiadores y las futuras generaciones puedan leer un resumen de lo que pasó, de lo que nos perdimos como nación, y sacar sus propias conclusiones con respecto a los autores del asesinato.

Mi formación me permite opinar libremente sobre los hechos. Soy un republicano convencido, creo en el Estado de bienestar y en la democracia social y no pertenezco a las corrientes de derecha y centro-derecha que aún admiran a Gómez Hurtado (aunque en honor a la verdad, he de aclarar que él siempre fue un derechista atípico, progresista y desarrollista y no oligárquico). Tampoco pertenezco al “Nuevo Liberalismo” de hace dos décadas (movimiento político en declive, del que se avergüenzan hasta sus antiguos adherentes). Ni al Polo Democrático ni otras fuerzas afines. Así que no hay ningún beneficiado directo, en términos electorales, excepto la Verdad, esa gran amiga de la Historia. La misma Verdad que prevalece aún sobre las crónicas sesgadas de los que escriben sólo para ocultar los defectos de sus amigos o favoritos, o para atacar a sus adversarios. La misma Verdad que desnuda también el lado oscuro de la familia Gómez, pues no se atiene a parcialismos.
 

Sé que en Colombia se asesina aún, para continuar con la impunidad y el encubrimiento, a quienes se encuentran en contra del "Régimen" que siempre denunció el propio Álvaro Gómez Hurtado. De hecho, dicho "Régimen", que él se empeñaba en desenmascarar (y que lo terminó asesinando) era ese entramado de mafia, corrupción, fuerzas policiales y judiciales compradas por los carteles del narcotráfico, políticos y burócratas mañosamente aliados con la mafia, “servidores públicos” corruptos. Esa misma red de personas que no hacen política de buena fe sino buscando lucrarse a costa del pueblo, que perpetúan una larga cadena de ladrones del Tesoro Público. Y también sé que en Colombia se asesina también a quien escribe, así escriba por puro interés investigativo. Por eso denuncio de antemano que, de ocurrir algún evento o lesión que vulnere mi integridad física, ya sabrán todos que sólo pudo provenir de las mismas fuerzas oscuras que en el artículo se están señalando. Agradezco de antemano a mis colegas y lectores de "Pensamiento y Literatura" su colaboración y apoyo. Ellos están listos para denunciar y mostrar públicamente a quienes intenten agredirme, calumniarme o mancillarme por publicar este texto. Ellos mismos, conocedores de mi afición a la Historia, fueron quienes me solicitaron esta reseña (que, insisto, puede ser tomada como ficción histórica si así lo desea el lector que simpatice con los victimarios de Gómez) para esta fecha, en la que se cumplen 16 años del magnicidio.
 
II

¿Quién fue Álvaro Gómez Hurtado?

Álvaro Gómez Hurtado (1919 – 1995) era un periodista, abogado e intelectual muy involucrado en la política colombiana desde la segunda mitad del siglo XX.

Escribió, a la sazón, “Influencias del Estoicismo en el Derecho Romano”, múltiples artículos (incluidas columnas literarias y de crítica de arte, notas necrológicas y artículos de variedades) en la “Revista Colombiana” y en el periódico “El Siglo”, columnas de opinión y editoriales en el periódico “El Nuevo Siglo”, y los libros “La revolución en América”, “La calidad de vida” y “Soy libre”. Además existe una compilación de sus principales conferencias como catedrático (“Compilación de conferencias dictadas en la Universidad Sergio Arboleda”).

Como docente, muchos de sus antiguos estudiantes con los que he hablado (la mayoría abogados) señalan que era un apasionado del Derecho Constitucional y de la Sociología. También me han dicho que, a diferencia de su padre (el ex Presidente Laureano Gómez Castro) no era violento ni vehemente al exponer o defender sus ideas, tenía un estilo sobrio y elegante, y estaba muy interesado en temas de cultura ciudadana.

Como mecenas, según me han relatado varios de sus ex alumnos y colegas, fue un hombre espléndido, colaborando de hecho en la fundación, construcción y consolidación de la Universidad Sergio Arboleda, apoyando a estudiantes de escasos recursos y realizando obras sociales de toda índole.

Realizó también trabajos como caricaturista y dibujante. Tuve la oportunidad de conocer buena parte de sus pinturas de caballos, que fueron expuestas en la Universidad Sergio Arboleda a propósito de los 15 años de su (aún impune) homicidio. Opino que, aunque no son de mi entero gusto, tampoco les falta calidad ni valor; llama la atención, en todos ellos, el vigor de su trazo y la fuerza de su contenido. Eso fue él, en últimas: un “caballo” simbólico, leal pero altivo, brioso hasta en su ancianidad, noble y apasionado, fuerte (moralmente, fortísimo: intachable, inamovible).

Como periodista, además de colaborar en los periódicos de su padre y su hermano Enrique, escribió en varias revistas, semanarios y diarios del país. Varios de los mejores periodistas de la actualidad han señalado su importancia en este ámbito, así como sus ocurrencias y apuntes, llenos de humor, sobre dicho oficio (recuerdo, en el momento, una de ellas: “Las encuestas son como las morcillas, muy sabrosas hasta que uno sabe cómo las hacen”). También fundó la revista “Síntesis Económica” y un noticiero de TV que sería, por muchos años, el más importante del país: “Noticiero 24 Horas”.

Fue también una figura descollante de la política colombiana, durante más de cuatro décadas. Sus posturas, a veces críticas y a veces conciliadoras, siempre fueron producto de la reflexión y la elaboración intelectual. Gómez encarnaba, de hecho, el arquetipo del “hombre sabio”, del humanista, del erudito que está pendiente de todo. Las urnas no le fueron muy favorables (pues tenía un estilo –estudioso y analítico- no muy del gusto de sus contemporáneos, bastante amigos de la politiquería vociferante, de la retórica y las actitudes casi fanáticas), pero incluso los que no votaban por él estaban de acuerdo en reconocer su calidad moral y su elevada inteligencia. Él mismo, como intelectual, no le tuvo miedo a la evolución política, pasando del conservatismo al suprapartidismo sin problemas, y finalizando, mártir, en una oposición franca al samperismo, al pastranismo y al manzanillismo de mediados de 1990.

III

El pensamiento político de Gómez Hurtado

Inició su carrera política desde muy joven, a la sombra de su padre. Fue concejal de Bogotá, Embajador en Suiza, Italia, Estados Unidos y Francia, Representante a la Cámara, Senador de la República, Embajador ante la Organización de Naciones Unidas y Ministro Plenipotenciario. Es interesante que un hombre que gozó en vida de pertenecer a la clase oligárquica colombiana y que hizo parte la burocracia, luchara tan ardorosamente por reducir el tamaño del aparato burocrático del país (cuya ineficiencia y lentitud paquidérmica, además de lo sesgado y corrupto de su constitución –pues los nombramientos se siguen haciendo más por simpatías políticas que por méritos propios- han demostrado, como siempre señaló Gómez, ser perjudiciales).

No tengo muy claro si el liderazgo de Gómez fue innato o producto de su sistema familiar. Es posible que ambas fuerzas (tanto la social como la temperamental) forjaran su derrotero. Lo cierto es que, por lo que he leído y escuchado, se desempeñó impecablemente. Nunca se vio involucrado en escándalos de corrupción y se desempeñaba en política decorosamente. Ocupó prácticamente todos los cargos de gobierno, excepto el de la Presidencia de la República (a la que fue candidato en 1974, 1986 y 1990), aunque sí fue Designado a la Presidencia dadas sus reconocidas dotes de estadista.

En una época en la que todavía hacían carrera los discursos en plaza pública, llenos de vehemencia e histrionismo, Álvaro Gómez se caracterizó por su sobriedad y el énfasis ideológico de sus discursos. Los elementos más destacados, en lo que he podido leer, escuchar y observar (hay bastantes videos de sus discursos, aunque no son sino una pequeña muestra, por desgracia…ojalá se pueda ofrecer al público, algún día, el corpus completo de sus intervenciones oratorias, al menos las de las décadas de 1980 y 1990, pues sospecho que de sus arengas de décadas anteriores la mayor parte se ha perdido), y que configuran el pensamiento alvarista, pueden resumirse así: a) reducción del tamaño del Estado y agilización del aparato burocrático, b) planeación (pensando en obras públicas de calidad y duraderas, y centradas en las necesidades fundamentales de los ciudadanos), c) depuración y claridad en el manejo de asuntos de gobierno, d) énfasis en la necesidad de honradez y probidad en los líderes políticos, e) preocupación social centrada en el campesinado, f) “desarrollismo” económico y educativo, g) conservadurismo inicial, pensamiento socialdemócrata a finales de los años 80 y franco eclecticismo a partir de 1990, hasta llegar a un ardoroso y gallardo no-convencionalismo (que lo sitúa como verdadero outsider político) y a una franca oposición al narco-gobierno de Samper Pizano (que encarnaba lo que Gómez denominaba “el Régimen”, h) nacionalismo moderado (en el que referencias a “la raza” para referirse a “la colombianidad” son casi anacrónicas, a diferencia de otros conceptos suyos, bastante futuristas), i)énfasis en la educación, en particular en la educación a distancia y en la necesidad de programas educativos para el campesinado, j) conciliación y cordialidad en las relaciones internacionales, k) creencia en la capacidad de los gobiernos y los gobernantes para proveer calidad de vida a los ciudadanos (excesivamente optimista, tal vez, en un país en el que las clases dominantes y los emporios económicos sólo permiten medidas “focalizadas” y reducidas, y que nunca le han apostado a la verdadera inclusión social de las capas menos favorecidas).

Es de anotar, además, una cualidad de visionario en su concepción de Colombia, América Latina y el mundo. Creía posible tener al país dentro del Primer Mundo. Y, por lo expresado en sus artículos de opinión y editoriales, tenía idea de cómo hacerlo: educación, desarrollo humano, organización, planificación. En uno de sus discursos, haciendo gala de espíritu conciliador de fuerzas de izquierda y derecha, proclamó: “Mi revolución es el Desarrollo”.

Tal vez en el único aspecto en el que coincidieron plenamente con su copartidario (y en varias ocasiones adversario) Misael Pastrana Borrero fue en la preocupación de ambos por temas de medio ambiente y naturaleza: Gómez hablaba ya de Ecología y Desarrollo Sostenible mucho antes (décadas antes) que Al Gore y otros políticos pusieran dicho tópico en sus agendas.

En cuanto a su ideario económico, prevalecen conceptos desarrollistas, ecos de progresismo ilustrado y una mescolanza de aperturismo económico, proteccionismo moderado y búsqueda de acercamiento a las grandes potencias mundiales. Es decir, Gómez Hurtado tenía el afán de hacer de Colombia un país “desarrollado”. Quería que dejáramos de ser “Tercer Mundo” o “país en vía de desarrollo” (eufemismo muy usado por los políticos de Latinoamérica, que buscan así disimular el grave subdesarrollo aparejado a la corrupción, la inequidad, la pobre inversión en cultura y educación, y el abandono negligente en que ellos mismos han tenido sumergidos a sus pueblos).

Dos conceptos sobresalen en el corpus de su pensamiento político: “lo Fundamental” y “el Régimen”. Gómez pretendía, de hecho, realizar un “acuerdo sobre lo fundamental” con la ciudadanía, en caso de llegar a la Presidencia. Como nunca le permitieron ser Presidente, no pudo probarse si el asunto se quedaba en buenas intenciones o si, por el contrario, configuraba la revolución social pacífica y sostenida, integrada a la institucionalidad, con la que soñaba el estadista. Por “fundamento” entendía Gómez todo lo que, lejos de ser arandelas o asuntos secundarios, atañía claramente al ciudadano de a pie, lo que estaba en “la base” que permitiría el desarrollo ulterior de la nación, las necesidades básicas: canasta familiar completa (no olvidemos que Colombia vivió en aquellos días una inflación nada despreciable, que encareció los productos básicos, y que la migración exagerada del campo a la ciudad aceleró más aún la subida de los alimentos), buena calidad en salud y educación, seguridad (no entendida como Estado gendarme ni represivo, como se llegó durante la era Uribe, sino como clima político estable y entendimiento y coexistencia pacíficos entre los distintos actores políticos). Lo fundamental permitiría, para Gómez, consolidar el trampolín hacia la investigación científica, la industrialización, el progreso económico (tanto a nivel macro como a nivel micro) y el salto al Primer Mundo (el “Desarrollo”, término también extensamente utilizado en sus discursos). Y “el Régimen”, la mescolanza de corrupción y podredumbre social que ha sido uno de los tradicionales azotes de Colombia desde finales de la década de 1970: actores violentos, traficantes de drogas ilícitas y armas, políticos deshonestos, jueces y policías sobornados y al servicio del hampa. Cuando Gómez hablaba de “tumbar al Régimen” no pretendía un golpe de Estado, como muchos llegaron a pensar (cuando Pensamiento y Literatura dedicó en 2008 un espacio para rememorar los principales magnicidios de la Historia reciente de Colombia, aún estaba en boga dicha hipótesis), sino una renovación “desde adentro”, una limpieza profunda de las instituciones, una salida de la maraña de entuertos y tapujos que todavía hoy nos tiene en el subdesarrollo. Él no perteneció nunca al grupo de los llamados “conspiretas” que deseaban un golpe de Estado (y había militares muy dispuestos a hacerlo, o por lo menos a permitirlo…militares que incluso, al poco tiempo, se meterían abiertamente en política, como el caso del general Harold Bedoya, candidato a la Presidencia en 1998). Que el alto gobierno de Samper y los miembros del cartel de Cali y de otros carteles del Norte del Valle creyeran que Gómez tenía la intención de protagonizar un golpe fue una cosa bien funesta, pues terminó significando (acostumbrados, como están, a actuar antes de pensar, a “disparar y después preguntar”) que tenían que inmolarlo. Y, obviamente, lo hicieron.

Y con su muerte sentenciaron que Colombia continuara siendo (como lo es, por desgracia) un país tercermundista, dominado por “el Régimen” que tanto disgustaba a Gómez, con instituciones corrompidas y paquidérmicas, atrasado económica y socialmente, envuelto en una espiral de violencia, a merced de grupos criminales de todo tipo, y manejado –mal- por los mismos millonarios, latifundistas y oligarcas que han denunciado nuestros intelectuales toda la vida (e incluso algunos connotados líderes políticos, como Luis Carlos Galán y Jorge Eliécer Gaitán).

IV

¿Qué quería Alvaro Gómez del gobierno de Ernesto Samper?

Es interesante señalar que las relaciones entre estos dos políticos eran cordiales. He visto fotos en las que Samper mira y escucha con curiosidad y algo de admiración a Gómez, como un alumno que está atento en clase. Samper debía tenerle además algún afecto, dado que ofreció a algunos políticos cercanos al Movimiento de Salvación Nacional (encabezado por Gómez cuando fue candidato a la Presidencia en 1990) puestos dentro de su gobierno (algunos analistas me han sugerido que hizo esto no por afecto, sino por maquiavelismo puro: el “divide y reinarás” aplicado con eficacia, para fracturar al Partido Conservador y a la oposición). También considero que tuvo una deferencia con Gómez al darle la embajada de Colombia en París (pero, de nuevo, he de anotar que inclusive personas cercanas al ex presidente Samper me han insinuado que lo hizo tácticamente, para tenerlo alejado y, en cierto sentido, controlado).

También es de advertir que a Samper pudo haberle interesado ganarse las simpatías de Gómez, dado que Gómez no había apoyado abiertamente a su rival en la campaña de 1994, Andrés Pastrana Arango. De hecho, Gómez siempre estuvo envuelto en una telaraña de antipatías y animadversiones entre estos dos bloques del Conservatismo (Gómez vs Ospina/Pastrana) que se remontaba hasta los años cuarenta del siglo XX, pues era (y no podía negarlo, como hubiesen querido algunos de sus simpatizantes, que así me lo han confesado) hijo de Laureano Gómez Castro.
A propósito de la actitud de Alvaro Gómez en la primera campaña presidencial de Pastrana Arango (“Andrés Presidente”) la cosa fue así: a finales de 1993, un grupo de líderes del Partido Conservador (entre los que estaban Alvaro Gómez Hurtado y su amigo fiel, el también profesor universitario Gabriel Melo Guevara), al que bautizaron “Los Quíntuples”, intentó impedir la campaña de Pastrana Arango como candidato único del partido. Al final (ya en 1994 y a poco de celebrarse las votaciones) “Los Quíntuples” cerraron filas, esperanzados en una victoria del Conservatismo, a favor de Andrés Pastrana, pero ya el daño estaba hecho. Y, para rematar, varios cientos de millones, provenientes del narcotráfico, entraron a la campaña “Samper Presidente”. La derrota de Pastrana en 1994 (aunque consiguió llegar a una reñida segunda vuelta) fue inevitable.

Y ese interés de Samper por Gómez pudo haber aumentado en la medida en que se iban destapando los nexos de la campaña “Samper Presidente”, los Pastrana asumían una actitud querulante (Misael insistía en la inhabilidad moral de Samper para ejercer su cargo; Andrés arremetía contra el Presidente electo y fustigaba con una expresión que se hizo típica suya: “¡Que renuncie!”; Juan Carlos, que manejaba los hilos del periódico “La Prensa”, hacía fuertes críticas al narco-gobierno samperista) y se iban sucediendo los escándalos: si alguien de la relevancia política de Gómez lograba mantenerse quieto (aunque fuera eso: neutral), Samper y su gobierno podrían maniobrar más fácilmente, sin tanta presión.

Pero no fue así. Los documentos encontrados a Guillermo Palomari, las confesiones de Santiago Medina (ex tesorero de la campaña “Samper Presidente”), las investigaciones a Eduardo Mestre, Alberto Santofimio (también involucrado en la autoría intelectual de otro magnicidio que nos sentenció a lo que se vino después, el de Luis Carlos Galán, en 1989, cuando era candidato a la Presidencia), David Turbay y otros políticos samperistas ligados con las mafias (incluidos 9 congresistas), el descontento popular y las protestas (había huelgas y paros por doquier) hacían crecer, vertiginosamente, la crisis de gobierno. En 1995 la cosa se había puesto tan difícil para el gobierno de Samper que buena parte de la sociedad civil empezó a marchar y exigir su renuncia. Y Gómez, neutral al principio, fue pasándose a la oposición.

Los escándalos, que crecían como una bola de nieve desde el mismo día en que se dieron a conocer las grabaciones que evidenciaban cómo habían ingresado cuantiosas sumas de dinero de la mafia a las arcas de “Samper Presidente” (los famosos “narco-casettes”), hacían la situación cada vez más insostenible para el ya frágil gobierno. Varios embajadores renunciaron a sus cargos y, como siempre pasa cuando un dirigente está cayendo en desgracia, todos los que alguna vez habían tenido amistad con Ernesto Samper le fueron dando la espalda. Gómez no esperó a renunciar de último: dejó su embajada en Francia y volvió a Colombia, retomando sus actividades periodísticas y docentes. Andrés Pastrana siguió con sus denuncias aunque, para desgracia del país, buena parte de la población colombiana descalificó de antemano las pruebas que aportaba. A algunos les molestaba el tono histérico con que reclamaba lo que consideraba “su botín robado” (más dramático aún que el de Al Gore, también víctima del fraude electoral, en las presidenciales de Estados Unidos en 2000); a otros les parecía un niño rico que además era un mal perdedor; unos pocos le aconsejaban aceptar su derrota y postularse nuevamente en 1998 (cosa que efectivamente hizo, logrando la Presidencia).

En ese mare magnum de opositores, descontentos, potenciales conspiradores y confundidos fue emergiendo la figura de Gómez Hurtado. Nadie como él para unificar las distintas voces que pedían a gritos el final del narco-gobierno de Samper. Ninguno como él para ejercer un liderazgo prudente y pensante de la Oposición (pues algunos, como Ingrid Betancourt, eran demasiado apasionados y hasta imprudentes en sus declaraciones; otros, como Antanas Mockus Sivickas, preferían las elucubraciones teóricas a las soluciones pragmáticas; y el resto se enfilaba hacia la postura machacona e irreconciliable del candidato derrotado, Andrés Pastrana Arango). Como años después ha declarado Fernando Botero Zea, a la sazón Ministro del Presidente Samper, el gobierno buscó por todos los medios acercarse a Gómez: llamadas (que no se contestaron y no se devolvieron), múltiples emisarios (varios de ellos verdaderos criminales, otros, “ladrones de cuello blanco” dispuestos a sobornarlo) y convocatorias a reuniones a las que el anciano estadista, entendiendo la situación y aferrándose a sus principios, no asistió.

Llegamos así a octubre de 1995. A los reclamos de la sociedad civil se sumaba un ambiente enrarecido en la cúpula militar del país. La idea de un golpe, puede suponerse, podría estarse fraguando. Los sindicatos, los grupos de presión y varios gremios se sumaban a la Oposición. Por supuesto, seguía la perorata de Andrés Pastrana (es de aplaudir el esfuerzo físico de su padre, Misael Pastrana Borrero, quien pese a su delicado estado de salud –tenía ya el cáncer de laringe que lo llevaría a la tumba en 1997- se le apuntó a una brava tarea de movilización social en contra de Samper) y su deseo de revancha tomaba un cariz de reivindicación. Gómez instaba a Samper, desde su trinchera periodística, a abandonar el poder de manera “decorosa”, como otros presidentes que, a lo largo de la historia de Colombia, habían preferido dejar su cargo ante el descontento popular o la dificultad para gobernar, para evitar derramamientos de sangre o remezones mayores: Simón Bolívar (aunque al principio, de manera neurótica, buscó afirmarse en una dictadura), Rafael Reyes, Alfonso López Pumarejo, etcétera.

Samper sabía que renunciar era volverse vulnerable jurídicamente, y que estaba bien “untado” (sus nexos con los carteles de la droga eran fehacientes). Sabía que, siendo Presidente, podría sobornar, amenazar, coaccionar, comprar y mover sus fichas de manera grandiosa, como en efecto lo hizo (el Congreso terminó absolviéndolo…la Historia, no). Así que no se movió. Además, como han señalado periodistas y politólogos, Samper esperaba hacer tiempo y dejar que se “enfriaran” las cosas; con su agudo instinto político, esperaba sortear la crisis de gobernabilidad distrayendo la opinión pública (y en eso de dar “pan y circo” son expertos los políticos latinoamericanos), echando a otros la culpa de la narco-financiación de su campaña presidencial (su ex ministro Botero Zea ha señalado que Samper es experto “echando a los lobos” a sus antiguos camaradas, traicionándolos y ensuciándolos, con tal de salir él ileso, como ha logrado hasta ahora), tildando a opositores de “conspiretas”, moviéndose de manera acrobática para ganar tiempo. Al terminar octubre empezó a salpicar a todos sus antiguos colaboradores (exceptuando a Horacio Serpa, su fiel Ministro del Interior) aduciendo que todo fue “a sus espaldas”. Estaba francamente asustado.

Según han dicho varios de sus allegados, a Samper le fue dando una especie de “Síndrome de Tiberio”: al igual que el emperador romano, empezó a desconfiar hasta de su propia sombra, a sospechar que detrás de cualquier adulador había un potencial asesino (o golpista…en América Latina, viene a ser casi siempre lo mismo). Contrariado por la imposibilidad de volver a traer a Gómez (y su caudal de seguidores y lectores) a su lado, angustiado por los editoriales punzantes, la postura crítica y abiertamente desafiante de Gómez en El nuevo Siglo, buscó (y no está muy claro si tuvo él la idea, o Serpa, pero el caso es que la orden vino de él) deshacerse de Gómez.

Otro factor que configuró también el homicidio de Gómez, en medio de la paranoia del “Régimen”, fue la creencia de que, en caso de que el gobierno de Samper cayera y se realizara un golpe de Estado que decantaría en una Presidencia interina de Gómez, el anciano (y moralmente íntegro) líder le daría luz verde a la extradición de muchos narcotraficantes a los Estados Unidos. Sustentaban dicha hipótesis, además de la animadversión que siempre sintió Álvaro Gómez hacia las drogas ilícitas y sus carteles, su antecedente de haber sido embajador de Colombia ante Estados Unidos, y el hecho de que, ya sin Samper en el poder, las mafias quedarían sin protección política. Como señala Enrique Gómez Hurtado, que un grupo de mafiosos (muy bien tratados por el gobierno samperista, que les debía el triunfo electoral) aterrorizados ante la idea de una potencial extradición en masa (pues algunos simpatizantes y algunos miembros el gobierno de Samper, aparte de dádivas y favores de índole jurídica, como espectaculares –y descaradas- rebajas de penas, los protegían de manera encubierta) tergiversaran y malinterpretaran las palabras de Alvaro Gómez Hurtado (en ese momento, el líder político más sobresaliente de la Oposición, y, por ende, el más “amenazante”) significó, a la postre, su sacrificio. Pocas veces se ha pagado tan caro la ambigüedad en la expresión lingüística: por “tumbar al Régimen”, sus asesinos entendieron “tumbar al gobierno de Samper”, y actuaron implacablemente, ametrallándolo, el 2 de noviembre de 1995.

V

Los Gómez y los Pastrana dentro del Conservatismo

Entendiendo la dinámica de las relaciones entre estos dos sistemas familiares se logra comprender buena parte de los acontecimientos que definieron la política colombiana de la segunda mitad del siglo XX.

A propósito de la animadversión histórica entre estas dos familias “dominantes” dentro del Partido Conservador Colombiano (los Gómez y los Pastrana), lo que he leído me permite concluir que nace de desencuentros (tanto íntimos como políticos) entre Mariano Ospina Pérez y Laureano Gómez Castro: ambos derechistas, católicos y proteccionistas ideológicamente; Ospina un poco más inclinado hacia las aristocracias urbanas y Gómez hacia el campesinado raso; Ospina, más discreto y elegante en sus intervenciones, Gómez, en ocasiones un completo verborreico.

Cuando Ospina fue Presidente de la República (1946-1950), Gómez fungió de lugarteniente y sucesor, ocupando la cartera de Relaciones Exteriores y organizando la reunión que terminaría siendo el primordio de la Organización de Estados Americanos (un pedacito del gran ideario de Simón Bolívar, al fin hecho realidad). Pero Gómez –o, al menos, así lo sintió Ospina- no salió abiertamente en su defensa cuando tuvo que sortear una gran crisis de gobierno desatada por el asesinato (orquestado por las mismas clases oligárquicas y terratenientes, y, al parecer, con el apoyo de la misma CIA y de otras fuerzas subrepticias) del líder popular y malogrado candidato a la Presidencia Jorge Eliécer Gaitán. Algunos han sostenido que algunas fuerzas ultraizquierdistas (y no deja de ser inquietante, aunque muy seguramente circunstancial, la participación del mismísimo Fidel Castro en los desórdenes y la violencia que constituyeron, en 1948, “El Bogotazo”), deseosas de ambientar una situación favorable a una revolución, pudieron también estar detrás del homicidio del caudillo liberal: cabe pensarlo como hipótesis histórica, pero no le encuentro asidero. Debían estar muy mal informados, pues –como se demostró- Colombia, lejos de tomar el camino de la revolución socialista, y lejos aún de darle un golpe de Estado a Ospina Pérez, terminó configurándose como el país de derechas (por valores, por idiosincrasia y por cultura) que es ahora.

Asesinado Gaitán (9 de abril de 1948) los estratos populares del Partido Liberal quedaron huérfanos (los miembros de la burguesía liberal y las clases altas del Partido tenían más simpatía hacia el doctor Gabriel Turbay, un hombre más moderado, menos recalcitrante que el doctor Gaitán) y la ira del pueblo se hizo sentir. Claro que hubo elementos desestabilizadores y terroristas, y criminales puros –sin ninguna orientación política- que hicieron de las suyas en “El Bogotazo”: muchas tiendas y centros comerciales fueron flagrantemente saqueados e incendiados, muchos ciudadanos sufrieron daños de todo tipo por la turba enfurecida, y en medio de los desmanes, hasta algunos grupos económicos aprovecharon la ocasión para “eliminar a la competencia”, como fue el caso de los dueños de buses y busetas de Bogotá, que destrozaron el clásico Tranvía de la capital colombiana. En medio de la asonada, miembros del ala más combativa y fanática del Liberalismo empezaron a azuzar al populacho contra las dos instituciones “enemigas”: la Iglesia Católica y el gobierno (confesional, por cierto) de Ospina. El resultado: lesiones y persecución (a veces, asesinato) de sacerdotes, monjas y religiosos, en todo el país (la ola de violencia desatada por “El Bogotazo” no tardó en trascender las fronteras de Bogotá y hacerse sentir en todos los municipios de Colombia, especialmente en la Región Andina y los Llanos Orientales). Y un presidente Ospina casi solo, muerto de miedo pero intentando conservar el aplomo, viendo cómo el país se le salía de las manos. En esos momentos de crisis, la actitud de Gómez fue interpretada como ambivalente por los simpatizantes del ospinismo.

La respuesta de los ospinistas no se hizo esperar. Al final de su gobierno, que tambaleó por “la Violencia” bipartidista, Mariano Ospina se distanció de Laureano Gómez. Es bien conocida la animadversión que sintió siempre Bertha, la esposa de Ospina, por los Gómez, animadversión que heredaron los “pupilos” políticos de ambos bandos.

Hacia 1950, el Tánatos era lo que realmente gobernaba a Colombia. Eran días aciagos: tanto en las ciudades como en los campos, se sucedían homicidios y vejaciones entre los católicos-conservadores y los liberales. La llamada “Violencia” fue en realidad una guerra civil (de nuevo, el eufemismo de los políticos le puso otro nombre, pero no logra, a la luz de la Historia, disimular sus horrores) absurda, sin norte alguno (es lastimoso que mientras en los clubes elegantes los líderes de los Partidos Liberal y Conservador se saludaban y compartían licores finos y comidas suntuosas, en el resto del país los “conservadores” y “liberales”, sumidos en la ignorancia e inyectados con odio por parte de esos mismos líderes, se asesinaban entre ellos), agresión despiadada y fanatismo político-religioso. Se cometieron atrocidades sin fin, crímenes de lesa humanidad, asesinato inmisericorde de niños y familias enteras, infanticidio e incluso parricidio (si padre e hijo discrepaban en su filiación política). Y Ospina, casi en solitario, hizo lo que pudo, pero no le perdonó a Gómez que a costa de su desprestigio y pobre gobernabilidad hiciera su propia campaña presidencial (aprovechando la ocasión para presentarse como una especie de redentor de la República).
Laureano Gómez, efectivamente, llegó a la Presidencia en 1950. Me parece triste que su hijo, Alvaro, cargó siempre (injustamente, además) con sus culpas (uso abusivo de la autoridad, persecución a liberales y disidentes, discurso belicoso e intolerante, dogmatismo ideológico) y con sus enemistades: el desdén que sentían hacia él muchos copartidarios simpatizantes del ospinismo, fue el mismo que heredaron los simpatizantes del pastranismo.

¿Cómo el pastranismo tomó las banderas del ospinismo (y, de paso, heredó la animadversión hacia la familia Gómez, animadversión que siempre le restó votos a Alvaro Gómez Hurtado dentro de su mismo Partido)? La clave está en entender la afectuosa relación que se forjó entre Mariano Ospina Pérez y Misael Pastrana Borrero. Este último se formó políticamente y encontró apadrinamiento en el veterano ex presidente. Se tenían mucho afecto. Los buenos modales de Ospina encontraron –al fin- un receptor carismático y siempre sonriente. Aún más, doña Bertha Hernández de Ospina, ex primera dama y congresista, se encargó de “presentar en sociedad” a Misael, y de enseñarle las sutilezas del manejo del poder. Misael Pastrana, agradecido, fue siempre fiel al ospinismo. Y esto implicó, en algún grado, hacerle oposición al laureanismo y, obviamente, al alvarismo.

De todas maneras, cabe aclarar que Bertha Hernández dejó de lado sus desavenencias con los Gómez en 1974 (ya había participado en el golpe de Estado a Laureano Gómez en 1953, golpe que terminó con la dictadura del general Gustavo Rojas Pinilla), y apoyó decididamente la campaña presidencial de Alvaro Gómez Hurtado (como también lo hizo durante su precandidatura en 1982, pues no era muy afín con Belisario Betancur Cuartas).

Misael Pastrana siempre fue ambivalente con respecto a Alvaro Gómez: nunca lo apoyó abiertamente, y movió los hilos sutilmente para restarle poder a su movimiento dentro del Partido Conservador. Se les vio juntos en la campaña presidencial de 1982, a favor de Betancur (que terminaría ganando la Presidencia ante un Partido Liberal dividido), pero no fue decidido su acompañamiento al alvarismo en la campaña de 1986. Es más: en 1990, cuando Gómez lo intentó por última vez, a la cabeza de un movimiento suprapartidista (al que llamó Movimiento de Salvación Nacional, nombre algo mesiánico en apariencia, pero en realidad profético, porque de hecho, era la única alternativa al fracaso de Colombia en la década de los 90’s…fracaso al que se vio, en efecto, abocada, pues la mayoría prefirió elegir a César Gaviria Trujillo…cuya elección sentaría las bases para la victoria de Ernesto Samper Pizano más adelante…cuyos escándalos configurarían, a su vez, la llegada al poder de Andrés Pastrana Arango, determinándose así la peor tripleta de Presidentes en la Historia de Colombia), Misael Pastrana tuvo la cachaza de lanzarse también a la Presidencia, con el único objetivo de restarle votos (no le quitó muchos, pues su gobierno 1970-1974 fue, en términos generales, regular –aunque pasó por bueno al ser comparado con el nefasto gobierno de su hijo, Andrés, dos décadas después-). Y maniobró para que el Conservatismo tuviera otro candidato “oficial”, Rodrigo Lloreda.

El colofón de dicha relación ambivalente fueron las palabras de Misael a propósito del magnicidio de Gómez Hurtado: casi sonriendo, el ex presidente no gastó tantas palabras en elogiar al acribillado líder, sino en señalar la gran frustración de su vida (el no haber sido nunca Presidente, pese a haberse “preparado” para ello). Al respecto, cabe señalar que fueron mucho más generosas y amables las palabras del hijo de Misael, Andrés Pastrana, que con entereza habló bien del veterano que intentó frenar su candidatura en 1994. No me parece exagerado decir que, con dicha intervención, Pastrana se “reencauchó” e inició una serie de movimientos oportunos para rearmar su imagen y lograr su elección en 1998 (cuando ya los dos “pesos pesados” de la oposición a Samper, Alvaro Gómez y su padre Misael, estaban muertos).

VI

¿Por qué Alvaro Gómez nunca alcanzó la Presidencia?

La respuesta a este interrogante varía con cada una de sus candidaturas: fueron diferentes los motivos que entorpecieron sus aspiraciones presidenciales, aunque algunos (en especial, la resistencia a elegir “al hijo de Laureano” de buena parte de la ciudadanía) fueron una constante en 1974, 1986 y 1990.

Los motivos de su derrota en 1974 fueron claros: había una imagen muy desfavorable de su padre, Laureano Gómez Castro (iracundo y demoledor senador y presidente de la República, moralista recalcitrante y peligroso agitador de masas en una época en la que los antagonismos políticos desangraban a Colombia), y muchos colombianos creían (erróneamente) que Alvaro Gómez había intervenido en la eufemísticamente llamada “Violencia” (que, insisto, fue realmente una guerra civil soterrada, en la que la ignorancia y la barbarie se dieron la mano y en la que se llegó a “justificar” el asesinato por las meras antipatías políticas). Además, su rival (el liberal Alfonso López Michelsen, a la postre vencedor) contaba con una maquinaria muy bien aceitada, era un buen orador, un hombre carismático (se le podría catalogar como Liberal-Socialista, muy al estilo de su padre, Alfonso López Pumarejo), experto en relaciones públicas (y sablazos e intrigas de todo tipo), curtido en política, dotado de ingenio y agudos instintos. Para rematar, algo había de culpa en el inconsciente colectivo de los colombianos, a propósito de la renuncia de López Pumarejo a la Presidencia, hacía cuatro décadas (pues, como genio incomprendido que era, se afligía mucho por la enorme distancia que había entre sus deseos reformistas y la lentitud en la concreción de los mismos): votar por el hijo fue, en cierto sentido, honrar al padre. Situación muy distinta a la de Gómez Hurtado: no votar por el hijo fue, simbólicamente, “vengarse” del padre.

No obstante, Alvaro Gómez prosiguió su carrera de manera impecable. Sabía que, tarde o temprano, volvería a estar en la lid. En 1978 el claro poderío del Partido Liberal (que terminó coronando al favorito de López Michelsen, Julio César Turbay Ayala) mantuvo a raya su deseo, pero en 1982 (cuando sucedió el cisma en el Liberalismo: un joven y aguerrido Luis Carlos Galán Sarmiento tomaba las banderas del brillante Carlos Lleras Restrepo y se oponía a la reelección de Alfonso López Michelsen) vio clara su oportunidad. Para desgracia suya, y del país, el estilo gustador y camaleónico de Belisario Betancur Cuartas (mediocre escritor pero buen orador, un personaje que daba discursos demócrata-cristianos cuando sus oyentes eran conservadores, social-demócratas cuando sus oyentes eran liberales y marxista-leninistas cuando se trataba de un público de izquierdas) opacó su discurso más sobrio y argumentativo. En las primarias, Betancur convenció más. Gómez tuvo la nobleza de aceptar su derrota y sumar sus esfuerzos a la campaña de Betancur. El resultado: victoria de los conservadores después de 12 años de ostracismo.

Con su Partido en el gobierno, Gómez Hurtado pudo concretar algunas de sus ideas, en especial las relacionadas con la educación a distancia y otras medidas encaminadas a mejorar la calidad de vida del campesinado colombiano. No tardó en convertirse en el brazo derecho de Belisario Betancur: a ambos los unía la pasión por la literatura y cierto tinte socialista (pese a ser conservadores, es decir, de centro-derecha); los dos líderes congeniaron y, sin celos ni mezquindades, se dieron el uno al otro lo que mejor pudieron. Gómez fue Designado a la Presidencia y pudo poner en marcha, al final del mandato de Betancur, algo de “desarrollismo” en los Planes Nacionales.

Dos fatídicos hechos empañaron la Presidencia de Belisario Betancur Cuartas (1982-1986): la toma del Palacio de Justicia por parte de un grupo guerrillero asociado con el narcotráfico (buena parte de los expedientes de los grandes capos y sus secuaces fueron incinerados por los subversivos: una traba más para su potencial extradición) y la erupción del volcán nevado del Ruiz (que produjo, a su vez, una gran avalancha, que arrasó un municipio entero –Armero- y causó daños de todo tipo en la región).

En ambas situaciones, Betancur quedó a la luz pública como un mandatario débil, irresoluto, casi pusilánime. Ante la toma del Palacio por parte del grupo terrorista M-19 (que había iniciado, a diferencia de otras guerrillas colombianas, con un sustrato urbano, de militantes que en su mayoría eran estudiantes universitarios y personas de nivel económico medio-alto, y que se había vuelto ya una guerrilla como las otras, inaugurando de hecho la triste, censurable e inhumana práctica del secuestro, que pronto imitaron otros grupos subversivos), el Presidente prácticamente “dejó hacer” a las fuerzas militares. Estas, sin una estrategia clara, sin considerar el alto número de civiles (entre ellos los magistrados que murieron en la retoma del Palacio, abogados, funcionarios y personal administrativo), sin atenerse a un uso táctico de la fuerza y usando hasta tanques de guerra, volvieron peor el problema. La retoma fue más sangrienta que la toma. Se usaron hasta tanques de guerra y hay testimonios que indican que algunos de los magistrados muertos perecieron bajo el bombardeo del propio Ejército colombiano. También hubo desaparecidos (gente que, al parecer, fue también torturada) por órdenes de los oficiales encargados de la retoma del Palacio. Y Betancur, mostrando inexperiencia en este tipo de situaciones, se limitó a observar. Algunos han “excusado” a Betancur insinuando que hubo un “mini-golpe” de Estado de facto, observando que las Fuerzas Militares no le permitieron negociar con el M-19 y lo obligaron a permanecer sentado y a la expectativa. De hecho, casi tres décadas después, varios oficiales relacionados con la retoma y con la desaparición de varios sobrevivientes están en prisión y Betancur, en concordancia con lo anteriormente expuesto, ha sido absuelto.

Alvaro Gómez, como lugarteniente de Betancur, se vio afectado por los reveses del llamado “noviembre negro” de 1985. Los 109 muertos en la toma y retoma del Palacio de Justicia (entre ellos, el presidente de la Corte Suprema de Justicia, Alfonso Reyes Echandía) y los 25.000 muertos en el desastre natural de Armero calaron en la opinión pública. De nuevo, por culpas ajenas, se menoscabó su imagen. Empero, Gómez confió en que el poder de sus ideas bastaría para darle la victoria en 1986. Se enfrentó con Virgilio Barco Vargas, miembro de la oligarquía colombiana y a la sazón un liberal veterano (ya con signos tempranos de demencia) con uncurriculum vitae atípico (más propio de un gerente de una multinacional que de un Presidente de la República). Y, nuevamente, perdió. Barco, conciente de su inferioridad intelectual, rehuyó los debates y esquivó la confrontación directa de ideas con Gómez; el Liberalismo lo apoyó firmemente; los grupos empresariales y la prensa hicieron otro tanto. Así, en 1986, Colombia dejó escapar la oportunidad de ser dirigida por un estadista de altura intelectual semejante a la de Carlos Lleras Restrepo (el último Presidente realmente bueno que había tenido).

A inicios de 1988 era poco probable que Gómez lo intentara otra vez. Paradójicamente, un revés lo catapultó de nuevo. El 29 de mayo fue secuestrado por el M-19, que intentaba de esta forma presionar al gobierno de Barco a una negociación. Su escolta, Juan de Dios Hidalgo, cayó asesinado, y Gómez estuvo dos meses en cautiverio. De sus secuestradores Gómez nunca habló mal, pero lo cierto es que ningún secuestro es agradable: no sólo es una agresión franca contra la libertad y otros derechos fundamentales, sino una arriesgada situación en la que la salud del secuestrado (máxime si se trata de un anciano de 68 años) se pone en juego. Después de varios tires y aflojes con Barco, y gracias a la atinada intervención de Felio Andrade Manrique (político huilense, amigo personal de Alvaro Gómez) el grupo guerrillero lo liberó, el 20 de julio de 1988. El apoyo de todo el país se hizo sentir. Llovieron voces de aliento y de felicidad por su retorno a casa. Dos libros (uno escrito por Andrade –Ricardo, Rolando está en camino - y el otro por Gómez – Soy Libre -) se publicaron, los medios de comunicación volvieron a encumbrar a Gómez y, ante la ausencia de otros líderes conservadores de envergadura, el nombre del añoso líder entró una vez más al ruedo.

Me atrevo a decir que Gómez vaticinaba su derrota. Se enfrentaba al rival más carismático y vigoroso que había enfrentado en su carrera: Luis Carlos Galán Sarmiento. Galán era inmensamente más joven, más atractivo y más elocuente que Gómez; era atlético, vestía de camiseta y “se untaba de pueblo” a gusto (como el mismo Gómez en 1974, cuando aún era joven); su discurso era sabroso, frenético, efervescente: las masas vibraban; sus ideas, claras, lúcidas y bien definidas. Si los colombianos no lo habían elegido en 1986, cuando competía con Barco, ¿cómo iban a elegirlo en 1990, enfrentando a Galán? Aunque este razonamiento es mío, la conducta (incluidos sus gestos, su porte, su actitud) de Gómez Hurtado, si se analizan con detenimiento sus apariciones durante dicha campaña, parecía estar en concordancia. Y es de suponerse imposible que un hombre tan inteligente como Gómez no supiera escuchar el corazón del pueblo, y presagiar lo que venía.

De todos modos, el estoico Alvaro Gómez decidió optar por el bel morir político más llamativo del momento, sólo comparable al del escritor Mario Vargas Llosa en su fallido intento de llegar a la Presidencia del Perú. En vez de dejarse abrumar por las encuestas, en vez de tirar la toalla como algunos llegaron a sugerirle (los consabidos “manzanillos” que, con tal de quedarse con un trozo de la torta, buscaban afanosamente un “gobierno de coalición”), se ingenió una propuesta que iba más allá de lo que el elector común estaba acostumbrado: el Movimiento de Salvación Nacional. Así, tal vez imitando a Betancur, pretendía dar cabida a otras fuerzas no relacionadas con el Conservatismo: liberales moderados, indigenistas, grupos demócrata-cristianos, apáticos, estudiantes universitarios, pastranistas arrepentidos, izquierdistas no alineados con la Unión Patriótica (el brazo político de las FARC, brutalmente exterminado por el paramilitarismo y otras oscuras fuerzas de ultraderecha, aún activas en el país), campesinos sin partido político, indecisos. El invento fue genial: Gómez pasó de ser un “godo” (sobrenombre con el que desdeñosamente se llama a los conservadores en Colombia) a ser un candidato de nueva generación, pluralista, mucho más abierto.

En la que resultó ser la contienda presidencial más trágica en la Historia de Colombia, Gómez se salvó (en términos de integridad física) providencialmente. Dos líderes de izquierda, Carlos Pizarro y Bernardo Jaramillo, fueron abatidos por sicarios pagados por fuerzas paramilitares y mafiosas. El carismático Galán, blanco del cartel de Medellín (una organización narco-terrorista con más de una década de funcionamiento y una estructura “estilo siciliano”, dirigida por Pablo Escobar), fue acribillado en una tarima cuando se disponía a dar un discurso en el municipio de Soacha. César Gaviria Trujillo, el designado por los familiares de Galán para sucederle en la campaña, se salvó de otro atentado del cartel de Medellín: un cambio a última hora en su itinerario le permitió no estar en el avión que estalló en pleno vuelo de Bogotá a Cartagena.

¿Sentían alguna estima los narcotraficantes por Gómez? En modo alguno. De hecho, el consorcio entre la mafia y el gobierno samperista sería su victimario. Creo que la razón fue otra: Gómez, simplemente, no estaba en los planes de nadie. Su derrota se daba por inevitable. Además, su look de anciano melancólico, de lengua perezosa y ademanes graves, del que tanto se mofaron caricaturistas, humoristas y personas del común, en nada ayudaba a subir su popularidad. Es harto probable que, en caso de ser asesinado Gaviria, el designado para reemplazarle también hubiera vencido a Gómez.

Los comicios, el 27 de marzo de 1990, dieron una cómoda victoria a César Gaviria Trujillo, quien con el 47,8% de los votos superó ampliamente a Gómez (23,7%). Sobre si Gaviria mereció o no el haber sido designado por Juan Manuel Galán (hijo del candidato que, con toda seguridad, iba a ser el Presidente) se ha dicho bastante. Es difícil dar una opinión al respecto. Gaviria era el jefe de debate de la campaña de Galán y era allegado a él. Había otros dirigentes liberales con más caudal electoral, como Hernando Durán, Ernesto Samper, William Jaramillo, Jaime Castro o el propio Alberto Santofimio Botero (uno de los autores intelectuales del homicidio de Galán, a quien envidiaba y detestaba, y, como tristemente suele suceder en la política colombiana, amigo íntimo del narcotraficante Pablo Escobar), pero a Gaviria, de 41 años, le tocó. Así, con la imagen de Galán al fondo en su propaganda, el joven dirigente arrasó al veterano Gómez.

Además de las ya señaladas, otras causas de la derrota del Movimiento de Salvación Nacional fueron: la candidatura de Rodrigo Lloreda Caicedo (también miembro del Partido Conservador, y apoyado por el pastranismo para debilitar la candidatura de Gómez), la irrupción de Antonio Navarro Wolff como opción para los simpatizantes de la izquierda (aglutinando votos que pudieron haber ido a parar a la campaña de Gómez Hurtado, pues, paradójicamente si se tienen en cuenta sus orígenes y su talante conservador, el discurso de Gómez era afín con el de los otros líderes de orientación socialista del momento, Jaime Pardo Leal, Bernardo Jaramillo Ossa y Carlos Pizarro, todos ellos asesinados antes de las elecciones) y un estado de salud quebrantado (aunque lo disimulaba bien) de Gómez. Con respecto a este último dato, el lector puede notar signos sutiles de afección cardiaca en los videos que se conservan de las apariciones del candidato, en los que se percibe cómo la fatiga afectaba su performance, y leer sobre las afecciones cardiovasculares del veterano líder (que incluso tuvo algunos síncopes y requirió la instalación de un marcapasos). Eso sí, aclaro que pese a dichas dolencias la energía y el vigor de Gómez eran enormes. Él mismo, a propósito de la instalación de su marcapasos, bromeó con la prensa minimizando la afección: “un pequeño defecto del corazón que había que remediar a tiempo”, y prosiguió, como si nada, sus labores habituales, señalando: “siempre hay que hacer política”.

En la siguiente campaña, Gómez fue un espectador activo (algo resentido con la oposición del pastranismo a su candidatura de 1990, por lo que al principio se opuso a la del delfín de Misael, su hijo Andrés Pastrana Arango). Su mente y su prestigio, incólumes, habían sido (¡al fin!) premiados en las elecciones de los representantes a la Asamblea Nacional Constituyente convocada por el Presidente César Gaviria, Asamblea que presidió Gómez Hurtado y que dio a luz la Constitución Nacional actual (1991). En dicha Carta Magna había ecos del pensamiento alvarista, llamados a la tolerancia y a la participación ciudadana. La consagración de Gómez en la elaboración y redacción final de dicho documento fue reconocida incluso por sus detractores. Es algo irónico que, aquella ocasión, Gómez haya trabajado hombro a hombro con uno de sus asesinos cuatro años más tarde, Horacio Serpa Uribe (Ministro de Ernesto Samper Pizano, el otro instigador del crimen, como recientemente -2011- ha atestiguado Luis Hernando Gómez Bustamante, alias “Rasguño”).

VII

El homicidio de Gómez Hurtado

Como se destapa en las declaraciones de algunos jefes paramilitares y narcotraficantes (los que no han podido callar aún los autores intelectuales del magnicidio de Gómez, que acostumbran silenciar así a potenciales testigos), así como en los retazos de verdad dados por los protagonistas políticos de aquella época, recopilados por varios periodistas serios en Colombia, y presentados, por primera vez, de forma coherente en el libro ¿Por qué lo mataron? del hermano del asesinado Alvaro Gómez, Enrique, las evidencias apuntan a estos tres instigadores del homicidio:“el Gordo” (Ernesto Samper, a la sazón Presidente de la República) y “la Gorda” (José Ignacio Londoño Zabala, enlace de Samper con los grupos mafiosos del Valle del Cauca y al parecer quien les transmitió “la orden” del gobierno), además de Horacio Serpa. Un triángulo de malhechores “de cuello blanco” que Fernando Botero ha denunciado también, aunque de manera menos explícita que alias “Rasguño”.

El abogado Enrique Gómez Martínez ha pedido públicamente que el ex Presidente Samper sea llamado a juicio por el asesinato de Alvaro Gómez. Samper, como de costumbre (igual que en el “proceso 8000”, igual que en las numerosas ocasiones en las que la evidencia misma lo ha puesto al descubierto), se ha dedicado a negarlo todo, incurriendo ya en sutiles contradicciones. ¿Miente? No es menester mío decirlo. Lo cierto es que todos los caminos, una vez se ha empezado a desmantelar la maraña de encubridores (muchos de ellos afamados burócratas, como Ramiro Bejarano, ex Director del DAS, o los ex Fiscales Generales Alfonso Gómez Méndez y Guillermo Ignacio Mendoza Diago, o el ex Procurador General de la Nación, Jaime Bernal Cuéllar, también envuelto en otros escándalos de corrupción, como sus asesorías jurídicas a “DMG”, donde se “lavaba” dinero del narcotráfico), de oficinistas y empelados públicos negligentes (algunos también encubridores), investigadores sesgados (algunos engañados, en su buena fe, por sus directores; otros sobornados), policías corruptos y periodistas despistados, conducen al trinomio Serpa-Samper-Londoño. Obviamente, las amenazas contra Gómez Martínez no se han hecho esperar.

Lo cierto es que el 2 de noviembre de 1995 la atmósfera estaba bastante enrarecida. Hostigado por las declaraciones y los editoriales de Alvaro Gómez, el (tambaleante) Ernesto Samper y su escudero, Horacio Serpa, han dado ya la orden de aniquilar al anciano, que ya se había convertido en una “piedra en el zapato” para los dos, y en líder de la Oposición. La orden ha sido transmitida a través de Ignacio Londoño Zabala a los capos del Cartel del Norte del Valle. Los sicarios ya han sido contratados. Gómez no ignora el peligro que corre, pero (de eso estoy seguro) lo ha asumido decididamente.

Es jueves. En el resto del mundo, Clinton intenta poner de acuerdo a serbios, bosnios y croatas. En Colombia, la prensa pro-gobiernista intenta distraer la opinión pública con bobadas de farándula (que incluían ridiculeces como al vetusto ex presidente López Michelsen -¿cortina de humo?-opinando a propósito del “Reinado Nacional de la Belleza”) y la prensa anti-gobiernista multiplica los gritos que piden la renuncia de Ernesto Samper (y, obviamente, las famosas y malinterpretadas palabras de Gómez: “hay que tumbar al Régimen”). El anciano ha terminado su clase y, contrario a su costumbre, permanece un cuarto de hora dentro del Alma Mater que él mismo ha fundado y cuidado por tantos años.

Los sicarios llegan a las inmediaciones de la Universidad Sergio Arboleda. Gómez habla con unos estudiantes y se detiene a intercambiar ideas con su amigo y ex compañero de luchas, Gabriel Melo Guevara. Saluda a su escolta y sube a su auto, un Mercedes Benz sin blindaje, elegante pero viejo, fiel reflejo de su dueño. No ha terminado de subir cuando los disparos empiezan a sonar. Son disparos de metralla. Gabriel Melo arroja a una estudiante al suelo y hace él lo mismo, intentando protegerse. El fiel escolta de Gómez, que se ha recibido de abogado gracias a su patrocinio, se abalanza sobre su cuerpo buscando ser escudo humano. Otro escolta baja del auto, trata de hacer frente a los sicarios y grita al chofer que arranque. Cuando cae, herido, es ayudado por uno de los vigilantes de la Universidad.
Se escucha otra ráfaga de metralla y los asesinos empiezan a dispersarse, en distintas direcciones. Una estudiante empieza a gritar “¡Yo los vi, yo los vi!” mientras su amiga le pide que se calle. A toda velocidad, el chofer de Gómez trata de llegar a la Clínica del Country. Cuando es atendido por el personal médico, el estadista aún tiene signos vitales. Pero una herida en el tórax ha dado ya su sentencia. Morirá, y con él, otra oportunidad para el país. Colombia seguirá siendo dominada por el “Régimen”.

VIII

Mi vivencia de los hechos

Siendo niño, lo vi por TV en varias ocasiones. Me parecía, en aquél entonces, un hombre aburrido (acostumbrado como estaba a personajes como Timothy Dalton, el “James Bond” de la época), demasiado adusto. Su notoria cifosis, su rostro poco agraciado (de mandíbula prominente, pelo escaso en la frente y grandes e inquisidores ojos) y su propia voz (muy baja, casi de barítono) le conferían aún más gravedad y solemnidad a su discurso. Hasta en esto el estilo de Álvaro Gómez contrastaba con el de su padre Laureano, un orador efervescente, cuya atronadora voz se hizo sentir en el Senado y en el propio Palacio de Nariño (no siempre para bien, en mi opinión, dado su carácter resentido y belicoso: sus ataques demoledores y sus combativas arengas caldearon los ya turbulentos ánimos de la gente que terminó matándose en la famosa época de “La Violencia”…también fue el hombre que se ensañó contra el pobre gramático y escritor Marco Fidel Suárez, Presidente de Colombia para desgracia suya, víctima de los embates de Laureano).

Sólo una vez pude verlo personalmente, en Bogotá. De nuevo, su andar pesado aunque lleno de fuerza, su rostro grave, sus buenos modales y la nobleza de su corazón me llamaron la atención. Ya por esa época había sido derrotado en tres campañas presidenciales y era un veterano con un aura de respetabilidad enorme. Ya a esa edad, pude apreciar mejor la claridad –y lucidez- de su pensamiento. No importaba la distancia entre él y Tim Dalton en cuanto a la apariencia. Él era más grande. Se enfrentaba a mayores peligros. Era más valiente.

A los 12 años leí un libro suyo. También como escritor, Álvaro Gómez me pareció ecuánime. Creo que aún sus más sentidas críticas (como las que hizo al gobierno de Ernesto Samper Pizano, una vez se destapó lo relacionado que estaba con el narcotráfico) llevaron su sello de elegancia y decoro. Recuerdo que su estilo narrativo se asemejaba mucho a la manera en la que hablaba. Sus intervenciones, noble y gallardas, en las que insistía en los principios, la necesidad de planeación, lo urgente de una mejor educación y una reconstrucción moral para el país, parecían plasmadas en el papel. El escritor y el político eran un mismo hombre. Había coherencia. Era un hombre consecuente.

Todavía recuerdo la congoja con la que mis padres recibieron la noticia de su muerte. Íbamos a ver el noticiero del mediodía y el “extra” los sacudió. Abaleado Álvaro Gómez. Salía de la Universidad Sergio Arboleda y, recién acomodado en el asiento trasero de su auto, había sido acribillado por unos sicarios. Papá y mamá sintieron un dolor por la patria que sólo hasta ahora entiendo en toda su dimensión: no solamente era una muerte infame y canallesca, un ataque brutal a un hombre erudito cuyo único pecado fue pensar siempre en Colombia, y que ya, en su ancianidad (tenía 75 años), era el único político cien por ciento íntegro que nos quedaba. Era un adiós al “Desarrollo”, en todo el sentido de la palabra.

Una hora después, papá recibió una llamada de un amigo, que lo invitaba a una misa por el doctor Gómez, en la catedral de Neiva, en la tarde. Actos y homenajes similares a ése fueron hechos en casi todos los municipios del país, y el cadáver fue velado en cámara ardiente en el Senado de la República, donde muchos bogotanos fueron a despedirlo.

IX

Palabras finales

El homicidio de Gómez fue una manifestación de fuerza bruta y paranoia. Ahora que el gobierno de Santos celebra que el Senado de Estados Unidos ha aprobado el Tratado de Libre Comercio con Colombia (un TLC desfavorable para el país, tan poco equitativo con los nuestros que hasta el presidente norteamericano, Barack Obama, estaba reticente a firmarlo), entiendo que es una desgracia, económica y social, ser una nación subdesarrollada. Entiendo también que es sumamente desdichado que tengamos instituciones tan corruptas.

La Constitución de 1991, acaso el logro más contundente de Gómez, ha sido y es muy criticada. Es bastante posible que la cambien, a mediano plazo. Sobra decir que no es cambiando parágrafos ni artículos que se transforma la nación. Es educándola.

Medellín, 11 de noviembre de 2011

David Alberto Campos Vargas (Colombia, 1982)